Los tiempos cambian a gran velocidad pero hay algunos problemas

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ADIÓS A UN FIEL AMIGO
Por Antonio Medrano
www.antoniomedrano.net
Se ha dicho con acierto que el ser humano es un ser de despedidas. Nos pasamos la vida
diciendo adiós. Nuestra vida está jalonada por continuas despedidas que se suceden unas a
otras. Nuestros deberes o las exigencias de la vida cotidiana impiden que podamos prolongar
demasiado el estar acompañados por aquellas personas con quienes nos gustaría quedarnos
más tiempo. Nos vemos obligados a separarnos sin cesar de nuestros seres queridos y, por
consiguiente, a despedirnos de ellos, aun cuando sea por corto espacio de tiempo. Siempre nos
estamos despidiendo: ya sea la despedida que cada día hemos de dar a nuestros familiares
para acudir a nuestras obligaciones (trabajos, estudios, viajes, etc.), ya sea la despedida de los
amigos con que hemos pasado una grata velada, ya sea la despedida que damos a cuantos nos
rodean diciéndoles “hasta mañana”, al llegar el final del día para ir a dormir, para entregarnos
a esa pequeña muerte que es el sueño. Y dando cima a todas ellas, la despedida definitiva que
es la muerte, cuando hemos de decir adiós para siempre a aquellos con quienes hemos
convivido.
Esta despedida última y definitiva, siempre dolorosa, es la que me ha tocado recientemente, al
tener que separarme de un buen amigo y compañero, al que, sin exageración ninguna, puedo
calificar de mi mejor amigo. Un amigo que ha compartido conmigo fielmente la vida durante
los últimos diez años, prácticamente su vida entera, estando a mi lado día tras día, durante
toda la jornada desde el amanecer hasta la noche, sin fallarme nunca, sin cansarse de mi
presencia y sin lamentarse de mis errores o malos detalles, pendiente en todo instante de mi
persona, rodeándome de su amor y ofreciéndome su inquebrantable lealtad. Quien haya sido
agraciado por una dicha semejante a la mía, habrá adivinado que me estoy refiriendo a mi
perro.
Su nombre era Lak, primera sílaba de la palabra Lakshman, nombre del héroe del Ramayana,
que, en su calidad de hermano de Rama, protagonista central del poema indo-ario, encarna la
lealtad, la devoción, la entrega al deber y el servicio a Dios. Era un soberbio mastín español,
de color leonado, casi blanco, que impresionaba por su tamaño, por su corpulencia, por su
enorme cabeza, por su belleza y apostura, por su porte noble y señorial. Parecía un león, no
sólo por la tonalidad de su pelaje, sino por otras muchas de sus características, como sus
impresionantes colmillos, sus enormes pezuñas o sus llamativos espolones. Su mismo ladrido,
ronco y potente, recordaba el rugido del león y su caminar lento y majestuoso era muy
semejante al del rey de la selva. Algunos amigos le llamaban “el rey”, “el príncipe”. Era tal su
majestad, que imponía respeto. No había perro alguno en la zona en que vivimos que le
disputara la primacía, se atreviera a desafiarle o pusiera en duda su autoridad. Nuestra casa
estuvo segura mientras Lak vivió. Nos habían robado hacía algún tiempo, pero desde que él
vino nadie que no hubiera sido previamente autorizado osó poner un pie siquiera en el jardín.
Cautivaba, sobre todo, su mirada, en la que se fundían la ternura y la bravura, la inteligencia y
la nobleza. Todos cuantos le veían por primera vez, exclamaban: “¡qué ojos tan limpios y tan
luminosos, qué nobleza en la mirada!”. A veces predominaba en sus ojos la fiereza, en
especial cuando tenía que cumplir su labor de guardián; en otras ocasiones, las más, dominaba
en ellos el tono tierno, dulce, amoroso y compasivo. Nos miraba con tal dulzura y tal
compasión, que parecía pasar por su mente un pensamiento más o menos de este tenor:
“¡pobres seres humanos; son tan débiles y tan menesterosos, están tan desvalidos, tan
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necesitados de cariño! ¡qué bien hizo nuestro Creador al ponernos a su lado a nosotros, los
perros, para acompañarles, para darles un poco de seguridad y de afecto, para ayudarles y
consolarlos!”
Su mirada tenía una profundidad casi filosófica. Como en todos los mastines, su rostro, con
sus típicos pliegues y arrugas, evocaba la figura de un viejo filósofo. A lo cual se añadía una
curiosa postura que solía adoptar cuando estaba echado en el suelo: apoyaba su cabeza sobre
una mano, de tal modo que parecía estar pensando, como si fuera una viva reproducción
animal de la célebre escultura “el pensador”, de Rodín.
Más llamativos aún eran los rasgos de su carácter, en el cual se traslucía el estilo propio de su
raza, tan típica y genuinamente española. Estos rasgos anímicos, de disposición y de carácter,
eran precisamente lo que se reflejaba con tanta viveza en su mirada. Era un perro noble,
bondadoso, dócil, disciplinado, obediente, sobrio, paciente, tranquilo, serio pero alegre y
jovial, valiente y combativo pero también tierno y cariñoso pese a su apariencia tan fiera e
imponente. Tenía una inteligencia asombrosa: sabía distinguir perfectamente, sin necesidad de
decírselo, lo que estaba bien y lo que estaba mal, lo que debía hacer y lo que no podía
permitirse en modo alguno, lo que nos complacía y lo que nos disgustaba o nos podría
disgustar.
Era de una increíble bondad, una bondad sagaz e inteligente, que tenía muy en cuenta las
diversas situaciones. Si yendo de paseo sostenía su correa algún niño, aminoraba la marcha
procurando ir a su paso, para que no cayera ni se lastimara. A Troy, su pequeño compañero,
un beagle descarado y aprovechado, le toleraba todo. El granuja lo usaba como almohada y
casi como colchón: le gustaba dormir recostado sobre Lak, apoyando en él su cabeza o
haciéndose un hueco en su enorme cuerpo, como si éste fuera una mullida montaña que le
protegiera y cobijara. Lak entonces, para no despertarle ni molestarle, permanecía
completamente inmóvil. Pero cuando, cansado de tal inmovilidad, hacía un leve intento para
cambiar de postura, Troy se enfurecía y le rugía de manera destemplada, como diciendo “esto
es intolerable, así no hay quien duerma”. Aunque no le gustaba nada este injusto
comportamiento, el bueno de Lak aguantaba estoicamente a tan exigente como iracundo
parásito. La suya era la bondad de los fuertes, de los que rebosan grandeza y nobleza.
Por mucho tiempo Lak fue mi único compañero durante el día, hasta que vino el travieso
Troy, al que trajimos principalmente para que fuera algo así como su paje, para que le incitara
a jugar, a moverse y hacer ejercicio. Sólo él estaba en casa conmigo, haciéndome más
llevadero mi trabajo y compartiendo conmigo las diversas tareas del día (si exceptuamos a un
canario que también me acompañó durante años y al que cogí gran afecto, también
generosamente correspondido).
Lak y yo hemos formado, y seguimos formando, una pareja inseparable. Dios hizo que nos
encontráramos en el sendero de la vida y despertó en nosotros el afecto y el amor de la buena
camaradería, de la amistad, de la hermandad.
Estaba siempre a mi lado, siempre pendiente de mí, atento al menor gesto que yo pudiera
hacer. Estábamos perfectamente compenetrados y nos comprendíamos muy bien. Creo que
ambos leíamos recíprocamente en nuestra mente, sabiendo si algo nos alegraba o nos
entristecía. Su alma no tenía secretos para mí, ni la mía para él. Cuando yo estaba preocupado
o apesadumbrado, su enorme cabeza se acercaba a la mía para ofrecerme consuelo, con sus
ojos llenos de comprensión y de compasión. Nos queríamos con toda nuestra alma. No sabría
decir quién quería más a quién: si yo a él o él a mí.
Teníamos muchas cosas en común. Lo compartíamos todo, como buenos amigos, hasta las
inquietudes e ilusiones, hasta las mismas personas que amábamos. Eran muchas las
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actividades que realizábamos juntos: dábamos un largo paseo por el campo todas las mañanas;
estaba junto a mí mientras leía o escribía; llegada la hora de cenar, permanecía a nuestro lado
esperando que le diéramos algo de lo que comíamos, reclamándolo a veces con la mirada, y
seguía después con nosotros hasta la hora de acostarse. Dormía a pocos pasos de nuestra
habitación, dentro de casa, junto a la puerta, vigilando nuestro sueño. Amaba participar en
todo lo que yo hacía, hasta en la oración, en el recogimiento, en la contemplación y la
meditación.
Animal de una cierta inclinación contemplativa, le gustaba escuchar a mi lado la música de
Bach, Händel y Mozart. Le encantaba también participar en nuestras conversaciones, cuando
nos reuníamos con parientes, conocidos o amigos; participación la suya que, lógicamente,
consistía en mirar y escuchar; lo que hacía con sabia paciencia, con embeleso y fruición.
Disfrutaba de lo lindo en esos instantes, abrazándonos y lamiéndonos a todos con esa mirada
suya tan dulce, tan penetrante, tan expresiva. Recuerdo que en cierta ocasión, cuando ya sus
miembros no le respondían bien y le costaba muchísimo subir las escaleras que conducían al
porche de casa, viendo desde el jardín, donde estaba tendido, que estábamos charlando con
algunos familiares, se levantó, no sin dificultad, y comenzó un penoso ascenso que duró casi
un cuarto de hora.
Pero creo que su mayor placer --aparte del paseo diario, algo sagrado para él, como para
cualquier perro-- era estar a mi lado mientras meditaba en silencio al amanecer, acción con la
que comenzaba y comienza mi jornada cotidiana. Al llegar el buen tiempo, con la primavera,
se hacía posible realizar la meditación al aire libre, en el jardín. Lak, que descansaba arriba,
en el porche o en la entrada de casa, en cuanto comprobaba que me dirigía al lugar habitual de
meditación, se levantaba con energía y acudía presuroso junto a mí. A menudo, intentaba
incluso quitarme el sitio y echarse sobre mi esterilla. Ahí permanecíamos los dos callados,
aquietados, inmóviles, en una concordia y consonancia que iba más allá de lo que cualquiera
pueda imaginar. Así estábamos él y yo, envueltos en el tenue resplandor del alba, solos ante la
Verdad fontanal, ante el Ser que sustenta y fundamenta toda existencia, en esos instantes
intensos que daban fuerza y vida a nuestra vida de cada día. ¡Cómo gozaba mi buen Lak en
ese tiempo de paz y quietud en que mi ser se integraba, serenaba y purificaba para abrirse a la
Realidad suprema! Sus ojos lo expresaban sin sombra de duda. Se sentía entonces tan feliz,
que estoy seguro habría deseado que permaneciéramos así durante horas.
Durante sus últimos meses de vida, como Lak ya no podía levantarse por sí solo y acudir
junto a mí, como le costaba mucho andar y estaba imposibilitado para bajar o subir escaleras,
elegí meditar a su lado, en el cuarto que le teníamos reservado en la planta baja, para que
durmiera y al que cogió gran apego, o en el lugar en el que se encontrara en ese momento, si
descansaba al aire libre. Antes venía él a meditar conmigo; ahora era yo quien iba a meditar
con él. Era esta, por otra parte, la mejor manera de ayudarle en su dolencia, pues meditando le
transmitía paz y energía para afrontarla. Y él, sintiendo el alivio derivado de tal apoyo, lo
agradecía de forma muy elocuente.
A la vista de todo esto, no puedo evitar pensar que Lak era más humano que muchos seres
humanos. Pues no en vano sentía inclinación hacia, disfrutaba con y se interesaba por cosas,
esenciales para la vida humana, que a una inmensa mayoría de individuos supuestamente
humanos les traen completamente sin cuidado. ¡Qué gran lección de humanidad nos brindan
con frecuencia nuestros hermanos los animales! ¡Cuánto podrían aprender de ellos tantos
seres bípedos irracionales e inhumanos que con tanta desconsideración y crueldad los tratan a
veces!
Pero era inevitable que a mi buen amigo le llegara su hora. El año pasado, cuando estaba
próximo a cumplir los diez años, sus fuerzas empezaron a fallarle. En las postrimerías del
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verano, el que sería su último verano, fui observando que se fatigaba en los paseos. Su paso se
iba haciéndose más lento y pausado; en determinados momentos, como por ejemplo al subir
una larga y leve cuesta por la que pasábamos todos los días, se quedaba algo rezagado. No le
di demasiada importancia. Pero su cansancio iba en aumento de día en día.
Llegó un momento en que ya no podía seguir la marcha. Cierto día, al llegar al campo en el
que tanto se divertía y disfrutaba, se quedó parado varias veces y pidió volver a casa. En sus
ojos se leía un mensaje escrito con pena: “perdóname, pero ya no puedo seguirte como
quisiera”. Era como si sintiera que su lealtad se resquebrajaba o venía a menos, como si
lamentara que sus fuerzas no le permitieran ya estar a la altura de lo que su fidelidad le exigía.
Estúpido de mí, no me había dado cuenta hasta entonces de que mi fiel Lak era ya un anciano.
Por fin, una mañana de otoño se encontraba tan agotado que no intentó siquiera levantarse.
Siguió acostado, a pesar de ver que Troy y yo nos disponíamos a emprender nuestro paseo
diario. Un síntoma alarmante. Era evidente que se encontraba muy enfermo. El veterinario le
diagnosticó una cardiopatía. Me explicó que su corazón había aumentado mucho de tamaño y
eso le dificultaba la respiración y los movimientos, por lo cual no aguantaría mucho tiempo.
No podría vivir, me dijo, más de dos o tres meses.
Fue agotándose cada vez más. Hubo que reducir los paseos al mínimo y dejar que descansara
el mayor tiempo posible. Finalmente se vio imposibilitado para salir de paseo, uno de sus
mayores placeres. A su dolencia cardiaca se añadía la debilidad de sus miembros posteriores,
lo que hizo que el caminar se le fuera haciendo difícil y penoso. Sufrí mucho viéndole tan
débil, tan impotente. Resultaba muy triste ver reducida a nada, decrépita e inválida, a una
criatura tan poderosa, tan magnífica, tan fuerte y noble, además de tan querida. Pero estaba
tan bien cuidado que vivió casi medio año más del que se le había pronosticado, alegre y feliz
pese a sus achaques, sabiéndose querido y protegido. Hasta el final estuvo bien alimentado,
disfrutando con la comida que yo le preparaba, que comía con envidiable apetito, mucho
mejor incluso que cuando era más joven, y disfrutando incluso de algunas golosinas que hasta
entonces le habían estado vedadas.
Murió el viernes 31 de Mayo, el mismo día en que se inauguraba la Feria del Libro de
Madrid. Murió, ciertamente, como indicara el diagnóstico, de gran corazón: su corazón era tan
grande que no le cabía ya en su vida. Pocas veces he visto un corazón tan noble y tan
bondadoso, tan capaz de abrazarlo todo y dar a todos cabida en él.
En ese gran día, último día del mes de las flores, me despedí de mi buen Lak. Por la mañana,
hacia el mediodía, le dije adiós y por la tarde acudí a la Feria a firmar mis libros, llevando
muy dentro de mí el recuerdo de momentos tan entrañables, tan intensos y emotivos. Fue una
mañana inolvidable; una mañana verdaderamente primaveral, bella, apacible y soleada. El día
nos sonreía y nos envolvía en su luz. Todo parecía cooperar para que Lak dejara alegremente
esta vida y se durmiera en paz.
Le acompañé hasta su último aliento. Pasamos las últimas horas juntos a la sombra de los
árboles que se alzan en nuestro jardín, entre la higuera y el arce rojo, después de meditar
juntos a primera hora, mirándonos, estrechándonos la mano, charlando y pensando en nuestras
cosas, mientras esperábamos a María, la excelente veterinaria que con tanto cariño y tanta
ciencia le había tratado desde su fatal dolencia. Sentado a su lado, aproveché para leer un
capítulo de la biografía de Sri Ramana Maharshi, el gran Maestro espiritual del siglo XX, y
más concretamente aquel en el que se relata su afectuosa relación con los animales, y en
especial con su querida y devota vaca Lakshmi, de la que se despidió con lágrimas en los ojos
y llamándola “madre”, al llegarle a ésta su hora. (Aquí aparece de nuevo, por cierto, la inicial
sílaba Lak, detalle que hasta ahora me había pasado desapercibido).
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He tenido el inmenso privilegio de que mi amigo muriera entre mis brazos, sobre mi regazo,
acariciando su enorme y noble cabeza, apretando su mano con las mías y susurrándole al oído
palabras de cariño y de aliento. Se quedó dormido, apaciguado y feliz, mientras sentía la
caricia y el calor de mis manos, que creo eran para él lo más importante, lo más querido y
valioso, junto con mi voz y mi mirada. Sus restos descansan en el jardín que en vida tanto
amó y protegió y que fue para él como un pequeño edén. Reposan bajo un peral, a poca
distancia de donde medito y trabajo. Agradezco a Dios estos maravillosos años que me ha
concedido teniéndole a mi lado, desde que lo trajimos siendo un cachorrillo.
Señor: me entregaste a Lak, lo situaste en un punto álgido de mi senda vital y lo confiaste a
mi cuidado. He procurado cumplir con mi deber y hacer lo que me pedías. Me he desvivido
para hacerle grata la vida. Me he esforzado al máximo para que viviera feliz, como he
procurado hacer con todos los seres que has puesto en mi camino. Y creo que, gracias a tu
ayuda y a tu inspiración, lo he conseguido. De tus manos lo recibí; a tus manos lo devuelvo.
Gracias, Señor, por este don que me hiciste, por esta extraordinaria creatura que pusiste a mi
lado, por esta magnífica joya viviente salida de tu arte creador y con la cual me obsequiaste.
Gracias por el don de su ser, por el don de su fidelidad y de su afecto, por el don de su vida y
de su muerte.
Para mí Lak ha sido todo un símbolo de la realidad en la que Tú me has puesto y que
generosamente me has confiado, con el mandato implícito de mirarla con amor y sabiduría, de
mimarla y tratarla con veneración. En tan noble compañero he visto encarnada el gran milagro
de la realidad que nos rodea y nos acompaña, en la que estamos inevitablemente inmersos y
de la que formamos parte querámoslo o no; esa realidad en la que Tú te manifiestas y que nos
has dado para que nos instruya y enseñe, para que nos perfeccione y libere, para que nos
conduzca hacia Ti.
Lak ha sido a mis ojos como un elocuente compendio de todo cuanto existe, de todo cuanto
vive y palpita. Lo he tenido siempre ante mí como un emblema viviente de este mundo cuyo
cuidado, construcción, transformación, embellecimiento y perfeccionamiento me has
encomendado. En él he visto compendiadas la grandeza, belleza y delicadeza de tu Creación,
que es al mismo tiempo don y tarea para todo ser humano. Mi relación con Lak me ha
permitido entender mejor y vivir de manera más directa, intensa, plena y lograda, la misión de
puente entre Dios y el mundo que incumbe al hombre en su calidad de imagen divina, centro
y rey de la Creación.
Acoge, Señor, amorosamente a mi amigo. Guárdale en tu seno, dale la paz y la felicidad.
Resérvale un buen sitio en el que descansar a la sombra de tu Árbol de la Vida tras su dura
jornada terrena. Lo tiene bien merecido. Te sirvió fiel y abnegadamente, y sirviéndote a Ti,
obedeciendo sumisamente tus designios, me sirvió a mí como nadie podría hacerlo.
Y a ti, Lakete, mi buen amigo, no puedo menos de dirigirte unas palabras; esas palabras que
tanto te gustaba escuchar y a las cuales tanta atención prestabas. Sé que me escuchas, con más
atención y cariño aún que cuando compartías esta vida terrena conmigo. Sé que desde el más
allá, desde esa patria celestial a la vez lejana y próxima a la que estamos llamados y en la que
tú ahora estarás, sigues pendiente de mí, me miras vigilante y lleno de amor, dispuesto a
servirme como siempre, cumpliendo la misión que Dios te impuso al darte el ser, con esa
piedad y ternura que brillaba en tus pupilas poco antes de despedirte de mí.
Te echaré mucho de menos. Echaré de menos nuestros largos paseos, la cercanía de tu cuerpo,
tu suave y terso pelaje rubio, tu potente ladrido (que era como una campanada incitándome a
vivir alerta), el movimiento en molinillo de tu rabo cuando volvíamos a casa después de una
breve ausencia o cuando te sentías contento por vernos y sentirnos cerca. Echaré también de
menos el tener que prepararte la comida, los cuidados que tenía que prodigarte, los desvelos
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que tu enfermedad y tu decrepitud me imponían. Pero, sobre todo, echaré de menos tu mirada,
en la que me parecía ver reflejada la mirada amorosa de Dios y en la que me sentía cobijado,
arropado, abrigado, dulce y serenamente envuelto. Y junto a tu mirada limpia y clara,
recordaré con añoranza la calidez y suavidad de tu mano, en la cual sentía el sello sublime y la
caricia cálida de la mano de Dios. Lamentaré no poder asir físicamente esa manaza noblota
que tanto me gustaba sentir entre las mías y que tú nos dabas con tanta elegancia y gallardía,
con tanto afecto y ternura, sin que nadie te hubiera enseñado a hacerlo.
Troy también te echará mucho de menos. El pobre se ha quedado huérfano de padre y madre,
de compañero y amigo, de jefe y protector. Todo eso eras tú para él. Eras su baluarte, su
refugio, su permanente punto de referencia. En los primeros días te ha buscado desconsolado
por todo el jardín, extrañándose de no verte. Ahora, tendrá que quedarse solo cada vez que yo
tenga que ausentarme de casa. Para que sienta menos su horfandad y su soledad, me esforzaré
por suplirte en la medida de lo posible. Y sobre todo procuraré hacerle ver que sigues con
nosotros, si bien de un modo distinto.
Apareciste en mi vida como un regalo del Cielo, y así permanecerás para siempre en ella. Ya
no te separarás nunca de mí. Te llevo clavado en mi corazón. Y de ahí ya nada ni nadie te
podrá arrancar. Sigues presente en mi vida al igual que antes; más aún, si cabe. La separación
definitiva tiene esa enorme virtud: que elimina toda posible separación o distanciamiento en el
futuro, sellando una presencia y una unidad que ya no se pueden marchitar ni romper. Nuestro
cuerpo ha de morir, el tuyo igual que el mío, pero nuestra lealtad y nuestro amor no morirán
jamás.
Sé que habrías dado la vida por mí; me lo demostraste en más de una ocasión. Sé muy bien
hasta dónde llegaban tu entrega y tu lealtad, que no conocían límites ni se arredraban ante
ningún sacrificio. Puedes estar orgulloso: cumpliste bien tu misión de perro guardián, de
compañero y amigo, de vigía y centinela sobre mi propia vida. No se podría hacer mejor.
Perdóname las veces en que yo te pude fallar, me porte mal contigo o con mi comportamiento
no supe estar a la altura de las circunstancias, a la altura de lo que tu merecías.
Has sido un capítulo muy importante en mi vida, alguien insustituible. Me has hecho muy
feliz. Has aportado a mi existencia un inmenso caudal de alegría. Después de pasar tú por ella,
mi vida será diferente, mucho más rica, más profunda y acendrada, más firme y centrada. Me
has contagiado muchas de tus magníficas cualidades. Me enseñaste tantas cosas, tan
valiosas... Aprendí de ti la mansedumbre, la bondad, la serenidad, el sosiego, la nobleza, el
señorío, la sobriedad, la fortaleza, la firmeza y la paciencia, el sentido de la medida y de la
justicia. Y, sobre todo, la lealtad, virtud regia y esencial, virtud de virtudes. Fuiste la
encarnación misma de la fidelidad, una fidelidad inconmovible, a prueba de contratiempos y
sinsabores. Con tu nobleza y tu gallardía me has inspirado muchas hondas reflexiones y
algunas de mis páginas más bellas, especialmente en mi último libro, sobre el honor, que
escribí en su mayor parte a tu lado durante el crepúsculo de tu vida.
Has sido para mí un modelo en otras muchas cosas, de la más alta importancia. Un modelo
digno de admirar y de imitar. Has sido todo un ejemplo de la actitud fiel, devota, entregada,
totalmente comprometida con la que hemos de vivir los seres humanos. Con tu devoción y
fidelidad hacia mi persona he comprendido mejor la devoción, lealtad, sumisión y entrega que
debo a Dios, nuestro supremo Amo y Señor, tuyo y mío. Y he visto también con más claridad
el sentido de esa lealtad, su honda razón de ser y el enorme gozo que en ella se encierra.
¡Ojalá yo lograra ser con Él la mitad de fiel que tú fuiste conmigo! ¡Ojalá yo consiguiera
cumplir mi misión de manera casi tan perfecta como tú cumpliste la tuya!
Adiós, Lak. Gracias por tu compañía, por tu cariño, por tu bondad, por tu amistad y tu lealtad.
Nos volveremos a ver, pues, como tú bien sabes y has sabido siempre, toda despedida es en
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realidad un “hasta luego” o “hasta la vista”. No tardaremos en volver a fundirnos en un fuerte
abrazo. Nos reuniremos en el Ser que nos dio el ser a ti y a mí, en el Ser al que nos remitimos
y enviamos recíprocamente con el deseo cuando decimos adiós (contracción de “a Dios”). Y
entonces ya nunca más nos separaremos ni tendremos que despedirnos. Al igual que
paseábamos por el campo en esta bella tierra en la que Dios nos puso, con la inmensidad del
cielo azul sobre nosotros, pasearemos con gozo infinito por las grandes y verdes praderas de
la Eternidad, donde luce el Sol divino, donde ya no hay dolor, enfermedad, decrepitud ni
separación. Y lo haremos junto a otros seres entrañables que ya se fueron y a los que tú tanto
querías.
Estaremos juntos de nuevo muy pronto, cuando nuestro Rey así lo disponga, cuando yo haya
acabado mi tarea en este mundo. Mientras tanto, descansa tranquilo, duerme en paz. Yo velaré
tu sueño, con la misma fidelidad con que tú velabas el mío cada noche. Espérame paciente,
contento y sereno, como tú has sabido siempre hacerlo. Guárdame mi sitio allá en lo alto, en
el hogar superno e imperecedero.
¡Adiós, fiel amigo! Hasta la hora del reencuentro.
Junio del 2002
NOTA: Estas líneas fueron escritas desde una perspectiva y con una finalidad muy
personales, no habiendo sido pensado en absoluto para ser publicado. No obstante, al ser leído
por algunos amigos, éstos juzgaron que sería conveniente publicarlo dadas las reflexiones que
contiene, varias de las cuales podrían ser provechosas para otras personas. De ahí que
apareciera en diversas publicaciones, tanto españolas como extranjeras, habiendo sido
traducido a otros idiomas.
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