Los Evangelios del ciclo A del Tercer, Cuarto y Quinto Domingo del Tiempo de Cuaresma Juan 4,5-42- La Samaritana Juan 9,1-41- El ciego de nacimiento Juan 11,1-45- Lázaro Material para la reflexión y la lectio divina “Yo soy el agua viva” (La Samaritana) En el tercer domingo de Cuaresma, nos encontramos con uno de los pasajes más bellos del Evangelio de San Juan, donde se encuentran dos personas sedientas, junto al pozo de Jacob: Jesús y la Samaritana (Jn 4,5-42). Un Jesús, cansado y agobiado del camino, que pide agua a aquella mujer, agobiada por el sinsentido de su vida, sedienta también, pero no del agua que “jalaba” de aquel pozo todos los días, sino de descubrir algún motivo que pusiera fin a sus días aburridos, monótonos y rutinarios. Y se encontró con un hombre, que le dio el Agua de la Vida y que era él mismo. Porque Jesús es el verdadero pozo, el agua verdadera que viene a saciar la sed de los seres humanos. Esta idea es la que Juan nos presenta, redactando un diálogo sabroso entre Jesús y la mujer de Samaria y situándolos en el centro de Palestina, en tierras samaritanas, en una comunidad que no se llevaba bien con los judíos del sur. San Juan aquí, hace gala de su talento de narrador y emplea de nuevo una conversación, en la que presenta el recurso a la ironía o al malentendido (lo vemos en los pasajes de la purificación del templo y en el diálogo con Nicodemo en Jn 2,13-22; 3,1-8) de forma que la mujer no entiende cuál agua le está ofreciendo Jesús, hasta llegar encontrarse con el Agua misma de la Vida. Por otra parte, la mujer samaritana, como otros personajes del Evangelio de Juan, tiene un carácter representativo y simbólico; en ella podemos ver simbolizada toda la región de Samaria que fue evangelizada, desde Jerusalén por los cristianos helenistas, es decir, los del cultura griega, en especial, el diácono Felipe (ver Hech 8,48. 14-17). El texto, por una parte, nos hace pensar en la misión cristiana entre los samaritanos, algunos de los cuales formaban parte de la comunidad de Juan y en el papel protagónico que tenían las mujeres en esa tarea evangelizadora. El diálogo refleja las dificultades que tuvo la misión cristiana entre los samaritanos: ellos y los judíos estuvieron separados por fuertes barreras, pero que no impidieron el anuncio del Evangelio. El primer diálogo que tiene Jesús con esta mujer (Jn 4,7-15), tiene como motivo principal el agua, que en el judaísmo representaba los bienes que Dios había dado a su pueblo elegido, durante su caminar por el desierto, rumbo a la tierra prometida (ver Éx15, 22-25, 17,1-13; Núm 20,1-13). El agua se saca de un pozo, que en Israel es lugar de encuentro, de conversación, de “negocios”, de socialización, de compartir y de “marcar de los novios” o formalizar matrimonios, como decimos popularmente. Es decir, los pozos en Israel eran como las pulperías de Costa Rica, a las que la gente, además de hacer sus compras y de tomarse un trago en la cantina contigua, servían para encontrarse, conversar y demás… De allí que los beduinos o pastores llevaban sus rebaños a beber en ellos. Además, para Juan el pozo es también un lugar simbólico. Los patriarcas encontraban a sus esposas junto a los pozos (Gén 24,13-21; 29,2-12; Éx 2,15-21) hacían sus tratos junto al pozo (Gén 37,26-30). La vida de los pueblos estaba organizada junto a los pozos y máxime por aquellas tierras desérticas o esteparias de Oriente, de Egipto, Israel o Arabia, en que cada casa, si podía, tenía un pozo, para abastecerse de agua. Junto a los pozos se hacían planes de paz y de concordia (Gén 26,17-33). Por eso, es que Jesús busca a “su esposa en un pozo” como los patriarcas del Antiguo Testamento: Isaac a Rebeca, Jacob a Raquel y Moisés a Séfora (Gén 24,10-27; 29,1-14; Éx 2,16-22). Y ella es la samaritana (que representa a la comunidad). Pero también el pozo era símbolo de la Ley y de las instituciones judías, que ya no daban vida al pueblo (ver Jn 2, 6). Era símbolo de la sabiduría, del sentido de la vida que muchos buscaban ansiosamente. Es por eso que en el pozo, la samaritana encuentra el sentido de su vida. En efecto, Jesús se sienta en el pozo y se encuentra con una mujer, entablando una conversación muy interesante. En aquellos tiempos, una mujer que conversara con naturalidad con un varón, era vista como mujer de costumbres “fáciles”, de allí que los discípulos se sorprenden de ver a Jesús conversando con la samaritana (Jn 4,27). Y Jesús hace caso omiso a estos prejuicios, se “brinca” estas barreras y estos convencionalismos, que separaban a hombres y mujeres, a judíos y samaritanos. Se comporta con gran naturalidad y libertad ante las costumbres de su época. El gesto de pedir de beber o darle agua a una persona, en el pueblo judío significa acogerla. Al pedir agua, Jesús “quiebra” esos prejuicios y las discriminaciones de raza (judíos/ samaritanos), de sexo (hombre/mujer) o de religión. Y, a la vez, provoca la sed de esta mujer (Jn 4,10). La mujer samaritana se va adentrando en la conversación y da dando pasos seguros poco a poco. En primer lugar, hay un encuentro en el pozo, es decir, en el lugar de lo cotidiano, en la vida misma. Se inicia un diálogo entre un Jesús cansado, agobiado y sediento (Jn 4,6), y una mujer que tiene sed de vivir (Jn 4,15). Se inicia un diálogo de fe, que al principio es difícil, que cuesta hacerse entender, pero que se va profundizando, gracias a la escucha mutua. Al principio, esta mujer sólo pensaba en evitar el tener que ir todos los días a sacar agua de ese pozo, imaginamos lo cansada que habría de estar, haciendo ese trabajo cansado y rutinario de “jalar agua”. Pero el encuentro con Jesús, la hace tomar conciencia más profunda de la realidad, de lo que Dios quiere para ella, que es darle vida, esa vida que dice Jesús ha traído al mundo y en abundancia (Jn 10,10). Ella vive un proceso de conversión, pasa del agua que hay que sacar trabajosamente cada día de un pozo y que calma su sed física, a pedir el agua que calma la sed para siempre. La Samaritana pasa de ese deseo elemental o necesidad que todos sentimos de calmar la sed que nos agobia, al de una fuente inagotable, de la que brota una agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14; 7,37-38). Y recibe el don de Dios, que es Jesús mismo, como Agua de la Vida (Jn 4,10). De forma que el pozo de Jacob, el pozo de la Antigua Alianza, es sustituido y superado por el pozo de la Nueva Alianza, por el pozo en el que Jesús se revela como Agua Viva y como Mesías. Así como el agua convertida en vino, era símbolo de las realidades de la Antigua Alianza de Israel (templo, ley, culto), representada por las jarras de piedra llenas de agua (Jn 2,6; 3,5), se convierte ahora en agua viva que es Cristo. Solo Él puede darnos el agua que calma la sed para siempre, el Espíritu (ver Jn 7,33-39). La mujer pide agua a Jesús. Y él le pide que llame a su marido. Había tenido “cinco maridos”, es decir, los dioses que los samaritanos adoraban junto a Dios (ver 2 Rey 17,24-32). Dios mismo (“el hombre con el que vives”), había sido transformado en un ídolo. Con el tema del marido, que hace que la mujer desvíe la conversación (el agua), aquí Jesús introduce la cuestión del culto a Dios verdadero, el Dios de la vida. Ya no es importante el lugar (Garizim/Jerusalén), sino el cómo se debe adorar a Yahvé: “en espíritu y en verdad”, es decir, mediante la práctica del amor y de la justicia. Si leemos completo el texto (ver Jn 4,1-42), nos vamos a encontrar con una sorpresa: una mujer será la primera persona, a la que Jesús se revela como Mesías (Jn 4,26). La mujer no era considerada en aquellos tiempos como apta para ser testigo, no sólo recibirá esta confidencia de Jesús, sino que se convertirá en catequista y apóstol de la comunidad samaritana. Será la primera en llevar el Evangelio a esa comunidad: “Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho…” (Jn 4,29). Dejará de hablar de sí misma, para dar a conocer a Jesús, hasta que los samaritanos lleguen a decir: “Ya no creemos en él por lo que tú nos dijiste, sino que nosotros mismos le hemos oído y estamos convencidos, de que él es verdaderamente el Salvador del mundo…” (Jn 4,42). Después de la resurrección, otra mujer será también enviada por Jesús, a anunciar la buena nueva de la resurrección del Señor: “María Magdalena se fue corriendo donde estaban los discípulos y les anunció que había visto al Señor. Y les contó lo que Jesús le había dicho…” (Jn 20,18). La Samaritana y María Magdalena se convierten en discípulas y apóstoles de Cristo. Por eso, la samaritana desaparece en el texto, al final, para dejar paso a todo aquel o aquella que quieran hacer la experiencia de encontrarse con Cristo, el Agua Viva, que sacia nuestra sed: “Éste es verdaderamente el Salvador del mundo” (Jn 4,42). En nuestra vida cristiana, nosotros y nosotras podemos experimentar el cansancio, la sed y la apatía, y nos acercamos al pozo (Cristo) para saciar nuestra sed. Todos y todas muchas veces sentimos sed ante un mundo que no es justo y fraterno y que, en muchas ocasiones, deja a muchos hombres y mujeres a la orilla de la vida; sed ante una Iglesia que no está siempre al servicio de la Palabra; sed ante un sinsentido de nuestra vida personal; sed e insatisfacción ante nuestra manera acomodada de vivir la fe. Tanto a nivel personal como comunitario, hay algo que no funciona y que genera dentro de nosotros (as) una sed. Sabemos que solamente Cristo, Agua Viva, la puede saciar. “Yo soy la Luz” (El ciego de nacimiento) La curación del ciego de nacimiento, es el sexto de los signos realizados por Jesús, que aparecen en el Evangelio de San Juan (ver Jn 2-12), y demuestra lo que Jesús había dicho en su momento: “Yo soy la luz del mundo” (ver Jn 8,12). Este signo sirve de ocasión para un juicio (Jn 9,39), pues al devolver la vista al ciego, Jesús provoca de inmediato la división entre los que se acercan a la luz y se dejan iluminar por ella (simbolizados en el ciego que vuelve a ver), y los que la rechazan y quieren seguir viviendo en las tinieblas (simbolizados en los dirigentes de Israel, que se ciegan y rechazan a Jesús). Los primeros resultan absueltos, es decir, salvados. Los segundos son declarados culpables, por haber elegido permanecer en su pecado (Jn 9,41). No es Jesús quien los condena, sino que son ellos mismos los que se condenan, por haber preferido las tinieblas a la luz (ver Jn 3,19-21). Además, el texto enseña que ningún dolor o enfermedad, o pruebas diversas y sufrimientos, son castigos de Dios, como a veces creemos (ver Jn 9,1-3). Este signo, Jesús lo realiza en Jerusalén (ver Jn 10,22). La luz del mundo que es Cristo, entra en conflicto con las tinieblas (los líderes religiosos y políticos del pueblo judío). El capítulo 9 de san Juan que meditamos en este domingo de Cuaresma, refleja también la difícil situación que estaban viviendo los cristianos de la comunidad de Juan, que eran rechazados por los judíos, después de la destrucción del templo de Jerusalén, ocurrida en el año 70 d. C, ya que muchos de ellos, habiendo sido judíos y al aceptar a Jesucristo como Señor, eran echados de la sinagoga, perseguidos o desterrados. Esto lo vemos en el texto cuando los dirigentes judíos echan de la sinagoga al pobre ciego curado por Jesús (ver Jn 9,34). La acción de Jesús “abriendo los ojos” al ciego, es el “nuevo nacimiento”, del cual Jesús le hablaba al maestro Nicodemo (ver Jn 3,1-5). Es también la “nueva creación”, de la cual se nos habla en Jn 1,1-3. Así, el barro que Jesús unta en los ojos del ciego, nos recuerda el barro con el que Yahvé Dios creó al hombre (ver Gén 2,7). El lodo o barro, que Jesús hace con su saliva mezclándola con polvo, enseña que este ciego es una nueva criatura. El polvo simboliza la carne humana (¡acuérdate que eres polvo!, escuchábamos en la misa del Miércoles de Ceniza, cuando la ceniza se nos imponía). La saliva representa el soplo del Espíritu. La unión de tierra (carne) y saliva (Espíritu), produce una nueva persona, un nuevo ser humano, una segunda creación. El ciego va y se lava en la piscina de Siloé (que significa “Enviado”). Pero en el versículo 4, el “Enviado” es Jesucristo. Al lavarse en la piscina del Enviado (Jesús), el ciego se está bañando en la fuente de aguas vivas que es Cristo, como vimos el domingo pasado, en el bellísimo pasaje de la mujer samaritana (ver Jn 4,7-15). Es decir, se sumerge en el pensamiento, actitudes y en el ser mismo de Cristo. Esta es la luz que le abre los ojos y lo ilumina. Aceptando a Cristo Luz, el ciego puede ver. Todo el texto tiene claras referencias al bautismo, como sacramento de la luz. Cuando el ciego se baña en la fuente que es Cristo, se da un cambio, una conversión, una transformación total. Aquel ciego mendigo, sentado y pidiendo limosna, es transformado. Por eso, los vecinos casi no lo reconocen. Algunos dicen que es el mismo hombre; otros dicen que no, que sólo se le parece. Pero el ciego tiene muy claro quién es él. Y por eso dice: “yo soy” (Jn 9,9). Al ver la luz, le ocurrió una transformación radical por dentro, en su mente, en sus actitudes, en su modo de vivir, que el Espíritu de Dios hizo en él (y hace en nosotros por el sacramento del bautismo). Por eso, los vecinos tienen dificultad en reconocerlo. Es otra persona totalmente distinta. San Juan nos enseña lo que hace Cristo en el bautizado: lo transforma, lo ilumina y lo cambia, lo saca de su ceguera espiritual y lo crea de nuevo. Ahora bien, para dar el paso de la oscuridad a la luz, Juan nos enseña que esto no se da “de un sólo tiro”, al momento, sino poco a poco. Que es todo un camino (en el caso de los catecúmenos, los que se preparan al bautismo), una preparación para descubrir a Cristo Luz. Al ciego no sólo se le iluminan los ojos, sino que llega a la conclusión de que Cristo es la luz verdadera. Así son todos aquellos que, por medio del bautismo (ver Jn 9,6-8), se dejan iluminar por la fe y siguen a Jesús como discípulos. Veamos: En Jn 9,11 el ciego habla simplemente “de un hombre que se llama Jesús”. En Jn 9,17 va más allá, al reconocer que es “un profeta”. En Jn 9,25 parece dudar sobre si Jesús es o no un pecador, pero en Jn 9,32 se define claramente. Si Jesús no fuera un “hombre que viene de Dios”, no habría podido curarlo. En Jn 9,35-37 el ciego, ya curado, hace un acto de fe en Jesús como “Hijo de Hombre” y se postra ante él, en un gesto de adoración diciendo: “Creo, Señor”. En definitiva, el ciego de nacimiento ha reconocido a Jesús a “un hombre”, cuya relación con Dios es totalmente singular. Ese hombre “viene de Dios”, pero es más que “un profeta”. Ese hombre es el “Hijo del Hombre”, el “Mesías” (Jn 9,22) y el “Señor”. Es el mismo hombre que, un poco más tarde, dirá de sí mismo: “Yo soy el Buen Pastor” (ver Jn 10,11.14). El mensaje de todo este capítulo, lo tenemos en los últimos versículos (35-41). Los ciegos que ven, son los que creen en el Hijo del Hombre. Los demás que no creen, son ciegos aunque crean que tienen vista. Esta afirmación refleja lo que sucede en la vida cristiana. Pues muchos de los cristianos, antes de conocer a Jesucristo Luz, viven en las tinieblas, que en Juan son sinónimo de pecado (ver Jn 1,5; 12,40). Al hacerse realmente cristianos (por medio del bautismo), renacen de nuevo (Jn 3,19-21). Por eso, Cristo ha sido “Enviado” (Siloé) a ellos que, al lavarse por el bautismo, en las aguas del Enviado, se han lavado en la fuente que es Cristo, y así se les abren los ojos y pueden ver la luz. Como vemos, en el texto hay una enseñanza bautismal, que sería bueno que la meditáramos ahora que nos preparamos en la Cuaresma, a renovar nuestros compromisos bautismales en la Vigilia Pascual, el Sábado Santo (o aquellos catecúmenos que se preparan a recibir el bautismo, en esa noche bautismal). Antiguamente, este texto se leía en la liturgia bautismal, para culminar con la confesión del ciego: “Creo, Señor” (ver Jn 9,38). Después, los catecúmenos rezaban el Credo. El agua y la luz son elementos sacramentales del bautismo. La unción (con barro en el texto), nos recuerda las unciones de la liturgia bautismal. Agua (elemento primordial del sacramento), Luz (el Cirio Pascual, signo de Cristo) y barro (unciones). Todos estos elementos nos hablan de este sacramento de iniciación en la fe cristiana, que celebraremos, Dios mediante, en la noche de Pascua. “Yo soy la resurrección y la vida” (La resurrección de Lázaro) El bellísimo pasaje de la resurrección de Lázaro del V Domingo de Cuaresma (Jn 11,1-45), es el último de los siete signos realizados por Jesús y el punto culminante de todos ellos. Juan quiere enseñar que Jesús es la resurrección y la vida (Jn 11,25), el dador de la salud y el vencedor de la muerte, el último enemigo que ha sido definitivamente vencido, gracias a su propia muerte y resurrección (Jn 11,1-45). El centro del capítulo 11 recoge las tres escenas más importantes del relato: el diálogo de Jesús con Marta (ver Jn 11,17-27), el encuentro con María (ver Jn 11,28-37), y la resurrección de Lázaro (ver Jn 11,38-44). Estos tres momentos van precedidos por una amplia introducción (ver Jn 11,1-16), en la que el evangelista hace una primera presentación de los personajes, adelantando algunas pistas para los lectores entendamos mejor lo que va a suceder. Al final de los versículos 45 al 57 (que el texto del Evangelio de hoy no trae y sería conveniente leerlos en casa), nos sorprende, porque en vez de contarnos lo que sucedió con Lázaro y sus hermanas, después de aquel episodio, más bien expresa las diversas actitudes de los judíos que presenciaron el signo: algunos creyeron en Jesús y otros, en cambio, decidieron matar a Lázaro, cosa que tampoco sabemos a ciencia cierta si lo lograron… Lo más hermoso y consolador de este relato, es que quiere enseñarnos que Cristo es la resurrección y la vida plena, a todos los cristianos y cristianas de todos los tiempos, que lloran la pérdida de sus seres queridos: “pues aunque mueran, vivirán…” (ver Jn 11,25). Ellos y ellas se mueren físicamente, corporalmente, pero siguen viviendo al nivel del Espíritu que permanece en ellos (as). Los que viven con Cristo, no mueren realmente, aunque sean cadáveres, pues “todo el que vive (físicamente), y cree en mí, no morirá (espiritualmente) jamás. ¿Crees esto?” (ver Jn 11,26). Lázaro resucitado es un signo de esa vida eterna. El episodio se sitúa en Betania, un pueblito que queda cerca de Jerusalén, cuatro días después del entierro de Lázaro. Al parecer, Jesús se retrasó “al propio”, pues se trata de poner de manifiesto que la muerte de su amigo Lázaro es real, con el fin de resaltar lo espectacular del signo milagroso. Juan el evangelista, hace una detallada presentación de todos los personajes del relato. Son pocas y confusas las noticias que tenemos en los Evangelios sobre Marta y María, lo mismo que de Lázaro. Sólo Juan los presenta como hermanos. San Lucas, por su parte, nos habla de las dos hermanas, a las que Jesús visitaba y se quedaba con ellas, de vez en cuando (ver Lc 10,38-42). Ni Mateo ni Marcos nos cuentan nada de ellas o de su hermano. María, según Juan, fue la mujer que ungió los pies del Señor con perfume, pocos días antes de la muerte de Cristo (ver Jn 11,2; 12,3). Los judíos, según sus costumbres y tradiciones, acompañan en el luto a los familiares del difunto. Pero en la intención de Juan juegan un doble papel. Por una parte, son testigos de lo que sucede a continuación y, por otra, ponen de manifiesto la terquedad de muchos de ellos, que se niegan a creer en Jesús y buscan motivos para acusarlo. Esto mismo aparece en el relato del ciego de nacimiento (ver Jn 9,16.39-41). Los discípulos de Jesús no son nombrados, aunque si nos fijamos en la introducción (ver Jn 11,1-16), hemos de suponer que acompañaron a Jesús a Betania y estuvieron con él en esos momentos. Vamos a detenernos en Jn 11,17-27, en la conversación que sostienen Marta y Jesús y a los dos temas que se desarrollan en el diálogo: la resurrección y la fe. Marta es la que toma la iniciativa y comienza su conversación con Jesús con un cierto reproche: “Señor, si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano” (ver Jn 11,21). Pese al dolor que la embarga por la muerte de Lázaro, parece que su fe y confianza en Jesús, son más grandes que este reproche. Aquel que había curado a otros, sin duda tenía poder para curar a su amigo e impedirle morir. Incluso hasta los mismos judíos afirman esto (ver Jn 11,37). Las palabras son las mismas que dirá María un poco más tarde (ver Jn 11,32), pero en boca de Marta suenan de forma distinta. Es como si en su corazón, guardara una esperanza que, incluso en la muerte, habría una esperanza. Es por eso, que deja a su hermana y se va a encontrar con Jesús. Esa misma esperanza, es la que la hace decir: “Pero yo sé que lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá…” (ver Jn 11,22). Los versículos siguientes (Jn 11,23-26) desarrollan el tema de la resurrección, haciendo que aparezcan a lo largo de la conversación, la forma de creer en la resurrección que tenían los judíos y la novedad de la teología de Juan. Muchos judíos creían que la resurrección sucedería “al final de los tiempos”, como nosotros los cristianos creemos (ver Jn 11,24). El cambio es radical. Marta, que comparte estas creencias, queda sorprendida por la forma en que la presenta Jesús, que esa resurrección al final, es ahora que sucede, en la persona de Jesús, que es “resurrección y vida”. Y para demostrarlo, resucita inmediatamente a Lázaro. La vida eterna es promesa para los que han muerto y también para los que aún viven. Esta vida no está limitada por la muerte, que queda como un trance, por el que todos y todas debemos pasar. Pero las palabras de Jesús nos hablan de una vida eterna y que el poder de la muerte es definitivamente vencido desde ahora. Por eso, la propuesta de Jesús aparece estrechamente unida a la fe, alimentando, de esta forma, la esperanza de los cristianos (as) desde siempre. El que cree en Jesús, tanto si está vivo o como si muerto, no morirá para siempre, porque Dios envió a su Hijo al mundo, “para que todo aquel que crea en él, tenga vida eterna” (ver Jn 3,15-16). El tema de la fe se expresa con la pregunta de Jesús a Marta: “¿Crees esto?”. Tanto la pregunta como la posterior confesión de fe de Marta, es la fe de la Iglesia en la persona de Jesús, es fiarse de Él y es poner la propia vida en sus manos (ver Jn 6,67-69). Por eso, Marta es capaz de actualizar su fe desde su conversación con Jesús. Ya no se trata de esperar la resurrección hasta el final de los tiempos (como incluso nosotros pensamos), para saber cuál es el destino de todo ser humano. En Jesús, con quien ella está hablando, a quien puede ver y tocar, llega la resurrección y la vida definitiva, desde ahora, desde hoy… La vida eterna no es solamente una esperanza en un futuro lejano, sino una realidad que se inicia desde ya, para todo aquel o aquella que cree en Jesús. La resurrección de Jesús, es anticipada con la resurrección de su amigo Lázaro, con la diferencia de que Lázaro fue “reanimado”, para luego volver a morir, como cualquier ser humano. En cambio, Jesús resucita para nunca morir jamás, a la plenitud de la vida, pero no con la vida anterior que tenía, como la de Lázaro, ser mortal. Su resurrección es plena, a la vida de Dios. Y esa es la clase de resurrección que nos espera, después de la muerte. Pero esa vida plena es posible desde ahora, gracias al sacramento del bautismo, por el cual participamos en la muerte y resurrección de Cristo (ver Rom 6,1-11). El sacramento del Bautismo es regeneración, nueva vida, nueva creación e iluminación, que en este Evangelio se presenta en los personajes que se encuentran con Cristo Agua de la Vida, con Cristo Luz y con Cristo Resurrección y Vida. Jesús nos ofrece el agua viva (lectio divina) Miramos nuestra vida La sed es algo que todos y todas sentimos a diario, de allí que buscamos tomar agua, máxime cuando hace calor. No hay cosa más agradable que un buen refresco… Todo ser humano vive con una sed interior, fuerte e insaciable y se va en busca de muchas cosas con que apagarla: las cosas materiales, los ídolos, las personas y muchas otras situaciones que, lejos de calmarla, más bien la aumentan: el dinero, el consumismo, las apariencias… Preguntémonos: ¿Cuál es la sed del mundo actual? ¿De qué tenemos sed en este momento de nuestra vida? ¿Cuál es el agua que buscamos para saciarla? Escuchamos la Palabra de Dios (Jn 4,5-42) La introducción narrativa del pasaje de la samaritana (Jn 4,5-6), nos sitúa en el contexto de los relatos patriarcales del Antiguo Testamento. Este marco, en el que se desarrolla el relato, plantea la supremacía de Jesús sobre Jacob, padre del pueblo y sobre la antigua alianza, representada por él. El primer diálogo con Jesús con esta mujer de Samaria (Jn 4,7-15), tiene como central el agua, que en el judaísmo representa los bienes que Dios ha dado a su pueblo, durante su camino por el desierto y después en la tierra prometida. San Juan utiliza un recurso para escribir, llamado el “malentendido joánico”. Por eso, lea despacio el texto, fijándose cómo Jesús comienza hablando del agua y cómo la mujer entendiendo otra cosa. Y así Jesús, con sus respuestas, se va revelando poco a poco, hasta hacerle descubrir su propia sed. El evangelista, en Jn 7,37-39, va revelando a cuál agua se refiere Jesús. El segundo diálogo menciona a unos cinco maridos (ver 2 Rey 17,24-41). Es decir, que Jesús se refiere a pasado sincretista de los israelitas allá en Samaria, donde el yavismo se había mezclado con los dioses de los extranjeros, los dioses de cinco pueblos. Pero la discusión sobre el lugar donde dar culto a Dios, queda superada por Jesús: en espíritu y en verdad. Este es el verdadero culto, que nace del don del Espíritu, el agua viva. El capítulo tiene una enorme riqueza para la reflexión. Contentémonos con un aspecto que da unidad a todas sus escenas: la identidad de Jesús se va revelando (develando), como resultado de un encuentro personal. Fijémonos en las diversas afirmaciones que hace esta mujer acerca de Jesús, hasta llegar a que el pueblo proclame a Jesús como el “Salvador del mundo”. Este proceso de fe es modelo para todos (as) aquellos (as) que quieran encontrarse con Él. Volvemos a nuestra vida Preguntémonos: ¿Experimentamos a Jesús como “agua viva”, que calma nuestra sed? ¿Dejamos que esa agua viva en nosotros (as), brote para los demás? ¿Sabremos detenernos para encontrar cada día a Jesús sentado, esperándonos pacientemente para ofrecernos esa otra agua, que quita la sed para siempre? ¿Cuáles son nuestros lugares de encuentro con el Maestro, en los que le oímos decir: “si conocieras el don de Dios…”? (ver Jn 4,10). Oramos Expresamos lo que este texto nos inspira a decirle a Dios. Podemos, a lo mejor, inspirar nuestra oración personal, ayudándonos de las palabras que aparecen en el texto del Evangelio. Terminamos rezando el salmo 42 (41). Jesús es la luz del mundo (lectio divina) Miramos nuestra vida ¡Cuántas veces nos hemos quedado a oscuras, en medio de un apagón, cuando se va la electricidad! Lo peor, si no tenemos una candela a mano o una lámpara o foco e esos apuros… Y, como cantaba alguien: ¡con el apagón, qué cosas suceden…! Cómo nos cuesta ver cuando hay neblina… Muchas veces pasamos por momentos difíciles: una enfermedad, un gran dolor, una situación que nos confunde y que no nos permite ver bien. Hay momentos en que la vida es confusa y decimos: “no vemos claro el camino”. Preguntémonos: ¿Quién nos orienta hoy día en los pasos que debemos dar en la vida, cuando no vemos claro por dónde seguir? ¿Quién posee la verdad, cuando hay tantos que quieren engañarnos o seducirnos con sus mentiras? ¿Cuál es la ceguera en la que vivimos o vive el mundo actual, la familia, la sociedad y el país? ¿Qué sentimos cuando nos falta la visión, interior o exteriormente? Escuchamos la Palabra de Dios (Jn 9,1-41) En la fiesta judía de las Tiendas o de las Chozas, marco en que se desarrolla este pasaje, el atrio del templo de Jerusalén se iluminaba con grandes antorchas. Era una fiesta de luz, cuando aún no existía la luz eléctrica. En ese ambiente festivo y solemne, Jesús proclama: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 9,5), encontrando la aceptación de unos y el rechazo de otros. Literariamente, encontramos en este pasaje un signo de Jesús y una serie de diálogos, en forma de interrogatorios, que van profundizando sobre dicho signo. La venida a este mundo de Jesús, como Luz del mundo, provoca un juicio, que se realiza en la decisión personal de cada ser humano ante Él. Desde este mensaje, que es central en el texto, podemos interrogarnos: ¿A quiénes representan los fariseos y el ciego, respectivamente? Fijémonos en el siguiente detalle: Jesús hace barro, mezclando saliva y polvo. Luego, se lo pone en los ojos al ciego (Jn 9,6). Está realizando una nueva creación con este ciego (ver Gén 2,7). Después lo manda a lavarse en la piscina de Siloé (Enviado). Hace referencia a Jesús como Enviado del Padre (Jn 9,7). Jesús ha convertido en una nueva criatura a aquel hombre, le ha sumergido en su agua y ha quedado identificado con Él. Una clara alusión al sacramento del bautismo, por el nos asimilamos a Cristo en su Misterio Pascual (Rom 6,3). Porque este sacramento es llamado “sacramento de iluminación”, en los primeros siglos de la Iglesia. Volvemos a nuestra vida Pensemos sobre alguna experiencia de la vida, en la cual no veíamos claro y descubrimos a Jesús como luz. Como bautizados (as), participamos de la luz de Jesús. Preguntémonos: ¿Cómo podemos ser testigos de esa luz, en el ambiente en que vivimos? Oramos Terminamos rezando el salmo 27 (26) Jesús es la resurrección y la vida (lectio divina) Miramos nuestra vida Si echamos una mirada al mundo que nos rodea, nos damos cuenta de que muchos signos nos hablan de muerte: crímenes, asaltos, accidentes, enfermedades, sufrimientos incalculables por el odio, la guerra, la violencia y las injusticias… Preguntémonos: ¿Cuál es mi actitud personal ante todas estas situaciones de muerte? ¿Qué hacemos cuando alguien de la familia muere, en especial, los padres, algún amigo (a) especial? ¿Cómo percibo la muerte? Escuchamos la Palabra de Dios (Jn 11,1-45) Leamos el texto. Observemos cómo se presenta la muerte de Lázaro. Lo mismo que la ceguera del relato anterior (el pasaje del ciego de nacimiento), la muerte es un motivo para que se manifieste la gloria de Dios y para que aumente la fe de los discípulos. El uso frecuente de este recurso, es una constante invitación de Juan el Evangelista, a superar el nivel material y alcanzar el significado profundo de los signos de Jesús. Si nos fijamos en las reacciones de los judíos ante el signo, comprobaremos que no son unánimes. Algunos creen, pero en los fariseos crece el rechazo. Es la paradoja que acompaña a la manifestación de Jesús: cuanto más claro aparece que es el enviado de Dios, más tenaz es la oposición que tiene que soportar. Por último, podemos releer el pasaje desde el proceso de la fe de Marta, María y Lázaro. Fijémonos en el encuentro de Marta con Jesús (ver Jn 11,20-27), en especial, en las dos primeras afirmaciones de la mujer. Nos daremos cuenta de que la tercera es diferente (ver Jn 11,27): pasa de una fe centrada en los contenidos, a una fe centrada en la persona de Jesús. Él mismo la ha ayudado en la travesía (ver Jn 11,25-26). El discipulado de Marta en la resurrección de Jesús. Mientras tanto son discípulas, pero su fe no es plena. La resurrección de Lázaro describe el tránsito que realiza todo seguidor (a) de Cristo, cuando experimenta personalmente lo que significa: “Yo soy la resurrección y la vida”. Volvemos a nuestra vida Jesús pregunta a Marta en el relato: “¿Crees esto?”. ¿Nos damos cuenta de que esta pregunta es para nosotros (as), y que tenemos que dar una respuesta? ¿Qué significa para nosotros (as), el que Jesús es la resurrección y la vida? ¿A qué nos compromete? ¿Cómo hemos vivido la muerte de nuestros seres queridos, qué sentimos sobre las tantas muertes injustas por las que atraviesa el mundo y el país y cómo podemos afrontarlas desde nuestra fe en Jesucristo Resucitado? Oramos Jesús, el Salvador, es el único que da sentido a la vida y a la muerte. Desde esta certeza, podemos cada uno y cada una, expresar en nuestra oración, lo que hemos reflexionado. Terminamos rezando con calma el salmo 116 (114-115) Anexo a los textos de los Evangelios Elementos a tener en cuenta para entenderlos mejor La comunidad de Samaria, en el norte de Israel. Era el antiguo reino del norte, junto con Judá. Lugar de los profetas Elías, Eliseo, Amós y Oseas, con sus santuarios de Betel, Siquem, Siló y Guilgal. Se dividió en los tiempos de Salomón (1 Re 12), y fue arrasada por los asirios en el año 721. Éstos introdujeron cultos paganos en Israel. Judíos y samaritanos se odiaban por razones de raza y de culto. Eran considerados impuros. Tenían su propio templo en Garizim (Dt 11.29; 27,12, Jos 8,30-33). La comunidad cristiana de Samaria, nació en el tiempo de los apóstoles. Tuvo sus primeros misioneros con Felipe a la cabeza (Hech 8,4-8). Muchos de los samaritanos pasaron a formar parte de la comunidad del discípulo amado. La comunidad de Juan sufría persecución por parte de los judíos, pues todo aquel judío (ciego antes de conocer a Jesús), que se hacía cristiano, era expulsado de la sinagoga (ya veía, porque había visto la luz que es Cristo). Esto lo vemos en las discusiones de los dirigentes de Israel con el ciego curado. Juan, al hablar de la luz y del agua en la cual se lava el ciego, ubica el texto en a giesta de las Enramadas (ver Jn 7-8) En esta fiesta había dos ritos: el del agua, pues los judíos iban al templo y desde allí se dirigían en procesión, hasta la piscina de Siloé (Jn 9,7). En un pichel de oro se llevaba agua, que se derramaba sobre el altar, pidiendo a Dios lluvias fecundantes (ver Éx 17,1-7; Núm 20,8-13; Éx 23; Dt 16,13-15; Lev 23,42-43; Neh 8,14-18). Aprovechando el rito, Jesús se presenta como Agua Viva (ver Jn 7,3739; ver Jn 4,10.14; 19,34-35). En el contexto de la fiesta, se encendían varias lámparas en uno de los patios del templo. El pueblo cantaba y bailaba delante de ella, que representaban la luz de Dios. Por eso, Jesús se presenta como Luz del mundo (Jn 8,12; 9,5; Jn 1,4-5; 3,20-21). Con el pasaje de la resurrección de Lázaro, Juan quiere responder a varias situaciones de la comunidad: el problema del retraso de la Parusía o Segunda venida de Jesús; el problema de la muerte de los cristianos y el problema de la comunidad, atada a las instituciones judías, ya caducas. Para enseñar que Cristo es la resurrección y la Vida, que Él está en la comunidad y que no hay que esperarlo a que venga pronto, que todo ser humano que ha muerto, en realidad está vivo con Cristo, la Vida misma y que la comunidad de Juan debe despegarse de la religión judía, simbolizada en las vendas y el sudario de Lázaro, desatado de ellas, es decir, de la muerte.