Domingo 5 de Cuaresma 9 de marzo de 2008 Ez 37, 12-14. Os infundiré mi espíritu y viviréis. Yo, el Señor, lo digo y lo hago. Sal 129. Mi alma espera en el Señor, porque del Señor viene la misericordia. Rm 8,8-11. El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros. Jn 11, 1-45. Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, vivirá para siempre. Si crees verás la gloria de Dios La pregunta por nuestra fe siempre resulta inquietante. Cada persona vive circunstancias diferentes, pero goza de muchas oportunidades para responder. También la capacidad de hacerlo, ya que la iniciación cristiana y el don del bautismo nos ha preparado para ello. Y con este don, la necesaria purificación. Lo pedimos hoy en la oración sobre las ofrendas: Escúchanos, Dios Todopoderoso, tu que nos has iniciado en la fe cristiana, purifícanos por la acción de este sacrificio. La Eucaristía que es fuente de renovación interior porque dejamos que, en la persona de Cristo resucitado, el Espíritu de Dios actúe eficazmente en nosotros. Nada seria igual sin la Eucaristía. En ella, «Jesús nos enseña la verdad del amor que es la esencia misma de Dios… Precisamente porque Cristo se ha hecho por nosotros alimento de la Verdad, la Iglesia se dirige al hombre, invitándole a acoger libremente el don de Dios» (BENEDICTO XVI, Sacramentum caritatis, 2). ¿Qué aspecto de la Verdad, que es Jesús, nos presenta hoy la Palabra de Dios para que respondamos con nuestra fe? ¡Ver la gloria de Dios! Esta es la promesa. Parece extraño que en tiempos de tanta indiferencia religiosa llegue al corazón de nuestra existencia una noticia sobre el más allá. Y, sin embargo, posible. El ser humano puede ver como se manifiesta Dios superando la visión del espacio, del tiempo y de las precarias condiciones humanas. También de las más inhumanas, aunque no lo parezca. El «más allá» está ya presente en el «más acá». Por ello, la importancia decisiva de las palabras que Jesús dirige a Marta, la hermana de Lázaro, fallecido hace ya tres días, y que hemos escuchado en la proclamación del Evangelio: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?» El marco no es fácil, como tampoco lo son los ambientes en los que nos movemos los cristianos si queremos ser testigos de Cristo resucitado y comunicadores de esperanza. Tampoco resulta fácil la adhesión incondicional a Jesús que, en esta ocasión, se presenta no sólo como fuente de vida, sino como la Vida misma. Escuchémosle, él ha dicho: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre». A esta afirmación sigue la pregunta dirigida a Marta, y también a cada uno de nosotros: « ¿Crees esto?». Esta pregunta no es de ninguna manera una imposición, más bien es una propuesta, una invitación a la fe. Más aún, tendríamos que decir que en boca de Jesús es un don que se ofrece desde la gratuidad más transparente. Así, la resurrección se sitúa en el nivel de la relación personal con Él, que confiere la vida para siempre, la vida eterna. Ante la pregunta de Jesús, somos invitados a responder, como fue invitada Marta, la hermana de Lázaro, a manifestar su fe y su esperanza. A lo largo del relato evangélico hay un detalle que nos hace ver un Jesús profundamente afectado por la muerte de su amigo. Cuando ve llorar a Maria, la otra hermana de Lázaro, dice el evangelio que «viéndola llorar a ella y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, sollozó y muy conmovido preguntó: ¿dónde lo habéis enterrado? Le contestaron: Señor, ven a verlo. Jesús se echo a llorar. Los judíos comentaban: ¡Cómo le quería!». El anuncio de la resurrección está todo él impregnado de amor, del amor que Dios tiene y manifiesta a todo ser humano. Un amor de cercanía, un amor de amistad, un amor de predilección. Así nos llega el conocimiento del Dios de la vida, a través de su amor incondicional, tal y como lo hemos recibido de Jesús en su entrega más radical. No podemos, por tanto, separar el amor de la fe y de la esperanza, se interrelacionan y son la misma expresión de la vida cristiana abierta a Dios. Anunciar esto me hace pensar en las palabras de San Agustín sobre la forma de hacerlo: «Todo lo que expliquéis, explicadlo de tal manera que quien os escuche crea escuchando, espere creyendo y ame esperando». Será importante, en cualquier situación, recurrir a la virtud de la esperanza como eje entre la fe y la caridad. También la esperanza llega a nosotros como don. «Llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero -dice Benedicto XVI- eso es lo que significa recibir esperanza» (Spe salvi, 3). Y dice aún más: «La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando hasta el extremo, hasta el total cumplimiento. Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente vida... De la fe se espera la vida eterna, la vida verdadera que, totalmente y sin amenazas, es sencillamente vida en toda su plenitud. Jesús que dijo de sí mismo que había venido para que nosotros tengamos la vida y la tengamos en plenitud, en abundancia (cf, Jn 10,10), nos explicó también que significa vida: Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que tu has enviado, Jesucristo (Jn 17,3). La vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es una relación. Y la vida entera es relación con quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces vivimos» (Spe salvi, 27). Creer en Jesús es creer en la vida eterna y el deseo de alcanzarla es el mismo deseo de Dios en nosotros, el que hace que toda nuestra vida sea una continua búsqueda. San Agustín lo expresa con estas bellas palabras: «Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti». Como gesto de conversión, orientarnos del todo hacia Dios que es Amor proyecta una nueva luz sobre nuestro caminar, en el esfuerzo diario para que todo ser humano viva. Ésta es la mayor manifestación de Dios, de su gloria, como dice San Ireneo. La resurrección de Lázaro es signo de una vida abierta a Dios, opuesta totalmente a la muerte y a un final que aún muchos consideran absurdo. El grito de Jesús: «Lázaro, ven afuera» es el grito a favor de la vida, el que despierta a la vida, el que invita a vivir permanentemente en el amor, a sumergirse en el océano del amor infinito de Dios. Santa Teresa del Niño Jesús, hace esta oración: «En la tarde de esta vida, compareceré ante ti con las manos vacías, pues no te pido, Señor, que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. Por eso, yo quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu Amor la posesión eterna de Ti mismo» (CDSI, 583). La ya cercana celebración de los misterios de la Muerte y Resurrección del Señor en comunión con toda la Iglesia serán una nueva ocasión de renovar nuestro compromiso bautismal y renacer a la fe, a la esperanza y al amor. Que así sea.