VAE VICTIS (¡ay de los derrotados!) Mr. Media Solía decirse, trastocando la cita de un estratega militar, que la política es la continuación de la guerra por otros medios. Hoy, en cambio, resulta claro que la política es nada más que una guerra comunicacionalmente sublimada y conducida. Algo así como una batalla de imágenes y mensajes; una lucha por conquistar, no territorios, sino espacios de opinión pública e imponer, no la fuerza física, sino ciertas interpretaciones. Lo que se busca, al final, es ganar la mente y las emociones de la gente para así ponerlas de un lado de este campo simbólico de batalla. Digo todo esto a propósito de la guerra político-comunicacional que se libra en torno a la situación de Augusto Pinochet, que resulta ser un caso ejemplar de cómo se desarrollan estas confrontaciones mediáticas. Por de pronto, si alguien imaginaba que para ganar lo importante era la calidad y el peso de los argumentos expuestos habrá aprendido, en estos días, que más vale un posicionamiento eficaz que un buen razonamiento. Los publicistas hace mucho tiempo que descubrieron este truco. Aquí el objetivo no es mostrar que se tiene la razón del lado de uno sino adoptar una posición que pueda suscitar adhesiones. ¿Cómo entender, si no, que la discusión entre las partes jamás se haya trabado en torno a la verdad sobre los hechos imputados –violaciones sistemáticas de los derechos humanos-- sino sobre aspectos adjetivos pero dotados de mayor valor emocional? Por eso los media se han llenado durante estas semanas de una semántica particularmente cargada: defensa de la nación, soberanía amenazada, dignidad pisoteada, prepotencia de los poderes coloniales, imperialismo jurídico de los más fuertes, etc. Por un rato hemos vuelto a ser, en nuestro imaginario colectivo, la isla apartada pero orgullosa de su aislamiento, el país pequeño pero de alma grande, el Ejército vencedor, jamás vencido, la nación pacífica pero gallarda. Gana aquí aquel que mejor provoca los reflejos automáticos de la conciencia colectiva; aquel que logra tocar el fondo común de nuestros miedos y orgullos; aquel que más rápido hace descender sobre la inteligencia el peso de la noche. Aquel sector que consigue atraer a los medios de comunicación para esos fines obtiene un poderosos aliado, clava una pica en Flandes, se posiciona sólidamente y tiene asegurada, desde ya, la mitad de la victoria. De la otra mitad debe hacerse cargo la caballería liviana; aquélla que embiste con los relatos. Pues quién impone al público su definición de la situación y luego la interpreta adecuadamente gana para sí la segunda parte de la partida. Y sale triunfador del campo de Marte. Al escribir esto aún estamos en medio de la controversia. Pero está claro, desde ya, que la situación ha sido definida en favor del humanitarismo y en contra de los delitos de lesa humanidad. Entre ambos humanismos, por tanto, el de corte político ha ganado a aquel otro de naturaleza jurídica. Una vez más la justicia tendrá que vendarse los ojos para que no se descompense la balanza del poder. Y de las interpretaciones, ¿qué decir? Habitualmente, el reflejo más primitivo y automático de la conciencia conduce a explicar las causas de estas guerras, y los males sobrevinientes, como productos de una conspiración. Nada es más fácil que justificar los propios errores como inducidos por terceros que tendieron la trampa. Y, en seguida, acusarlos de haber maquinado concertadamente en la oscuridad. Más potente todavía es el efecto si las maquinaciones imputadas pueden asociarse a fuerzas internacionales, incluso si ello contraviene la lógica, como suponer por ejemplo que Aznar y Blair conspiran de consuno y que con ellos estarían confubulados, además, el próximo Canciller alemán, el Secretario General de la ONU, el Arzobispo de Santiago, Amnesty Internationl, el Washington Post y, ¡cómo no!, Ricardo Lagos. En suma, salen vencedores de estas batallas mass mediáticas no los que son más ni los menos atrevidos o atrabiliarios, no los que pudieran tener razón o anhelar un poco de justicia, sino aquéllos que mejor se posicionan, mayor presión levantan en la opinión pública, más rápido definen la situación a su favor y luego imponen su interpretación, aún si ella choca contra el sentido común. A su turno, los media proporcionan el escenario para todo esto. Y algunos, como esos antiguos dioses que descendían del Olimpo, le prestan una mano a aquellos que quieren ver victoriosos. De ellos podría decirse, parafraseando a Churchill: “en la derrota imbatibles; insoportables en la victoria”.