Paulo Coelho de Souza nació una lluviosa madrugada del 24 de

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Paulo Coelho de Souza nació una lluviosa madrugada del 24 de agosto de 1947, día de San
Bartolomé, en el Centro de Salud San José, en Humaitá, un barrio de clase media de Río de
Janeiro. Nació muerto. Los médicos preveían dificultades en el parto, el primero de la joven ama
de casa Lygia Araripe Coelho de Souza, de veintitrés años, casada con el ingeniero Pedro
Queima Coelho de Souza, de treinta y tres. El bebé, además de ser el primogénito de la pareja,
también era el primer nieto de los cuatro abuelos y el primer sobrino de las tías y los tíos de
ambas partes. Las pruebas iniciales apuntaban a un riesgo considerable: el niño parecía haber
ingerido una mezcla fatal de meconio (es decir, sus propias heces) con el líquido amniótico. Así,
tan sólo un milagro lo haría nacer con vida. Inerte en el vientre materno, sin manifestar intención
alguna de salir al mundo, el recién nacido tuvo que ser ayudado con fórceps. Exactamente a las
doce y cinco de la noche, al sacarlo, con movimientos rotatorios del instrumento, el médico
debió de oír un leve ruido, semejante al de un lápiz que se rompe: era la delicada clavícula del
bebé, que no había resistido la presión del fórceps. Pero no había por qué lamentar el accidente:
el bebé, un niño, estaba muerto, aparentemente asfixiado por el líquido que lo había protegido
durante nueve meses en el vientre de su madre.
En medio de la desesperación, el primer nombre que le vino a Lygia a la cabeza, católica
fervorosa, para solicitar su ayuda fue el del patrón de la maternidad: «Divino san José,
¡devuélveme a mi hijo! ¡Sálvalo, san José, mi bebé está en tus manos!»
Entre llantos, los padres solicitaron la presencia de alguien que pudiera darle la extremaunción al
bebé muerto. A falta de un cura, localizaron a una monja del mismo hospital para administrar el
sacramento, hasta que al llanto de los padres se unió un gemido, casi un maullido: era él, el niño,
que estaba vivo; en estado de coma profundo, pero vivo. Nacer fue el primer desafío impuesto
por el destino a aquel muchachito, y sobrevivió.
Sus primeros tres días de vida los pasó en una incubadora. Durante aquellas decisivas setenta y
dos horas, el padre lo veló, permaneciendo todo el tiempo solo, sentado en una silla, de la que no
se levantó hasta que supo que su hijo ya no corría peligro. En el cuarto día de vida, cuando Paulo
dejó la incubadora, aunque seguía bajo una constante supervisión y cuidados intensivos, Pedro
aceptó dormir una noche en compañía de Lygia y fue sustituido por su suegra Maria Elisa. Seis
décadas después, Paulo afirma, sin dudar, que ésa es la primera imagen que tiene de todos sus
recuerdos: al ver a aquella mujer entrando en la habitación, el bebé con horas de vida entendió
que aquélla era su abuela. En cualquier caso, su presencia al lado de su nieto fue crucial: esa
primera noche de guardia, Maria Elisa tuvo que socorrer al bebé, que sufrió una peligrosa
convulsión respiratoria (según los médicos, consecuencia del accidente con el fórceps). A pesar
de todo, la criatura parecía saludable: pesaba al nacer 3,33 kilos y medía 49 centímetros. Según
las primeras anotaciones de Lygia en el «Álbum del bebé», tenía el pelo oscuro, los ojos
castaños, la piel clara, y se parecía a su padre (lo que no se podía considerar una virtud, ya que,
al contrario que su mujer, Pedro, un hombre de 1,80 m de estatura, no era precisamente guapo).
El nombre escogido era un homenaje a un tío del pequeño, muerto precozmente tras un ataque al
corazón.
Perseguido por una insistente antipatía respecto a todo lo que se refiere al pasado, el escritor ha
llegado a los sesenta años de edad sin haber manifestado jamás interés por la historia de sus
ancestros. La información que tenía sobre sus orígenes se limitaba a los abuelos maternos, Maria
Elisa y Arthur Araripe Junior (Lilisa y Mestre Tuca, como él los llamaba), ambos nacidos en Río
de Janeiro, y a los paternos, Maria Crescência, de Río Grande del Sur, y João Marcos Coelho, de
Ceará (Cencita y Cazuza).
Hasta donde llegan los registros, en la genealogía de los Coelho no hay grandes figuras ni
personajes conocidos. Del abuelo Cazuza, Paulo sólo sabe que era un médico que se pasó la vida
en Belém do Pará fiel al juramento de Hipócrates, «de los que reciben un pollo o un lechoncito
como pago por la consulta», razón por la cual murió pobre. «No puedo ni imaginar -declaró el
escritor, ya de adulto y famoso- lo que llevó a mi abuela Cencita a salir de Porto Alegre y viajar
ocho mil kilómetros hasta Belém do Pará, donde conoció a mi abuelo.» En la misma declaración
dijo tener «algún recuerdo» de un tío «que fue ministro de un gobierno de izquierdas» (se refería
al hermano de la abuela Lilisa, su tío abuelo Cândido de Oliveira Neto, ministro de Justicia y
fiscal del Tribunal Supremo de la república en el gobierno de João Goulart, derrocado por el
golpe militar de 1964). Sin embargo, si alguna vez hubiera sentido curiosidad por buscar en el
extenso árbol genealógico de los Araripe Alencar (apellido de su madre), se hartaría, sin ir muy
allá, con el manantial de personajes perfectamente adecuados a sus libros: héroes o villanos, a
elección del autor.
La investigación arqueológica empieza con la madre de su tatarabuela, Bárbara de Alencar, una
de las pocas líderes femeninas en la lucha por la independencia de Brasil. En 1817, cinco años
antes de que el país se liberase del yugo portugués, proclamó la República de Brasil en pleno
Crato, en el extremo sur de Ceará. Fue detenida y llevada a Fortaleza con un collar de hierro. El
odio dispensado por la metrópoli a la revolucionaria de cincuenta y siete años era tal que los
portugueses consiguieron hacer desaparecer todo vestigio de su imagen para siempre: en la
estatua que la homenajea en la capital de Ceará, Bárbara de Alencar está representada por una
mujer sin rostro. Y por si ser una heroína que parecía salida de una novela de aventuras fuera
poco, Bárbara era la abuela paterna de José de Alencar, uno de los más populares y respetados
novelistas brasileños y tío tatarabuelo de Paulo Coelho. Fundador, junto a Machado de Assis, de
la Academia Brasileña de las Letras, Alencar fue su primer antepasado -aunque no el único- en
llevar el atuendo de gala color verde oliva de la ABL. En los primeros años de la institución, dos
de sus tíos bisabuelos alcanzaron la inmortalidad: el crítico literario Tristão de Alencar Araripe
Júnior y el poeta Mário Cochrane de Alencar, hijo de José de Alencar, que sucedió a José do
Patrocínio en el sillón número 21 (el mismo que Paulo Coelho ocuparía muchas décadas
después). En 1977, cuando la vetusta casa cumplía un siglo de vida, la escritora Rachel de
Queiroz, prima en cuarto grado del autor de El Alquimista, rompió una centenaria tradición y fue
elegida la primera mujer miembro de la ABL.
La familia dejaría rastro también en la política contemporánea de Brasil. El general Tristão de
Alencar Araripe (homónimo del padre del académico), tío bisabuelo del escritor y autor de los
libros Familia Alencar y Expediciones militares contra Canudos, fue nombrado por el presidente
Getúlio Vargas, durante la segunda guerra mundial, gobernador militar del estratégico
archipiélago de Fernando de Noronha, entonces territorio federal. Y como había Alencares y
Araripes para cualquier preferencia e ideología, Paulo Coelho era primo, en quinto grado, tanto
del principal líder militar del golpe de 1964 (y primer presidente de la república del período
dictatorial), el mariscal Humberto de Alencar Castelo Branco, como de Miguel Arraes de
Alencar, en la época gobernador de Pernambuco. Depuesto el primer día del golpe, Arraes salió
del palacio de gobierno para ingresar directamente en prisión, donde pasó once meses antes de
marcharse al exilio en Argelia y, después, a Francia.
Parece que algún vestigio de sangre revolucionaria de Bárbara de Alencar le fue legado a su
tataranieta, Lygia, madre de Paulo. Aunque su matrimonio con un hombre extremadamente
autoritario sofocó alguno de sus sueños -como ser artista plástica, atrevimiento que Pedro
Queima Coelho jamás permitió-, era habitual que lo desobedeciese, tanto de forma directa como
a sus espaldas. Aunque su marido le prohibió aprender a conducir un coche (algo considerado
extravagante en esa época, cosa de mujeres «modernas»), Lygia no dudó en matricularse en una
autoescuela, ir a clase y presentarse a los exámenes a escondidas, y aparecer en casa exhibiendo,
cual trofeo, su carnet de conducir. A pesar de tener prohibido ir a la playa, esperaba a que su
marido saliese, quedaba con sus amigas y se pasaba horas a orillas del mar. Si él se sorprendía
por el bronceado de la cara y los brazos, ella le decía que se había quemado en la ventana de
casa. Y al final de sus días (Lygia murió en mayo de 1993, a los sesenta y nueve años, víctima de
las consecuencias del mal de Alzheimer), de conservadora católica practicante pasó a ser
militante de la progresista Teología de la Liberación. La antigua beata se adhirió en cuerpo y
alma a los discursos de dos religiosos expulsados por el Vaticano: el dominico fray Betto y el
franciscano Leonardo Boff. Pero no fueron esos pocos suspiros de rebeldía, sino los rasgos
aristocráticos de los Alencar Araripe, los que predominaron en la educación que Lygia le dio a su
primogénito. O, al menos, lo intentó. (...)
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