implicaciones de la economía alternativa

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Universidad como si importasen las leyes naturales:
implicaciones de la economía alternativa
Autor: Carlos Eduardo de Jesús Sierra Cuartas
Fuente: UniNómada, Colombia
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de la economía alternativa ».
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Universidad como si importasen las leyes naturales: implicaciones de la
economía alternativa
Carlos Eduardo de Jesús Sierra Cuartas
En memoria de dos buenos amigos del mundo de la Bioética fallecidos
antes de tiempo: Oswaldo Chaves Ceballos y Guillermo Hoyos Vásquez
Exordio: La finitud de las sociedades y las paradojas de la economía aún dominante
La historia del Tercer Reich resulta de lo más ilustrativa por las interesantes lecciones que
cabe extraer de la misma, sobre todo por el hecho que, como destacan Louis Pauwels y
Jacques Bergier (1971: 247), el nazismo no pasaba de ser una filosofía mágica absurda, lo
cual no parecía ser óbice para que su técnica estuviese, en apariencia, a punto de conquistar
el mundo, si bien, en fecha más reciente, esto último ha quedado cuestionado en forma
acerada por el historiador británico John Cornwell (2005) a lo largo de un libro bastante
lúcido consagrado al tema. En todo caso, resaltemos aquí lo esencial de la cuestión: los nazis
pretendían que el Tercer Reich iba a durar un milenio, pero, como bien sabemos, apenas
aguantó doce años, entre 1933 y 1945. Desde entonces, ha pasado a ser un ejemplo harto
elocuente de la finitud precaria de las sociedades humanas, incluidas sus instituciones. En
general, la gran mayoría de las utopías concebidas a lo largo de los siglos han adolecido de
un serio talón de Aquiles: son irrealizables en la práctica.
En efecto, Herbert George Wells, uno de los maestros indiscutibles de la buena ciencia
ficción, formado en los pormenores de la teoría de la evolución con Thomas Henry Huxley,
supo entrever semejante talón de Aquiles, puesto que, entre los utopistas, fue el primero en
darse cuenta de que las sociedades, como todas las cosas vivas, están en equilibrio dinámico
inestable con el medio (Dubos, 1996: 52). Es decir, la debilidad fundamental de todas las
utopías antiguas y del grueso de las modernas radica en que postulan una sociedad más o
menos estable en un medio estable. Por ejemplo, esto pasa con las utopías formuladas por
Platón, Moro y Bacon. Por tanto, desconocer las limitaciones impuestas por las leyes
naturales al desarrollo de las sociedades tan sólo sirve para crear ideologías insensatas. Ahora
bien, esta claridad aportada por Wells tiene antecedentes más antiguos, puesto que, siglos
antes, ya lo había dicho Ibn Jaldún (2005), el padre de la sociología, en su Introducción a la
historia universal.

Magíster en Educación Superior de la Pontificia Universidad Javeriana e Ingeniero Químico de la Universidad
Nacional de Colombia. Profesor Asociado de la Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Minas.
Miembro de The New York Academy of Sciences, The History of Science Society, The British Society for the
History of Science, The Newcomen Society for the Study of the History of Engineering and Technology y The
International Committee for the History of Technology. Así mismo, miembro del Consejo Editorial de la
Circular de la Red de Astronomía de Colombia (RAC) y Miembro de Número de la Sociedad Julio Garavito
para el Estudio de la Astronomía. Además, es Biographee de Marquis Who´s Who, American Biographical
Institute e International Biographical Centre. También es miembro del Grupo de Investigación Bioethicsgroup,
línea Bioética global y complejidad, coordinado desde la Universidad Militar Nueva Granada, Colombia; y ex
miembro del Comité de Ética de la Investigación de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín. El
presente ensayo recoge ciertas ideas fuerza presentadas por el autor en multitud de conferencias, sobre todo en
el seno de la Sociedad Julio Garavito para el Estudio de la Astronomía, y en sus cursos de Termodinámica y
Ética de la Investigación Científica en la Universidad Nacional de Colombia.
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En la actualidad, como suelen insistir economistas de avanzada como Jeremy Rifkin y Joseph
Henry Vogel, la mayoría de los economistas del mundo ignoran los principios de la
termodinámica en su aplicación a la economía, lo cual significa que la economía mundial
sigue dominada por los economistas neoclásicos, una situación infausta por decir lo menos
habida cuenta de que la economía clásica y neoclásica surgió por una vía analógica estricta,
lo cual equivale a decir que su fundamentación científica rigurosa no es clara.
En efecto, como destaca Jeremy Rifkin (2011: 267), el comienzo de la era del mercado y de
la Primera Revolución Industrial en las postrimerías del siglo XVIII trajeron consigo un
nuevo vástago, un nuevo campo académico conocido como economía. En lo esencial, sus
padres fundadores (Adam Smith, Jean-Baptiste Say y otros) tomaron como referencia la
física newtoniana a fin de elaborar un conjunto de principios rectores y de metáforas para así
elaborar sus propias teorías acerca del funcionamiento del mercado. Como se ve, la economía
nació con este pecado epistemológico original.
En suma, Adam Smith y sus contemporáneos, deseosos de asentar sus reflexiones en las
certezas matemáticas de la física newtoniana, procuraron argumentar que el mercado
funcionaba de forma análoga al universo, el cual, una vez se pone en movimiento, se
comporta como un reloj mecánico bien equilibrado. O eso creían, puesto que la
termodinámica actual muestra otra cosa. Como quiera que sea, en el caso de Smith y los otros
padres fundadores de la economía, mientras que, se supone, Dios es el primer motor del
universo, este papel lo cumple, en el caso del mercado, el interés particular competitivo e
innato del hombre. En otras palabras, en tanto las leyes de la gravedad rigen al universo, lo
propio sucede con una pretendida mano invisible en lo atinente al gobierno de las vicisitudes
del mercado. En fin, a estas alturas, cuesta un gran trabajo aguantar la risa ante tamañas
necedades. Pero, sigamos.
En concreto, de la famosa ley de Newton de acción y reacción, Smith y otros montaron por
analogía la ley de la oferta y la demanda. Y así por el estilo para otras leyes de la economía
clásica. Empero, las leyes de la termodinámica muestran algo bien distinto. En síntesis, la
actividad económica consiste en tomar en préstamo del ambiente unos insumos energéticos
de baja entropía para transformarlos en productos y servicios temporales de alto valor
agregado. En este proceso, se gasta y se pierde en el entorno más energía de la incorporada
al bien o servicio particular producido. En otras palabras, lo gastado y perdido en el entorno,
según la cuestionable óptica de los economistas neoclásicos, cae en la categoría de
externalidades, que, habitualmente, no quedan incluidas en los costos. O sea, tienden a
considerar la naturaleza como una cornucopia que nos provee constantemente de recursos sin
jamás agotarse, lo cual choca en forma estruendosa con el principio de realidad.
Para colmo de paradojas, los economistas neoclásicos sostienen muy orondos que toda oferta
genera su propia demanda, lo que, en términos termodinámicos, es la versión económica
neoclásica del movimiento perpetuo, una situación que, sencillamente, viola la segunda ley
de la termodinámica, justo la ley que establece si un proceso es posible o no en cuanto a su
realización. En fin, en la actualidad, asistimos al fin mineral de esta civilización dado el
agotamiento evidente de recursos minerales y energéticos. Entre aquellos, está el mineral de
fósforo, la base para los abonos y fertilizantes, por lo que, por este lado, cabe temer un
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colapso de la agricultura mundial, caracterizada así mismo por un consumo elevado de
combustibles fósiles.
Desde luego, esta tendencia de la economía neoclásica dominante en el mundo, que
desconoce los límites al crecimiento impuestos por las leyes de la termodinámica, se
comporta como una utopía que adolece del talón de Aquiles advertido por Herbert George
Wells. En suma, la fiesta se acabó.
Al pasar revista a la historia de los imperios, se comprueba la validez de esto. Un ejemplo
notable es el del imperio romano. Como destaca el historiador español Pedro Voltes (1999:
39), la historia de Roma ha sido objeto de una admiración irracional en todo el orbe, algo
absurdo por cuanto Roma fue una muestra descarnada de la búsqueda del interés particular
más apresurado, brutal y expeditivo; además, el proverbial desdén romano por la reflexión
intelectual sobre los destinos colectivos tuvo como consecuencia que ni la república ni el
imperio concibieran un esquema global de su destino; y, mientras Roma mostró algún acierto
al organizar en su beneficio las tierras hispanas y las sirias, vistas por separado, no tuvo idea
del funcionamiento del conjunto de las tierras que dominaba en torno al Mediterráneo, su
Mare Nostrum, y, mucho menos, del estado en que estaría Roma y sus territorios a veinticinco
o cincuenta años vista. En otros términos, los romanos fueron incapaces de razonar en clave
sistémica, por lo que el fin de su imperio era inevitable. Por el estilo, ha pasado con otros
imperios, como el español y el británico. Incluso con el imperio norteamericano, que parecía
largamente duradero hasta que, como señala Henry Kamen, cometió el error de Iraq (Martín
y Ricat, 2003).
Y, si los grandes imperios fenecen, sus instituciones tampoco tienen asegurada una vida
eterna. En el caso de Occidente, Niall Ferguson (2013) muestra con lucidez cómo el declive
de las instituciones que fueron la clave del milagro respectivo cinco centurias atrás está ahora
en la base de la decadencia correspondiente. Y, en los casos de nuestros países, la situación
no es menos preocupante, habida cuenta de que el modo de producción capitalista no se ha
desarrollado del todo por estas latitudes. Desde el punto de vista del desarrollo de las
relaciones asalariadas de producción, como ha establecido Wim Dierckxsens (2011: 118), un
país como Colombia está en el 54%, lo que significa que es un país que hace las veces de una
bomba de tiempo para conflictos sociales de grandes proporciones. En general,
Latinoamérica es un subcontinente con una base económica objetiva de una transición
paralizada hacia el modo de producción capitalista. De esta suerte, el desarrollo incompleto
del capitalismo en Colombia y otros países del antes llamado Tercer Mundo ha entrado a ser
un factor polemológico como el que más. En rigor, estos países son más bien feudalismos de
alta tecnología de acuerdo con la certera denominación propuesta por Heinz Dieterich Steffan
(2005: 14, 34).
Tercera Revolución Industrial y Universidad
Permitámonos aquí una corta digresión aparente en clave de ciencia ficción. Imaginemos a
Medellín en algún momento del futuro de este siglo XXI. La crisis civilizatoria ha adquirido
proporciones alarmantes, la escasez de los recursos energéticos y minerales sobresale sin
esfuerzo. De manera ineluctable, en Medellín, como en otras urbes del planeta, cesa el
abastecimiento de todo lo que permite la vida normal de la ciudad, incluidos los alimentos.
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Por supuesto, dado el desaforado desarrollo urbanístico, con la construcción de edificios cada
vez más altos ante la escasez de tierra, con unos parques que destacan por su cicatería en
zonas verdes, pocas áreas tiene la ciudad para el cultivo de alimentos en cantidad suficiente
como para proveer a las necesidades de todos sus habitantes. En consecuencia, las gentes
procuran alimentarse con lo que sea posible conseguir en la ciudad y en sus alrededores. Se
tornan frecuentes las escenas de familias alimentándose con perros, gatos y ratas, con insectos
y todo tipo de carroña, incluso con inmundicias. El canibalismo está a la vuelta de la esquina.
Más aún, lo que era un tema literario en Jonathan Swift (1729), se ha tornado en una realidad
dantesca en la otrora Ciudad de la Eterna Primavera. Al fin y al cabo, una ciudad es un sistema
abierto frágil. La ley de la selva campa por sus respetos. Estamos así ante el imperio del
Señor de las Moscas (Golding, 1954).
En un escenario tal, cesa el Estado de derecho, con mayor razón en un país en el que, a lo
largo de su historia, el Estado siempre se ha mostrado incapaz de controlar su propio territorio,
disputado con éxito por los señores de la guerra que jamás han faltado. Por ende, el Estado
de derecho cede por completo ante el Estado de naturaleza en semejante escenario de colapso
civilizatorio. Así mismo, las instituciones colapsan ante la falta de recursos, incluidas las
universidades. ¿Cómo puede darse la educación en semejantes circunstancias? Aquí,
conviene recordar que, a lo largo de la mayor parte de la historia humana, lo que existió fue
la historia del homo educandus, no la historia de la educación, siendo ésta un fenómeno de
los últimos siglos surgido con el auge del modo de producción capitalista y las sociedades
industriales.
En cualquier caso, esto no es pesimismo apocalíptico, sino un futuro posible, acaso más
cercano de lo que pudiésemos pensar. De todos modos, desde hace varios años, hemos
entrado en una fase crepuscular de la civilización que, según cabe temer, durará un siglo
cuando menos. Así, conviene evitar el comportamiento del avestruz y el síndrome del Titanic.
Si no piensan a la científica y actúan en consecuencia, las sociedades de hoy caminarán
inevitablemente hacia el matadero.
Digámoslo con cifras concretas: en pocas décadas, la civilización consumirá los combustibles
fósiles y dispersará los mejores materiales por el planeta sin posibilidad alguna de
recuperación. Los procesos de reciclado pospondrán los picos, o sea, los máximos de
extracción, pero no los evitarán. Entre los 57 minerales de los que depende la civilización,
11 alcanzaron su pico: mercurio (1962), telurio (1984), plomo (1986), cadmio (1989), potasio
(1989), fosfato (1989), talio (1995), selenio (1994), circonio (1994), renio (1998) y galio
(2002). Además, en los próximos 30 años, más de la mitad de los minerales llegará a su punto
máximo de extracción (Dierckxsens, 2011: 102). Así, el colapso civilizatorio es de lo más
obvio. En estas condiciones, se impone, para el mundo actual, aquello de primum vivere,
deinde philosophari. De nuevo, la fiesta se acabó.
Desde luego, esto obedece a causas antropogénicas como consecuencia de la adolescencia
tecnológica de esta civilización exangüe. Ahora bien, espadas de Damocles como éstas no
son una novedad. De facto, en los primeros días de la Unión Soviética, Lenin formuló un
plan pavoroso para deshelar el Ártico, que, en lo básico, consistía en represar el agua de los
ríos siberianos, generar electricidad para uso industrial y alterar el nivel de salinidad del
océano, provocando en forma simultánea el deshielo y un incremento de la temperatura
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ambiente (Aznar Fernández-Montesinos, 2011: 227). En el ámbito de la ciencia ficción, una
posibilidad similar ha merecido su atención detenida en la novela de James Graham Ballard
(2003) titulada Hola, América. En ésta, Norteamérica se ha convertido en buena parte en un
desierto como consecuencia de una gran represa construida por los rusos en el estrecho de
Bering.
Ahora bien, el cambio climático en curso se ha encargado de hacer realidad en cierto modo
el plan de Lenin, puesto que Rusia quedaría beneficiada con un clima más benigno que
favorecería su mayor desarrollo, mientras que, en marcado contraste, todo el Mediterráneo
podría padecer un proceso de desertificación (Aznar Fernández-Montesinos, 2011: 227). Las
consecuencias geopolíticas y polemológicas de esto son bastante obvias. En particular, las de
índole económica y educativa.
Empero, si por algo se caracteriza la academia de hoy en el mundo es por darle las espaldas
a la realidad. Como señala Nicholas D. Kristof (2014), columnista de The New York Times:
“Los doctores en ciencias políticas generalmente no están preparados para hacer análisis del
mundo real, advierte Ian Bremmer, doctor en ciencias políticas que maneja el Grupo Eurasia,
una empresa de consultoría. […] Las universidades se han retirado de los estudios de área,
por lo que tenemos especialistas en teoría internacional que saben muy poco de lo que es
práctico en el mundo. Después de la Primavera Árabe, un estudio del Centro Stimson
examinó si diferentes sectores habían previsto la posibilidad de levantamientos. Encontró
que los académicos fueron los que más caso omiso hicieron, en parte porque se basan en
modelos cuantitativos o en construcciones teóricas que fueron inútiles para prever los
disturbios”. Y, si en el Primer Mundo llueve, por aquí no escampa.
Hacia los últimos dos decenios, han aparecido multitud de obras que se ocupan de analizar
este colapso civilizatorio y las posibles salidas del mismo. Entre éstas, tenemos lo atinente al
paradigma de la Tercera Revolución Industrial, uno de cuyos exponentes es el economista
estadounidense Jeremy Rifkin, fogueado en la aplicación de los principios de la
termodinámica al análisis económico, lo que hace de él un economista de lo más atípico. En
lo esencial, este paradigma está concebido sobre cinco pilares, a saber (Rifkin, 2011: 59-62):
(1) La transición hacia la energía renovable, lo cual implica prescindir de los combustibles
fósiles y otras fuentes energéticas no renovables; (2) la transformación del parque de
edificaciones de todo tipo en cada continente en microcentrales eléctricas que capten y
reaprovechen in situ las energías renovables; (3) el despliegue de la tecnología del hidrógeno
y de otros sistemas de almacenaje energético en todas las edificaciones y por toda la red de
infraestructuras con el fin de acumular energías renovables, las que, por desgracia, son de
flujo intermitente; (4) el uso de la tecnología de la Internet para convertir la red eléctrica de
cada continente en una interred de energía compartida; y (5) la transición de las flotas actuales
de transportes hacia vehículos de propulsión eléctrica con alimentación de red o con celdas
de combustible.
Como puede apreciarse, no resulta fácil e inmediato el paso hacia un mundo de Tercera
Revolución Industrial sobre la base de estos cinco pilares. De acuerdo con los estimativos de
Jeremy Rifkin y las personas que trabajan con él, dicho paso, de acuerdo con las enseñanzas
brindadas por el conocimiento de las revoluciones industriales previas, podría requerir unas
cuatro décadas a un ritmo continuo, intenso y decidido, fruto del necesario compromiso
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político de las sociedades actuales en todo el mundo. Empero, tal compromiso aún no se ve
para efectos prácticos. De todos modos, existen en el mundo algunas experiencias al respecto,
que han contado con la asesoría de Rifkin y su equipo, como son los casos de Mónaco, Roma,
San Antonio (USA) y Utrecht (Rifkin, 2011: 109-150), lo cual dista sobremanera de
constituir una porción significativa del planeta.
En el caso de Sudamérica, se trata de un ejemplo tardío del proceso de continentalización
planteado en los cinco pilares. Desde luego, a lo sumo, se trata de esfuerzos incipientes y sin
demasiado compromiso político. Esto es, en la práctica, muchos países sudamericanos han
demostrado una tremenda lentitud a la hora de desengancharse de los combustibles fósiles.
Pensemos, a guisa de ilustración, en el caso de Medellín, cuyo novísimo y elogiado sistema
de transporte integrado aún depende del uso del gas natural como carburante para mover los
buses alimentadores y los articulados de Metroplus.
Sin embargo, no todo es miel sobre hojuelas en relación con el paradigma de la Tercera
Revolución Industrial, puesto que, entre sus pilares, se plantea el uso del hidrógeno, un fluido
que, para su obtención, precisa del uso de energía eléctrica y cuenta con una tasa de retorno
energético desfavorable, esto es, es mayor la energía gastada en su producción que la que el
mismo proporciona con posterioridad. De otra parte, el paradigma de marras, si nos fijamos
con cuidado, apunta en últimas es a proveer de la energía requerida a la civilización mundial,
bastante energívora. Desde el punto de vista de la convivencialidad, no llega a tanto.
Ahora bien, a despecho de las limitaciones señaladas para el paradigma de la Tercera
Revolución Industrial, Jeremy Rifkin ha dado en el blanco en lo tocante a sus implicaciones
educativas ante la crisis civilizatoria en curso. En sus propias palabras (Rifkin, 2011: 313314): “A decir verdad, el sistema educativo (tanto en Estados Unidos como en el mundo en
general) es una reliquia de una era pasada. El currículo está trasnochado y no guarda relación
con las realidades de las actuales crisis económica y medioambiental. De hecho, los supuestos
metodológicos y pedagógicos que han guiado la educación durante la mayor parte de los
últimos 150 años (es decir, desde los inicios de la educación pública obligatoria) son, en
buena medida, la razón por la que la raza humana se encamina hacia el borde del abismo”.
Difícil añadir más precisión a estas palabras de Rikin dada la tozudez de los hechos
concomitantes.
En consecuencia, las instituciones educativas tendrán que pasar por reformas radicales
encaminadas al tránsito de las sociedades engastadas en la Segunda Revolución Industrial en
trance de colapso hacia sociedades de índole biocéntrica propiamente dicha. Desde la óptica
de Rifkin, las universidades y los institutos de secundaria deberán empezar a formar a la
población activa de la Tercera Revolución Industrial. De todos modos, Rifkin tampoco
incurre en la ilusión de creer que el paso hacia una Tercera Revolución Industrial debe
limitarse a los aspectos tecnocientíficos, sino que es consciente en cuanto a que hay que
contemplar otros cambios incluso más profundos que éstos, puesto que si apenas atendemos
a modificar las habilidades del alumnado sin reparar así mismo en su conciencia, quedaremos
atrapados en el callejón sin salida de la creencia acerca de que la misión primordial de la
educación dizque consiste en generar individuos productivos y con espíritu utilitario. Por
ende, los futuros estudiantes implicados en una conciencia biocéntrica habrán de ser apoyos
ecológicos para la buena administración de la biosfera. Naturalmente, esto apunta a un intento
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por evitar la extinción de nuestra especie. ¿Arribará a buen puerto? En todo caso, aún no he
oído hablar de una universidad biocéntrica en parte alguna del planeta, mucho menos en estos
tiempos de capitalismo salvaje.
El paradigma educativo dominante en el mundo está caracterizado por fomentar la
desconexión del ser humano en relación con la naturaleza, un fenómeno de extrema
peligrosidad, habida cuenta de que el sociólogo Stephen Kellert ha destacado que la
interacción con natura resulta indispensable para el cultivo del pensamiento crítico. En otras
palabras, una exposición restringida a la naturaleza, fruto de nuestra adoración desmesurada
a la realidad artificial, disminuye las posibilidades de comprender el significado de la
existencia, máxime que natura es la fuente por excelencia de admiración y asombro para que
la imaginación pueda darse y, por ende, la conciencia (Rifkin, 2011: 341-342). De facto,
nociones trascendentales como las de cero e infinito sólo fueron posibles en la historia
humana porque el ser humano aún mantenía una relación cercana con el cosmos. En fin,
como reza el sabio refrán, ni tanto que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre.
Desde los primeros niveles de la educación, existe en el mundo actual un problema de
grandes proporciones, que, si observamos con cuidado, podemos advertirlo en las
generaciones más recientes de estudiantes universitarios. Se trata de la extensión alarmante
del trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH). En concreto, los educadores
están alarmados ante la merma del tiempo durante el que los niños y las niñas pueden
mantener la atención de forma continuada, es decir, se echa cada vez más en falta la capacidad
de reflexionar, organizar las ideas y seguir el desarrollo de cada una de ellas hasta su
conclusión lógica (Rifkin, 2011: 343-344). Hasta ahora, se considera que parte de la
explicación de esto subyace en la pérdida de conexión fisiológica con los ritmos y los ciclos
de la naturaleza que condicionaron biológicamente a nuestra especie a lo largo de eones de
historia evolutiva, al igual que en la sustitución de estos ritmos por otros artificiales cada vez
más crecientes a lo largo del siglo XX y, en especial, durante los dos últimos decenios. Por
tanto, la juventud de hoy se está criando en un mundo de lo más intervenido por la simulación
electrónica y bombardeado en forma permanente por una avalancha de información, por lo
que están perdiendo la capacidad de centrarse. De esta manera, en las aulas, con las tareas
múltiples como norma y las distracciones a la orden del día, se hace añicos la capacidad de
reflexión, de organización de las ideas y de seguimiento de su desarrollo hasta culminar en
su conclusión lógica. En otros términos, multitud de niños y niñas se sobrecargan y queman
al concluir su educación primaria. Por supuesto, unos años después, una parte de ellos llegará
a la universidad. Por mi parte, he detectado casos de esta índole en mis cursos.
En síntesis, como señala Edward Osborne Wilson, entomólogo y biólogo estadounidense
citado por Rifkin (2011: 349), el potencial creativo de la humanidad presente no aflorará con
el envío de un puñado de personas a Marte, sino mediante la exploración de nuestro planeta
madre a fuer del conocimiento de la vida que nos rodea, cuestión que concierne tanto al nivel
científico y académico como al nivel popular. Pero, ¿están las universidades de hoy a la altura
de estas circunstancias? En especial, ¿lo están las universidades latinoamericanas y
colombianas?
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Economía convivencial y Universidad
A la luz de lo recién visto, apreciamos que el paradigma de la Tercera Revolución Industrial,
al no cuestionar a fondo la naturaleza y objetivos de la educación escolarizada, incluido, claro
está, el nivel universitario, no alcanza a ser del todo un paradigma de civilización alternativa.
Más bien, está ubicado a caballo entre la Segunda Revolución Industrial que agoniza y el
paradigma de la sociedad convivencial, debido en lo central a Iván Illich, filósofo y teólogo
austriaco quien, con justa razón, está considerado como el crítico más lúcido de las
sociedades industriales. Por consiguiente, conviene ahora que nos detengamos en los
pormenores fundamentales de éste.
En lo esencial, se ocupó el genio de Illich del análisis de las contradicciones de tres sistemas
(Illich, 2006, 2008): los de salud, representados en su obra titulada Némesis médica; los de
transporte, abordados en Energía y equidad; y los de educación, cuya mejor expresión es La
sociedad desescolarizada. Por lo demás, Illich vuelve sobre estos sistemas en otras de sus
obras. Entre éstas, La convivencialidad recoge la esencia de sus análisis a propósito de tales
sistemas.
Illich consagra una cantidad bastante generosa de páginas a los análisis correspondientes, si
bien, en síntesis apretada, podemos compendiar lo básico como sigue: en primera instancia,
él distingue entre sociedades dominantes, como las que vemos en las dos primeras
revoluciones industriales, y sociedades convivenciales, justo el paradigma de sociedad
alternativa concebido por él y su escuela. Desde el punto de vista del consumo de recursos
energéticos y minerales, aquellas son, por así decirlo, sociedades energívoras e insaciables a
fuer de su devoción a mitos como los del desarrollo sostenible, la energía limpia y esas cosas,
que son sólo eso, mitos. En cambio, las sociedades convivenciales están caracterizadas por
su austeridad, son sociedades en las que abunda la frugalidad, lo que hace que las mismas
sean sociedades reconciliadas con la naturaleza al no perder de vista que, como seres
humanos, somos parte de la biosfera. Es decir, las sociedades convivenciales son biocéntricas
como las que más. En lo urbanístico, se trata de sociedades semirurales.
Sigamos. Desde el punto de vista del fomento de la autonomía de los seres humanos, las
sociedades dominantes son de lo más heterónomas, mientras que las sociedades
convivenciales promueven la autonomía al máximo. En otras palabras, en el seno de las
sociedades convivenciales, para el caso de la salud, se rescata lo atinente a la medicina
tradicional no controlada por las corporaciones médicas de diversa índole; para el caso del
transporte, se retoma lo práctico del desplazamiento a pie y en bicicleta; y, para el caso de la
educación, se le devuelve el logos a los seres humanos, esto es, su capacidad para adquirir
conocimiento por sí mismos. En síntesis, se lleva a la práctica el ideal de la Ilustración
defendido por Immanuel Kant (1784): Sapere aude.
Desde la óptica de la tecnología, las sociedades dominantes emplean tecnologías que
consumen cantidades ingentes de energía, mientras que, en marcado contraste, las sociedades
convivenciales procuran no exceder ciertos umbrales al respecto. Incluso, como demostró
Illich con una lucidez fascinante, cuando las sociedades exceden tales umbrales, se tornan
inequitativas, siendo éste otro rasgo propio de las sociedades dominantes. En concreto, para
los sistemas de transporte, el umbral correspondiente está en los 25 kilómetros por hora, lo
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que significa que una sociedad convivencial se mueve al ritmo de las bicicletas, un buen
ejemplo de tecnología convivencial. En cambio, un vehículo automotor es justo una buena
muestra de tecnología dominante. Además, las tecnologías dominantes están también
caracterizadas por la posibilidad que tiene el ser humano para repararlas y hacerles
mantenimiento, algo que, en la actualidad, casi no permiten las tecnologías dominantes.
Esto nos lleva a los otros dos conceptos centrales de la perspectiva de Iván Illich: el
monopolio radical de los expertos y la contraproductividad, ambos ligados a las sociedades
dominantes. En cada uno de los sistemas mencionados, encontramos los correspondientes
expertos que ejercen un monopolio radical en relación con las personas, relegadas a la infame
categoría de “usuarios”, un monopolio promovido por las corporaciones profesionales. En
los sistemas de salud están los médicos, los paramédicos y las enfermeras; en los de
transporte, los ingenieros y otros tecnócratas de diversa jaez; y en los de educación, los
profesores y la burocracia educativa. Y se trata de un monopolio radical al impedirle a los
“usuarios” el ejercicio de la autonomía para, respectivamente, atender a su salud, al transporte
por sus propios medios y a la adquisición de conocimiento por una vía autodidacta por
excelencia. Claro está, en este punto, salta a la vista que, si los “usuarios” reaccionan, en
sintonía con el ideal de la Ilustración por excelencia y desarrollan su autonomía, se da la
debacle para los expertos dada la amenaza de extinción de su monopolio radical.
Bien lo decía William Shakespeare, en su obra Enrique V (Aznar Fernández-Montesinos,
2011: 232): en este mundo, por lo general, la gente busca su propio beneficio, esto es, los
médicos no quieren ver sanos a todos los hombres, los abogados no desean que las familias
estén en paz, los ingenieros no quieren que la gente construya casas y otras estructuras por sí
mismas, los profesores no desean que las personas aprendan por sí mismas, etc. Ante todo,
impera el egoísmo. En el campo económico, éste no es la excepción como bien lo hace ver
Heinz Dieterich (2003: 50-51, 89, 136-137).
Por su parte, destaca Illich que las instituciones propias de las sociedades dominantes son
contraproductivas, o sea, que hay una contraposición patente entre sus fines pretendidos y
sus resultados reales: los sistemas de salud pueden dañar ésta a causa del problema de las
enfermedades iatrogénicas; los de transporte, por obra y gracia de los infaltables trancones,
le roban a los “usuarios” un tiempo precioso; y los de educación entontecen a la gente,
cercenando de paso el ideal ilustrado.
En esta óptica de Illich, la escuela, entendida en sentido amplio, lo cual incluye, desde luego,
a la universidad, es una institución propia de las sociedades industrializadas dominantes y
comparte las diversas características de éstas señaladas antes. En particular, desde la lente de
la economía convivencial, se trata de instituciones que, en un contexto de crisis civilizatoria
como el que ya tenemos desde hace varios años, resultan paradójicas en virtud de las
cantidades ingentes de recursos que exigen para su funcionamiento normal.
Esta paradoja resalta más cuando tomamos en consideración los aportes más recientes de los
economistas que han consagrado amplios esfuerzos investigativos con el fin de elucidar las
condiciones para el paso de la civilización actual, exangüe según hemos visto hasta ahora,
hacia una civilización de base convivencial. Así, los esfuerzos que se han visto hacia las
últimas dos décadas, tendientes a la financiación de las universidades en el mundo adquieren
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el cariz del síndrome del Titanic, esto es, se comporta la mayoría de los académicos y los
directivos por el estilo de la orquesta del famoso transatlántico, como si la fiesta pudiese
continuar a bordo a despecho del hundimiento en proceso. No han advertido que la fiesta se
acabó. Estamos inmersos en otra versión de la parábola de los seis ciegos y el elefante, de
John Godfrey Saxe (2011), algo que resultó de lo más obvio hace pocos años en Copenhague
(Boff, 2009) cuando se vio la incapacidad del mundo actual para razonar en clave holística:
“Los ciegos del Indostán disputan y se querellan; cada uno está seguro de haber hecho bien
su prueba... ¡Cada uno tiene un poco de razón... y todos yerran! Sucede así cada día en
bastantes discusiones; quienes disputan, cada uno piensa justas sus razones. Y discuten,
juzgan, definen sin más, ¡a un elefante que no vieron jamás!”.
La paradoja en cuestión sobresale todavía más si aplicamos otro de los conceptos poderosos
decantados por Iván Illich: el trabajo fantasma. Por el mismo, Illich se refiere a un tipo de
trabajo no considerado por los economistas clásicos y neoclásicos, siendo con todo vital para
la marcha del capitalismo y las sociedades industriales dominantes. El ejemplo más
significativo a este respecto es el trabajo llevado a cabo por las mujeres que fungen como
amas de casa, y es del tipo fantasma al no estar reconocido y no recibir una retribución
económica. En el caso de la educación, encontramos algo similar por cuanto la familia hace
mucho en su seno para la educación de niños y jóvenes. En realidad, como también lo
diagnosticó Illich con gran tino, es mucho mayor el conocimiento adquirido por las personas
en contextos como la familia, el barrio, el mundo del trabajo y la calle que el aportado por
las instituciones educativas escolarizadas, incluida la universidad. Es decir, como señaló
William Ospina (2006) en una conferencia dada hace unos años en la Universidad de
Medellín, los sistemas educativos como el nuestro están plagados de supersticiones
académicas de acuerdo con las cuales la educación escolarizada es dizque la mejor opción
para educarse. Pero, claro está, las supersticiones chocan frontalmente con el principio de
realidad. Esto lo sabe bien cualquiera que conozca algo de buena epistemología científica.
Por supuesto, cuando los admitidos en las universidades inician sus estudios, ya traen consigo
una porción importante de trabajo fantasma incorporado desde el hogar y los demás contextos
mencionados, lo cual implica unos costos que las universidades no han asumido en modo
alguno. Por el estilo, muchos profesores aportan otra buena porción de trabajo fantasma dadas
las características del quehacer académico, puesto que es habitual para un profesor dedicar
mucho de su tiempo “libre” a cuestiones académicas por fuera de la universidad, por las
noches, los fines de semana e, incluso, en vacaciones. Por consiguiente, aflora aquí una
pregunta insoslayable: si a las universidades les llueven porciones, no precisamente
insignificantes, de trabajo fantasma, ¿por qué exhiben tantos talones de Aquiles en materia
de financiación? La respuesta para esto es de lo más evidente. Veamos.
Sobre todo a partir del Proyecto Manhattan de armas atómicas, creció con desmesura la
burocratización de la vida académica en el mundo, un fenómeno que ha estado así mismo
acompañado por un descenso notorio en la creatividad científica e intelectual si hacemos la
comparación con respecto al período anterior a la Segunda Guerra Mundial, algo que cabe
apreciar, por ejemplo, en la historia de la compañía estadounidense DuPont (N'Diaye, 1998).
Se conoce este fenómeno con nombres como Big Science y megalociencia (Wiener, 1995).
Naturalmente, dicho crecimiento de la burocratización ha ido de la mano con un incremento
consecuente en los costos de las instituciones. Si lo decimos a la manera de Patrick Viveret,
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esto es una insostenible desmesura (Caillé, 2012: 29-31), un concepto que, también,
encontramos en la historia de la vida sobre la Tierra, habida cuenta de que los animales de
gran tamaño han quedado extintos. Del mismo modo, en los casos de los grandes imperios,
su fase de decadencia ha coincidido con un fuerte aumento de la burocracia. De esta suerte,
si las universidades exhiben este comportamiento sintomático, cabe suponer en forma
razonable que están en una fase de decadencia cual antesala de su posible extinción. Sin
ambages, podemos entrever que la crisis civilizatoria en curso podría albergar en su seno esta
extinción. Al fin y al cabo, no cabe esperar que la civilización actual colapse mientras algunas
de sus instituciones representativas permanecen indemnes. Así, el mundo tendrá que pasar a
instituciones de un tamaño mucho menor en una civilización convivencial, sobre todo si,
como cabe suponer, bien podría ser una civilización de semblante semirural.
En general, la educación no se sustrae al imperio legislativo del segundo principio de la
termodinámica (Rifkin y Howard, 1990: 189). Para muestra un botón, la forma como los
estudiantes se preparan para un examen implica una inversión masiva de energía que conduce
a una leve disminución de la entropía del producto (la cantidad de conocimientos retenidos)
a expensas de un aumento todavía mayor de la entropía del ambiente. Así de sencillo. En
términos psicológicos, esta disipación de energía en el entorno del estudiante conlleva
consecuencias que van desde la incubación de una neurosis hasta un colapso nervioso. Y,
desde luego, si esto sucede con un estudiante, qué no pasará con una universidad entera. O,
mejor aún, con todo el sistema educativo. Después de todo, nuestro sistema educativo, al
igual que los sistemas educativos de otros países, está concebido para satisfacer las
exigencias de una sociedad industrial, o de una menos que semiindustrial como la sociedad
colombiana, más bien caracterizada por ser un feudalismo de alta tecnología.
Desde esta óptica del segundo principio de la termodinámica, resalta en grado sumo el
absurdo inherente al modelo de universidad imperante en la civilización aún en boga, todavía
inscrita en la exangüe Segunda Revolución Industrial y de semblante neoliberal furibundo
desde hace algunas décadas. En efecto, para su funcionamiento habitual, una universidad
como las de hoy precisa de cantidades ingentes de recursos energéticos y materiales, cuya
expresión típica es el presupuesto, amén del no despreciable trabajo fantasma destacado más
arriba en sus diversas formas, incluido el no retribuido trabajo fantasma propio de los
quehaceres domésticos de las madres, abuelas, tías y otras mujeres en el seno de las familias.
Ahora bien, para semejante inversión masiva de energía, ¿cuáles son los productos? En el
lenguaje actual, tan de moda, con su aire de marketing, los inefables indicadores, cuyo sello
distintivo es mediático, no científico en todo caso, los cuales, por lo que cabe apreciar, no
parecen contribuir a la disminución de la entropía generada por el sistema social, sino todo
lo contrario. ¿O acaso tiene sentido afirmar que una civilización en crisis corresponde a una
situación de poca entropía disipada hacia el ambiente?
Lo anterior es lo que dice en lo básico el segundo principio de la termodinámica en su
contexto habitual, en términos de lo que pasa con la materia y la energía. Ahora bien, hay
algo más, mucho más profundo, dada la limitación inherente en el uso del vocablo entropía
al tratar de fenómenos sociales. Con su genio habitual, Iván Illich percibió esta limitación y
planteó un concepto alternativo al respecto en vista que insistía en cuanto a que entropía es
una no palabra. En lo práctico, conviene no analizar en exclusiva los fenómenos sociales con
la ayuda del principio de la entropía, puesto que el contexto estricto de éste es el
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tecnocientífico, de manera que apenas sirve para razonar en términos de lo que pasa con la
energía y su transformación. En cambio, para, digamos, un fenómeno social como el de la
pobreza, el concepto de entropía se queda bastante corto al ser aquella un fenómeno histórico,
o sea, que tuvo un principio y que, por ende, puede tener un fin. No es una consecuencia
ineluctable de una ley cósmica, como es el caso del segundo principio de la termodinámica.
Por consiguiente, conviene adoptar en lugar de la entropía el concepto de desvalor, propuesto
por Illich para analizar la degradación y destrucción de los ámbitos de comunidad por parte
de las sociedades industriales. En otras palabras, estas sociedades aniquilan los valores de
uso para reemplazarlos con los valores de cambio. Y esto lo vemos con el papel desempeñado
por la universidad de corte neoliberal, inscrita en el paradigma de la economía neoclásica.
Así las cosas, la universidad neoliberal y otras que se le acercan resultan inviables en el seno
de una sociedad alternativa de factura convivencial. Su hado es el de la extinción inevitable
dada la insostenibilidad de su desmesura, algo inevitable a despecho de las recetas
económicas que pongan en práctica para su propio financiamiento, en especial cuando
corresponden a la economía financiera especulativa, no a la economía productiva. En fin, no
olvidemos las causas implícitas en el colapso de los imperios que ha conocido la humanidad,
incluido el imperio estadounidense, dada la finitud de las sociedades advertida, entre otros,
por Herbert George Wells. ¿Qué le pasa al mundo de hoy que no es capaz de razonar
correctamente en términos de entropía y desvalor? Simple: adolece de una ignorancia supina
en materias como la termodinámica y la economía convivencial sin ir más lejos. Entretanto,
la economía de vaquero prolifera como verdolaga en playa.
Joseph Henry Vogel, otro de los pocos economistas que, en el mundo, han incorporado la
termodinámica en los análisis económicos, dice lo siguiente a propósito de la metáfora del
vaquero en economía (Vogel, 2012: 9):
Aunque burlesco, “vaquero” es, sin embargo, una buena metáfora para calificar a los
economistas que consideran los recursos ilimitados y el sumidero insondable (mirando hacia
abajo) o infinito (mirando hacia arriba). Metafóricamente, se puede incluso decir que el Adam
Smith del siglo XVIII fue el primer “economista vaquero”, a pesar de jamás haber puesto un
pie en el Oeste norteamericano que, en esa época, era el Oeste de Pennsylvania y el Valle de
Ohio. A Smith se le puede calificar como “vaquero”, dado que la “mano invisible” no reconoce
la transformación física de recursos escasos y su impacto sobre el sumidero. No obstante, la
omisión de Smith era excusable a causa de la escala. Por ejemplo, la fábrica de alfileres que
Smith celebra en el primer capítulo de La riqueza de las naciones debe haber tenido una
chimenea para quemar el carbón, pero el humo no merecía consideración dado el vasto cielo
escocés de 1776. Empero, el tiempo pasa y, con la revolución industrial del siglo XIX, lo que
antes era una pluma insignificante, se convirtió paulatinamente en el Big Smoke (la Gran
Humareda). En el siglo XX, inclusive el cielo cobraría un nuevo significado. Al no estar
asociada con una sola nación, la atmósfera se cuantificaba por su composición química por
cada millonésima parte (ppm) y era calificada como un bien común global.
Termodinámicamente, la atmósfera es un sumidero de acceso abierto con una profundidad de
apenas veinte kilómetros, “más o menos equivalente a la cáscara en una manzana”. Los
economistas ortodoxos deben tener en cuenta que no existe un sumidero sustituto y que la
tecnología no puede crear uno. Aquellos que deseen lanzar nuestros desechos al espacio
profundo, que lo piensen – los costos de la energía podrían crear más entropía que los residuos
desechables; aquéllos que quieran tirar nuestros desechos en las profundidades de la Tierra,
piénsenlo de nuevo – esas cavidades también tienen un espacio limitado.
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Hasta aquí Vogel, quien también señala que unos pocos académicos consumados se han
aventurado fuera de la torre de marfil con el fin de abordar la realpolitik de la asignación de
recursos, como Paul Krugman, columnista de The New York Times que explica el
“capitalismo de connivencia”, y el polímata Jared Diamond, que aborda la lógica de las
“cleptocracias” (Vogel, 2012: 34-35). ¿Habrá acaso algo más pseudocientífico que escuchar
a un economista vaquero tratar de economía ignorando de paso las restricciones impuestas
por las leyes de la naturaleza? Lo dudo mucho. En fin, quien desee comprobar este aserto,
hará bien en escuchar alguna conferencia dada por algún directivo o economista de nuestro
Banco de la República o por alguno de nuestros economistas de academia, quienes insisten
con tozudez en plantear la economía para tiempos de cambio climático en conformidad con
la idea de desarrollo sostenible. Lo mismo les pasa a los arquitectos, quienes insisten con
tozudez en diseñar ciudades sobre la base de este mito, algo de lo más irónico por cuanto el
paradigma alternativo de una civilización convivencial es de índole semirural como la que
más. Por lo visto, el principio de realidad no suele ser el norte de la mayoría de los burócratas
y académicos en el mundo de hoy.
Entre los científicos más conspicuos del siglo XX, el celebérrimo Richard P. Feynman fue
de lo más consciente acerca de este obstáculo epistemológico, a la vez que axiológico, al que
no pueden sustraerse los académicos las más de las veces. Para muestra un botón, cuando
mostró interés en permanecer en el MIT una vez concluyó allí sus estudios de licenciatura en
1939, el profesor Slater le aconsejó que no lo hiciera, lo cual expresó en los siguientes
términos (Feynman, 2006: 23): “Deberías descubrir cómo es el resto del mundo”, un aserto
de fácil confirmación por parte de todo aquel que observe con detenimiento el día a día en
una universidad aquí o en Vladivostok. Al fin y al cabo, el mundo es ancho y ajeno. Después
de todo, una universidad como las de hoy, por desgracia, es una megamáquina típica. Como
precisó Lewis Mumford, el origen de la megamáquina se remonta a cinco milenios atrás
(Mumford, 2010: 311):
Al hacer justicia al inmenso poder y alcance de esas monarquías “divinas”, estudiándolas como
mitos y como instituciones activas, he dejado hasta ahora de lado uno de sus aspectos más
importantes para examinarlo con más detenimiento, ya que es su contribución mayor y más
duradera: el invento de la máquina arquetípica. Esta extraordinaria invención ha demostrado
ser el primer modelo funcional de todas las complicadas máquinas que vinieron después,
aunque el énfasis del maquinismo fue trasladándose lentamente desde los agentes humanos a
las partes mecánicas, mucho más fiables. La gran hazaña de la monarquía consistió en reunir
todo el poder humano y disciplinar la organización que hizo posible la realización de trabajos
a una escala jamás lograda antes. Como resultado de esta invención, hace cinco mil años que
se llevaron a cabo tareas de ingeniería que rivalizan con las máximas hazañas contemporáneas
en materia de producción masiva, estandarización y minuciosidad.
Tal máquina pasó desapercibida y se mantuvo innominada hasta nuestros días, cuando apareció
un modelo mucho más poderoso y actualizado, servido por una interminable multitud de otras
máquinas subordinadas.
Por supuesto, los productos típicos de la megamáquina universitaria neoliberal de nuestro
tiempo, expresión trágica de la megalociencia, son los indicadores, una muestra elocuente de
la falacia de reificación, habida cuenta de que, como procuró aclararlo Norbert Wiener
décadas atrás (Wiener, 1995), nuestro tiempo, a despecho del auge de los indicadores, está
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caracterizado por un descenso dramático de la creatividad científica e intelectual. Incluso, no
faltan quienes sostienen que el último real descubrimiento científico tuvo lugar en 1953. De
otra parte, la megamáquina, y la universidad actual no es excepción, como lo ha hecho ver
Carl Mitcham, va de la mano con una deshumanización y alienación inevitables (Mitcham,
1989: 51-58). Esto permite comprender mejor el diagnóstico todavía reciente establecido por
Gabriel Zaid (2013) a propósito de las instituciones de la cultura libre cual santuario de la
cultura superior por antonomasia en nuestro tiempo. En estas condiciones, adquieren todo su
sentido las lúcidas propuestas de rescate de la alta cultura humanista defendidas por Martha
Nussbaum (2011) y Morris Berman (2011), entre tantos otros, complementarias a las de Iván
Illich en su paradigma de las civilizaciones convivenciales (Illich, 2006, 2008).
Epílogo: Límites e incompletitud de la Ilustración en el mundo hispano
Volvamos con la digresión aparente de hace algunas páginas en clave de ciencia ficción. En
un futuro no muy lejano, como nos lo diría un superviviente, el colapso civilizatorio es
patente e inevitable. Todas las urbes del planeta lo sienten en carne propia, literalmente
hablando. Medellín no es la excepción. El estado de naturaleza campa por sus respetos. Su
clase dominante, que jamás alcanzó el estatus de una clase dirigente, resulta incapaz para
frenar el colapso a nivel local y regional. Del mismo modo, su clase académica, a fuer de las
espaldas que, siempre, le dio a la realidad, tampoco pudo ayudar al respecto, cumpliéndose
así el pronóstico certero dado por James Lovelock pocas décadas antes en su libro La
venganza de la Tierra (Lovelock, 2007). En este escenario apocalíptico, los pocos
antioqueños que han logrado sobrevivir a esta catástrofe civilizatoria intentan levantar de
nuevo la civilización en estas tierras, pero tratando de entender las razones del fracaso de la
civilización que colapsó con el fin de procurar no repetir sus errores. Para alguna fortuna,
entre estos sobrevivientes, hay unos cuantos intelectuales comprometidos lúcidos que han
procurado comprender el paradigma convivencial propuesto décadas atrás por Iván Illich.
Pero, se trata de toda una empresa digna de Hércules, por lo que son conscientes estos nuevos
individuos monásticos de las grandes tareas que los aguardan a ellos y a los demás
supervivientes a los cuales intentan orientar en la oscuridad. ¿Lo lograrán? Si lo hacen, la
civilización tendrá la esperanza de resurgir en un marco convivencial y biocéntrico, incluida
la componente educativa, estructurada en clave de homo educandus. En cualquier caso, para
estas personas, está bien claro que enfrentan una clase de problemas para los cuales no existe
una solución tecnológica en exclusiva. Ante todo, deben forjar una civilización alternativa
engastada en una matriz biocéntrica como la que más.
Retornemos al presente. En la actualidad, resulta poco menos que imposible hallar gente
ilustrada en nuestro medio, antiintelectual a más no poder, máxime que, como apunta con
tino Marcelino Cereijido, los nuestros son países con investigación, pero sin ciencia. Mejor
suerte debió tener Diógenes al buscar en la Atenas de su tiempo, en pleno día, unos pocos
hombres justos con la ayuda de su linterna. Como aclara Carlos Martínez Shaw (1996), la
Ilustración fue un fenómeno bastante incompleto en el mundo hispanoparlante, apenas
restringido a unas minorías dizque cultas, es decir, no se propagó por el cuerpo social como
un todo. Por lo demás, conviene no perder de vista que, a lo largo de la historia hispana, no
han faltado los diversos momentos de la conocida polémica de la ciencia española, la cual,
pese a las discusiones bizantinas que no han faltado, es bastante diciente sobre los serios
talones de Aquiles de la precaria presencia del modo científico de conocer el mundo en
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nuestra cultura. En cambio, en este tiempo, prolifera como verdolaga en playa la ideología
postmoderna en nuestras universidades, cuyo talante anticientífico y antiilustrado es muy
evidente. Si pensáramos en alguna expresión pictórica representativa de esta situación
infausta, nada sería mejor que un célebre aguafuerte de Francisco José de Goya y Lucientes,
en el que su autor parece destacar el poder de la razón sobre las tinieblas de la ignorancia,
pero, desde luego, no de una terrible razón instrumental: El sueño de la razón produce
monstruos. Al fin de cuentas, la razón instrumental es parte de la crisis ética contemporánea,
caracterizada por un enorme abismo entre el desarrollo moral y el técnico (París, 2012: 6576). Y esto a despecho de la indudable inteligencia de nuestra especie, la cual es más
peligrosa mientras más inteligencia desarrolla, como señala Leo Davidson, el protagonista
de la versión cinematográfica del año 2001 de El planeta de los simios dirigida por Tim
Burton.
En esencia, no es exagerado plantear para nuestros ámbitos académicos su falta de
compromiso intelectual. Es justo lo que se conoce como la crisis de los intelectuales.
Reproduzcamos aquí ciertas palabras de Nicolas Masson de Morvillers, dichas casi en las
postrimerías del siglo XVIII (Masson de Morvilliers, 1782):
L’Espagnol a de l’aptitude pour les sciences, il a beaucoup de livres, & cependant, c’est peutêtre la nation la plus ignorante de l’Europe. Que peut-on espérer d’un peuple qui attend d’un
moine la liberté de lire & depenser ? Le livre d’un Protestant est proscrit de droit, qu’importe
de quelle matière il traite, parce que l’auteur est Protestant ! Tout ouvrage étranger est arrêté ;
on lui fait son procès, il est jugé ; s’il est plat & ridicule, comme il ne doit gâter que l’esprit,
on le laisse entrer dans le royaume, & on peut débiter cette espèce de poison littéraire par-tout :
si, au contraire, c’est un ouvrage savant, hardi, pensé, il est brûlé comme attentatoire à la
religion, aux moeurs & au bien de l’état : un livre imprimé en Espagne subit régulièrement six
censures avant de pouvoir paroître au jour, & c’est un misérable Cordelier, c’est un barbare
Dominicain qui doit permettre à un homme de lettres d’avoir du génie ! S’il se détermine à
faire imprimer son ouvrage chez l’étranger, il lui faut pour cela une permission très-difficile à
obtenir, encore n’est-il point du toutà l’abri de la persécution lorsque le livre vient à paroître!
Hasta aquí Masson. En nuestro tiempo, no hallamos en principio censores frailes, dominicos
y similares en todas nuestras universidades, pero, en las universidades laicas y,
pretendidamente, no confesionales, en vez de verlos con hábitos monacales, los tenemos
ataviados con frac y levita, bien trajeados. Así, la Ilustración aún no aterriza en nuestras
universidades, mucho menos al estar seducidas por los cantos de sirenas del neoliberalismo
y su anticientífica economía de vaquero. Ni siquiera la izquierda está exenta de esta
enemistad con respecto al modo científico de comprender el mundo.
Hace algunos años, Heinz Dieterich Steffan, economista germano-mexicano, al referirse a la
crisis actual de la izquierda en el mundo, precisaba que, hoy día, se ha perdido por completo
el significado prístino de la izquierda. Esto es, en sus primeros tiempos, en el siglo XVIII,
por izquierda solía entenderse la propuesta de cierto colectivo humano que buscaba que la
sociedad evolucionase hacia un estadio más avanzado. En esta perspectiva, los jacobinos
franceses eran de izquierda. Ahora bien, ya en el siglo XIX, Karl Marx, al revisar la propuesta
de los jacobinos, reparó en que la misma era susceptible de mejora, puesto que lo planteado
por éstos apenas servía para una parte de la sociedad, no para todos. Por lo tanto, Marx, para
darle mayor alcance al propósito de la izquierda, planteó un programa político que
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beneficiase a todas las personas, no a una minoría o cosa por el estilo. En principio, se supone,
se pretendía llevar esto a la práctica al nacer la Unión Soviética, pero esta noble intención
colapsó con rapidez, como cabe apreciar, por ejemplo, en Doctor Zhivago, la célebre novela
de Boris Pasternak (1958), al igual que en las denuncias de Aleksandr Solzhenitsyn, entre
tantos otros.
Para colmo de males, la izquierda actual está caracterizada por un laxo rigor científico en sus
planteamientos, sobre todo por haber abrazado la ideología postmoderna, lo cual salta a la
vista en su pésima comprensión de la crisis civilizatoria por la que pasa el mundo en estos
tiempos. Después de todo, tanto el capitalismo como el marxismo soviético son, por así
decirlo, los hijos mellizos del mismo padre: el paradigma baconiano de conquista de la
naturaleza. Años atrás, Alan Sokal, con su ya famoso artículo publicado en Social Text, una
revista postmoderna hasta el tuétano, puso en evidencia la crisis de la izquierda en
Norteamérica, crisis acompañada por la falta de rigor científico en la misma (Sokal y
Bricmont, 1999).
En estas condiciones, resulta harto difícil distinguir a la izquierda de la derecha, máxime
cuando una parte de aquella ha colaborado en forma diligente con ésta para poner en marcha
las contrarreformas neoliberales a lo largo y ancho de nuestro orbe, como, por ejemplo, en el
caso de la socialdemocracia europea. Si nos fijamos con cuidado, abundan los que dicen
militar en la izquierda, pero quienes, cual nomenklatura criolla, no obstante, no renuncian a
tener un buen auto, su finca, su casa o apartamento de lujo, sus posibilidades de viajar a algún
balneario extranjero, una buena cuenta bancaria, etc., etc. En suma, se sienten a gusto con la
economía de vaquero y su megamáquina, y a disgusto con los buenos valores de la Ilustración.
No son nuevos individuos monásticos en todo caso. ¡Ah! ¿Qué haríamos sin la geometría
política? De todos modos, de nada le servirá a los antioqueños sobrevivientes del futuro de
la breve distopía planteada más arriba, sobre todo cuando, en la historia hispana, abundan los
episodios de insensata imprevisión, reflejo de su falta de sentido político, como sucedió con
los dirigentes y súbditos andalusíes de la Granada nazarí al prestar oídos sordos a las sabias
advertencias de sus intelectuales, quienes alertaron con mucha antelación acerca del
inevitable fin de su mundo. Decididamente, la historia se repite con tozudez una y otra vez.
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