1 FRANÇOIS POMMIER CAPÍTULO 3 DE UN TRABAJO SOBRE “EL ADOLESCENTE Y LA MUERTE”. Traducción de la Psic. Elena Errandonea REFERENCIA: POMMIER, F. (2011) Duelos interminables-Lamentos eternos. En: Morhain Y. y Roussillon R. (director), La adolescencia y la muerte. París, InPress, pp. 47-59 “DUELOS INTERMINABLES. LAMENTOS ETERNOS” ¿Cuáles son las consecuencias de la muerte de uno o de ambos padres en relación a los procesos adolescentes? ¿En qué medida la desaparición del (de los) personaje (s) maternante (s) puede ser superada? En contrapunto con el duelo patológico impregnado de culpa, negación, ambivalencia, es decir de un sentimiento profundo de desvalorización y de fijaciones obsesivas, intentaré mostrar, apoyándome en dos extractos de consultas psicoterapéuticas, cómo dos jóvenes pacientes de menos de veinte años víctimas de un duelo particularmente largo han logrado, si bien no transformar el drama de la desaparición parental, sí al menos apoyarse y utilizarlo gracias a los procesos adolescentes, para hacer primar la pulsión de vida sobre la pulsión de muerte y organizar su vida afectiva y sexual. Mi punto de vista, que se inspira en parte en los trabajos de P. Fédida cuando él diferencia la depresividad de la depresión, consiste en cuestionar el problema del duelo patológico. A partir del factor tiempo por una parte, particularmente del momento donde el tiempo, para reconstituir su propia capacidad depresiva, no es considerado como un factor de mal pronóstico sino más bien como un elemento que participa en la “cura” de una situación como la subrayada por Winnicott a propósito del adolescente en general. A partir del espacio por otra parte, particularmente cuando el sujeto está perdido es decir que perdió el amor de los padres y que no hay más objeto de deseo. Cuestionamiento del duelo patológico por último, en la medida en que la dinámica pulsional es preservada aunque ella tarde en anudarse. Partiré de dos ideas respecto de la adolescencia, una relativa a la muerte, la otra en relación con la sexualidad. En el registro de la muerte propiamente dicha partiré de la idea desarrollada por A. Triandafilidis según la cual “la adolescencia puede considerarse en relación a la muerte, como el tiempo en el curso del cual el acontecimiento de la muerte por venir (…) se transforma poco a poco en amenaza para el yo que se empeña en negar lo que ha 2 entrevisto”, (Triandafilidis A., “Estrategias de inmortalidades” en: Adolescencia No. 72. T.28, nº2, p.449) teniendo como consecuencia que a partir de allí puede elaborarse “un proyecto adulto” que de algún modo toma el lugar y la posta del fantasma de inmortalidad. En este registro se plantea la cuestión de saber cómo la desaparición parental puede interrumpir el trabajo de reapropiación subjetiva inherente al proceso adolescente e impedir la elaboración del proyecto adulto y cómo se organiza de algún modo, la existencia del sobreviviente. En el registro de lo sexual, podemos preguntarnos por lo demás, cuando la infancia fue marcada por la muerte real del otro, en qué medida la sexualidad adolescente puede “tomar naturalmente el camino inverso de la infancia es decir de la historia de ese largo proceso de alejamiento, de ‘desprendimiento’ de las experiencias de contacto corporal primero (y) encontrar el ‘cuerpo a cuerpo’ que caracterizaba a las primeras experiencias de todo niño” (Roussillon R., “Precariedad y vulnerabilidades identitarias en la adolescencia”, en: Adolescencia, nº72. T28, nº2 p. 242. Es pues en la interfase entre el problema de la apropiación del tiempo en el adolescente y el de la necesaria reinstalación de la vida sexual en el adolescente, es decir el acceso a lo genital, que ubicaré mi propuesta. Dificultad de apropiarse del tiempo incluso hacer que el tiempo devenga para el adolescente un patrimonio, sabiendo, como lo indica P. Gutton, que la revolución puberal sobreviene y se desarrolla bajo la protección del fantasma de inmortalidad: “El fantasma de inmortalidad del yo marca efectivamente una falla de la identificación narcisista y signa al mismo tiempo la prueba ilusoria del yo herido, incluso clivado, pero no destruido sino sobreviviente. Esta es la situación del yo, seriamente atacado por las pulsiones genitales y de la que los ideales infantiles se separan” (Gutton P., “Ensayo sobre el fantasma de inmortalidad en la pubertad” en Clínicas Mediterráneas, 1993, 39/40, 141-154. El autor alude a las imagos de los padres, de la fratría del joven adolescente mismo, organizados por la neurosis infantil rompiendo los investimientos narcísico-objetales y superyoicos, en el entorno interno-externo del joven y de las instituciones que supuestamente lo sostienen). A semejanza de ciertas curas que he conducido con sujetos aquejados de enfermedades con pronóstico desfavorable y que no dejo de interrogarme sobre mis propias resistencias y sobre los modelos potencialmente elaborables cuando la muerte real está en juego – estos pacientes que tienen la particularidad, a diferencia de los adolescentes, de tender siempre de algún modo a escapársenos, la dirección de la cura tiende a no adherirnos realmente, como tampoco el paciente mismo -, el trabajo de análisis o de psicoterapia analítica con ciertos adolescentes en duelo por la muerte de un padre plantea el problema en la medida en que el adolescente en ciernes no solo sufre 3 pasivamente la pubertad, “uno de los aspectos del proceso adolescente (siendo) el trabajo de reapropiación, de reactivación subjetiva, que implica el hecho que la pubertad nunca es elegida sino que se impone al adolescente” (Roussillon R., “Precariedad y vulnerabilidades identitarias en la adolescencia”, op.cit., p.242); pero busca también naturalmente por una parte de sí mismo resistir al fenómeno de transformación, de elaboración, al desprendimiento del proceso adolescente. Y en algunos casos, como el que se produce en psicopatología en los momentos de regresión junto con la idea de ver venir su propia desaparición “lo infantil ampliado marca su influencia. (…) En lugar de traducir lo pubertario, lo infantil hace intrusión” (Gutton p., “La ilusión pubertaria” en Morhain Y., y Roussillon R. (dir.) Actualidades psicopatológicas de la adolescencia, Bruselas, de Boeck, 2009, p.49.). En el momento del pasaje a la pubertad, “este conjunto ‘ya ahí’ complejo y contradictorio en sus significantes internos-externos individuales comunitarios y grupales, pasados y presentes” siguiendo la formulación de P. Gutton (Ibid. P.47) no logra el trabajo de interpretación de lo puberal que falta por tanto “vivo, sensorial y sensual” (Ibid., p.48). Deja al sujeto en la sombra del objeto, si se lo puede decir en relación a la melancolía, siendo la sombra del objeto sin embargo susceptible, en el mejor de los casos –a la vez con la ayuda de un psicoterapeuta- de constituir la metáfora de un proceso de creación re-creación en que la apuesta sería la de permanecer vivo. La situación del adolescente que queda huérfano en el período de latencia es un poco particular en la medida en que el “arreglo” con lo mortífero de la muerte (Triandafilidis A., “Estrategias de inmortalidades”, op.cit., p.459) desde que la muerte real del otro vino a perturbar el ensueño diurno adolescente propicio al trabajo de creatividad, (Gutton propone pensar la creatividad adolescente sobre el modelo del trabajo freudiano del sueño con tres etapas: el resto diurno pubertario ya trabajado por lo infantil, el sueño en tanto que elaboración de lo infantil y el relato del sueño dirigido a otro. Ibid. P. 48) tiene algunas dificultades a resolver. G. Raimbault (Raimbault G., L’enfant mort, Privat, 1986, p.195) a propósito del caso de un joven, Walter, que perdió a su madre cuando tenía 10 años, de un cáncer después de un período de invalidez cada vez más grave, provocó en el niño una cierta inhibición, inestabilidad y la imposibilidad de exteriorizar su dolor. Walter llega sin embargo a una identidad estable de niño, dice ella. “La muerte de su madre no lo priva entonces de soporte identificatorio (…). Un chico muy joven en quien las identificaciones no (estarían) logradas de modo definitivo se (encontraría) enfrentado, a la muerte de un padre, con el vacío de sus referencias identificatorias fundamentales”. (Id). Raimbault señala además que “luego de una cierta etapa de identificación al padre cuando pudo, el niño puede proseguir el proceso gracias a sus recuerdos, a lo vivo del padre en él y con la ayuda del padre vivo (…) en el amor y las palabras de este que quedan en él.” (Raimbault G., El niño muerto, op.cit.p.214). Es que la desaparición de este o de ambos que tiene lugar al mismo tiempo de objetos de amor y de soportes identificatorios, 4 ubica al adolescente en una relación con el tiempo un poco particular, en la medida en que entra precisamente en las profundidades del tiempo antes que en la superficie; y esa relación al tiempo hace correr al joven adolescente el peligro de su imagen. Como lo subraya el filósofo J. C. Bailly, “es en el inacabamiento que podemos encontrar la energía del actuar en el presente (…) Es allí donde no hay nada inacabado que señale el peligro” (Bailly . Entrevista con. “Todo pasa, nada desaparece” en Vacarme, Invierno 2010, nº50, p.12.). Ahora bien, la desaparición de un padre cumple un papel de programa, de una “escritura que avanza” si hacemos referencia a la etimología de la palabra programa, de modo que la errancia que, como lo subraya F. Benslama, reenvía a “itinerario” y a “error”, no parece posible. “La errancia es antinómica del programa” (Benslama F., 2005, “De la errancia”, en Balasc-Varièras C., Benslama F., Cresta M. et al., El malestar adolescente en la cultura, París, Campagne-Première P. 32) y paradojalmente el adolescente huérfano no parece estar en condiciones de errar en el sentido de vagabundear, callejear, pasearse. Aunque no podamos hablar de una verdadera ruptura de la continuidad de existencia, podemos recordar sin embargo la idea de una duda exacerbada del lazo entre el “Yo” y el cuerpo, incluso siguiendo las palabras de Annie Birraux la idea de “una amputación del ser” (Birraux A., 2004, El cuerpo adolescente, París, Bayard, p.27) que está tanto más presente cuando se mantiene una imagen ideal en el reflejo de la cual el adolescente se encuentra en riesgo de perdición. Y el adolescente corre ese riesgo aún más que el objeto narcisista parental, hecho de confianza recíproca, de neutralidad, de simpatía y que reenvía a la presencia de uno o dos padres, no ha sido suficientemente interiorizado en el yo y no constituye pues un apoyo suficiente para permitir al púber elaborarlo. Aún si el objeto narcisista respondiendo a la satisfacción de la necesidad ha podido construirse, puede tener tendencia a sustraerse. Si no ha sido suficientemente interiorizado, a pesar de la capacidad de identificación sobre la que se ha apoyado y si no ha podido, además, ser relevado en el après-coup por un objeto narcisista sustituto, el objeto narcisista parental no libera de la privación. El adolescente pena por encontrar el objeto adecuado, el que será definitivamente enigmático y que en oposición del objeto narcisista, podrá ser investido en el nivel de la ternura y de la pasión. En ese registro, el acceso del adolescente a las formas adultas de la sexualidad se torna difícil debido no tanto a la “capacidad de separarse de la protección parental y de la que a menudo sustituye a esta, la protección grupal” (Roussillon R., “Precariedad y vulnerabilidades identitarias en la adolescencia”, op. Cit. P.250), pues su situación ya es la de un individuo separado ya de algún modo responsable. Y aunque el entorno valoriza a menudo implícitamente la capacidad que tuvo de poder sobreponerse a su tristeza, su estatuto de niño sin embargo se mantiene a pesar de la aparente expresión de madurez psíquica. El reacomodo de la vida sexual del adolescente en duelo queda en el medio de por una parte la incapacidad o el rechazo de esta última, -como Narciso- de alejarse del 5 mundo exterior, y de otra parte la incapacidad o el rechazo, como en lo melancólico en el sentido que le da J. Pigeaud- de alejar de él el mundo exterior, de desprenderse de él. (Para Pigeaud “Narciso es el perfecto reverso del melancólico, como él paralizado, pero por otro mal que proviene del interior, en el rechazo o la imposibilidad de verse a sí mismo. El melancólico o el hombre sin exterioridad, el ser absolutamente visceral, que también no puede separarse y que puede morir. P. 36… la melancolía expresa por el sufrimiento la imposibilidad de instalar ese otro; es la enfermedad que concierne a la unidad del ser (…) la melancolía es la enfermedad de la unidad del ser”. P. 38. “Poesía del cuerpo”, 1999, París, Payot & Rivage, Nueva edición Rivage-Poche/Petite bibliothèque, 2009). Se ubica entre la “poética” y el “pensamiento melancólico”. (Ibid, p.37). El acceso a lo pubertario que debería hacer bascular irremediablemente lo sexual infantil (vía genital), hacia lo sexual adulto, se produce de manera caótica en la medida en que debería expresarse a través de lo genital “en términos de transformación de la relación que el sujeto estableció consigo mismo como con los objetos” (Marty, F., 2009, “El develamiento de lo genital” en Morhain Y., y Roussillon R, Actualidades psicopatológicas de la adolescencia, Bruselas, de Boeck, p. 44) se vio frenada en su impulso. Caso de Sebastián Pienso en la situación de este joven que recibí por primera vez cuando tenía unos 19 años, y que seguí durante ocho años en psicoanálisis en mi consultorio. Un joven emotivo, sonriente y expresivo pero a menudo fatigado, triste y que, para decirlo brevemente, le llevó años hacer el duelo por una madre fuertemente idealizada, muerta de cáncer cuando él no tenía más que 12 años. Si reconocía haber tenido un estatuto relativamente privilegiado en el plano material como para que la desaparición de la madre no fuera demasiado dolorosa para él, por el contrario se veía que en el plano afectivo el desarrollo de acontecimientos dejó a Sebastián en una modalidad de desasosiego, que le costaba superar. Supimos de entrada que la madre rechazó las visitas de su hijo al hospital cuando su estado físico comenzó a empeorar de modo que Sebastián en ningún momento pudo ver a su madre verdaderamente enferma. Luego, en el momento de la muerte, no asistirá al entierro como la mayoría de los jóvenes de la familia. No encuentra más la posibilidad en el a posteriori de confiarse a su padre, quien luego de la muerte de la madre ingresa en un proceso depresivo. Poco después de la muerte de la madre Sebastián por tanto se encuentra librado a sí mismo sin mayores referentes próximos, excepto la abuela materna, que se encontraba sin embargo, según los dichos de mi paciente, en situación de rivalidad con el padre. 6 Los síntomas de Sebastián se organizan a la vez en una relación directa con las circunstancias de la desaparición de la madre, es decir siguiendo las imágenes interiores que Sebastián ha podido construirse en el momento en que la madre gravemente enferma no autorizó a su hijo a venir a verla, pero también por identificación al padre que queda como un personaje eminentemente central en la vida de Sebastián aun si, al decir de éste, no habría sido suficientemente sólido en lo psicológico como para servir de apoyo. Sebastián se siente desorientado, embotado en una especie de letargo al modo de su padre que por momentos tiene tendencia a alcoholizarse y titubea. Presentará también rápidamente al comienzo de la aparición de los síntomas un tipo de sensaciones internas visuales que van a durar varios meses: impresión de deslumbramiento, surgimiento en su mirada de elementos translúcidos o transparentes la mayoría de las veces un adormecimiento, comportamientos estereotipados, fascinación de sí mismo ante el espejo. A esto se agregan algunas dificultades recientes en el plano sexual con una amiga estudiante como él. Es en torno a la idea del secreto que comienzo a recibirlo aun cara a cara. Me hace saber conjuntamente del tiempo de complicidad con su madre antes de la aparición del cáncer, cuando en el curso del tratamiento quirúrgico él hacía (no supe traducir) mientras que la madre ajustaba su prótesis en un momento en que los abuelos no sabían todavía que ella había sufrido una mastectomía, y el momento en que él mismo, luego de algunos meses sufrió una apendicectomía, retornando en su imaginario otra intervención tres años antes por una fimosis. Es entonces en torno a la noción de amputación y de vergüenza directamente ligada a la sexualidad por donde el análisis se mete pero en contrapunto del secreto inherente a la amputación y la vergüenza, la idea de tener que cuidar siempre las apariencias. Al respecto, hubo que reconocer que el camino de Sebastián hacia el análisis se presenta en oposición con el que describe de la posición de su padre exhibiendo su sufrimiento y cargando a Sebastián su propia desgracia. Estamos ante una configuración que se asemeja a la problemática de la “madre muerta” recordada por A. Green pero la madre de Sebastián está muerta realmente y el padre que debería ocuparse de su hijo no logra él mismo hacer el duelo por su esposa. Sebastián sufre sin embargo de un “complejo de la madre muerta” como lo muestra el hecho de que permanece vulnerable en un punto particular que es el de su vida amorosa “el objeto de amor es ‘hipotecado’ por la madre muerta. (…) las pasiones no deben vivirse; no debe experimentar placer. En todos los casos –dice Green- hay una regresión a la analidad”. (Kohon G., 2009, Ensayos sobre la madre muerta y la obra de André Green, París, Les éditions d’Ithaque, p. 23). El trabajo de la cura que Sebastián va a hacer conmigo se muestra penoso y doloroso arrancándome a veces emociones muy fuertes a causa del modo en que mi paciente formula su sufrimiento. Tiene miedo del contacto, todo le es extraño. Parece deambular 7 como un fantasma. Se siente desaparecer. Está perdido. Entendiendo que “estar perdido” puede constituir como lo dice A. Phillips (Tres capacidades negativas) “un estado de deseo excesivo, un deseo tan intenso que es capaz de deformar la realidad al servicio de la sobrevivencia psíquica” y tal vez “la condición previa del descubrimiento del objeto de deseo”. Lo testimonia los llantos de Sebastián, su tristeza, su vergüenza, un cuerpo que califica de ausente pero una descripción precisa de sus sensaciones que me aproxima mucho a él. Las expresiones a la Duras que dejan en suspenso: “a la vez vemos el vacío, me dice un buen día, y es difícil separarse de lo lejano” “Mi madre estaba dispuesta a satisfacer todos mis caprichos me confiesa otra vez; había pensado que eso era tal vez el deseo…”. Además es el rostro de la locura, del monstruo que transparenta en sus sueños – su padre hizo una bouffée delirante poco después de la muerte de su madre. Yo tenía el sentimiento que él se adelantaba a mis interpretaciones. Tuve la idea gracias a él que las mejores interpretaciones eran las formuladas por los pacientes mismos, es lo que mi supervisor de entonces me replicaba que hacía cuando a la vez los ayudaba un poco. Al cabo de ocho años de tratar su dolor en mi diván, profundizar el conocimiento íntimo de su trabajo de duelo y a la vez restituir su propia capacidad depresiva, es decir su capacidad de creación, mi paciente decidió poner en escena su propia desaparición ante mis ojos. Él decide volverse, alejarse del esfuerzo de representarse para volverse por fin hacia la vida. A partir del estado de perdición, decide en cierto modo perderse como “una tentativa de regular una especie de exceso (Ibid, p. 39). Tomando conciencia a través mío de la dependencia que se instaló en el diván en oposición de su dependencia en relación al amor de sus padres y de su madre particularmente, decide al fin de su cura tomar un billete sin retorno… para dar la vuelta al mundo, “sentir, pensar, recorrer el mundo, contra toda nostalgia reaccionaria, después de haber buscado suficientemente en el pasado lo que se apronta a revivir, a impulsar discretamente entre una ficción imposible y una verdad perdida”. (Bailly J.C. 2010, “Todo pasa, nada desaparece” Vacarme No. 50, p.5). Recibí una postal desde Taiwan seis años más tarde en la que me escribía: “el viaje continúa siempre hasta el punto en que tengo la impresión de visitar actualmente el encuadernado del atlas! El sueño tiene despertar… Con mis mejores recuerdos”. En cierto modo retorna al enigma que representan las alegrías que procura la vida, “el duelo como un sufrimiento necesario que vuelve posible la vida” (Phillips A., 2002, La muerte que hace amar la vida. Darwin y Freud, París, Payot & Rivages. P. 35.) Caso de Aureliano Joven estudiante de 18 años, Aureliano es huérfano de padre y madre desde los seis años, ambos padres víctimas de un atentado. Criado por su tía materna y su tío que devinieron sus padres adoptivos, es educado en un buen clima afectivo al mismo tiempo que es, poco 8 después del drama, atendido por un psicólogo durante varios meses. Cuando lo recibo la primera vez, observo su rostro liso y sonriente; da la impresión de funcionar superficialmente y sin angustia aparente como si el trauma vivido en su infancia se hubiera metabolizado. Consulta sin embargo durante un episodio depresivo sobrevenido algunos meses antes cuando intenta vanamente contacto con un amigo del que fue el amante algunos meses y con el que pensaba volver, sin haber integrado realmente el carácter definitivo de su separación. Se dice replegado en sí mismo, demasiado tímido. Dos de sus compañeros solamente están al corriente de su homosexualidad. La imposibilidad de contacto con el antiguo compañero reactiva la idea de la desaparición de sus padres, probablemente debido al contraste entre esta ruptura sentimental en adelante revelada y la atención familiar de la que ha sido objeto desde esta doble desaparición de modo que, estando asegurada la continuidad, eso hizo como si sus padres genitores continuaran vivos en su espíritu. Los que mueren de verdad podría decirse, los que han desaparecido. Aureliano me explica no haberse animado nunca a preguntar datos precisos sobre las circunstancias exactas del accidente. Recién ahora es que comienza a sorprenderse y es como si Aureliano estuviera estructurado en torno a esta pérdida que sufrió y que considerará como la mayor pérdida imaginable que se puede vivir, sin captar la verdadera magnitud. En mi lugar de psicoterapeuta, todo me parece como si Aureliano, gracias a la atención de la que había sido objeto, había podido persuadirse que lo que había vivido era lo más terrible que puede vivirse. A su pesar adquiere un estatuto de excepción, deviniendo para su entorno próximo, el sobreviviente, como una especie de héroe. Una de las consecuencias de este estado de hecho es por ejemplo la tendencia que tiene a menudo y que no deja de cuestionársela en el a posteriori, de minimizar las dificultades de sus amigos en relación a lo que él mismo ha vivido. Su capacidad para vencer el doble duelo le recuerda a lo que se encuentra enfrentado el dolor del prójimo de modo que él escapa al movimiento de empatía que podría provenir de él. Se mantiene siempre a una cierta distancia del prójimo. Pero esto que es particular y que al mismo tiempo lo aleja de una cierta forma de megalomanía, lo permite darse cuenta de este desprendimiento de la realidad de su vida social y amistosa. No toma consciencia por eso –en el comienzo de la psicoterapia que conduzco- del desprendimiento afectivo latente que hace del objeto la mayor parte del tiempo en el marco mismo de sus sesiones. Un desprendimiento que me afecta al contrario, tanto si el discurso es en términos formales como manifiestamente civilizados, defendidos. La impresión que tengo y que le hago saber de modo simple, es que el movimiento centrífugo de identificación con el otro no deja de perfilarse en la escucha del dolor pero que rápidamente es recubierto por un movimiento centrípeto de retorno sobre sí. El 9 movimiento de repliegue narcisista lo vence. En el tercer mes de terapia, el proceso se radicaliza de modo que aparece el sentimiento pronunciado que experimenta Aureliano de dejarse embaucar y engañar en sus elecciones. La culpa en relación a la herencia familiar vuelve con fuerza. La idea de expoliación alcanza su apogeo cuando Aureliano trata de vender por internet un objeto de valor que ya no quería y del que finalmente no obtiene la suma correspondiente a causa de un mal negocio hecho por él. Es en ocasión de este acontecimiento como ejemplo, en vista de otros gastos más importantes que hacen más mella en la herencia de mi paciente, intervengo para significar a Aureliano que el sentimiento de culpa que decía sentir a propósito de este robo menor no debería quizás beneficiar un exceso de sentido. La consecuencia directa de esta intervención y de algunas otras tendientes a desdramatizar los acontecimientos y en cierto modo evitar interpretarlos, es que Aureliano vuelve a encontrar el gusto a sus estudios. Su vida afectiva en cambio, continúa estancada durante un tiempo. El tema de la confesión de su elección de objeto homosexual a su familia adoptiva, que recordó en las primeras sesiones, se replantea en el momento en que su tía, madre adoptiva, le revela que ella padece una enfermedad grave. Los acontecimientos se precipitan y lo que parecía en el discurso de Aureliano a este respecto es su propio temor de destruir los nuevos intercambios que se construyen en la familia, en un momento en que la enfermedad pasa a ser el centro de las preocupaciones. La desaparición real de los padres toma cuerpo en el momento en que la desaparición potencial de la madre sustituta está en el horizonte. Es en ese momento que Aureliano se siente empujado a afirmar claramente su orientación sexual. En un momento en que finalmente, la idea de la muerte real del otro viene a tomar la delantera de la de la muerte imaginaria, en el sentido de la ruptura de lazos, cuando Aureliano imaginaba la escena de la confesión explícita de su elección de objeto. En resumen, la desaparición de los padres genitores deviene traumática en el psiquismo de Aureliano en el momento en que realiza el carácter definitivo de la ruptura con el compañero, en el a posteriori de la separación efectiva. Es en el mes siguiente a este episodio que se plantea la cuestión de la confesión a los padres, de su orientación sexual, y que comienza este trabajo de apertura, de aflojamiento del anudamiento familiar que en un primer tiempo, en sesión, se presenta como una simple veleidad, una eventualidad todavía lejana, hasta que la urgencia de la confesión se hace sentir en el momento en que la idea de la muerte real del otro, el personaje maternante, viene a recubrir la de su muerte fantaseada. A semejanza del “Moisés” de Freud que, como lo mostró R. Gori, pone en escena la escritura de un sacrificio de un niño –Moisés que viene de “Mosé” que en egipcio significa 10 “niño”- “este asesinato de un niño, ese sacrificio del niño en nosotros que necesita el progreso de la vida en el espíritu” (Gori R., 1996, La prueba por la palabra, París, PUF, p. 138), Aureliano emprende la travesía en vista de la muerte real que se viene, de la persona que lo ha mantenido fuera del agua, podría decirse, que lo ha sostenido en el sentido del holding winnicottiano. La confesión se construye bajo el modelo del pasaje al acto hacia la muerte que, a semejanza de la interpretación en psicoanálisis va a implicar una movilización de los afectos y la salida de una relación pasional con el objeto. Aureliano figura así “uno de los aspectos del trabajo del adolescente para ‘devenir adulto’: entrar en el tiempo incierto de la vida, y habitarla, sin que se rompa el sentimiento de continuidad de existir” (Triandafilidis A., “Estrategias de inmortalidades”, op. Cit. ‘-455) Desde el punto de vista de los movimientos internos se plantea la cuestión de la explicación de la resistencia de Aureliano y sin duda hay que reconocer el fenómeno de clivaje probable de las imagos parentales en la medida en que tres personajes esenciales vienen a organizar la vida del joven: la tía paterna que está como imagen de su madre, la abuela paterna a quien dice parecerse, sobre todo en razón de su lado secreto, la hermana por último, que es algunos años mayor. Pensamos en un fenómeno de fragmentación de imágenes. Aureliano se ubica en el universo de lo “fragmentario (como) voluntad de destrucción de un conjunto y de afrontar el vacío y la desaparición” (Baudrillard J., 2001, De un fragmento el otro – Entrevistas con François L’Yvonnet, París, Albin Michel, p. 50), “la imagen en el lugar por excelencia del fragmento, del mundo desfinalizado” (id). No está en el fractal (no sé qué significa), universo integral, desdramatizable, desvitalizado. Todo sucede como si hubiera procedido a un trabajo de descomposición o de desestructuración de los padres desaparecidos, fragmentando las imágenes. Aureliano se ubica en “el intervalo entre la certeza de la anticipación, según el modelo del fort/da, y la incertidumbre de la previsión, según el modelo del espejo” (Triandafilidis A. op.cit. 453). Cuando la desaparición del compañero es como si las imágenes se unieran nuevamente. Desde el punto de vista de los elementos externos, son varios los que concurren a la elaboración del proyecto adulto y a la reorganización de la vida afectiva. Ante todo el encuentro con un adulto novato en materia de sexualidad adulta contribuye a tranquilizar a Aureliano sobre sus propias capacidades. A través de la diferencia de edad se juega aquí paradojalmente el fenómeno de reconocimiento de las diferencias al mismo tiempo que la representación de la complementariedad de sexos (“La complementariedad de sexos es la representación que en la adolescencia, simboliza las nuevas funciones del cuerpo. Se apoya en la percepción de la diferencia de sexos, no como prueba de la castración, sino como alternativa a ésta. En ese sentido, restaura el yo ideal del niño porque vehiculiza la ilusión de completud” Birraux A., 1994, El adolescente a su cuerpo”, París, Bayard, p.56) 11 que habilita pensar que la completud existe es decir que el objeto complementario es susceptible de colmar al sujeto. En otro aspecto, en el marco de los estudios que sigue Aureliano en el tema artístico, la mirada de sus camaradas sobre su producción lo lleva a reconocer que una parte de él funciona sin saberlo en la medida en que sus instalaciones espaciales, que percibe en sí mismo como animadas, contrariamente son consideradas por los otros, como generalmente mórbidas. Y luego Aureliano se pregunta igualmente sobre la relación que mantiene con el tiempo y constata con sorpresa sus demoras sistemáticas, sobre todo a nuestros encuentros. Por último entre los fenómenos contingentes, la llegada próxima de un recién nacido en la familia lo perturba debido a la nueva posición generacional en la que se encuentra a pesar de él. Otros tantos elementos que de afuera, vienen a agregarse a los movimientos internos aparecidos en sesión, para darle al joven la posibilidad de afirmarse más decidiendo, para empezar, ir a explorar por sí mismo los misterios de la historia familiar en particular la de sus propios padres. Evidentemente es sobre todo el hecho que él construye estos elementos externos en sesión que le permite encontrar una nueva medida del tiempo y de transformar su extravío en viaje. Se observará que lo que hay de común entre Sebastián y Aureliano es que son uno y otro designados como el niño que carga con el malestar de la familia, un chico en quien se encuentra condensado el dolor experimentado por todos. En cierto modo, se vuelven el espíritu de los padres. Caricaturizando, podría decir que adquieren de algún modo el estatuto de médium, de mensajero virtual del mundo de los espíritus y de los ancestros (Rabain J., 1994, El niño del linaje, París, Payot, 1979, p.204). Ellos devienen el doble del ancestro. A propósito de estos pacientes pensamos también, en el lugar del coro ditirámbico en el comienzo de las tragedias griegas (Coro constituido por alrededor de 50 personas travestidas en chivo expiatorio que producen un canto coral y que vuelven alrededor del altar de Dionisio celebrando el destino del dios) y a ese poeta ambulante del siglo VI A.C. llamado Thespis que, imaginando replicar al coro de entrada en el rol de Dionisio luego bajo otros nombres, privilegia el rol del héroe sobre el del coro. La principal dificultad en el plano psicoterapéutico consistirá con Sebastián y con Aureliano en procurar que pueda coexistir en ellos la percepción interna de su identidad y su locura creadora por respecto a su problema del duelo, es decir al “problema del estorbo del sobreviviente por el cadáver” (Fédida) al cual estaban enfrentados. La apropiación del tiempo o sea la interiorización del tiempo de la memoria y el olvido se hace en el primer caso a través de una cierta forma de inmovilismo y de silencio en el que me ha tenido Sebastián durante varios años, el tiempo de adquirir progresivamente la capacidad de nombrar sus afectos luego de haberlos dejado resonar, luego la decisión que tomó de recorrer el espacio; en el segundo caso a través de la fragmentación de las imagos que es lo que ha hecho Aureliano, en el entendido que “toda imagen hace el duelo de un cuerpo 12 para hacer vivir un deseo” (Laufer, L, 2003) de modo que fragmentando las imágenes, Aureliano de algún modo multiplicó las formas deseantes. Resumen: A través de situaciones clínicas particulares de dos pacientes, uno en análisis, el otro en psicoterapia analítica, nos proponemos mostrar cómo el trabajo de duelo en suspenso ligado a la desaparición parental se encuentra metabolizado. Cómo deviene posible para ambos pacientes renovar con el proceso adolescente, lo inacabado y la rêverie necesaria para la construcción de sus propios objetos en vista de la vacilación de los referentes identificatorios y más precisamente del objeto narcisista parental. Veremos que si la problemática del tiempo es central durante la cura entre el registro de lo sexual y el de la muerte, es a través de una representación espacial que se resuelve, cuando el adolescente deprimido renueva con una imagen más tranquila de sí mismo. Traducción: Elena Errandonea