Mis años de guerra

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León Valencia
Mis años
de guerra
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© 2008, León Valencia,
© De esta edición:
2014, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.
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Diseño de cubierta: Patricia Martínez Linares
Fotografía de cubierta: www.texturepalace.com
ISBN: 978-958-758-632-9
Impreso en Colombia - Printed in Colombia
Primera edición en Colombia, febrero de 2014
Todos los derechos reservados.
Esta publicación no puede ser
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Contenido
La traición y la vergüenza .................... 15
Ilusión ..................................................... 25
Miedo ....................................................... 91
Desencanto ........................................... 147
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La traición y la vergüenza
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M
uchas personas, entre ellas altos funcionarios del
gobierno y el propio presidente Álvaro Uribe, me
han pedido que cuente la verdad. Me exigen que le diga
al país lo que hice en la guerrilla y quiénes fueron mis
amigos. Se han molestado bastante por mi participación
en las investigaciones académicas sobre la parapolítica y
porque, desde mis columnas, he adelantado un debate
sobre el grave daño que le ha hecho a la democracia colombiana la utilización de la violencia en la competencia
política. Quieren hacer ver que no tengo autoridad moral
para intervenir en esta discusión.
Lo hacen en eventos públicos o en réplicas a mis escritos. Señalan una y otra vez que mi pasado me inhabilita
para ejercer una labor crítica sobre los acontecimientos
de hoy. No quieren que hable de las alianzas entre líderes políticos y jefes paramilitares y de la tragedia que se
esconde tras ese compromiso: los miles de muertos y
desaparecidos, de torturados y mutilados, los millones
de desplazados y ofendidos. Se enojan porque me atrevo
a escribir sobre el conflicto armado y sobre la necesidad
imperiosa de buscar una salida pacífica para esta dolorosa
confrontación.
Entiendo su rabia. Las indagaciones académicas sobre la parapolítica han sido empleadas por la Corte Suprema de Justicia y por la Fiscalía General de la Nación
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MIS AÑOS DE GUERRA
como apoyo para adelantar las investigaciones judiciales.
El escándalo político es muy grande y muchos de los
amigos del gobierno han ido a parar a la cárcel. Quizás
este hecho se convierta en el más grave tropiezo de esta
administración.
Podría desechar el llamado a hablar de mi pasado y
seguir sin inmutarme en mi labor de escritor y columnista, o decir, simplemente, que formé parte de un acuerdo
de paz transparente que se tramitó con arreglo a la ley
de indulto y amnistía de principios de los años noventa
cuando no estaba en discusión el carácter político de
nuestro alzamiento armado. Podría, incluso, citar al
presidente Uribe que en algunas ocasiones elogió mi
compromiso con la paz y señaló que mis amigos y yo le
cumplimos al país.
Pero no lo voy a hacer. Quiero ofrecer la memoria
de mi paso por la guerrilla. Contar esa historia como la
vieron mis ojos. Como la vivió mi corazón. Contar cómo
llegué hasta allí y cómo salí. Será, seguramente, también
una memoria controversial. Aspiro, eso sí, a que sea honesta conmigo mismo y con los demás.
Creo entender que muchos dirigentes políticos preguntan por mi pasado con el propósito de restar legitimidad
a mis palabras, a mis escritos, y además con el objetivo de
avergonzarme. Esto es un acicate para mi espíritu. Hay
dos palabras que me perturban demasiado: traición y
vergüenza. Mi padre me las metió en el alma a muy temprana edad. No sé cuáles angustias agitaban su corazón
cuando las mencionaba, pero le pesaban tanto que dedicó
muchos momentos de su vida a forjar en mí una noción
de ellas. Decía que aun en la enemistad cabía la lealtad.
Decía que las desdichas de un hombre son del tamaño
de sus vergüenzas. He dedicado mi vida a espantar el
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fantasma de la traición y a buscar día tras día que al final
de mi vida no tenga motivos para avergonzarme, o que
estos sean pocos y nimios.
Cuando salí de la guerrilla, mis antiguos compañeros
me acusaban de traición. Me dolía como si rompieran
lentamente mi piel con un estilete que se detenía a cada
momento para hundir un poco más la cuchilla afilada.
Pasaba las noches dándole vueltas a esa palabra y a los
múltiples significados que guarda.
Me acordaba de Borges y sus alegorías. Un hombre
que en el fragor de la batalla abandona las filas en que
combate y se pasa al bando contrario y arremete con singular apremio contra sus antiguos amigos. Un hombre
que rumia un viejo rencor, quizás el desaire de un amor,
quizás el robo de un amor, y se afilia a una cuadrilla que
va tras sus compañeros de antaño.
Un hombre que abjura de una idea que ha cultivado
por siempre y migra hacia las ideas contrarias y abraza
con furor el nuevo credo. El converso, el odioso converso
que conoce con deleite los secretos de su vieja doctrina;
que sabe sus puntos vulnerables; que entiende el significado más recóndito de las sentencias más apreciadas de
los códigos que fueron tan cercanos a su corazón; que,
valido de aquel conocimiento, se dedica con una pasión
desconocida a desafiar a sus viejos correligionarios.
No era mi caso. No quería ser así. Había dejado las
filas guerrilleras porque había comprendido, mediante
el dolor de saber a mis amigos muertos, mediante la
angustia que trae la pérdida de seres entrañables, que
la vida, la que nos ha tocado trasegar o presenciar, está
por encima de todos los demás valores. Fue un cambio
en la escala de valores lo que me llevó a la paz. No era la
ilusión de un mundo mejor lo que estaba dejando atrás,
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no era ese compromiso con la justicia, esa búsqueda de
la equidad social, esa lucha por la dignidad humana, que
había aprendido de un obispo y de un grupo de sacerdotes en una región lejana de Colombia, lo que quería
abandonar. Le había visto de cerca la cara a la muerte y la
sabía más dura, más fría y más inapelable que la pobreza
y la exclusión.
La traición es una negación infame de nuestro pasado. No quería esa cruz para mi vida. Había ido a la guerrilla por unas creencias y me devolvía con ellas. Había
modificado su orden, su prioridad, en medio de la triste
experiencia de acercarme a la muerte.
Mi ruptura con la violencia fue radical, macerada en
la introspección, pensada en las noches abismales de las
montañas. No obstante, he conservado siempre un respeto enorme por una generación de colombianos que en
los años sesenta y setenta del siglo pasado se fueron a la
guerra atraídos por la quimera de cambiar el mundo.
Desde cuando salí de la guerrilla, hace ya catorce años,
he dedicado mis días y mis noches a criticar las armas y
a buscar una salida negociada para nuestro inveterado
conflicto. Pero también he consagrado este tiempo a contradecir con mi vida la idea de que perpetré una traición.
No he logrado lo primero, pero creo que he alcanzado
lo segundo.
En noviembre de 2007 me encontré con Nicolás Rodríguez Bautista (Gabino), comandante general del Ejército
de Liberación Nacional (eln), y pudimos hablar y discutir
en un ambiente de respeto sobre la situación del país y
sobre la necesidad de la reconciliación. También había
hablado largamente con Pablo Beltrán y Antonio García.
Eran mis antiguos compañeros en el Comando Central
del eln. Hablábamos ahora desde orillas muy distintas.
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Sabíamos cuánta distancia había entre nosotros. Pero
ellos tenían la certeza de que soy un contradictor leal
de su guerra y yo tenía la seguridad de que no me han
tendido, ni me tenderán nunca, una celada amparados
en la calificación de traidor.
Este libro atiende al eco que aún deja en mi interior
la palabra traidor, pero sobre todo está dedicado a la
palabra vergüenza. ¿Debo avergonzarme de mi pasado?
¿De qué parte de él debo hacerlo y de qué parte no?
En marzo de 2008 me encontré con el senador Mario
Uribe Escobar en una oficina de la Fiscalía en Bogotá. Fui
a responder por una demanda de injuria que me había
hecho el senador a raíz de mis escritos sobre la parapolítica. Era la diligencia de conciliación, pero Uribe llegó
visiblemente alterado y se desató en insultos contra mí.
Me trató de asesino acusándome de tener una enorme
deuda con la democracia que me había recibido generosamente; me reclamaba por haber tenido el descaro
de utilizar los espacios que me habían dado en la gran
prensa para enlodar a personas decentes como él. Miraba
sus ojos azules chispeantes, sentía su ira enorme, desafiante, inquisidora y, mientras mi abogado le decía que
me respetara, pensaba si tendría algo de razón, si debía
retractarme y callarme, si el compromiso innegable que
tuve alguna vez con la violencia insurgente me obligaba
a guardar silencio frente a los días aciagos que ha vivido
mi país en los años posteriores a mi pacto con la paz.
Pensaba en las historias paralelas que teníamos Mario
Uribe y yo. Habíamos nacido en el mismo pueblo, en
Andes (Antioquia), a unos quince minutos en auto de
Salgar, la cuna del presidente Álvaro Uribe Vélez. Habíamos tenido la fortuna de nacer en las mismas tierras del
“Indio Uribe” y de Gonzalo Arango, quienes, aunque en
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épocas distintas, habían escandalizado con su palabra esa
tierra dormida y lejana. Pero era evidente que habíamos
elegido destinos opuestos y ahora estábamos allí para
discutir frente a frente sobre la vergüenza, acerca de cuál
de los dos podía levantar los ojos hacia la justicia con una
serena dignidad.
En el verano europeo de 2007 leí Pelando la cebolla,
la autobiografía del escritor alemán ganador del premio
Nobel de literatura Günter Grass. El libro está dedicado a
explorar una vergüenza, la de haber mirado para un lado,
la de haber callado en los momentos cruciales en los que
ascendía el nazismo, la de haber tenido unas relaciones
fugaces con la ss, la tropa élite del ejército alemán. El
libro se me convirtió en una obsesión desde cuando tuve
la primera noticia de su existencia. Pensaba en la aflicción
enorme que cargó durante un tiempo infinito el autor.
En algún momento le propuse a un amigo que domina
el alemán que me hiciera el favor de leer conmigo el
libro. No tuvo que hacerlo porque pocos meses después
el libro se publicó en español. Lo compré en una librería
de Barcelona la misma noche en que viajé a Berlín para
estar dos días allí. Lo leí en dos tirones y comprobé que
estaba escrito con la urgencia de alguien que necesitaba
reconciliarse consigo mismo, con el pavor de tener que
cargar con una deuda pendiente en la conciencia, una
deuda de honor con la verdad. Nadie le había pedido
a Günter Grass que hablara de su pasado, quizás nadie
sabía de esta vergüenza o quizás toda memoria se había
perdido en algún pliegue azaroso del tiempo, pero la
angustia estaba ahí y el viejo escritor consagrado y glorioso no se quería ir del mundo sin contarla, sin desnudar
su miseria. Volví a sentir el pálpito de mi padre ante la
vergüenza.
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En los días en que empezaron las discusiones que me
llevaron a dejar el eln, a finales de 1989, hablé muchas
veces con el Cura Manuel Pérez, jefe máximo de la
organización. Él, que adivinaba fácilmente los miedos
y los dolores de las personas, supo que me aterraba el
mañana. En mi llamado a buscar urgentemente unas
negociaciones de paz, en mis críticas a la degradación
de la guerra, veía asomar la preocupación por el futuro,
por la explicación que daríamos de nuestros actos en los
años por llegar. Trataba de apaciguar mi espíritu pensando en los horrores que tanta gente había padecido
en los ochenta, las muertes incontables de la izquierda,
la rudeza infinita con la que se había tratado a la oposición, el carácter implacable de la dirigencia del país; así
desdeñaba los reclamos que nos harían en un incierto
porvenir. El futuro ya está aquí y el padre Pérez se ha ido
y no podrá leer algunos cosas que contaré de aquellas
conversaciones.
Antes de que se desataran los llamados públicos a
hablar de mi paso por la guerrilla, tenía el compromiso
con mi amiga María Elvira Bonilla, de Editorial Norma,
de escribir un libro sobre esa etapa de mi vida. La exigencia de los amigos del gobierno convirtió el propósito en
una obligación ineludible. Tengo además la pretenciosa,
y quizás vana, aspiración de que algún día muchos de
ellos, incluido el Presidente, tengan el mismo apremio y
acometan la tarea de dar cuenta de su pasado.
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Ilusión
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E
ra una noche lluviosa de mayo de 1987. El río Cauca, que nunca es apacible, estaba más agitado que
de costumbre. Los relámpagos rompían de cuando en
cuando una inmutable oscuridad. Iba en una canoa de
madera de un metro y veinte centímetros de ancho por
seis de largo, impulsada por un pequeño motor fuera
de borda. Me acompañaban seis guerrilleros casi adolescentes y Sepúlveda, un hombre de no más de veinticinco
años quien los comandaba. Estaba nervioso, incómodo,
apeñuscado, sintiendo los goterones de lluvia sobre mis
hombros, en esa barca estrecha que se bamboleaba ante
el embate del río encabritado. Los muchachos habían
ido a recogerme a un lado de la carretera que va de
Medellín a la Costa Atlántica, a la altura del municipio
de Tarazá, y me habían embarcado apresuradamente,
como si sintieran en el aire un peligro inminente. Estábamos justo en la mitad del río cuando, de la orilla
de donde habíamos partido, salieron varios disparos
de fusil. Los guerrilleros se movieron con tanta rudeza
que la pequeña embarcación estuvo a punto de dar una
vuelta completa y lanzarnos a todos al agua. Se habían
acomodado para responder a la agresión y habían movido
el cerrojo del arma al unísono para llevar las balas a la recámara. El chasquido de las armas anunció lo peor. Pero
Sepúlveda impidió que abrieran fuego y les ordenó que
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permanecieran quietos, en silencio y con las linternas
apagadas. Aunque los muchachos no dispararon, mantuvieron el dedo en el gatillo y el cuerpo tenso como una
cuerda de acero a punto de reventar.
Nos deslizamos río abajo buscando la otra orilla, poniendo sordina al motor, tratando de que el rumor de las aguas
se tragara el ruido de nuestro miedo. Sonaron muchos
disparos graneados durante diez o doce minutos, pero
logramos cruzar sin percance. Fue el aviso infame de que
en los años siguientes tendría a la muerte rondándome
muy cerca. Esa vez me había salvado la serenidad y la
destreza de un mando que tuvo la perspicacia suficiente
para saber que nuestra respuesta agregaría más luz y
sonido a los rayos del cielo y que nos habría vuelto un
blanco fácil de quienes querían alcanzarnos.
En los dos años anteriores –acompañado de personas
próximas, de amigos con los cuales había compartido
la vida y las acciones políticas durante mucho tiempo–,
había hecho el mismo viaje en tres oportunidades. Dos o
tres miembros del eln que cumplían tareas de logística
nos recogían en alguna cafetería de Medellín, en horas
de la tarde, nos trasladaban a una camioneta y partíamos
rumbo al Bajo Cauca. Todo estaba calculado para llegar
a las diez u once de la noche a la margen occidental del
río, antes de Caucasia y después de Tarazá. A esa hora
aprovechábamos la soledad de la carretera para apearnos, pasar las alambradas y caminar por algún potrero
hacia la orilla del río. Allí nos encontrábamos con los
guerrilleros que debían conducirnos a nuestro destino
final. En los viajes anteriores no habíamos pasado las
angustias de ahora. Atravesábamos tranquilamente el
río, buscábamos el monte más cercano, colgábamos las
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hamacas, dormíamos y esperábamos el amanecer para
emprender la marcha hacia lo profundo de las montañas. Eran viajes para asistir a reuniones de una o dos
semanas. Buscábamos la unificación de varios grupos de
izquierda, el mayor de los cuales era el eln, que servía
de anfitrión de los eventos. Yo pertenecía a uno de estos:
al mir-Patria Libre.
Esta vez no estaban mis amigos, iba sólo hacia el monte. Me habían escogido para formar parte del Comando
Central del eln y debía integrarme a sus filas. Las reuniones anteriores no habían resultado totalmente exitosas y
sólo uno de los núcleos se había integrado a las filas de
esta guerrilla. Los dirigentes del eln habían aceptado que
cinco personas de nuestro grupo se sumaran a su dirección nacional, compuesta por quince miembros. Uno de
nuestros compañeros debía formar parte del Comando
Central que operaba como un organismo permanente,
como un secretariado, de esa dirección.
Estaba a punto de cumplir treinta y dos años. Los diez
años anteriores los había vivido en Medellín estudiando,
escribiendo, realizando actividades sociales y políticas,
enfocado en la desmesurada pretensión de cambiar el
mundo.
Llegué a Medellín en 1977 cuando la ciudad abría
sus ojos a una época dolorosa. Quedaban atrás los años
sesenta y principios de los setenta apacibles y tradicionales, apenas perturbados por la bohemia del tango, los
lances cuchilleros de los borrachos del barrio Guayaquil,
algunos robos espectaculares del hampa ingeniosa y las
irreverencias de los poetas nadaístas que escandalizaban a
una sociedad melancólica y pacata. Empezaba un tiempo
de convulsiones. La ciudad crecía aceleradamente y se
agitaba. El cerrojo que imponían la moral católica y el
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Partido Conservador comenzaba a ceder. Era patente la
impugnación de los valores, las instituciones y las creencias que los paisas habían atesorado desde el siglo xix.
La violencia del narcotráfico comenzaba a evidenciarse.
Todos los grupos guerrilleros se daban cita para aprovechar el sacudón que experimentaba la ciudad. Querían
convertir en violencia política esa pretensión optimista
y esa fuerza inmensurable que habían mostrado los antioqueños en sus empresas colonizadoras durante más
de cien años.
Vi esa ciudad con el asombro de mis veinte años. La
caminé con pasión. La fui descubriendo poco a poco. En
la marejada de su transición tuve mis primeros amores,
me adentré en la política, le cumplí a mi padre la promesa
de no pasar un día sin leer la página de una novela o recitar un verso y tuve la suerte de acariciar dos hijos. Una
ciudad que acababa de abandonar para ir tras la ilusión
de un triunfo militar que podría cambiar el país, pero,
sobre todo, empujado por el miedo a morir inerme en
una calle bajo las balas de las bandas paramilitares o de
temibles agentes del Estado que acosaban por igual a los
defensores de derechos humanos, a los activistas políticos
de izquierda y a los sindicalistas.
Ahora me encontraba allí viajando hacia las entrañas de la guerrilla. Acababa de atravesar el río Cauca,
sintiendo que podía morir alcanzado por una bala o
ahogado en esas aguas oscuras que conocía desde niño
porque había vivido en sus orillas y las había acariciado
mil veces para aliviar el calor del mediodía en La Pintada,
un caserío al que me habían llevado mis padres cuando
apenas cumplía cuatro años.
Al llegar a la orilla me percaté del pánico que tenía
a perder la vida. Pero acababa de experimentar también
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el pavor a que el río se me llevara recuerdos entrañables.
Estaba aferrado a un morral que contenía algunas cosas
que quería mucho. Entre ellas varias fotos de mis dos
hijos y un ejemplar de El Quijote editado en el siglo xix,
regalo de mi padre.
Esa noche no pudimos dormir cerca al río. Nos tocó
seguir de largo, caminar toda la noche y el día siguiente
hasta bien entrada la tarde. Queríamos ponernos a distancia de quienes nos habían atacado en el río y evitar
cualquier emboscada de otras patrullas avisadas de nuestra presencia. Comíamos de cuando en cuando pedazos
de panela y queso que los muchachos guerrilleros habían
tenido la precaución de guardar para el recorrido. La
única parada de ese primer día fue a eso de las nueve de
la mañana en una casa escondida detrás de unos grandes árboles donde vivía una familia campesina amiga de
la guerrilla. Sentí un alivio enorme, no tanto de poder
quitarme por un momento las botas y tomar café, sino
porque pude ver a dos niños jugando despreocupadamente en un patio y pensé en mis hijos y tuve la sensación
de que estábamos a salvo.
Hicimos casi tres días de camino hasta el campamento
del Comando Central del eln en una marcha silenciosa.
El episodio del río me había afectado demasiado. Me di
cuenta de mis torpezas, de mis grandes limitaciones para
enfrentar la vida guerrillera. No sabía nadar y estaba en
medio de un río borrascoso, en la noche más oscura,
asediado por balas que tenían un origen incierto y un
destino cierto. Una vez cesaron los disparos se me vino a
la cabeza la imagen de un intelectual del Partido Liberal
que dejaron ahogar los guerrilleros del cincuenta en uno
de los grandes ríos del sur del país. Lo cuenta Eduardo
Franco Isaza en su libro Las guerrillas del Llano. Se trataba
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de un abogado inconforme con la desmovilización de las
huestes alzadas en armas que en el camino hacia la conferencia guerrillera donde se debía tomar esa decisión, en
el paso del río, en una embarcación endeble, como la mía
en el Cauca, perdió el equilibrio y se fue al agua mientras
sus acompañantes, todos ellos contradictores políticos,
miraron impasibles su viaje hacia el lecho profundo.
Ahora, en plena marcha, no tenía muchas ganas de hablar. Los muchachos tampoco, porque no me conocían,
o porque no les inspiraba ninguna curiosidad. Aquellos
días están ahora muy distantes, pero recuerdo bien hacia
dónde fueron mis pensamientos mientras avanzaba paso
a paso en dirección a la montaña.
El ejemplar de El Quijote me traía siempre a la memoria una época especialmente feliz en Pueblo Rico, en
la zona cafetera de Antioquia. Fueron tres años en los
cuales escuché día tras día la lectura de una selección
de novelas y cuentos de la literatura universal. Tenía
siete años cuando se inició esta experiencia que duró
hasta pasados los diez. A mi padre, quien había quedado
inválido hacía varios años a causa de una fractura en la
columna vertebral, se le ocurrió organizar un club de
lectura de novelas, una idea que le surgió extrañamente
después de leer El club de los suicidas, el cuento de Robert
L. Stevenson.
El nombre resultaba un poco exagerado. En realidad
eran cuatro personas que se reunían todos los días después de las cinco de la tarde, quizás hasta las ocho de
la noche, para escuchar a mi padre leer en voz alta las
aventuras de los personajes que deambulaban por las bibliotecas de cada uno de los contertulios. A la cita acudían
Pastor Noreña, un sargento retirado del ejército, quien
había quedado ciego por el impacto de las esquirlas de
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Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución,
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contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal).
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