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UN MUCHACHO DE AYER
(1889- 1909)
ALVARO YUNQUE
INDICE
• PRIMERA PARTE
PRIMER RECUERDO
ME CONTARON…
LA MUERTE
DESDE EL FONDO DE LA INFANCIA
EL MAR
ESCOLIOS AL MAR
HEROISMO
LA PAMPA
ARENA
ESCOLIOS A LA PAMPA
ANIMALES DAÑINOS
CAZAR LANGOSTAS
EL HOMBRE CON CUERNOS
ESPEJOS, VELAS, ORACIONES Y LEYENDAS
ERNESTO
LA IDEA DE DIOS
GINEBRA BOLS
REFRANES
ADMIRACION Y ENVIDIA
LA BOTELLA DE AGUA BENDITA
1
GIACOMO
• SEGUNDA PARTE
BUENOS AIRES Y MI BARRIO
LA NUEVA CASA
ADMIRACIÓN
ESCUELAS
EL MAESTRO QUE PEGABA
PRIMERA DESILUSIÓN
BICICLETA Y ZANCOS
DOS MUNDOS
COMPAÑERISMO
AMENAZAS
EL SECRETO DE LOS REYES MAGOS
UN PAYASO INGLES Y UN PAYASO CRIOYO
DIVERSIONES Y TRAVESURAS
SOÑAR
GAUCHISMO
VENDEDORES CALLEJEROS
TEATRO
ORGULLO
DIVERSION DIVERTIDISIMA
MISIA EUDUVIGES
LOAS DE LA CALLE
ADMIRACIONES
VIGILANTES
2
COLABORADORAS
EL CASTILLO DE ARENA
CONVALESCENCIA
LA FUERZA DE LA RIMA
VOLAR
TRANVIAS
PELOTA
PUCHERO
LAS FIGURAS EN LA PARED
AMOR VERDADERO
EL PROCESO DREYFUS
POLÍTICA
LOS DOS OJOS DEL CIELO
LOS BERAZATEGUI
EL MONO PANCHO
EL MILAGRO DE LA MANZANA
JUEGOS
JAUJA
EQUIDAD
DIABLURAS DEL ABUELO
QUEVEDO
MÁS DIVERSIONES
EL AMIGO NEGRO
DE DONDE VENIMOS Y ADONDE VAMOS
PISAR LA SOMBRA
FUMAR Y SILBAR
3
LAS ESTRELLAS QUE TEMBLABAN
LOS MUSOLINOS
VICIO
DIVERSIONES
LA PERRERA
LA PLUMA NUEVA
LA SEÑORITA BILBAO
PERSECUCIÓN DE UN RETRATO
PREGUNTAS Y RESPUESTAS EN EL AIRE
REALIDAD E IMAGINACION
ODIADOS Y GANCHUDOS
OTROS JUEGOS
AFEITARSE
COLARSE A LOS TRANVIAS
MIMÍ Y OTRAS LECTURAS
EL ZAGUÁN ILUMINADO
AMIGAS DE MI MADRE
• TERCERA PARTE
ARDID
EL PRUEBISTA
ROBAR, UN DEPORTE
LA AVENIDA DE MAYO
EL ADULON
FIEBRE TIPUS
UN JUGUETE PELIGROSO
4
LA ESTATUA DE MAZZINI
COLEGIO NACIONAL OESTE
FELICIDADES
¿DUDAS?
EL TIRANO
AMIGOS Y AMIGOTES
DOS LIBREROS
EL PRIVILEGIO
EMPANADAS CALIENTES
JUDIOS
LO DESAPARECIDO
LA RAYA DEL PANTALON
UN INSPECTOR
PROFANACION
COMPOSICIONES
LA MUERTE DE MI ABUELA ROSA
CONFLICTO
HUELLAS
DESILUSIÓN
SOBRESALIENTE
PENITENCIAS
LA ÚLTIMA BOFETADA
DEMOCRACIA ESCOLAR
EL PANTALÓN LARGO DE MI ABUELO
MUEBLES VIEJOS
DIVERSIONES
5
ANÉCDOTA
LA RABONA
UNA FRASE
QUINCE AÑOS
LOS PROCERES
PALABRAS DIFÍCILES
DON YO
LITERATURA
EL PERRO Y EL ALMA
ELEGÍA PERRUNA
MARI – ROSA
SENDOS
RECURSOS PARA COPIAR EN LOS EXÁMENES
LULU – VENUS
LECTURAS
HERNANDEZ Y FRAY MOCHO
PIROPEAR
INVENTOS
ALGUNOS RECUERDOS
RABONAS
GUERRAS
17 AÑOS
ADALBERTO
SUPERSTICION
BACHILLER
LA CASA DE MI MADRE
6
• CUARTA PARTE
PROFESORES
ESTUDIOS
LITERATURA
GALLOS
LEON
POLITICA
CURIOSIDADES
EVOCACION POEMATICA DE LA BIBLIOTECA OBRERA
DE LA CALLE MEXICO 2070
LIBRETA CIVICA
RELIGION
MISAS
EL DELATOR
JEHOVÁ
LA CASUALIDAD ES UN HADA
LA MADRE Y SUS HIJOS
EL SOBRADOR
LA LLAVE DE LA PUERTA
TRES AMIGOS PINTORESCOS
TEORIAS
EL PELIGROSO CANDOR
REVISTAS
CHOQUES CON MI MADRE
REGIMEN DE AUTORIDAD
SALVADORES
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EL ADOLESCENTE PIENSA...
QUIJOTADA
CHUSMA
CANTINAS
EX – AMIGOS
EL TATUADO
CONFERENCISTAS (mayo de 1909)
UN DÍA...
UNA FOTOGRAFÍA
MAL DE LUNA
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“Laudator temporis acti”
Horacio – “Arte Poética”
…”Si escribo acerca de los niños es porque también lo he
sido yo: las impresiones de todo especialista constituyen
un valioso documento”…
Antón Checov
INFANCIA
Infancia, eres un sueño en mi memoria,
Infancia mía, ¡qué lejana estás!
¿Por qué me ocurre ahora recordarte?,
Infancia. ¿Y tu casona colonial?
Sólo al hallarse cerca del océano
Piensan los ríos en su manantial.
Álvaro Yunque
PROPOSITOS
“Recordamos todo lo que nos interesa”.
Guillermo Enrique Hudson
Nací imaginativo y sensible. Viví durante mi infancia y mi
adolescencia con seres nada extraordinarios, algunos
llenos de amor y de comprensión hacia mí; otros
indiferentes. Me pongo a escribir estas memorias de mi
infancia y mi adolescencia, no sólo para procurarme el
goce de recordar días felices – a veces -; las escribo para
que sirvan a padres, psicólogos y pedagogos. Creo que se
ve en este libro cómo un ser nuevo se va afirmando,
apoderándose de su personalidad, compleja siempre,
como la de todos los seres humanos. También este libro
ha de ser grato a los que, sentimentales, gustan recordar
el pasado tiempo, pues, según el blando y hondo Jorge
Manrique, “cualquiera tiempo pasado, fue mejor”, cosa
con la que yo no comulgo: el pasado, si florecido de
recuerdos, también está espinado de remordimientos y
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desilusiones. El futuro, en cambio, sólo tiene proyectos y
esperanza.
He volcado mi sinceridad en estas memorias. Si la vida me
da tiempo, escribiré su continuación: “Un niño que no dejó
de ser niño” o “Un niño que no quiso dejar de ser niño”.
Esa continuación de este “Un Muchacho de Ayer”, abarcará
desde mis veinte años hasta cuando pueda sostener la
pluma cómplice, iluminada por un cerebro lúcido.
Después, la muerte, liberadora de esperanzas y
desilusiones tendrá la palabra definitiva.
Estas memorias van desde 1889, año de mi nacimiento,
mejor dicho, desde 1892, año en que entre nieblas,
comienzo a recordar seres y cosas, hasta 1909, año en
que escribo mi primer verso, a los veinte años de mi edad.
Acto trascendental para mí este de escribir mi primer
verso, ya que desde tal día, mi existencia, arroyo antes
indeciso, halla el curso de su vocación y lo sigue y ahonda
obstinadamente.
Cierta vez dije a un hombre, un político:
- Cuénteme algo interesante que haya incurrido en su
infancia.
El hombre parpadeo y, al fin:
- No recuerdo nada interesante.
Hay seres que han pasado ciegos y sordos por la infancia.
Y como siguen sordos y ciegos, creen que en ella nada
interesante les ha ocurrido. De adultos puede ser que
nada interesante nos ocurra; de niños, no.
En este libro hallará el lector, si no halla otros méritos –
la intimidad, las confidencias de un conquistador de sí
mismo. Ya es algo.
Recordemos…
• PRIMERA PARTE •
PRIMER RECUERDO
Mi primer recuerdo es, por fuerza, mi casa y la ciudad de
La Plata, donde nací. Podría hacer el plano de mi casa
exactamente: Un caserón – ahora está dividido – en la
calle 57 número 520: tres patios y un fondo con árboles
y gallinero. En el segundo patio una rotonda con un gran
árbol, un níspero. Piezas altas, enormes. En el dormitorio
de mis padres cabría un departamento de los que hoy se
construyen – como en el que hoy vivo, sea el caso. Dos
piezas más adelante había un altar: un Jesús crucificado,
una virgen con su niño y un San Roque con su perro. A
éste se le rezaban novenas. Llegaban vecinas por la tarde
y el martirio para nosotros, obligados a estar allí de
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rodillas, oyendo palabras que no entendíamos. Era una
casa de dos alas y piezas una tras otra. Vivimos en esa
casa o caserón, seguramente frío, pues no había estufas,
seguramente oscuro, pues sólo se empleaban lámparas a
petróleo y velas, algunos años, hasta que cumplí los siete.
Después, como mi padre tenía sus trabajos en Buenos
Aires, nos mudamos. Mi madre siempre recordó con
disgusto los años que había vivido en La Plata. Le ocurría
a ella lo que ahora a mí. En cuanto estoy quince días
fuera, ya estoy deseando volver a Buenos Aires.
De la ciudad, La Plata, tengo el recuerdo infantil de sus
anchas calles arboladas y desiertas, de su bosque de
eucaliptos en el que yo situaba los grifos, dragones y
princesas de los cuentos. Además, en el bosque había
algunas jaulas. Recuerdo un puma, un puerco espín y un
mono. ¿Era grande el bosque, era frondoso? No sabría
decirlo. A mí me parecía enorme, todo misterioso, un
bosque encantado.
Después del bosque, lo que más me atraía era la estación
de ferrocarril. Su bullicio, sus trenes hipantes, su gente
apresurada. En el bosque y en la estación,
inconscientemente, por supuesto, por instinto, hallaba
poesía. La imaginación comenzaba a aletear y tanto en
presencia del bosque misterioso, cuanto en presencia de la
estación bulliciosa. Allá el somnolente ensueño, lo que se
deja mecer, aquí el avizor dinamismo, lo que vive y
engendra.
De mi ciudad nativa guardo también la memoria del
Museo, una memoria no grata con sus esqueletos de
grandes bestias, sus caparazones de tatúes
antediluvianos, sus momias de indios… Todo el pasado
impresionante, la vida que se fue, el pasado que hablaba
de la muerte. ¿La muerte?: Mala palabra para el niño. La
muerte es inmovilidad y es silencio, dos enemigos para el
ser que comienza a vivir, anhelante de movimiento,
deseoso de hacer oír su voz nueva y de atesorar la voz de
todo, porque todo le habla…
ME CONTARON…
Me contaron que cuando yo nací, un 20 de junio, la
comadrona, una morena de nombre Celestina, me hizo el
horóscopo. Acostumbraba a hacérselo a los recién nacidos
que ella ayudaba en el trance de asomar su primer llanto
al mundo.
Y la morena Celestina dijo así:
- Este niño va a ser general.
Pero mi abuela Rosa que había pasado en su juventud
horas aciagas, debido a la excesiva presencia de
generales, protestó:
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- No lo creo. Este niño acaba de nacer el día de Corpus
Christi: será obispo por lo menos.
Las dos profetizas se equivocaron. Y a la edad cuando
traigo su remota memoración, supongo que ya no me
queda tiempo para ser general ni obispo, aunque lo
deseara, que no lo deseo.
LA MUERTE
No la temía mucho. Oía hablar de la muerte, ¿pero por
qué iba a morir yo, un niño? ¿Por qué iban a morir mi
padre o mis abuelas o mi padre o mis abuelos? Veía a la
muerte como algo ajeno y lejanísimo. Tenía demasiados
deseos de vivir para pensar, no en mi muerte, para pensar
en la Muerte.
Oía a los mayores:
- Murió Fulano…
No me interesaba. Se teme al Cuco, se teme a Lucifer o a
Mandinga – que se nos ha mostrado en algún libro -; pero
a la Muerte, no.
- No salgas desnudo al patio que te puede dar una
pulmonía.
- ¿Y si me da una pulmonía?
- Te podés morir.
¿Morir? – Pensaba - ¿Yo morir? ¡No, imposible! Si tuviera
treinta años – pensaba – si tuviera treinta años, todavía…
Pues para mí, entonces, tener treinta años era ser viejo. Y
siendo viejo, ya se podía morir. Pero, ¿No me iba a morir
a los cuatro o cinco años? ¡Imposible!
El valor del niño para afrontar riesgos se funda, sobretodo,
en la seguridad de que la muerte no se ha hecho para él,
sino para los otros.
DESDE EL FONDO DE LA INFANCIA
Surgen los recuerdos: La revolución de 1893. Mi padre nos
llevó, después de terminada, a ver el campamento de los
revolucionarios donde estaba su hermano Aquiles, radical
intransigente. No se me olvida. Hombres armados,
vestidos de particular y con boinas blancas. De esta
revolución también recuerdo que en casa, con otras
vecinas del barrio, mi abuela y mi madre, ayudadas por
los chicos, hacíamos hilas, pues había heridos. Mi abuela
trabajaba sin dejar de protestar contra las revoluciones.
¡Ella había visto tantas revueltas, había vivido momentos
tan angustiosos! No comprendía porqué los argentinos,
entre argentinos, debían matarse.
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EL MAR
Era yo muy niño cuando vi por primera vez el mar. Aún
vivíamos en La Plata. Mi padre había comenzado la
construcción de la Iglesia San Pedro en Mar del Plata y nos
llevó a veranear.
Mar del Plata entonces, año 1894, era un pueblucho de
calles de tierra y cruzado por dos arroyos. Yo tampoco
había visto nunca el Río de la Plata. Quién ya lo ha visto,
se habitúa a ver el mar, no le causa impresión. El Río de la
Plata es un mar de aguas cobrizas, pero es ancho, infinito,
llega al horizonte como el mar. No tiene el color del mar,
verde o azul metálico, pero sí su imponencia. No tiene,
salvo momentos excepcionales de viento sudeste, la
bravura de sus olas. Tampoco fluye de él, como del mar
fluye, ese perfume salado que hincha el pecho de júbilo y
optimismo. Y el mar no me produjo la impresión de lo
desconocido. Para mí, el mar era algo ya visto. ¿Cuándo?
¿Dónde?... Entré en él sin miedo alguno, a chapotear en
sus aguas y a desafiar sus olas. A los pocos días, sin que
nadie me enseñara, ya sabía nadar. El mar y yo éramos,
al parecer, viejos amigos. Quizás tenía la intuición de que
en él iba a pasar algunos de los momentos más felices de
mi vida, momentos de olvido y goce animal, de entrega a
las fuerzas vivificantes de la naturaleza renovadora. ¡Y
qué naturaleza!: El mar, el océano Atlántico, el viento
salino, un viento que entraba hasta lo más recóndito de
nuestro ser; el sol, un sol potente que nos convertía en
indios a los pocos días de tener contacto con él. Había en
todo ello algo que yo aún no podía percibir, pero lo sentía.
Ese algo era la belleza indefinible que se metía por los
ojos asombrados, los ojos que estaban viendo lo nunca
visto hasta entonces y descubriendo cosas nuevas, jamás
pensadas. ¡Descubrir! ¿Puede haber un goce más intenso
para el niño que el de descubrir? Cuando el niño está
descubriendo se siente Dios, siente que está superando su
fragilidad de niño. El mar me produjo esta impresión al
ponerme por primera vez en su presencia magnífica: Sentí
que estaba descubriendo. ¡Descubrir!... ¡Las cosas que en
ti he descubierto, mar! He descubierto peces raros,
caracoles exóticos y bellísimos, arena dúctil que permitía a
nuestra imaginación intentar construcciones, y he
descubierto en ti la felicidad. ¡La felicidad! ¡Como para no
estarte agradecido!
ESCOLIOS AL MAR
Si el mar, por un minuto, estuviese en calma absoluta,
dejaría de ser el mar para siempre. Y si, por un minuto, el
Hombre dejase de amar todo lo que ama, de creer en todo
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lo que cree y de luchar por todo lo que lucha; dejaría
también para siempre, de ser el Hombre.
***
Para que la imaginación del mar se muestre en las flores
de su espuma, al estrellarse en las rocas, es preciso que
exista la dura sequedad de éstas intentando detenerle.
***
El mar puede estar sereno, nunca tranquilo. Aunque a su
faz no lo alboroten las olas, el mar inmenso, en su
interior, bulle y palpita.
La tranquilidad es para el pantano infeliz, condenado a no
ser nunca sereno. Si el pantano se mueve, es porque algo
exterior lo agita.
La intranquilidad del mar magnífico es interna. Posee alma
de hombre superior, el mar es fuerte. Tranquilidad es
indiferencia. Serenidad es haber vencido a las pasiones sin
haberlas matado.
***
El mar no duerme. El mar siempre está cantando…
Aunque el Hombre duerma, su imaginación no duerme,
porque en el Hombre dormido, su imaginación sueña…
¿Qué tiene del mar la imaginación del Hombre? ¿Qué tiene
del mar ya que, como él, canta y, como él, permanece
insomne?
HEROISMO
Frente al mar cantor y movedizo:
- Detrás de aquella línea azul – me decía mi abuela – la
felicidad nos está esperando a todos.
Yo tenía siete años. Subí al barco de papel que es mi vida,
la vida de todos, y me arrojé a las olas del mundo…
He aquí como la inocente imaginación de la abuela me
infundió una certidumbre de héroe.
Porque aquella línea azul era el huyente horizonte.
Bogué, cuando creía que era posible alcanzarla. Ahora sé
que es inalcanzable.
Y sigo bogando.
LA PAMPA
Un día acompañé a mi padre para ver a un cliente en su
estancia, al sudoeste de la provincia, y así conocí a la
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pampa. Anduvimos en tren un largo trecho y de allí por un
camino o rastrillada en la volanta que nos había enviado el
estanciero. El nombre de rastrillada, según nos explicó el
gaucho conductor de la volanta, era el que le habían dado
los indígenas a los caminos.
Mientras íbamos en el tren, de tarde en tarde, se veía un
árbol, algunas vacas y carneros, un rancho. A los lados de
aquel camino o rastrillada, sólo se veía una extensión
interminable de verde hasta el horizonte, por uno y otro
lado. ¡Qué sensación de infinito y de libertad! Daba esta
sensación más profundamente que el mar mismo. Al mar,
que se extendía hasta el horizonte, lo contemplábamos
desde la playa, éramos ajenos a él. En la pampa
estábamos en ella, pertenecíamos a ella. Adelante o atrás,
a derecha o izquierda, siempre la misma llanura verde
hasta el horizonte, ni un animal, ni un árbol, ni un rancho.
- ¿Y los ombúes? – pregunté a mi padre, pues yo sabía de
memoria un poema que decía: “La pampa tiene el ombú…”
- ¿Ombúes? Los ombúes están en la orilla del Río de la
Plata, como los sauces.
No hablé más. Acababa de descubrir que los poetas o al
menos, aquel poeta cuyo poema yo sabía de memoria, no
decía la verdad. La pampa no tenía ombúes. Quedé en
silencio. En tanto mi padre y el conductor conversaban,
yo, silencioso, contemplaba el inmenso, infinito,
sobrecogedor llano verde. Pensaba: ¿Cómo será esto de
noche, si ahora, a pleno sol, es así solitario y silencioso,
sin un pájaro siquiera?
Sentí ganas de bajarme de la volanta y echar a correr, a
correr, a correr por aquel llano infinito, respirando el aire
ventoso que sobre él volaba, único ser, sino invisible,
presente en su soledad impresionante. Fue mi
descubrimiento de la pampa.
ARENA
Entre todo lo nuevo que encontramos en Mar del Plata –
el aire yodado, las olas bellas e imponentes, el horizonte,
regalo para las pupilas asombradas… -nos hallamos con la
arena. Una arena blanca en la que era un placer
revolcarse, un material nuevo que no era la tierra, ni aún
la arena del río. La arena despertó en nosotros el espíritu
de hacer algo con ella. Material dúctil, bello, delicado, se
puso a nuestro servicio. Las manos instintivamente
creadoras, se dedicaron a hacer montañas, a hacer
diques, a hacer volcanes. Y la mente, admirable y también
maligna, sugirió hacer pozos ciegos: se cavaba un pozo,
se lo cubría con un papel de diario y se simulaba a éste
con arena muy fina. Pasaba un descuidado, pisaba, se
hundía en él. Nosotros, para remachar su estupefacción
indignada, ocultos prudentemente, a buena distancia del
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pozo ciego, comentábamos nuestro triunfo con risotadas y
silbidos punzadores. ¿Los inocentes niños?
Y en cuanto la furiosa víctima se alejaba, ¡a hacer otro!
¡Divertido entretenimiento este de gozar con el mal ajeno!
¡Los niños inocentes!
ESCOLIOS A LA PAMPA
Me hallaba entre el océano, el fabuloso océano Atlántico, y
la pampa, la pampa siempre misteriosa. ¿Qué podría
poner yo, cachorro de hombre, que no fuera
excesivamente mezquino? ¿Mi palabra? ¿Alcanzaría esas
enormidades – mar y pampa – mi palabra, por poderosa
que ella fuese? ¿Mi canto? ¿Se oiría mi canto junto a la
polifonía de las olas?
Pero tenía, sí, algo para poner junto a ellos, y aún frente a
ellos, frente al mar y a la pampa. Y lo puse: mi silencio,
mi silencio meditabundo.
***
Primero fue la pampa. La extendida pampa que es como
una sombra, la sombra de Buenos Aires. Después se
levantó la ciudad de Buenos Aires: enorme, alta,
imponente, fulgurante, avasalladora, vocinglera…
Y he aquí un famoso caso: El de una realidad nacida de su
sombra.
***
¡El mar estaba tan aparentemente quieto! ¡Tan
aparentemente quieto se hallaba el mar que yo dije: Esa
infinita extensión verde no es el mar líquido, esa es la
pampa, la pampa sólida, la pampa de firme tierra y de
jugosos pastos. Y me eché a caminar – estoy relatando un
sueño – me eché a caminar sobre esa verde planicie que
era el mar aparentemente quieto. Y caminé sobre él tan
seguro como si hubiese caminado sobre la firme pampa.
Yo también caminé sobre ese mar de olas dormidas, y
caminé porque creí en lo imaginado. Porque creí en mi
creación volví a realizar el milagro de caminar sobre las
aguas.
ANIMALES DAÑINOS
Cazábamos mariposas. Aparece la abuela:
- ¿Por qué cazan mariposas? No ven lo lindas que son,
bichitos de Dios que no hacen mal a nadie. Al contrario,
vuelan y son un regalo para la vista.
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- ¿Y qué cazamos entonces?
- Cacen animales dañinos. Ahí tienen moscas y mosquitos
que son tan fastidiosos. Langostas que se comen los
árboles, cucarachas, ratones… Por desgracia, son muchos
los animales dañinos. ¿Para qué cazar mariposas o
pájaros?
- ¿Entonces podemos cazar moscas, mosquitos, langostas,
cucarachas y ratones?
- Sí.
Nos lanzamos, afanosos, a aplastar moscas, mosquitos,
cucarachas y ratones. El caso era matar. ¡Matar!: otra
diversión, diversión útil, ya que hacía desaparecer
animales dañinos. Diversión en la cual el instinto cazador,
torrente furibundo, encontraba cauce.
CAZAR LANGOSTAS
Recuerdo como uno de los más grandes placeres de la
infancia el de cazar langostas. El odiado bicho aparecía en
bandadas. Nos armábamos de escobas y arremetíamos,
gozosos. Era una manera de descargar nuestros impulsos
ancestrales, nuestros bríos bélicos. No podíamos cazar
pájaros, no podíamos cazar mariposas, porque los grandes
se oponían y nos llamaban crueles si lo intentábamos;
pero sí podíamos cazar langostas. Los grandes aprobaban
esa caza ya que la langosta era un bicho odiado, un bicho
inmundo, un bicho del demonio, según mi abuela. Los
pájaros y las mariposas eran bichos de Dios. Nosotros no
discriminábamos en estas aserciones, nos descargábamos
sobre las langostas que, fueran de Dios o del demonio,
nos proporcionaban la dicha de cazar, una dicha de la que
el hombre, Aún primitivo, no ha podido liberarse. Y ser
niño, al fin, es poseer una mente de niño primitivo, un ser
brutal y diminuto.
EL HOMBRE CON CUERNOS
Tanto mi madre como sus amigas, cuando se referían al
señor Vasombil, que a veces iba a casa con su señora, una
mujer exuberante, pechugona, lo que en aquellos salaces
tiempos se llamaba una “buena moza”; no decían
simplemente Vasombil, decían el “cornudo Vasombil”. El
cornudo Vasombil era un hombre singularmente feo. Más
bajo que su esplendorosa consorte, desmedrado y
portador de dos orejas excesivas; no se podía decir de él
lo que de su esposa, blanca, rubia y atractiva. Pero era, sí,
un hombre simpático, charlatán, alegre, reidor, bromista.
Mi abuelo, mi padre, mi tío Arturo, no lo llamaban el
“cornudo Vasombil”. Lo llamaban el”cabrón Vasombil”. Yo
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tendría entonces cinco años. Oía aquello de “cornudo” y
“cabrón”, y me dije ¿Cómo en tantas veces que lo he
visto, no he reparado en sus cuernos? Un día aparecieron
en casa – y esto lo esperaba yo con deseo – el magro y
cornudo Vasombil con su abundante esposa. Me planté
frente a él a descubrirle los cuernos. Y quedé algo
desilusionado de mi examen: el cornudo Vasombil, el
cabrón Vasombil, no tenía cuernos como los tienen las
cabras y los cabrones Por el contrario, su frente se
prolongaba hasta la nuca en una lisa y reluciente calva.
Pero tanto lo miré y remiré ese día que el observado,
quizás un poco molesto, me dijo:
- ¿Qué me mirás, criatura? ¿Tengo monos en la cara?
- No lo miré más, pero al irse él, mi madre me preguntó:
- ¿Por qué mirabas tanto a Vasombil?
Contesté simplemente:
- Quería verle los cuernos.
- ¿Los cuernos decís?
- Pero Vasombil no tiene cuernos.
- ¿Y por qué ha de tener cuernos?
- Como vos y tus amigas lo llaman el cornudo Vasombil,
como papá lo llama el cabrón Vasombil…
- ¡Callate, chico! – gritó mi madre alarmada - ¡Por Dios!
¡Suerte que no se te ocurrió decirle a él lo de los cuernos!
Enseguida, reaccionando, me explicó:
- ¿Sabés qué ocurre? Vasombil nació con cuernos, le
hicieron una operación, se la hizo el Dr. Pirovano que
sabía mucho. Le cortó los cuernos. Nosotros hemos
conservado la costumbre de llamarlo cornudo. ¡Pero no se
lo vayas a decir a él porque se pone furioso! ¡Es capaz de
matarte!
- No se le nota nada que haya tenido cuernos – epilogué
inocentemente.
Esta anécdota joqui-seria, se narró y comentó en casa
hasta ya ser yo grande, por eso supe después que cuando
mi madre quedó sola con mi abuela, esta la reprendió:
- ¿Has visto lo que pasa por murmurar de la gente, y
sobretodo, delante de las criaturas?
A Vasombil no se le llamó más el “cornudo” o el “cabrón”
Vasombil.
ESPEJOS, VELAS, ORACIONES Y LEYENDAS
Lluvia, relámpagos, truenos y algún rayo de tarde en
tarde. La cocinera y la mucama se refugiaban en la pieza
de los santos. Mi abuela y mi madre, ayudadas por
nosotros, los chicos, se apresuraban a tapar los espejos
con frazadas y colchas. Según la creencia popular, los
espejos atraen los rayos. Encendían velas especiales para
los días en que rayos, truenos y relámpagos
diagonalizaban los aires. Eran velas con estampas de
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santos que se decía que también alejaban los rayos. Y por
si los espejos ocultos y las velas encendidas no fueran
suficientes para espantar rayos y centellas, todas: abuela,
madre, algunas vecinas, se arrodillaban frente a los santos
– un Cristo, una Virgen con su Niño, un San Roque con su
perro.
Si alguno de nosotros se mostraba remiso a orar - ¡era tan
aburrido eso de orar! - la abuela se encargaba de
recordarnos la leyenda ejemplificadota:
- ¡Chicos, vengan a rezar! ¿Se acuerdan lo que les conté
de la centella?...
Quizás ya lo habíamos olvidado un poco, pero los truenos
horrísonos, los relámpagos fulgurantes, los rayos
aterradores, heraldos y mensajeros de la muerte, nos la
recordaban. Hela aquí:
En una estancia de gente descreída, cayó una centella.
Todos comenzaron a huir despavoridos. La centella -¡látigo
de Dios!- fue persiguiéndolos y uno a uno los fulminó a
todos. A todos menos a una niña creyente. Esta, al ver la
centella perseguidora, no corrió como los demás. Se
arrodilló a rezar. La centella pasó a su lado sin hacerle
nada.
- ¡Chicos, vengan a rezar por su cae una centella!
Por supuesto, íbamos temblorosos, espantados.
Mi abuelo entonces, se paseaba como una fiera,
rezongando:
- ¡Beatonas, beatonas!...
- ¿Qué dice el abuelo?
- No lo escuchen. El pobre es hereje. ¡Y se arrepentirá!
¡Recen, chicos! ¡Recen por si cae una centella!...
ERNESTO
Ernesto era un indio en medio de la civilización y se
adaptaba a ella a veces, y, a veces, se le imponía. O
chocaba contra ella.
En 1880, cuando la campaña de Roca, el coronel
Canavery lo llevó a casa de mis abuelos maternos. La
madre moribunda, herida de un balazo, se lo había
entregado a él pidiéndole que lo llevase a una casa de
gente buena. El pequeño también estaba herido por un
balazo en una pierna. Tendría un año y se lo adoptó. Mi
abuelo le dio su apellido y comenzó a educarlo. El, mi
abuelo, militarmente. Mi abuela, cristianamente. De esa
pugna salió Ernesto, por instantes, sentimental y por
instantes egoísta, impositivo. Era inteligente. Estudió y
sabía francés, inglés y alemán. La historia le interesaba.
Pero la historia exterior, la de las guerras. Sus héroes, los
que él exaltaba, eran todos guerreros. Me llevaba diez
años y yo lo admiraba. ¡Tan bravo y tan fuerte! Cuando
empecé a pensar por mi cuenta, chocamos. El era
19
conservador por instinto. Un idólatra de la autoridad. Buen
dibujante, minucioso, por momentos exquisito, como
empleado de mi padre fue excelente. Muerto mi padre,
cuando Ernesto tenía 28 años, quedó a cargo de la
dirección de una empresa que le fue grande, seguramente
por su incapacidad de administración, no por falta de
inteligencia. ¡Un desbarajuste! Los obreros, que a mi
padre llamaban “buon alma”, a él lo llamaban “el cosaco”.
¿Quería a alguien? Sí, seguramente. Lloró a mis abuelos,
lloró a mi padre. Yo era su preferido entre mis hermanos.
Atraído por la historia, yo lo escuchaba, aprendía de él,
me llenaba la cabeza de batallas y de héroes. A los
catorce años tuvo relaciones con una mucama y de ella
nació una hija que se crió en casa como él se había criado.
Ernesto la educaba a su modo, como le salía de su entraña
salvaje: a golpes. Tanto que un día mi padre, muy serio,
le dijo: ¿Por qué no la matás de una vez? ¡Matala!... La
chica era como él, terca y obstinada. El le enseñaba
inglés: A ella se le ocurría no decir una palabra, y no la
decía. Sopapo va y sopapo viene, ¡no la decía!
Ernesto hizo el servicio militar en el 2 de artillería. Lo hizo
con satisfacción. La disciplina del cuartel era su ambiente.
Siempre recordó al cuartel con nostalgia. Los 25 de mayo
y 9 de julio no faltaba al desfile y cuando pasaba la
bandera del 2 de artillería, se quitaba el sombrero,
conmovido, con lágrimas en los ojos. Su personalidad
seguramente no era simpática para muchos. Recuerdo dos
anécdotas: Yo tendría nueve años, él me enseñaba los
problemas. Un día se enteró que yo, en clase, dejaba el
cuaderno a disposición de quien quisiera copiar los
problemas, y se enojó: ¿Creés que yo me paso una hora
enseñándote para que vos dejes copiar los problemas a
los otros? No me enseñó más. Yo no comprendía su enojo.
Otra: Íbamos juntos a una academia por la noche a
aprender dibujo de ornato. Ernesto se sentaba a mi
derecha y a mi izquierda un muchachón gordo, muy
simpático y conversador. Una noche Ernesto había
olvidado su cortaplumas, el muchacho le ofreció la suya en
préstamo. No aceptó. ¿Por qué no aceptaste la
cortaplumas?, le pregunté cuando salimos. Para que él no
tenga derecho a pedirme algo a mí, me respondió. Eso
tampoco lo entendí entonces. Y sigo sin entenderlo.
Era mas bien “agarrado”; pero, desaparecido mi padre,
fue como si se hubiese convertido en otro. Se hizo
dilapidador. Compró automóvil, comenzó a frecuentar
lugares de diversión cara, sitios con champaña y mujeres
rubias de París traídas para esquilmar a los “sauvages
americaines”. Todo se vino abajo. Perdió la clientela
lentamente. El, que había sido un riguroso empleado,
como patrón fue un desquicio. Se casó con una rubia –
siempre tuvo predilección por las rubias -. Después de
casado se alejó de casa y de Buenos Aires. Mucho después
nos llegó la noticia de que había muerto alcoholizado.
20
LA IDEA DE DIOS
¿Cómo imaginaba a Dios antes de los siete años? No como
un padre bueno, como era mi padre. Me lo imaginaba
como un maestro, un maestro malo y todopoderoso a
quien no se le podía mentir ni engañar, porque él todo lo
sabía y todo lo veía, porque él tenía destacado junto a
nosotros al Ángel de la Guarda, una especie de vigilante
alado e invisible. Cuánto hiciéramos o dijéramos, el Ángel
de la Guarda se lo contaría a Dios. Y Dios lo anotará en un
gran libro para interrogarnos el día de nuestra muerte, y
castigarnos.
Dios era un maestro puro severidad, un gran viejo de
barba y melena blancas, con ojos chispeantes y voz de
trueno. Por fortuna, cerca de Dios se hallaba Jesucristo.
Quizás éste nos defendiera el día del juicio. Quizás, a
fuerza de ruegos, Jesucristo consiguiera que, en vez de
enviarnos al infierno para siempre, Dios nos condenara a
uno o dos meses de purgatorio por haber robado dulce o
haber dicho a otro chico la puta que te parió, en un
momento de enojo. Quizás… Veríamos… Al fin, para el día
del juicio, o sea el de nuestra muerte, faltaba tanto
tiempo…
GINEBRA BOLS
Mi abuelo Ángel y mi tío Aquiles sentían una mutua
afinidad. Ambos eran belicosos y disconformes. Ambos
tenían en su haber aventuras de trompis y algo más.
Ambos habían experimentado el impulso magnético de las
miradas femeninas. Ambos, en suma tenían siempre algo
gracioso que recordar. Y recordaban.
Sentados Uno frente al otro y con un porrón de ginebra
“Bols” – esos porrones de barro que, una vez vacíos,
llenos de agua caliente servían para calentar las sábanas –
con un porrón de ginebra entre ellos, las copas llenas del
oloroso líquido, se ponían a paliquear: cuento de uno,
cuento del otro; ocurrencia de uno, ocurrencia del otro;
chiste de uno, chiste del otro. El porrón al fin daba su
última gota, exhausto, vencido por aquellas gargantas de
hierro.
Yo, sentado cerca de ellos, percibiendo el olor del
aromático líquido que, en ocasiones, hacía hervir la sangre
levantisca de mi abuelo, los oía hablar. Y los admiraba.
Los admiraba porque una vez quise probar, furtivamente,
un trago de ginebra, y lo escupí como si me hubiesen
puesto una brasa en la boca. ¡Y ellos eran capaces de
terminar el porrón entero! ¡Valientes!
21
REFRANES
Mi abuela Rosa y mi madre – costumbre que les llegaba de
sus ascendientes españoles – todo lo comentaban con
refranes, con esos sabios refranes nacidos de la
experiencia popular.
Recuerdo, sobre todo, cuatro de esos refranes, tanto se
los oí decir a mi madre y mi abuela.
Decía mi abuela cuando alguien la instaba a que visitase:
“Donde bien te quieren, frecuenta poco”. Y cuando
alguien, para reprocharle su generosidad, traía a cuento la
posible ingratitud del beneficiado: “Quien da a un pobre,
presta a Dios”.
Mi madre, costumbre heredada de mi abuelo, siempre
traía parientas a pasar una temporada en casa. Y
siempre, a los pocos días, ya se sentía harta del huésped.
Deseaba que se fuera. Y cuando se iba, comentaba:
“Parientes y trapos viejos, lejos, lejos”. Si oía a alguno
jactarse de hazañas bélicas o amorosas: “Herradura que
cascabelea, clavo le falta”.
Siempre me llamó la atención este último refrán, mas bien
dicho, su expresión: “Herradura que cascabelea”…
Ahora, que ya he entrado en la edad de la propia
experiencia, de la experiencia vivida, recuerdo esos
refranes de los que entonces, en mi niñez, en mi
juventud, me sonreía despectivo, como se puede sonreír
una flor de un fruto, sin saber que, andando el tiempo,
ella será también fruto.
¿Qué es un fruto, un durazno por ejemplo, sino una flor de
durazno con experiencia?: Belleza transformada en
utilidad, el arte culminado en sabiduría.
ADMIRACION Y ENVIDIA
Cuando uno es pequeño, admira o envidia lo pequeño.
Hay quienes, habiendo dejado de ser pequeños por edad,
siguen admirando o envidiando lo pequeño, su alma sigue
teniendo cuatro o cinco años, a pesar de que su cuerpo
tiene cuarenta o cincuenta.
Yo de pequeño, admiraba a Bartoré, un hombre que vivía
frente a casa. Lo admiraba y lo envidiaba por sus zapatos
sonoros. No sé cómo lograría el tal Bartoré, para que sus
zapatos sonaran cuando él, con paso militar, salía de su
casa hacia el trabajo. Yo, sentado en el umbral lo veía
pasar, tieso y grave. Pía sonar sus zapatos. Y lo admiraba
y lo envidiaba. ¿Cómo hacer para que mis zapatos
sonasen? ¡Yo hubiera sido tan feliz si a mis pequeños
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zapatos se les hubiera ocurrido sonar como los de Bartoré,
el admirado, el envidiado dueño de los zapatos sonoros!
Los grandes no pueden, muchas veces, ni adivinar siquiera
lo que ocurre en la psiquis de un niño. Pequeños
problemas ante los cuales ellos, los grandes, sonríen
desdeñosos, al niño lo hacen desgraciado.
Esto ocurría antes de 1894, cuando aun no se había
establecido que el 20 de junio fuese feriado por ser el día
de la bandera. Mi hermano Ángel, por ejemplo, cumplía
años el 24 de mayo, víspera de la fiesta patria y yo el 20
de junio. No sé quién nos lo había dicho, quizás mi padre,
siempre bromista, que los cañonazos que se oían en la
madrugada del 25, el desfile militar, la iluminación de las
calles y los fuegos artificiales por la noche, se hacían en
honor de mi hermano, para festejarle. Yo no decía nada
pero, envidioso, me preguntaba: ¿Por qué se festeja así a
mi hermano y a mí no se me festeja? Y sufría. También
tuve otros motivos para envidiar a mi hermano menor: su
habilidad para silbar. Se metía dos dedos entre los dientes
y producía un silbido que llegaba a los cien metros. Yo en
vano ensayé para hacerlo. Nunca pude dar los silbidos que
él daba. Otro motivo de envidia: sus negocios. Esto fue
cuando ya tendríamos entre diez y once años. Las
empleadas de la casa, gallegas, querían enviar cartas a
España, pero no sabían leer ni escribir. Mi hermano les
escribía las cartas y les cobraba cincuenta centavos, para
aquella época y en manos de un niño, un verdadero
dineral. Alguna vez, cuando él estuvo enfermo, les escribí
yo las cartas, pero sin cobrarles, me daba vergüenza
cobrarles. Cuando se recuperó, me echó en cara:
- ¡Me arruinaste el negocio!
Prometí no usurparle el puesto de amanuense; pero
envidiaba su capacidad de comerciante, que también
desarrollaba en otras áreas. En carnaval, por ejemplo, nos
regalaban una gruesa de bombitas a cada uno. Las
llenábamos de agua y salíamos a jugar. Es decir, salía yo.
Mi hermano las vendía llenas, compitiendo con los
vendedores ya que vendía a cincuenta centavos lo que
ellos vendían por un peso .A mí me daba envidia y
vergüenza verlo vender las bombitas, competir con los
muchachos pobres. Uno de ellos fue a quejarse a casa y
fue así como mi madre le prohibió volver a salir con el
balde de bombas.
Yo tenía una bicicleta y mi hermano me la pedía prestada
– o me la sacaba a escondidas – y se iba a la plaza
América, a alquilar la bicicleta. El dueño de la bicicletería
que estaba allí instalado, se encargó de correrlo, de
“arruinarle el negocio”, como decía él. Había muchos
motivos para que yo envidiara a mi hermano. ¿Era él más
hombre que yo?, me preguntaba, rencoroso. El tiene un
año y medio menos que yo, ¿por qué,, entonces, él puede
tragar el humo del cigarrillo y yo me ahogo con el humo?
23
¿Por qué el se fuma dos o tres cigarrillos y yo, a la mitad
del primero, lo tengo que tirar? ¡Qué envidia!
Admirar no siempre es envidiar; pero envidiar siempre es
admirar.
LA BOTELLA DE AGUA BENDITA
Mi abuela, al menor disgusto, sentía palpitaciones. Para
remediarlas tenía siempre pronto un frasco con agua de
azahar. Pero una vez, su hermana Ángela, la muy devota,
le aconsejó:
- Para las palpitaciones, los ahogos y para tantos otros
males, el mejor remedio es una copa de agua bendita.
Hacé la prueba.
Hizo la prueba, sí, y el remedio le resultó excelente. Desde
entonces, tenía a mano una botella de agua bendita.
Cuando se le estaba por terminar, porque mi abuela,
previsora, todos los días tomaba su copa de agua bendita;
enviaba a la criada a la capilla – en las calles 7 y 57 de La
Plata - con una botella de agua a que se la bendijesen.
Más de una vez acompañé yo a la muchacha. Un cura se
ponía frente a la botella, hacía unas cruces y decía algo a
media voz, recibía un peso y, a casa con la botella de agua
bendita, remedio infalible contra palpitaciones, ahogos y
otros males, como afirmaba tía Ángela, la muy creyente.
Pero en cierta oportunidad, la botella de agua bendita
resbaló de las manos de la criada y se estrelló contra las
piedras de la calle. ¿Qué hacer? No dudó mucho la
ingeniosa muchacha. Fue a un almacén, pidió una botella
vacía, la hizo llenar de agua y, comprándome un paquete
de galletas “Lola”, me dijo:
- No digas que se me rompió la botella de agua bendita.
Nos volvimos a casa.
Tomó mi abuela su copa de agua – de la que ella suponía
santificada por las cruces y los latines del cura – y quedó
satisfecha. Yo la miraba, la miraba...
Al fin, le pregunté
- ¿Se te pasaron las palpitaciones, abuela?
- Sí, querido. Santo remedio el agua bendita. Razón tenía
Ángela de recomendármela.
No hablé. Aún tenía en el bolsillo dos o tres galletas
“Lola”, precio de mi soborno.
GIACOMO
Enfrente de casa, en la calle 57 había un inquilinato. En
las dos o tres piezas del frente, estaba la “librería Buenos
Aires”. Pertenecía a mi padre pero la regenteaba Ernesto,
24
el hijo adoptivo de mi abuelo, mientras estudiaba
arquitectura.
Seguido a esas piezas vivía Giacomo, un zapatero
napolitano. Era un viejo de barba y completamente calvo.
Una vez le pregunté: ¿Usted se sacó el pelo de la cabeza
para hacerse la barba? Se echó a reír. Porque Giacomo era
un viejo muy alegre. Y trabajaba cantando. No cesaba de
cantar mientras claveteaba los zapatos. Tenía fama de ser
un escrupuloso artesano y en la puerta, muchas veces, se
veían coches de sus clientes ricos. Mi padre decía de él:
“¿Saben por qué Giacomo hace tan bien los zapatos?
Porque trabaja cantando. Todo lo que se hace con alegría
se hace bien. Giacomo es un artista”.
Yo entonces no comprendía mucho las sentencias de mi
padre. Después las viví.
La noche anterior del día en que nos íbamos a vivir a
Buenos Aires quise despedirme de Giacomo. Mi abuela me
acompañó a que fuera a darle la mano.
El zapatero, conmovido, buscó qué regalarme. Encontró al
fin un pito. Me lo dio y me besó en la frente. Todavía
conservo el pito que me regaló Giacomo. Y todavía suena,
débilmente, pero suena.
• SEGUNDA PARTE •
BUENOS AIRES Y MI BARRIO
En el año 1896 nos mudamos a Buenos Aires. A esta
ciudad ya la conocía por algunos viajes rápidos en
compañía de mi madre que siempre andaba de compras.
Buenos Aires me aturdía.
Ruido, gente apresurada, empellones, vehículos... Por
supuesto, esta impresión la sacaba yo por ser habitante
de La Plata, ciudad de provincia, calmada, silenciosa,
donde todos parecían dormir largas siestas. En 1896
Buenos Aires no sería tan ruidosa, tan llena de gente
apresurada, tan cruzada de vehículos como a mí me
parecía por cotejo con La Plata. Un día mi madre nos hizo
conocer el río. Yo conocía ya el mar y el río me pareció un
mar sucio, un mar sin olas. Otro día nos hizo conocer el
puerto, después de atravesar malezales. El puerto me
interesó más por sus buques. Yo, hasta entonces, solo
había visto barcas de pescadores en Mar del Plata. Los
buques me fascinaron. Mi madre nos explicaba: Ese es el
inglés, aquel alemán, ese otro italiano, el que sale,
francés, el que entra, español. Los buques me hablaban
de viajes a países remotos. Hacían trabajar mi
25
imaginación. Y que regalo hay más valioso para un niño
que éste, que su imaginación trabaje, es decir, corra,
vuele, fabrique, se mienta.
En Buenos Aires fuimos a vivir a una casa de la calle
Estados Unidos 1822. ¡La casa, aunque modificada, se
halla en pié aún, y han transcurrido más de sesenta años!
Raro esto en Buenos Aires donde todo cambia
imprevistamente. La casa, larguísima, tres patios y un
fondo para jugar a la pelota, con enredaderas, parras,
árboles frutales, jazmineros. El barrio donde ella estaba
era un barrio de italianos meridionales, había sido de
morenos seguramente, pues, subsistían algunos, en
ranchos, ya taperas, en el fondo de los baldíos. Por la calle
Estados Unidos, empedrada malamente con piedras en
punta, pasaba de tarde en tarde un tranvía a caballo;
también de tarde en tarde, lentamente, un carro, una
chata, un coche. La calle era una prolongación de los
patios de la casa. Pronto nos adueñamos de ella. Sus
veredas rebozaban de muchachos, futuros amigotes y
también futuros combatientes. Para nosotros, mi hermano
segundo y yo, pues los otros dos eran aún demasiado
chicos, todo Buenos Aires, por un tiempo, fue la cuadra de
la calle Estados Unidos, entre Pozos y Entre Ríos, una
avenida imponente y amenazante a nuestro juicio y en la
cual no nos hubiésemos aventurados solos. Más allá de
Entre Ríos, ¿que había? Y del otro lado, hacia la calle
Pozos, ¿no estaba ya el desierto con indios?
Trémulo, con las pupilas muy abiertas, intentando verlo
todo cuanto antes, miraba hacia aquí, hacia allá,
preguntaba y descubría. Los chicos del barrio eran mis
informantes: Sí caminás para allá, te encontrás el río. Pero
si caminás para allí, o para allí o para allí –los puntos
cardinales- podés caminar todo el día, te cansás
caminando, Buenos Aires no termina.
- ¿Y tiene casas altas?
-¡Oh!, allá en el centro, cerca de la Plaza de Mayo, hay
casas de dos, de tres, hasta de cuatro pisos.
Mis informantes sentían el orgullo de haber nacido en esta
ciudad y yo me sentía empequeñecido por no haber nacido
en ella.
LA NUEVA CASA
La nueva casa en Buenos Aires tenía también tres patios
con tinas y plantas, una hilera de cuartos y un fondo en el
que había un gallinero y árboles frutales. Allí había de vivir
mi infancia y mi prolongada juventud, desde los siete años
a los cuarenta. Allí morirían mi hermana Angelina, mi
abuela, mi padre, mi madre, mi hermana Ada y muchas
ilusiones y proyectos. Allí también nacerían mis hermanos
Augusto, Ada, Alejandro y Alcides. Allí comenzaría a
26
escribir versos. (¡Gracias por este regalo, vida! Vida que
no siempre fuiste buena).
Un naranjo se elevaba por sobre el techo en el primer
patio, una glicina cubría todo el segundo patio, una parra
de uva moscatel buena parte del tercero: Préstamos de la
naturaleza en medio de la ciudad, o del suburbio, que esto
era entonces la calle Estados Unidos casi esquina Entre
Ríos. Además de los tres patios y un fondo, la casa tenía
azotea para remontar barriletes, Y entre otras novedades,
por ejemplo; aljibe, sótano, teléfono. El aljibe para poder
asomarnos, gritar y oír el eco aumentado de nuestra voz;
el sótano para imaginarnos que no era un sótano sino una
cueva misteriosa, como las que figuraban en los cuentos
de "Las mil y una Noches" o de los hermanos Grimm (que
venían en unos librejos de 5 centavos; "Cuentos de
Calleja".) Una cueva-sótano habitada por grifos y
dragones; el teléfono servía para divertirnos; llamar un
número cualquiera, oír que una voz decía ¡Hola! Y
responderle con una andanada de insultos hasta oírla
retrucando, encolerizada. ¡Los inocentes niños! Todo era
novedad. Todos eran descubrimientos. Todo era vivir y
regocijarse de vivir en la nueva casa.
¡Cómo para no desear vivir y regocijarse de vivir!
Llegábamos a esta casa cuatro niños, yo de siete años,
Ángel, Adán y Angelina, de 5, 3 y 2 años. Sanos y fuertes,
bien nutridos y mimados por una abuela dulce, una madre
cariñosa, un padre que nunca nos dio un grito, un abuelo
que nos hablaba de cosas que él mismo había realizado,
en tiempos de su juventud arisca y hazañera. Y el indio
Ernesto que tanta historia sabía, que hablaba de guerras y
nos encendía a mi hermano Ángel y a mí la sangre de por
sí belicosa. Además, eso de irse apoderando de la vida,
semana tras semana, bulliciosamente. ¿Puede existir una
mayor felicidad, un regusto más delicioso?
ADMIRACIÓN
Cuando yo andaba por los siete u ocho años, existía en
Buenos Aires un ser fantástico - para mí - hoy
desaparecido. Era el encendedor de faroles a gas. Con un
palo en cuyo extremo brillaba una luz, al anochecer,
llegaba al trote al farol apagado, arrimaba su luz y el farol
quedaba encendido. ¡Cómo admiraba yo al encendedor de
faroles! A veces me quedaba en el balcón a la espera de
que apareciese. Luego lo veía alejarse, al trote, llevándose
mi más larga mirada...
Recuerdo que una vez alguien me preguntó:
¿Qué vas a ser cuando seas grande?
Respondí:
Encendedor de faroles.
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Hoy, menos simple, diría: Encendedor de conciencias.
ESCUELAS
Un día en que nos portábamos demasiado mal, mi madre
se decidió: ¡“Los pondré en una escuela, así estaré unas
horas tranquila”!
Nos llevó a la “Escuela de la Santa Fe”. Allí nos dejó. Yo
tendría seis años y mi hermano Ángel cuatro y unos
meses. ¡La primera escuela! El primer contacto verdadero
con el mundo. La Escuela de la Santa Fe, como casi todas
las escuelas particulares de aquel tiempo, estaba dirigida
por franceses: Monsieur y Madame Zoulier. Ella para los
pequeños, él para los mayores. Una escuela de niños y
niñas. Las niñas a un lado, los niños al otro. La malicia de
los grandes nos separaba. Pero Madame Zoulier tenía una
penitencia para los varones, que eran quienes más la
molestaban, los más barulleros: sacaba al indisciplinado
de su sitio y lo sentaba entre las chicas. Todos lo
burlaban: ¡Mujercita, mujercita!... Eso era suficiente, con
eso el muchacho entraba en vereda. A las chicas no les
importaba que las sacase de su grupo y las sentase entre
los varones. Curiosa penitencia sobre la que más tarde he
reflexionado: los varones no querían ser mujeres, las
mujeres sí querían ser varones. Pero para el muy
indisciplinado, sobretodo el que llegaba a decir una mala
palabra, Madame Zoulier tenía presto un coscorrón o un
pellizco. Y si por esto lloraba mucho o amenazaba: “le diré
a mi mamá que me pegó”, lo callaba con un caramelo.
Enseñanza a lo Dios: castigos y premios, premios y
castigos – a lo Dios católico.
En la escuela de la Santa Fe, a los seis años, conocí el
amor. La tortura del amor no correspondido, sencillamente
porque Angélica, la chica de quién se me ocurrió
enamorarme, no se enteró jamás, y me miraba como a un
chiquillo: ella tenía once o doce años. Yo la contemplaba
en éxtasis, era una diosa. La sabía inaccesible y lejana. Mi
deleite consistía en quedarme en mi rincón del patio, y
mirarla, oírla... Mirarla jugar con otras chicas, oírla hablar
con otros chicos. Si ella me hubiese invitado a mí, si me
hubiese dirigido la palabra, mi emoción hubiese sido tal,
que hubiese caído desmayado.
En la Escuela de la Santa Fe aprendí a hacer palotes en la
pizarra, a distinguir la o redonda de la i con un punto
encima, en la cartilla de Marcos Sastre, quizás a contar
hasta diez o veinte, quizás otras oraciones además del
Credo, del Bendito, del Ave María y del Yo Pecador, que ya
sabía. Porque en la Escuela de la Santa Fe se rezaba al
entrar y se rezaba al salir. Yo me sentía muy mal n esa
escuela, me era antipática Madame Zoulier, extrañaba mi
libertad de niño mimado. Recibí con regocijo la noticia de
que no iríamos más: Monsieur Zoulier se había suicidado y
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la escuela se cerraba. ¿Suicidarse? ¿Morir? Me llené de
preguntas que mi abuela satisfizo como pudo. No es fácil
responder a un niño de seis años que pregunta por qué se
muere y por qué un hombre se suicida...
Unos días de holganza, ¡libres!; pero mi madre ya le había
tomado el gusto a eso de quedar sola y tranquila en casa,
cosiendo o leyendo o haciendo dulces o bardando - ¡qué
primores salían de sus manos habilidosas! – o tocando el
piano o, simplemente, tomando mate. Y nos llevó a otra
escuela. Se llamaba esta: Instituto Richelieu. Otra escuela
de franceses y de más categoría. Aquí había tres clases.
En una, primero y segundo grados, en las otras las
restantes, hasta sexto. El director se llamaba Monsieur
Rodemais, un hombre bajo, fuerte, gritón, irascible. Mi
maestro era Monsieur Clauc: alto, joven, tranquilo. Era
una escuela sólo de varones. Nos parecía que era una
deshonra ir a una escuela de niños y niñas. Ya nos
sentíamos grandes. En el Instituto Richelieu seguíamos
con la cartilla de Marcos Sastre y con los palotes en la
pizarra y con las oraciones al entrar a clase; pero
estudiábamos también las tablas y algunas palabras
francesas. La tabla se estudiaba aún a lo árabe – según
después lo supe: pasaba al frente un niño que, cantando,
decía: 2 por 1, 2... Y toda la clase, cantando, repetía el 2
por 1, 2...
Si en la primera escuela conocí el amor, en esta segunda
conocí el privilegio. Monsieur Clauc tenía un favorito, un
“ganchudo”, le decíamos nosotros. Para él no había
penitencia ni deberes, salía y entraba de la clase a su
antojo. Los muchachos decían que Monsieur Clauc era el
novio de la hermana... La clase intermedia tenía de
maestro al bachiller Shaut. Ese título, ¡bachiller!, lo
aureolaba de sabiduría entre nosotros. ¿Qué sería eso de
ser bachiller? Además, el bachiller Shaut usaba una gran
barba negra. ¡Ah, llevar esa barba y ser bachiller!... ¡Qué
personaje el bachiller Shaut! ¡Cuánto sabría! Lo
mirábamos desde lejos, respetuosamente, como
hubiésemos mirado a la imagen de un santo que,
descendiendo del altar, se hubiese puesto a caminar por el
patio de la escuela o a enseñar a dividir a chicos de
tercero y cuarto grado, como lo hacía el bachiller Shaut, el
de la gran barba negra. Si el bachiller Shaut decía: “Hoy
lloverá, seguramente”, oíamos aquello estupefactos,
convencidos de que forzosamente llovería, aunque Dios no
quiera.
Guardo de aquel Instituto Richelieu otro recuerdo: el de la
muerte de Leandro Alem, la impresión que le produjo al
maestro. Parecía que iba a llorar. Se levantó y se fue.
Dejó la clase sola. ¿No habría ido a llorar, acaso?
Poco después nos mudamos a Buenos Aires. Era el año
1896, un año importante por tres acontecimientos: la
muerte de Alem, los socialistas se presentaban por
primera vez a elecciones y Rubén Darío publicaba Prosas
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Profanas, un libro esencial para la cultura de España y
América.
De los dos últimos acontecimientos no me enteré yo, a
mis seis años. De la muerte de Alem, sí. La emoción del
maestro, los comentarios que oí en mi casa, el retrato del
muerto – otro suicida – en los periódicos. Yo pensaba: ¡si
el bachiller Shaut sabe lo que sabe teniendo barba negra,
cuánto sabrá este Alem Con su barba blanca!
Ya en Buenos Aires fui a la tercera escuela. La dirigían Luis
Ardit y Lorenzo Chabe. Aquél, autor de textos. Era el Licee
Luis Le Grand, estaba en la calle Independencia entre
Lorea y San José. (la casa aun existe, de ella han hecho
dos, pues era uno de esos anchos caserones antiguos, con
tres patios y cancha de fútbol en el fondo). Mi abuelo
Ángel se había adjudicado la misión de enseñarme la tabla
de multiplicar. Sabía hasta la del diez, y salteada- Como
también sabía leer de corrido, me pusieron en segundo
grado.
¿Por qué este berretín de mi madre de enviarnos a
escuelas pagas? ¿Creería que eran mejores que las del
Estado o sería porque en ellas nos enseñaban religión,
excluida de las escuelas públicas? ¿O porque en las del
Estado iban muchachos de conventillo, a veces, mal
educados, chusmas, como ella decía, misericordiosa y
desdeñosamente? ¡Ya nos encargaríamos nosotros de
juntarnos con esos chusmas, en cuanto pilláramos la calle
por nuestra cuenta y a nuestro sabor y regocijo! Mi
hermano y yo fuimos los alumnos nuevos en una escuela
de muchachos que iban desde la más tierna edad a la más
madura adolescencia. El director, por bromear, les había
dicho: “Ahora van a andar derechos todos, vienen dos
alumnos chilenos”. Aparecimos nosotros en el patio. Y se
nos vinieron encima, cargados de insultos y amenazas. Ya
en aquel año corrían los rumores de una posible guerra
entre Chile y Argentina. Los ánimos estaban enardecidos.
No se qué hubiese pasado con nosotros, dos pequeños, en
aquel círculo de lobos que nos ponían los puños bajo las
narices y nos mostraban los dientes carnívoros. Un
maestro hizo llamar al director y éste confesó en público
que era una broma. La escena cambió completamente.
Los lobos se transformaron en ángeles. Nos regalaron
caramelos, figuritas, un trompo. Sin embargo, hasta dos o
tres años después, si mi hermano o yo nos peleábamos
con alguno, en la barra de éste surgía, como un insulto:
¡Chileno! (Lo que sufrí en aquella oportunidad con aquel
hecho estúpido y a causa de la torpeza del director – los
pedagogos de entonces, ¡ay! – lo dejé narrado, aunque
trasladándolo a otro tiempo y en otras circunstancias, en
mi cuento No hay vacaciones.
El primero y segundo grados, que un maestro dictaba
juntos, nos atrapó otro improvisado pedagogo, un joven
cubano que se entendía a reglazos con sus alumnos. Pero
un día se fue a la guerra de Cuba y vino a reemplazarlo un
30
hombre alto, fornido, de gran cabellera y barbas rizadas y
renegridas. Se llamaba Monsieur Verité. Nosotros, a causa
de su abundante capilaridad, le pusimos: “El escobillón”.
En los cañones de la Guardia Nacional cuyos ejercicios
presenciábamos en calles y plazas, cada cañón contaba
con un sirviente armado de un gran escobillón. Se
disparaba un tiro, el sirviente metía el escobillón en la
boca del cañón humeante y limpiaba. La cabeza del
maestro se parecía a esos escobillones de la artillería. Por
libro de lectura teníamos al de un francés, Rocherolles,
traducido. De allí aprendí de memoria todos los versos que
encontré. Y por fortuna para mí, aquel de Fray Luis de
León sobre la “descansada vida”. No lo olvidé. Y él me
salvó, ya estando en 5º. Año del colegio nacional, de que
me “reventaran – o aplazaran – más castizo – por
segunda vez, en los exámenes libres de literatura.
También de ese libro aprendí una página de memoria y
así, cuando como penitencia, nos daban de diez a
cincuenta renglones a copiar del libro, yo escribía aquella
página que sabía de memoria. La penitencia se cumplía
más rápidamente. Cursé tercero, cuarto y quinto grados.
El tercero y quinto, mediocremente; el cuarto con
brillantez, como uno de los mejores de la clase. En tercero
y cuarto teníamos maestros franceses, Monsieur Doumier
y Monsieur Delbosch (a éste lo pinté en mi cuento El Ají).
De ambos nos vengábamos leyendo y releyendo lecturas
del 2º. Y 3er. Tomo del libro de Rocherolles en los cuales
se hablaba de la derrota de Francia en 1870. Dije
“vengábamos”, ¡pero qué maestros! ¡Qué acritud! En
quinto grado tuvimos un español. Se le llamaba – por
costumbre – Monsieur Pulido. A este Pulido, mi hermano
Ángel le pegó con un puntero en la cabeza. El maestro
reaccionó y le dio una bofetada. Por cierto, llevamos el
asunto a nuestra madre que se largó a la escuela, a pelear
al maestro, a decirle que no era tan pulido como debía
serlo, dado el nombre que llevaba. Por cierto también, no
le habíamos dicho a nuestra madre lo del punterazo por la
cabeza del maestro. ¡Pobres maestros los de entonces!
¿Cuánto ganarían? Si me pongo a recordarlos me salen a
la memoria los sacos lustrosos, sus zapatos rasgados, sus
pantalones con hilachas. Y frente a ellos, frente a su
cansancio, la cruel hostilidad de los chicos briosos, fuertes,
bien alimentados, dispuestos a no ahorrar nada que
pudiese dejar de zaherirlos. Al terminar quinto grado se
debía dar examen de ingreso al colegio nacional. Lo
preparé durante las vacaciones, en Mar del Plata, en el
Instituto De Franck, que se hallaba frente a la plaza
América. El director era un norteamericano, un viejo – o
que a mí me parecía, quizás no pasaba los cincuenta años
– gritón, solemne, irascible. En aquel instituto de una
disciplina verdaderamente criminal, se ingresaba a las
ocho de la mañana y se terminaba a las doce, sin recreos.
A las doce salíamos extenuados y aturdidos por la gritería
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del director que nos propinaba los epítetos más
inconcebibles: ¡Animal! ¡Bruto! ¡Salvaje! ¡Indio! ¡Cerdo!
Yo allí, sin embargo, fui el mejor de la clase, el “orgullo del
colegio”, me llamaba el director, lo cual no impedía que si
un largo problema de regla de tres compuesta no me
diese el resultado correcto, el director no irrumpiese,
cerrados los puños, las pupilas fosforeciéndoles detrás de
los lentes, la voz enronquecida por la cólera: ¡Caballo,
burro, pollino!
Aquel hombre lleno de púas terminó dos años después
suicidándose por amor. Parece que se había enamorado
de una joven viuda que hacía de maestra en el primer
grado del Instituto y al ser rechazado, se suicidó. Cuando
lo supe, no salí de mi asombro. Nunca creí que aquel viejo
erizado de insultos, inquisidor de chicos, pudiera llegar a
enamorarse hasta el suicidio.
Di examen de ingreso en el Colegio Nacional Central de la
calle Bolívar que aun era el mismo Colegio San Carlos del
Virrey Vertiz: aulas abovedadas, paredes de más de un
metro de espesor, sombrío, colonial, imponente, más
propio para convento que para colegio. Pasé el apurado
trance, con susto y brillantemente, con susto por el
ambiente del colegio. Es el mismo que describe Miguel
Cané en Juvenilia. Ya lo derrumbaron.
En el primer año del colegio nacional que cursé en el
“Lycee” nuevamente, tuve el único profesor que supo
inspirarme cariño. Se llamaba Enrique Buscaglia. Era un
joven italiano, vigoroso, sanguíneo, lector; nos hablaba de
historia, de aventuras, de novelas. Nos dio por libro
Corazón de Edmundo de Amicis. Nos hizo representar una
comedia escrita por él en una fiesta del 25 de mayo. Fui
su mejor alumno. El “Lycee” estaba incorporado al Colegio
Nacional Norte. Di los exámenes con varios sobresalientes.
El profesor me premió con un libro dedicado por él: Las
poesías de Campoamor – aún lo conservo. El “Lycee” se
había mudado de la calle Independencia a la de Santiago
del Estero. Antes se hallaba a cinco cuadras de casa,
ahora estaría a once. Para que no caminásemos tanto ¿qué serían once cuadras, entonces, si éramos capaces de
hacerlas en un pie, de una corrida? – para que no
caminásemos tanto, ya que nuestra madre juzgaba por su
capacidad, no por la de sus cachorros, nos puso medio
pupilos. ¡Qué menú!: Sopa de pan, un trozo de carne
hervida, sin verduras, un plato de lentejas o de porotos
con un bife, un vaso de vino blanco y pan de segunda, pan
a discreción, grandes rebanadas de aquel pan de segunda
de dimensiones pantagruélicas. Todos los días lo mismo.
Al mes, nuestra madre, suponiendo que aquel menú, por
falta de variedad, nos debilitaría, nos volvió a pasar a
externos, a que caminásemos las once cuadras cuatro
veces al día, un entrenamiento. Y además, ¡cómo
llegábamos a devorar cuánto se nos pusiese a mano
después de esas veintidós cuadras a la mañana y
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veintidós a la tarde, después de haber corrido y jugado a
la pelota en los recreos!
EL MAESTRO QUE PEGABA
En el primero y segundo grados del “Lycee Louis Le
Grand” teníamos un maestro que pegaba. Era un joven
cubano, fuerte, nervioso. Cualquiera de nosotros que se
moviese, que hablase o que le presentara mal el
cuaderno, con borrones; debía pasar al frente, atraído por
su llamado:
- Venga, Ruiz.
Ruiz, lentamente, se levantaba de su banco, estiraba una
mano y recibía un reglazo en la palma, luego la otra, otro
reglazo, y volvía a su asiento.
Si la falta era más grave, el maestro no pegaba en la
palma de la mano. Hacía juntar los dedos, y allí pegaba.
Muchos de nosotros reaccionábamos: Después de recibir
el golpe, volvíamos a nuestro lugar exclamando: ¡No me
dolió, no me dolió!
- ¿No te dolió? – Gritaba a veces el maestro, furioso - ¡Ven
otra vez!
Y volvía a pegar, más fuerte. Más de un heroico, repetía:
¡No me dolió!
Un día se lo conté a mi madre. Se largó al colegio
enseguida, a protestar como ella sabía hacerlo, valerosa y
violentamente. Enfrentó al director, el francés Luis Ardit:
- ¡Yo no he parido hijos para que venga un don cualquiera
a pegarles!
El director, atento a su negocio, prometió que no se nos
pegaría más, ni a mí ni a mi hermano.
La solución no conformó a mi madre. Siguió protestando.
Habló de moral, dio una lección de pedagogía al director.
Este se licuó en excusas y promesas.
A mi hermano y a mí ya no se nos pegó, por supuesto,
aunque el maestro seguía pegando a los demás alumnos.
Se lo conté a mi madre. Y ésta se largó nuevamente, a
protestar por los padres y madres que no protestaban,
dispuesta a sacarnos del colegio.
El director le anunció entonces que el maestro se iba del
país, a la guerra de Cuba, entonces convulsionada contra
la Metrópoli. Así fue. Desapareció el maestro cubano, el
maestro que pegaba. Fue sustituido por uno francés,
Monsieur Verité, o “el escobillón”. El sólo amenazaba
pegar:
- ¿A que te doy un sopla mocos?
Y nada más. Meses después supimos que el maestro
cubano había muerto en la guerra. Nadie lo sintió. Algunos
se alegraron: ¡Lindo, me gusta! El solo nombre de cubano
era para nosotros repulsivo. Decir cubano para mí, hasta
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años más tarde, era ver una regla cayendo sobre mi
palma extendida o sobre la punta de mis dedos juntos. Y
no era por el dolor sino por la humillación sufrida, por el
hecho de levantarse para recibir el castigo. Llegó la guerra
de cuba, oí comentarios en casa a favor de los insurrectos,
ya que mi abuelo y mi padre, aquél nada, como viejo
criollo, y éste, poco, querían a España, madriguera de
frailes inquisidores en el concepto de ambos. Oí con elogio
el nombre de Mazeo, asesinado de traición, y con
indignado encono el de Valeriano Wayler, un general
español que hacía la guerra a sangre y fuego. Años, a
pesar de todo, hubieron de pasar, antes que el nombre
cubano pudiese entrar en mi comprensión y en mi
simpatía. Después, cuando leí a Martí, lo amé. El recuerdo
del maestro cubano, el maestro que pegaba a chiquillos de
primero y segundo, se levantaba entre Cuba y yo. Decir
cubano era, para mí, ver una regla levantada dispuesta al
golpe. No sólo ver la regla. Sentir el golpe.
PRIMERA DESILUSIÓN
Mi primera desilusión fue comprender que no se pueden
decir verdades en el mundo de las personas mayores.
Pensé: Cuando yo sea mayor, diré mis verdades. Y cuando
fui mayor, cuando me sentí fuerte, dije algunas verdades.
Diciéndolas aprendí que, aun siendo mayor y fuerte, no se
podían decir todas las verdades.
BICICLETA Y ZANCOS
Las bicicletas y los zancos hicieron mis delicias. Aquella
nos daba a los chicos una envidiable capacidad de rapidez.
Cuando niño, todo se quiere hacer ligero. Para ir a la
esquina, no se va caminando. Se corre. La bicicleta nos
permitía hacer excursiones rápidas a sitios alejados, nos
proporcionaba una sensación gozosa de libertad.
Los zancos nos agigantaban. ¡Qué placer subirse sobre los
zancos y mirar a los “grandes” desde su altura, como si
fuesen enanos! Y mayor placer aún, ponerme junto a mi
padre gigantesco y decirle:
- Mirá, crecí: ¡Soy alto como vos!
DOS MUNDOS
Los mayores tienen su mundo, pero los niños tienen otro.
Los mayores hablaban de cosas que yo no comprendía ni
me interesaban. ¿Qué hacer? ¿Huir del mundo de esa
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gente aburrida, refugiarme en mi mundo a pensar y a
soñar? ¿Creer que yo no era yo, un chiquillo insignificante
al cual se le veía pasar como una sombra, al cual apenas
se le dirigía la palabra o una fugaz sonrisa? Pero yo tenía
mi mundo y hacia él volaba. Ya en él, los mayores perdían
toda su realidad. Ellos hablaban, yo no los oía. Desde mi
lejano mundo, ¿cómo oírlos? Es cierto que no había salido
yo del cuarto dónde los mayores hablaban de sus cosas,
pero allí, en mi rincón, quieto y silencioso, olvidado; yo
era un ser importante, único, y ellos, los mayores, los sin
importancia, los que producían ruidos por la boca, ruidos
que ellos creían palabras y que para mí no lo eran porque
carecían de sentido. Palabras eran lo que yo, silencioso,
allí sentado entre ellos, pensaba, soñaba... Huido del
mundo de los mayores, refugiado en mi mundo; no era ya
un chiquillo flaco y tímido a quién los mayores sonreían
compasivamente. Yo era allí, en mi mundo, un cazador de
leones, un domador de potros, un pirata, un campeón de
bicicleta, un hombre fuerte, temible, temerario, hazañoso.
A mi alrededor, los mayores, siempre hablando,
produciendo ruidos que para mí no eran palabras...
COMPAÑERISMO
En el “Liceo Louis Le Grand” el primero y segundo grado
estaban juntos. Los pequeños a la derecha del maestro y
nosotros, los mayores - de siete u ocho años – a su
izquierda. Los pequeños se acusaban unos a otros. Los
mayores, no. Más aún: cuando un chiquillo acusaba a un
compañero, nosotros – los mayores – lo atrapábamos en
el recreo o en la calle y le inculpábamos su mala acción.
Lo llamábamos “alcahuete” o “alcaucil”. Lo amenazábamos
con “romperle el alma” si otra vez cometía aquel delito. A
mitad de año ya los chiquillos no acusaban, un poco por
temor a los más grandes y también porque ya había
nacido en ellos el sentimiento del compañerismo. Al
comienzo todos traían de sus casas la costumbre de
acusar. Esto lo fomentan algunas madres entre los
hermanos para facilitarse su tarea policial.
Los maestros lo intentaban, pero se sentían repelidos. No
acusar era una exhibición de varonía, un orgullo de
hombres.
AMENAZAS
Comienzan amenazándonos con la oscuridad, después con
el Cuco, después con el Diablo, después con Dios.
Empezamos teniendo miedo de entrar en un cuarto
oscuro, después miedo de que el Cuco venga a golpear los
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vidrios, después miedo de que se aparezca el Diablo, por
último, miedo de ese ser ultraterrestre que “castiga sin
palo ni guasca”, según el dicho hispano-criollo.
Miedo a la oscuridad, miedo al Cuco, miedo al Diablo,
miedo a Dios...
Terminamos por tenerle miedo a la vida.
EL SECRETO DE LOS REYES MAGOS
No sabría decir a qué edad se desvaneció mi creencia en
los Reyes Magos portadores de juguetes; mejor dicho,
cuando ellos, seres fantásticos, adquirieron la forma real
de nuestra madre: una vez, cazador furtivo de caramelos
en los cajones de su cómoda, descubrí la caja de soldados
y el rompecabezas que, al día siguiente, los Reyes Magos
nos pusieron en los zapatos que habíamos dejado la
noche anterior en la ventana.
Callé el descubrimiento. ¿Por qué?
Más tarde, teniendo ya siete años, quizás menos, tuve
este diálogo con Chiche, amigote del barrio, un poco
mayor que yo. Me preguntó Chiche:
- ¿Qué les vas a pedir a los Reyes Magos?
- Yo, mirándolo de arriba abajo y sonriendo:
- ¿Y vos todavía crees que hay Reyes Magos? ¿No sabés, a
tu edad, que es tu mamá quién pone los juguetes?
- Hace mucho que lo sé – respondió Chiche -; pero no lo
digo. Si lo digo, quizás me quedo sin juguetes. Ya que vos
lo sabés, no se lo digas a nadie. Ni a tus hermanos más
chicos. Es un secreto.
- ¿Por qué?
- ¿No te das cuenta que no te conviene decirlo? Además,
es un secreto que sólo debemos conocer los hermanos
mayores, los primogénitos. Vos y yo somos primogénitos.
La parte final del argumento fue la que más me convenció
para seguir callando. Saberme poseedor de un secreto que
era patrimonio exclusivo de los hermanos mayores, y
Chiche pronunciaba con énfasis esto de “los hermanos
mayores, primogénitos”, casta a la cual yo, privilegiado,
pertenecía. Ello me llenaba de satisfacción y orgullo.
Primogénito, repetíame, primogénito. Yo soy primogénito,
y saboreaba la insólita palabreja como si saborease el
caramelo más exquisito y raro. El que no podían saborear
mis hermanos menores, los que no eran primogénitos.
UN PAYASO INGLES Y UN PAYASO CRIOYO
“Para ser clown hay que ser inglés...” hace sentenciar
Antonio Machado a su doble Juan de Mairena. Sin
embargo, “Pepino el 88”, que deleitó a varias
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generaciones de niños, nada tenía de inglés. Uruguayo,
hijo de genoveses, se sentía criollo, y lo demostró
encarnando a Juan Moreira, cantando, tocando la guitarra
y enfrentando a (las latas?) de los policías en la pista del
circo. “Pepino el 88” con su guitarra, ya cantando coplas
picarescas, ya remedando el parlar macarrónico de los
extranjeros, demostró que, como payaso, tenía
personalidad. Le aparecieron muchos imitadores. Todos
los payasos criollos de los circos Anselmo y Rapetto salían
a la pista con su vihuela, a cantar milongas. Rapetto era
un empresario con personalidad también. Lo
seudonimaban “Cuarentonzas”. Era un Hércules italiano
que luchaba con quien se presentara. Mi padre contaba
esto de él: Una tarde iba a comenzar la función cuando
desde el oeste comenzó a insinuarse un pampero y una
tormenta impresionante, capaz de llevar, convertida en
mongonfliero, la carpa del circo.
“Cuarentonzas” decidió suspender la función y apareció en
la pista a anunciárselo a los espectadores. Así:
“Respretabre púbrico: come se viene una tormenta de la
gran siete hay que suspender la función”.
La frase lo hizo tan célebre como su fuerza.
El payaso inglés se llamaba Frank Brown. (O sea Flan
Blon, para la chiquillería). Había hecho proezas. Cuando
yo lo vi no daba ya sus célebres saltos, pero sí salía a la
pista del Teatro San Martín, hoy desaparecido, a decir
agudezas con su lenguaje duro de inglés acriollado.
También salía a repartir chocolatines. Un “zanahorias” le
traía canastas de chocolatines y él, a manos llenas, las
tiraba al público infantil gozoso, que hervía y gritaba para
atraparlos.
Cada cual en su género, el payaso inglés y el payaso
criollo, perviven en la memoria de los que hoy son
hombres maduros y hombres viejos. El payaso inglés y el
payaso criollo transformados en mitos, en personajes de
leyenda. Lo merecen. Al fin,¿qué hicieron sino
desparramar alegría en la vida de centenares, de miles de
niños, de hombres-niños? La gratitud popular los ha
aureolado.
DIVERSIONES Y TRAVESURAS
Mar del Plata ya tenía intenciones de no ser más el
villorrio que yo conocí en mi primera infancia. Empedrado
de calles y luz eléctrica le comenzaron a dar un aire de
ciudad. Y crecía. Se edificaban casas suntuosas. Mi padre
contribuía a esto*. Los baldíos – esos atrayentes huecos
florecidos de mirasoles y refugio de sapos y víboras en los
cuales ejercitábamos nuestro instinto de cazadores – los
baldíos se convertían en mansiones lujosas. La calle en
donde se levantaba nuestra casa, Balcarce, fue
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empedrada. Un reluciente foco se balanceaba frente a
nuestra puerta .Ese foco, en las noches de verano, atraía
mosquitos, tras los mosquitos, sapos y tras los sapos,
nosotros, los niños cándidos y crueles. Una diversión:
tomar el sapo de una pata, tirarlo a lo alto y que cayera.
Reventarlo. Dejar sobre el empedrado de la calle el tendal
de sapos muertos. Hacer sufrir y dar la muerte, una
diversión de niños inocentes a los que se educa bajo las
rígidas reglas de la moral cristiana. Pero, ¿el instinto bélico
que se trae desde siglos de caza y lucha, ¿cómo borrarlo
con un sermón de la abuela y otro de la madre?
Intervino para impedir que prosiguiéramos con nuestra
diversión de reventar sapos, un doctor Morandé que vivía
al lado de nuestra casa. El nos explicó que hacíamos mal
en matar sapos, porque éstos nos beneficiaban a todos
devorando mosquitos, moscas y otras alimañas molestas.
Su lección no fue muy oída y una noche en que estábamos
muy divertidos haciendo volar sapos, apareció el doctor
Morandé chasqueando un rebenque.
Desaparecimos a la carrera.
A este doctor Morandé sólo se le llamaba “el chileno”,
entre agresiva y desdeñosamente, pus los chicos,
entonces, andábamos un poco desequilibrados de tanto oír
hablar acerca de las posibilidades de una guerra con Chile.
El “chileno” había embaldosado una vereda. Y no quería
que nosotros pasáramos por allí con la bicicleta. Se
tomaba el trabajo de vigilar. Esto lo hacía más antipático
aún. Fuerza limitadora de nuestras expansiones, era
preciso hacerle mal. Una tarde me pilló lapidando una
víbora con adoquines sobre su flamante vereda. Llevó la
queja a casa. Se declaró la guerra entre el “chileno” y
nosotros. Así el final de la temporada veraniega, muchas
de sus flamantes baldosas faltaban... Los niños son
inocentes, son crueles y también vengativos, son
rencorosos. Ponerse a luchar contra ellos es como ponerse
a luchar contra las hormigas..Esto le pasó al Doctor
Morandé: sus baldosas y sus plantas quedaron con las
señales de que la guerra había sido a muerte.
Otras diversiones: esperar que el vendedor de perdices o
el lechero, aquél venía en carro y éste a caballo, entraran,
subir a su carro o a su caballo furtivamente, y dar una
vuelta manzana. En una de esas vuelta-manzanas, mi
hermano Ángel estrelló el carro contra un poste y en otra,
a mí se me desbocó el caballo y me llevó a todo correr
hacia el potrero situado en la lejana región de las quintas:
Allá un drama y aquí una tragedia.
Otra diversión: Robar zapallos. Frente a casa había un
terreno sembrado de ellos. En la hora de la siesta, cuando
la madre y los abuelos dormían, cuando el padre se
hallaba afuera, visitando sus construcciones; nosotros,
una pandilla de cinco o diez, asaltábamos el zapallar. El
quintero al fin se dio cuenta; pero el asalto había tenido
otra derivación: al pie de la barranca, frente al mar, había
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un tambo atendido por una criolla. Uno de nosotros entró
en tratos con ella y convino en que nos compraría cada
zapallo, que algunos pesaban entre quince y veinte kilos,
a diez centavos cada uno. Se presentó la policía con el
quintero en el tambo y la acusó de encubridora. La
llevaron presa. Contra la pandilla de muchachos el
quintero no intentó nada. Dijo:
- Ellos no son culpables. Diabluras de chicos que todos
han hecho. La culpable es quien los instigaba al robo.
Pasaron unas semanas. No nos acordamos más de los
zapallos. Pero a uno de la pandilla, un tal Florencio, hijo
de un italiano muy rico, se le ocurrió volver a las andadas.
Cuando iba a saltar el alambre, lo atrapó el quintero que
estaba escondido entre los mirasoles. Le bajó el pantalón
y le puso el traste negro a golpes que sonaban como
cachetadas, pero no lo eran, pues, no se las daba en los
cachetes. (El idioma español consigna un nombre
determinado para esta clase de golpes dados a mano
abierta en ese determinado sitio: son nalgadas). Desde
entonces no hubo más asaltos al zapallar.
Como recuerdo de la aventura quedó el apodo que el
“nalgueado” llevó hasta grande. Se llamó “Culo overo”.
* El padre, Adán Gandolfi, fue sobrestante (encargado de
dirigir las obras) del arquitecto Pedro Benoit en La Plata.
En Mar del Plata fue el constructor de la Iglesia de San
Pedro, hoy catedral de los santos Pedro y Cecilia y de más
de una treintena de residencias particulares de gran
categoría, hoy demolidas en su mayoría, entre ellas la
Villa Unzué, demolida en 1994.(Del diario La Capital de
Mar del Plata – 5-04-1981 – nota del Arq. Roberto O.
Cova)
SOÑAR
La abuela: No te acuestes del lado del corazón. Si te
acuestas del lado del corazón vas a soñar toda la noche.
Yo: Pero abuela, ¡Si soñar es tan lindo! Cuando me
despierto sin haber soñado, me parece que me despierto
sin haber dormido. Dormir sin soñar es comer sin postre,
abuela.
GAUCHISMO
Ya en mi niñez, el término “gaucho” era sinónimo de buen
amigo, de servicial, de corajudo. Hacer una “gauchada”
era prestar un servicio. Gaucho era un epíteto elogioso.
Los muchachos, pues, queríamos ser gauchos. Teníamos,
además, la cabeza atiborrada de Juan Moreira, Tigre del
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Quequén, Santos Vega, Hernán Barrientos y, sobre todo,
de Martín Fierro y Cruz, ya que mi abuelo nos narraba sus
hazañas y nos recitaba versos. Los otros gauchos, los
héroes de Eduardo Gutiérrez, más que por los libros del
novelista - o novelonero -, los conocíamos por unos
librillos que, a cinco centavos, se vendían en profusión editados por Andrés Pérez - Salta esquina Independencia.
También teníamos por ejemplos al “Jorobado” o a “Carlo
Lanza”, aquel un ladrón muy audaz, éste un estafador
célebre. De aquel, recuerdo que el librillo de sus hazañas,
en verso, extraído del novelón de Gutiérrez, decía:
¡“Lástima que el jorobado era gringo”! Lamentaba el autor
que tamaño delincuente no fuera un compatriota.
Mi padre hablaba con desdén de los gauchos, mi abuelo
con elogio. Para esto tenía unos cuadernillos con tapas de
papel color verde, escritos por un tal José Hernández, que
había sido su “amigazo”, según él decía. Nos leía aquellos
cuadernillos, nos explicaba sus figuras, sobretodo la pelea
de Fierro y Cruz contra la partida policial. De allí salíamos
con ganas de abrir barrigas, como Cruz y Fierro, barrigas
de vigilantes. También nos leía otro cuadernillo, que él
elogiaba mucho. Leyéndolo, reía de buena gana. Nosotros,
como no veíamos peleas a facón en él, nos interesaba
menos. Era el “Fausto” crioyo de Estanislao del Campo. El
carnaval y el circo nos estimulaban los deseos de ser
gauchos. En carnaval las calles se llenaban de “centros”
como “Rezagos de la pampa” o “Los nietos de “Hormiga
Negra” o “Los crudos del pago”... Venían en carretas que
simulaban ranchos o en pingos coscojeros, muy lujosos, y
acompañados de sus “chinas”...
En el circo, después de las pruebas y los payasos y
tangos, aparecía el drama gaucho: guitarreos, canciones,
bailes, malambos y peleas a facón, sobretodo esto, peleas
a facón en las que los policías con sus sables chambones
perdían el poco prestigio que podían tener entre nosotros.
Mi padre, que admiraba a Sarmiento, era, como él,
antigauchista. Además, lo que en Martín Fierro se decía de
los gringos, lo molestaba. El desprecio del gaucho por el
gringo enganchado, un agricultor traído a un medio
exótico y ganadero, se explica. También si el gaucho
hubiese sido trasladado a Italia, a hacer de agricultor,
hubiera recibido el desprecio de los sembradores.
En el circo aparecía siempre un cocoliche y de cocoliches,
italianos ridículos que pretendían gauchear, se llenaban
los corsos. Por eso, entre las coplas que nos habían
quedado en el magín, no sé si de oírlas a un gaucho de
carnaval o en el circo o de leerlas en algún librejo de los
editados por Andrés Pérez, se hallaba ésta:
Callate, gringo baboso,
Cara de unto sin sal,
Escoba de una letrina,
Jeringa de un hospital.
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En el teatro que hacíamos bajo el parral, no faltaba quien
la dijese. Recuerdo otras, picarescas:
“Chacarera, chacarera,
Chacarera de Ayacucho,
Te comistes los bombones,
Me dejastes el cartucho...”
“Chacarera, chacarera,
Chacarera del Tandil:
Todos duermen en tu cama,
Yo también quiero dormir...”
Y quizás de Pepino el 88, el payaso que con el inglés Frank
Brown y el tony Agapito, nos llegaba esta copla en
“cocoliche”, tal como él la decía acompañándose de su
vihuela gaucha, medio guitarra orillera:
“América linda
mi terra querida
donde vendí tanta
naranca podrida;
ahora te saludo
felice ya soy
¡e viva la patria
que rico ya estoy!”
A los gauchos, los verdaderos gauchos, esos que
trabajaban de sol a sol, honradamente, en las estancias;
los conocí en las romerías españolas de Mar del Plata. Los
comparé con los gauchos de carnaval, ¡tan airosos!, con
los del circo, ¡tan bravucones!, y me parecieron
insignificantes, indignos de ser gauchos. El niño es
enfático. Lo quiere ver todo engrandecido. La realidad le
parece mezquina.
VENDEDORES CALLEJEROS
Los vendedores callejeros tenían magnetismo para nuestra
gula: el masitero, con enormes tortas brillantes de azúcar
quemada a sólo dos centavos; el vendedor de empanadas
calientes, a 10 las de carne, a 5 las de dulce, el heladero:
un carricoche con grandes tarros en los que se
almacenaban helados de crema, limón y chocolate. Por
dos centavos un sándwich de helado, por 5 un vaso de
cantidad inverosímil que se absorbía lentamente, a
lengüetazos. El vendedor de alfajores, el de sandía ¡”Sandía, calata e culurata”, s el vendedor era italiano; si
era crioyo el pregón decía: ¡”Sandia”!, con acento en la
primera a. El vendedor de fainá y fugasa, forzosamente
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era italiano. La fainá y la fugasa venían en anchos latones
circulares: 5 de fainá, 5 de fugasa. Con eso había como
para no sentir hambre por media hora. Siempre que no
apareciese el vendedor de otra golosina, porque no se nos
había ido el hambre de lo que el barquillero ofrecía con su
ruleta, al son de un argentino triángulo. El barquillero –
español ¡Oh, el gaita barquillero! – nos seducía.
Despertaba en nosotros el ansia del juego. La ruleta tenía
muchos unos y dos, pocos cincos, quizás un solo diez.
Tirábamos, ansiosos. Si llegaba a salir diez, ¡qué himno!
Otro vendedor: el de “manises”, como decíamos nosotros,
mucho antes que la Real Academia Española adoptara ese
plural (Los maestros de gramática decían “maníes”.) El
manisero vendía su caliente y tropical producto en una
pequeña locomotora que echaba humo por su chimenea.
Después de comer un cartucho de maníes – o cacahuetes
– con el fin de apagar la sed, se recurría al despacho de
bebidas: Aquí, por 5 centavos, obteníamos una
“chinchibirra”, o sea un frasco de limonada gaseosa cuyo
gollete obturaba una pequeña bola de vidrio. Esta se
apretaba y el bullicioso y dulce líquido se empinaba, cara
al techo, en busca del dios de la felicidad. Después, a la
hora del almuerzo o de la comida, naturalmente, ¿cómo
íbamos a querer tomar sopa, la odiada sopa?
TEATRO
Mi hermano Ángel tenía una decidida vocación hacia el
teatro, como que, al fin, fue actor. Todos los domingos –
los domingos que no se quedaba a cumplir penitencias en
el colegio – organizaba un teatro para los amigotes de la
calle. Veinte, treinta o más muchachos se acomodaban,
sentados en el suelo o de pie, dispuestos a extasiarse con
el teatro que hacíamos. El programa era variado y el
público salía satisfecho. Era un público fácil, pero además
estaba obligado a aplaudir. Si alguno silbaba, corría el
peligro de probar el látigo con que mi hermano Ángel –
director del espectáculo – andaba armado siempre.
A aquel público fácil de contentar y dispuesto al aplauso,
se le exhibían también prestidigitaciones, cantos
gauchescos, luchas, una caricatura del drama Juan
Moreira que habíamos presenciado en el circo, con sus
inevitables duelos a cuchillo y, por fin, reparto de
caramelos, a la manera del payaso Frank Brown, aunque,
se explica, no tan profusamente como él lo hacía, no a
manos llenas. Si la función se prolongaba mucho y
oscurecía, se pasaban vistas en la linterna mágica o se
hacían figuras chinescas ante una sábana. En aquel
tiempo no había cines en los barrios y todos aquellos
chicos esperaban nuestro teatro.
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El domingo que el telón colocado entre los postes de un
parral no se levantaba porque mi hermano Ángel había
quedado en penitencia, constituía un domingo triste para
la muchachada ansiosa de ver nuevamente los números
de aquel programa que habían visto ya muchas veces,
pero que de ver y rever no se cansaban. Una tarde
agregamos un número de guiñol con muñecos que movían
los brazos y la cabeza. La función era improvisada. Todos
golpes. Y estos golpes, a veces, se repetían no sólo entre
los que miraban, sino adentro del teatro, porque había
surgido una disensión entre los titiriteros.
El público no era una masa pasiva en aquel teatro.
Opinaba ruidosamente. Tomaba parte en las discusiones
y, más de una vez, alguno de los espectadores saltaba al
escenario e improvisaba un número fuera de programa.
Más de una vez también, algún vecino aparecía en la
puerta quejándose: el bullicio y la gritería no lo dejaban
dormir la siesta. Se quejaba en vano. Mi madre estaba de
nuestra parte, “El domingo no es para dormir sino para
divertirse” – era su argumento. Después venía a nosotros
y nos pedía que no gritásemos tanto. Se hacía el silencio,
aunque éste no duraba más de cinco minutos. ¿Quién
puede imponer silencio a ese mar encrespado que es el
alma infantil en sus momentos de alegría?
ORGULLO
Mi madre había recibido la educación que se daba a las
niñas de antaño en Buenos Aires. Tocaba el piano y sabía
francés, bordaba y leía novelas. Estaría yo en tercer grado
y, haciendo los deberes, me sentí impotente ante una
división. Mi padre no estaba, recurrí a mi madre para que
me sacara del pantano. Ella parpadeó, nerviosa. Intentó
hacer algo en mi ayuda. Durante su intento me di cuenta
de algo que me pareció inverosímil: Mi madre no sabía la
tabla de multiplicar. Si tenía que resolver un nueve por
seis, recurría a la suma. Ponía nueve seis, uno debajo del
otro, y sumaba. Por supuesto, con tal ayuda, el pantano
se engrandecía, se transformaba en más espeso.
Comprendí que no saldría de él:
- Dejame solo.
Ella se justificó:
- No sé qué me pasa. Me olvidé de multiplicar.
Yo pensé:
- Seguramente nunca has sabido. Y la miré sonriente, con
un sentimiento de superioridad y desdén, orgulloso como
si mirase para atrás, a un rezagado.
DIVERSION DIVERTIDISIMA
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No siempre nos decidíamos a pegar primero. Uno enfrente
del otro, mirándonos de arriba abajo, despectivamente,
diciéndonos palabras poco dulces, los puños cerrados,
pero aún con miedo de pelear; todo podía resolverse en
eso, simplemente: Ruido de tormenta, pero sin lluvia de
trompadas. ¡Esto no podía ser! ¿Una diversión frustrada?
¡No! Entonces siempre aparecía un muchacho más grande
que, deseoso de presenciar una pelea, espectáculo
divertidísimo; hablaba así a uno de los posibles
combatientes:
- ¿Ves esta raya negra? Si él te la pisa, pisa a tu madre.
Y empujaba al otro. Éste la pisaba.
- ¿Te dejás pisar a tu madre, che? ¡Oh!
- Esa no es mi madre, esa es una raya.
El grande insistía con el otro que, más decidido a pelear,
había pisado la raya:
- ¡Mojale la oreja!
El otro dudaba.
- ¡Mojásela vos! Mirá que te piso la raya. Si no se la
mojás...
- Si no se la mojo, ¿qué?
- ¡Sos un cagón, un marica, un farabute!
- Que me la moje él, si puede.
- A ver vos, ¿tenés miedo de pelear?
Era preciso demostrar que no se tenía miedo. ¡Tener
miedo! ¡Palabra de afrenta!
El otro, el más decidido, se mete los dedos índice y mayor
en la boca, estira la mano para mojar la oreja, en señal de
superioridad y desafío.
¡Eso ya es demasiado! Antes de que la mano del otro
llegue a la oreja, ¡un puñetazo! Ya van y vienen los
puñetazos. Veinte ojos, fosforeciendo de emoción y gula
de más emoción, se abren, ansiosos de no perder ni la
más insignificante anécdota de aquella diversión, la más
atrayente de las diversiones infantiles. Porque después de
la pelea, los comentarios de los cuales quizás resulte otra
pelea.
MISIA EUDUVIGES
Todo contribuía para que Misia Eduviges fuera una mujer
impresionante: Su nombre exótico, su conversación
acerca de fantasmas y de aparecidos, su cara de lechuza.
Pocos la conocían por su nombre, Eduviges. La llamaban
“cara’e lechuza”, simplemente. Misia Eduviges era
espiritista. Mi abuela y mi madre le escapaban. Su
conversación las impresionaba atrozmente. Además, en
medio de la conversación, Misia Eduviges, con absoluta
naturalidad, se interrumpía para decir: Dejame Jonatan...
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- ¿Qué le pasa?
- Jonatan, mi marido.
- ¿Pero su marido no murió hace un año?
- Sí, pero siempre anda detrás de mí.
Mi madre, muy nerviosa, pegaba un salto. Pensar que allí,
en su sala, detrás de una mujer viva, se hallaba un
muerto en forma de fantasma o lo que fuere, la ponía
fuera de sí, le anudaba los nervios.
Misia Eduviges seguía con sus narraciones, impertérrita.
Narraciones de luces malas, de almas en pena, de
mansiones con duendes, de venganzas post-mortem. Todo
dicho como la cosa más natural del mundo, como si
estuviese hablando de chismes familiares. Y, sobretodo,
dicho por aquella mujer con cara de lechuza, pájaro de
mal agüero según las tradiciones y consejos. A Misia
Eduviges se la temía. Nosotros, los chicos, temblábamos
delante de ella. La mirábamos con curiosidad espantada.
- Esa mujer tiene el diablo en el cuerpo – afirmaba mi
abuela – Habría que exorcizarla.
Y cuando le decían: Allí está Misia Eduviges, mi abuela,
previsora, se rociaba las manos con agua bendita, con el
agua bendita que se calmaba las palpitaciones de su
corazón enfermo, e iba a saludar, valientemente, a “la
bruja”, como también se la llamaba.
Misia Eduviges, en otros tiempos, hubiese sido un
excelente combustible de hogueras inquisitoriales.
Cuando ella se iba, mi madre abría puertas y ventanas, a
fin de que se fueran los malos espíritus que con ella
entraban, seguramente, después encendía incienso o
papel de Armenia o benjuí y echaba humo oloroso por
todos los rincones. Algo decía también en voz baja.
Seguramente rezaba.
Lo malo de Misia Eduviges era su afán proselitista. Ya
había renunciado a que mi abuela y mi madre se hiciesen
prosélitos de Allan Kardec; pero se corría al fondo, a la
cocina, a hablar con la gente de servicio, más propensas a
adquirir otras convicciones. Una noche llegó a casa cuando
no se hallaban ni mi abuela ni mi madre en ella. Se corrió
a la cocina. Y comenzó a hablar, rodeada por nosotros, los
chicos, la cocinera, el peón y Pancha. Contó cosas
espeluznantes. Aquella gente simple y nosotros, los
chicos, la escuchábamos con ojos y boca abiertos,
apelotonados de terror. De pronto, uno de los tachos se
derrumbó con gran estruendo. Misia Eduviges. Misia
Eduviges explicó el fenómeno:
- Son los espíritus. En esta cocina hay muchos espíritus.
Los estoy viendo, son muchos, y malos.
¡No lo hubiera dicho! El peón inició la disparada y todos
detrás de él, grandes y chicos, espantados. Nos
encerramos, temblorosos, con llave. Misia Eduviges se
cansó de llamarnos.
- ¡No contesten, no contesten! – nos decía la cocinera, ¡no
contesten! ¡Es bruja!
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Y hacía la señal de la cruz hacia el sitio de donde venía la
insinuante voz de Misia Eduviges.
- Tiene cara de lechuza por eso – explicaba el peón –
porque es bruja. Si encuentra una escoba es capaz de
volar al techo y entrar por la chimenea de la estufa.
Dijo y arrimó unas sillas para impedir su aparición por la
chimenea.
No sé el tiempo que pasamos así, encerrados todos con
llave en el comedor, pues Misia Eduviges se había
sentado, tranquilamente, a esperar que saliésemos. Ella
no tenía apuro. Ella jamás tenía apuro. Sus visitas eran
siempre muy largas.
Por fin, escuchamos las voces de la abuela y la madre. En
tumulto, les explicamos lo ocurrido. Todos impresionados
aún, todos blancos aún de medo. Mi madre, siempre
dispuesta a tomar resoluciones definitivas, enfrentó a
Misia Eduviges. Le pidió que no volviera más, que por
culpa de ella, los chicos se le habían enfermado una vez,
luego de oír sus cuentos terroríficos, que soñaban en
medio de pesadillas. Y demás cargos. Pancha decía:
- Yo no voy más al fondo de noche. Ayer vi un fantasma
de un negro sin cabeza.
- ¿Y cómo sabés que era negro si no tenía cabeza?
- No sé, pero sé que era negro.
Misia Eduviges se fue, siempre muy calmosamente,
sonriendo y exclamando:
- La ignorancia, la ignorancia, la ignorancia...
Pero no volvió más, por suerte.
Para que la cocinera y los demás volvieran a la cocina
llena de “espíritus malos”, según Misia Eduviges, hubo que
acompañarlos. El horno echaba humo. El asado se había
convertido en carbón.
- Son los espíritus – afirmaba una.
- ¡Callate, zonza! ¡Qué espíritus! ¡Es el fuego! ¿Y usted? –
se enfrentó mi madre con el peón, un gallego a quién
apodábamos Jojó, por parecerse mucho a un hombre
mono del que “Caras y Caretas” traía el retrato y que así
se llamaba – Usted, ¿Un hombre y con miedo como las
mujeres y los chicos?
- Señora – respondió él – con los vivos se puede pelear;
con los muertos, no. ¡Los muertos son los muertos!
Y se persignó.
Todos nos persignamos.
LOAS DE LA CALLE
Siempre he vivido en casas grandes, casas de tres patios
en los que se podía correr a gusto, pero siempre me
parecieron insuficientes a mi ansia de libertad. Necesité la
calle. Desde muy niño me disparé a la calle. Mi madre,
ocupada con mis hermanos más chicos, siempre con
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alguno que acababa de nacer, no podía vigilar mucho a los
mayores. Y los mayores – Ángel y yo – más que en casa,
vivíamos en la calle. Hasta los diez años, mi madre nos
mandó a la escuela acompañados, pero nosotros, no bien
llegábamos a casa, volvíamos a la calle, a sus atractivos,
que eran muchos, más atractivos por lo inesperados. La
calle era una caja de sorpresas. (Con este amor a la calle,
con este afán de ser un muchacho de la calle, ¿Cómo mi
primer libro no se iba a llamar – como se llamó – Versos
de la calle?).
En la calle uno se encontraba con muchachos diferentes a
los de la escuela. Éste era hijo de un borracho, ese de un
ladrón que estaba en la penitenciaría, aquél era huérfano
de madre y tenía madrastra, uno vendía diarios, otro
lustraba zapatos... Todos contaban cosas fuera de lo
común. Ninguno esperaba que sus padres le resolviesen
sus asuntos. Se las arreglaban ellos mismos, a puñetazos,
si mal no viene. Y hablaban un lenguaje diferente al de los
muchachos de la escuela. Decían palabrotas. Se jactaban
de hacer cosas que hubiesen espantado a mi abuela y a
mi madre. Sabían lo que éstas no sabían. Por ejemplo: a
Ciprián se le había muerto la madre y su hermana de
trece años, ocupaba su lugar. No sólo en la cocina,
también en la cama del padre.
- ¿Pero entonces tu papá y tu hermana?... – le pregunté
yo un día.
- Sí – me respondió muy naturalmente.
- ¿Y cómo lo sabés?
- Si yo duermo en la misma pieza. En los conventillos hay
piezas en las que duermen seis o siete personas, y a veces
dos o tres en la misma cama.
Estas cosas sólo se aprendían en la calle. Cosas feas.
Cosas sucias; pero cosas de la vida. A pesar de ellas, yo
sólo puedo hacer alabanzas de la calle. La calle es una
escuela brava, sí; ¡pero qué escuela! Allí uno aprendía a
valerse por sí mismo, a no esperar nada de nadie. Allí
estaba el muchacho mayor, más fuerte, con sus puños
siempre listos para el golpe, con sus palabras siempre
desembocando en una amenaza insultante, con su
prepotencia y su injusticia. Y era preciso no amilanarse.
No demostrar miedo. Enfrentarlo. “Hacer la parada”,
aunque fuese. Y sí, a pesar de “hacer la parada”, el otro,
seguro de sí, golpeaba, recurrir a las piedras, recurrir a los
palos; pero siempre arreglárselas solo, sin el celador o el
maestro como ocurría en la escuela, sin la madre como
ocurría en la casa. La calle enseñaba aquello que dice
Martín Fierro a sus cachorros: “Más que el sable y que la
lanza, suele servir la confianza que el hombre tiene en sí
mismo”... La calle es áspera, la calle es dura, la calle es
imperiosa, la calle araña, golpea, injuria y muerde; pero la
calle hace hombre antes de tiempo. La calle enseña lo
bueno y lo malo. ¿Y la vida, al fin no es buena y mala?
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ADMIRACIONES
Admiré a mi abuelo Ángel por lo que de él se narraba y
por lo que él narraba del tiempo de Rosas. Y tuve
oportunidad de admirarlo de admirarlo cuando él de un
golpe desmayó a un tal llamado Alonso. Y más lo admiré
porque Alonso tenía una gran barba negra. Me parecía a
mí que un hombre con gran barba negra, forzosamente,
debería ser terrible. ¿No tenían barba todos los gigantes
de los cuentos de la colección Calleja que nos leían?
(Cuentos, ahora lo sé, extraídos de Grimm, Perrault y
Andersen.)
También por forzudo admiraba a Ernesto, el indio, por sus
peleas con los muchachos de la calle y por los relatos que
me hacía de Alejandro, Aníbal, César, Napoleón, Moltke...
Admiraba a mi padre por su tamaño. Salir con mi padre
constituía para mí una gran satisfacción. Lo veía sobresalir
entre todos. Nadie le llegaba a la oreja. ¡Y yo era su hijo!
Yo – pensaba – llegaré a ser alto como él, más alto que él,
seguramente. ¿El no era más alto que su padre? ¿Por qué
no iba a pasarlo, como él pasó a su padre?...
Admiré a Chimischurria, así le llamaban, porque el primer
día que llegó al colegio – estábamos en segundo grado –
le armaron pelea con el más grande de la clase y aceptó.
Y le sacó sangre de la nariz a puñetazos.
Admiré a un peón gallego porque sabía el nombre de
todas las calles. ¿Cómo podía haber un hombre que
supiese tanto? Se paraba en la avenida Entre Ríos,
entonces desierta, casi, y nombraba: Para allá: Solís,
Cevallos, Lorca, San José, Santiago del Estero... Para allí:
Pozos, Sarandí, Rincón, Pazco, Pichincha...
¿Cómo ha hecho para saber eso? – le preguntaba. Y él,
misterioso: ¡Sabiéndolo, pues!
Admiré a Cañato, un calabrés, ayudante de una portería. A
Cañato se lo admiraba por varios motivos: Por la
resistencia de su pelo encrespado, por su desayuno y
porque nunca se había bañado en su vida. Nos
colgábamos de su pelambre y él nos levantaba en alto. Su
desayuno constituía un tazón de caldo en el cual flotaban
ajíes pequeños, picantísimos, los llamados “puta parió”.
Nadie soportaba aquello. Cañato los comía impunemente.
¡Y qué salud la de Cañato! Nunca estuve enfermo,
proclamaba él, ¿saben por qué tengo esta salud?: Porque
no me baño nunca. El hombre no ha nacido para el agua.
El hombre ha nacido para tomar vino – terminaba
aforísticamente Cañato.
Gran admiración le tenía a Vin, un muchacho algunos años
mayor que yo. Era uno de los “pesaos” de la cuadra. Vin
se peleó con otro muchacho carnicero y lo venció. Esto me
lo elevó a la categoría de héroe. Me parecía que vencer a
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un carnicero, a un muchacho que usaba un delantal lleno
de sangre, tenía que ser una hazaña portentosa.
Otro de mis admirados fue Federico, un inglés acriollado.
Federico había sido marinero y contaba proezas de sus
andanzas por los mares del sur: caza de ballenas y lobos
marinos, tormentas con olas grandes como casas de diez
pisos, peleas con los indios de la Patagonia. (Más tarde,
leyendo un libro de Fray Mocho, “Viaje al mar austral”,
encontré las hazañas que Federico, el ex marinero,
narraba como propias. Mi admiración por él disminuyó,
pero Federico ya no estaba allí para desenmascararlo por
mentiroso).
Admiré hasta el asombro a Juanginella. Este era un
payador, hijo de napolitanos, que vivía en un conventillo a
la vuelta de casa. El “gaucho Guariyi”, como se le decía,
era capaz de improvisar versos sobre cualquier cosa. En el
almacén de la esquina se pasaba las tardes y las noches
rascando la guitarra y cantando. ¿De dónde saca tanto
verso Guariyí? – se le preguntaba. ¡De esto! – respondía,
y levantaba el infaltable vaso de vino que los concurrentes
no dejaban vacío nunca. Yo una vez, furtivamente, tomé
dos vasos de vino para sacar versos como el gaucho
Guariyí. No me salieron. Sólo conseguí embriagarme.
Pero mi primera admiración fue para el perro Vaca. Lo
admiré por valiente, porque se animaba a pelear con
cualquier perro, fuera o no fuera más grande que él. Vaca
me llenaba de admiración y de orgullo, por ser mío. Algo
de su valor, pues, me pertenecía.
A mi madre y a mis abuelas las quería, las quería mucho,
pero nunca se me ocurrió que podría admirarlas por algo.
Bueno, al fin, ¿qué eran sino mujeres?
VIGILANTES
El vigilante o, por otros nombres, el cana o chafe o botón,
forzosamente ocupó un lugar en nuestra vida de
muchachos callejeros. El vigilante era una fuerza de
contención a nuestras expansiones. Había que tenerlo en
cuenta o ir a parar por algunas horas a una comisaría, por
otro nombre cafúa o cufa. Los primeros vigilantes que
recuerdo usaban kepí con un morrión, machete, polainas.
Después el kepí se transformó en casco,
negri-azul en invierno y blanco en verano. El machete era
un palo de madera dura, más eficaz y de empleo no tan
peligroso. Este palo desmayaba sin herir. Y no habiendo
sangre... todo se arregla... en el sumario que levanta en la
comisaría el tinterillo - ¿o cagatinta? – casi alfabeto.
En la cortada de Estados Unidos y Pozos había parada de
vigilante. Allí estaban el Chinote, o Muyinga o Don Pérez.
El Chinote era nuestro enemigo declarado. Joven, ágil,
inflexible, aquel joven indio se había propuesto limpiar de
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chicos el barrio. ¡Difícil empresa! Si en los conventillos
nacían diariamente a centenares que, a poco de pararse,
ya salían a hacerse dueños de las veredas. El Chinote
permitía ciertos juegos, otros no los permitía. Las bolitas,
los carozos, la payana, las figuritas, el balero, la rayuela
estaban permitidos, siempre que quienes jugaran no
fuesen muchos. El rescate, la mancha, vigilante y ladrón,
la billarda, la pelota a mano contra la pared – o contra los
vidrios – no los permitía. Tampoco permitía jugar a los
cobres. El Chinote era moralista Explicaba: “Empiezan
jugando a los cobres y acaban jugando a las carreras”.
Cuando le tocaba turno de dos de la tarde a diez de la
noche, estábamos “fritos”. El Chinote nos perseguía. En
cuanto divisaba cuatro o cinco muchachos juntos,
lentamente al comienzo, comenzaba a acercarse. Uno de
nosotros, en voz baja y con un cierto canto, daba el aviso:
¡Araca, lira la cana! O ¡Salió el Chinote! Nos
desbandábamos. Pero el Chinote era rencoroso. Dos o tres
días después, sin haber hecho nada o por si pudiera hacer
algo, se llevaba alguno a la cafúa. Por supuesto, seguido
de un grupo gritón que, acompañado de una determinada
tonadilla, gritaba: ¡Que lo suelte, que lo suelte!...
Muyinga, otro de los chafes, era un santo, simplemente. El
no veía nada o no quería ver nada. Era un mulato gordo,
ya cincuentón y reumático. ¡Qué se iba a poner a correr
chicos ligeros y gambeteadotes como ñandúes! Dejaba
que corriesen, gritasen y molestaran a vecinos y
transeúntes.
Don Pérez era otra cosa. Don Pérez, a quién llamábamos
con ese “Don” en prueba de amistad respetuosa; era un
filósofo. Joven, ágil, fuerte, le hubiera sido fácil adoptar el
método del Chinote, y perseguirnos; pero él hizo lo
contrario: logró nuestra amistad. A veces, con buen modo,
nos decía: “A ver, muchachos, no griten así, parece un
malón de indios. Hay gente durmiendo la siesta.” También
para divertirse, para cumplir no muy aburrido las ocho
horas de su turno, colaboraba con nosotros en algunas
diversiones. O nos aconsejaba: “No jueguen a la pelota en
la pared de la rubia. Es la amiga de un oficial y después va
a ir con el chifle”. A veces lo rodeábamos y él nos narraba
cuentos de cuando había sido soldado en la frontera. De
Don Pérez decíamos: “¡Es un gaucho!”En tono de
alabanza. Todo porque nos dejaba correr, gritar y
molestar a vecinos y transeúntes. El Chinote estaba
clasificado como “perro” o como “hijo’e puta”.
Murió Muyinga y llegó otro vigilante, un italiano tuerto al
que le pusimos “La Chicata” de sobrenombre. (¿Por qué en
femenino?) La Chicata fue un digno sucesor de Muyinga,
no veía nada, no quería ver nada. Y así, haciéndose “la
chancha renga”, pasaba tranquilo. Muchos años se vio a
“La Chicata” en esa esquina, tantos que ya los de mi
generación habíamos dejado la calle a los de la generación
de mi hermano Augusto – nueve años menor – y la de
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éste a los de la generación de mis hermanos Alejandro y
Alcides – quince años menores – pero La Chicata
continuaba en esa esquina de Pozos y Estados Unidos.
Como los recién llegados – los de la generación de
Alejandro y Alcides – le quitaron su sobrenombre; él con
Alcides llegó a hacer un convenio: “Vos no me grités
Chicata y yo te voy a dejar que juegues en la calle”. En
cierta ocasión, un anarquista hizo estallar una bomba en
una panadería del barrio. No sé qué actitud tuvo La
Chicata en el asunto, pero se lo hizo héroe, se le dio una
medalla en un acto, con himno nacional, discurso del
comisario y de un miembro de la Liga Patriótica. ¡Cómo
nos reímos viendo a La Chicata - a ese infeliz – elevado a
la categoría de defensor del orden social!
Terminaré este capítulo de los chafes de la infancia con
una anécdota: Iba yo con un amigote de mi edad - ¿ocho
o nueve años? – y de pronto, en el suelo, vi un papel: ¡Un
peso! – di el grito. Mi amigote saltó presto y se apoderó
de él enseguida. Protesté. Era mío, yo lo había visto antes.
El me negó la pertenencia. Discutimos. Ya nos íbamos a
trompear cuando sentimos una dura mano en el pescuezo.
¡Horror! Era el Chinote. Y su voz imperativa: ¿Qué pasa
aquí? Le explicamos el pleito que nos acaloraba. ¿A ver,
dónde está ese peso? – interrogó aquel Salomón de
machete y amenazantes esposas brillando en el cinturón.
Mi amigote se lo entregó a regañadientes. El lo observó. Y
dijo esto: ¡Es mío! Se lo guardó el caradura. ¡Sigan! –
ordenó. Mi amigote, más muerto que vivo, se alejó
enseguida. Yo me quedé un instante. ¡Seguí, pues! –
gritó. Balbuceé: “Ese peso”... “¡Seguí, o te porto en cana!”
– me interrumpió él, alta la voz, ensangrentadas las
pupilas negras. Y ya me apretó un brazo con la tenaza de
sus duros dedos. ¿Qué hacer? Seguí caminando... A los
veinte pasos me detuve. El Chinote se movió hacia mí,
amenazante. Seguí corriendo.
COLABORADORAS
En el recreo se juega a las figuritas – figuras de cajas de
fósforos o de cigarrillos. De pronto, la campana, esa
antipatiquísima campana anunciando la terminación del
recreo. Es preciso volver a clase, sí, pero no por volver a
clase interrumpir el juego. En clase se continúa jugando.
Por supuesto, de otra manera. Una manera silenciosa, a
fin de que el maestro no se entere. Se recurre a la
colaboración de las moscas, que en abundante número
pueblan la clase. El maestro, en el pizarrón, explica un
problema. Los jugadores, con los brazos cruzados, miran
al maestro, sólo miran. No lo escuchan. Aquí sobre el
banco, hay dos terrones de azúcar. Las moscas vuelan a
su alrededor. Cada terrón pertenece a un jugador. Las
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moscas decidirán. En el terrón en que se pose una mosca,
es el del ganador. El otro entrega una figura. Se espanta a
la mosca y se espera a que otra se pare en alguno de los
terrones.
El maestro ve a los dos chicos que lo miran como en
éxtasis. Continúa haciendo números y signos.
EL CASTILLO DE ARENA
Acababa de construir en la playa un hermoso castillo de
arena. En su cúspide había puesto un ramo de flores
campestres. Me sentía satisfecho de mi obra. A mi
alrededor, admirándola – admirándome – tres o cuatro
chicos de mi edad. De pronto uno dijo:
- El mar está creciendo.
Y le chispeaban los ojos malignos.
Aquello significaba la destrucción de mi hermoso castillo
de arena.
Las olas se iban acercando, cada vez más grandes. Ya
lamían la base de mi hermoso castillo de arena.
Contemplaba yo aquello silenciosamente acongojado.
¿Qué hacer? ¿Podía yo detener el mar que, segundo a
segundo y ola tras ola, se acercaba cada vez más y cada
vez más poderoso a mi castillo?
Comenzó a derrumbarse.
Me senté a presenciar el derrumbe de mi obra. Ya estaba
solo. Los demás chicos se habían alejado, indiferentes.
Yo miraba caer mi hermoso castillo a pedazos. Y el mar,
las olas del mar, cada vez más poderosas, precipitándose
sobre él como animales voraces, a dentelladas...
- ¿Qué hacés aquí?
Era mi padre quien me hablaba.
- ¿Ves ese castillo de arena? – le respondí – Yo lo hice.
Ahora el mar me lo está destruyendo.
Mi padre me miró un instante. Vio la desolación pintada en
mis ojos tristes. Y habló:
- ¡Tantos castillos de arena te va a destruir la vida! Porque
la vida es como ese mar, avanza, golpea, se retira,
avanza... Vamos, hijo.
Y me extendió la mano para que me levantara.
No comprendí entonces. Tuvo que pasar un cuarto de siglo
desde aquel momento para que yo pudiera comprender lo
que mi padre me había dicho.
Ya arriba, en la barranca, me volví a ver los restos de mi
hermoso castillo de arena. ¡Y nada! Sólo el mar, las olas
del mar espumeantes, rugidoras.
CONVALESCENCIA
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Días y noches de fiebre delirando.
Y una mañana despertarse como si de la cabeza nos
hubieran quitado un sombrero de metal al rojo. Sin fiebre.
Entrar en la convalecencia. Dos placeres casi inenarrables,
dos placeres que es necesario ser un niño para sentirlos.
Dos grandes placeres: tener hambre y poder satisfacer el
hambre. Oír al médico: “Pueden darle un té con leche y
tostadas, unas papas con aceite o unas manzanas al
horno... Y comer, comer, ¡comer! ¿Comer? ¡Devorar!
El otro placer: No ir a la escuela. No ir a la escuela y ver,
con la nariz pegada al vidrio, que otros van a la escuela.
Pensar que a esta hora, las 14, las 15, otros chicos están
sentados frente al maestro y que el maestro dice:
- Para multiplicar fracciones, se multiplican los
numeradores y los denominadores entre sí.
O que dice:
- Los afluentes del río Paraná son...
O que dice:
- Llevan b labial las palabras que...
¡Y tantas otras frases pesadas, aburridas, adormecedoras!
Entretanto yo, el convaleciente, leyendo un libro de
cuentos: Andersen o Grimm.
LA FUERZA DE LA RIMA
Los poetas de ahora menosprecian a la rima. La otra
noche oí a una poeta que escribe malos versos de amor,
doble delito, porque si ya es delito escribir malos versos,
escribir malos versos de amor es doble delito, prueba de
que, sin amor, se escriben versos de amor, o sea que se
convierte al amor en un oficio. Se lo prostituye. Punto, ¡y
adelante! Vuelvo, después de esta discreción, y no
hablemos mal de las discreciones. No pocas veces son
más interesantes que el motivo central. Vuelvo después de
esta segunda discreción al principio de mi asunto: Los
poetas de ahora, menosprecian, mejor diré, intentan
menospreciar, un elemento de tanta fuerza como es la
rima. Y sobre la fuerza de la rima, les narraré una
anécdota. Me ocurrió allá en mis ocho, o nueve, o diez
años. No recuerdo ya qué incidente tuve con una mujer ni
todo lo que ésta me dijo. Sí recuerdo que, subiéndoseme
la cólera de muchacho a la lengua, le grité: ¡Adulta! La
mujer se enfureció: ¡Ya verás con tu madre!
Y fue a casa, llamó a la puerta, hizo venir a mi madre al
zaguán, y le expuso la queja:
- ¿Sabe lo que me acaba de gritar su hijo? Me ha gritado:
¡Adulta!
- ¿Y qué tiene eso de malo? – preguntó mi asombrada
madre.
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- ¿Cómo qué tiene eso de malo? A usted le parecerá que
eso no es una ofensa, porque usted quizás lo sea...
- ¡Ya lo creo que lo soy! – la interrumpió mi madre,
sonriente - ¡Si tengo más de veinte años! ¿Cómo no voy a
ser adulta?
- Yo tengo cincuenta y dos – gritó la mujer,
impúdicamente, pues, la cólera le hacía olvidar todo, hasta
que una mujer no debe decir nunca su edad, si ya ha
pasado los cincuenta años – Yo tengo cincuenta y dos, ¡y
no soy adulta!
- ¿Pero, mujer, qué dice usted? ¡Usted es adulta!
- ¡Ah, sí! Pues iré a la policía a quejarme de que su hijo y
usted misma me han llamado adulta.
-Se reirán de usted. La palabra adulta no es una ofensa.
- ¿Esa es su moral, señora? Pues la mía es otra muy
distinta. Usted le faltaría a su marido; ¡yo, no!
Y lo afirmaba con orgullo, ya que la mujer aquella tenía
una nariz, una boca, unos ojos estrábicos; nada
atractivos. Mi madre comprendió que en el asunto andaba
un falaz qui pro cuo. Y le dijo:
- Serénese, querida señora. Supongo que usted no sabe
qué quiere decir adulta.
- ¡Lo sé bien!
- No lo sabe, ya verá.
Y me envió a mí para que buscase un diccionario. Lo traje.
Y leyó e hizo leer a la mujer enfurecida: Adulto, adulta:
del latín “adultus”, llegado al término de la adolescencia.
¿Comprende? Adulta quiere decir una persona mayor,
como lo es usted y como lo soy yo. ¿Usted suponía que
adulta quería decir otra cosa?
- Sí – respondió la mujer un poco avergonzada.
- Era un error suyo, señora. Ya ve usted cómo decirle a
usted “adulta” no la ha injuriado.
- ¿Y por qué me lo dijo, entonces?
- Porque ella me dijo mocoso de la tal por cual y otros
insultos.
- Lo que ella me dijo no me interesa. Me interesa por qué
se te ocurrió llamarla adulta a esta buena señora –
terminó mi madre, y sonrió a la ya dulcificada Gorgona.
- ¿Por qué? – Balbuceé yo – Porque de esa mujer que vive
allá enfrente dicen todos que es adulta porque, y esto lo
dicen todos, le pone cuernos al marido.
- Lo que dicen todos de esa mujer es adúltera, no adulta.
¿Ve, señora? Ha habido un error... Es la fuerza de la rima.
Adulta, adúltera son asonantes en úa – le explicó mi
madre, a quien de vez en cuando, le daba por escribir
unos versos que después, ¡Ah, su buen gusto pudoroso!,
rompía. La mujer se fue satisfecha, aunque sin
comprender lo que mi madre le decía. Cuando se retiró,
mi madre me dijo:
- Copiá diez veces esto: “Adulta no quiere decir adúltera”.
Así no se te olvida. Lo copié. Y no se me olvidó más. Ni
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eso, ni que la rima posee una fuerza que hacen mal en
desdeñar los poetas de ahora.
VOLAR
Si me dieran a elegir el animal que yo quisiera ser – ya
que no puedo ser ángel, o sea ser humano con alas – no
elegiría el león temible, ni el búfalo fornido ni el ciervo
veloz. Elegiría un animal con alas. Cualquiera, el más
insignificante, un abejorro, una mosca, pero con alas...
Esto pensaba yo cuando tenía siete años. Y como no podía
tener alas ni aun de abejorro, ni de mosca tan siquiera,
me conformaba con volar en sueños.
TRANVIAS
Tranvía se dijo más tarde. Al principio sólo se le decía
“tranguay”. En la plataforma de atrás, los tranvías
llevaban un letrero en inglés: Tramway. El tramway inglés
se transformó en el “tranguay” crioyo. ¿Iban a hacer las
academias que un viejo crioyo, mi abuelo Ángel, por
ejemplo, dijese tranvía? ¡Imposible! Los primeros tranvías
los conocí en La Plata, tranvías a caballo. Unas
carrindangas maltrechas con dos bancos enfrentados a lo
largo del coche, para los tranguays de invierno, y filas de
bancos para los abiertos de verano. Adelante el conductor,
armado de una corneta de cuerno, en la plataforma
trasera el guarda, los dos criollos, y bien compadres. El
conductor se floreaba tocando aires de milonga con la
corneta; el guarda, de flor en la oreja, piropeando a las
buenas mozas.
Estos “empleados públicos”, se sentían prepotentes. Yo vi
a un conductor, en la Avenida Entre Ríos, detener el
coche, ir a la plataforma trasera y allí desagitar su vejiga.
Los pasajeros, pacientemente, esperando. En otra
oportunidad, presencié la discusión de un guarda con un
pasajero a causa de la degollación del pasaje, o sea que el
guarda cobraba y no daba el boleto, a fin de arrebañar el
importe. El guarda, a gritos, obligó a callar al pasajero. Su
argumentación era esta: ¿“Sabe usted con quién está
hablando? ¡Está hablando con el guarda!” Como si le
dijera: ¡Está hablando con el presidente de la República!
No obstante la importancia de esos empleados públicos,
mientras fueron criollos, medio indios, después sustituidos
por gallegos y napolitanos; los chicos nos atrevíamos a
farrearles: la calle Pozos hacía honor a su nombre, y yo,
por años, creía que se llamaba así por los pozos de su
empedrado deficiente. El tranvía, frágil carrindanga, al
pasar por allí, temblaba. Nosotros nos colábamos en la
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plataforma de atrás, aprovechando que el guarda se
hallaba en el interior cobrando los pasajes, y le
imprimíamos un movimiento de sube y baja. Por fin, un
guarda armado con el látigo del conductor, a latigazos
eliminó esa broma de nuestro historial de farras infantiles.
En La Plata, el tranvía pasaba por la puerta de la casa de
mi abuela Albina. Cuando lo debíamos tomar, se apostaba
alguno para que avisase cuando lo veía venir y diese el
grito:
-¡Ahí viene!
Porque no era cosa de estar esperando el tranvía media
hora o una hora, ya que no había muchos, por supuesto.
(Sin embargo, tengo entendido que en La Plata – año
1893 – se estableció el tranvía eléctrico antes aún que en
Buenos Aires. También en La Plata hubo tranvías
eléctricos fúnebres para los entierros de gente modesta,
cosa que en Buenos Aires nunca hubo.)
Colarse al tranvía caminando y bajarse de él en
movimiento, era una demostración de varonía. ¿Quién de
nosotros se hubiese rebajado a hacer señas para que el
tranvía parase? Se hubiese quemado de vergüenza por
aquella mariconada. En cuanto a los primeros tranvías en
que yo anduve, paraban donde se les dijese, dos o tres
veces en una cuadra. Después comenzaron sólo a parar en
las esquinas, por humanidad hacia los caballos.
En 1897 comenzó a andar en Buenos Aires el primer
tranvía eléctrico, en el barrio norte. Yo conocí el que salía
de San Juan y Entre Ríos e iba hasta Flores. Era un tranvía
con imperial. Se lo aguardaba en una sala de espera,
como si fuese un tren, y constituía su viaje hasta Flores un
agradable paseo entre baldíos, quintas, hornos de ladrillos
y grandes mansiones de veraneo.
Así como hacia los tranvías a caballo hubo gran
resistencia, pues se juzgaba que los cimientos de las casas
corrían peligro por el estremecimiento de su paso y
también los transeúntes por la velocidad con que aquellos
armatostes iban – son opiniones de aquel tiempo, siglo
XIX -; los tranvías eléctricos – a quienes ya nadie llamaba
“tranguays” – hallaron una rápida aquiescencia. “La gente
ya estaba acostumbrada a todo”. Mi abuela Rosa, aferrada
a lo antiguo, juró que ella nunca pisaría un “eléctrico”. Y
cumplió lo jurado, a pesar de que ella murió ya en el siglo
XX.
¡Qué caballejos los de aquellos tranvías! ¿Pero dónde iba
la empresa a buscar semejantes matungos? Rocinante, al
lado de ellos, hubiese parecido un flete, un pingo, un
potro. Más de uno he visto yo caer y allí quedar
descansando, ¡por fin!, y para siempre.
PELOTA
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Las canchas de pelota, ¿”qué se hicieron”? ¿Qué fue de
tanto ágil, fuerte y bien conformado pelotari como trajeron
aquellas canchas? Yo, de muchacho, no conocí el fútbol
que hoy todo se lo lleva. Nosotros jugábamos a la pelota.
En los colegios, casas enormes con tres patios, siempre
había en el fondo una pared alta y allí se jugaba a la
pelota. El fútbol apareció más adelante en mi vida, cuando
yo estaba en el Colegio Nacional, pues, era obligatorio y
por la tarde debíamos ir a una cancha – en las Avenidas
Tagle y Alvear – donde nos hacían jugar al fútbol y al
básquetbol. Siempre fui un mal jugador de fútbol, pero he
sido un excelente jugador de pelota a mano o a paleta. No
podía contener mis manos habituadas a intervenir en el
juego. Sin darme cuenta, golpeaba la pelota con la mano
y: ¡Hans!*... Los componentes de mi “team” – entonces
todo se decía en inglés – se me venían a denuestos y
recriminaciones, hechos unos demonios. Lo que menos me
decían era: “¿Por qué no te metés las manos en el culo en
vez de agarrar la pelota?”
En los barrios de San Telmo o de Montserrat había
canchas de pelota a mano, pero la que yo recuerdo como
algo imponente fue la de “Plaza Euskara” – calles
Independencia y Urquiza. También recuerdo el Frontón
Buenos Aires, en la calle Córdoba, en éste no jugué nunca.
Sí lo hice en la “Plaza Euskara”. Allí uno se encontraba
siempre con algún jugador de antaño – del 80 ó del 90ya vasco o ya crioyo, que nos hablaba de los grandes
jugadores vascos traídos a Buenos Aires. Elízagui,
Mardura, el manco de Villadona, Portal, el chico de
Abaudo, el chico de Eibar... Son los nombres que me han
quedado en la memoria.
¿Por qué ha desaparecido, mejor, casi desaparecido, pues
se lo redujo, se o sacó de la afición popular, un juego
como el de la pelota, completo, en el cual se emplean os
dos brazos, las dos piernas y se le exige al corazón hacer
circular activamente la sangre que el acezar de la
respiración oxigena? Las canchas de pelota, amplias,
destinadas a atraer grandes públicos en Buenos Aires,
“¿Qué se hicieron?”. Existen algunas, pero son para elites,
el pueblo las desconoce, la ciudad está llena de canchas
de fútbol y locales de boxeo, de lucha.
Hands: manos (inglés)
PUCHERO
A causa de la enfermedad de nuestra hermana Angelina, a
Ángel a Adán y a mí, acompañados por mi abuela, nos
habían trasladado a una casa de la calle Tacuarí que
pertenecía a Goya, una hermana de mi abuela. Durante el
tiempo que permanecimos allí, un mes seguramente, sólo
comimos puchero. A la mañana y a la noche, puchero. Mi
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abuela – quizás por misticismo cristiano – decía: No
vamos a hacer grandes comidas si Angelina está enferma.
Debemos castigarnos también nosotros. Quizás Dios vea
esto y se apiade.
Cuando Angelina murió, yo le dije:
- Dios, entonces, ¿no ha querido ver?
- ¡Chit – me interrumpió la abuela - ¡No vayas a pecar,
muchacho! No sea que Dios se enoje más todavía...
Callé, por supuesto, casi aterrorizado.
LAS FIGURAS EN LA PARED
Dos veces al día, como quien cumple un rito, contemplaba
las figuras en la pared. Aquello era una fiesta de mi
imaginación infantil: a la mañana, al despertar y a la
noche, al acostarme. Ahora dudo que existiesen pero,
pero entonces, con mis diez años ya febriles de lecturas y
latiéndome ya en la sangre un confuso anhelo de
invención, sobre aquella pared vieja y despintada del
caserón de mis abuelos, yo veía esas figuras y siempre
descubriendo alguna nueva. Esto de acuerdo a mis
lecturas o a hechos recientemente acaecidos. Fueron
las“Las mil y una noches” o “Los misterios de París”, el
último libro devorado,, fuese que Goiburu, asesino de toda
una familia u El Melena, ladrón habilísimo, quienes
llenaran crónicas de diarios y revistas ilustradas (“Caras y
Caretas”) con sus aventuras; yo, de noche, al acostarme o
al despertar por la mañana, sobre la pared veía a
“Simbad”, aventurero magnífico, y a “El Chirriador”,
delincuente bondadoso o al repugnante “Goiburu” o al
simpático “Melena”... Non las manos bajo la nuca y las
pupilas absortas en la pared, miraba. Miraba y descubría.
Aquí una cabeza de monstruo marino, allá un rostro de
mujer – quizá la última que había impresionado, al pasar,
mi virilidad en gestación – o un caballo con alas de ángel,
o un pez raro, con bigote y barbas. Ya espantables, ya
risueños, allí, sobre la pared, aparecían y desaparecían las
figuras invención y regalo de mi fantasía las figuras
invención y regalo de mi fantasía en crecimiento. ¿Cuánto
duró aquella felicidad, aquel deleite de verdadero artista,
de gozador silencioso de su propia imaginación? No sabría
decirlo. Pero de súbito, ¡la fatalidad!: mi hermana
Angelina, varios años menor que yo y de cuyo rostro en
vano querría ahora recordar, enfermó de un mal terrible.
A lo menos, entonces: ¡difteria! La palabra recorrió la casa
como un viento frío. Puso una máscara de terror sobre las
caras de mi abuela y mi madre y agrietó el ceño de mi
padre y mi abuelo. ¡Difteria! Antes que nada, salvar del
contagio a los demás chicos. Y allá nos largaron, bajo la
dulce custodia de mi abuela. Mis hermanos Ángel, Adrián y
yo nos acomodamos en la casa de una tía abuela, y allí
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pasamos un largo tiempo, para mí desdichados y felices.
Desdichados, porque nos llegaban rumores vagos de la
enfermedad de Angelina. Desdichados por la ausencia de
mis figuras, porque la nueva casa tenía las paredes
empapeladas y no podía descubrir las figuras que había
dejado allá, sobre la pared mal pintada de mi cuarto.
Felices, porque no iba a la escuela.
Todas las mañanas al despertar o todas las noches al
acostarme, con las manos bajo la nuca, en la semisombra
del cuarto y de no conciencia aun no salida ni entrada
totalmente entrada en el sueño, miraba ese papel,
aquellas flores simétricamente repetidas sobre la
superficie blanca, rosas y de las rosas, gajos verdes. Uno
sobre otro, uno al lado del otro. Siempre el mismo dibujo.
¿Cómo no recordar las figuras imprevistas, continuamente
renovadas de la mal pintada pared de mi dormitorio?
Y de súbito, llegó la noticia: ¡volver a casa! Dolor y alegría
nuevamente. Nadie necesitaba decirme lo ocurrido. Había
oído los sollozos de mi abuela, ocultando su dolor por los
rincones, había visto sus ojos, la pena en la expresión de
su cara triste. Nunca le pregunté nada. ¿Para qué? Lo
sabía todo. Volvimos a la casa toda revuelta,
Desinfectada por la Asistencia Pública, sabiendo
cabalmente que jamás vería a mi pequeña hermana.
Recorrí silenciosamente el caserón y entré en mi
dormitorio. Una garra de fiera se me subió a la garganta.
¡Y me estranguló!: ¡habían empapelado la pared de mi
dormitorio! ¿Y mis figuras? ¿Mis dragones y ángeles con
alas, mis animales fantásticos, mis caras de protagonistas
de novelas... ¿Dónde se habían ido? Allí, bajo ese papel
con flores amarillentas, allí estaban y para siempre ocultas
a mis ojos que en aquel momento me ardían. Quedé allí,
mudo, paralizado por la desgracia. A la muerte de
Angelina se agregaba ahora la de mis figuras, esas figuras
que eran mi deleite, creación de mi fantasía, regalo de mis
dos instantes de soledad, al despertarme y al acostarme,
aquellos en que mi espíritu, precozmente despierto al arte
de inventar, crear y emocionarse con sus propias
invenciones, hacía la búsqueda de sí mismo.
Me sentí sin fuerzas. Tambaleante, llegué hasta mi lecho y
me arrojé en él, hundida la cabeza en la almohada. ¿Qué
era yo allí, con mis diez años débiles, sino un niño a quien
le han roto un juguete? ¡Y qué juguete! Uno como ya
nunca tendría otro. Un juguete construido lenta y
amorosamente por mí mismo. Y no con mis manos.
Comencé a llorar. Tirado sobre la cama, hundida la cabeza
sobre la colcha, lloré angustiosamente, con sollozos
profundos.
Entonces oí la voz de mi madre que decía:
- ¿Cómo no va a llorar por la hermana?
Pero yo, niño egoísta al fin, sólo lloraba por mis figuras
desaparecidas.
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AMOR VERDADERO
Miguel Ángel Goicochea, el amigo que más quise en mi
infancia, estaba enamorado. Digo ahora a estar
enamorado en lo que proclama el poeta Eugenio de
Castro: “Es medio amor amar con esperanza/ y amar sin
ella verdadero amor”. ¿Tenía esperanza Miguel Ángel?
Dudo. Por esto: Miguel Ángel amaba, pero no sólo nunca
había dicho nada al “objeto de su amor”, tampoco nunca
nada le diría. El “objeto de su amor” era una chica de once
o doce años, de apellido Bilbao, que vivía en Mar del Plata.
Miguel Ángel sólo la veía en las temporadas veraniegas.
Se quedaba en éxtasis, contemplándola desde lejos. La
chica jugaba. Él recurría a nosotros: ¿Qué te parece, me
miró? Cuando yo pasé a su lado, ¿qué hizo? ¿qué te
parece, le escribo?...
Nosotros tomábamos a la chunga el “amor verdadero” de
Miguel Ángel. No se lo decíamos, pero terminaba por
fastidiarnos:
- ¿Por qué no le declarás que la querés, Miguel Ángel?
- No, todavía no.
¿Todavía, no? Y pasó un año, otro, otros...
Ya tenía él diez y siete o dieciocho años, siempre lo
mismo, siempre en éxtasis, siempre mirándola desde
lejos. Ya era un muchachote de pantalones largos y ella
una señorita, siempre Miguel Ángel mirándola,
mirándola...
¿Se enteró ella alguna vez de esa adoración muda?. Creo
que no. Seguramente Miguel Ángel pasaba todo el año con
el pensamiento en ella, esperando la temporada estival
para... ¿para qué?: Para seguir mirando, mirando.
El último año que vi a Miguel Ángel le dije:
- ¡Pero, ché!, ¿sabés cuántos años hace que la mirás sin
decirle nada? Decidite. Si no te acepta, la olvidás...
- ¡No! – lo dijo serio y con aspecto trágico.
- ¿Por qué no te decidís?
- Por esto: Ella es de una familia muy católica, y yo soy
liberal. Si me rechaza... ¡Me suicido!
Tuve – tengo -, desde entonces, una terrible visión del
amor verdadero, de ese que llaman “amor platónico”.
EL PROCESO DREYFUS
El proceso del capitán Dreyfus tuvo en mi casa una
singular repercusión. Mi padre, mi abuelo y Ernesto eran
dreyfusistas. Comentaban los incidentes de la condena del
capitán acusado de traidor y discutían con algunos
visitantes que, por católicos o por antijudíos, se
declaraban contrarios a Dreyfus. Yo comencé a
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interesarme por eso en 1898, cuando procesaron y
condenaron a Zola, de quien mi padre y Ernesto eran
admiradores. Mi madre, en cambio, mal informada
seguramente del asunto, aprobó la condena de Zola. No lo
quería por “puerco”, según sus palabras. Lo cual no
impedía que yo encontrase en la biblioteca, en el fondo de
la biblioteca, algunos libros de Zola, ya leídos por mi
madre: “Teresa Raquin”, “La conquista de Plassans”, “La
Tierra”, “El Dinero”... En 1898 se decretó la libertad de
Dreyfus, aunque hasta 1906 no se reconoció su inocencia
y se le rehabilitó con honores.
En casa, tales hechos se comentaron entusiasta y
acaloradamente.
Yo oía, oía, oía. Era algo así como una tierra a la que se
estaba arrojando simiente. Algún día...
Recuerdo a mi padre leyendo párrafos del “J’acusse” de
Zola y a mi abuelo comentándolo: ¡Bien! ¡Muy bien!
¡Macho ese Zola! ¡Me hace acordar al loco Sarmiento!
¡Qué cojones!
Lugo espanté a mi abuela preguntándole ¿qué quiere decir
cojones?...
POLÍTICA
Siempre me interesó la política. ¿Será porque siempre me
interesó la historia y en la política palpaba la historia
viviente? Y no tengo ninguna aptitud para la política. Soy
apasionado. No sé callar. Siempre con mi verdad a
manera de proa y mi filoso entusiasmo roturador de
yermos. Además, no soy orador, no soy desconfiado, no
sé mentir. Ni aún sé disimular. Por supuesto, me estoy
colocando en el ambiente político de mi país y de mi
época. Y en una de las seudo democracias primitivas – por
ser sudamericanas, sobretodo – del mundo burgués.
Desde mis trece años, fraude era sinónimo de política. Las
elecciones, una farsa. El gobierno siempre tenía que ganar
las elecciones. Presidente Uriburu, presidente Roca,
presidente Quintana, presidente Figueroa Alcorta, distintos
nombres nada más. Los procedimientos, los mismos. En
Buenos Aires, las elecciones ya se hacían pacíficamente,
pero saliendo del recinto de la capital, aún en la provincia
de Buenos Aires, todo era imposición y violencia por parte
de los gobiernos. Partido Autonomista Nacional, o sea el
del gobierno, o sea el vacuno, el Partido Mitrista, la Unión
Cívica Radical que no concurría a los comicios, y, desde
1896, el Partido Socialista, el único que ostentaba un
visible programa izquierdizante. En aquel tiempo, hasta
que apareció la “Ley Sáenz Peña” – voto obligatorio y
secreto – se hacía lo que se llamaba “política crioya”, con
matones, empanadas, asados con cuero, borracheras, los
comités transformados en timbas y todo a puño de
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caudillos y caudillejos que, al fin, en la capital, no en
provincias, se limitaban a comprar votos, a lo yanqui. Allá
por el 1909 se llegó a pagar cincuenta pesos por voto,
suma importante entonces. Y el rector de un Colegio
Nacional pellegrinista, no el colegio, el rector – a cambio
de una libreta hacía que un cero o un uno se
transformasen en dos, entonces era lo suficiente para
aprobar la materia aplazada. En aquel tiempo votaban
hasta los muertos y los ausentes. Los vivos votaban varias
veces y con diferentes nombres. ¡Las enseñanzas de
democracia y libertad que hemos recibido!
Mi padre era mitrista, después perteneció a un partido,
continuación de aquel, con Udaondo al frente. ¿Udaondo?
“Un político honrado”, se decía, síntesis de todas las
alabanzas posibles para un político. Ser “político honrado”
era no comprar votos, no hacer fraudes... y perder las
elecciones. Ser “político honrado”, en suma, era no ser
“político crioyo”. En esto, socialistas y anarquistas – estos
negadores de todo – eran los más honrados.
Allá por mis quince o dieciséis años, empecé a
inquietarme, a intentar ser socialista. En 1904, en La
Boca, habían ganado los socialistas. Este hecho nos animó
la sangre a muchos. Ya había huelgas mortales y
manifestaciones con banderas rojas, cantos, gritos y
balas. A los trece o catorce años ya había oído yo aquello
de “Chancho burgués, atrás, atrás”. Le pregunté a
Ernesto: ¿Qué es un burgués? Me respondió: “Tu padre es
un burgués”. ¿Por qué – me preguntaba – si mi padre es
burgués, un hombre que trabaja de la mañana a la noche,
tan estimado por todos, tan querido por sus obreros;
socialistas y anarquistas hablan contra los burgueses? La
auto-pregunta me obsesionó por mucho tiempo. No sabía
entonces - no podía aún saberlo – hacer diferencias entre
burgueses progresistas y burgueses conservadores,
retardatarios, ociosos. Por esa época leí “Trabajo” de
Emilio Zola. Fue uno de los libros que más roturaron la
pampa de mi pensamiento. En 1909 me hallé en aquella
manifestación anarquista que el jefe de policía coronel
Falcón hizo dispersar a balazos. Con mi primo Américo nos
refugiamos en el “Buckingam Palace”, un circo que se
hallaba entonces en Avenida de Mayo y Solís – aún no se
había trazado la Plaza del Congreso. Algunos meses más
tarde, Simón Radovinsky, un joven anarquista del cual
conservo un retrato que me dedicó – tiró una bomba al
coche del coronel Falcón y lo mató junto con su secretario.
Todo se le atribuía a los extranjeros: De ahí que en 1902
se sancionase la Ley de Residencia para deportarlos. (Al
primero que se le aplicó fue a Julio Camba, el humorista
de “La Rana Viajera”). Más tarde llegó la “Ley de Defensa
Social”. Los gobernantes crioyos, desde que el problema
de la lucha entre el capital y el trabajo cobró perfiles
netos, sólo atinaron a resolverle a tiros y a leyes
draconianas. O, mediante sus policías, disfrazados de
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patriotas, quemando bibliotecas, allanando imprentas y
perturbando manifestaciones. Las cárceles se llenaban, los
periódicos y revistas – La vanguardia, La protesta
Humana, Ideas y Figuras – eran clausurados.
Mi gran admiración literaria en aquel instante de mi vida,
eran Alberto Ghiraldo, Rafael Barret y Federico Gutiérrez,
los tres revolucionarios. Me refiero a los escritores
argentinos, pues, en el haber de mi admiración, ya
estaban Tolstoy y Gorki, Zola y Darío, Herrera y Reissig y
Reclús, Florencio Sánchez, Días Mirón, Carriego, Justo...
¡Qué baturrillo es la pensadora de un adolescente!
Voy a dejar el nombre de dos amigos que contribuyeron a
remover mi inquietud por los problemas sociales: Miguel
Ángel Goicochea (terminó en espiritista) y Horacio
Ridecós, un condiscípulo de cuarto año al que llamábamos
“El Filósofo”. Ambos desaparecieron de mi horizonte antes
de 1907.
En este capítulo de política, cómo no evocar a la Biblioteca
de la calle México 2070? ¿Qué muchacho de entonces, a
quién le hormigueaba el deseo de justicia social y de
renovación política, no asistió a las conferencias o al salón
de lecturas – una mesa y dos bancos – de la Biblioteca de
la calle México 2070?
También me pregunto: ¿Qué fuerza me despertó y me
empujó a mí, nieto, hijo de burgueses, por esos vericuetos
del socialismo y del anarquismo? ¿Acaso siempre, a mis
maestros, a mis profesores, a mis familiares, no oí hablar
de anarquistas y socialistas como de monstruos capaces
de todos los crímenes? ¿Qué fuerza me empujaba a
buscar la compañía de tales seres, de tales bestias
feroces?...
LOS DOS OJOS DEL CIELO
- Mamá, el cielo no es tuerto como dice este libro.
- ¿Qué libro?
- Este que vos tenés en tu mesa de luz.
- Ah, sí, las poesías de Alfredo de Musset, un poeta
parisiense.
- Aquí dice: “La luna, el ojo del cielo tuerto”. El cielo tiene
dos ojos, mamá. El cielo tiene el sol y tiene la luna. Pero
cuando abre uno cierra el otro. Por eso parece tuerto.
¿Qué decís, mamá?
- Digo que no me vayas a resultar poeta vos también.
- ¿No te gustaría?
- ¡Hum! No sé. Me gustaría y no me gustaría. Sos muy
comilón. Y los poetas pasan sus buenas hambres. ¿Te
gustaría pasar hambre?
- No mucho.
- Entonces no servís para poeta, hijo.
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LOS BERAZATEGUI
Eran dos hermanos, Martín y Rogelio Berazategui. Fuimos
condiscípulos en tercero y cuarto grados. Siempre los
mejores de la clase. Imposible querer competir con ellos.
Nunca faltaban. Jamás dejaban de estudiar o hacer los
deberes. Sus libros estaban inmaculados, sus cuadernos
pulcros hasta lo inverosímil. ¿Eran jóvenes o viejos los
Berazategui? No se les vio jugar en los dos años durante
los recreos. Desde un rincón, uno junto al otro,
contemplaban jugar. Miraban como nosotros nos
empujábamos, sudorosos y encendidos, dándole a la
pelota de pared – todavía el fútbol no era popular – cómo
nos afanábamos en el rescate o en la mancha. O
simplemente empujándonos y golpeándonos y chillando,
todo porque sí, porque era imprescindible moverse, hacer
circular la sangre joven, crear músculos, derivar la
acumulación nerviosa de haber estado cuarenta minutos
en clase, bobamente quietos y callados. Los Berazategui
seguían en su rincón, callados y quietos. Nunca se les oyó
un grito. Jamás una palabra mal sonante. Silenciosos,
apocados, correctamente vestidos de marinero; ya desde
esa temprana edad no vivían. Contemplaban vivir,
miraban pasar el mundo ruidoso y desgarrado de los
demás chicos que jugaban, se empujaban, se golpeaban,
arbitrarios o lógicos, injustos o justicieros. Los Berazategui
no realizaban como los demás, experiencias de vida. ¿Qué
se hicieron los Berazategui? ¿Habrán muerto de
consunción y de tristeza antes de los veinte años? Para
nosotros tenían algo de mujeres, algo de niños. Su
aprobación nos interesaba. Alguna vez cometíamos alguna
pillería para que ellos riesen, para exhibirnos ante ellos
como si fuesen niñas, para asombrarlos.
Alguien los llamó “ganchudos”. No lo eran. El “ganchudo”
es el predilecto del profesor sin merecer tal situación. Los
Berazategui merecían los elogios que se llevaban, las
notas de sobresaliente que acumulaban en sus cuadernos
impolutos, forrados, sin un borrón ni una dobladura.
Martín y Rogelio Berazategui, ¿en qué oficina de escribano
zambulleron su precoz vejez? ¿No se sobrevivirán aún
sepultados en un convento de cartujos?
EL MONO PANCHO
-¡Vamos al zoológico! – decía nuestro padre.
Era una clarinada. Nos hervía la sangre de por sí ya
tumultuosa. Y corríamos a vestirnos con tanta alegría y
prontitud como con desgano cuando nuestra madre decía:
“Vamos a la iglesia”...
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El viaje era largo. El tranvía, tirado por dos jamelgos,
traca, traca, traca, traca... Al fin, llegábamos al zoológico.
El jardín zoológico de aquellos años era lamentable. Las
pobres bestias encajonadas en deleznables celdas, casi no
podían moverse. Nos miraban melancólicas y hastiadas
desde las rejas. Pasábamos, admirativos, pese a la lástima
que se merecían, frente a los leones, los tigres, los pumas
y el elefante que nos parecía enorme. Volábamos a las
jaulas de los monos. Allí nos deteníamos. Entre ellos
estaba el Mono Pancho.
El Mono Pancho era célebre. Los diarios y revistas
hablaban de él, de sus gracias. Nuestra mayor dicha
fincaba en que el mono recibiera las nueces o galletas
que le brindábamos.
Y lo comentábamos largamente. Y caprichosamente:
- ¿Viste como partió las nueces que yo le di?
Un día supimos que el Mono Pancho había muerto.
- ¡Murió el Mono Pancho! ¡Pobre Mono Pancho!
Y el Jardín Zoológico perdió la mitad de sus atractivos.
No recuerdo si fue en “Caras y Caretas” o en un diario que
apareció la fotografía del Mono Pancho grande. La recorté
y la guardé entre mis libros, como hubiese podido guardar
la fotografía de un héroe. La llevé al colegio. Un
condiscípulo me ofreció cambiármela por una torta. Resistí
a la tentación. Y él:
- ¿Dos tortas?
- ¡No!
- ¿Tres tortas?
- ¡No, no, no!
Fui fiel a la admiración y a la memoria del Mono Pancho.
Hoy me regocijo de ello.
EL MILAGRO DE LA MANZANA
Al lado de nuestra casa de la calle Balcarce, en Mar del
Plata, veraneaba una familia de Aldao, santafecinos, muy
clericales. Siempre recibían a curas. El padre, un anciano
paralítico, no tenía frases para reprochar que su vecino de
la izquierda, un italiano enriquecido llamado Galli – con
dos hijas de mi edad, perturbadoras – le hubiera puesto a
su casa: “Chalet XX de Septiembre”. Los Aldao tenían un
hijo llamado Tomás, un poco menor que yo, de nueve o
diez años. Una tarde, a la hora de la siesta, al través del
derruido cerco que separaba nuestras casas, lo sorprendí
de hinojos, rezando, con la mirada en el cielo. Se persignó
y ya iba a irse cuando yo, trepando al cerco, le pregunté:
- ¿Qué estabas haciendo?
- Rezaba.
- ¿Rezabas aquí?
- Rezaba para que caiga de una vez esa manzana que está
allá en lo alto.
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Y me señaló en la copa de un gran manzano que había en
el fondo de su casa, una enorme manzana roja, bien
incitante a las gulas infantiles.
- Me voy a dormir la siesta – dijo él – Mañana volveré a
rezarle para que caiga.
Y se fue a dormir la siesta.
Quedé pensando. Pensando y contemplando la roja,
enorme, incitante manzana.
No pensé mucho. Me armé de piedras y comencé a tirarle.
Ocho, diez, vente pedradas... Al fin acerté una y la
manzana cayó. Salté el cerco. Nunca otra manzana me
había parecido más rica, más jugosa.
Al día siguiente encontré a Tomás:
- ¿Sabés – me dijo – que mi manzana se fue al cielo?
Yo ignoraba hasta entonces que el cielo estuviese en mi
estómago.
- Sí – prosiguió él – hoy fui a rezarle y ya no estaba en la
rama. Se fue al cielo. Un milagro. Dios me la llevó
seguramente para castigarme.
- ¿Y por qué te debía castigar Dios?
- Por mis pecados.
No lo contradije.
Pero los milagros... Los milagros ya habían comenzado a
entrar en la región penumbrosa de mis dudas.
JUEGOS
Globos y barriletes eran mis juegos preferidos. Me daban
la sensación de salir de mí mismo, de escapar de la tierra,
de subir a las nubes. Eran la libertad. Es cierto que una
libertad limitada, una libertad sujeta a un hilo, pero
libertad al fin, ya que era irse, ascender, alejarse. Cuando
nos compraban globos, al principio, mientras el globo se
mantenía brillante u tenso, lo contemplábamos en el techo
de nuestra alcoba, atado a un barrote de la cama.
Acostados, subíamos y bajábamos el globo, y era como si
nosotros mismos bajáramos y subiéramos hasta el techo.
Cuando el globo comenzaba a ajarse, a no subir
rápidamente; nos decíamos:
- ¡Larguémoslos!
- Y los largábamos. Subíamos a la azotea y los dejábamos
ir, a la merced del viento. Subían ceremoniosamente, se
empequeñecían y, por último, no los veíamos más.
Nosotros, mi hermano y yo, que los habíamos
contemplado irse, ya cuando no los veíamos, nos
preguntábamos:
- ¿Estarán en las nubes?
- ¿Habrán llegado al sol?
- ¿Cuándo lleguen al sol, reventarán?
Con los globos habíamos encontrado otro juego cuando se
nos reventaban. ¡Paf! ¡Qué catástrofe! No nos afligíamos
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demasiado. Con sus restos, con ese harapo que es un
lindo globo de gas después de haber explotado, hacíamos
muchos globos pequeños y los atábamos a un hilo. Era un
collar de globos tremolante en la punta de un palo.
Ahora le encuentro una conclusión filosófica a este acto:
De mi sueño hermoso que acaba de fracasar, hacer
muchos pequeños, una manera de que la resignación no
sea tan triste, no tenga aspecto de derrota definitiva.
JAUJA
Entre los muchos relatos legendarios, vidas de santos y
milagrosas curaciones de Jesucristo que oí en mi niñez de
mi abuela, hazañas de guerreros y emperadores remotos
a mi abuelo, heroísmos de romanos como Musio Sévola a
mi padre, cuentos de aparecidos y de fantasmas a María
Gómez; ninguno me impresionó tanto como la posible
existencia de Jauja, ciudad maravillosa. Porque allá, en
mi primera niñez, cuando comenzaba a aficionarme a los
libros, encontré un pesado librote en el que se hablaba de
aquella ciudad maravillosa como de algo cierto. ¡Si estaba
en un libro! ¿Acaso podría mentir un libro? Aquel libro era
un diccionario. El diccionario de Joaquín Domínguez, un
enorme tomo ya amarillo y medio destartalado que
encontré en un estante cualquiera de cualquier mueble y
sobre el cual me pasaba horas buscando palabras, y el
significado de “ciertas palabras” que los mayores sólo
decían a medias para que no aprendiese lo que no
debiera, según ellos.
Cuando leí los prodigios que acerca de Jauja decía el
diccionario me propuse, una vez grande y fuerte, porque
yo tenía la seguridad de llegar a ser grande y fuerte, me
propuse visitar la ciudad maravillosa. Se decía que para
entrar allí había que hacer un boquete comiéndose trozos
de queso y tierra. ¡Los comería! Y tornaba a leer el párrafo
que hablaba de la ciudad feliz. Este: “Todos nacen adultos
de dieciséis años, conservándose eternamente en esta
edad, sin que ninguno muera”... ¡Tener dieciséis años!
¿Qué mayor aspiración para un chico de diez, cuando en el
viejísimo diccionario de la Lengua Española por Joaquín
Domínguez realicé el descubrimiento de Jauja?
EQUIDAD
Tercer grado. Juan Más y yo estábamos aprendiendo a
silbar y se nos escapó un silbido en clase. El maestro se
encolerizó.
- Ahora, en el recreo, se quedarán los dos escribiendo diez
veces su nombre. Así aprenderán que en clase no se
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puede silbar, ¡mal educados! ¡Ponerse a silbar en clase!
¡Es el colmo! ¡Qué desvergüenza!
Callamos, pero yo reflexioné: el nombre de Juan Más tiene
menos letras que el mío; si los dos hemos silbado, no está
bien que él escriba su nombre y apellido con menos letras
y yo los míos con más letras. Reflexioné y le dije:
- Señor...
- ¿Qué?
- Juan Más tiene menos letras...
- ¿Y qué?
- Si los dos hemos silbado igual, me parece que los dos
deberíamos tener igual penitencia...
- ¡Ah! ¿Con que está protestando? – me interrumpió el
maestro - ¡Muy bien! Ahora usted escribirá veinte veces su
nombre y apellido. Juan Más, por no haber protestado,
saldrá al recreo.
Así entendían la equidad los maestros de entonces. Así se
nos enseñaba que la razón no puede argüir razones frente
a la autoridad.
DIABLURAS DEL ABUELO
Mi abuelo Ángel murió en Mar del Plata, en los primeros
meses del año 1900. Un ataque de gota, naturalmente.
¿De qué podía morir ese “gourmet”, prolijo saboreador de
comidas picantes, experto catador de alcoholes? Murió de
la “enfermedad de los ricos”, según la definía Juan B.
Justo en la Cámara de Diputados, al comentar la muerte
de un colega – o lo que fuese – “bon viveur”. Mi abuelo
murió de la enfermedad de los ricos, siendo un ex rico.
Una ironía de su mala suerte. (La mala suerte es bromista
con los bromistas, y mi abuelo lo era.) Pero murió en su
ley. Murió sufriendo con estoicismo las punzadas del ácido
úrico traicionero. Y murió echando al fraile que le trajeron
subrepticiamente. Ya no podía hablar. Se presentó el fraile
y él, con señas, violentamente, lo alejó de sí, como quien
aleja una pesadilla, como quien aleja un remordimiento. Al
lado de casa vivían unos santafesinos, los Aldao, muy
católicos. Ellas, las mujeres, convencieron a mi madre que
se resistía a hacerlo, pues conocía el anticlericalismo del
moribundo. Y trajo al fraile. M abuelo lo echó. El
ensotanado salió crepitante de culebras y otras alimañas
en forma de epítetos.
Mi madre no “aguantaba pulgas”. Se le enfrentó al
ensotanado y le reprochó su poca paciencia, nada jesucristiana. Alrededor de la anécdota, tanto las Aldao, como
mi madre y mi abuela, se complotaron. Era preciso
silenciarla. No decir a nadie que el moribundo se había
resistido a la confesión. Pero yo estaba allí, en el cuarto,
en ese momento. Vi las señas de la mano de mi abuelo,
furioso pro la presencia del fraile. Vi su faz desfigurada por
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la cólera. El hecho contribuyó a que mi fe católica – ya
comenzaba a bambolearse – poco más tarde cayera,
transformada en ruinas. Y mi admiración por mi abuelo,
¡tan valiente!, valiente aún en aquel minuto en que la
mayoría de los hombres, entre ellos buen número de
liberales, afloja; se acrecentó. ¡Lindo el viejo, corajudo el
viejo! Ni al Diablo ni a la Muerte, así con mayúsculas
personificados, temió él. Ni aún cuando el traidor ácido
úrico le venía debilitando la sangre brava desde mucho
tiempo antes de caer postrado. Mi abuelo, según mentas
familiares, había sido muy católico. No faltaba a misa.
Confesaba y comulgaba regularmente. Pero se hizo
amigote y compinche, no recuerdo ahora bien si de un
obispo o de un abate. Esto debilitó su fe y concluyó por
extirpársela. Resultó que ese abate u obispo era un gran
farrista y mi abuelo se interiorizó de ciertas cosas... En
resumen, mi abuelo se transformó en un “traga
frailes”arquetípico muy siglo XIX, a lo Juan María Gutiérrez
o Eduardo Wilde. Fue a votar por Roca en la segunda
presidencia porque en la primera expulsó al Nuncio
Mattera por haber metido su eclesiástica opinión en la
política del país. Cuando veía pasar sacerdotes, se le oía
rezongar: “¡Tiburones!” los llamaba en su jerga de
aficionado a la pesca. Ni mi madre ni mi abuela lloraron su
muerte. Esto me impresionó. ¿No lo querían?
Seguramente sólo soportaban su presencia desde hacía
muchos años. ¿Tenían rencores contra él? La oí recordar a
mi madre que él, una noche, a ella y a su hermana, las
tuvo, no sé por qué falta mínima, arrodilladas, en cuanto
las custodiaba revólver en mano. Mi abuela le cortó el mal
recuerdo:
-¡Calla, hija! Ahora está en manos de Dios. Deja que él
juzgue. Nosotras recemos. Era tu padre. Yo sólo espero
que Dios lo perdone como yo le he perdonado todo lo que
a mí pudo hacerme.
Y se puso a rezar, piadosa.
Mi abuelo había cometido aquello que mi madre
recordaba, seguramente influenciado por el alcohol. Tenía
“mala bebida”, como él lo reconocía. Le daba por pelear.
Un hombre cruel, distinto a lo que él era, le salía al
llamado de la ginebra, su alcohol favorito.
Ellas no lloraron. Y yo lo lloré. Lloré pensando que no era
él sino mi abuela quien había muerto. Más tarde tuvo
otros llantos su muerte. Llegó Ernesto de Buenos Aires.
Todo lo invadió su dolor ruidoso. Me impresionó ver llorar
a gritos a aquel indiazo fuerte que no se apartó del ataúd
en toda la noche, como si cumpliese una consigna militar
o un rito.
En la cocina se juntaron los eternos asistentes a cualquier
velatorio, los que llegan atraídos por el café y la ginebra.
Cayó allí Don Pedro Medrano, “el pariente”, como le
llamaba mi abuelo, empecinado inventor de apodos. “El
pariente” era un viejo enjuto, conversador sin tregua. El
69
café y el alcohol acabaron por avisparle del todo. Y
comenzó a recordar a su “pariente” Don Ángel, camarada
de juventud. A él y a sus diabluras. Narró allí, en medio de
un corro jaranero cien y una anécdotas del que ya dormía
en la sala, entre velones y un gran crucifijo por cabecera.
Narró que a los quince años, siendo corneta, en un
combate contra los “salvajotes” – así llamaba aún a los
unitarios “el pariente” – el capitán le mandó tocar retirada
y él tocó “a degüello”. Ganaron el combate.
Narró episodios del tiempo de la fundación de La Plata. Un
día allá apareció una maestra apellidada Morcillo. Mi
abuelo comenzó una serenata en honor de la maestra,
pero era una serenata con tachos y piedras. La pobre
mujer casi murió del susto. Creyó que había entrado un
malón de indios. Al día siguiente se volvió a Buenos Aires,
aterrorizada.
Narró la broma que le hizo a uno que engordaba un
cordero con el propósito de regalarse el primero de año.
Un día lo invitó a comer cordero al asador. Se juntaron
amigos, comieron y alabaron el cordero que comían.
Cuando el otro se fue a acostar, halló entre las sábanas
las patas de un cordero. Comprendió: habían comido su
cordero.
Narró que una noche, a las diez, hora avanzada en una
gran aldea silenciosa y recogida como La Plata, allá por el
ochenta y tantos, se oyeron tiros. ¡Gran alarma! Era mi
abuelo Ángel que, bromista, y para entretener su
aburrimiento, había salido a la azotea, tirado unos tiros al
aire en una esquina, corrido por las azoteas a la otra
esquina, a volver a descargar el revólver. Después bajó a
escuchar los comentarios de la gente alarmada.
Narró amores, cómo enlazó a una muchacha que se le
mostraba remisa y la raptó en ancas del caballo.
Narró peleas, cómo una vez, ya viejo y estando en la
puerta de la casa, mateando, pasó un hombre que le dijo:
Buenas tardes. ¿No me conoce? Mi abuelo no lo conocía.
El otro se arremangó el brazo y le mostró una cicatriz. Lo
reconoció. Aquella cicatriz le había quedado de una pelea
a cuchillo que habían tenido hacía treinta años. Se
abrazaron. Y se pusieron a matear juntos, a recordar,
aunque ambos habían olvidado el motivo de su duelo.
Narró de los bufones que, a manera de Rosas, no le
faltaban nunca. Un loco Balbastro al que disfrazó de cura,
lo metió en el río en un coche y allá lo abandonó.
Balbastro comenzó a escandalizar porque el río crecía y él,
mi abuelo, divertidísimo. Recordó otro de sus bufones, un
mulato manflora llamado Mimina al que disfrazaba de
mujer y hacía que le coquetease a los carreros y
mayorales de tranvía que pasaban.
“El pariente” había comenzado la narración de otra
diablura cuando en la cocina apareció m madre, furiosa.
La seguía Ernesto, respaldándola, y no menos furioso.
Alguien había ido a contar que en la cocina se jaraneaba.
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Así era, el grupo allí refugiado reía a descostillarse, reía y
chupaba como si estuvieran en un peringundín. Las
carcajadas cesaron. Mi madre increpó al “pariente” por su
inconveniencia. ¿Qué suponía? ¿Eso era un velorio o una
fiesta entre prostitutas? “El pariente”, con bastantes copas
de más, montó el picazo. Mi madre gritó indignada.
Intervino Ernesto, amenazó al “pariente” Lo atrapó del
cuello. Este hizo señas de sacar cuchillo. Se interpuso
alguien. Don Pedro Medrano salió convertido en una
tromba. Sin embargo, aquel velorio jaranero, de gente
que bebía y recordaba bromas, chistes y diabluras,
momentos felices, era un velorio digno de mi abuelo.
¿Quizás las carcajadas eran excesivas? Posiblemente dado
el motivo que reuniera a aquellos circunstantes.
Al otro día, paso a paso de los jamelgos de una empresa
fúnebre, mi abuelo subió la loma donde está el lindo y
soleado cementerio de Mar del Plata. Lo dejaron en el
Panteón de la Sociedad Española de Socorros Mutuos
donde mi padre era socio honorario por haber hecho los
planos del panteón gratis. Y allá quedó mi abuelo, una de
mis admiraciones infantiles, entre españoles a quienes,
como buen criollo “del tiempo de enantes”, él
descendiente puro de españoles, detestaba: otra ironía de
su mala suerte.
Mi abuelo no había sido ningún santo durante su juventud,
es cierto, aunque es necesario reconocerle, y lo hacían
cuántos le conocieron, era generoso, más: dadivoso y
valiente, más: temerario, capaz de dar su camisa, como
vulgarmente se dice, y de exponer el cuero, por quién se
lo pidiese, aunque éste fuera “gaita” o “extranjis”. Y por
estas dos cualidades, ser generoso en un mundo de
egoístas y valeroso en un mundo de “no te metás”, bien
merece Don Ángel Herrero que Dios, al que su boca tiraba
cada terno como para no ser repetido, como la del viejo
Vizcacha, era “la boca de un condenao”. Bien merece que
Dios, el del Evangelio, no el Jehová de la Biblia, se lo haya
llevado a gozar un poco de su gloria, ¡él que tanto padeció
en la cochina tierra, según repetía siempre!
QUEVEDO
Tuve de Quevedo - ¡el gran Francisco de Quevedo y
Villegas! – y esto hasta muy entrado en mi adolescencia
lectora, una visión harto equivocada, un juicio injusto.
Hasta estudiar historia de la literatura española no caté la
enjundia y el valor cívico del satirizador. Y este juicio es el
que teníamos todos en la escuela primaria, en la nuestra.
Se lo debíamos a un condiscípulo, bastante mayor, que
tenía un libro con anécdotas sobre Quevedo, eran
anécdotas picarescas, casi sucias. Quevedo, para
nosotros, resultaba un zafado, simplemente. Aquel joven
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nos reunía y nos leía o narraba las anécdotas
quevedescas. Por ejemplo: Quevedo sintió necesidad de
evacuar el vientre y se ganó en un rincón, de espaldas a la
calle. Pasó una dama y como esto, al parecer, ocurría en
Italia, la italiana se espantó y dijo: ¿”Qué vedo”? El
reflexionó: ¡Hasta por el culo me conocen!
Nosotros, a las carcajadas.
Trabajo me costó, a fuerza de leerle, -¡Oh, aquellos
magníficos y candentes y terribles y sonoros e inmortales
tercetos contra el valido del Rey! – mucho trabajo me
costó rehacer mi opinión sobre él – para mí – escandaloso
y divertido Quevedo. Pienso ahora:: ¿Y de mis
condiscípulos de entonces, los que no leyeron nunca al
autor de tanta maravilla, ¿Quiénes se emanciparon de su
visión infantil, debida a un maestro limitado como era el
muchachón dueño de aquel libro de anécdotas? La
mayoría, estoy seguro, al oír la palabra Quevedo, seguirán
creyendo aún que es una palabra turbia, no pronunciable
en presencia de la inocente esposa y los inocentes hijos,
aunque él sería el único inocente al suponerlos inocentes.
MÁS DIVERSIONES
Cuando en la Avenida Entre Ríos sacaron los viejos
carricoches tirados por matungos y los sustituyeron con
tranvías eléctricos, tuvimos que adaptarnos a un nuevo
deporte. Había que subir a los tranvías caminando.
¿Íbamos a hacerles señas de parar como si fuésemos
mujeres o viejos? ¡Qué vergüenza hubiese sido!
Ensayamos. Y lo conseguimos, por supuesto. Quién
sobresalía en este deporte algo peligroso precisamente,
fue un muchachote gordo, llamado Aníbal. No sólo subía y
bajaba limpiamente, y no en las esquinas que era donde el
vehículo aminoraba su marcha de huracán – así la
definíamos nosotros -, también subía y bajaba a mitad de
cuadra. Más: se entretenía burlando al guarda y a los
pasajeros: corría tras el huracanado tranvía para subir a
él, hacía como que pisaba en falso y se dejaba caer al
suelo. El guarda, alarmado, tocaba el timbre, los pasajeros
sacaban las cabezas por las ventanillas, el tranvía paraba.
Algunos se prestaban a auxiliar al caído. Se arremolinaban
los mirones. Aníbal era conducido, entre preguntas
solícitas, a que se sentase en un umbral. Se comprobaba
que no tenía nada roto, que no estaba herido. El tranvía
se alejaba, los mirones se alejaban. Quedábamos
nosotros, un grupo de muchachos que reía y festejaba al
héroe.
EL AMIGO NEGRO
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Un muchacho de los tantos que jugaban en la calle con
nosotros, era negro. Un día mi madre nos vio a mi
hermano y a mí abrazados con el chico negro. Nos
reprendió:
-¿Cómo van así abrazados con un negro, y por la calle?
- Quedé en silencio, sorprendido por el reproche:
- ¿Y qué tiene, es mi amigo, como son Ángel, Rómulo y
otros que no son negros? Si voy con Rómulo o Ángel, ¿por
qué no ir con Lucas?
- Ahora quien callaba era mi madre. Yo proseguí:
- ¿Vos no tenías en La Plata una amiga negra, la mujer del
escribano Platero?
- Sí, pero no iba abrazada por la calle con ella.
- Pero ella venía a casa de visita y vos ibas a su casa.
Además, yo te he oído hablar muy bien del escribano
Platero.
- Y merecía que hablasen bien de él. Era todo un
caballero, todo un señor, honrado a carta cabal. Tu padre
lo estima mucho.
- Lucas, mi amigo negro, también es un buen muchacho
muy estudioso. Tiene diez años y estudia y trabaja. Vende
diarios y revistas.
- Bien, pero no anden con él por la calle, y menos
abrazados, como los ví hoy. No es propio de niños.
- No comprendo, mamá.
- Cuando seas grande comprenderás muchas cosas que no
podés comprender todavía.
- Pero yo quisiera comprenderlas ahora.
Mi madre seguía bordando, en silencio. Yo la veía
pestañear, ya impaciente.
Insistí, a pesar de ello:
- Telésfora y Martiniana eran negras. Yo te he oído hablar
con ellas cuando venían a casa. Les decías: Querida
Telésfora, querida Martiniana, ¡tanto gusto!
- Telésfora y Martiniana fueron cocineras de la casa de mis
padres. No eran mis amigas.
- Pero cuando ellas venían a visitarte les dabas té con
masas como cuando vienen tus amigas.
- Porque las quiero. Me recuerdan mi juventud y mi niñez.
- ¿Las querés y son negras?
- En casa de mis padres siempre se trató muy bien al
personal de servicio, fuesen blancos, indios o morenos.
Ser sirvienta es una desgracia. Son pobres. ¿Tratarías mal
a un rengo o a un jorobado porque fuese jorobado o
rengo? A los pobres hay que tratarlos bien ya que tienen
la desgracia de ser pobres, pero no hacerlos sus amigos.
- Lucas es un chico pobre, ¿pero quién te dice que llegue a
ser doctor algún día, y se enriquezca? El dice que va a
estudiar de médico.
- Cuando sea médico será otra cosa.
- ¿Entonces podrá ser mi amigo?
- Sí.
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- ¿Sabés que sigo sin comprender, mamá?
- Esperá a tener veinte o treinta años para comprenderlo.
Me alejé refunfuñando:
- Digan lo que digan, yo seguiré siendo amigo de Lucas,
como antes. ¿Y vos? – le pregunté a mi hermano.
- ¡Yo también! ¿Por qué no voy a ser amigo? Si me hace
las cuentas cuando yo no las sé. Si me presta las revistas
que vende para leer los chistes...
DE DONDE VENIMOS Y ADONDE VAMOS
¡Y no saber de dónde venimos ni adónde vamos! –
lamento de poeta. Esto También se lo preguntan y lo
preguntan los niños.
- Mami, ¿cómo nacen los nenes?
- Los trae una cigüeña. Los trae de París.
¡Basta! Cuando se tienen cinco o seis años, tal explicación
es suficiente. Después ya se encargarán los amigos uno o
dos años mayores de enterar al neófito acerca de que
aquello de la cigüeña llegando de París es
engañapichanga. Pero como el muchacho mayor lo dice
misteriosamente, en el niño queda guardado. La madre
siempre supone que su chico de ocho años aún cree eso
de la cigüeña, pero es un punto sobre el cual no se vuelve
y acerca del cual el niño no pregunta.
Cierta vez, yo tendría nueve años, se suscitó una
discusión en el colegio, no ya sobre la cigüeña, cosa que
todos relegábamos para los más chicos. Se discutía acerca
de cómo nacen los bebes, si nacen del ombligo o del sexo
de la madre. Se requirió el dictamen de un chico cuya
madre era partera. ¿Cómo dudar de la palabra del hijo de
la partera? Si alguna debiera saber sobre ese asunto era
él. Yo por algunos años, seguí creyendo lo qué él
afirmaba: que los bebes nacían del ombligo de la madre.
Hasta que un día, en una librería de viejo, hojeando un
libro, me enteré. Tendría trece años.
La pregunta “adónde vamos” es más fácil de responder.
Los religiosos, como mi abuela, nos decían que iríamos al
cielo, el limbo para los no bautizados, el purgatorio y el
infierno.
- ¿Y quién hizo estos lugares?
- Dios.
- ¿Y quién hizo a Dios?
PISAR LA SOMBRA
Los días de sol jugábamos - ¿jugábamos o combatíamos?
– a pisar la sombra. Conseguir pisar la sombra del otro era
vencerlo. Quién veía su sombra pisada se erguía,
74
iracundo, y a su vez, pretendía pisar la sombra de quien
se la había pisado. Corridas, empujones, injurias, no pocas
veces puñetazos. Tal era el juego, o el combate Y para
perjuicio de los mayores, que se veían atropellados y
reaccionaban, ya insultándonos, ya largándonos una
bofetada.
¿Pero por qué jugábamos a pisar la sombra? ¿De dónde
nos había llegado ese juego que ahora califico de
misterioso? Ahora que guardo en mí lecturas esotéricas.
La sombra, el “Khaibit” de los egipcios, era para éstos y
otros pueblos de Oriente, el alma – o doble – del cuerpo
proyectado hacia fuera. Pisar la sombra a otro es
ofenderlo en lo más profundo – nos explica el sutil
psicoanalista Otto Rank. ¿Quién, qué gitano nos había
traído a nosotros, muchachos occidentales, esa creencia
que nosotros transformamos en un juego agresivo?
FUMAR Y SILBAR
Para ser hombre - ¿y quién después de los once o doce
años no quiere ser hombre, o parecer hombre? – para ser
hombre era imprescindible saber silbar y fumar. Lo
primero llegué a realizarlo con denodados esfuerzos
inútiles. Mi padre silbaba admirablemente trozos de las
óperas de Verdi y Rossini. Mi hermano Ángel se metía los
dedos en la boca y daba un silbido estridente. Nunca pude
hacer esto. Para fumar, ¡qué esfuerzos y cuánto sufrir!
Pero era imprescindible fumar, sino, ¿cómo iba a ser
hombre o llegar a ser hombre por lo menos? También mi
hermano Ángel, un año menor que yo, fumaba. Esto me
enardecía. Él gozaba fumando. Yo sufría al fumar; ¡pero
fumaba! Mi abuelo fumaba unos cigarrillos negros
terribles, pero mi padre fumaba “Monterrey” suaves. Los
compraba por cajas y se la asaltábamos. Además, con diez
centavos se compraba cigarrillos “La Popular”; con cinco
centavos “Acorazado Garibaldi”. Un paquete, catorce
cigarrillos, me duraba mucho tiempo, porque yo no
fumaba por el goce de fumar, como tantos; a mí fumar no
me producía goce. Fumaba para mostrar a los demás
chicos que yo también fumaba. Y fumaba para poder sacar
el paquete del bolsillo y alargarlo diciendo: ¿Querés? Si el
otro decía: “No fumo”, lo guardábamos satisfechos,
triunfantes. El no era hombre, yo sí, yo fumaba, yo tenía
un paquete de cigarrillos. En silencio, el otro, el que no era
hombre, me contemplaba. Y yo sentía su admiración
envolviéndome como un halo de gloria.
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LAS ESTRELLAS QUE TEMBLABAN
En las noches de verano, placéame arrastrar el colchón
afuera y allí, tirado en el patio, quedarme dormido,
contemplando las estrellas. Por eso descubrí que algunas
estrellas brillaban fijas y otras temblaban. Se me ocurrió
preguntarle a Don Silverio. Él era el sabio de un boliche,
despacho de bebidas que estiraba su mostrador – su
estaño como se dice ahora – en la esquina de Pozos e
Independencia. Allí Don Silverio, frente a la copa de
ginebra y rodeado de borrachines, pontificaba. Él lo sabía
todo. Él hablaba de todo. Los chicos lo escuchábamos
embobados. Particularmente cuando hablaba del 80, del
90 o del 93, las revoluciones en que él había peleado. Don
Silverio era un viejo de gran barba canosa. Esta barba
constituía a cimentar y erguir el prestigio de su sabiduría.
Además, como había sido ordenanza del Congreso o de los
Tribunales, no recuerdo bien, el hablaba d hombres que
figuraban en los diarios o en las caricaturas de las revistas
como si hubiesen sido sus camaradas de chupandina, con
familiaridad absoluta. Y no los llamaba por su apellido,
sino por su nombre o por su sobrenombre. Alem, por
ejemplo, era Leandro; Mitre, don Bartolo; Del Valle,
Aristóbulo; Pellegrini, “el Gringo”; Roca, “el Zorro”;
Uriburu, “el Búho”; Udaondo, don Guillermo; Emilio Mitre,
el “Hijo del General”.
Naturalmente, Don Silverio era radical de los de Hipólito,
según él llamaba a Irigoyen, con absoluta confianza. Los
26 de julio, aniversario de la revolución del 90, Don
Silverio aparecía tocado con boina blanca. Y decía:
- ¡Las balas que ha visto ésta – refiriéndose a su boina –
volarle alrededor como moscardones!
¿No íbamos a admirar a Don Silverio? Nadie se atreva a
dudar de sus afirmaciones. Se lo escuchaba con los ojos y
la boca abiertos, anhelosos de no perder palabra.
- Don Silverio – le pregunté - ¿sabe por qué unas estrellas
están fijas y las otras tiemblan?
- Muy sencillo, muchacho – respondió – algunas tiemblan
porque le pasan nubes por delante.
Deseoso de exhibir mi sabiduría astronómica se la expuse
a mi padre. Éste rió, despectivo. Y me explicó: Tiemblan
las que tienen luz propia, los astros; las que no tiemblan,
como la luna, tienen luz reflejada. Si vivieses en Marte o
en Saturno, verías que la Tierra tiene luz fija, porque la
recibe del Sol... ¿Pero quién te dijo eso de las nubes?
- Don Silverio.
- ¿Quién es Don Silverio?
¿Cómo? ¿Mi padre ignoraba quién era Don Silverio? Le
expliqué. Y él, despectivo:
- ¡Qué sabe de estrellas ese borrachín! ¿Crees que las
nubes van a subir a miles de kilómetros que es donde
están esas estrellas temblorosas? ¡Es un disparate!
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Quedé en silencio. Quedé reflexionando. Pero desde ese
día no escuché a Don Silverio con la admiración de antes.
Ya no me pareció que por su boca – a pesar de la gran
barba – hablaba la Verdad, toda la Verdad. No era difícil
que Don Silverio macanease también en otras cosas. Una
vez casi lo contradigo; pero no me animé a tanto. Hubiese
sido una audacia excesiva para un chico a quien Don
Silverio, desde la cumbre de su sapiencia, decía:
- Ché, pipiolo, andá a tu casa que ahora voy a hablar con
estos amigos – y señalaba a los borrachines, sus
incondicionales admiradores – Y voy a hablar de cosas
serias.
Seguramente – yo pensaba – Don Silverio está tramando
otra revolución para voltear al gobierno.
Yo, tragando mis dudas, me iba.
LOS MUSOLINOS
“Musolinos” llamábamos a os barrenderos de la calle. El
nombre les venía de José Musolino, un brigante calabrés
célebre en Buenos Aires por sus venganzas, asesinatos y
luchas con los carabineros de su país.. También a los
“musolinos” se les llamaba “boyiteros”- recogedores de
bosta – o “catamerdas”; y esto, a gritos, para molestarlos.
Porque los musolinos, generalmente italianos
meridionales, campesinos sacados de su terruño para
llenar en Buenos Aires cualquier oficio, aún el más
humilde, como este de barrendero, por su torpeza
campesina, se los mostraban propicios a nuestro deseo de
hacer bromas. Se les irritaba gritándoles sus apodos:
musolino, boyitero, catamerda; se les perseguía el tacho
donde guardaba el fruto – o lo que fuere – de su labor
para volcarlo en la calle. Algunos de ellos, ya fuera de sí y
armado de su escobillón y su pala, nos corría. No les era
fácil alcanzarnos, él, torpe de andar con zapatones burdos
y nosotros ágiles, livianamente calzados. Si para
desventura, valiéndose de su pala como proyectil, el
barrendero alcanzaba a uno de nosotros en las piernas, se
la tenía que ver con la belicosa madre del herido, oír los
improperios y amenazas más cruentas. Y alrededor de los
litigantes, nosotros, participando de la escena con caras
de niños inocentes.
VICIO
Una vez – tendría yo seis o siete años, o sea antes de mis
crisis religiosas – sorprendí a un cura fumando.
¡¿Fumar un sacerdote?!
77
(“Sacerdote”, palabra quizás un tanto solemne y
respetuosa que usaba mi madre. Nosotros decíamos
“cura” o “fraile” y, a veces, sólo entre muchachos y para
hombrear, “cuervo”.)
Corrí a decirle a mi madre:
- Mamá, ¿fumar es un vicio?
- ¡Por supuesto!
- ¿Y los sacerdotes pueden tener vicios?
- No.
- ¡Yo he visto un sacerdote fumando!
- ¡No puede ser!
- ¡Sí, yo lo he visto!
- Te has equivocado, seguramente.
- No me equivoqué, mamá: ¡Yo lo he visto, yo!
- Será un mal sacerdote.
- ¿Pero hay sacerdotes malos?
- Algunos... pocos...
No hablé más. Me alejé pensativo, punzado por los
abrojos de las dudas...
Malo que un chico de siete años dude. Malo para las
enseñanzas de los mayores.
DIVERSIONES
Los faroles a gas no “transformaban la noche en día”,
como escribe un escritor a mediados del siglo XIX, cuando
los faroles a gas – en las calles céntricas – comenzaban a
sustituir a los de kerosén. No transformaban a la noche en
día, pero sí prolongaban su crepúsculo. Y a la semiluz de
éste se podían, a su vez, prolongar las diversiones. Y las
más preciadas, pues se hacían a costa de los mayores, de
quienes había algo que vengar, algún destemplado grito,
alguna amenaza de rompernos los dientes, cuando no
también una cachetada o un puntapié ejecutivos. Los
grandes siempre nos debían una venganza. ¿Cómo
cumplirla sino burlándonos, así como se venga el zorro del
prepotente e injusto tigre? ¿Los grandes eran
prepotentes e injustos? Bien. Para ellos se ideaba hacer un
paquete prolijamente envuelto y dejarlo en un lugar
penumbroso. Pasaba alguien. Si se bajaba a recogerle, y
hallar con que adentro tenían un adoquín, el grupo de
muchachos, desde la esquina, ocultos en un zaguán
echaba su engaño con silbidos. También podía ocurrir que
el paseante, al ver el paquete, le diera un puntapié. El
adoquín oculto hacía su obra de contragolpe. Y a su dolor,
el grande, agregaba las burlas. Otra diversión consistía en
la piedra voladora. Era una piedra atada a un hilo; desde
una azotea se dejaba caer sobre el descuidado paseante y
se recogía prontamente. El paseante recibía un golpe
misterioso. Indagaba... El hilo en el llamador era otra de
aquellas diversiones infantiles. Las casas entonces, en
78
lugar de un timbre, tenían un llamador de hierro. Se le
ataba un hilo que iba a parar a una azotea de enfrente. Se
tiraba el hilo, sonaba el llamador. Salía alguien de la casa.
¡Nadie! Pasaba un rato. Vuelta a llamar. Otra salida inútil.
El engañado se mantenía en acecho, seguramente rabioso.
A veces se repetía la broma cuatro o cinco veces, hasta
que el engañado renunciaba a descubrir al bromista o
pillaba el secreto y arrancaba el hilo. Las colas de papel en
el saco, una tira de papel que se colgaba del saco de un
“afilador” de los que en una en otra esquina pasaban
frente a algunos balcones; otra diversión, y quizás menos
inocente que aquellas. El ridículo, al fin, es más cruel que
la violencia. Para algún vecino excesivamente “cabrero”,
uno de esos que no dejaban jugar en su vereda o que
colaboraban con el vigilante; existía el “regalo”. El “regalo”
era un montón de bosta, de la mucha con que los carros y
coches decoraban las calles. Prolija y minuciosamente
envuelta y metida en una caja de cartón, se le enviaba
con un mensajero.
No puede faltar en esta enumeración de diversiones la de
jugar a pelearse: dos muchachos se ponían uno frente a
otro, se insultaban, como a punto de golpearse, pero no
se golpeaban. Por supuesto, pasaba un hombre y se
detenía, a ver aquello. Ver pelear no dejaba de ser
entretenido. Se detenían otros y otros. Alguno comentaba,
sobrador. “Se tienen miedo”. Otro animaba: ¡Metele, pibe!
El círculo de espectadores se agrandaba. Entonces era
cuando los que se iban a pelear, echaban a correr riendo y
burlándose de los defraudados. Hacer que los grandes,
esos grandes injustos, prepotentes, tan habituados a la
injuria o al golpe, colaboraban, contra su voluntad, para
divertirnos; multiplicaba, por supuesto, el goce de ésta.
¡Los inocentes niños, los tiranos niños, ya predispuestos a
transformarse en hombres! ¿Pero de quién era la culpa?
¿De los niños o de la violencia que los rodeaba?
LA PERRERA
¡La perrera! El grito nos conmovía. La perrera avanzaba
circuida de un hálito guerrero. El mundo infantil
estremecido corría adelante, atrás, a los costados del
carro de la perrera. Dos mocetones con lazos, puestos a la
caza del perro vagabundo o no vagabundo, con patente o
sin patente; después el carro del que salían lamentosos
aullidos, detrás un vigilante a caballo para impedir que los
mocetones, “los mataperros”, fuesen estrangulados por
los vecinos protestadotes, para que la ordenanza
municipal se cumpliera.
El carro avanzaba lentamente dejando un reguero de
emoción y de lucha en los chicos. ¿Quién de nosotros no
se largaba delante del carro, a salvar perros, a
79
ahuyentarlos para cuando llegara el mocetón y su lazo.
Ansiosos, chispeantes las pupilas, arreboladas las caras,
roncos de gritar; nubes de chicos salvadores de perros. Y
cuando al “mataperros”, como le llamábamos, al odioso
“mataperros” se le escapaba uno del lazo, ¡qué griterío de
júbilo! Las mujeres intervenían. Ellas nos animaban a
proseguir en nuestra lucha contra los “mataperros”.
También los dramas: El dueño de un animal que había
caído en el lazo, sus protestas, los lloros de mujeres y
niños. ¡La perrera! Como si hoy se dijese: ¡Los aviones!
Como si hoy se diera el grito de alarma de que llegan los
bombarderos. ¡La perrera! Recuerdo cuando a maldecida
se llevó a nuestro perro Colmes. Nuestra madre tuvo que
mandar a Ernesto a que pagara la multa, a que trajese a
nuestro querido perrazo. O lo traía o nos enfermábamos
todos de pena. Y cuando lo vimos entrar, ¡qué emoción,
que besos y abrazos al resucitado, qué hablarle como si
pudiera comprendernos el desborde de epítetos cariñosos,
de palabras enternecedoras! ¡La perrera! Aún de hombre
he visto pasar la perrera y he tenido unas ganas casi
incontenibles de prenderle fuego. Era un espectáculo
salvaje ese del paso de la perrera por las calles tranquilas
y silenciosas del suburbio.
LA PLUMA NUEVA
El maestro de 4o. grado, un francés, se llamaba Jean
Delbaux. Ese año yo era uno de los mejores alumnos de la
clase. Siempre irregular en mis estudios, el año siguiente
llegué a ser uno de los peores. Quizás dependería de los
maestros. Jean Delbaux me había sido simpático. Poseía
orden y claridad. La regla de tres compuesta, la ortografía
con todas sus leyes ilógicas y excepciones, la conjugación
de los verbos irregulares; al pasar por él, se nos hacían
accesibles. Y de pronto, un hecho insignificante, partió el
puente de simpatía entre el maestro y yo: Teníamos que
escribir un dictado. El maestro daba importancia a la letra
y yo tenía una pluma medio rota. El maestro se asomó a
mi dictado: “Oh, c’est mal, très mal” – exclamó - ¡Qué
letra horrible!” Le expliqué: Mi pluma está rota. Sacó del
bolsillo una nueva: “Tome, se la presto”.
Cuando terminó el dictado fui a devolverle la pluma. “Yo
se la di nueva – me dijo – tráigame una nueva.
Su acto me pareció mezquino. En aquel tiempo, las
plumas valían un centavo. Al salir del colegio compré una
pluma y se la llevé al otro día. Él la examinó: “Usted me
trae la misma pluma” - dijo - . “No - protesté indignado.
Es de la misma marca, aquí está la de usted”. Y se la
mostré en mi lapicera. Aceptó. Pero desde ese acto, el
maestro no fue el mismo para mí. No me empeñé como
hasta entonces para estudiar, para sobresalir y escuchar
80
sus aprobaciones. Su palabra había perdido valor para mí.
Aquel maestro se me había derrumbado. ¡Qué mezquino,
qué sucio! “Tiene cara de usurero” – me dije. Él
continuaba llenándome de elogios, Sus elogios no me
interesaban. Por suerte faltaban pocos días para que
terminaran las clases. Deseaba no verlo más. Y no lo ví
más tampoco. En las vacaciones, algunos de mis
compañeros fueron a visitarlo. Yo no fui nunca.
LA SEÑORITA BILBAO
Todas las tardes, en fila india, guiados por la mujer del
director de la escuela, íbamos los quince o veinte
muchachos que nos preparábamos para comulgar a la
Iglesia de la Concepción – Independencia y Tacuarí – a
aprender doctrina cristiana. Allá nos esperaba la señorita
Bilbao: cuarenta o cincuenta años secos, adustos, más de
la mitad pasados en la sacristía. Jamás la vimos sonreír. El
arquetipo de beata, de solterona que se quedó para “vestir
santos”. Parecía una delegada del infierno. De su boca
sólo salían historias terríficas. Era muy posible que tuviese
cola y cuernos y que los ocultara. Parecía gozarse con
torturarnos. Través de la agria, quemante, inflexible
señorita Bilbao, ¿qué se hizo el dulce, blando, Jesús de mi
abuela? La señorita Bilbao era toda amenazas.”¡Cuidado!
No vayan a tocar siquiera, cuando comulguen, la hostia
con los dientes. Les va a pasar lo que a un niño que por
ello se quedó con las mandíbulas duras. ¡Cuidado! No
vayan a tomar ni agua antes de la comunión. Si toman
algo, la hostia, al caer en sus estómagos, se convierte en
una bola de fuego”... ¡Qué historias espantables,
inauditas, espeluznantes y tenebrosas las de la señorita
Bilbao! ¿Y sus ojos? Nos clavaba sus ojos de batracio,
inmóviles, penetradores, como si quisiera hundirnos la
mirada en el corazón, y traspasárnoslo.
¿Cómo comprender el cristianismo, el de Jesús, al través
de esa inquisidora! Nos hacía temblar, estremecer con su
mirada de acero, frío, con su voz chirriante, de hielo. Yo,
que siempre he andado con el sistema nervioso en
torbellino, más de una noche tuve pesadillas con aquella
instructora de doctrina cristiana.
¡Pasó!
Hacía más de un año de todo aquello, cuando un día la vi
en Mar del Plata. Vivía próxima a nosotros. Nunca me
acerqué a su puerta, iba por la vereda de enfrente. La
temía. Y una vez, en la playa, una mañana de sol jubiloso,
zambulléndome, divirtiéndome con otros muchachos y
echando a volar, ¡vaya a saber qué interjecciones para
demostrar hombría!; veo a la señorita Bilbao, allí, en el
mar, a dos pasos míos, espantada de oírme decir lo que
estaba diciendo, clavándome sus ojos de batracio,
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inmóviles, fulminantes! Me estremecí. Por suerte apareció
una gran ola y me escabullí bajo esa gran ola oportuna. A
ella la atrapó desprevenida y la arrastró, vacilante.
Aproveché la oportunidad para dar unas briosas brazadas
y desaparecer, ¡para siempre!, de su vista. ¿Para siempre?
¿Y si la volviera a encontrar en los quintos infiernos,
adonde seguramente me llevará mi herejía, transformada
en una demonia? No necesitará freírme ni atenazarme con
hierros candentes para torturarme. Bastará que me hunda
la mirada de sus ojos de batracio, inmóviles,
torquemadescos.
PERSECUCIÓN DE UN RETRATO
No bien salimos de la iglesia, el día de mi comunión, mi
madre me llevó al estudio de un fotógrafo. Tengo presente
el retrato: Un muchachejo flacuchón, en pose dura y
tonta, moño al brazo vestido con las mejores pilchas.
Pasó el tiempo. Llegué a mis diez y siete o diez y ocho
años vehementes. Me hice un furibundo anticlerical. No
podía entonces ser uno de esos “ataúdes ambulantes” sin
echar, in mente, una puteada. Y me di a la empresa de
lograr, con el objeto de destruirlos, aquellos retratos en
que yo aparecía de primera comunión. Visité a algunos
parientes, a mi abuela paterna que aún vivía en La Plata,
sólo para robar mi retrato vergonzante. Alguno ha de
quedar por ahí, todavía, pues allá por el año 1932 ó 1933,
en una publicación nacionalista y reaccionaria, lo
publicaron, quizás para avergonzarme. En realidad, yo no
tenía por qué avergonzarme de haber hecho, a los nueve
años inconscientes, la comunión. Vergüenza sería que, en
el instante de echar el último vistazo a la vida, llamara a
alguno de esos “ataúdes ambulantes” junto a mi lecho
para poder ir a la diestra de “Dios padre” limpio de alma,
aunque dejando una huella de herejías impresas y
habladas, a su vez, sembradora de herejías... ¿Cómo
borrar tal huella?
PREGUNTAS Y RESPUESTAS EN EL AIRE
-
Mamá, a Dios, ¿hay que quererlo o hay que temerlo?
A tu padre, ¿lo querés o lo temés?
Lo quiero.
¿Y al maestro?
Lo temo.
¿No lo querés?
No.
Bien, a Dios hay que quererlo.
¿Más que a papá?
82
La madre duda un segundo, y se resuelve: - Sí, más
todavía.
- Será así, pero yo a papá o quiero más que a Dios.
- ¡Cuidado, hijo! Así como el maestro te puede dar
penitencias, Dios te puede castigar.
- ¿Entonces tengo que quererlo a Dios por miedo? Yo a
papá no lo quiero porque me puede castigar. Lo quiero
porque o quiero. Al maestro no lo quiero porque da
penitencias.
- Dios puede enviarte al Infierno.
- Papá nunca me mandaría al Infierno, por más mal que
me portase. Entonces... (un silencio)
- Entonces, ¿qué?
- Que si Dios castiga como el maestro pone penitencias,
Dios es un maestro. Dios no es un padre.
- ¡Lo que te da por pensar, hijo! Sus muy poca cosa
todavía para pensar en un asunto tan serio.
- Es lindo pensar en esto, mamá. Otra pregunta. ¿Querés?
- ¿Por qué me preguntás si quiero?
- Porque parece que te fastidiaras.
- Preguntá.
- ¿Quién es el dueño del Infierno, Dios o el Diablo?
- Dios es el dueño de todo.
- ¿El Diablo es un empleado de Dios?
- Sí.
- Entonces, el Diablo, hace lo que Dios le manda?
- Sí.
- Si yo fuese Dios, mamá, no tendría de empleado al
Diablo. Tendría sólo ángeles y arcángeles. ¿Qué decís,
mamá?
- Nada, hijo. Por ahora, que me dejes tranquila. Tengo
que terminar esta carta.
- Voy a preguntarle a papá.
- Tu padre está muy ocupado. No lo molestes. Preguntale
a la abuela.
- No, a la abuela, no.
- ¿Por qué?
- La abuela todo lo arregla muy fácil. Lo arregla diciendo:
No pensés en eso que te vas a volver loco.
- Pues a mí me parece que no te vas a volver loco, me
parece que ya sos loco.
- Y a mi me parece...
- ¿Qué?
- Nada. ¡Chau, mamá!
REALIDAD E IMAGINACION
De los héroes históricos, como más delante de los clásicos
o no clásicos de la literatura, los maestros y profesores
nos dejaban una visión de seres extrahumanos, casi
divinos. Eran la perfección, algo que jamás podría ser
83
igualado. Por ejemplo: ¿Cómo suponer que Cervantes
pudo emplear mal un verbo? Y sucede en “La Ilustre
Fregona” que dice: “Hoy hacen, señor”... en vez de “hoy
hace, señor”..¿Cómo creer que Olegario Andrade, el de “El
Nido de Cóndores”, tiene una comparación absurda? Era
de la nieve que gotea – la nieve blanca – como una herida
que gotea sangre? ¿O que Guido Spano adjudicase ramas
al yatay? Una palmera que por lo tanto, no tiene ramas
¿Cómo pensar que San Martín, ¡el General José de San
Martín!, como enfática y orgullosamente – por ser sus
compatriotas – pronunciábamos, podría padecer de
reumatismo al igual de un hombre cualquiera? José de
San Martín, para nosotros, allá en los últimos grados de la
escuela primaria, según la visión que de él nos habían
dejado los maestros y las lecturas por ellos
recomendadas, era un dios simplemente, un “inmortal”.
Estaba yo en 5º. Grado cuando leí que José de San Martín
atravesó la cordillera de los Andes enfermo, postrado por
un ataque de reumatismo agudo. ¿Pero entonces San
Martín, ¡José de San Martín!, era algo semejante a mi
abuelo que también padecía de reumatismo? Se me
empequeñeció inverosímilmente. También leí que la
travesía de los Andes se hizo en mula, no en briosos
pingos. Otra razón de empequeñecimiento. Una mula era
algo humilde, un poco más que un burro – mulas se
empleaban en los carros de basura entonces -, un caballo
brioso y caracoleante era algo que se hallaba por sobre
nuestra realidad ciudadana de todos los días, algo que
vivían en nuestra imaginación solamente. Me consoló de
aquel empequeñecimiento de “San Martín y sus huestes”como decía el maestro de 5º. Grado – saber que Aníbal y
Napoleón, al atravesar montañas, tampoco lo hicieron en
vistosos corceles.
Lección provechosa, lección de vida y democracia, es la de
no presentar ante el niño, ya con tendencia a magnificarlo
todo, a héroes de la historia y clásicos de las letras como
semidioses, como seres perfectos, de virtud y saber
inigualables e inigualados por otros. Mostrar a héroes y
poetas en lo que son: seres humanos, grandes, pero
humanos, de la talla de todos, con defectos y debilidades
como todos. La posibilidad de un Cervantes a quien se le
desliza un error – como se me podía deslizar a mí en un
dictado – la comprobación de que San Martín era de carne
y hueso, no de mármol y bronce y podía padecer la misma
enfermedad que postraba a mi abuelo; al principio me
dejaron estupefacto, después contribuyeron a que
adquiriera seguridad en mí. Limpiaron de divinidades el
cielo de mi imaginación, tan propensa a ser iluminada con
luces de colores.
ODIADOS Y GANCHUDOS
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Mi hermano Ángel llegó tarde del colegio.
- ¿Por qué llegás tan tarde? – le preguntó mamá.
- Estuve en penitencia.
- ¿Por qué?
- Porque el maestro me tiene rabia. El maestro me odia.
En cambio, Vicentín, el que vive enfrente, en el conventillo
de enfrente, es un ganchudo. Haga lo que haga, el
maestro no lo penitencia. Hoy llevé las cuentas mal y me
hizo quedar después de la clase a hacerlas. Vicentín ni las
llevó siquiera y no le dijo nada. ¡Es una injusticia!
- Yo voy a averiguar – dijo mamá, siempre ejecutiva – voy
a ir mañana a hablar con ese maestro.
Y al día siguiente se largó a hablar con el maestro. Volvió
explicando:
- Hablé con tu maestro, Ángel. No es injusto ni te tiene
rabia. Por el contrario, me parece un hombre muy
razonable.
- ¿Y por qué, entonces, tiene de preferido, de ganchudo, a
Vicentín?
- Te explicaré. Vicentín no es ganchudo como vos decís. Es
un chico pobre. La madre es viuda y tiene dos hermanos
menores que él. La madre los mantiene planchando.
Muchas veces Vicentín debe hacer los mandados, cuidar a
las hermanas chicas, pelar papas, y otras cien cosas que
le impiden cumplir con el colegio. Vos en cambio, ¿qué
hacés?: ¡Jugar! Si vos no llevás los deberes o los llevás
mal hechos, justo es que el maestro te penitencie; si
Vicentín no lleva los deberes o, por hacerlos apresurado
los lleva mal, justo es también que el maestro disimule su
falta. Ayer, por ejemplo, vos estuviste jugando a la pelota
hasta que anocheció; después, en cinco minutos, hiciste
las multiplicaciones. Las hiciste apresurado y te salieron
mal. Vicentín no tuvo tiempo de hacerlas. Tuvo que llevar
la ropa que su madre planchó a carias clientas del barrio.
Volvió a las nueve de la noche y llegó cansado. Corrió y se
puso a hacer sus deberes, pero se durmió sobre el
cuaderno. ¿Comprendés por qué el maestro, hombre
razonable y justo, disimula sus faltas y no te las disimula a
vos? Vos no tenés atenuantes, él, Vicentín, os tiene. Vos
podés dejar tus juegos y ponerte a hacer los deberes u
hacerlos antes de jugar; Vicentín no. Vicentín tiene que
hacer su trabajo primero, ayudar a la madre y después
ocuparse de sus deberes. Que no te oiga más decir de tu
maestro que te tiene rabia., que es injusto y que tiene de
preferido a Vicentín. ¿Qué decís?
- ¡Hum!
- ¿Cómo hum? Reflexioná. No seas atropellado. No es lo
mismo un estudiante de familia acomodada como vos, que
estudio y no hace otra cosa, que un estudiante como
Vicentín, pobre, que debe ayudar a la madre a ganarse el
pan de cada día.
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Yo escuché estas palabras y no lo olvidé: Puedo asegurar
que fueron una semilla de rebelión. La anécdota entró en
mis recuerdos, germinó en mi mente. Tenía yo entonces
diez años; pero desde entonces comprendí que debería
haber dos justicias – no las hay – una, severa, para los
ricos, otra, tolerante, para los pobres.
OTROS JUEGOS
Había dos clases de juegos que variaban según la edad:
Los que se jugaban con interés de ganar algo y los juegos
sin interés ninguno, los que sólo servían para distraer
tiempo y energías sobrantes. O sea: comercio y deportes.
Para ganar algo se jugaba a las figuras de cajas de
fósforos o a las figuras que venían en los paquetes de
cigarrillos “Atorrantes” – a estas figuras las llamábamos
“escrachos” porque eran dibujos de caras feas, paisajes en
los cigarrillos “Monterrey” y siluetas de mujeres en los
“París”. Se jugaba a las bolitas y a los bolones. Los más
preciados, , los “lecheros”, tenían color blanco mate. Se
jugaba a los carozos de damasco, los de duraznos se
despreciaban o se os partían para hacer con sus pepas
ricas horchatas. Se jugaba a los cobres. Se jugaba a la
troya con trompos. ¿De dónde vendría este nombre troya?
En los diccionarios sólo se refiere a la ciudad que
menciona la Ilíada. A los trompos era imprescindible
señalarlos con una cruz y una raya. El que olvidaba de
hacerlo se exponía a que cualquiera le gritase: ¡Repeluz,
repeluz, no tiene marca ni cruz! Y se apoderara del
trompo. Ley era entregárselo.
Juegos desinteresados, por el honor de ganar, por exhibir
agilidad y fuerza, por sólo emplear bríos de sangre
caliente y músculos prietos: carreras, piedra libre,
mancha, balero, rescate, vigilante ladrón - ¿por qué todos
queríamos ser ladrones y no vigilantes?: Muy sencillo, el
vigilante era un personaje antipático que se oponía a
nuestro albedrío. Juegos para los que también se requería
habilidad. Rayuela: eran dos: la francesa, toda en un pie y
la criolla, con descansos; la billarda: se tiraba un palo que
no pocas veces iba a enredarse entre los pies de un
transeúnte desprevenido. El “Haynenti” al que también se
le decía payana y payanca tenía una ventaja sobre todos:
se podía jugar con carozos o con piedras – solo, para no
quedarse sin hacer nada mientras no apareciese un
compinche. Era un juego ingenioso, con figuras variadas.
Lamento no recordar ninguna.
Otros juegos: Tatetí y los cuarteles – algo así como un
tatetí doble (lo había inventado Ernesto). Después vinieron
las damas, el ajedrez, los naipes – el predilecto entre los
mil y un juegos de naipes, era el siete y medio. En éste se
empleaba habilidad de tahúr y se acuciaba el interés. El
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juego de los soldados llevaba un propósito: Atacar a
garrotazo limpio a los gatos y perros que se pusieran al
paso de los seis o siete chicos, tocados con un birrete de
papel, marchábamos marcialmente bélicos. Si caía sobre
el barrio una manga de langostas, el juego se hacía
paradisíaco. Nos lanzábamos a matar langostas, y esto
con la aprobación de los mayores; hecho insólito, pues los
mayores jamás coincidían con nosotros, aunque no pocas
veces se veían obligados a colaborar en nuestros juegos,
contra su voluntad no hay que decirlo siquiera, se veían
atropellados por los jugadores de la mancha, el rescate o
el vigilante y ladrón, o sacudidos por un pelotazo que les
llevaba el sombrero o les “empavonaba un ojo”.
(Empavonar un ojo, en la acepción que nosotros lo
empleábamos, o sea, hinchar, dejar negro un ojo, no está
en el diccionario.)
Muchos de tales juegos: bolitas, bolones, trompos y
barriletes, se realizaban por ciclos. ¿Quién regía estos
ciclos? De pronto aparecían todos los muchachos con
barriletes o con cobres y todos jugaban con barriletes y
cobres. ¿Quién lo había ordenado? ¿Por qué se los dejaba
por otros juegos?
La pelota a mano contra la pared – sino contra los vidrios,
eventualmente – se hallaba siempre en auge. La pelota se
jugaba sin interrupción en cualquier momento y en
cualquier parte. Así como hoy se juega al fútbol. No se
corría el peligro de hoy. Las calles no eran muy
transitadas y en las veredas no había demasiados
transeúntes. En 1900, con el “Alumni” de campeón, la
pelota a mano fue cediendo su primacía a la pelota con los
pies. Los diarios se hacían eco de los partidos de fútbol,
sobretodo cuando en Buenos Aires aparecieron los
ingleses: el “Southhampton”, el “Nottingham Forest” y los
“Sudafricanos”, “tines” – como decíamos nosotros –
integrados por expertos jugadores y que ganaron como
maestros a los “tines” criollos – criollos hijos de ingleses –
que se les opusieran. La atención pública se volcó sobre el
fútbol.
Nosotros – mi hermano Ángel y yo – teníamos otros dos
juegos. Si mi madre se hubiese enterado de ellos, se
hubiese desmayado. Eran lustrar zapatos y vender diarios
o revistas. Entre nuestros amigos callejeros había un
lustrador de zapatos y nosotros, por diversión,
cargábamos con sus bártulos, ¡y a lustrar! A ganar diez
centavos que no eran para nosotros, sino para el
lustrador. Nosotros éramos aficionados, no profesionales.
Lustrábamos zapatos para divertirnos. También para
divertirnos, o para tener una oportunidad de colarnos a los
tranvías – aún de caballos, si caballos eran sus matungos
– pedíamos a los amigos diarieros revistas o diarios y los
vendíamos. Su importe también era para el amigo
diariero, no existía aún el neologismo “canillita” para sos
vendedores: Florencio Sánchez estrenó el sainete epónimo
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en 1902. Y nosotros jugábamos a ser diarieros, allá por
1899. ¡Delicioso encaramarse a un tranvía caminando, sin
que el guarda nos pudiera decir ni jota, y gritar: Nación,
Prensa, Caras!.. Mi hermano Ángel, siempre falto de
cobres, pues no bien pescaba uno lo convertía en
caramelos largos en el almacén o en pasta orujo en la
farmacia; se dedicó después a vender tarjetas postales.
Las compraba a cinco y las vendía a diez a los dueños de
álbumes. Ganaba bien. Conseguía juntar un peso y lo
transformaba en algo comestible e indigesto. Al otro día:
aceite de castor, ayuno, enemas, cataplasmas, sinapismos
hasta hacer que los 39 ó 40 grados de fiebre
desaparecieran. Todo muy divertido, sin embargo. Porque
¿a quién se le hubiese pasado por el mate abandonar el
proficuo juego de vender por un fiebrón de más o de
menos?
Atar un hilo de coser a un globo de gas – de esos que
regalaban “La Ciudad de Londres” o “El Progreso”, las
grandes tiendas de la época – y dejar que el globo
subiese, subiese hasta que se terminaba el carretel; era
mi goce predilecto. Después lo sustituí por el barrilete. El
caso era “irse” rumbo a las nubes, lejos de la tierra.
Porque no era yo quien quedaba con los dos pies en el
suelo duro. Yo estaba allá, arriba, dónde estaba el
barrilete cabeceando, ya sea sufriendo las cachetadas de
un ventarrón o gozando los besos de una brisa. En el
suelo había quedado un insignificante muñeco de diez u
once años, puro ojos clavados en las zozobras del barrilete
aventurero. Remontar barriletes o dejar elevarse globos
era un modo de sentirse superior a sí mismo, de escapar a
lo real u cotidiano, una expresión de lirismo. Hasta que
este don – o tara – de nacimiento no se tradujera en la
manía de escribir, preciso era descargarlo en remontar
barriletes.
AFEITARSE
¿Quién antes de ser hombre no ha tenido el afán de ser
hombre? ¿Qué muchacho no soñó con aventuras de pelea
antes de ser capaz de afrontarlas? Era preciso saber silbar
y saber fumar, porque si aún no se era hombre a los doce
o trece años, por lo menos imprescindible era parecerlo. Y,
aunque todavía un poco tímidamente, a medias palabras y
con algún muchacho menor, hablar de mujeres... ¡Pero
ese bigote y esa barba que no aparecían! ¿Cómo hablar de
mujeres, como hacerse el hombre, sin los atributos
visibles de la virilidad en el rostro? Allí estaban la navaja y
la brocha de mi padre. Había que usárselas. Era preciso
comenzar a afeitarse. Para adiestrarnos, lo hicimos con las
piernas. Enseguida, a la cara. En seco, no más. Pasar y
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repasar la navaja filosa, como provocando la salida de
barba y bigote. Y salir del experimento con un tajo.
La voz alarmada de mi madre:
- ¿Quién te hizo ese tajo en la cara?
- Un chico.
- ¿Viste? ¡ por andar juntándote con chicos de la calle!
- Fue jugando, mamá.
- ¡Lindos juegos! Seguramente era el hijo de un criminal.
Vení que te pongo alcohol.
Soportábamos la cura. ¿Cómo decir que ese tajo nos lo
habíamos hecho nosotros mismos, esforzándonos por
provocar la aparición de prematuras barba y bigote?
COLARSE A LOS TRANVIAS
Insisto: trece, catorce, quince años... Aun no se es un
hombre, pero se siente, imperioso, el deseo de demostrar
que ya se es hombre. Si se plantea una circunstancia
difícil, aún no se la afronta como un hombre; pero el
cigarrillo en los labios, la palabra sucia pronunciada con
énfasis, el molesto silbido, el descaro para decir un piropo
excesivamente insinuante, la compadrada, en suma, allí
están, en el muchacho que ya viste pantalones largos, y
que aparenta una hombría que no posee. Pues, si en
verdad fuese un hombre, no fumaría en donde dice
“Prohibido fumar”, o, por lo menos, no llevaría en un
costado de la boca el apagado cigarrillo, no haría estallar
ajos y cebollas en voz alta, no silbaría ese tango molesto
en el tranvía o en el tren, no miraría con descaro, sino
recatada, casi furtivamente, a la mujer linda que le
gusta...
Algo que todo chico, quizás desde los diez años o antes,
siente para demostrar hombría, es el deseo de subir a los
tranvías en marcha: ¡Colarse al tranvía! Esos tranvías a
caballo – caballejos, maturrangos, rocinantes -, no muy
veloces, pero a los que las mujeres para subir hacen señas
a fin de que se detengan y a los que quien es hombre, se
sube caminando. ¿Cómo aprender esta demostración de
hombría? ¿Dándose golpes, acaso? No. Allí están las
calesitas. Se comienza aquí, subiendo y bajando – hacia
atrás, como se ha visto que hacen los hombres en los
tranvías – subiendo y bajando de las calesitas,
repetidamente, desde los diez, los nueve, los ocho años...
Después se intenta subir a los tranvías y bajar de los
tranvías en marcha. Logrado esto, ¡qué triunfo! Y ante el
amigo que hace señas – como una mujer – al tranvía,
porque no sabe subir caminando o que no se baja de él a
mitad de cuadra sino en la esquina -¿Cómo las mujeres? ¡Ja! – exhibir una mueca despreciativa, burlona,
demostrarle que él aún no es hombre, como nosotros.
¿Ser hombre? ¡Qué orgullo!
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MIMÍ Y OTRAS LECTURAS
Insisto aún: El tema es importante, tanto que constituye
un sufrimiento, casi una tortura. Saber que no se es
hombre, pero demostrar que ya se es hombre. Fumar,
silbar, decir en voz alta frases gruesas, piropear a las
muchachas con insolencia, hablar de mujeres que todavía
son un misterio, colarse a los tranvías en marcha, si llega
la oportunidad, “hacer la parada” a un hombre, con miedo
de que no nos separen antes de llegar a las “piñas” – “a
vías de hecho”, como se dice en las crónicas policiales.
Algo que ayudaba a “hacerse el hombre” era comprar en
público la revista “Mimí”. Era una revista con chistes
verdes, sexuales. La compraban, por supuesto, viejos
verdes y muchachos; pero en los tranvías se voceaba con
impudicia: “Mimí, revista de putas para hombres solos”. Es
decir, esa no era lectura para mujeres, aunque no eran
pocas las mujeres que la leían. Era lectura “para hombres
solos”, según su pregonero. ¿Cómo, entonces, ese
muchacho de quince años, un hombre, todo un hombre,
no había de comprarla en público?
Había otras lecturas también para demostrar – o exhibir –
hombría. Ciertos libros... “Naná” de Emilio Zola, o
“Aquellas señoras” de Notari. “Naná”, sobretodo. Sentarse
en el tranvía, leer mostrando la tapa donde en grandes
letras dice: “Naná”, y su autor el endemoniado Zolá. Más
de una señora canosa, al leer el título ha hecho una
mueca, y después ha mirado al adolescente de reojo con
severidad y reproche.
Una señora se atrevió a preguntarme:
- ¿Su mamá sabe que usted lee eso? – y dibujo una
mueca de repugnancia.
¿Para qué responderle? Hice un gesto vago, me encogí de
hombros y desdeñosamente continué leyendo.
EL ZAGUÁN ILUMINADO
Una tarde apareció en mi casa una comisión formada por
tres mujeres del barrio: la pastera, la mercera y una vieja,
muy vieja y católica, rentista. Una vez la vieja nos mostró
la mortaja que iba a llevar cuando se muriera. Por esto le
teníamos un poco de terror que, cuando uno es niño, se le
tiene a la muerte. La vieja nos traía la visión de una
calavera con dos fémures cruzados. La llamábamos “Misia
Mortaja”. Misteriosamente dijo que deseaba hablar con mi
madre por un asunto muy serio y repitió: “¡Muy serio,
pero muy serio!" Pasaron a la sala y mi madre cerró las
puertas. Dado lo insólito de tal visita y el misterio con que
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se anunció Misia Mortaja, nos pusimos a escuchar detrás
de la puerta, bien aguzado el oído. Nos enteramos así que,
justo al lado de casa iba a abrirse lo que la vieja llamó,
esto bajando la voz hasta ser casi secreto: “una casa
mala”. La comisión venía para que mi madre firmase una
petición que se iba a hacer al dueño de la casa, un
tendero con negocio en la calle Entre Ríos, a fin de que
“no diese tal escándalo” – fraseo de Misia Mortaja. Mi
madre firmó. Después supieron que la comisión fue a
entrevistarse con el tendero, pero éste la recibió fríamente
y sin preámbulos dijo:
- Esa casa me rentaba ciento cincuenta pesos mensuales,
ahora me darán ochocientos. Si ustedes me la alquilan por
ochocientos, ¡asunto concluido! La ley me protege como
propietario.
La comisión presidida por la vieja esperó en el mercado a
la mujer del tendero y le expuso el caso. La mujer sólo
dijo:
- Yo no me meto en los negocios de mi marido, señoras.
Misia Mortaja, entre invocaciones a los santos, le deseó
que su hija – la hija de la tendera – llegase a ser pupila de
una casa mala.
- ¡Dios la castigará! – anunció la vieja, y le hizo la cruz de
las maldiciones.
La otra intentó arañarla, pero las separaron.
Y la casa mala – quilombo por mal nombre, en honor a la
tribu de los negros quilombos del África, muy barulleros –
se instaló en la calle Estados Unidos, justo mismo al lado
de casa.
Yo entonces tendría doce años y ya el sexo me
mortificaba. A los muchachos se nos erizó la curiosidad.
Por las noches, el zaguán de la casa resplandecía de luz, y
ésta atraía a los hombres. Nosotros, en racimo de seis o
siete muchachos, con el fin de satisfacer algo de esa
curiosidad, saltábamos a la azotea vecina, a espiar. En el
patio también profusamente iluminado veíamos mujeres
en camisa y hombres que se besaban con ellas o
conversaban en cordial tertulia. Alguien, un muchacho
mayor, nos dijo que eso, o sea ir a una casa mala, de
tertulia con las pupilas, se llamaba “franelear”. Ese
muchacho mayor – que ya iba a esas casas, según él –
nos dio también el nombre de esas casas: “prostíbulos”. Y,
jactante, nos enteró de muchas cosas más, cosas secretas
que oíamos, abiertos los ojos iluminados por la codicia
amorosa.
Pero las mujeres de la comisión, indignadas contra el
tendero, no se conformaron con que la casa mala
funcionase impunemente, protegida por la ley. Decretaron
“boicot” a la tienda del cochino tendero como le decían, y
la pastera, madre de un puñado de hijos, a cual más
bandolero, se encargó mediante sus vástagos, de hacer
arrojar las primeras bombas de mal olor al zaguán
iluminado. Estas bombas de mal olor – que después
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desaparecieron – eran unos pequeños globos llenos de un
líquido nauseabundo. Por supuesto este olor alejaba a los
parroquianos del zaguán iluminado. La guerra fue
implacable: ¡Si eran mujeres quienes la hacían, como para
no ser implacable! La vieja Misia Mortaja se enorgullecía
de que ella gastaba y gastaría hasta su muerte o hasta
que el escándalo desapareciese, diez pesos mensuales en
bombas de mal olor. Nosotros, a título de gracia, nos
encargábamos de darles su correspondiente uso. Y la casa
del zaguán iluminado desapareció antes que la vieja de la
mortaja. Cuando tal ocurrió, iba ella de puerta en puerta
cantando victoria y diciendo:
- ¡Ahora ya puedo morir tranquila!
Sobrevivió diez o doce años a la desaparición de la casa
de su odio.
Lo que nunca supo Misia Mortaja es esto: Entre las chicas
– chicas de ocho diez años - de la cuadra, se puso de
moda un juego: Una se agachaba y entre las piernas
sacaba las manos que otra de atrás tomaba. Se les
preguntaba qué juego era ese, respondían,
candorosamente:
- Jugamos al quilombo.
AMIGAS DE MI MADRE
Mi madre tenía una buena costumbre que hemos heredado
algunos de sus hijos: la de hacer amistades nuevas con
facilidad. Y no sólo amigas nuevas, también jóvenes, más
jóvenes que ella. Esa es otra buena costumbre: Amistar
con jóvenes rejuvenece. Más de una vez – y aun ya siendo
ella mujer de sesenta años – la hemos oído:
- Cuando venga ese vejestorio que se acaba de ir, díganle
que no estoy. No hace más que contar sus dolores y sus
peleas con el marido.
Voy a recordar algunas de las amigas jóvenes de mi
madre por una razón particular, una razón que me atañe a
mí, porque no es difícil que yo, a pesar de tener en una
oportunidad sólo siete años y en otra doce; estuve
enamorado de ellas.
Vivíamos aun en La Plata cuando aparecieron tres amigas
nuevas y jóvenes. No sé dónde las había conocido mi
madre, pero se hicieron asiduas de casa. Dos maestras
que tendrían menos de veinte años y una hermana menor
de catorce. Se llamaban Ignacia, Carlota y Cristina. Ésa no
me interesaba. ¿Por qué? Por su edad se hallaba más
cerca de mí que las otras, pero yo no la sentía mujer, y no
me interesaba. Era una chiquilina, como yo era un chico. A
las otras las sentía diferentes. Me gustaba estar con ellas,
hablar con ellas. Yo las veía hermosas, elegantes, oliendo
a agua de colonia y a blanda carne femenina.
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Ellas ignoraban, por supuesto, lo que podían inspirarme a
mí y si yo me hubiese atrevido - ¿cómo iba a atreverme?
– a decirles: “Ignacia, Carlota, estoy enamorado de
ustedes dos”; ¡cuánto hubiesen reído! Me limité a gozar de
la dicha de estar con ellas, de sentirme acariciar por ellas,
convertido en algo así como un gato modoso.
Cuando nos fuimos de La Plata, me separé de ellas
dolorido, igual que si me desgarrasen algo. ¿Pensé en
ellas? Seguramente; pero la vida de un muchacho es por
demás tumultuosa y presentista, no cabe en ella el
sentimiento de la nostalgia, cosa de seres que van
declinando. Al fin olvidé a Ignacia y a Carlota, aunque no
del todo. De vez en cuando mi madre las recordaba:
“¿Qué se habrán hecho Ignacia, Carlota y Cristina?
Prometieron venir a visitarme y no han venido nunca”.
Cuando ella las recordaba, rápidamente pasaban por mi
memoria las dos hermanas maestras que con sus caricias
inocentes, despertaron en mí ansias ocultas...
Más adelante, otras dos amigas de m madre, también
hermanas, removieron esas ansias ocultas. Se llamaban
Marina y Rosaura. Aquélla morocha y ésta rubia, aquélla
grave y ésta alegre. Ambas estaban de novia. Tendrían
menos de veinticinco años. Y ambas cambiaron de novio
varias veces. Uno de estos novios era un gran regalador
de bombones. Tantas cajas de bombones tenía Rosaura, la
novia del regalador, que ella nos surtía a todos de
bombones. Las dos me gustaban; pero sentí preferencia
por Marina. La recuerdo nítidamente, además todos
alababan su hermosura. Al fin se casó. Mi madre fue a la
boda y quiso llevarme. Me hice el enfermo para no ir. L
boda de Marina me había llenado de pena. Yo la amaba y
ella se casaba con otro: un motivo de novela romántica, si
el amador no hubiese tenido – como yo tenía – la mitad
de la edad de la “ingrata”. Ella siempre me trató como lo
que yo era, un chiquilín; pero me trató seriamente, desde
lejos, sin hacerme los arrumacos de Ignacia y Carlota.
Cuando Marina y Rosaura venían, yo me sentaba en un
rincón y las miraba, las miraba casi en éxtasis, y a Marina,
la grave, la miraba como si fuese una diosa.
Como yo me situaba en un rincón a mirar, a ser
espectador, me di cuenta de algo que, al principio, me
alarmó mucho: Mi padre gustaba de Rosaura.
Generalmente, cuando llegaban visitas, mi padre quedaba
en su escritorio, ajeno a ellos. Cuando venían estas dos
amigas de mi madre, él aparecía. Yo observaba. Muchacho
meditativo, en mi soledad, me daba a tejer imaginaciones:
¿Y si mi madre muriese y mi padre se casara con
Rosaura? Imaginaba yo el martirio que hubiese sido para
mí tener, todos los días, en casa, a esa mujer inaccesible,
más inaccesible por estar casada con mi padre. Rosaura
era coqueta, le placía sentirse admirada por mi padre.
Cuando éste se hallaba presente en la sala, ella
conversaba con más versatilidad que nunca, reía con más
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cristalinas y sonoras carcajadas que nunca. Mi madre, a
pesar de que tenía sus buenos puntos de celosa, no se dio
cuenta de lo que ocurría. Yo, sí. Nunca le dije nada. Tenía
bastante buen sentido para ver y callar. Pero por suerte,
uno de los novios de Rosaura terminó casándose con ella.
Yo sentí satisfacción de que se casase. Sentí como si
acabásemos de salir de un peligro. Seguramente, con mi
imaginación propensa al fantaseo, exageraba; pero… ¿si
no se exagera a los doce años?
Fui a la boda de Rosaura. Fui para ver a Marina quien,
después de su boda, ya no iba por casa. No la vi. No
asistió a la fiesta. Dijeron que hacía una semana había
dado a luz y no se encontraba bien de salud. Pensé: ¿Y si
muere? Me estremecí pensando en su muerte posible. No
murió; pero como si hubiese muerto: No la vi más.
Tampoco supe nada de ella nunca. La vida de las ciudades
turbulentas nos lleva y nos trae como maderos en un mar
alborotado. No se es dueño de uno mismo. Las personas
aparecen y desaparecen de nuestra vista. De pronto
alguien nos dice: ¿Se acuerda de Fulano? ¿Fulano?,
repetimos, ¡Ah, sí! ¿Qué es de él? Y el otro nos da la
noticia: Murió. ¿Murió?, repetimos, por decir algo. Así me
dieron un día la noticia de la muerte de Rosaura. ¿Y
Marina? Marina como si también se hubiese muerto...
• TERCERA PARTE •
ARDID
En el 1er. Año del “Lycée Louis Le Grand” teníamos cuatro
profesores. El de dibujo, un francés, venía una vez por
semana a hacernos copiar láminas de ornato y figura. Su
perfil se me ha desdibujado por completo, ni el nombre
me queda. Otro, Enrique Buscaglia, italiano, un joven de
28 años vigoroso y colérico, preñado de inquietudes y por
quién sentíamos respeto y admiración. Éste arremetía con
casi todas las asignaturas: historia y geografía argentinas,
matemáticas y botánica. El director del colegio, Louis
Ardit, nos enseñaba francés.
Por último, un joven correntino llamado Carriego, venía a
darnos gramática dos veces por semana, o sea “ortología
y ortografía”, según el texto de Hidalgo Martínez o el de la
Real Academia Española. Este profesor de gramática,
burlón, nos fue antipático desde la primera clase. Y de ella
sacó ya – a causa de su ancha boca y su visible dentadura
– un seudónimo: Yacaré. Era un mestizo de indígena.
Entramos a farrearle. A su espíritu burlón respondíamos
con nuestra agresividad sorda. No bien se daba vuelta
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para escribir en el pizarrón, la clase se erizaba de
maullidos a lo “pampero”, ruido que se produce con la
boca cerrada, remedando un ventarrón. Yacaré sentía por
mí el mismo repudio que yo sentía por él. Ya me había
pronosticado hacerme “reventar” en el examen. Falló su
pronóstico. A él no le daba lecciones, pero yo estudiaba y
en el examen escrito – que se rendía en el Colegio
Nacional del Norte al cual el Lycée se hallaba incorporado
– saqué sobresaliente en gramática.
Una vez me expulsó de la clase. Salí de ella rezongando
fuerte: “Correntino ‘e mierda”... me corrió, pero me
encerré en el baño y tuvo que intervenir el director para
que abriera.
Otra vez me acusó de haber gritado en clase. No era
cierto. Protesté violentamente. Yacaré solucionó el
conflicto condenándome a que escribiese cien renglones
así: “No gritaré más en clase”. Me negué. Se quedó
conmigo después de la hora de salida para que cumpliese
la penitencia. Con los brazos en cruz, me negué a escribir.
Pasó media hora, pasó una hora... En silencio, solos en la
clase, uno frente al otro, dos enemigos a la expectativa. Al
fin, cansado, llamó al celador y le encargó que me hiciese
cumplir la penitencia. Se fue. No bien salió comencé a
escribir los cien renglones; pero así: “Yo no he gritado en
clase”. El celador que ignoraba todo, contó que eran cien
renglones y me dejó ir, satisfecho.
EL PRUEBISTA
Con frecuencia nos llevaban al circo, ya sea el de Frank
Brown, ya circos crioyos de suburbio que epilogaban la
función con un drama gauchesco, siempre el mismo, ya se
tratase de Juan Moreira o de los tres hermanos orientales,
o de Santos Vega o de Juan Cuello o de otro gaucho.
Siempre lo mismo: Peleas con la policía, cantos y bailes en
la pista. La función también siempre igual, pero siempre
interesante. En la Avenida de Mato, antes de llegar a Entre
ríos, cuando aún no se había hecho la plaza, existía el
“Buckingham Palace”, un enorme galpón donde actuaban
circos extranjeros. Allí actuó Mefisto, un equilibrista en
bicicleta que realizaba un número muy arriesgado y allí,
por emularle, se mató otro equilibrista en bicicleta. La
ciudad se conmovió por esta muerte.
Traigo el recuerdo de los circos por unas palabras que me
dijo mi padre al salir de un circo. Tendría yo diez u once
años, y no las olvidé. Habíamos visto a un pruebista que,
apareciendo andrajoso, hecho un atorrante, saltaba sobre
un caballo y, de pié sobre éste, comenzaba a sacarse un
saco, otro saco, un chaleco, otro chaleco, un pantalón,
otro pantalón; entretanto el caballo giraba al galope por la
pista. El atorrante, a fuerza de quitarse y tirar ropas,
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quedaba convertido en un esbelto pruebista, sólo con la
malla rutilante de lentejuelas. La transformación del burdo
atorrante, una bolsa de harapos, en gentil figura del
pruebista hallaba eco en el público que lo aplaudía
estruendosamente.
- ¿Viste ese pruebista que se presentó tan repulsivo, fue
tirando lo que le sobraba y terminó en una delgada y ágil
figura? – me dijo mi padre – Así se debe hacer en la vida:
ir tirando odios, tirando envidias, tirando vanidades,
tirando pasiones, sucias como trapos viejos y quedar
convertido en otro ser, en algo que da gusto mirarlo.
¿Comprendes?
El planteo era difícil para mi edad, Dudé:
- Y... no sé...quizás...algo.
- Pensá.
Continúo pensándolo.
ROBAR, UN DEPORTE
Robar era un deporte, un deporte divertido y peligroso. Se
robaba por espíritu de aventura simplemente. Comer un
caramelo o una torta robados era comer algo con gusto a
hazaña. Por eso robábamos, nada más que por eso. El
hambre no nos impulsaba al robo. Teníamos las golosinas
que hubiésemos deseado; pero no era lo mismo comer lo
que se compra, lo que estaba en la casa a disposición
nuestra, que comer lo que el almacenero guarda, celoso.
Además era preciso aguzar el ingenio para conseguir algo
en un descuido del almacenero, un terrible ogro, forzudo y
gritón, capaz de aplastarnos de una cachetada. Y lo
burlábamos, pese a su fuerza, pese a sus ojos saltones,
siempre vigilantes. Robar, además de un deporte
peligroso, constituía un honor. En nuestra guerra intuitiva
contra las personas mayores, prepotentes, despreciativas
de nuestra debilidad; burlarlos era vencerlas.
Nos presentábamos dos o tres a comprar en el almacén,
por ejemplo, dos caramelos largos que costaban un
centavo cada uno. Después se pedía la yapa. El
almacenero se encolerizaba enseguida. ¿Cómo?
Gastábamos dos centavos y pretendíamos yapa. Pero se le
discutía el derecho a la yapa. Mientras, los otros dos
metían las ligerísimas manos en un tarro de caramelos o
en una bolsa de nueces. Cuando el almacenero, furioso,
hacía ademán de salir de atrás del mostrador para
expulsarnos violentamente, huíamos, a repartir lo robado,
eso con gusto a aventura, a riesgo.
En la panadería que estaba a unas puertas de casa
hicimos robos más importantes. Allí robábamos cajas
enteras de galletitas. Para poder hacerlo habíamos hallado
una ocasión. Tarde a la noche, la madama de un
prostíbulo que estaba a la vuelta golpeaba el portón de la
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panadería. Salían a abrirle. Ella entraba a la cuadra de la
panadería para comprar pan y bizcochos calientes. El
portón quedaba abierto cinco o diez minutos, nosotros nos
colábamos por él y salíamos cargados.
Más adelante, ya de pantalón largo, robábamos en las
librerías. El procedimiento era semejante. Uno “lateaba” al
librero, otro se levantaba con el libro, generalmente un
libro caro, más allá del peso o de los dos pesos. También
se compraba primero uno o dos libros baratos, era la
carnada, el librero mordía, no desconfiaba ya de nosotros.
Y se le echaba mano al libro que estaba más allá de
nuestras posibilidades financieras... En la casa de un
amigote del barrio abrimos una biblioteca. Dos o tres
anaqueles de libros robados; pero un día hallé que uno de
aquellos libros se vendía en un boliche de la calle Entre
Ríos que expendía también cigarrillos y fósforos.
Sencillamente esto, el amigote bibliotecario fumaba a
costa de nuestros robos. Se fundió la biblioteca, por
supuesto. Ser robado era ser burlado. ¿Y cómo podíamos
nosotros, burladores, admitir esta ignominia?
¡Los libros que he robado sólo para regalar! Para sentir el
placer de regalar.. Y regalar a muchachos tímidos que no
se atrevían a hacer lo que yo hacía. Pero los regalaba no
ocultando que el libro era robado. ¡No! Exhibiendo, ¡y a
mucho honor!, su procedencia. Recibía así la gratitud y la
admiración del obsequiado.
¿No valía esto, ser admirado, más, ¡mucho más!, que si el
otro me hubiese dado por el libro el doble de lo que valía?
LA AVENIDA DE MAYO
Conocí a la Avenida de Mayo cuando la inauguraron – año
1894. Ir a la Avenida de Mayo constituía un paseo. Desde
la calle Entre Ríos, circundada de baldíos o de casas en
construcción en su mayor parte, se llegaba a la plaza de
Mayo, a admirar la Pirámide, después de haber admirado
el Cabildo – o el trozo de Cabildo que aún erguía su torre
y sus arcadas múltiples.
La Avenida de Mayo se fue transformando rápidamente,
pocos años después de 1894 ya ostentaba bares, negocios
y casas de varios pisos. Todas las manifestaciones
políticas y los desfiles militares se realizaban en la Avenida
de Mayo. Era el corazón y el orgullo de Buenos Aires. Ya
adolescentes, al salir de casa, sin rumbo, a caminar
porque era imprescindible salir de casa, moverse,
constituía el obligado camino. Ir y volver por la Avenida de
Mayo, después de haber tomado un café o un helado en
alguno de sus bares. La calle Corrientes, la antigua,
estrecha, cordial, singularísima, con sus bares y librerías
de viejo, tomó importancia más adelante, después de
97
1910. Hasta ese año, el “todo Buenos Aires” era la
Avenida de Mayo.
EL ADULON
Había un tipo de alumno al que despreciábamos. Era el
adulón. Nosotros le llamábamos con nombres más
gráficos, más expresivos, más estridentes, más
evidenciadores del común desprecio. El adulón se llamaba
“manya orejas”, porque siempre algo tenía que decirle al
profesor, como si le hablara en secreto. También se
llamaba “lambedor”, de lamer; pero con esa “b”
intercalada con el fin de hacer más duro el vocablo.
Lamedor es suave, “lambedor” es fuerte. Otro nombre del
adulón: “chupamedias”. ¿Puede haber algo más asqueroso
que un tipo, a fuerza de obsecuente, pueda llegar a eso?
La hipérbole era contundente. El adulón, o sea el
manyaorejas, el lambedor, el chupamedias, siempre era
mal alumno. Poco inteligente, sobretodo. Para él, todos los
profesores eran “doctor”. Fuese o no fuese doctor, él a
todos le decía “doctor”. A principio de año, ya en la
primera clase, pedía al profesor que diera el texto. Se
mostraba ansioso de estudiar. El adulón se sentaba en la
primera fila. Escuchaba atento, aunque no entendiese
nada.
Todos los años aparecía un adulón y con idénticas
características, como si hubiese una escuela de adulones
que los produjera. Inútil que le evidenciáramos nuestro
desdén despreciativo. El adulón no se corregía. Llevaba
sangre de cortesano, mañas de cortesano. Y a su sonrisa,
los profesores, tiranos en pequeño, respondían con
sonrisas...
FIEBRE TIPUS
Una mañana me desperté con fiebre y dolor de cabeza.
¿Indigestión? Una hora después llegó el médico.
Diagnosticó fiebre gástrica, pero era preciso esperar... Por
lo pronto, dieta: té con leche, caldos. Pasó la semana y no
se había ido la fiebre. Las caras de mi abuela y mi madre,
el ceño de mi padre, el alejamiento de mis hermanos
menores... Yo tenía algo contagioso. ¿Qué podría tener?
Algo grave. ¿Qué sería? Me dí a pensar. Y se me ocurrió:
Tengo fiebre tifus.
La solicitud, el aspecto de mi abuela y mi madre, la fiebre
que no se iba... Recordé a un condiscípulo que había
muerto de fiebre tifus, ¡pero yo no moriría! No sé por qué,
ni por un segundo, se me ocurrió que yo podría morir.
Estaba seguro de ello, tanto que una noche que me había
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subido la fiebre y el médico no sabía a qué atribuirlo, mi
abuela y mi madre tenían ojos de haber llorado, esa noche
les hablé:
- ¿Ustedes creen que voy a morir?
- ¡No digas disparates, hijo!
- ¡Cómo vamos a creer eso, muchacho!
- Sí, tienen miedo. Se los leo en la cara. No tengan miedo.
No voy a morir. ¡Estoy seguro! Mi abuela y mi madre se
miraron, asombradas. Yo proseguí:
- Estoy seguro: ¡Me curaré!
Y me curé al cabo de cuarenta días de fiebre y quedar
convertido en un esqueleto.
UN JUGUETE PELIGROSO
En la convalecencia de una fiebre tifus, mi madre apareció
con un juego de carreras. Se jugaba mediante dados. El
juego me entretuvo enormemente; pero fue un juguete
peligroso. De él pasé a aficionarme a las carreras de
caballos. Comencé a leer las que se efectuaban en el
Hipódromo, a informarme acerca de caballos y jockeys.
Comencé a jugar para mí. Elegía mis favoritos y al día
siguiente devoraba el diario para ver si había acertado. En
aquel tiempo se hicieron famosos algunos “cracks”. Todos
lo comentaban. Yo me hice carrerista sin jugar, no
conozco aún el hipódromo. Hecho un “catedrático”,
discutía con otros chicos acerca de favoritos, aprontes y
tiempos. Cuando tuve diez y ocho años, sin ir al
hipódromo, mediante redobloneros y llevado por un
condiscípulo, jugué dos o tres veces: “Jugá a fulano – me
decía mi condiscípulo – no puede perder”. Por suerte, los
pingos que no podían perder, perdieron. Me desengañé.
Allí no había lógica. Todo era trampa. Unos a otros,
componedores a jockeys y jockeys a componedores de
studs, se burlaban miserablemente. Los que se titulaban
“catedráticos”, los profetizadores de “fijas”, perdían
siempre. Todo esto lo vi claro en mi adolescencia.
Además, como nunca me interesó ningún juego por
interés de ganar
–
ni naipes, ni dados, ni ruleta – abandoné las
carreras.
Pero aquel juguete que me regaló mi madre, llena de
buena voluntad, pudo hacerme jugador, carrerista, que es
una desgracia. Pudo ponerme bajo la esclavitud de un
vicio.
LA ESTATUA DE MAZZINI
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El apóstol de la unidad italiana, José Manzini, republicano
y conspirador, tenía, tiene mejor dicho, una estatua en
Buenos Aires. Allí está, desde 1878, en la Avenida Leandro
Alem – entonces Avenida de Julio, la antigua Alameda,
entre Tucumán y Lavalle. Los mitines obreros se hacían
ante su estatua. Liberales, masones, socialistas o
anarquistas, se congregaban, estrepitosos y furibundos, a
desahogarse verbalmente contra la injusticia social que los
extenuaba. Era curioso- pienso ahora – que, hombres
como los socialistas y anarquistas, ideólogos más
avanzados que el propio Manzini – adversario de Marx y
de Bakunin – fueran a rendirle homenaje. Quizás veían en
él sólo al luchador austero, sin penetrar mucho en sus
doctrinas.
Frente a la estatua del maestro de Echeverría – el del
Dogma, el de la “Joven Argentina corolario de la Joven
Italia”, ni matar a un vigilante, a un “cosaco”, según se les
decía entonces a los vigilantes de a caballo por su
brutalidad. Concentraban ellos el odio de los obreros
rebeldes. Los “cosacos”, unos chinotes gigantescos,
traídos de Entre Ríos y Corrientes, todo lo arreglaban
atropellando con sus caballerías a oradores y público o
disolviendo a sablazos los mítines.
Sería el año 1903, yo era un adolescente, pero ya andaba
mezclándome, a escondidas de mis padres, en aquellos
mitines, oyendo con placer a los fogosos, crepitantes
oradores, generalmente españoles e italianos. El mitin
tenía permiso hasta cierta hora; pero los oradores se
sucedían incansables y cada vez más furibundos. Los
aplausos y gritos encendían en aire, eran llamaradas. Ya
era de noche. De súbito, sonó un clarín. Los cosacos
subieron a la vereda con sus poderosas caballerías. Se
llevaron todo por delante. Y a los que se negaban a huir,
¡sablazo va y sablazo viene! Refugiado tras de un viejo
tronco vi la escena. Uno de los manifestantes, un crioyo
evidentemente, por su color aindiado y la negrura de su
cabellera y de sus ojos, hombre ya maduro, sin duda bien
avezado a esas lides; había sacado el cuchillo. Un cosaco
se le acercó y, desde arriba, le tiró un sablazo como para
partirlo; el crioyo, buen gaucho, esquivó el golpe y, ágil, le
hundió el puñal en el vientre. El cosaco se inclinó para
caer...
Salí huyendo, tembloroso. Corrí varias cuadras. No paré
hasta la plaza de Mayo, donde me tiré sobre un banco a
respirar, angustiosamente.
COLEGIO NACIONAL OESTE
El segundo año lo comencé a cursar en el Colegio Nacional
Oeste – hoy Mariano Moreno – ubicado en la calle
Belgrano con otras dos entradas por Rincón y Pazco en
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casas anexas a la principal, un caserón de grandes patios
y cancha de pelota en el fondo. Era el año 1802. Mi
hermano Ángel, según consenso general, insoportable y
revoltoso, fue pupilo al Colegio del Salvador. Mi padre en
esto dejó hacer, actitud de tantos liberales, dejan hacer a
ellas, a las madres, como si los asuntos de religión y
educación de los hijos no les concernieran. Quizás esto es
lo único que puedo reprochar a mi padre: dejar hacer.
Dejar hacer en religión y en asuntos de colegio. Cuando
pasaba frente al Salvador, ese caserón frío y acuartelado
de los jesuitas, él – admirador de Massini y de Garibaldi –
reprochaba a mi madre invariablemente: “Por vos
tenemos allí un hijo encerrado”. Ella replicaba - ¿cuándo
mi madre no iba a replicar? -: Ese hijo era insoportable, la
enloquecía, siempre en la calle atorranteando, a veces,
hasta vendiendo diarios, colándose a los tranvías;
además, ella estaba ocupada con los otros hijos
menores... Porque los hijos continuaban llegando, llovidos
del cielo. Cada cual “con un pan bajo el brazo”, pues los
asuntos de mi padre iban viento en popa. Construía en
Buenos Aires y en Mar del Plata, sobre todo. Ya tenía
clientela de gente rica, recuerdo algunos nombres:
Udaondo, Uriburu, Anchorena, Carabasa, Ocampo,
Bandiux, Hileret, Hardoy, Girando, Quintana, Blaquier,
Leloir, Padilla, Tornquist, Lagos.
En el Colegio Nacional Oeste, como alumno regular, cursé
segundo, tercero y cuarto años. Después, allí también
como libre, en 1906, di el quinto Y sexto. Fui alumno
mediocre en segundo, malo en tercero y excelente en
cuarto; entre diciembre de 1905 y marzo y julio de 1906,
terminé el bachillerato. Tuve sólo un aplazo: en Historia
de la Literatura de quinto que aprobé en julio, raspando,
por haber sabido un poema de Fray Luis de León
aprendido en el segundo grado elemental. La materia,
estudiada en un librejo de 200 páginas, consistía en
historia de las literaturas griega, romana, europea,
española, americana y argentina, un catálogo de nombres
y de obras. Curiosidad: Los seis años del colegio
secundario los cursé con seis programas diferentes. Como
cada año cambiaba el ministro de Instrucción Pública, era
forzoso cambiar los programas, para hacer algo. Así, por
ejemplo, la historia argentina, primera parte, hasta las
invasiones inglesas de 1806-7 inclusive, la di en primer
año; la segunda parte, hasta la presidencia de Roca, en
5º. Año. Y alguna materia, trigonometría, la rendí
inútilmente pues fue sacada del programa de estudios. De
esto tuve noticia después de haberla aprobado. Diez
noches en vela despestañándome sobre senos, cosenos,
tangentes y cotangentes. Al comenzar el 3er. Año,
¡huelga! ¿Por qué hicimos huelga? Muy sencillo: En
sustitución de Juan G. Beltrán, el rector, el ministro había
designado a un doctor Derqui; nosotros creímos que era
un nombramiento injusto, que el nombrado debió haber
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sido el ingeniero Zaldarriaga, el vicerrector, y le
corregimos la plana al ministro yendo a la huelga.
Intervinieron los padres. Quedó Derqui y nosotros
volvimos al colegio después de callejear dos o tres días,
en manifestación al Colegio Nacional Central. ¿Por qué
intentábamos imponer a Zaldarriaga? No lo sé. Éste era un
“perro”, como se les llamaba a los profesores que exigían.
En los exámenes, su lista de aplazados, ceros y unos, era
impresionante. Se le temía. Sin embargo por él, para que
se le hiciese justicia ministerial, nos expusimos a ser
expulsados y a los reproches de nuestros padres.
Recuerdo a los dirigentes de esa huelga estudiantil, a los
que subidos sobre un banco nos dirigieron palabras
fogosas: Fueron Benjamín Bonifacio y Juan José Furgón,
después diputados del partido radical, dos irigoyenistas.
Yo por mi edad, y por mi falta de dotes oratorias, formé
en el rebaño de los que seguían, un rebaño que ladraba.
En 5º. Año hubo otra huelga. ¿Motivo? No lo recuerdo.
Entonces yo era estudiante libre pero me agregué a las
filas de los que, en manifestación, se largaban de “La
Nación” a “La Prensa” y de ésta a “La Razón” o a “El
Diario”. La cosa era ir por esas calles gritando, verse
corrido por la policía para reunirse cien metros adelante a
gritar hasta enronquecernos: Una diversión nueva, un
ensayo de democracia. En ambas huelgas hubo
“carneros”. Daban las razones de por qué habían entrado
a clase. Como eran pocos, se vieron injuriados sin
admitírselas. Algunos en la huelga que se hizo en 5º. Año
se redimieron de haber “carnereado” en la anterior. ¡Y
eran los que más cacareaban! Esta observación mía es de
ahora, no de entonces. Entonces no lo hubiese visto,
entonces la pasión ponía en mis ojos mentales una luz que
los cegaba. ¡Ah, quién me la prestase ahora!
FELICIDADES
¿Cómo no hacer el elogio de la bicicleta? Algunos de los
momentos más dichosos de mi vida me han transcurrido
pedaleando en bicicleta. Los otros momentos dichosos los
pasé nadando en el mar, luchando con las olas. Correr en
bicicleta y nadar entre olas que me parecían montañas.
Vencer al viento y a la corriente, el uno que me impelía a
no avanzar, la otra que me empujaba hacia el horizonte, a
hundirme en aquella boca lejana y temida. Yendo en
bicicleta, cuando el viento nos empuja por la espalda y
bajamos una cuesta, experimentamos otro goce: no tener
cuerpo material, ser alados. Además, en dos
oportunidades, debido a la bicicleta he visto la muerte. No
deja de ser un don de la vida, ver la muerte atropellado
por un automóvil o por una locomotora, y gambetearles a
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fuerza de sangre fría y desesperación. No obedecer al
llamado imperioso de la muerte.
Ver boxear constituía una de esas felicidades. Era en los
tiempos en que “La Prensa”, a manera de reproche,
publicaba los comentarios de boxeo en las noticias de
policía. Más adelante, “el coloso del periodismo” – como se
le llamaba – se adaptó también al medio, fue vencido por
el oleaje de la multitud a quien el boxeo atraía y, por no
seguir perdiendo plata, comenzó a publicar extensas
crónicas en serio con grandes fotografías. Mi emotividad
juvenil me hacía gustar de aquel deporte macho. Pero con
él recibía dos impresiones: de entusiasmo ante los
pugilistas y de repugnancia por el público. Me repugnaba
oír su griterío: ¡Matalo! ¡Fuerte! ¡Acabalo! ¡En la buseca! –
o sea en el estómago. Esto lo gritaba un hombre muy
gordo a quien eso lo hizo popular entre los aficionados.
Después, cuando mi combatividad se orientó hacia la
literatura, me aparté del boxeo. Además me hería que se
brutalizase al público con aquel espectáculo de dos gallos
de riña en forma humana. El tronar del público enardecido
me indignaba.
La natación y la bicicleta continuaron constituyendo dos de
mis felicidades. Lo son todavía.
¿DUDAS?
La abuela, con su librote predilecto por delante, me
hablaba de Dios – del Jehová de la Biblia – y del poder de
Dios.
Le pregunté: Abuela, si Dios es todopoderoso, ¿por qué no
hace que el Diablo sea bueno?
- ¡Las cosas que se te ocurren, hijo!
- Sí, abuela, si yo fuese rico, ¡muy rico! Y mi hermano
fuera ladrón porque no tenía dinero, yo le daría dinero y él
dejaría de ser ladrón. Si Dios fuese tan poderoso como
dice tu Biblia, Dios haría bueno al Diablo.
- Entonces, ¿Dudas del poder de Dios?
- No dudo, pero...
- ¡Pero te condenarás!
Yo no sabía exactamente si dudaba o no dudaba. Sí sabía
que no me contestaba a mis preguntas.
EL TIRANO
Estábamos en el segundo año del Colegio Nacional.
Adelante nos sentábamos los menores – 13 ó 14 años,
detrás los grandes. Había muchachos de 15, 16 y aún de
17 años. Entre los grandes se halaba Víctor Sarral, pero
no se sentaba entre ellos, sino entre nosotros, en la
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segunda fila. Víctor Sarral tampoco se había hecho amigos
entre los grandes. Actuaba entre los menores. Salía con
nosotros a la calle. Nos imponía su voluntad, nos gritaba;
a veces, un empujón o una injuria dejaba tieso a quien se
hubiera permitido contradecirle. Víctor Sarral era un
muchachote de 16 años, mal estudiante, ya de pantalones
largos, con un principio de bigote y que nos hablaba de
mujeres. Lo teníamos por un bravucón, por un fortacho
capaz de matar a un toro de un golpe. Corpulento, aunque
más carnudo que musculoso, con un vozarrón imponente,
nos parecía invencible. Le temíamos. Y él imperaba como
un tirano. Tenía sus preferidos y sus víctimas. Entre éstos
se hallaba Nauro Burrot, un chico de los más menudos de
la clase. Víctor Sarral lo victimaba con burlas. Su apellido
Burrot – francés – se había transformado para él y su
corte – los preferidos – en “Burro”. Nadie de ellos lo
llamaba sino “Burro”. El chico, consciente de su debilidad
frente al tirano y al número de sus secuaces, sufría en
silencio. Yo sufría por él, sí, pero ¿cómo atreverme a
enrostrar su crueldad a aquel tirano corpulento, tres años
mayor que yo y a quien aureolaba un nimbo de hazañas,
hazañas de peleas con hombres y de conquistas
femeniles?
Sin embargo, una vez en que las burlas de Víctor Sarral se
extremaron y Mauro Burrot no halló otro recurso que
contenerlas poniéndose a llorar, me atreví a protestarle al
tirano:
- No está bien...
- ¿Qué no está bien? – Rugió Víctor Sarral, y casi se me
echó encima - ¿O querés que te saque un par de muelas
de un cachetazo?
Callé, por supuesto.
Otra vez... Sí, esta vez la indignación me hizo valiente.
Víctor Sarral había quitado la gorra a su víctima, la gritó al
aire y gritó:
- ¡Que pase!
La tomó otro muchacho:
- ¡Que pase!
Y la abarajó otro, después otro, otro... Mauro Burrot
corría en pos de su gorra. Burlas, carcajadas. De pronto,
cayó a mi lado, la recogí y se la entregué a Mauro. El
tirano se me echó encima, amenazante.
- ¿Por qué le diste la gorra?
- Porque es de él.
- ¿Y si te pego un sopapo?
Me colocó el puño en la nariz. Me aparté y dije:
- ¿Si querés pelear?...
- ¿Vos me vas a pelear a mí? ¡Oigan, muchachos! ¡Éste
me quiere pelear a mí!
Se oyó un murmullo. La corte del tirano, entre espantada
y burlona. ¿Yo, un flacucho, atreverme con ese gigante
gordinflón?
Dije:
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- Yo solo, no. Si él me ayuda – y señalé a Mauro Burrot –
entre los dos te peleamos. ¿Me ayudás? – pregunté a
Burrot.
- Sí.
- ¡Vamos! – Dijo Víctor Sarral – no a dos, a una docena
como ustedes dos, los peleo. ¡Vamos!
Y se encaminó a la cortada – todavía existe – de las calles
Belgrano y Pasco, lugar de nuestros desafíos. (Todo el que
haya concurrido al antiguo Colegio Nacional Oeste
recordará esa cortada). Detrás de él, su corte y muchos
más. Tal vez la clase entera, grandes y menores, ansiosos
de ver descabezar – por lo menos – a dos audaces que se
atrevían a enfrentar a Víctor Sarral, imponente por su
corpulencia y su vozarrón. Tragaldabas de cuentos de
brujas.
Mauro Burrot y yo íbamos entre los últimos. Le susurré el
plan de combate:
- Yo lo atropello, vos te le tirás a las piernas y le impedís
que se mueva. Si cae, yo le pego en la cara, vos pegale en
la panza.
Al llegar, ya nos esperaba el otro, sin saco y
arremangándose. Nos quitamos las blusas de nuestros
trajes de niños y también nos arremangamos. Se hizo una
rueda de caras en las que relucían los ojos felices por el
espectáculo.
- Mire alguno si viene un chafe – advirtió él.
Advertencia inútil: los vigilantes no abundaban entonces.
- ¿Vamos? – preguntó, y cerró los puños.
¡Qué puños! ¡Dos mazas!
Lo atropellé convertido en un ciclón de golpes. Sentí que
algo - ¿una casa? – me había caído sobre la cabeza. Una
de sus mazas, seguramente. Vi luces. Cegué un instante.
Cuando reaccioné estaba Víctor Sarral en el suelo,
forcejeando por sacarse de las piernas a Mauro Burrot,
aferrado a ellas como un perro rabioso. Me le tiré encima,
a golpearle la cara. Seguí golpeando y golpeando...
Alguien me levantó en vilo. Entonces miré. Allí estaba
Víctor Sarral, inerme, desmayado. ¿Lo había desmayado
yo con mis golpes? Después supe lo ocurrido: Mauro
Burrot, al verlo ocupado en defenderse de mi arremetida,
dejó las piernas y lo golpeó en el sexo. Mauro Burrot lo
había desmayado.
- ¿Cómo se te ocurrió golpearlo allí? – le pregunté más
tarde.
- Cuando mi papá se emborracha – me explicó – mi mamá
le golpea allí para que se desmaye y deje de hacer barullo.
A Víctor Sarral lo metieron en una casa. Casi no podía
caminar. A nosotros nos rodeó la admiración y el júbilo de
todos. A todos los alegraba la derrota del tirano. Aun sus
más obsecuentes nos palmeaban, satisfechos.
Nuestra victoria rutiló al día siguiente. El tirano se
presentó con un ojo negro y un labio partido, humilde y
silencioso.
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Con Mauro Burrot nos hicimos camaradas. Salíamos juntos
siempre. No sólo porque nos era grato, después de
nuestra victoria, son para evitar que Víctor Sarral nos
encontrase separados. Uno por uno, seguramente, nos
deshacía. Aquel primer golpe que me dejó caer al
comienzo de la pelea lo sentí durante una semana.
Pero desde aquel día fue otro. Ya no se le oía gritar a
nadie. Más aún: no faltaron quienes, en pareja, se
atreviesen a desafiarlo. El Goliat rehuyó varios combates
de osados Divides.
El tirano se derrumbó, casi daba lástima verlo, tan
humilde y silencioso. Un día no volvió más al colegio. Uno
de los profesores, el de historia – Juan José Días Arana –
preguntó por él. Le contaron lo ocurrido. Sonrió. Y nos
sonrió a Mauro Burrot y a mí. Después dijo:
- L’union fait la force.
Años después, muchos años después, leí el gran libro de
Pedro Kropotkine, “El apoyo mutuo”. En él sostiene que en
la naturaleza no triunfan los más fuertes, triunfan los que
se unen. El triunfo del ser humano sobre las demás
especies, sólo es el triunfo de los que saben colaborar,
reunirse. Es el triunfo de la solidaridad inteligente sobre el
individualismo de las bestias. Yo, por instinto, lo descubrí
antes de comprenderlo. Y lo practiqué. ¿Qué se hizo Mauro
Burrot? Después de ese año desapareció del colegio. Me
gustaría reencontrarlo, recordar aquel episodio. La caída
de un tirano siempre nos hace felices.
AMIGOS Y AMIGOTES
¡Qué deseo de tener amigos! La palabra “amigo” tomaba
para mí un carácter sagrado. Tener amigos era como
haber entrado en la zona de la hombría. Pero mi abuela
murmuraba: ¡Amigos! ¡Sí, amigos! Mirá tu abuelo,
siempre lleno de amigotes, que él creía amigos, siempre
haciendo el bien a sus amigotes, pero cuando cayó en la
pobreza, ¿dónde quedaron esos amigos? ¡Se hicieron
humo!
Yo callaba, reconcentrado callaba, meditativo. Eso sería
antes, los amigos de antes; pero los de ahora, los míos,
no eran como los de antes. Además, los viejos siempre
piensan mal de los jóvenes.
Pero mi madre no era vieja y pensaba de modo
semejante: Cuando aparecía un nuevo amigo que me
esperaba sentado en el vestíbulo de casa, mi madre, tras
de la celosía que daba al vestíbulo, espiaba. No bien se iba
el amigo nuevo, ella me advertía: ¡Cuidado con ese! No
me gusta nada, te lo aseguro. Tiene ojos de
sinvergüenza... ¡Uf!, hacía yo, fastidiado. Pero mi madre
raramente se equivocaba. Y el nuevo amigo, después de
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sacarme unos pesos o no devolverme un libro o apuntes,
desaparecía.
- Y aquel que yo te dije que tenía ojos de sinvergüenza –
preguntaba alguna vez mi madre - ¿qué te hizo? ¿Por qué
no viene más?
- Siempre lo veo – mentía yo, aunque hacía tiempo que se
“había hecho humo” – como se expresaba mi abuela de
los amigos – o amigotes, así los llamaba – de mi abuelo.
Ellas, mi abuela y mi madre tenían y no tenían razón. La
tenían porque de diez amigos – o amigotes – nuevos que
mi ansia de tener amigos inventaba, nueve desaparecían.
También no tenían razón porque ellas ignoraban que, a
cierta edad, en la adolescencia entusiasta y generosa,
hacer amigos era darse, era ir hacia el mundo, a conocer
la vida, a conquistarla. Mi espíritu juvenil buscaba
expansionarse, y ellas, cautas, recelosas, deseando
evitarme desengaños – sufrimientos – intentaban contener
esa 3xpansión. Lo que era gas, querían hacerlo sólido.
Querían hacer algo práctico del ideal, reducir su volumen.
Donde yo veía un amigo, ellas, experimentadas,
observadoras, veían un amigote.
DOS LIBREROS
Dos libreros se disputaban la clientela del Colegio Nacional
Oeste. Uno establecido en la calle Belgrano entre Rincón y
Sarandí; el otro en la misma calle Belgrano entre Pasco y
Pichincha. El primero, un crioyo, se llamaba Palma – le
decíamos Don Palma – tenía un atractivo: nos narraba
cuentos verdes; el otro, un extranjero, no sé si alemán o
austriaco, se llamaba Ovidio Fucko. Le decíamos Don
Ovidio. Este Don Ovidio encontró el modo de disputar su
parroquia de muchachos al crioyo picaresco: Falsificaba
boletines. A fin de mes nos daban los boletines con las
notas y debíamos traer el talón firmado por el padre, que
con tal fin, había ido a registrar su firma en la secretaría
del colegio. Don Ovidio – por 20 centavos – y mediante un
líquido especial, borraba los “unos” y en su lugar escribía
“cuatros”. A veces la operación no salía bien. No se afligía
Don Ovidio. Entonces – por 30 centavos – falsificaba la
firma del padre.
El muchacho entregaba el talón del boletín al celador, que
no conocía la firma del padre. Ese talón iba a parar a la
secretaría donde seguramente nadie se tomaba el trabajo
de verificar si la firma era auténtica. Y Don Ovidio
embolsaba sus centavos. Además, ¿cómo no hacerse
cliente de su librería? Siempre se estaba expuesto a que
un profesor lo pillase sin la lección sabida y lo clasificara
con “uno”, cuando no lo aplastase con un “cero”. Don
Ovidio aparecía en el horizonte del mal alumno. Era el
salvador. Jamás lo hubiésemos tildado de cómplice.
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- ¿Saben por qué yo hago esto? – nos decía – Lo hago
para evitar un disgusto a los padres o a las madres.
Algunos – ingenuos – le creíamos. Otros – más avispados
– decían:
- Lo hace porque es un sinvergüenza.
Pero no dejaban por esto de ir a la librería de Don Ovidio
a comprar lo que necesitaban. Sino a malvenderle los
libros de texto.
Don Ovidio se mantuvo; Palma, el crioyo, a pesar de sus
cuentecillos picarescos, cerró su librería. Ya sin
competidor, Don Ovidio aumentó su tarifa: Cambiar una
nota: 30 centavos, falsificar una firma: 50 centavos.
EL PRIVILEGIO
En primer grado ya me encontré con el privilegio. Un
alumno, hijo de franceses, llamado Alfred, era el
privilegiado. Salía y entraba de la clase a voluntad. Hacía
o no hacía lo que el maestro ordenara, él siempre se
sentaba en el primer banco, puesto reservado al mejor de
la clase. Y no era el mejor de la clase. Casi no pasaba de
las primeras páginas de la cartilla, ni de contar hasta
veinte. Los palotes semejaban postes de alambrado por lo
torcidos. Nunca el maestro le dijo un reproche. ¿Qué
ocurría? Cierta vez, no sabría decir por qué lo hice, me
acerqué al privilegiado y le pegué una cachetada.
Estábamos en el recreo. Sollozante, corrió a contárselo al
maestro. Éste llegó pronto, buscándome, furioso, para
conducirme a clase, penitenciado.
La otra vez que me vi en presencia del privilegio, fue en el
segundo año del colegio nacional. Aquí el privilegiado era
yo mismo. ¿Por qué el celador, Fons de apellido, me
prefería? Lo ignoraba. Si un profesor me había impuesto
una penitencia por no saber la lección – quedarme una o
dos horas después de clase – él no me la hacía cumplir.
Algunos compañeros protestaban. Yo sentía un poco de
vergüenza al verme privilegiado – “ganchudo”, decíamos
en jerga escolar. A mitad de año, Fons no fue más al
colegio. Su partida me alegró. Para el celador entrante fui
uno de los tantos. Ser uno de los tantos, no sentirme
señalado por el privilegio, me produjo alegría, a pesar de
los inconvenientes que me causaba.
Al día siguiente de la entrada del nuevo celador, puso en
vigencia estricta la nómina de penitenciados. Yo era uno
de ellos. Ya cumpliéndola, otro alumno, Díaz se llamaba,
me dijo: burlonamente:
- Parecer que ahora estás en penitencia como todos...
Y sonrió satisfecho.
Elevé mi recuerdo a Alfred, al que yo en primer grado hice
pagar su privilegio con una cachetada. Díaz me estaba
haciendo pagar el mío con su burla.
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EMPANADAS CALIENTES
El grito: ¡Empanadas calientes! Era un grito de sirena.,
atraía muchachos siempre con hambre. ¡Empanadas
calientes!, gritaba el viejo, y seguía andando. Pronto lo
rodeaba un racimo de compradores. Los que ese día
éramos felices dueños de diez centavos, salíamos con la
crujiente empañada en la boca. Los otros la comían con la
imaginación. ¡Empanadas calientes! El viejo era tentador.
Y sus empanadas... ¡Oh, sus empanadas! Han transcurrido
más de cincuenta años y aún siento su gusto, aún las oigo
crujir, calientes y blandas. Todos los compradores éramos
muchachos que acabábamos de almorzar nuestro gran
bife con huevos, papas fritas y fruta. Esto a las nueve de
la mañana. A las nueve y media pasaba el viejo ante la
puerta del Colegio Nacional – que se abría a las diez.
Hasta las cuatro de la tarde no saldríamos, necesario era
precaverse contra el futuro hambre. Además, en la media
hora transcurrida, ya el gran bife, los dos huevos y el
platazo de papas fritas y las manzanas o naranjas del
almuerzo habían pasado a ser un recuerdo remoto.
El viejo vendedor de empanadas calientes aparecía por la
calle Rincón y seguía por Belgrano, poco antes de las
nueve y media. Allí se le esperaba. A veces se oía esto:
- ¿Me fía, Don Gaitán?
Don Gaitán miraba al peticionante. ¿Le debía? ¿No?:
Fiaba. ¿Le debía? ¿Sí?: No fiaba. Don Gaitán no necesitaba
llevar libros. Su memoria no fallaba. Conocía a todos,
desde los pibes de primer año hasta los grandotes de
quinto.
- ¿Qué te fíe otra vez? No. A Gaitán se lo jode una vez
nada más; dos no se lo jode.
Así era. Todos lo sabían. Él fiaba y se hacía el olvidadizo.
Cuando el deudor venía a comprarle, “plata en mano”, le
vendía como si no debiera, pero si volvía a pedir fiado:
- No, che. A Gaitán se lo jode una vez; dos, no se lo jode.
Pasaba un mes, dos meses. No olvidaba Don Gaitán la
cara del deudor. Llevaba la cuenta de un año para otro,
vacaciones mediante. Hubo deudas que no se saldaron
nunca, pero Don Gaitán no perdía el cliente por cobrar una
empanada. Y más: llegado el mes de octubre, a los de
quinto año ya no les fiaba. Sabía que éstos ya no
retornarían. Cuando yo entré a cuarto año desapareció
Don Gaitán con sus empanadas calientes...Lo echamos de
menos más de una mañana. Nos conformamos comiendo
sus empanadas calientes con la imaginación.
JUDIOS
109
Tendría diez años de edad cuando viví esta experiencia
que me trastornó: Jesús era judío. Había nacido en
Palestina. Hasta ese momento, para mí, ser judío era algo
como ser delincuente. ¿Por qué? No hubiera sabido decir
por qué.
Siendo muy chico una cocinera me mostró un pelirrojo y
me dijo: “Aquel es judío, de la raza de los que escupieron
a Jesús. No te acerques a ese porque te va a escupir si
sabe que sos cristiano”...Miré al judío temerosamente.
Además la mujer agregó: “Ese es pelirrojo igual que
Judas, el que traicionó a Cristo”. Yo pensé: Y a un hombre
así, ¿por qué la policía lo deja andar suelto?
En segundo año del colegio nacional me encontré con un
judío. Se llamaba León Abramovski. Era un muchacho feo,
buenísimo, alegre y estudioso. El único judío que había en
el curso sobresalía en matemática. Yo, al principio, lo miré
con recelo. Traía una carga de errores excesivamente
pesante como para poder deshacerme de ella fácilmente.
Pero León Abramovski simpatizó conmigo. Y una vez, en
un examen, cuando yo me debatía para demostrar un
teorema; él, exponiéndose y de propia voluntad, me pasó
un papel salvavidas. Nos hicimos camaradas. Lo visité. La
madre tenía un cambalache de compra y venta. Él la
ayudaba. Una vez me dijo: ¿Sabés por qué no soy el
mejor de la clase? Por esto: Porque tengo que ayudar a
mamá. Pierdo aquí dos o tres horas limpiando el boliche.
No la puedo dejar sola. Es viuda. Soy el mayor de sus
hijos. Tengo tres hermanos chicos...
Pero entonces un judía es un ser humano?, pensé yo. ¿Y
lo que se me enseñó antes?... León Abramovski me habló
de Rusia, de los “progroms” que habían sufrido sus
abuelos y padres en la Rusia zarista. Un mundo nuevo
para mí, un mundo desconocido y terrible en el cual los
judíos aparecían como mártires y los cristianos como
verdugos. León Abramovski no volvió el año siguiente al
colegio. Lo encontré en Mar del Plata una tarde, cuando yo
ya estaba en la facultad. La pobreza lo obligó a dejar los
estudios. Trabajaba de corredor. La madre había muerto y
él ahora era como el padre de sus tres hermanos
menores. “¡Feliz vos, feliz vos”! – me repetía. “¡Feliz vos
que podés estudiar!”
Y yo, en aquel tiempo, me sentía infeliz porque estaba
estudiando, una carrera que no me gustaba y para la cual
tampoco tenía condiciones. Le ofrecí visitarlo al volver a
Buenos Aires. Me dijo: “No vayas. Vivo en un conventillo
asqueroso. Yo iré a tu casa”. No fue nunca, no lo vi más,
pero de tarde en tarde he pensado en él con gratitud, en
León Abramovski, el judío que borró del cielo de mi mente
una mancha nubarrosa.
110
LO DESAPARECIDO
Desde nuestra llegada a Buenos Aires en 1896, hasta hoy,
¡cuántas cosas y hombres han desaparecido! Recordaré
algunos, no para lamentar su desaparición, como hace la
gente que lleva los ojos en la nuca. Sólo a título de
curiosidad rememoraré algo de lo desaparecido para
comprobar, regocijado, que Buenos Aires... ¡Avanti
Buenos Aires!
El lechero, el vasco lechero a caballo. Lo conocí en La
Plata; ya en Buenos Aires había desaparecido del todo.
Aquí el lechero venía en carro, un frágil carricoche con un
caballejo. Y no siempre era vasco. Los había crioyos e
italianos. ¿En qué oficio no había italianos? También había
italianos entre los lecheros que pasaban con su vaquerío
por la tarde y, de puerta en puerta, iban ordeñando para
vender leche pura, tibia, espumosa. Estos lecheros tenían
tambo, no lejos de su recorrido. En el tambo se podía
comprar también esa leche que más era una golosina. El
vasco lechero a caballo, el más típico, llegaba con el día,
al trote, haciendo sonar sus tarros de lata. Fray Mocho lo
hizo entrar en la literatura con el primer cuento que
publicó en “Caras y Caretas”. Me acuerdo de un vasco que
tenía un caballo con una larga cola. Un día mi padre, que
a pesar de su tamaño y de su aparente seriedad, de vez
en tarde se sentía pillete, muchacho de la calle,
recomendó a la cocinera: “Hoy déle conversación al vasco
en la cocina. Ella así lo hizo y el vasco se prendió su buen
cuarto de hora a la charla.
Entretanto mi padre le cortó un manojo de cerdas a la cola
del caballo y después los ató a mi velocípedo que él, con
su habitual maestría para todos los trabajos manuales, me
acababa de renovar pintándolo, hasta dejarlo nuevo. Más
adelante, no sólo desaparecieron los vascos lecheros y sus
matungos, también el paseo de las vacas por la calle y
aún los carros. Se abrieron lecherías. Y se acabó la leche
recién ordeñada que, pese a las inculpaciones del
Departamento Nacional de Higiene, tibia y espumosa
como era, resultaba más rica que la leche pasteurizada.
Otro desaparecido es el changador, “el changue de la
esquina”. (“Por la gloria de la gracia – de tu altivez de
heroína – de tan bella aristocracia – ha claudicado la
acracia – del changador de la esquina”, dice Evaristo
Carriego en uno de sus “Ofertorios galantes” de “Misas
Herejes”.) El changador servía para todo. Era mensajero y
ponía el hombro en las mudanzas, también lavaba pisos y
patios. En la esquina de Estados Unidos y Entre Ríos,
paraba el changador Francisco, mozo fuerte cuando
llegamos y que allí encaneció, de changador siempre.
Cuando una empresa estableció el uso de los carros “La
Mosca” para las pequeñas mudanzas que eran continuas y
otras empresas los servicios de mensajeros, los
changadores vieron amenazada su existencia. Algunos
111
desertaron. Otros se hicieron de un pequeño carro
semejante a los de “La Mosca”, tirados personalmente, o
se transformaron en carreros con carro grande, caballo e
inscripción compadrona, desafiante: “Me alquilo, no me
vendo” – decía el carro que tenía parada también en
Estados Unidos y Entre Ríos.
¿Los vendedores? ¿Qué se hizo el muchachón compadre
que pegaba el grito: “¡Resaca y tierra negra pa las
plantas”!? Los grandes patios de las casas de entonces se
adornaban con tinas. En la nuestra, en el primer patio,
poseedor único de una gran tina, había un naranjo, en el
segundo patio toda clase de plantas, de helechos y una
glicina enorme, en el otro, frutales y un parral que servía
de techo al gallinero. Los vendedores de “resacas y tierra
negra” tenían dónde colocarlas. Otros vendedores: el
verdulero, el vendedor de “empanadas calientes”, el de
alfajores, el frutero, el pescador, italianos casi todos. Era
español el que ofrecía “novelas por entregas”: un
cuadernillo por semana. Traía el nuevo y recogía el
anterior. Novelones sentimentales, chorreando lágrimas y
sangre, con heroínas de amor, un amor desesperado y
triste hasta poco antes de la palabra “Fin”, pues, todo
terminaba en boda y felicidades. “Mamá, allí está el gaita
con la novela” – anunciaba yo. “Decile que ya no la quiero
más”, es muy triste – respondía, a veces, mi madre. Y yo,
ansioso: “¡No, mamá, comprala! Quiero saber cómo
termina”...
Mi madre la seguía comprando. La leía yo, ella, la cocinera
y también la mucama y la vecina de enfrente y la de al
lado.
Los morenos, otros desaparecidos. En el Buenos Aires del
1900, en mi barrio, San Cristóbal, circunscripción 8ª.,
había muchos morenos, como se les llamaba por pura
cordialidad, por eufonía. Decir “negro” sonaba mal, y a los
morenos se los estimaba. Yo conocí alguno, “guerrero del
Paraguay” según él, bichoco y derrengado por el
reumatismo. Conocí a la morena Zapiola, que había
servido en la familia de mi abuela y a mi bisabuelo Gabino
Palacios, y hablaba de la niña Fulana y de la niña
Mengana, muertas hacía más de cincuenta años.
Posiblemente la morena Zapiola era centenaria. Tenía la
testa canosa. Otras morenas que conocí de cocineras:
Martiniana y Telésfora, fumadoras de cigarros de chala y
pasteleras eximias. El negro Domingo, un peón casado con
una napolitana, “la Yiguyín” – escribo como se
pronunciaba. Una vez - ¿cómo olvidar la anécdota pese a
mis seis años? - Domingo, arreglando una parra, se cayó
de la escalera. La Yiguyín, presurosa, buscó un jarro de
lata, orinó en él a la vista de todos, y le hizo tomar los
orines al desmayado que volvió en sí mediante tan
expeditivo medicamento. El matrimonio Yiguyín-Domingo
tenía sus grescas, por culpa de que al moreno le gustaba
empinar el codo. Alguna mañana, la Yiguyín aparecía con
112
un ojo en compota. ¿Qué te ha pasado, Yiguyín? – se le
preguntaba por preguntarle no más, pues todos sabían
qué había pasado. ¡”Eh! – Respondía ella – Domingo se
puso en pedo”... Alguna mañana, sin embargo, quién
aparecía con el ojo en compota era Domingo, aunque no
se le notaba tanto. La Yiguyín y Domingo, se amaban.
¡Cómo lloró ella cuando después de un ataque Domingo
quedó tieso y frío, viaje al último cielo! “¡Era tan cariñoso!
– Suspiraba ella - ¿Dónde voy a encontrar otro negro
como él”? Por lo visto, la Yiguyín se había aficionado al
hombre de color. “En la cama, a oscuras, los negros son
blancos y los blancos son negros” – explicaba la Yiguyín –
Pero Domingo, allá, era una fogata, sobretodo si estaba
mamao”...
Conocí otro moreno por quien mi padre tenía gran
estimación.. Se llamaba Tomás Platero y era escribano.
Fue él quien intervino en la testamentaría de mi padre.
Muy pulcro y su fama de honradez trascendía. De él se
contaba esta anécdota: Se hallaba en el vestíbulo de los
Tribunales y un abogado, al entrar, confundiéndolo con un
ordenanza, le dijo: “Tomá, traeme un paquete de
cigarrillos París”. El escribano Platero tomó la moneda,
trajo los cigarrillos, pero con éstos le entregó su tarjeta. El
doctor se deshizo en explicaciones y disculpas, Los
morenos de mi barrio, cuando yo me fui de él y aun
mucho antes, ya habían desaparecido todos, sustituidos
por gallegos y meridionales de la “bella Italia”.
He visto “aguateros”, un enorme tonel sobre ruedas, para
poder entrar en el río, y un caballo. Los aguateros no
llegaban a nuestra calle. Allí ya había aguas corrientes,
pero antes del 900, los he visto por las calles Pichincha o
Pasco, entonces llenas de “huecos”o baldíos, quintas y
casuchas con jardín – o remedo de jardín – al frente.
He visto cuarteadores, crioyos, compadres, de golilla al
cuello y flor o pucho en la oreja. Arrimaban su pingo al
“tranguay” que debía arremeter con la barranca de Paseo
de Julio a 25 de Mayo, y ayudaba a subirla al par de
matungos del “tranguay”. Después desenganchaba y,
cantando una milonga o piropeando a las muchachas,
quedábase aguaitando la presencia de otro “tranguay”.
Tenía para media hora larga.
He visto faroleros, cuando aún no existía la luz eléctrica y
los faroles eran a gas. Llegaba el farolero, al trote, con su
vara encendida, daba luz al farol y continuaba trotando.
¡Cuántas veces al llegar, el farolero se encontraba con los
vidrios rotos!: Una malévola pedrada o un pelotazo sin
querer... “¡Cosas de muchachos – exclamaba él,
filosóficamente – todos hemos sido muchachos!” Y seguía
su trote. El farol quedaba sin vidrio. ¿Para qué ponerlo,
para que lo volviesen a romper los muchachos?
¿Y el Paseo de Julio? El Paseo de Julio hoy se llama
Avenida Leandro Alem, tiene aún recovas, pero en éstas
ya no se abren aquellos teatrillos con linternas mágicas,
113
fetos de dos cabezas en frascos de alcohol, enanos,
gigantes, mujeres gordas de 200 kilos y otras
singularidades que nos hacían abrir la boca y los ojos. El
antiguo paseo de julio ha desaparecido, aunque aun
conserve muchas de sus antiguas casas. Hoy es la Avenida
Leandro Alem fría, correcta, con negocios formales. Allí
nada hay de aquel Paseo de Julio en el cual nuestra
imaginación, encendida, se regocijaba.
¿Qué se han hecho los compadritos, los compadres y los
compadrones. Los tres apodados con el común rubro de
malevos, con sus trajes típicos? Chambergo, flor o
escarbadientes o pucho de cigarrillo en la oreja, golilla al
cuello, saco corto, pantalones a la francesa, anchos arriba
y finos sobre el botín afilado, cuchillo a la cintura o en la
sisa del chaleco. Los diferenciaba la edad, desde el
compadrito adolescente al compadrón ya hombre canoso
de voz aguardentosa, desde aquel, quisquilloso, siempre
dispuesto a la pelea, provocativo; hasta éste, el
compadrón, calmado y sentencioso, borrachín y
pintoresco. Tenía fama y se le temía a un comisario de
Palermo que a cuanto compadrito o compadre caía en sus
calabozos, le hacía pelar la melena y cortar los tacos de
los botines. Todos tres, compadrito, compadre y
compadrón caminaban contoneándose y miraban al pasar
como diciendo: “¡Abrí cancha que aquí vengo yo”! Algunos
eran guitarreros y cantores. Trabajaban de carreros, de
tranviarios, de carniceros, de matarifes, de vendedores de
resaca o de fruta. No pocos conocí yo que, aun
considerándose muy gauchos, eran hijos de calabreses o
de gallegos, lo cual no obstaba para que, al uso de los
gauchos, hablasen despreciativamente de tanos o
grébanos, de gorutas o gringos y de gaitas. Y muchos de
los compadres, vecinos en las casas de inquilinato, eran
ellos mismos napolitanos y calabreses. El exterior, “la
parada”, no los distinguía de los crioyos con tres cuartas
partes de indio o de negro en la sangre arisca.
De vez en cuando, al boliche de la esquina, un almacén
llamado “El pescado frito”, se dejaba caer un payador. En
verdad no payaba, es decir, no contendía con otro a la
manera del moreno Gabino Ezeiza o del oriental Pablo
Vázquez, los más famosos payadores del momento. Los
payadores del almacén de la esquina, eran cantores
solamente. Relataban hechos policiales, a modo del
tradicional romance para ciegos o las hazañas del
tradicional Hormiga Negra, de Pastor Luna o de otro
gaucho peleador y guitarrero, que andaban en librillos
editados por Andrés Pérez (Independencia esquina Salta),
editor también de “La Pampa Argentina”, publicación
semanal, casi exclusivamente escrita en verso y en la cual
publiqué yo mis primeras líneas rimadas – con seudónimo,
para fortuna mía. Un paréntesis para los semanarios
desaparecidos: “Don Quijote”, punzante, luego: “La
Mujer”, “El Gladiador”, “P.B.T.”, “Caras y Caretas”,
114
“Sucesos Ilustrados”, que traía todos los crímenes del
mundo con minuciosos detalles...
Cuanto cantor aparecía en el boliche cantaba el “Nocturno”
del poeta mexicano Manuel Acuña, célebre en toda
América: “Pues, bien yo necesito – decirte que te adoro –
decirte que te quiero – con todo el corazón”... También
cantaba el: “Herrico Paysandú, yo te saludo”... de Gabino
Ezeiza. Y más adelante “La Morocha” ¿Cuál de nosotros no
sabía La Morocha?: “Yo soy la morocha – la más afamada
– la más renombrada – de esta población”... Una vez iba
yo en la plataforma del tranvía – nos quedábamos en la
plataforma porque allí dejaban fumar, ¿y quién no fuma a
los quince años para ser hombre o parecerlo? – iba yo en
la plataforma cuando por la vereda pasó un “musolino”
cantando “La Morocha”. El guarda, un crioyo cerduno,
indio a la vista, se indignó: ¡Pero aura hasta los gringos
cantan La Morocha! Si yo fuese comisario, lo mandaba en
cufa a ese gringo”! ¿Por qué? – pregunta alguno. ¡”Por
cantar La Morocha, pues! – Respondió él - ¿Dónde se ha
visto, en qué país estamos?: ¡Un gringo cantando La
Morocha”!
Al hablar de compadres, tangos y payadores, forzoso es
recordar a los organillos callejeros que tanto colaboraron
para que el tango pasara los límites del suburbio y llegase,
sino a la Avenida de Mayo, sí a la de Entre Ríos y aún a
Callao. “Organillo, la gente - modesta te mira pasar,
melancólicamente”... lo evoca el poeta del suburbio
Evaristo Carriego. No era raro ver como, al son del
organillo, se improvisaba un baile: “El silencio del
suburbio, se interrumpe de repente – por la voz de un
organillo que inicia un tango sensual – y el compadrito que
pasa con el chambergo en la frente – hace ondular las
caderas en un corte magistral. Y de pronto ve a la mina;
la llama amorosamente – y ésta responde al reclamo con
un gesto sin igual – en tanto que los curiosos forman
rueda prestamente – deshojando mil piropos en su jerga
de arrabal”... Son versos de Aníbal Marc. Jiménez,
aparecidos en “Caras y Caretas”. Me han quedado en la
memoria tan cariñosamente arraigados que sería incapaz
de discernir sus méritos, como ocurre con los amigos de
infancia y juventud.
Los atorrantes, neologismo porteño que el diccionario,
equivocadamente define: “Vagos pordioseros que viven
pordioseando”. Vagaba, sí. También se llamaban “atorras”
y después “poligriyos” (“Poligriyos” se los llamaba en la
cárcel de Villa Devoto donde disfruté de su apestosa
compañía por no estar de acuerdo con la dictadura militar,
año 1945.) El atorrante, como el linyera de los campos,
era un rebelde al mandato bíblico. Él no quería trabajar.
¿De qué vivía? ¡Vaya a saberse! Pero vivía. Pernoctaba en
los caños de las aguas de salubridad que entonces estaba
construyendo la “Compañía Torrat”, y por esto,
seguramente, nació el porteñismo atorrante y su verbo
115
atorrar, o sea, no trabajar. El atorrante comía lo que
hallaba, quizás en los cajones de la basura. Eran tiempos
de abundancia y en los cajones de la basura iba a parar la
comida sobrante. También fumaba los puchos que recogía.
En una ocasión vi a un atorrante recogiendo puchos. Me le
acerqué y le ofrecí un atado de cigarrillos. Lo rechazó. Y
continuó recogiendo puchos. La anécdota pinta al
atorrante: un Diógenes despreciativo de los bienes
mundanos, un filósofo analfabeto quizás que ha decidido
no trabajar donde todos trabajan. Y no sólo había
atorrantes, también había atorrantas: sucias,
desgreñadas, vestidas de harapos, calzadas con zapatones
de milicos o con alpargatas. Y estos portadores de pulgas
y piojos, allá en las profundidades de un caño o entre los
pajonales del río, antes que se hiciera el puerto, rendían
culto a Venus, la bella, y a su graciosos hijo, y
amamantaba la población de Buenos Aires...
He visto barquilleros, los que vendían cartuchos, una masa
frágil que se deshacía en la boca. Su triángulo nos
llamaba. El barquillero tenía una ruleta. Y éste era su éxito
como vendedor. La ruleta nos tentaba. El ser humano
lleva en sí, entre los misterios de su psiquis, el de querer
tentar a la suerte. Comprar uno o diez cartuchos no nos
interesaba. Nos interesaba hacer girar la ruleta del
barquillero – que generalmente marcaba uno, probar a ver
si salía el cinco o el diez. Si salía el diez, ¡qué dicha! Una
dicha que nos duraba cuando ya los diez cartuchos hacía
tiempo que habían desaparecido en nuestra boca
insaciable de golosinas
Otros tipos pintorescos o exóticos como así mismo los
patoteros. La patota – o indiada – era un grupo de niños
bien, de “cajetillas” o “tirifilos” o “galeras”, hijos de
hombres influyentes que, prevalidos de su impunidad, una
noche cualquiera, en copas o no, entraban a un bar,
rompían lo que encontraban rompible, trompeaban a
quien se les pusiese delante y se iban ululando. Algunos
sabían boxeo. Sino, descargaban los cinco tiros del
revólver sobre el cielo raso.
Estos desmanes de los patoteros merecían nuestra
admiración de chiquilines. Algunos llevaron a París la
moda de patotear. En una crónica del diario “La Razón”,
un argentino allá residente, contaba que estando en un
café, se levantó un tumulto y los franceses de su
alrededor decían: “Ces miserables argentines”... Alguno
de esos patoteros pagó con la vida su costumbre de
farrear al prójimo. Al puño y habilidad boxística del “mozo
bien” , opuso más de un impaciente la bala o el cuchillo. A
uno de ellos se le ocurrió matar a un policía en Londres.
Lo ahorcaron. Hasta Londres no llegó la omnipotencia del
“papá” millonario, vacuno o politiquero influyente. Los
bailongos y piringundines atraían a los compadres y allí
ejercían su prepotencia con “chiruzas crioyas”; los salones
y restoranes de lujo, montados a la parisiense, constituían
116
el campo de batalla de los patoteros. Aquí las
“demimondaines” francesas eran las victimadas.
Los diarios traían, a veces, la indignada crónica de sus
fechorías. Nosotros las leíamos entre risotadas, envidiosos
de no poder realizar hazañas semejantes.
Sigamos con lo desaparecido: Recuerdo la gruta de la
Plaza Constitución, cerrada al acceso público, misteriosa,
poblada de gatos a los que algunas vecinas alimentaban.
Recuerdo la calle Florida de entonces, con su desfile de
carruajes engalanado de mujeres lujosas, una calle Florida
con portones de casas lujosas, muy diferente a la popular
que es hoy, poblada de vidrieras comerciales. En ella he
visto al general Mansilla, un compadre de galera, bizarro,
atrayendo con su parada y su exotismo el mirar de todos,
un dando sin buen gusto, es decir, sin sobriedad. En ella
he visto al general Roca que, al pasar, me clavó la mirada
de sus ojos azules, encapotados, como si estuviesen
siempre queriendo ocultarse. He visto a Mitre, de
chambergo y levita, saludando a los transeúntes que lo
saludaban, respetuosos. En él saludaban a la Historia.
Entre lo desaparecido cabe recordar ciertas expresiones:
“¡Me caché en Dié”!, por ejemplo. Era una exclamación.
Su origen sería: ¡”Me cago en Dios”! De miedo a tamaña,
petulante blasfemia, fue degenerando hasta convertirse en
¡”Me caché en Dié”! Mucho se usaba también: “Tomar pa
la kermesse” o “tomar p’al Patronato” o “tomar pàl
churrete”, sea “tomar pa la farra”. Y como despectivo
llamar “gato de albañal”. Con las cloacas habrán
desaparecido los albañales, refugio de gatos sin suerte –
sin amo – flacos, sucios, hambrientos. Y con las cloacas
aquellos gatos se hicieron más limpios, “gatos de azotea”.
¿Cómo no recordar, ¡y con gratitud!, a los “huecos” –
baldíos – algunos con árboles, ya eucaliptos, sauces o
higueras. Los huecos, además, eran un refugio de ratas. Y
cazar ratas a pedradas constituía una diversión heroica..
Disponíamos de patios, calles casi sin tranvías ni coches,
pero también teníamos huecos donde los vigilantes no se
asomaban. En las calles Sarandí, Rincón y Paso había
huecos dignos de ser escenario para las aventuras más
inverosímiles. Hoy son casas de departamentos.
Dejé para el final de esta enumeración inconclusa de lo
desaparecido a las librerías de viejo, deleite para mis
ansias de lector nato. Las librerías de viejo en la calle
Corrientes, una calle Corrientes angosta, casi un salón,
pero un salón popular, llenos sus bares de gente
tumultuosa, musicante y tanguera, porque ya el tango,
ayer arisco y “antiyer” – por hablar como el pueblo –
despreciado por los “bian”, había entrado al centro
pisando fuerte. Las librerías de viejo eran auténticas
librerías de viejo: mesas abarrotadas de libros a 20 ó a 10
centavos, quizás a 5, es decir, a la altura del magro
bolsillo de obreros y estudiantes. Después, un poco más
caras, 40 ´0 50 centavos a lo sumo, libros de la Biblioteca
117
Blanca, de la Biblioteca Amarilla o los pequeños,
primorosos libros de Spasa - Calpe en los que conocimos a
Checov, Andreiev, Dostoyevsky, Kuprin, Korolenko, pues a
Tolstoy y a Gorki ya los habíamos conocido por la
Biblioteca Mancci de México. ¿Y las antologías? ¡Qué
profusión de antologías americanas, de todos los países!
Mi mayor placer, largarme por la magnética Corrientes,
antes de mis veinte años, con la respetable suma de uno ó
dos pesos en el bolsillo, a hurgar en las mesas de las
librerías de viejo, a encontrar tesoros, entre tantas
Carolina Invernizzi ó Carlota Braeme, un libro de Zola o de
Darío o de Kropotkine, comprarlo y volverme a casa, casi
corriendo, a leerlo, después de haber echado una mirada
de desprecio, sino de odio, a los libros de texto sembrados
de cosas sin imaginación, más adoquines que libros.
¿Podría llamarse libro – como uno de Bécquer o uno de
Ingenieros - o uno de Nietzsche o uno de Schopenahuer o
uno de Ernest Renan o uno de Voltaire, o cualquier libro
de historia, desde los de López y Mitre a los de Lamartine
o Hugo – podría llamarse libro a un texto de instrucción
cívica, o a una teoría literaria? ¡Qué montón de palabras a
los que uno debía esforzarse para hallar sentido! ¿Quién
encuentra tesoros en las hoy mal llamadas librerías de
viejo? ¿O será que hoy ya no tenemos la paciencia, el afán
de antes para estarnos una o dos horas revolviendo
montones de libros sucios, destartalados, a veces con
dedicatorias, que se amontonaban en las mesas de las
librerías de viejo en la calle Corrientes de antes, la que
aún no era avenida, sino calle, una calleja cálida, íntima,
cordial, acogedora?
LA RAYA DEL PANTALON
A los trece años, dada mi estatura, el pantalón largo se
hizo imprescindible. ¿Pero cuándo comenzó a
preocuparme su planchado, el mantenimiento de la raya
del pantalón como índice de elegancia? No mucho más allá
de los diez y seis años. Seguramente mi madre tuvo la
culpa de esa preocupación efímera. Ella se encargó de
enterarme que yo era esbelto y aún hermoso. Me elogiaba
continuamente. “Sos un lindo muchacho – era su frase ¿No te ves en el espejo? ¿Por qué andás así, despeinado?
Ni te hacés la raya del pantalón”. En verdad, existe, aun
anda rodando, una fotografía en la que aparezco de diez y
seis o diez y siete años. Alto y fuerte, muy peinado y de
gran cuello duro, los cuellos estrangulantes de aquel
tiempo. Comencé a preocuparme por la raya del pantalón,
a poner el pantalón en una prensa o a plancharlo con un
trapo húmedo. ¿Cuánto tiempo me duró esta
preocupación, este índice de elegancia? Seguramente muy
poco. Más que plantarme ante el espejo, vestido a
118
comprobar mi elegancia, placéame ponerme frente a él
desnudo, a ampliar el tórax, a comprobar el crecimiento
de mi musculatura. Más que perder media hora en
planchar mi pantalón, que nunca salía bien planchado, en
señalar su raya, índice de elegancia masculina, estarme
una o dos horas haciendo gimnasia sueca, o pegando a la
bolsa de arena y al puchimbol los puñetazos que alguna
vez podrían serme útiles si la discusión político-religiosa
adquiría contornos violentos. Ser bello – lindo, como decía
mi madre – no me preocupó mucho tiempo. Sí me
preocupó siempre ser fuerte. El bíceps, la circunferencia
del bíceps, más que la tiesura del pantalón, la persistencia
de su raya.. Nunca envidié a los más elegantes. Esto lo
desdeñaba. Siempre envidié a los más fuertes. No sabía
entonces quién era Brummel, rey de los dandis; pero en
mi cuarto tenía en la pared el retrato de Fitz Simona y
Jeffries, campeones del mundo en boxeo.
Mi héroe podría ser Jorge Newvery, no Brummel; lo fuerte,
no lo estético era mi ideal.
UN INSPECTOR
El profesor de “idioma nacional” era un hombre ya viejo de
apellido Oliverta. Burlón, se complacía en ridiculizar la
ignorancia de sus alumnos. Enseñaba sintaxis, lo más
engorroso de la materia. Como texto teníamos el
publicado por la Real Academia Española. No era fácil, por
cierto, hacer entender las reglas de la concordancia a
muchachos que, todos los días, en sus casas o en la calle
hablaban u oían hablar un idioma en desacuerdo con lo
que el profesor de “idioma nacional” les enseñaba o
pretendía enseñar. En clase estudiaban, en rigor, el
castellano y afuera, en la calle, en la casa, hablaban y
oían hablar un idioma con pujos de “idioma nacional”,
como decía el programa.
El profesor se burlaba y ponía en ridículo y los llamaba
“cocoliches”, o “hijos de cocoliches” o “macarrónicos”, a
muchachos descendientes de extranjeros cuya
concordancia adolecía de “violaciones monstruosas”,
según el profesor los calificaba. Del burlón, a quien
algunos odiaban por esto, nos vengó la presencia de un
inspector inesperado. Se presentó en clase acompañado
del jefe de celadores. En aquel momento el profesor hacía
que un alumno copiase de un diario una frase con el
objeto de analizarla sintáctcamente. El inspector era un
joven recio, de facciones abultadas, voz dura, oscuro de
tez y de cabello. Tras los gruesos cristales de sus
anteojos, las pupilas dormilonas, hacían que toda su faz
cobrase un aspecto de pez fuera del agua. Esto mientras
nos recorrió con la vista. Al irritarse, sus ojos pareciera
que se hubiesen oscurecido, su faz resucitó a la vida. Al
ver que el profesor extraía de un diario el ejemplo, levantó
119
la voz y allí, delante de todos, como si se tratara de un
chiquillo – y no de un hombre ya canoso – lo increpó
airadamente. Le reprochó que sacase el ejemplo de un
diario “siempre mal escrito”, según afirmó rotundamente,
y no de un libro de escritor reconocido como buen
hablista. Dijo el inspector y salió, saludando apenas. La
escena nos asombró. Nunca creímos que un profesor
pudiera ser tan ásperamente retado delante de sus
alumnos. Allí no se burlaron de él, como él acostumbraba
a hacerlo con nosotros, allí le acababan de “dar un café de
la madona”, según nuestra expresión habitual. El profesor
Oliverta – le llamábamos doctor Oliverta, aunque no lo
fuese, pues, ¿cómo íbamos a suponer que un profesor no
fuera abogado? – el profesor Oliverta quedó serio. La
raspa lo había perturbado, evidentemente. Nosotros,
insensibles a su vergüenza gozosos de que el burlón
hubiese sido apabullado, sonreíamos, comentábamos el
hecho, nos preguntábamos quién era ese inspector con
ese aspecto que más parecía sargento de “cosacos” – así
se llamaba a los gendarmes de un cuerpo de caballería
que todo lo arreglaban a sablazos y a puteadas. Nadie
sabía su nombre. Por fin, un muchacho de los más
grandes dijo:
- Es un escritor.
- ¿Cómo se llama?
- Yo he leído un libro de él, pero ahora no recuerdo cómo
se llama.
- Siguió la clase. Al final de ella, el muchacho grande
consiguió recordar cómo se llamaba el inspector iracundo:
Leopoldo Lugones.
PROFANACION
No comprendí bien el apellido del que me presentaban,
¿pero dónde había visto yo antes la mirada y la sonrisa de
este hombre que acababa de apretarme la mano?
Vertiginosamente ascendí en el curso de mis recuerdos.
No lo hallé. De pronto, él se puso a hablar. Su manera,
alargando las frases que le salían por un costado de la
boca, me lo trajo tal como era hacía casi medio siglo. No
recordé su nombre. Él no me reconoció a mí, pero yo ya
sabía quién era, dónde lo había visto y el recuerdo
desagradable que me traía. Y lo evoqué en el Colegio
Nacional, en tercer año. Era él entonces un muchachote
de algunos años más que yo. Se sentaba en el banco
detrás de mí. Estábamos en clase de historia. De pronto
me dijo:
- Ayer te vi con tu hermana por la calle Chacabuco.
- No era mi hermana, era mi madre.
- ¿Tu madre? ¡Tenés una madre que está macanuda
todavía!
120
Hizo una seña y sonrió picarescamente. No sé qué vi de
sucio en la seña y en la sonrisa. Aquel muchachote no
elogiaba la belleza de mi madre como se podía elogiar una
estatua o un cuadro. Era otra cosa. Me quedé mirándolo,
escrutándole el gesto, las palabras:
Repitió:
- ¡Macanuda, che!
Me pareció que profanaba a mi madre. Sentí algo
hirviéndome por todo el cuerpo. Y, ciego de ira, aplasté
una sonora cachetada en la boca sucia del muchachote,
para que no siguiera hablando. El profesor se puso de pie,
indagante. Yo callaba. El otro se hizo el inocente:
- No sé, doctor. Se dio vuelta y me dio una cachetada.
Seguí callado. Yo no podía decir delante de todos qué
había ocurrido, qué pasaba en mí, por qué me había
indignado contra ese cochino que profanaba a mi madre.
Salí de clase con una suspensión por tres días, callado
siempre.
COMPOSICIONES
Conservo... Por qué se salvó del naufragio de todos mis
libros, cuadernos y dibujos del colegio nacional y de la
facultad, no sé yo mismo, pero se salvó y conservo un
cuaderno del año 1903 en el que, con bastantes faltas de
ortografía hay algunas composiciones. Las faltas de
ortografía no las corrigió el profesor, seguramente porque
no se dio el trabajo de mirar siquiera el cuaderno. Las
composiciones son de una mediocridad evidente. Quien
hubiera leído entonces ese cuaderno, jamás hubiese
predicho que ese muchacho, poco después – seis años
después – iba a encontrar su vocación en el arte de
escribir. Todo es vulgar y manoseado en esas
composiciones. Dos de ellas parecerían originales, pero
una la dictó el profesor y la otra está sacada de una
novela de Julio Verne – entonces uno de mis autores más
admirados. Hay un juicio sobre una representación teatral:
“M’hijo el dotor”, obra que en ese momento fue muy
comentada. Evidentemente copiado de alguna revista
porque yo no había aún visto representar la obra – la
primera – de Florencio Sánchez. Como se nos exigía que
eligiésemos un poema de autor argentino, yo elegí “La
vuelta al hogar” de Olegario Andrade. En esto me aplaudo.
De toda la poesía patriótico-estrepitosa de Andrade con la
que nos llenaban los oídos, fui a escoger esa melancólica
composición, excepcional dentro de su obra. No demostré
mal gusto. Mi instinto me decía quizás que poesía y
oratoria son antípodas, pues, el profesor era un idólatra de
Núñez de Arce, de su poema “El Vértigo” particularmente.
La mitad del cuaderno está escrito por mi madre, con la
bella y bien perfilada letra de mi madre. (Algunas de las
121
faltas de ortografía le pertenecen.) Seguro ella contribuyó
así a que me librara del aguerón, pues se debía presentar
el cuaderno a fin de curso.
Las composiciones fueron clasificadas con 4, 3, 3 y medio.
Me demuestra esto que el profesor puso esas excelentes
notas – la mayor era 5 – sin leer, para terminar su tarea
de fin de año. ¿Cómo leer cuarenta o cincuenta cuadernos
de composiciones más o menos malas? Él preferiría leer el
diario, posiblemente su única lectura.
LA MUERTE DE MI ABUELA ROSA
La muerte de mi abuela Rosa, aunque se hallaba enferma
de gravedad, y todos lo sabíamos, cayó sobre mí como si
de súbito, inesperadamente, me alcanzase el derrumbe de
una casa. Me trastornó por mucho tiempo. Días antes de
morir, cayó en una somnolencia de la que no despertó
sino para hacer llamar a mi padre. Yo, acurrucado en un
rincón, presencié la escena. Tomándole una mano le dijo:
Sé que voy a morir. ¡No diga nada! Sé que voy a morir.
No me aflige. La vida no ha tenido tantas dulzuras como
para que me aflija la muerte. Lo he llamado para decirle lo
que nunca le he dicho: Estoy contenta y estoy agradecida
con usted. Mi hija y mis nietos se han portado bien
conmigo, era su deber. Usted no tenía ese deber y se ha
portado como un hijo. Le doy las gracias. Y volvió a caer
en su fatiga soñolienta.
Mi padre, ceñudo, salió de la alcoba. Lo seguí. Entró en su
escritorio. Se sentó a pensar. De pronto se secó una
lágrima. Yo rompí a llorar. El me dijo: ¡Llore, muchacho!
Llore por mí que yo ya olvidé a llorar. Llore, aunque
todavía no alcance a saber todo lo que pierde.
Después, el tumulto de gente: la velación. Los vecinos y
parientes que rezaban. Los curas. Me tiré sobre la cama
vestido y me dormí. Desperté a medianoche. Fui a verla.
De la pieza de al lado llegaban voces y risas. Me asomé
silencioso. Era un grupo de desconocidos, tomaban café,
bebían ginebra y, alegres, como si hubiesen estado en un
bar, charlaban. Me quedé mirándoles. Ellos comprendieron
algo de lo que por mí pasaba. De buena gana los hubiese
echado a todos. Callaron...
Al regresar de la Recoleta, noté la falta. Entré a su cuarto.
Y allí, con la cabeza hundida en su almohada, solo, rompí
a llorar desesperadamente.
Así la lloré muchos días, ocultándome. Llorar en público su
muerte me parecía una profanación. Una tarde estaba allí
sentado, como si ella aún viviese y yo la acompañara; de
pronto sentí una alegría súbita. Pensé esto: Ahora que no
está la abuela, no necesito creer más en Dios.
Experimenté una sensación extraña. Me acababa de
liberar de algo, no hubiese podido decir de qué. Ahora –
122
pensé – ya no creeré ni en Dios, ni en los santos, ni en
Jesucristo ni en el Ángel de la guarda. Una insólita alegría
me invadió como si fuese un fuego.¿ Pero la muerte de la
abuela Rosa, ¡tan querida!, ¿me alegraba acaso? Salí de
su alcoba corriendo, salí como si temiese que estando allí
ella me hubiese podido leer el pensamiento. Salí a
respirar, a ver sol y gentes... Pero desde aquel instante no
lloré más la muerte de mi abuela.
CONFLICTO
Mi madre no iba ya mucho a misa, pero de cuando en
cuando, algún domingo o día de fiesta, como Santa Rosa o
Corpus Cristi, se le ocurría renovar su fe pasada. Un
domingo – ocurrió esto unos meses después de la muerte
de mi abuela -, mi madre me dijo:
- Acompañame a misa, voy a rezar por mamá.
- Abuela no necesita rezos. Ha sido buena.
- Todos necesitamos que nos recen.
- Yo me olvidé de rezar.
- No importa. Acompañame – Y como yo quedara
mirándola, en silencio – me preguntó: –:¿Qué te pasa?
- Me pasa que yo ya no creo más.
- ¿En qué no crees más?
- En lo que abuela y vos me enseñaron. Ya no soy
católico.
- ¿Qué decís? ¿Te has enloquecido?
- Y si ya no soy católico no tengo por qué ir a misa.
- ¡No importa! ¡Acompañame!
- No, mamá. Yo no entro más a una iglesia.
- ¡Se lo diré a tu padre!
Y volvió con mi padre. Éste, con esa arruga que le partía
el ceño cuando lo disgustaba o lo preocupaba algo, me
dijo:
- Vístase y acompañe a su madre. – Me trató de usted, yo
reparé en ello.
- ¿A la iglesia?
- Adónde ella le diga.
- Bueno, iré a la iglesia, pero no rezaré, ni me hincaré.
- Haga lo que quiera, pero vaya.
Y se dio vuelta. Fui. No me hinqué. Me parecía que me
humillaba el hacerlo. No recé, porque yo proclamaba al
hacerlo que me había olvidado... (Y aún, después de
sesenta y tantos años de aquello, no me he olvidado:
Podría rezar íntegros el Bendito, el Padre Nuestro, el Ave
María, el Yo Pecador y el Credo a medias.)
Por la noche, como encontrara solo a mi padre en su
escritorio, lo hablé: le plateé este problema: él no iba
nunca a la iglesia, él no creía, ¿por qué me hacía ir a mí a
la fuerza, por qué me imponía que yo creyese? Me
123
respondió: No te impongo que creas o no creas; pero sos
un chico...
- ¡Tengo catorce años! – himné, orgullosamente, como si
himnara: ¡Soy un hombre!
- Son pocos catorce años para desobedecer a la madre.
Comprendí. Lo que él salvaba con su actitud – ciudadano
de orden, respetuoso de las leyes y de la tradición – era el
principio de autoridad. Eso era todo.
En mi madre el problema fue diferente. Ella se afligía por
mí, no por su autoridad maltrecha. Se afligía porque yo
estaba en camino de alejarme de su fe, de la que había
sustentado toda su vida mental. Se afligía porque yo, su
hijo, estaba en peligro de condenarme.- ¡Vas a llegar a ser
un hereje! – me amenazó.
Le respondí, jactante:
- ¡Ya soy un hereje! - Y me alejé porque los ojos se le
llenaron de lágrimas. Nunca más me pidió que la
acompañara a misa.
HUELLAS
Pese a mis afirmaciones de herejía, me quedaron huellas
de religión. Iba a quedar aún por bastante tiempo. Así, al
apagar la luz, ya dispuesto a dormir, rezaba un Padre
Nuestro. De pronto, una noche no recé. No recé aunque
no puse mi cabeza en la almohada sin elevar mi
pensamiento a Dios. ¿Qué era Dios? No me lo imaginaba.
Podría ser que fuese una figura sobrenatural, gigantesca,
que todo lo veía y que todo lo oía, hasta los pensamientos.
Otra huella de religión, de la que me habían incrustado:
Allá por mis trece o catorce años aún infantiles, al pasar
frente a una iglesia experimentaba dos sentimientos
encontrados: Me avergonzaba de sacarme la gorra, de que
me viesen sacármela, lo cual significaría una reverencia y
sentía también algo así como miedo de no sacármela, de
que Dios me pudiese castigar, según me lo habían
repetido tantas veces. Recurría a una treta: al divisar un
templo, media cuadra antes de llegar a él, me descubría y
pasaba ante el templo con la gorra en la mano. Así no
aparecía como que yo - ¡hereje! – reverenciaba a la
iglesia, pero tampoco aparecía cubierto ante la “casa de
Dios”. Pretendía engañar a Dios, omnividente. Lo que
hacen tantos hombres que se dicen – y se suponen y esto
es lo grave – creyentes sinceros.
¿Cuándo dejé de realizar estas farsas? ¿Cuándo no me
mentí más a mí mismo? Tendría quizás diez y siete años –
ya ahítos de lecturas, ya sacudidos de reflexiones –
cuando me decidí a afrontar la “cólera de Dios”, otra de
las frases con la que me habían martillado los oídos.
124
DESILUSIÓN
Una mañana lo vi pasar. Era alto y carrijo. Larga melena
le caía sobre el cuello duro del que surgía, flotante, una
amplia corbata negra. Se tocaba con un amplio chambergo
de alta copa. Vestía un traje oscuro. Lo vi pasar, muy
grave, la cabeza erguida, una figura exótica. Me acerqué
al changador Francisco y le pregunté:
- ¿Quién es ese?
- Un poeta.
- ¿Y por qué anda así vestido?
- Porque es poeta.
La respuesta no me explicó nada, pero la encontré
natural, la encontré del todo lógica. Un poeta no era un
ser que se veía siempre. Siendo un ser singular,
naturalmente debería vestirse de modo también singular,
no como el almacenero o el tendero del barrio.
Después lo ví pasar muchas veces. Vivía cerca de casa, en
la calle Sarandí. Yo lo seguía con la mirada, un poco
admirativamente. El pasaba a mi lado erguido, sin reparar
en mí, sin mirarme siquiera. Pregunté su nombre al
changador Francisco que sabía todo lo concerniente al
barrio; pero el changador ignoraba el nombre del poeta.
Será – pensaba yo – un Guido Spano que también usaba
sombrero aludo y melena, será un Almafuerte... Y lo
seguía mirando y admirando. Pero un día paseó del brazo
de una mujer gorda, muy gorda, que caminaba
dificultosamente a causa de su gordura. Una mujer nada
linda, nada elegante. Recurrí de nuevo a la sapiencia del
changador Francisco:
- ¿Quién es esa mujer gorda?
- La mujer del poeta.
-¿La mujer del poeta?
- Sí.
Desde ese día dejé de admirar al poeta de mi barrio.
¿Cómo él, un poeta, podía amar a esa mujer gorda, fea?
Seguramente, pensé, - yo tenía catorce o quince años –
ese poeta es un mal poeta. Con una musa así, ¿cómo
escribir buenas poesías? Yo entonces – aun cuando no
había leído a Rubén Darío todavía – imaginaba que las
musas son de carne y hueso. Con aquella musa de hueso
y grasa, ¿qué podría escribir el poeta de mi barrio? Ya no
lo admiré. Ni lo miraba cuando él, erguido, pasaba frente
a mí con su chambergo aludo, su melena, su corbata
flotante.
SOBRESALIENTE
En 2º. Y 3er. años del Colegio Nacional tuve un
condiscípulo hijo de franceses, muy circunspecto.
125
Sobresalía en todas las materias. Se llamaba Gastón
Nancine. Era en vano querer competir con él. Gastón
Nancine se eximía en todas las materias con cinco puntos,
entonces la calificación más alta. En cierta oportunidad el
profesor de historia, un doctor Elizalde, lo proclamó “el
mejor alumno que él había tenido hasta entonces”. Había
otros buenos: Losarte, que llegó a profesor en la
Universidad de La Plata y a diputado por el Partido
Conservador; Shulte, hijo de alemanes, sobresaliente en
matemática; Nerio y Absalón Rojas, sobresalientes en
historia, que fueron médico y abogado notorios y
diputados por el Partido Radical; Modarelli, “resaca en
todo, como le llamábamos, pero sobresaliente en dibujo...
Nancine nunca dejó de saber sus lecciones, fueran de
gramática como de geografía, materias áridas. Nunca dio
un examen, siempre se eximió. Si hubiese sacado
distinguido en una materia, la noticia hubiera conmovido a
la clase y aún al colegio. Era el asombro y la admiración
de todos los profesores. Más aún, tenía un hermano
menor en un curso siguiente al nuestro que repetía su
proeza: Sobresaliente en todo. ¿Lo admirábamos? No lo
sé. Quizás alguno lo envidiara. Yo, no. Yo lo miré siempre
como a un individuo de otra especie, un ser ajeno y lejano
a mí, un bicho raro. Hasta como filatélico sobresalía. Su
álbum, admirable de pulcritud y corrección. Sus
conocimientos en la materia nos anonadaron. Muchas
veces me he preguntado curioso: ¿Qué ha sido de
Nancine? ¿Qué ha hecho en la vida? Posiblemente, nada.
Estos alumnos tragalotodo, que no demuestran una
vocación determinada, al fin son cualquier cosa. Máquinas
de repetir, cuando salen a la vida, en la que es preciso
hacer, no repetir, nada imaginan y fracasan. Todo en ellos
era memoria, no inteligencia. Y la memoria es lo que los
maestros y profesores premian.
Al llegar a 4º. Año, Nancine ya no estaba con nosotros: lo
había dado libre y cursaba el 5º, siempre sobresaliendo.
Después dio el 6º libre. Planeaba estudiar medicina ¡Los
enfermos que habrá asesinado por falta de imaginación!
PENITENCIAS
Nos hemos educado entre penitencias o amenazas de
penitencias. Ya mencioné a un maestro de primero y
segundo grados que no sólo pegaba con la regla, en las
palmas, o hacía juntar los dedos para pegar en las puntas,
para que doliera más; también obligaba a que todos
golpeáramos en el traste del culpado cuya cabeza él
ajustaba entre sus rodillas. Esto daba origen a venganzas
y resentimientos. Había el que golpeaba “con alma y
vida”, ¡fuerte!
- ¡Ya verás cuando me toque a mí! – decía el castigado.
126
Y se vengaba.
Alguno se negaba a golpear. Fue condenado a ocupar el
sitio del anterior y a ser golpeado por éste.
Me negué en una ocasión a golpear a mi hermano que
estaba padeciendo ese castigo. Al llegar mi turno, dije:
- Es mi hermano.
- ¡Siga! – dijo el maestro. No se atrevió a exigirme. No
hubiese golpeado, estoy seguro. Había, en cambio, dos
hermanos Galarza, hijos de un coronel, que no se
ahorraban golpes. Eran mellizos, cosa rara ésta dado que
otros mellizos que conocí, parecían siempre dos en uno.
Los Galarza se tenían un mutuo odio impresionante. Se
acusaban el uno al otro y se robaban los útiles. Si uno de
ellos peleaba con otro muchacho y perdía, el otro lo
burlaba. La mujer del Director, impresionada por ese odio
les habló mucho, los aconsejó. Todo inútil. Los mellizos
siguieron su enemistad durante todo ese año y no
asistieron más al “Lycée Louis Le Grand”. Supimos que
habían muerto en un accidente, juntos. Siempre he
pensado sobre el destino de esos hermanos gemelos,
antípoda al de los Goncourt y de su novela “Zemganno”.
Con los hermanos Galarza podría escribirse una novela
apasionante y curiosa.
Otras penitencias, ya en otros grados: Escribir veinte o
cincuenta renglones después de terminado el horario de
clase. Nos habíamos aprendido una o dos páginas de
memoria del libro de lectura así las escribíamos más
pronto, sin necesidad de perder tiempo en copiar del libro.
Los “piquetes”, otra penitencia. Consistían en pasar en un
rincón, cara a la pared, dos minutos del recreo, sin tener
agua y sin poder ir al baño. Ya esto comenzaba a ser una
tortura.
Los jueves por la tarde había asueto. Cuando el delito era
muy grande, se debía asistir al colegio a cumplir
renglones. Pero se podía pagar la penitencia si uno
entregaba un “testimonio”. Este se lograba con diez
“vales”, obtenidos por sobresalir al dar una lección.
En el Colegio Nacional también aplicaban penitencias: una
o dos horas después de clase, con los brazos en cruz,
custodiados por un celador. No se podía leer ni escribir.
Era un castigo por aburrimiento. Ya por mala conducta o
por haber sacado un aplazo en una lección, se ganaba la
hora o dos horas de aburrimiento. También existían
“suspensiones”. Uno, dos o tres días de suspensión. No se
asistía a clase y si algún profesor lo llamaba, ponía
“ausente”. El ausente sin justificativo por enfermedad
equivalía a cero. A las treinta faltas sin justificación el
alumno quedaba libre y perdía el año. Cuando entré al
cuarto año, se habían terminado las penitencias.
Quedaban sólo las suspensiones. Era tiempo que se
terminasen. Todo ello era muy primitivo, resabios del
pedagogo que decía, en los tiempos hispano – coloniales:
“La letra con sangre dentra”.
127
Pero a las penitencias del colegio había que agregar las de
la casa. No eran pocos los padres que al ver entrar a su
hijo una hora o dos horas después de lo acostumbrado, lo
recibían a cachetadas y puntapiés. Un chico llamado Juan
Rezan, hijo de un calabrés carrero, después de una
suspensión de tres días llegó una mañana con el brazo en
cabestrillo, enyesado. No pudo escribir por veinte días. Me
caí – decía él. Todos sabíamos que era obra del padre
analfabeto que le gritaba siempre: ¡“Quieras o no quieras
vas a salir dotor”!
Juan Rezan fue dentista.
En mi caso esto no ocurría. Mi padre se limitaba a
enmudecer, ceñudo, a no hablarme por ese día; mi madre
a roerme con sus reconvenciones y sus consejos. Esto me
bastaba para arrepentirme. Desde lejos, yo decía:
- ¡Ufa! ¡Finíshela, vieja!
Desde lejos, porque a mi madre un manotón o un pellizco
se les escapaba, a veces.
¡Ah, los manotones y pellizcos de mi madre nerviosa que
me hacían odiarla durante unos segundos terribles, tanto
que hasta la sentía extraña!
No hubiese comprendido ella que el ceñudo silencio
reprobatorio de mi padre me hacía sufrir y, sobre todo,
meditar sobre mi conducta, mucho más que sus palabras,
sus manotones y sus pellizcos.
LA ÚLTIMA BOFETADA
Tendría yo trece o catorce años, ya era un muchachón
vigoroso cuando, quizás por alguna contestación violenta,
a mi madre se le escapó la mano y me dio una bofetada.
Al recibirla puse las manos detrás y quedé impasible,
mirándola, como ofreciéndome a que siguiera pegando.
Ella iba a repetir la bofetada pero la impresionó mi actitud,
y bajó la mano. Se apartó de mí. Quedé un momento
parado sin decir una palabra. Durante ese día y el
siguiente no la miré siquiera. Porque esto he heredado de
mi padre: no hablar cuando tengo que reprochar algo.
Transformarme en piedra. La noche siguiente del hecho
estaba yo acostado y apareció mi madre en la alcoba. Se
sentó en mi cama. Estábamos solos. Me preguntó:
- ¿Estás enojado conmigo?
La besé. Ella se me echó a llorar sobre el pecho y yo le
acaricié la cabeza. Fue la última bofetada. Comprendió
que su hijo ya era un hombre y que como a hombre debía
respetarlo.
DEMOCRACIA ESCOLAR
128
Dos experiencias, las dos malas, tuve de la democracia
durante mi vida escolar. La primera cuando éramos
alumnos de primer año. El profesor, Enrique Buscaglia,
que quizás tenía sus aires de literato, nos encargó una
composición, tema libre. Después la leeríamos en clase y
votaríamos sobre cuál nos había parecido la mejor. El
maestro llevó las composiciones a su casa y al otro día
trajo dos solamente, las que él juzgaba mejores. Se
leerían y nosotros votaríamos para darle el premio, un
libro, al autor de la que más nos gustaba. Una de esas
composiciones, romántica y dramática, pertenecía a Víctor
Sarracán; la otra, festiva, descripción de las peripecias en
un baile de suburbio, a Rodolfo Rufino. Cada autor leyó la
suya. Escuchamos a Sarracán en silencio y a Rufino entre
carcajadas. Se votó. Por unanimidad, votamos por Rufino.
El profesor, colérico de por sí, explotó. Nos llamó
ignorantes, tontos, insensibles a la belleza estética y
terminó resolviendo el asunto dictatorialmente:
- Bien, ¿ustedes votan por Rufino? ¡Yo voto por Sarracán!
¡Y mi voto vale más que el de todos ustedes!
Dio el libro de premio a Sarracán.
Alguno protestó:
- No nos hubiese hecho votar para hacer eso.
- ¡Basta! – rugió el maestro, de pie, con las venas de la
frente hinchadas, encendido en cólera.
Callamos. Pero al salir a la calle, rodeando a Rufino,
dejamos fluir nuestra indignación, nos sentíamos
defraudados en nuestro derecho. ¿Por qué el voto del
profesor habría de valer más que el de todos? ¿El sabía
más que nosotros? ¡Sí! ¿Él había leído más que nosotros?
¡También! Pero entonces, no nos hubiese hecho votar a
nosotros entonces para salir, al fin, imponiendo su voto.
- ¡Te robó el libro! – le decíamos a Rufino, al vencedor,
según nuestro dictamen.
- ¡Protestá mañana, protestá!
Sarracán, el premiado por el profesor, tuvo un gesto. Se
acercó a Rufino:
- Si crees que vos merecías el premio, aquí está, te lo doy.
Respondió Rufino:
- ¿Vos crees que tu composición es superior a la mía?
- Sí.
- Entonces quedate con el libro. Si vos creyeras que mi
composición es superior a la tuya, te lo aceptaba.
- Chillamos – dijo alguno – porque el profesor nos hizo
votar para después no obedecer a nuestro voto.
- No nos hubiera hecho votar.
- ¿Eso es democracia?
- Democracia al estilo del gobierno – concluyó José
Tamini, el mayor de la clase, un muchacho que leía el
diario y hablaba de política con los de otros cursos – todos
los gobiernos son así. O hacen fraude para ganar o ganan
no respetando al pueblo, como ha hecho el profesor. El
profesor es el gobierno. Ha hecho lo que hace el general
129
Roca: ganar las elecciones sea como sea. Por eso yo soy
radical. ¡Abajo el gobierno!
Y nos desbandamos llevándonos ese concepto del
gobierno y de la democracia. La mayoría de nosotros
teníamos doce años. ¡Excelente lección práctica de civismo
nos acababa de dar el profesor!
La otra experiencia democrática la tuve en cuarto año,
pero esta vez fue el pueblo – nosotros, los alumnos –
quienes violamos la democracia. El doctor Juan José Díaz
Arana era el profesor de historia de América. También nos
hizo votar acerca del mérito de dos composiciones que él
había elegido entre las cuarenta presentadas. En un
sombrero se iban echando los votos. Era una elección
secreta, como aún no se practicaba entonces – año 1904,
presidencia del general Roca. Cuando se hizo el recuento
de votos en la urna – o sea el sombrero – saltaron sesenta
votos en vez de cuarenta como éramos nosotros. Algunos
habían votado dos veces. El doctor Días Arana nos
denostó. Nos llamó corruptos y fraudulentos. Habló de que
el país acabaría por hundirse en una dictadura ya que las
nuevas generaciones llegaban escépticas y
antidemocráticas a la vida pública.
Y abandonó la clase. Salió hecho una tromba.
Comenzaron los reproches mutuos. En realidad, no
éramos tan culpables. Muchachos de quince años,
habíamos llegado a la adolescencia oyendo hablar sólo de
fraudes en las elecciones, de que el gobierno imponía sus
candidatos haciendo que votaran los muertos o no
dejando que votaran los contrarios mediante matones y
policía. Puestos a votar, ¿qué íbamos a hacer sino lo que
oíamos que se hacía en todo el país? No faltó muchacho
que se jactó de su doble voto. Me acuerdo que lo injurié
hasta llegar a la madre, porque yo -¡cándido! – entregué
un solo voto. No se me había ocurrido que se pudiera
hacer allí, con un profesor a quién estimábamos, lo que el
gobierno hacía. Yo – como mi padre – ya era opositor
entonces. ¿Lo era porque lo era mi padre o porque ya
llevaba en mi psiquis el germen que me ha hecho ser
opositor en toda mi existencia cívica?
EL PANTALÓN LARGO DE MI ABUELO
Entre las cosas que habían quedado de mi abuelo,
encontré un pantalón. Me lo probé, sólo por el gusto de
verme con pantalón largo. Me vi aspecto de hombre. Sólo
tenía catorce años. Ya el imánico femenino, el torturador
femenino, me llevaban los ojos y le sacaba punta al deseo.
Al verme de pantalón largo pensé en la calle Junín, la calle
de los prostíbulos con sus mujeres, después de cierta hora
no muy avanzada de la noche, ya en la puerta con trajes
livianos, excesivamente livianos y diciendo palabras
130
cariñosas, invitaciones provocativas a los transeúntes.
Pensando en esto, me puse en la cabeza un chambergo y
me eché el ala sobre los ojos. Me volví a mirar en el
espejo. No parecía un muchacho. Tampoco parecía un
hombre, pero visto con buena voluntad como yo me
miraba...
Decidí pasear por la calle de las sirenas que le decían al
transeúnte palabras cariñosas, llamados invitantes. Me
largué – pantalón largo , chambergo sobre los ojos – una
noche, a la calle Junín. Y allá escuché a las mujeres que
me decían – tomándome por un hombre - : ¡Adiós, lindo!
¿No entrás precioso?...
¡Qué dicha oírme llamar lindo y precioso por una voz
femenina, aunque esa voz fuera interesada, aunque la
mujer que decía aquellas frases de caramelo no pensase
en el amor, sino en los pesos!
Hubiera entrado de buena gana. No me animé. Seguí mi
camino, indiferente en apariencia, a la voz de las sirenas
fáciles que, con trajes livianos, excesivamente livianos,
como para dejar ver, más que imaginar, sus encantos, me
decían al pasar, taconeando fuerte: ¡”Adiós, lindo! ¿No
entrás, precioso”?
MUEBLES VIEJOS
A veces me doy a pensar en los hermosos muebles viejos
que acompañaron mi infancia y buena parte de mi
juventud, los muebles de mis abuelos. De todos, aun
sigue acompañándome, llevado y traído, con una pata
floja, un recio y casi cúbico bargueño que fuera de mi
bisabuelo. En esas múltiples mudanzas, y siempre de una
casa más grande a una más chica, era preciso vender
algo, desembarazarse de muebles. Llegaban los
especialistas en compra y venta. Se les ofrecía lo vendible.
Ellos siempre cebaban el ojo a ese bargueño, aun
modernizado como está, arruinado con patas que no
corresponden a la sobriedad de su estructura, recia y
práctica.
Recuerdo cómodas, roperos, baúles llamados arcas, todo
amplio, enorme; la biblioteca de mi padre que llegaba al
techo y yo regalé a una institución de suburbio porque no
cabía en ninguna parte. ¿Qué se habrán hecho aquellos
baúles forrados en cuero y en los que se amontonaba
todo, pues todo en ellos cabía? ¿Y los cuadros que mi
abuelo Ángel había pintado, un niño Jesús trabajando de
carpintero en el taller de su padre? Todo desaparecido, al
igual que mis abuelos, mis padres, mis tíos, otros
parientes, hermanos, camaradas... El tiempo, devorador
insaciable que nos está aguardando, se los tragó a todos.
¿Y los libros? Los libros malos, novelones truculentos que
me iniciaron en el deleite de la lectura, ¿qué se hicieron?
131
Con ingratitud juvenil me deshice de ellos. A medida que
mi gusto se depuraba, que nuevos autores entraban en mi
órbita de lector, despreciativo, vendía o regalaba –
regalaba más que vendía – aquellos librotes rezumantes
de lágrimas, blandos de sentimentalismo y sobre los que
habían llorado mi abuela y mi madre. Yo, duro y
renovador, como la vida, me deshice de ellos. Hoy quisiera
tenerlos, no para leerlos sino para hojearlos simplemente,
para mirarlos como miro las fotografías de mis abuelos, de
mis padres, de mis hermanos y amigos que el tiempo
devoró como a mí me devorará, para bien mío y mal de
los que me quieren. De aquellos libros, ¿qué conservo?:
Dos de Eugenio Sué, un tomo de Núñez de Arce, regalo de
algún admirador de mi madre o de mi tía – está diciendo:
A las señoritas María y Angelina Herrero; una Historia de
Roma, en italiano, y en la que mi padre había aprendido a
querer a Mucio Scevola; un ejemplar de “María” de Jorge
Isaacs, primera edición... Y eran cientos de libros los que
había en la casa de mi juventud. Tuve, en verdad, algo de
lo implacable que tiene el tiempo. También lo tuve con mis
cosas: ¿Qué se hicieron los dibujos y caricaturas en los
que empleé mis ocios hasta que éstos tomaron el rumbo
de escribir? ¡Con qué placer los contemplaría ahora!...
¡No lamentarse! Al fin de todo, ¿no nos hemos de ir
desnudos de la vida? Al fin, ¿no nos reducimos a un
puñado de cenizas en el horno crematorio? Y de lo mucho
que escribimos, de los montones de papel que llenamos de
letras para el fugaz periodismo, otro minotauro devorador,
¿queda una página? ¿Ya no se ha perdido todo? Al fin, de
mis libros, del recuerdo de mi paso por la tierra... ¡No nos
pongamos melancólicos! Desaparecieron grandes
civilizaciones, ciudades dominadoras, ¿por qué no cumplir
el ciclo de ellas, nosotros, humildes borroneadotes,
desconocidos o casi desconocidos por nuestros propios
contemporáneos? Pasan los grandes hombres, pasan las
naciones orgullosas, pasan los muebles viejos, se hacen
polvo los viejos libros...
DIVERSIONES
Cuando ya teníamos catorce o quince años, reunidos en
una esquina, ociosos, al ver un cura, a título de gracia y
escondiéndonos en un zaguán, le gritábamos:
- ¡Cuervo!
- ¡Fierro chifle!
- ¡Tiburón! (Esto se lo había oído a mi abuelo.)
La mayor parte de los curas se hacían los desentendidos.
Otros se volvían, iracundos. No faltó quien nos corriera o
hiciese como que nos iba a correr. ¡Como para
alcanzarnos, a esa edad en que corríamos ágiles como
pingos!
132
Angelillo Alegre, un muchacho de nuestra patota, quizás el
mayor de todos, también el más pequeño, como gracia,
acercábase al cura y le pedía, cazurro:
- Una medalla, padre...
Algunos le daban, otros, dudando de su devoción, vista su
cara de pillo, seguían sin hacerle caso. Angelillo cambiaba
las medallas a la almacenera de la esquina por caramelos
largos, unos caramelos de azúcar quemada, envueltos en
papel, que se pegaban en los dientes y que costaban un
centavo.
Mientras lo chupaba, Angelillo decía:
- ¡A la salud del otario!
Reíamos y lo admirábamos. Yo lo admiraba, porque no me
sentía capaz de pedir medallas haciéndome el creyente.
ANÉCDOTA
En “Anatomía, fisiología e higiene”, materia del 4º. Año,
teníamos de profesor al doctor Popolizio, médico. Un
liberal, seguramente. Lo deduzco ahora por algunas de las
frases que se le escapaban, dichas prudentemente, en sus
explicaciones científicas. En una oportunidad llamó al
frente a un alumno de apellido Silva Garretón. Éste, al
oírse nombrar, se persignó y acudió al llamado. No abrió
la boca. No sabía absolutamente nada.
- ¿No sabe? Tiene cero – dijo el profesor, y ya cuando el
alumno estaba sentado, dijo: hay un refrán que dice: “A
Dios rogando y con el mazo dando”.
Me llamó a mí. Pasé.
- ¿Usted no se persigna? – me preguntó.
- No, señor. Porque sé la lección.
Tuvo que sonreír, y dijo:
_ Empiece.
Lo hice de alfa a omega, con seguridad.
- ¡Bien, muy bien! – repitió él, satisfecho.
Y me clasificó con la más alta nota.
Ya en el recreo, hablé con Silva Garretón:
- ¿Creés que si no estudiaste con persignarte vas a saber
la lección? Estudiá y no te persignes.
- ¿No crees en Dios?
- ¿Para qué? – le dije, y sonreí – en los exámenes no está
Dios.
- Dios está en todas partes, dicen...
- ¿Dicen? ¿Esperás que Dios se meta adentro de tu cabeza
y hable por vos? ¡No! Metete los libros en la cabeza y
olvidate de Dios. ¿Creés en milagros?
- Sí.
- Bueno, decile a tu Dios que haga el milagro de borrarte
ese tacho que hoy te puso el profesor.
- Yo quisiera no creer, pero no puedo dejar de creer –
balbuceó el chico.
133
- Cuando seas hombre no creerás – le auguré –
orgullosamente.
Y me aparté.
Yo entonces iba a cumplir quince años. Silva Garretón era
mayor que yo, pero como yo era más alto, me sentía más
hombre.
LA RABONA
De mi primera rabona o rata - ¿Por qué los españoles la
llaman “hacer novillos”? – tengo un mal recuerdo. Ya
íbamos a entrar a clase - estábamos en 4º. Año – cuando
ví a Uteda, uno de los más grandes, ya un hombre:
- ¿Quién me acompaña a hacerme la rata?
Tuve un impulso. Nunca me había hecho la rata. Recordé
que Rizzo, otro alumno también de los más grandes, al
decirle yo que nunca había raboneado, mirándome
conmiserativamente, como mira un muchacho de 19 años
a uno de 15; me dijo:
- ¿Nunca te hiciste la rata? ¡Qué panete!
Al oír a Uteda pidiendo compañía para su rata - ¡Y qué
honor para mí hacerla con Uteda, un hombre de bigotes
que hablaba de mujeres! – tuve un impulso. Grité:
- ¡Yo te acompaño!
Y me fui con él mientras los demás entraban a clase.
Yo iba pensando: ¿Dónde me llevará Uteda? Quizás me
lleve a conocer mujeres... Pero lo oí, después de caminar
algunas cuadras:
- ¿Dónde vamos?
- No sé, donde quieras.
- Yo voy a la casa de una amiga.
- Llevame.
- No puedo. ¡Chau!
Y me dejó solo, plantado en una esquina. ¿Qué hacer?
¿Adonde ir? Comencé a caminar por la calle Belgrano
rumbo al río. Llegué al puerto. Hacía calor. La sed
comenzó a torturarme. No tenía un centavo en los
bolsillos. Los dí vuelta. ¡Nada! ¿Por qué se me ocurrió
hacerme la rata, hoy precisamente, cuando no tenía un
centavo? ¡Y qué sed! ¿Si vendiera un libro? Llevaba la
Historia de América por Barros Arana, el Álgebra de
Robertson. ¿Venderlos? Sí, pero ¿Después? Los iba a
necesitar. Diría a mi madre que me los habían robado.
Dudé un momento. ¡No! Decidí no venderlos. Seguí
caminando impertérritamente por el Paseo de Julio.
Aparecí en la Recoleta. Me senté en un banco, a
descansar. ¿Y esto era lo que Rizzo y otros alabababan?
¿Esto era la famosa rabona? ¡Qué cansancio, qué sed y
qué aburrimiento! En un almacén miré la hora. Las dos de
la tarde. Ya hacía cuatro horas que andaba pesadamente,
sin rumbo. ¡La famosa rata! ¡No iba a hacer otra, no!
134
Ahora – calculé – los muchachos están en clase de
química, sentados, sin sed ni hambre. Porque empezó
también a molestar el hambre. Por fortuna, en los jardines
de la Recoleta descubrí una fuente que arrojaba un chorro
de agua. Bebí aquel champagne cristalino. Me reconforté,
seguí andando, andando. ¿Lo que aún debería caminar
para volver a casa! Tomé la avenida Callao, parándome en
las vidrieras, deseando que ocurriese algo, un choque de
tranvías, una pelea... ¡Pero no ocurría nada, nada! La sed
volvió a torturarme. Cansado, aburrido, seguí andando. De
súbito, pegué un brinco y me zambullí en un zaguán. Por
la vereda de enfrente iba una amiga de mi madre. ¡Si me
hubiese visto! Ya la oía a la noche siguiente: “Ayer lo ví a
tu hijo en Callao y Charcas, serían las tres de la tarde”. Y
a mi madre: ¿Qué hacías en Callao y Charcas a esa
hora?... ¿Qué responderle? Pero no me había visto.
¡Respiré! La alarma me quitó la sed, el hambre y hasta el
cansancio y el aburrimiento por unos minutos. Con la
tranquilidad volvieron a aparecer esos cuatro enemigos de
un muchacho rabonero que no tiene un centavo, que sólo
calcula cuánto le falta para llegar a su casa. Y cuánto falta
aún para llegar a horario, no antes. Del colegio se salía a
las cuatro, se tardaba, regularmente, veinte minutos en
llegar a casa. No podía llegar antes de las cuatro y veinte.
El reloj de una iglesia aún marcaba las cuatro menos
veinticinco. ¿No estaría parado? ¡No esta ba parado, no!
¡Jue una! Era preciso seguir andando con sed, con
hambre, con cansancio y con aburrimiento.
Seguí andando. Al llegar a la esquina de Entre Ríos y
Belgrano, donde me dejó Uteda, tuve un recuerdo
puteador para el grandote. Y pensé: ¿Qué le diré mañana
cuando me pregunte: ¿Y, qué tal te fue en la rata? Por
supuesto, no le voy a decir: ¡Me aburrí y me cansé como
una bestia!
Seguí andando. Lentamente, “haciendo tiempo”, como
andan los atorrantes, los que hasta han olvidado que
existen almanaques y relojes. Seguí andando. Al llegar a
Independencia y Entre Ríos miré el reloj de un negocio.
¡Las cuatro y dieciséis! Alegremente y aligerado, enfilé
hacia mi casa. Pensé en lo que habrían guardado para
comer, en los vasos de agua que me bebería. ¡Pero qué
cansancio!
De todo: aburrimiento, sed, hambre y cansancio; sólo
esto me quedaba. Entré y me tiré en un sofá. Apareció mi
madre, solícita:
- ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?
Y me pasó la mano por la frente, me tomó el pulso.
-Fiebre no tenés.
- Estoy cansado, nada más. ¡El calor!
- Te he guardado este medio pollo frío con ensalada. Aquí
tenés una compota de orejones.
Me tiré sobre todo eso, a lo lobo furibundo.
- No comas tan apurado, te puede hacer mal.
135
Yo masticaba, tragaba en silencio y pensaba:
- ¿Rata? ¡No me agarra otra, no! ¿Y esto es lo que Rizzo,
Uteda y demás cretinos alaban tanto? ¿Pero qué hacen
ellos en esas seis horas, desde las diez de la mañana a las
cuatro de la tarde? ¿Vagan como yo he vagado? ¿Se
aburren como yo me he aburrido? ¿Se cargan de sed, de
hambre y de cansancio como yo me cargué esta tarde?
¡Maldita tarde!
Pero no terminaba todo allí: al otro día era preciso estar
alerta para cuando llegase el cartero con la nota de la falta
de ese día, así no se enteraban mis padres y llevar la nota
al librero Don Ovidio que tenía un boliche a la otra cuadra
del colegio y hacer que, por diez centavos, su tarifa,
falsificara la firma de mi padre justificando la falta. ¿Todo
esto para qué? ¿Para haberme cansado y aburrido, con
sed y con hambre? ¿Para poder decir a los Rizzo y otros
jactanciosamente: “Yo también me hice la rata”?
Y oír a Rizzo:
- ¿No es lindo hacerse la rata?
Y yo:
- ¡Macanudo!
UNA FRASE
Siempre sentí por mi padre admiración y respeto. Era un
gigante de más de un metro noventa con una fuerza
hercúlea y a quién todos se le acercaban dando muestras
de respeto. La única capaz de levantarle el gallo era mi
madre; pero ¿a quién no era capaz de levantarle el gallo
mi madre? ¿Cómo no admirarlo, cómo no respetarlo? Lo
oía contar sus aventuras inverosímiles para abrirse cancha
en la lucha por la vida, aventuras reales, y lo oía con
placer. Sus opiniones me sonaban a pura sabiduría. Jamás
me hubiese atrevido a contradecirle, yo que a mi madre la
rebatía continuamente.
Una vez una frase de él me hirió. Estaba yo doblando un
diario, mal doblándole, según mi condición de inepto nato
para los trabajos manuales, él me sacó el diario de las
manos, lo dobló cuidadosamente, como lo hacía todo, con
sus manazas de las que salían los más delicados y frágiles
trabajos; pero al fin dijo esta frase:
- ¿No sabés doblar un diario siquiera? Sos como ese viejo
inútil de Guido Spano.
¿Cómo? ¿Guido Spano un viejo inútil? ¿Por qué? ¿Pero
acaso no era el autor de “Nenia”, que yo sabía de
memoria? Quien era capaz de escribir “Nenia”, ¿podía ser
tildado de inútil? ¡Y por mi padre! Yo admiraba a Guido
Spano. En el colegio, el profesor de literatura se había
encargado de acrecentar esa admiración, y ahora, mi
padre, a quien yo también admiraba, ¿decía esto de mi
otro admirado? Entraron en conflicto dos admiraciones. La
136
frase me hirió profundamente. No me atreví a preguntarle
por qué juzgaba inútil a Guido Spano. ¿Lo había leído?
¿Pero mi padre habría leído un verso en su vida trabajada,
afanosa, aspérrima? Recordé que una vez mi madre me
había mostrado un poema escrito por él en la época del
noviazgo, un poema en el que descubrí – espantado –
alguna falta de ortografía. Pero si mi padre había escrito
aquel poema de amor – malo, cursi por supuesto – algo
habría leído. ¿Por qué entonces juzgaba así a Guido
Spano, el autor de “Nenia”, el autor de otras
composiciones tan puras, tan suaves, tan finas, tan bellas,
tan inspiradas, según mi juicio y el del profesor de
literatura?
QUINCE AÑOS
Adolescencia: Edad en que uno se complace hablando con
menosprecio de la Mujer, porque no se puede poseer a
todas las mujeres que uno desea.
LOS PROCERES
¿Qué idea tuve de los próceres en mi infancia y aún en mi
adolescencia? La que tuve de las figuras sobresalientes de
la historia guerrera – Alejandro, Ciro, Aníbal, César,
Napoleón – y de los autores clásicos. Eran la perfección
absoluta. Cuando supe, por ejemplo, que San Martín
padecía de reumatismo, que había cruzado Los Andes
enfermo o que Belgrano era gordo, y no el esbelto figurín
que, tremolando la bandera, se exhibe en su estatua;
sentí una decepción. Al humanizarse se me
empequeñecieron. Sentó por ellos lo que más tarde sentí
al descubrir – ya hombre – que Cervantes había cometido
errores, que había escrito: “Hoy hacen quince años”, y no
“hoy hace quince años”...
Nos presentaban a los próceres extranjeros con defectos:
Bolívar, Artigas, Washington, o no como dechados de
perfección. En cambio, algunos próceres argentinos – o
presuntos próceres - , mediocridades frente a aquellos,
eran grandes hombres siempre. Esto nos llenaba de
orgullo. Nos ayudaban – maestros y profesores – a
encaramarnos sobre un pedestal, a ser nosotros también,
a nuestra vez, un poco estatuas por el sólo hecho de
haber nacido en Argentina, como los próceres.
Después, la verdad, de un empujón nos tiró al suelo con
pedestal y todo. La caída fue un poco brusca; aunque ya
teníamos edad para soportarla. ¿Por qué exponernos a
esta caída?
137
PALABRAS DIFÍCILES
En cuarto año volví a ser el alumno excelente que había
sido en primero, después de pasar por un segundo y un
tercer Año mediocres. En casi todas las materias tenía la
más alta nota, excepto en literatura, y no porque no
estudiara, sino porque el profesor – un maniático – había
descubierta que la primera composición que hice en el año
había sido copiada. Desde entonces, por más que me
esforzase en comprender y en repetir lo que Calixto
Oyuela decía en su libro – el texto de teoría literaria -,
siempre mi clasificación era regular. Este regular
desentonaba en mi boletín entre buenos y muy buenos.
Decidí vencer la resistencia del profesor. Ya sabía que, aun
cuando repitiese al pie de la letra el libro, no pasaría de
regular. Encontré otro medio. Todos los meses hacíamos
una composición sobre tema libre. Me tomé el trabajo de
aprender diez o quince palabras exóticas – palabras
difíciles, como las llamábamos nosotros. Fatigué el
diccionario. Luego, a la composición, nada notoria, la
meché de palabras difíciles. La clase siguiente, el profesor
me llamó al frente. Y exabrupto, me preguntó: ¿Qué
quiere decir esto? – una palabra difícil de las empleadas
por mí. Respondí. -¿Y esto? – otra. Contesté. Y así las diez
o quince empleadas. Muy bien, juzgó él. Y desde entonces
me clasificó con muy bien. Pero desde entonces, y hasta
fin de año, debí preocuparme en estudiar palabras difíciles
para mecharlas en las composiciones. Otros alumnos me
imitaron.
Creo que ese año el profesor de literatura debió recurrir al
diccionario más veces que en toda su anterior existencia.
DON YO
A mi madre le gustaba hablar de su familia, de los puestos
que habían ocupado miembros de su familia, de todo lo
que habían poseído, de su riqueza. Pertenecía a una
familia venida a menos, por eso quizás se complacía en
recordar lo poseído. Citaba fincas ya en otras manos,
enumeraba apellidos: Palacios, Medrano, Agüero,
Zavaleta, Castro, Saavedra Lamas. Se detenía en Gabino
Palacios, hermano de un obispo, su abuelo, padre de mi
abuela, paraguayo de origen, hombre que había
acumulado riqueza. Le placía citar los bienes que mi
abuela había heredado de él y que mi abuelo se encargó
de arrojar al desgaire en negocios descabellados, hasta
quedar en la pobreza. Desde niño oí yo esto sin darle
importancia. El pasado no me interesaba en absoluto.
Además, el pasado eran los otros. Y lo que tenía
138
importancia para mí no eran los otros, sino yo. Este Don
Yo – de Sarmiento – iba engrandeciéndose, inflándose
como un globo de gas a medida que aumentaba en años
(Ya disminuiría también con los años).
Ya había entrado yo por la ancha calle de las ideas
revolucionarias, negadoras, más aún, exageradamente
despreciadoras del pasado. La adolescencia es siempre
desmesurada. Llegó un momento en que esa enumeración
de riquezas perdidas, ese desfile de apellidos entre los
cuales no hallaba yo uno que mereciese mi admiración
cabal - no había un Moreno, no había un Robespierre –
terminó por fastidiarme.
Cierta vez en que ella estaba elogiando a no sé cuál de
sus antepasados, la interrumpí:
- ¿Tu familia? ¡Bah, tu familia!
- ¿Qué tiene mi familia para que la desprecies?
- Ninguno vale nada.
- ¿Y quién vale?
- ¡Yo! Yo valgo más que todos tus parientes juntos.
Yo, don Yo, en aquel momento aún no había empezado a
escribir. Era sólo un adolescente atiborrado de lecturas y
en el cual bullían propósitos en estado de niebla. Mi
madre, nada remisa a replicar, me llamó vanidoso a
gritos, indignada de que me creyese superior a Fulano o a
Mengano, uno diputado, el otro gobernador de la
provincia. Yo en ese momento no me juzgaba por lo que
era, sino por lo que soñaba ser. Era un adolescente. ¿Qué
adolescente no es Don Yo?
“Yo soy Don Yo” – rugía Sarmiento una vez en la Cámara
– una cámara de mediocridades con título universitario;
pero Sarmiento, como buen genial, no había perdido su
juventud, (su fe en sí mismo, arrogancia, presentimiento
de futuro) ni aún a los setenta y pico de años.
LITERATURA
En cuarto año el profesor nos pidió el libro de texto de
Calixto Oyuela. Me resultó odioso desde la primera página.
No lo comprendía. Era un fárrago de definiciones
absurdas. El curso lo comenzó el profesor – Alejandro
Lucadamo – le decíamos “Lacagamo”, el mismo que
habíamos tenido como profesor de gramática en segundo
año – lo comenzó con un dictado. Llegó a la clase
siguiente horrorizado por la cantidad de faltas de
ortografía que encontró en todos. Nos hizo estudiar el
primer capítulo y en la clase siguiente escribir una
composición. Yo no entendía nada de aquellas
divagaciones del retórico Oyuela. Copié. Lo hice
seguramente sin astucia. El profesor se dio cuenta de que
yo y otros seis o siete habíamos copiado. Desde entonces,
139
por más que estudiara, siempre me ponía regular: dos
puntos.
El doctor Lucadamo, un hombre colérico, se empeñaba
inútilmente en querer hacernos admirar a los clásicos
españoles. Era él un retórico, estaba al margen de la vida,
como Oyuela, el autor del libro de texto. Los retóricos son
idólatras. Crean modelos que no son obras sino simples
nombres en los cuales se amparan, como los sacerdotes
en sus ídolos – santos – para explicar lo que no pueden
explicar. Los profesores de retórica – al menos aquel,
seguramente anticuado en sus ideas, una vez hizo en
clase una diatriba de Zola, a quien nosotros leíamos con
deleite -. Los retóricos imponen a los clásicos como una
autoridad de la que ellos son los representantes. Para mí,
entonces, un escritor clásico - Cervantes, Quevedo, Juan
Luis de León, Lope de Vega... – era un ser perfecto y
odioso a fuerza de ser temido. Ya en la vida, ya hombre,
al constatar que los escritores clásicos estaban lejos de
esa perfección absoluta a nosotros impuesta, se me
humanizaron. Y los admiré, los amé. Los amé y admiré
conscientemente. Los vi cercanos a mí. Antes se
esfumaban en una lejanía, entre nubosidades de palabras
sin sentido. Me aburrían. Yo era un lector apasionado,,
devorador de revistas -¡Oh, Caras y Caretas, Oh. P.B.T. –
y de libros – Oh, Fray Mocho; Oh Hernández! No
comprendía por qué el profesor hablaba desdeñosamente
del “Martín Fierro” y alababa las retorcidas “Soledades” de
Góngora.
EL PERRO Y EL ALMA
Dígase lo que se quiera sobre la inteligencia del noble
bruto, o sea el caballo, sobre la superioridad del modoso
gato como buen camarada y de la “guaranguería” del
bullicioso perro, afirmo yo que si el hombre tiene un alma
inmortal – refugio de optimistas – además de su carne
perecedera; el único animal que también la posee es el
perro. El perro es el único de entre los animales que sueña
como el hombre. Es decir, el único, a estar por las teorías
espiritualistas, que abandona su cuerpo inerte, que olvida
a su cuerpo, y se lanza a otros mundos.
Los perros se estremecen o gimen o simulan ladrar
mientras están durmiendo. Todos los demás animales,
duermen tranquilos. El mono, tan semejante al hombre y
el loro que habla como el hombre, no sueñan.
Si el hombre tiene alma, el perro también tiene alma.
Y si existe un “más allá”, me es indiferente encontrarme
con algunos seres humanos que he conocido en mi vida,
pero no me resigno a encontrarme con los perros que he
amado.
140
ELEGÍA PERRUNA
Perros, queridos perros que acompañasteis los turbulentos
días de mi infancia, perros amigos, perros mansos, perros
de los que sólo buenas acciones recordar podría, ¿cómo al
evocaros no voy a sentir que una ola de emoción
desciende hasta mi pluma y la estremece, perros
inolvidables, perros inolvidados?
Allá, en los días cuando yo pronunciaba mis primeras
frases, un amigo – según me contaron – se presentó con
un cachorro. Lo traía en el bolsillo. Lo llamé Vaca, porque
para mí, como para los indios que llaman vaca al avestruz,
por ejemplo, todas las bestias eran Vaca. Y este nombre,
Vaca, le quedó al perro. Creció, no mucho. Vaca no era un
perro de raza. Era un perro atorrante, un perro ladrador,
guardián, valiente. Se atrevía con gatos, con ratas, con
perros de toda clase, mucho más grandes y poderosos.
Vaca no temía. Era un perro gaucho, según frase de mi
abuelo, admirador y cultor del coraje. ¿Cómo no admirar a
Vaca? Y a pesar de su bravura, yo podía hacerle de todo.
Montarlo, tirarle las orejas y la cola. No gruñía. Todo lo
soportaba de mí. Vaca era muy inteligente. Sabía de
seguro que su misión era la de ser un camarada mío. ¡Y
qué camarada! Ya he relatado – en prosa – y llorado – en
verso – lo que su muerte me produjo. Fue el primer dolor
de mi vida. La primera vez que la muerte me salía al paso
y de entre los brazos me arrebataba un ser querido. Lloré.
Lloré hasta que mi abuela Rosa, a quien yo idolatraba me
dijo: Si llorás así por un perro, ¿cómo vas a llorar por mí
cuando me muera? Esta espantosa posibilidad, la de la
muerte de mi abuela idolatrada, contuvo mi llanto. No lo
lloré más, pero no lo olvidé nunca.
¿Cómo olvidarte, Vaca, el primer amigo, el primer amigo
verdadero de mi vida?
Enfrente de casa, mi padre tenía un corralón en el cual se
guardaban andamios, cal, ladrillos, maderas... El guardián
de ese corralón era Moro, un perrazo negro. Se odiaban
con mi querido Vaca y, por supuesto, yo lo odiaba a Moro.
Cuando se encontraban, pelea segura. Los dos perros se
trenzaban, iracundos. Intervenían los muchachos para
separarles. Vaca, pese a la superioridad del perrazo,
luchaba denodadamente, sin ceder. Luego de cada pelea,
los elogios de quienes la presenciaban eran para Vaca, mi
perro. Los elogios me llenaban de orgullo y mi amor por
Vaca crecía. A Moro lo mató un ebrio a balazos.
Ya en Buenos Aires, uno de mis hermanos recibió de
regalo un perrillo negro, rizado. Le puso Menelik, nombre
popular entonces en que el rey africano aparecía como un
héroe ante la agresión italiana en Abisinia. Menelik fue
nuestro mejor juguete, un juguete vivo, gracioso. Cuando
141
murió, mi hermano Ángel, gran amigo de perros y gatos,
apareció con un perro sucio, un perro de la calle, un
cachorro. Mi madre se resistía a aceptarlo; pero supimos
tenerlo escondido en el fondo de la casa y el perro de la
calle se quedó definitivamente. Era vivaz y corajudo, como
son todos los perros de la calle. Le pusieron Bandido de
nombre. Y como Bandido es muy largo para ser nombre
de perro, le quedó la contracción del nombre. Se le llamó
Dido. Un día Dido desapareció. Seguramente volvió a la
calle, a su libertad. Por ésta despreció la vida regalada que
se le ofrecía.
Mi hermano Ángel apareció otra vez con un can nuevo,
también de la calle, cerduno, sin apariencia ninguna. En
ese momento él y yo éramos grandes lectores de Sherlok
Colmes, el pesquizante, devotos de sus aventuras. Por
supuesto, el perrucho se llamó Colmes. Vivió muchos años
en casa; en cierta oportunidad lo pisó un carro, quedó
rengo, aunque sobrevivió. Como buen perro de la calle,
era duro para morir. Convivió en casa con Pingo, un
perrillo de lanas, blanco, un primor que le regalaron a mi
hermana Adah. Dormía en la cama con ella, cumplía el
lugar de muñeca en su corazón maternal. Mi hermana lo
vestía, lo perfumaba, lo engalanaba de cintajos. Un día el
bello perrillo languideció y al otro murió. Mi hermana lo
lloró como a un hijo, como hubiese llorado a un hijo –
como la iba a llorar yo a ella unos años más tarde, cuando
en plena juventud promisora... ¡Ah, queridísima Adah!
Quedó la casa sin perro, aunque sólo por unos meses.
Alguien me regaló a mí un cachorro de gran cabeza y
grandes patas. Me lo regaló diciendo: Va a crecer poco. El
perro, sin embargo, comía alarmantemente. Y comenzó a
crecer. Se transformó en un esbelto y gran perro de raza
escocesa, hermoso. Yo ya tenía mis lecturas poéticas y le
puse Lelián, en honor a Paul Verlaine, “le pauvre
Lelián”que yo conocía más por Darío, por el “Responso” de
Darío, que por las propias poesías del autor de
“Sagesse”.Lelián imponía. Si alguien – carbonero o
verdulero – entraba, él, civilizado, casi cortés, lo
acompañaba hasta la puerta cancel y allí, por no morderlo,
sí para quedar bien consigo mismo, le daba un hocicazo en
el traste. Era como un saludo y una advertencia: Ya sabés,
podría morderte, pero no te muerdo.
El hocicazo de Lelián nos hacía mucha gracia, a nosotros,
no al que lo recibía.
Murió Lelián y apareció Tigre. Un buldog. Pequeño,
rechoncho, fuertísimo, los caninos afuera de la bocaza, las
patas en arco. Se llamó Tigre por su color. Era el terror de
los muchachos. Me paseaba con él entre los que me
hubiesen prometido “dármela”. Nadie se atrevía a mirarme
siquiera. Tigre me quería singularmente. Se echaba al lado
de mi cama y si alguien entraba al cuarto, gruñía. Con
Tigre a mi lado me sentía seguro de enemigos y de
ladrones, hasta de fantasmas. A Tigre me lo robaron. Era
142
un perro de raza, alguien me contó que robaban esta clase
de perros para cría. Lo busqué meses. De seguro se lo
habían llevado lejos del barrio.
Después de Tigre apareció Diógenes. El nombre lo puse
yo, los demás no lo aceptaron. Lo llamaban Tito. El perro
obedecía a los dos nombres. Entró un día en casa, venía
libre, de la calle. Se le dio de comer. Estuvo una semana y
desapareció. Volvió a aparecer a los quince días. Y se fue
de nuevo. Diógenes tenía, seguramente, dos casas. Iba de
una a otra, era un perro atorrante con algo de foxterrier,
simpatiquísimo, ligero, peleador, confianzudo. Por fin, no
volvió más. ¿Preferiría la otra casa, lo atraparía la perrera?
Me inclino por esto último. Diógenes era demasiado
inteligente para ser injusto
Muchos gatos también pasaron por mi casa. Nunca me
aficioné a ellos. Los gatos no tienen alma, personalidad.
Son todos iguales, son indiferentes y egoístas. Los perros
son todos distintos, son como las personas, tienen
personalidad. El perro es de un plebeyismo franco, el otro,
el felino, es aristocrático y sutil. Aquel, atropellador y
ruidoso, es un guerrero; éste, modoso y lindo, es un
diplomático. El perro ladra escandalosamente, protesta; el
gato maúlla suave, gime. La solterona rica, el ser más frío
de la creación, ama a los gatos y detesta a los perros. ¿No
es bien significativa esta predilección por el amodorrado y
silencioso felino?
Hay una reflexión de Rivarol que define a los gatos. Dice:
“Los gatos no nos acarician, se acarician en nosotros”. Los
perros sí nos acarician. Los perros son efusivos, a veces
demasiado, de una efusividad grosera, como la de Lelián
que, puesto en dos patas, se nos echaba encima para
abrazarnos y nos lamía la cara. Además, los perros son
inteligentes y lo demuestran. Yo he querido a los perros
que pasaron por mi infancia como a amigos, como a
compañeros. He olvidado a muchos seres humanos que
pasaron por ella, a los perros no los he olvidado, no los
olvidaré. Debo terminar esta elegía perruna con una
observación genial de González Prada. Dice: “Jesucristo
nos parecería más grande si en alguna de sus
peregrinaciones le divisáramos seguido de un perro”...
MARI – ROSA
Mari - Rosa me inició en el amor. ¿Cómo no recordar con
gratitud a aquella galleguita primorosa? Yo tendría diez y
seis años, ella más de veinte. Vivaz, pequeñina, graciosa,
dulce. Ojos de luz, cabellera oscura, alborotada de rizos.
Era mucama y tenía novio. Los domingos salía con él. Pese
a esa circunstancia, ella comprendió que yo la devoraba
con los ojos y el pensamiento, una tarde en que habíamos
quedado solos, se ofreció a cebarme mate. Trajo uno,
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trajo dos... el tercero quedó sobre la mesa de luz,
enfriándose pacientemente. ¿Cómo no recordar a aquella
galleguita cálida? Después, no necesitaba ella buscarme a
mí. Desde entonces no esperé la circunstancia, las
provoqué. Pero si el mal no dura toda la vida, el bien dura
mucho menos. Una mañana, al levantarme, supe que Mari
– Rosa se iba. Y me confesó por qué: estaba embarazada.
- ¿Vas a tener un hijo? – le pregunté.
- Sí.
- ¿Mío?
- No, de mi novio.
- Entonces, ¿me dejás?
- Él ha prometido casarse conmigo. Tú no te podrías
casar. Eras muy joven- Tu familia... ¿Comprendes?
Se fue prometiéndome hablarme por teléfono. No llamó
nunca. Yo... yo nunca la olvidé. De tarde en tarde me
llegaba su recuerdo. La veía en mis brazos: fresca, juvenil,
sonriente, la sentía entre mis brazos, la apretaba entre
mis brazos.
Comenzó a pasar el tiempo implacable. Un día, ya algunas
canas me atornillaban la cabeza, en un colectivo, frente a
mí, ¿quién era esa mujer gorda con rasgos de belleza
lejana? ¿Yo la conocía? Ella me miró indiferente. Se
levantó el hombre que estaba sentado junto a ella y se
sentó una joven. La llamó “mamá”- Por ella la reconstruí.
¡Mari – Rosa! La miré intensamente. Desvió la vista. Al
bajarme, le dije:
- Adiós, Mari – Rosa.
Me miró sorprendida. Sin reconocerme.
Ese día anduve triste. Me decía:
- ¿Para qué la habré visto? Hubiese deseado no verla más.
Tener de Mari – Rosa, aquel bombón de carne sonrosada,
la imagen que en mi mente había guardado desde
entonces, cuando yo tenía aquellos diez y seis años
vehementes, anhelantes, briosos. ¿ Para qué mi suerte
mala había interpuesto entre aquella Mari – Rosa grácil,
juvenil y alegre, esta mujer gorda, fláccida?
Pasó más tiempo, la mujer gorda del colectivo se fue
borrando de mi mente. Ahora, si cierro los ojos, veo a
aquella farruquiña que me cebó mate y besos, mate y
dicha. ¿Cómo no recordar con gratitud a Mari – Rosa?
SENDOS
El poeta Almafuerte se nos aparecía misterioso, raro. A
veces, en alguna revista, se publicaba uno de sus poemas.
No lo comprendíamos en gran parte, pero eso contribuía a
que nuestra admiración se agigantase. No lo
comprendíamos seguramente – según nuestro juicio –
porque era muy profundo. Nunca íbamos a suponer que
no lo comprendíamos porque la filosofía del poeta era
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confusa, contradictoria - ¿no había hecho él mismo el
elogio de lo contradictorio, al decir: “y como buen genial
contradictorio”? Su cristianismo demoledor, anárquico, nos
seducía. Su existencia de solitario, en la casucha de La
Plata, sus anécdotas de justiciero y valiente; contribuían a
presentárnoslo como un enviado de la verdad, un apóstol
de la pobreza, un redentor de miserables.
Cuando llegó a mis manos su poema “El Misionero”, cuya
longitud nos asombraba, yo que ya había estudiado
gramática y recordaba algo de ella, me encontré con este
cuarteto:
...”Yo deliré de hambre sendos días,
y me dormí de frío sendas noches,
para salvar a Dios de los reproches
de su hambre humana y de sus noches frías”..
Pero, me dije, ¿cómo el gran Almafuerte emplea ‘sendos`.
‘sendas` de manera que aparecen siendo sinónimos de
“muchos”, “muchas”? ¿Podrá no saber Almafuerte que son
adjetivos distributivos, que no se los puede emplear en
sustitución de “muchos”y “muchas”?
Le escribí una carta, muy respetuosa, muy admirativa,
advirtiéndole el error. Esperé respuesta. La respuesta del
bardo, del novato; no llegó nunca. Aunque en ediciones
sucesivas del poema desaparecieron esos “sendos”,
“sendas”. ¿Quién los corrigió? ¿Él? Lo dudo. No era
Almafuerte hombre de corregirse porque un muchacho –
le envié la carta diciéndole mi edad -, estudiante de
gramática, le hubiese encontrado un error a su poema. El
sentía desprecio por los conocedores de gramática. Este
mínimo conocimiento lo sustituía con genio, según él
aseguraba. Y nosotros se lo aprobábamos. Al fin, ¿qué
eran Moner Sans o Calixto Oyuela a quienes debíamos los
mayores aburrimientos, mediante sus libros de gramática
o de teoría literaria, sino gramáticos sin genio?
RECURSOS PARA COPIAR EN LOS EXÁMENES
En matemática, en francés o en inglés; ¿cómo no
copiarse? Las fórmulas que la memoria no retiene se
escriben en los puños de la camisa, en papeles diminutos,
en las uñas de los pulgares. Los recursos son infinitos.
Más ingeniosos cuanto más álame es el profesor. Había
dos o tres alumnos ‘fuertes` en matemática o ’fuertes` en
francés o en inglés. Esos alumnos irradiaban. Copiaba de
ellos el que estaba detrás y de éste otro, y otro y otro... Si
el ‘fuerte`se equivocaba - ¡cosa imposible! – se
equivocaba toda la fila. ¡Todos cero!, detrás del ‘fuerte`,
como si él se hubiese atado con una soga a los demás y
fuera a atravesar un río, siendo el único que sabía nadar.
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Pero no siempre se tenía un ‘fuerte`cerca y era preciso
bastarse por sí mismo: escribir fórmulas o tiempos de
verbo en el pupitre, o, recurso extremo y seguro ya que
allí no iba a introducir la mano el profesor más
inquisitorio, meter el papel de auxilio en la bragueta.
El profesor que desde su tarima echaba vistazos de cóndor
en busca de una presa, daba el grito alarmante:
- ¡Usted está copiando!
- ¡Revíseme! – contestaba el alumno, ya con el papel
auxiliar hundido en la inexpugnable cueva.
El profesor se aproximaba: Abría el pupitre, buscaba en el
cajón, en el suelo, metía la mano en los bolsillos del
culpado... ¡Nada! Volvía a su tarima, corrido. El alumno,
triunfante, se sentaba, ¿a pensar?, a pensar cómo podría
hacer para sacar nuevamente el papel auxiliador de su
memoria, nada frágil, ya que podría repetir cuantos goles
se hicieron tales y cuales clubes de fútbol tres o cuatro
años antes; aunque ha olvidado el planteo de tal teorema
o cómo se escriben en inglés o francés algunas palabras
no familiares. Hallar el recurso de copiar, de burlar la
vigilancia del profesor, ¡qué proeza esa de vender a la
autoridad, antipática siempre!
LULU – VENUS
Al desaparecer Mari – Rosa, ¿cómo cumplir con la
imperante necesidad en que ella me había iniciado? Una
noche en un café, le hice confidencias a un amigote
ocasional. Éste, ya un hombre, se prestó a sacarme del
laberinto:
- Vamos aquí a la vuelta, en la calle Pozos... ¿conocés la
casa?
- La he visto, pero no entré nunca. No sé si me dejarán
entrar.
- Sí, muchacho. Aparentás más edad. Y yendo conmigo...
Dudaba. Él insistió:
- Tomate un wisky, y vamos.
Tomé dos wiskys y fui. Aquello me transformaba. Me sentí
locuaz y valeroso. Fuimos. Él me presentó a una francesa
joven. Una muñeca rubia. Naturalmente, se llamaba Lulú,
era su nombre de batalla. Salí de allí alegre, triunfante,
como quien ha cumplido una hazaña, como quien ha
vivido una gran aventura.
- ¿Qué tal? - me preguntó mi guía, ya otra vez en el bar y
frente a una taza de chocolate con churros. Por consejo de
él, debía fortificarme.
- ¡Macanudo! – respondí gozoso.
- ¿Tenías miedo?
- Quizás, un poco. No sé si era miedo...
- Lulú es una buena muchacha. Además, como francesa,
conoce todos los secretos.
146
- ¿Qué secretos?
- Los secretos del amor.
- ¿Pero qué secretos tiene el amos? – pregunté, ingenuo.
- ¿Para qué los vas a aprender? Sos un muchacho, eso se
aprende después de los sesenta...
¡Lulú! Ayer una galleguita, después una francesita... ¡Oh,
amor internacional!
Lulú ‘trabajaba` - era su término – en la calle Pozos 657.
La casa está allí todavía, pero ahora viven en ella
“personas decentes”. ¡Pobre Lulú! Ella tan linda, tan
suave, tan modosa, tan delicada, ¡no era una persona
decente!
Si oigo hablar de Venus, pienso en vos, Lulú. La diosa
Venus surgiendo de las aguas, tendía tu cuerpo armonioso
y leve, tendría tu cabellera rubia; hablaría como vos, en
voz baja, como si dijera algo misterioso, aunque dijera
tonterías como vos, Lulú – Venus.
LECTURAS
No sé que he perdido o que he adquirido al través de mi
vida y de mis múltiples lecturas, pero a Julio Verne, uno
de los autores predilectos de mi adolescencia; ya no lo
soporto. Igualmente no lo soporto a Dumas, otro de mis
predilectos.
Quise volver a entretenerme con “El Chancellor” de Verne
y con “El collar de la reina” de Dumas. Me aburrían.
Empero pude releer a Conan Doyle en “El sabueso de los
Boskerville” – o a Wells – “El hombre invisible” y “Los
primeros hombres en la luna” – también predilectos de mi
primera juventud. ¿Y Eugenio Sué y Emilio Zola? No he
hecho aún la prueba con “Los misterios de Paris”, novelón
magnético de mi infancia que aún conservo en una edición
española que fue de mi abuela, año 1848; pero sí he
releído fragmentariamente a “Los hijos del pueblo” que
tanta influencia tuvo en la evolución de mis ideas y al que
también conservo en una viejísima edición española.
¿Podría releer “La Tierra” de Zola? Lo dudo. Sí, “trabajo”,
otro libro que para el despertar de mis ideas encaminadas
hacia el socialismo cuando mis diez y siete años, lo
empujó violenta y eficazmente. “Los Miserables” de Hugo,
sólo son releíbles por fragmentos. Hay allí tales
exageraciones - ¡Oh, pueril romanticismo! – que hacen
sonreír. Por ejemplo, ese final de la batalla de Waterloo en
el cual se atribuye a Dios la derrota del emperador de
Francia, y se la atribuye por celos de Dios hacia la gloria
del minúsculo derrotado. Eso hoy, después de enfocar la
historia desde otro ángulo, es ilegible.
Mi abuelo Ángel era un admirador de Julio Verne, Había
hecho encuadernar varios libros de él en dos grandes
tomos. Recuerdo: “Viaje a la luna”, “La vuelta al mundo
147
en cuarenta días”, “Viaje al centro de la tierra”... En uno
de ellos, un personaje de Verne, gran tomador de café,
había combinado una fórmula de caracolillo, moka y algo
más. Mi abuelo, en homenaje a Verne, la hacía preparar
para sus amigos.
Las novelas, en aquellos años que no existían ni radio, ni
televisión, ni cinematógrafo, ni tan siquiera vitrola;
ejercían una positiva influencia sobre todos. Mi madre ,
por ejemplo, fue llamada Angelina porque así se llamaba
el personaje protagónico de “La adúltera inocente”, una
novela de Pérez Escrich que leí y releí en mi infancia,
como otra del mismo autor: “El cura de la aldea”. Hasta
mis quince años yo entré a seco con la biblioteca de mi
padre, un enorme mueble adonde habían ido a parar todos
los libros de la casa, en baturrillo informe. Allí había de
todo, desde noveloneros – Fernández y González con “El
cocinero de su Majestad” – hasta clásicos: las novelas
picarescas de Cervantes, Mateo Alemán y Quevedo,
incluso “El Lazarillo de Tormes”, y desde las poesías de
Jorge Isaacs – con su ‘María, edición argentina`- hasta el
“Martín Fierro” en una de sus primeras ediciones y el
“Fausto Criollo” en una edición echa a beneficio de algo
que no recuerdo. Quizás fuese la primera. ¿Qué se
hicieron? No lo sé. ¡Y cuánto daría ahora por tenerlos, aun
sin ser bibliófilo!
Después de los quince años comencé a construir mi
biblioteca propia, la de mis gustos e inclinaciones. Poesía
antes que nada, todo lo que encontré en los libros de la
editorial Maucci, en sus antologías particularmente, y todo
lo que encontré de sociología en la Biblioteca Sempere – la
“biblioteca blanca”. No me cayó a mano Marx, pero sí
Kropotkine, Prudhom, Nietzsche... ¡Cuánto le debemos los
“muchachos de antes” en cuanto a inquietudes
sociológicas, a esta biblioteca blanca y a otra amarilla,
también de Barcelona! Cuánto le debemos también a la
“Biblioteca de la Nación”, a la cual mi padre estaba
suscripto, en cuanto al conocimiento de novelas. Los
grandes maestros del realismo ruso, desde Gogol y Gorki,
que profundamente nos iban a influir, los conocí yo
después de las veinte años.
¡Leer, leer, leer todo, leer malo y bueno qué era malo, qué
era bueno? Nadie podía decírnoslo. Para nuestro profesor
de literatura, Zola era malo. Así lo dijo en clase. Y nos
despertó el ansia de leer a ‘Naná. Para mi madre, Sué, en
sus “Hijos del Pueblo”, por ir contra la religión, era lectura
prohibida. Por eso, precisamente, lo leí con ansia.
¡Leer, leer, leer! Leer todo, devorar, desde “Mimí, revista
de putas para hombres solos”, según pregonaban sus
vendedores a voz en cuello en los tranvías, hasta “Caras y
Caretas”, leer todo, leer desde Vargas Vila, muy difundido,
hasta Flaubert, recóndito. El caso era leer. Pasar hasta las
tres o cuatro de la mañana, leyendo a la luz de una vela
“El buen mozo” de Maupassant o “Amalia” de Mármol o
148
una “Historia Sagrada”, mientras los libros de texto
dormían en un cajón, sin tapas, con muchas hojas
arrancadas a fin de zambullírselas en un bolsillo o en la
bragueta en los momentos de apuro, cuando los
exámenes escritos. Y no sólo pasar en el examen, sino
eximirse de ir al oral que demostraría nuestra ignorancia..
Leer todo lo que no exigían los programas de estudio, todo
lo que no fuese aburrido, pesado, indigesto. Leer lo que
encendía la imaginación liberadora. Todo lo que era
revolución y poesía.
HERNANDEZ Y FRAY MOCHO
Dos autores argentinos que merecen renglón aparte al
hablar de mis primeras lecturas: Hernández y Fray Mocho
con su “Martín Fierro” y sus “Cuentos” respectivamente.
A Martín Fierro lo conocí antes de aprender a leer. Mi
abuelo Ángel, gran admirador del poema – y amigo del
autor y sobretodo de Rafael, el hermano - lo recitaba. Yo
aprendí algunas de sus sextinas de memoria, con sólo
oírselas. “Vizcacha” era su personaje predilecto. Mi abuela,
en cambio, aunque nada belicosa, prefería a Martín
Fierro. Lo elogiaba por la manera que éste comentaba el
abandono que su mujer había hecho del rancho, “en busca
del pan que él – Fierro – no le podía dar”. Este
sentimiento de mi abuela lo comprendí con los años, pero
entre Cruz y Fierro, peleadores, o Vizcacha, pícaro, mi
predilección estaba con la de mi abuelo. In mente lo
imaginaba con la barba que el viejo consejero tenía en las
ilustraciones, y mi abuelo – de quien tantas diabluras se
narraban – se me convertía en el viejo Vizcacha del
poema.
Mi padre introdujo a Fray Mocho en casa. Desde la
aparición del primer número de “Caras y Caretas” (1898),
la revista que publicaba sus cuentos semanalmente, hasta
la muerte del “Mocho” – como se le decía – el año 1903.
Mi padre leí el cuento a mi madre, lo comentaban, a veces
aprendían algunas de sus frases pícaras o risueñas. Yo
tomaba la revista, me aislaba y volvía a leer y releer el
cuento.
El día que murió Fray Mocho fue un día de duelo en casa.
PIROPEAR
El pantalón largo nos concedía el derecho de piropear a
cuanta muchacha – casi todas mayores que nosotros –
pasaban por la esquina donde, en racimo bullicioso, nos
reuníamos los muchachos. Los piropos iban desde los
inocentes a los más procaces. Aún no regía un decreto
149
policial por el que se multaba con cincuenta pesos o dos
días de calabozo al que piropeara a una mujer. A su sola
queja, sin necesidad de testigos, el piropeador era
conducido a la comisaría.
Nosotros, muchachotes que ya habíamos empezado, no
pocos prematuramente, a pasarnos la navaja por las
desiertas mejillas o que nos dejábamos una mancha de
bozo en el labio que algún día pudiera ornar el hombruno
bigote; necesitábamos exhibir nuestra capacidad de amar,
y piropeábamos. A algunos hasta se le iban los deseos por
la mano imprudente. Entonces la muchacha protestaba o,
amenazante, prometía volver con el padre o el hermano.
En una ocasión, ¡qué anécdota ridícula! Le dije algo a una
mujer no muy joven. Le dije algo florido y ella me sonrió.
¿Por qué me sonrió? No es difícil que haya sonreído a mis
pocos años, a mi atrevimiento, quizás por satisfacción, ella
entrando en el crepúsculo y y recibir piropos de quien
estaba en el inicio de la aurora.
Mis amigos o compinches de esquina, interpretaron como
que ella aceptaba mis requerimientos y me empujaron:
- ¡Seguila, che! – Yo dudaba - ¿No seas otario, andá!
¡Seguila!
Hice de tripas corazón y me fui tras la buena moza que me
doblaba la edad.
Prudentemente, a media cuadra de distancia, me fui tras
de ella. Dobló en la esquina. Doblé yo, ya fuera de la
visual de mis amigos, la dejé ir, la dejé ir...
A la noche siguiente, alguno me preguntó:
- ¿Y ché? ¿Cómo te fue?
- ¡Macanudo!
Nada más. Todos hombres – tan hombres como yo – no
inquirieron detalles. Para hombres bien hombres, en
asuntos de amor, todo quedaba sobrentendido, todo en el
misterio de la aventura.
INVENTOS
A nuestra generación le ha tocado la singular fortuna de
presenciar el nacimiento y desarrollo de inventos
trascendentales. En La Plata, quizás en el año 1895, vi
una carrera de triciclos que se efectuó en el bosque. De
esos triciclos, con una rueda grande adelante y dos
pequeñas atrás, nació la bicicleta.
Los primeros automóviles que llegaron a Buenos Aires,
frágiles “cafeteras”, atraían la curiosidad de chicos y
grandes, como si se tratara de una exhibición de animales
exóticos. La gente se arracimaba a observarlos, a hacer
comentarios admirativos los jóvenes, despectivos y
escépticos los ancianos. Todo ello poco antes del 1900,
siglo XIX “el estúpido siglo XIX”, como lo llamó un “enfant
150
terrible” de la “Croix du Feu”, ese siglo XIX que inició
tantas maravillas: la Revolución Francesa – donde
comenzó políticamente – y que continuó con la Soviética
en 1917, comienzo de la era histórica que nos ha dado la
desintegración del átomo y el cohete a la Luna. No faltará
quien, a este prodigioso siglo XX lo llame hijo de la
herejía.
Pero volvamos a ayer, o sea, cuando yo niño vivía en La
Plata, la iluminación casera se hacía con lámparas de
kerosén y velas – ya entonces de estearina. La de las
calles... ¿Qué calles se iluminaban entonces en La Plata
antes de 1896? No recuerdo. Seguro la calle Siete o
alrededor de la Casa de Gobierno. ¿Cuántas más?
En Buenos Aires había faroles a kerosén en las esquinas,
luego a gas. En 1896 apareció la luz eléctrica en las calles.
En el alumbrado a gas fue un adelanto las camisas que se
colocaban en los mecheros. Daban una luz clara y fija
como la eléctrica. Recuerdo que una amiga de mi madre
llegada de Dolores como huésped, sopló el mechero a gas,
por ignorar que se apagaba con una llave y sopló.
Amaneció casi asfixiada. Ya había luz eléctrica en el centro
de la ciudad. En la Avenida de Mayo y en la calle Florida –
y perduraban, a pasos de esas privilegiadas rúas, no sólo
los faroles a gas, también los de petróleo. El último de
estos se apagó, simbólicamente, en 1931. Esa ceremonia
la presenció un anciano farolero que lo era desde 1899. La
presenció llorando. ¡Pobres viejos los que siguen apegados
simbólicamente a lo viejo! Pobres y perjudiciales.
El primer fonógrafo – después gramófono a corneta y con
cilindros en vez de discos, después vitrolas y combinados
– lo vi en las Romerías Españolas de Mar del Plata. Era
una caja de la cual salían cables rematados en auriculares
que se colocaban en las orejas. Costaba 10 ó 20 centavos
escuchar el vals o la mazurca, entonces populares. Los
tangos eran cosa de “chusmas”, para “gente de mal vivir”.
Música de peringundines. ¿Sería esto en el año 1900?
Las primeras radios también se escuchaban con
auriculares personales. De ellos salían más ruidos que
música.
¡Quién tenía teléfono en Buenos Aires antes del 1900? Los
primeros que conocí eran unos aparatos grandes clavados
en la pared. Se pedía el número a una señorita que,
generalmente, no contestaba o contestaba con tanta
displicencia que recibían andanadas de injurias. Había dos
compañías, ambas de capital inglés, por supuesto, como
todas las empresas: La Unión Telefónica y la Cooperativa.
La primera era la mayor, pero su guían no pasaba de ser
un cuaderno de cien páginas. Nuestro primer número de
teléfono fue: Libertad 0194. ¡Curioso!, es el único que
recuerdo, y he tenido muchos a causa de mis incontables
mudanzas.
Una noche oí a mi padre hablar con mi abuelo: ¿Sabe lo
que se ha inventado en Francia? Un aparato que proyecta
151
sobre un lienzo blanco figuras que se mueven... ¡Diablos
de franchutes!, comentó mi abuelo. Así tuve, en 1895,
conocimiento de que acababa de nacer el prodigioso
cinematógrafo. Nosotros, los chicos, teníamos ya dos
juguetes precursores: uno era la linterna mágica que
todavía es juguete infantil Otro consistía en unos
cuadernillos pequeños en los que estaban dibujados, por
ejemplo, contendientes de una pelea en distintas
actitudes. Se pasaban las hojas rápido y se los veía
mover y trompearse. Esa sucesión de visiones rápidas dio
origen al cine. En 1900 vi el primer espectáculo en un
local de la calle Maipú entre Corrientes y Lavalle. Las
películas eran pueriles y todas breves: Un prestidigitador
sacando palomas de una galera o incidentes cómicos,
burdos.
A fines de 1907 ascendió en Buenos Aires el primer globo
aerostático: “El Pampero”. Naturalmente, Jorge Newvery
fue uno de los primeros propulsores de la aerostática,
como lo fue de tantos otros deportes. “El Pampero”, en su
primera ascensión, cruzando el Río de la Plata, llegó a
Colonia, en Uruguay. Aquel primer globo libre terminó
dramáticamente. Conmovió su fin y el de sus tripulantes,
uno de ellos hermano de Jorge Newvery, en 1908. Se
elevó en los aires y se perdió de vista para siempre.
Los primeros aeroplanos aparecieron en Buenos Aires en
1910, con aviadores procedentes de Italia.
No deja de ser un privilegio haber visto en sus comienzos
el automóvil, la electricidad, la radio, el cinematógrafo, la
aviación. Presenciar sus rápidos progresos, ver lo que son
ahora y tener capacidad para entrever, a aletazos de
imaginación, lo que llegarán a ser todavía. Uno se siente
algo así como camarada y contemporáneo del genio del
hombre. Se siente con derecho a soñar y a creer en el
hombre.
ALGUNOS RECUERDOS
El año 1900 se inició el siglo XX – siglo maravilloso y
terrible – y se inició con cientos de muertes por insolación.
La gente se caía en las calles. También los caballos, en
aquel tiempo la tracción era a sangre. Una empresa llegó
a perder sesenta y cuatro caballos en un solo día. Se
inventó un sombrero de paja especial para los equinos. El
miedo a la insolación se pareció al miedo que en otras
épocas se tuvo a la peste. Hablar de la insolación era
como hablar del cólera o de la peste bubónica o de la
fiebre amarilla.
También se habló mucho de un cometa llamado Biela que
podía chocar con la tierra y partirla. Cada comienzo de
siglo, la gente se halla a la espera de algo misterioso,
152
aguardando la llegada de Dios o del Demonio. (Lenin y
Hitler ya andaban por el mundo...)
En 1900 también presencié los funerales de Humberto, el
rey de Italia, asesinado por un anarquista. Por esta
circunstancia y por ser cuantioso el número de italianos
residentes, el acontecimiento adquirió contornos populares
.Como el entierro de Bartolomé Mitre, en 1906. La
memoria infantil recuerda y agiganta los hechos. Mi padre,
gran admirador de Mitre, afirmaba que él y San Martín
eran los dos más grandes hombres de la Argentina. La
amistad de Mitre con Garibaldi – a quien llamaba el
segundo Jesucristo – acrecía su admiración. Ya estando mi
padre muy enfermo, me pidió que le leyera “Páginas de
Historia” de Mitre, editado por la Biblioteca de La Nación,
libro que conservo todavía. El entierro fue solemne y su
eco, en los diarios y revistas, se prolongó por mucho
tiempo.
En esta enumeración de recuerdos me cabe traer el de mi
primer contacto con el teatro nacional Mis padres eran
muy aficionados al teatro, iban a ver compañías de ópera
o drama italianos. O a ver a Palmada, Mesa, Lastra, Galé,
Juárez, Los Gásperi, intérpretes de zarzuela española, ya
en el teatro Mayo o en el Comedia, ambos desaparecidos:
La Gran Vía, La Verbena de la Paloma, La Revoltosa y
tantas otras zarzuelas del teatro chico español
constituyeron mi visión infantil del teatro. Sólo un drama:
“Juan José” de Dicenta.
Pero una noche me llevaron a ver teatro nacional. Vi
“Locos de Verano de Gregorio Laferrere. Encontré la
realidad. Todo lo anterior me pareció ficticio. Esto era la
vida llevada a las tablas. Allí se exhibían personajes como
yo pude haber conocido y hablaban con un acento que era
el oído habitualmente por mí. La obra es superficial; ya
hombre la quise leer y no pude, pero salí de aquel teatro
crioyo convencido de que había visto una obra maestra y
que acababa de descubrir el verdadero teatro. Lo que yo
sentí aquella noche lo venía sintiendo el pueblo de Buenos
Aires: comprender que ese era su teatro – no el traído de
España o de Italia, exótico. Cada pueblo exige su teatro,
el teatro donde él se ve y se oye a sí mismo. La zarzuela
española – o mejor, madrileña – fue languideciendo. Las
compañías célebres italianas, españolas y francesas
quedaron para la gente adinerada. El pueblo desembocó
en el teatro propio. Esta verdad la hallé por instinto
aquella noche.
RABONAS
“Nunca un vicio termina donde comienza”, dice el aforismo
popular. Después del fracaso de mi primera rabona, me
juré: ¿Hacerme la rata? ¿No me agarra otra, no! Y no sólo
153
me agarró otra, me agarraron muchas. Le tomé gusto al
vicio de rabonear. Pero ya tenía experiencia: Hacer la rata
solo o con un compañero de mi edad, no con un grande. Y
no hacerla sin un centavo en el bolsillo, como me largué a
hacer la primera.
Descubrí el Paseo de Julio cuyas recovas albergaban sitios
exóticos, lugares de placer desconocidos: locales en los
que se exhibían monstruos, enanos, prestidigitadores y
aparatos con linternas mágicas. También descubrí el paseo
en tranvía: Tomar el tranvía que, saliendo de las calles
Chile y Entre Ríos, paso a paso de sus caballejos, llegaba
a la Chacarita. Aquí, por otros diez centavos, otra vez,
paso a paso y deteniéndose continuamente, volvía a Chile
y Entre Ríos, a dos cuadras de casa. En aquel largo y lento
viaje no se padecía cansancio, ni hambre ni sed. Iba
leyendo, tranquilamente y en libertad. Ya en aquel tiempo
había encontrado yo un manantial de goces en la lectura
de la historia. Las vidas de San Martín y Belgrano por
Mitre fueron devoradas en aquellos largos y fructíferos
viajasen tranvía. Ya alguna vez deslumbraría con mis
conocimientos al profesor de quinto año, porque según el
disparatado plan de estudios, estudiábamos historia
argentina, hasta las Invasiones Inglesas en 1er. Año y la
segunda parte, en quinto año. Las historias de López y
Saldías, la de Francia por Ducoudrey, la Universal por
Seignolos, ¡tantos más! Y novelas historiadas o historias
noveladas, desde “Los Miserables” de Higo y “Los
Girondinos” de Lamartine, hasta “Los tres Mosqueteros”,
“Veinte años después”, “El Vizconde de Brogagnole” y “El
collar de la reina” de Dumas. Cuando descubrí a Gaborión
con sus novelas policiales y a Espronceda con sus poesías
románticas, ¡Oh! “El estudiante de Salamanca”, ¡qué
hallazgo!
Ahora me pregunto: Aquellas rabonas, ¿no me servían
más para el desarrollo de mi mente imaginativa que estar
encerrado entre cuatro paredes, oyendo hablar de
geografía o leyendo “La Dragontea” o “El viaje al Parnaso”
o “La Araucana” que, según el profesor de literatura eran
obras maestras y a mí me parecían fuentes engendradoras
de bostezos?
GUERRAS
Desde chico oí hablar de guerras .De guerras entre los
austriacos hablaban el abuelo Arístides y la abuela Albina,
de guerras hablaban el abuelo Ángel y la abuela Rosa.
Hablaban del general Paz, del general Urquiza, del general
Oribe, del general Pacheco, del general Rosas, del general
Mansilla, del general Garmendia – de éste había dos libros
en casa, uno sobre la guerra del Paraguay y otro sobre el
sitio de Plewna, rusos contra turcos. Leí a ambos.
154
Mi abuela elogiaba a Paz, que fuera amigo de su padre, mi
abuelo elogiaba a Rosas, por quien él, su padre y sus
hermanos habían peleado. Además, mi abuelo Ángel
hablaba del coronel Ramírez, por otro nombre el coronel
Macana y de sus hazañas y diabluras. Ernesto hablaba de
guerras y de héroes guerreros: Aquiles, Alejandro, Aníbal,
César, Turena, Napoleón, Murat, Massena, Moltke,
Nelson... me eran nombres familiares. A veces, de tarde
en tarde, un americano: San Martín, Páez, Sucre, Bolívar,
o un indígena: Calfucurá, Catriel, a quienes Ernesto ponía
sobre las nubes, y por quienes sentía hervir su sangre no
apaciguada de indio bravo, de indio malonero.
En tal ambiente, allá por mis siete años, lo que yo
deseaba era ser general por lo menos. Sin pensarlo
mucho, mi madre y mi abuela, a pesar de ser pacifistas,
de hablar con horror de las guerras y las revoluciones que
ellas habían sufrido; estimulaban mi afición, me regalaban
cajas de soldados, cañones, kepíes, sables... Además se
hablaba mucho de la revolución cubana, de Máximo
Gómez, de Antonio Maseo, del general español Valeriano
Weyler de quién se decían cosas horripilantes.. Aún no me
había llegado el nombre del gran José Martí..Estalló la
guerra yanqui – española. Todos en casa: mi abuelo
Ángel, mi padre y Ernesto, estaban con los yanquis. Se
festejaron las batallas de Santiago y Cavite como si
hubieran sido victorias argentinas. Yo también estaba con
los yanquis, aunque por esto: aquel maestro de 2º. Grado,
odioso porque pegaba, era cubano, se había ido a la
guerra de Cuba a pelear contra los yanquis. ¡Que no
volviese era mi deseo, que se quedase allá, duro, en la
manigua tirado!
Después llegó la guerra entre Japón y China, los primeros
pasos del imperialismo japonés. Luego la guerra del
Transvaal y Orange contra el invasor de su libertad, contra
Inglaterra. De esto oí hablar mucho y hasta leí un libro de
un general boco que publicó la Biblioteca de La Nación.
Todos eran partidarios de los bocos, incluso mis maestros
que, como franceses, - aun Francia no había caído en la
órbita inglesa – odiaban a sus rivales. La heroica
resistencia de los bocos – tres años de guerra – se
festejaba ruidosamente, jubilosamente. Otra guerra: la
invasión de China por las potencias de Europa, según se
decía para castigar a los “boxers”, bandidos chinos. En
realidad, y esto lo supe mucho después, para poder seguir
vendiendo opio en China, para seguir idiotizando a su
pueblo. Los boxers no eran bandidos, eran patriotas que
intentaban oponerse a ese comercio infame. Otra guerra:
la de los italianos en Abisinia. La derrota del general
Baratieri. De este hecho quedó incorporado en Buenos
Aires el neologismo “baratieri”, sinónimo de “barato”. Mi
abuelo Ángel y Ernesto estaban con el negro Menelike; mi
padre con Italia y yo, por estar con mi padre, a quien la
derrota de Baratieri disgustó terriblemente, estuve con
155
Italia. Un día le pregunté a mi madre: ¿Vos sos partidaria
de Italia o de Abisinia? ¡De Italia! – me respondió. ¿Por
qué? Porque tu padre está con Italia. ¿Entonces, yo?...
¡Tenés que estar con Italia! ¿Pero el abuelo y Ernesto
están con Abisinia? ¡No importa! ¿Vas a traicionar a tu
padre, acaso?... Y estuve con Italia. Compartí el
sufrimiento de mi padre. (Muchos años después me
redimí. Cuando Italia volvió a entrar en Abisinia, estuve
contra Italia invasora.) En la guerra de Rusia y Japón, al
comienzo estuve con Rusia; pero un día leí un libro de la
“Biblioteca blanca”: “Pasados por agua” era su título. Su
autor, Morote. Allí se decía que si Rusia era derrotada,
estallaría la revolución, caería el Zar. Y me pasé a los
partidarios de Japón. En el colegio jugábamos al PortArthur. Subidos en un montículo de tierra los “rusos” lo
defendían, los “japoneses” lo atacaban. Un pretexto para
golpearse, romperse las ropas y dar movimiento a la
sangre bélica. Yo tenía quince años, ¡y qué energías! Mi
padre estaba con Rusia. Ernesto con los japoneses. ¿Por
qué? – le pregunté un día. Me respondió: Porque los
japoneses son parecidos a los de mi raza. Mi padre
también explicaba así su simpatía por los rusos: son
rubios y blancos, son como los de la alta Italia... Otra
guerra: la de Marruecos. Aquí no hubo disidencias: ¡Todos
con los marroquíes! No he tenido yo una enseñanza de
simpatía hacia España. Mi padre no la quería mucho. Mi
abuelo, como viejo criollo, la odiaba. Ernesto la odiaba por
indio. Hablaba con fuego en contra de Cortés y Pizarro. (El
amor a España que le tuve, que le tengo, me llegó tarde.
Me llegó al leer el “Quijote” y “Rinconete y Cortadillo”, me
lo confirmaron los versos de Espronceda y las “Rimas” de
Becker. En 1936, al verla desgarrada por la guerra civil,
experimenté lo mucho que la quería. Y elevé un libro al
dolor de España. ¡Oh, Machado, ah, García Lorca, ah,
Miguel Hernández!)
En 1905 vibré con la revolución rusa, con la revuelta del
acorazado Potemkin. Ya Máximo Gorki y Kropotkine
figuraban entre mis más valiosas adquisiciones de lector
aun autodidacto. (¡Oh, los autores de “La Madre” y de “El
Apoyo Mutuo”!)
Otra revolución que seguí apasionadamente fue la de los
“blancos” en el Uruguay. En casa todos estuvieron con
Battle y Ordoñez contra Aparicio Saravia. “Un gaucho
bruto”, decía mi padre. De Battle, en cambio, hacía
elogios: Un liberal, un hombre de progreso. Yo, entonces,
ya pensaba por mi cuenta y estaba con Battle y sus
“colorados” contra los “blancos” de Saravia, clericales,
retrógrados vencidos en Masoller (1904). Aun cuando mi
padre hubiera sido partidario de Saravia, no hubiese
cambiado mi opinión. Ya me sentía firme. Ya afirmaba o
negaba rotundamente. Ya discutía a gritos con quien
fuera. Cierta vez, en un boliche, oí a un payador oriental
que hacía el elogio de Saravia. Como después sus versos
156
se publicaron en “Caras y Caretas”, los recuerdos – aun
los guardo:
Es Aparicio Saravia
Entre los crioyos, crioyaso.
Lo mesmo maneja el laso
Que las bolas y el facón.
En cuanto suena el clarín
Aparicio está en el pingo,
Porque Aparicio no es gringo
Como dicen que es Muñoz.
Lo contradije. Le grité que ser un gringo trabajador era
más honroso que ser un gaucho haragán (conceptos
heredados de mi padre.) Se armó la de San Quintín pero
“la sangre no llegó al río”, para continuar empleando
términos populares, según corresponde al escenario de la
polémica. Todo esto cuando la última de las “revoluciones”
de Saravia, la que terminó con su derrota y muerte en la
batalla de Marsoller (año 1904).
Vuelvo al año 1898: Amenazas de guerra con Chile. Todo
era prepararse para la guerra. Los “guardias nacionales”
hacían ejercicios por las calles y plazas. Se improvisaron
batallones. Se implantó el servicio militar. Se cazaban a
los jóvenes por las calles y se los llevaba a los cuarteles.
Un general prusiano, Corner, adiestraba al ejército de
Chile y había asegurado: “En tres meses ato mi caballo en
la cerca de la Pirámide”. Todo esto nos enardecía.
Hubiésemos querido encontrar un muchacho chileno en
cada esquina para sopapearlo. Cierta vez pillamos uno. Se
llamaba Lautaro. Alguien dijo que era un nombre chileno.
Resultó que el padre era chileno; él había nacido en
Buenos Aires. Por ese delito de tener padre chileno se
llevó unos empujones y una que otra cachetada. Mi abuela
me reprochó que hubiese tomado parte en el castigo; mi
abuelo aprobó y desaprobó. Aprobó que se golpease a un
chileno, él sólo les llamaba “rotos”, desaprobó que no
hubiese sido yo, sin compañía, quien lo golpeara.
Ernesto, empujado por mi abuela y mi madre, pretendió
huir al Uruguay. Él se resistía. Ellas rogaban, hasta le
echaron en cara su “ingratitud”. Lo habían criado y
educado como un hijo. Se dejó convencer. No pudo huir.
El río estaba vigilado. Volvió de su frustrada tentativa
ceñudo. Mi abuelo lo recibió diciéndole: ¡A mí no me
hables más, cobarde, cagón! Él, llorando, le juró que iría a
la guerra, que mataría quinientos “rotos”. Se reconciliaron.
Llegó el arbitraje de Inglaterra (a cuyos negocios,
seguramente, no convenía que se mataran estos salvajes
americanos, tan corajudos como zonzos.) Al muchacho de
su edad que entró minando la noticia, Ernesto lo desmayó
de una trompada. Así quería lavarse de su vergüenza, de
su “manflorada”, de haber querido huir, ansiaba matar
chilenos. La tremolina pasó. “Por suerte – le oí decir a mi
157
padre -, sin guerra. Roca se ha portado bien, aunque es
militar. En las guerras todos pierden”. ¿Y la “gloria” de que
hablaban los diarios, la gloria militar con que Ernesto me
había venido alborotando la cabeza desde chico? Las
palabras de mi padre, pacifista, hombre de trabajo y
progreso, me comenzaron a trabajar la mente...
Al oir hablar de guerra, de la proximidad de una guerra, a
los muchachos nos hacía belicosos, mejor aún: más
belicosos, porque ya por instinto lo éramos. ¿Con quién
pelear? Era preciso pelear contra alguien. No ya peleas
personales, sino de varios contra varios. Descubrimos que
en la calle Venezuela había un colegio llamado
“Charlemagne”, un colegio francés, nosotros estábamos
en otro colegio francés, el “Lyceé Louis Le Grand”, en la
calle Belgrano y Santiago del Estero, con cerca del otro
lado. ¿A quién se le ocurrió que en el “Charlemagne” había
muchos chilenos? A cualquiera. Corrió la noticia.
Decidimos ir a luchar contra los “charlemañenses
chilenos”. ¡Y fuimos! Se armó la podrida, como dicen los
muchachos. ¡Biaba va y biaba viene! Los “charlemañenses
chilenos” sorprendidos por el ataque al salir de la escuela,
no resistieron mucho. Los corrimos. Pero reaccionaron. Al
día siguiente, los primeros del “Lyceé Louis Legrand” que
se asomaron a la calle, se encontraron con un numeroso
grupo de “charlemañeses”. Venían a pelearnos, a
devolvernos la pelota del día anterior. Salimos
decididamente. ¡Qué batalla! Hasta los pupilos se echaron
a la calle, sin oír la voz de los maestros que intentaban
contenerles. Otra vez: ¡Viaba va y viaba viene!,
aderezados de puntapiés, mordiscos, arañones y sus
correspondientes insultos; ¡Roto hijo’e puta! ¡Más roto
hijo’e puta serás vos!... Y se oyeron gritos de alarma: “El
chafe! ¡La cana, muchachos! Y el pitío de un vigilante y de
otro y de otro... Nos desparramamos. Todo el día
siguiente lo pasamos en planear la revancha, como
decíamos. Pero al día siguiente, un vigilante en la esquina
y otro en la del colegio enemigo nos contuvieron los
ímpetus marcianos. Yo, el día anterior había llegado a
casa con la camisa rota, sin botones, con un ojo violáceo,
“en compota”, para emplear la gráfica expresión infantil.
Espanto de mi madre y mi abuela, aprobación de mi
abuelo y de Ernesto cuando conté lo ocurrido. Mi padre
sonreía, filosóficamente. Y explicó: “Es natural. Estos
chicos solo oyen hablar de guerra y más guerra. La culpa
la tienen los grandes, en vez de trabajar se ocupan en
querer matar al prójimo”...
De revoluciones, recuerdo dos: la del 93, cuando fuimos a
ver el campamento radical, o mejor, a mi tío Aquiles que
había tomado parte en ella. También la de 1905. Mi padre
detestaba a las revoluciones. Nos encontró en Mar del
Plata. Noticias contradictorias. Una carta de Ernesto en la
cual expresaba su deseo de que se le llamase nuevamente
a las armas, a fin de “ametrallar a los imbéciles de la
158
revolución”, decía. Mi tío Aquiles – como siempre – como
correspondía a un radical del Parque, un radical del 90 –
había tomado parte en ella. Y se había apoderado de una
comisaría, la 16, la que aun esta frente a la plaza
Constitución. Fracasada la intentona radical, todo quedó
como antes. Los conservadores siguieron en el poder,
haciendo tongos para continuar ganando las elecciones o
comprando los votos.
Las huelgas también caben en este capítulo guerrero.
Muchas y violentas vienen a is recordaciones. Huelgas con
muertos y heridos. Vienen a mi memoria los disturbios
cuando la “Unificación”. Un proyecto de Pellegrini, o que
apareció como de Pellegrini – zorrerías de Roca –
intentando unificar las deudas y pagarlas entregando la
administración del puerto de Buenos Aires a los ingleses.
El pueblo hirvió de iracundia patriótica y el proyecto hubo
de abandonarse. La Avenida de Mayo negreó de
manifestaciones improvisadas y de corridas hechas por los
“cosacos” – agentes del escuadrón de seguridad – unos
gigantes que partían cabezas como si fuesen zapallos o
sandías, gustosamente. Recuerdo la huelga general de
1902. Estado de sitio, ley de Residencia contra los
extranjeros. Fue cosa seria. En las casas se proveían de
harina y alimentos como si se esperase el sitio de la
ciudad por los huelguistas. No puedo dejar en el tintero la
recordación de una huelga curiosa: fue la de los cocheros
de plaza. Un mandato municipal les quiso imponer que
usasen cuello, corbata y galera . no galera alta, sino
galera baja y redonda, muy común entonces. Los
cocheros, toda gente de pañuelo en el gañote – golilla – y
chambergo sobre los ojos; se indignaron. Fueron a la
huelga. No sé en qué terminó. Pero ahora, si se ve un
cochero de plaza – por otro nombre “mateo” – sólo se le
ve de chambergo o gorra y minga de cuello y corbata.
¿Y los primeros de mayo de aquel tiempo? Las calles
solas, los negocios cerrados, las tropas acuarteladas,
patrullas de vigilantes a caballo, hasta que se realizaban
las manifestaciones: Una de los anarquistas y otra de los
socialistas, ambas enrojeciendo los aires con banderas
rojas, gritos alarmantes, canciones revolucionarias y
música: la Marsellesa, Hijos del Pueblo, la Internacional, el
Himno de Garibaldi, el Himno Argentino que, en rigor,
tiene una letra revolucionaria se le dejaba de regalo a los
“conservas”. Y las manifestaciones iban a terminar frente
a la estatua de Massini – como si la Argentina no hubiese
tenido un Echeverría, discípulo del agitador italiano, es
cierto, pero que lo superó en cuanto a ideología
revolucionaria, fue más lejos en el capítulo de las
reivindicaciones obreras. La mayoría de esas
manifestaciones del 1º. De Mayo concluían mal, y era de
esperarse, pues en carteles se anunciaban así: “Mañana,
1º de Mayo, los anarquistas haremos una manifestación
de protesta por la muerte de los héroes mártires de
159
Chicago, quiera o no quiera la policía”. Y si la policía decía
nones, se hacía igualmente. Y todo terminaba a sablazos,
a tiros, con bastantes contusos y algunos muertos, no sólo
manifestantes, también “chinotes” de la policía; a más de
un cosaco se lo bajó del pingo en aquellos días de mi
infancia y mi juventud callejeras. Porque si bien hasta los
trece o catorce años me limité a oír lo que se comentaba,
más adelante, empujado no sé por qué fuerza, me iba a
ver pasar a la manifestación, a oír sus gritos y sus cantos,
a enardecerme como espectador, hasta que me animara,
por fin, a entreverarme en sus filas.
17 AÑOS
¿17 años? A los 17 años comprendí que me iba haciendo
un hombre, que ya era un hombre. Por esto: Comprendí
que iba descubriéndole defectos a las personas queridas...
Y los callaba.
ADALBERTO
Adalberto era un joven alto, de abundante melena oscura
y rizada, de profundos ojos negros. Usaba un corbatín
flotante – a la Valière, como se decía – y un gran
chambergo. Siempre vestido de negro.
- ¿Por qué andás siempre con traje negro? – le preguntó
alguien.
- Visto luto por la libertad del hombre, que está muerta...
¡Pero resucitará! – afirmó.
Adalberto era anarquista. Él decía ácrata, o nihilista, a
veces. Hijo de italianos, de Nápoles – no recuerdo el
apellido – su cerebro era un Vesubio siempre en erupción.
Adalberto era vehemente y valeroso. No ocultaba su
ideología ante ninguno. Más de una noche la pasó en un
calabozo por hacer ostentación de ella. Un 25 de mayo
apostó a que se pasearía con una gran corbata roja por la
Avenida de Mayo, entre el gentío bobo que había acudido
a mirar la iluminación. Lo hizo. Esa noche impunemente.
Los paseantes lo miraban estupefactos. Detrás, nosotros,
en racimo, admirando su audacia. Diez años mayor que
yo, me placía oírlo hablar, rotunda, fuertemente. Sus
afirmaciones se elevaban como globos aerostáticos;
estallaban sus negaciones como bombas de dinamita.
Adalberto sentía el orgullo de su nombre.
- Mi madre es de origen teutón – nos explicaba – quiere
decir: Esclarecido.
Nosotros lo admirábamos también por su nombre.
Adalberto también era peluquero. Trabajaba en “El Piojo”,
un boliche de peluquería sucio y paupérrimo que estaba
160
en la calle Europa, hoy Carlos Calvo. A la vuelta de mi
casa. El patrón, un milanés al que decían Maestro Simona,
soportaba a su oficial, el anarquista, soportaba sus
discusiones con los parroquianos y sus faltas de
asistencia. Maestro Simona también admiraba a Adalberto,
el Esclarecido. Porque Maestro Simona, a la sazón de
pulso ya tembloroso por la edad y los litros de vino que
corrían por sus venas, era – según él lo proclamaba,
orgulloso, nieto de un carbonario.
- Mi abuelo fue carbonario, peleo con Garibaldi. Mi abuelo
echó al Papa de Roma.
Quizás en su oficial Adalberto, Maestro Simona veía revivir
las hazañas que, por tradición de familia, le adjudicaban a
su abuelo.
Preciso es hacer una salvedad: La peluquería de Maestro
Simona no se llamaba “El Piojo”. Era éste el nombre que
mi padre, humorista, le había puesto. Mi madre se oponía
a que fuésemos a ese “cochambre”, como ella lo llamaba:¿No te da asco pelarte allí? ¿No ves los negros y chinos
sucios que se pelan y afeitan en “El Piojo”?
- Pero si la peluquería no se llama “El Piojo”.
- Se llame como se llame es un chiquero. No vayas más
allí. Además, pelan malísimamente.
Esto yo no lo admitía. ¿Qué Adalberto pudiera hacer algo
mal? ¡Imposible! Pese a la prohibición materna yo seguí
yendo a “El Piojo”. Para mí era un deleite escuchar a
Adalberto hablando de la “Causa”, oírlo discutir con los
parroquianos, presenciar cómo les tiraba por la cara
epítetos detonantes: ¡Frailón! ¡Atrasado! ¡Marmota!
¡Cerebro de adoquín! ¡Pancista! ¡Chimpancé! ¡Lambedor!
¡Chupamedias de ricos!...
También les tiraba las propinas. Porque Adalberto no las
admitía, arrogante:
-¡No! Yo soy un trabajador, yo no soy un pordiosero.
Además, él me aconsejaba leer este o aquel otro libro.
Hasta me regaló uno. Era una recopilación de cuentos
revolucionarios, recuerdo que había uno de Gorki y otro de
Mirbeau. El libro tenía un nombre evidente: “Dinamita
cerebral”. Evidente y convincente.
Un día llegué a “El Piojo”. Adalberto no estaba. Maestro
Simona me dio la noticia:
- ¿No sabe? Adalberto se casó.
- ¿Se casó?
- Sí, pero detrás de la iglesia. El es partidario del amor
libre.
- ¡Ah! – me volvió el alma al cuerpo; ya me parecía que
Adalberto no podía claudicar de ese modo.
Maestro Simona continuó informándome:
- Se juntó con Lía. ¿Sabe quién es Lía? Esa muchacha del
quilombo de la calle Sarandí. Se juntó o se casó con ella.
Dice que la va a redimir.
161
¡Qué gesto! Por este gesto mi admiración hacia el
melenudo, chambergudo y corbatudo apóstol de la
acracia, alcanzó los cuarenta grados de fiebre.
Adalberto no volvió a la peluquería; pero al mes, otra
noticia. ¡Y qué noticia! Adalberto había muerto. Le pegó
un tiro a Lía. Comprobó que le era infiel, la mató y se
suicidó.
Ghiraldo, en uno de sus cuentos, narró el caso. No sé si la
tragedia de Adalberto, a quien no es difícil que conociese,
le inspiró el tema.
Nunca lo olvidé. Tampoco fui más a “El Piojo”. ¿Para qué si
ya no estaba allí quien transformaba al sucio boliche en
cátedra y tribuna?
SUPERSTICION
“El pan es la cara de Dios” – me habían enseñado –
“Cuando se encuentra un pedazo de pan tirado en el
suelo, se recoge, se besa y se coloca en una ventana. No
hay que dejarlo tirado en el suelo, como a una cosa
despreciada”.
Yo así lo hacía, por supuesto. Durante mi infancia el pan
era barato. Se lo veía con frecuencia en los cajones de
basura o en el suelo. ¿Hasta cuándo lo hice? Ya
adolescente, lo recogía sin besarlo, pero lo recogía. De
más grande, esa superstición de que el pan era la “cara de
Dios” no me abandonaba; pero yo me decía ateo y ya que
el pan era “la cara de Dios”, cuando veía un pedazo de
pan tirado, le pegaba un puntapié, desafiante. No pasaba
ante él indiferente. Esto llegó más tarde, mucho más
tarde, cuando ya aquella superstición, como tantas otras,
había sido borrada.
BACHILLER
En los exámenes libres del mes de julio – año 1906 –
terminé el bachillerato. Ya tenía un título. No sabía
entonces que sería el único que iba a obtener en mi vida.
Camino de mi casa, regocijado, más que por mí por mi
madre, tan sentimental, por mi padre, ya gravemente
enfermo; yo iba meditando: ¿Bachiller? ¿Y para qué me
servirá este título de bachiller? Pronto estallará la
revolución social, ¿qué haré yo con este título? ¿Para qué
he estudiado? Pensaba entonces que ser abogado o
médico, ingeniero o químico era inútil si estallaba la
revolución social, ¡cuánto más inútil sería ser arquitecto!,
la carrera por mí elegida, no por vocación, sino para
responder al deseo de mi padre. Entonces, a mí, ¿qué me
hubiese gustado ser? No sabía decirlo. Me bullía de
162
inquietud la mente, pero plan fijo, ninguno. Otros
bachilleres ya hablaban de seguir una carrera, hacerse
ricos, casarse... Yo, nada. Veía frente a mí un mundo
ancho, un mundo que pronto se convulsionaría y que en
mi bolsillo llevaba un título inútil. Se lo di a mi madre. Me
abrazó llorando. Mi padre lo leyó y dijo: “Bien. Muy bien”:
“Bien. Muy bien”. Yo me fui a leer una novela de Paul de
Dock cuyo fin me intrigaba.
LA CASA DE MI MADRE
Mi padre murió el 23 de julio de 1906, después de una
nefritis que lo vendría royendo, traidora, desde años. Lo
postró, cada vez más grave, durante noventa días. Su
muerte fue una catástrofe para nosotros. Quedó mi madre
con seis hijos varones y una mujer: Yo, el primogénito, de
diez y siete años, Ángel, Adán, Augusto, Adah, Alejandro y
Alcides, el menor, de pocos meses. Nuestra casa pasó del
orden al caos. Mi padre dejó una regular fortuna y,
sobretodo, el porvenir abierto para transformarla en una
gran fortuna, dado su capacidad y su crédito. Murió a los
cuarenta y ocho años. Irreflexivamente continuamos en el
mismo tren de vida que antes; pero gastando el capital.
Se vendió una manzana, un terreno y dos casas en Mar
del Plata, un terreno en la calle Independencia en Buenos
Aires, una casa en la calle Cevallos, siete casas y un
terreno – otro jamás supimos ni dónde se halaba – en La
Plata. Quedó también un montón de cédulas hipotecarias,
serie H, la más cotizada entonces. Cuando había
necesidad imperante de unos pesos, se llevaban una
cédulas y se mal vendían. Mi madre, alarmada por un
amigo de la familia llamado Honorio Spinelli, pudo salvar
todavía algunas casas como para seguir viviendo hasta su
muerte, ocurrida veintitrés años después de la de mi
padre. En vida de éste, la casa era un cuartel patriarcal.
Sin rigor, pero con disciplina. A la madrugada todo el
mundo de pie, a las doce todo el mundo almorzando, a las
ocho de la noche todo el mundo comiendo, a las diez
todos en cama. Y todos estudiando. A su muerte, aflojados
los muelles de la maquinaria, los estudios se hicieron
perezosamente, de mala voluntad. Tanto es así que los
únicos recibidos fueron mis hermanos Ángel - de maestro
mayor – y Augusto – de médico. Los demás abandonamos
y Ángel, siguiendo su vocación, de las obras de albañilería
pasó a las de teatro con gran disgusto de mi madre que
debía llevar un mayor disgusto cuando Alcides, el menor
de todos, se dedicó al boxeo.
La casa de mi madre se transformó en algo singular. El
dios de la bohemia aleteó sobre su techo. Nada más
disímil que la gente – toda joven – que entraba y salía a
cualquier hora de aquella casa. Yo llevaba anarquistas y
163
escritores; Ángel, actores; mis hermanos Adán y
Alejandro, “niños bien”; mi hermana Adah, muchachas
lindas o menos lindas, ¡todas buena cosecha!; Augusto,
estudiantes, por fin, Alcides, la inundó de boxeadores.
Vivimos en ella hasta 1929. Habíamos llegado allí, los
mayores, en 1896: ¡Treinta y tres años! ¡La gente que ha
desfilado por aquella casa heterogénea, simpática y única!
Quien la evoca – hoy mismo – lo hace poniendo los ojos
en blanco. Parece que evocara un rincón del Paraíso, una
etapa de la Edad de Oro. La mesa siempre tendida para el
que llegase. Y discusiones, peleas, bromas, tumulto, vida,
vida juvenil, imaginación bullente, desbordándose sobre la
gris y dura existencia de lo cotidiano. No creo – con
Manrique – eso de “cualquier tiempo pasado fue mejor”;
pero, a veces, en momentos duros y tristes... En fin,
¡avanti! ¡Allons, enfants!...
Puede ser que en alguna oportunidad, detalladamente,
escriba sobre la casa de mi madre...
• CUARTA PARTE •
PROFESORES
Ya en la Facultad de Ciencias Exactas Físicas y Naturales,
los profesores opacos fueron sucediéndose. Yo, atraído
hacia otros estudios, cursando a tropezones, una carrera
extraña a mi vocación; no tenía por qué intentar
comprenderlos. Ellos enseñaban lo que para mí carecía de
interés. Alguno de ellos habló, creo que un ingeniero
llamado Selva, de las posibles ganancias, posibles y
cuantiosas, que nos esperaban en nuestro futuro de
arquitectos, dados los adelantos edilicios de Buenos Aires.
Todo eso lo oía como si oyera llover... orines. Con
repugnancia. Vivía en otro mundo. Para mí, el dinero,
entonces – y hoy – sólo tenía un fin: gastarlo. Convertirlo
en libros de poesía, cuentos, novelas, ensayos, historia...
Iba a clase lo imprescindible. Más de una vez me
reprobaron. Más de una vez diferí los exámenes para otro
término... Una calamidad. No sé qué juicio se pudieron
formar de mí los profesores. Seguramente pensarían:¿Por
qué éste no se irá a sembrar papas? En una ocasión me
presenté a examen de geometría descriptiva, el presidente
de mesa, Claro Dassen, me miró y dijo: ¿Usted es alumno
mío? Sí, señor, le respondí. “Tanto gusto en conocerlo”...
Así comenzó aquel examen. Era la primera vez que me
veía en ese año. Empero, yo había sido su alumno de
física en el cuarto año del colegio nacional. No me
recordaba. Y fui un buen alumno, sin embargo. ¿Quién era
el culpable en este caso, el profesor o el alumno? En aquel
164
examen de geometría descriptiva demostré el teorema
que me tocó. El profesor me preguntó de qué texto había
estudiado esa demostración. No supe responderle. Con el
apuro, la acababa de inventar allí mismo.
No tuve malos profesores. En materias especializadas,
como Resistencia de materiales, o Cálculo de
construcciones o Perspectiva y sombras, ¿qué podía hacer
el profesor para interesar al mal alumno que no se
interesaba, porque ya había comenzado a escribir versos y
se pasaba las noches en vela yéndose por las nubes en el
cielo del gay decir? Un catedrático de universidad no tiene
las responsabilidades de un profesor secundario ni éste las
de un maestro primario frente a sus alumnos. Si en el
maestro primario no hay artista, algo de artista, no puede
comprender a los alumnos ni hacerse amar por ellos. Dice
el Talmud: “Quien aprende algo de un maestro joven se
asemeja al hombre que come uvas verdes y que bebe el
vino que acaba de salir de las cubas del mosto; pero quien
tiene un maestro de cumplida edad se parece al hombre
que come uvas maduras y bebe vino añejo”. Por mi parte,
puedo decir que conservo mala experiencia de los
maestros de “cumplida edad”. Viejos, fatigados de repetir
siempre lo mismo, de lidiar con hordas de muchachos
irrespetuosos, de renovadas energías; realizaban aquello,
¡enseñar!, transformados en máquinas, fríamente,
transmitiéndonos su hastío. El único maestro – o profesor
– joven, ese Enrique Buscaglia de primer año, fue también
el único por quien sentí cariño y el único que a mí se
acercó poniéndose al margen de su tarea y de los libros de
texto. El único que me habló de cosas que pudieran
despertar en mí ansias aún dormidas o somnolentes.
“Si vuestro maestro y vuestro padre –sigo con el Talmud –
necesitan de vuestra ayuda, socorred a vuestro maestro
antes que a vuestro padre; éste no les ha dado más que la
vida, en tanto el otro os ha procurado la vida del mundo
venidero”... Y es lo que todos – excepto uno de mis
maestros y profesores no me procuró nunca: la vida del
mundo venidero. Ninguno se asomó a mi alma.
Transeúntes sin curiosidad artística, sin preocupaciones
trascendentales, dedicados sólo a cumplir - ¿bien, mal? –
con su deber, pasaron, indiferentes, ante sus alumnos. De
no pocos de ellos olvidé el rostro, y hasta el nombre.
ESTUDIOS
Historia y matemáticas fueron las dos materias de mi
predilección. Leía historia como si fuese una novela. A
Herodoto lo conocí antes de entrar al colegio nacional y leí
a López y a Mitre para asombro de algunos profesores,
que posiblemente no los habían leído. Los programas del
bachillerato eran caudalosos: en primer año, historia
165
argentina; en segundo: Oriente, Grecia y Roma; en
tercero: Edad Media, Moderna y Contemporánea; en
cuarto: historia de América; en quinto: la segunda parte
de la historia argentina.
Para las matemáticas siempre demostré facilidad, pese a
los malos profesores, ingenieros sin conocimientos
pedagógicos que no se molestaban en molestarse a sacar
del pantano al alumno que no comprendía. Se llegaba así
al último escalón sin haber pisado el primero. Se llegaba a
babucha de otros, copiando en los exámenes escritos.
¿Gramática? ¿Literatura? ¿Historia de la literatura? Esta
me despertó alguna curiosidad. ¿Pero cómo aprenderla?
En quinto año se estudiaba literatura de Grecia, Roma,
España y algo de Argentina y América: un catálogo de
nombres y de obras. Se leía en clase algunos poemas. En
cuanto a teoría literaria, un desastre. En gramática, otro
desastre. A la gramática no se le llamaba como en los
textos antiguos, “castellano”. Se le llamaba “idioma
nacional”.Jamás supe para qué memorizábamos los casos
de la declinación. Todavía los recuerdo, como recuerdo el
padre nuestro, el bendito, o algunas fábulas de Iriarte y
Lafontaine. (Ablativo: Con, de, en, por, sin, sobre, tras...)
¡Y los profesores! Abogados sin lecturas ante quienes
repetíamos las reglas como ante el profesor de geografía –
otro abogado – repetíamos los afluentes de un río o las
ciudades de un país con el número de sus pobladores, sin
saber bien dónde ese país se hallaba.
Cuando el alumno es malo o mediocre – lo repito – hay
que buscar la causa en el profesor.
LITERATURA
Debo insistir sobre los estudios de literatura. Cuando ya
había cumplido los veinte años, se despertó en mí la
vocación literaria, tormentosamente, como si de pronto se
hubiese roto un caño hasta ese instante obturado por
otros estudios; debí rehacer mis lecturas, después de
desbrozarme. La teoría literaria de Oyuela nos era difícil
de comprender. Sus absurdas disquisiciones sobre la
belleza y el arte, las aprendíamos de memoria sin saber lo
que decían. Como si hubiese aprendido algo en otro
idioma, en un idioma mal sabido. El profesor nos hacía
leer los ejemplos que había en el libro, y nada más. Se
comienza por hablar de los clásicos, y debiera ser lo
contrario. Comenzar por los modernos para ascender a los
clásicos. Reíamos con El Quijote, nos gustaban ciertas
zafadurías de Quevedo... En una clase, el profesor estuvo
denigrando a Zola, seguramente porque él era
conservador y católico. Lo presentó como un autor de
inmundicias, y esto nos despertó más aún el deseo de
166
leerle. No recuerdo que haya mencionado nunca a otro
escritor europeo. ¿De argentinos? Andrade y Mármol. El
“Martín Fierro” no lo nombró tan siquiera. Yo se lo
mencioné, porque mi abuelo, gran admirador y amigo de
Hernández, me lo leía desde hacía años. Él hizo una
mueca dudosa y nos habló del “Fausto crioyo” de
Estanislao del Campo. No existía para él Bartolomé
Hidalgo, el mejor poeta del movimiento emancipador. Y en
ese año en la Argentina, completamente ignorados por
nosotros, los estudiantes, ya escribían Almafuerte y
Lugones, González y Payró, Florencio Sánchez y Rojas,
Korn y Justo, Groussac y Agustín Álvarez... ¿A qué
profesor, entonces, se le hubiese ocurrido hablarnos del
estilista Eduardo Wilde o citar, en serio, al costumbrista y
muy popular Fray Mocho?
Unos años después de haber terminado mi bachillerato,
tuve que descubrir autores. Otros condiscípulos, dados a
disciplinas no literarias, habían permanecido sin
descubrirles. De americanos, algunos ya célebres allá por
el 1905, como Silva, Casal, Martí, Herrera y Reisig,
González Prada, Darío, Jaimes Freyre; ¡nada
absolutamente! Ni los nombres.¿Para qué hablar de los
españoles de la generación del 98, los que inyectaron
sangre nueva a la literatura peninsular? Los
desconocíamos. Españoles, aun vivos, dos: Valera y
Pereda. No existía Pérez Galdós, por supuesto. No existía
Machado. Yo admiraba a Espronceda por su “Canción del
pirata”. El profesor nos hizo leer todo el “Canto a Teresa”.
Me resultó soporífero, pese a sus alabanzas. Le dije que
prefería a Bécker. Otra mueca más o menos benevolente o
despectiva.
El quinto año lo di libre; no sé para qué me apuraba,
quizás algo oculto me decía: “Si no te recibís en 1906,
antes que muera tu padre, no te recibirás” -, en quinto
año me aplazaron en historia de la literatura. Llevaba en
mi cabeza un catálogo de autores y obras. Seguramente
adjudiqué a Virgilio lo que era de Homero y a Lope de
Vega lo que era de Calderón o de Moreto. Me presenté
nuevamente, ¿mejor preparado Lo dudo. Ya me parecía
que el “uno” del aplazo se acercaba., amenazante, cuando
al hablar de Fray Luis de León, a uno de los examinadores
. se llamaba Ricci – se le ocurrió preguntarme:
- ¿Lo ha leído?
- Sí, señor...
Y le recité aquello de “¡Qué descansada vida”!... Lo había
aprendido en el segundo grado para una fiesta escolar. Me
salvé. Clasificado con “dos”, éste me dijo que yo sabía ya
la historia de las literaturas de Grecia, Roma, España,
América y Argentina. Aquel “dos” de aprobado me
autorizaba, si yo hubiese estudiado medicina o química, o
arquitectura o abogacía o ingeniería o me hubiese
dedicado al comercio o a la industria o a criar vacas o
carneros y caballos, para no abrir un libro más de
167
literatura. ¿Ese “dos” no me proclamaba bachiller en
literatura, acaso? Salí del examen exclamando, gozoso:
- ¡Soy bachiller en literatura!
Como si dijese: ¡Ya me libré de esta pesadilla!
Ignoraba - ¡ay, pobre de mí! – lo que el destino me tenía
reservado.
GALLOS
En el gallinero había dos gallos. Uno, pomposo,
corpulento, de espolones temibles y ojos iracundos. Era el
amo. El otro, un gallete pigmeo, gracioso pero
insignificante. Con sólo una iniciación de espolones.
El gallete pigmeo alboreaba el canto matutino. El otro,
feroz, se le echaba encima, le cortaba el canto, lo corría. Y
después de su proeza, a fin de mostrar su masculinidad,
cantaba, orgulloso.
Un día observé que el gallete pigmeo, a fin de cantar a su
gusto, volaba a lo más alto del cerco. El otro, ciego de
cólera, se precipitaba contra el cerco, le daba picotazos.
Todo inútilmente, el pigmeo continuaba su canto. Después
bajaba.
Me sedujo tanto la inteligencia del gallete que le construí
un gallinero aparte para él y sus dos gallinas pigmeas. Allí
él pudo cantar a sus anchas, sin miedo al amo que, al
oírlo, se precipitaba torpe contra el alambrado.
El gallete cantaba. Luego hacía el amor a una de sus
gallinas pigmeas.
Yo, satisfecho, lo contemplaba, feliz de mi obra.
LEON
Se llamaba León. Nunca pudimos aprender su complicado
apellido los muchachotes que nos reuníamos en un
cafetucho de la calle Entre Ríos e Independencia, casi
cotidianamente. Le llamábamos “Lión” o “Gato” o “Lión de
talabartería”, en broma. Con él no se podía hablar sino en
broma. A nuestros chistes respondía clavándonos los
espinos de su inteligente ironía. Era su manera de
defenderse. Pequeño, debilucho, hijo de judíos aún
exóticos en aquel Buenos Aires de comienzos de siglo y
rodeado de muchachotes crioyos, fuertes, dispuestos a
disentir o enredarse a puñetazos, él se defendía con su
inteligencia punzante. Al dicharacho de alguno, sonreía,
sobrador, brillándole los ojillos azules, punzantes, detrás
de los gruesos vidrios de sus anteojos de miope, y
respondía, lentamente, sin inmutarse, como seguro de sí,
seguro de su superioridad intelectiva.
168
Ya enzarzado yo en lecturas, por lo demás ajenas a los
demás muchachos deportistas del cafetucho; sentía, a mi
vez, predilección por aquel muchacho pequeño, de
contextura muscular débil, pero al que presentía superior
a todos intelectualmente. Hijo de un impresor, había
heredado del padre la afición al libro. Leía mucho, leía
todo cuanto caía en la imprenta del padre en la cual era
corrector de pruebas. Recuerdo que cuando se fue para la
Patagonia, a trabajar en una estancia de un tío, lo despedí
con pena. Nos prometimos escribir y no lo hicimos nunca.
¿Moriría, allá, en aquel clima duro, aquel muchacho de
ciudad, no hecho a las inclemencias? Nunca lo supe.
Tampoco lo olvidé nunca.
Para mejor retratarlo, referiré que con él tuve.
Una noche, estando solos, frente a frente en una mesa del
café, me preguntó de súbito:
- ¿Sos ateo?
- ¡Sí! – le contesté, sin vacilar, con énfasis.
- ¿No crees en nada, es cierto?
- ¡En nada! – y aumenté el énfasis.
Sonrió.
- Dudo – me dijo.
- ¿Dudás?
- Dudo que de santísimas macanas como te han metido en
el coco desde chico no te haya quedado algún resto. Las
enseñanzas religiosas asustan demasiado para que, tan
joven como sos, te hayas podido liberar de su miedo.
- ¿Y vos, te has liberado del miedo de tu religión?
- Yo soy socialista, hijo de un socialista...
Ser socialista, entonces, allá por el año 1907, antes de la
guerra del 14 en la cual todos los partidos socialistas
occidentales claudicaron de su internacionalismo para
colaborar con sus burguesías; era ser un revolucionario. A
muchas beatas de mi familia he visto persignarse al oír la
palabra socialista.
- Sos socialista, ¿y que?
- Los socialistas no tenemos religión. Pero te voy a hacer
una pregunta. Contestame francamente. ¿Serías capaz de
hacer pis en la pila de agua bendita de una iglesia?
La pregunta me aturdió bastante.
- ¿Hacer pis? – balbuceé sorprendido.
- No sos capaz. ¿Ves como te queda un resto de temor?
Sonreía tan burlona –despreciativamente que,
reaccionando, yo, a mi vez, le dije:
- Y vos, ¿serías capaz de entrar sin sombrero a una
sinagoga?
- Te lo confieso: No sería capaz.
- ¿Ves como te queda un resto de religión a pesar de ser
socialista? – Dije triunfante – Yo, en cambio, soy capaz de
entrar a una iglesia católica con sombrero. ¿Sonreís? ¿No
lo crees? Apostemos algo. Ya mismo te lo pruebo.
Me puse de pie.
- Sentate – me dijo él – te admiro.
169
Y me desarmó completamente.
POLITICA
Siempre me interesó la política. ¿Será porque siempre me
interesó la historia y en la política palpaba la historia
viviente? Y no tengo ninguna aptitud para la política. Soy
apasionado. No sé callar. Siempre con mi verdad a
manera de proa y mi filoso entusiasmo roturador de
yermos. Además, no soy orador, no soy desconfiado, no
sé mentir. Ni aún sé disimular. Por supuesto, me estoy
colocando en el ambiente político de mi país y de mi
época. Y en una de las seudo democracias primitivas – por
ser sudamericanas, sobretodo – del mundo burgués.
Desde mis trece años, fraude era sinónimo de política. Las
elecciones, una farsa. El gobierno siempre tenía que ganar
las elecciones. Presidente Uriburu, presidente Roca,
presidente Quintana, presidente Figueroa Alcorta, distintos
nombres nada más. Los procedimientos, los mismos. En
Buenos Aires, las elecciones ya se hacían pacíficamente,
pero saliendo del recinto de la capital, aún en la provincia
de Buenos Aires, todo era imposición y violencia por parte
de los gobiernos. Partido Autonomista Nacional, o sea el
del gobierno, o sea el vacuno, el Partido Mitrista, la Unión
Cívica Radical que no concurría a los comicios, y, desde
1896, el Partido Socialista, el único que ostentaba un
visible programa izquierdizante. En aquel tiempo, hasta
que apareció la “Ley Sáenz Peña” – voto obligatorio y
secreto – se hacía lo que se llamaba “política crioya”, con
matones, empanadas, asados con cuero, borracheras, los
comités transformados en timbas y todo a puño de
caudillos y caudillejos que, al fin, en la capital, no en
provincias, se limitaban a comprar votos, a lo yanqui. Allá
por el 1909 se llegó a pagar cincuenta pesos por voto,
suma importante entonces. Y el rector de un Colegio
Nacional pellegrinista, no el colegio, el rector – a cambio
de una libreta hacía que un cero o un uno se
transformasen en dos, entonces era lo suficiente para
aprobar la materia aplazada. En aquel tiempo votaban
hasta los muertos y los ausentes. Los vivos votaban varias
veces y con diferentes nombres. ¡Las enseñanzas de
democracia y libertad que hemos recibido!
Mi padre era mitrista, después perteneció a un partido,
continuación de aquel, con Udaondo al frente. ¿Udaondo?
“Un político honrado”, se decía, síntesis de todas las
alabanzas posibles para un político. Ser “político honrado”
era no comprar votos, no hacer fraudes... y perder las
elecciones. Ser “político honrado”, en suma, era no ser
“político crioyo”. En esto, socialistas y anarquistas – estos
negadores de todo – eran los más honrados.
170
Allá por mis quince o dieciséis años, empecé a
inquietarme, a intentar ser socialista. En 1904, en La
Boca, habían ganado los socialistas. Este hecho nos animó
la sangre a muchos. Ya había huelgas mortales y
manifestaciones con banderas rojas, cantos, gritos y
balas. A los trece o catorce años ya había oído yo aquello
de “Chancho burgués, atrás, atrás”. Le pregunté a
Ernesto: ¿Qué es un burgués? Me respondió: “Tu padre es
un burgués”. ¿Por qué – me preguntaba – si mi padre es
burgués, un hombre que trabaja de la mañana a la noche,
tan estimado por todos, tan querido por sus obreros
socialistas y anarquistas, hablan contra los burgueses? La
auto-pregunta me obsesionó por mucho tiempo. No sabía
entonces - no podía aún saberlo – hacer diferencias entre
burgueses progresistas y burgueses conservadores,
retardatarios, ociosos. Por esa época leí “Trabajo” de
Emilio Zola. Fue uno de los libros que más roturaron la
pampa de mi pensamiento. En 1909 me hallé en aquella
manifestación anarquista que el jefe de policía coronel
Falcón hizo dispersar a balazos. Con mi primo Américo nos
refugiamos en el “Buckingham Palace”, un circo que se
hallaba entonces en Avenida de Mayo y Solís – aún no se
había trazado la Plaza del Congreso. Algunos meses más
tarde, Simón Radovinsky, un joven anarquista del cual
conservo un retrato que me dedicó – tiró una bomba al
coche del coronel Falcón y lo mató junto con su secretario.
Todo se le atribuía a los extranjeros: De ahí que en 1902
se sancionase la Ley de Residencia para deportarlos. (Al
primero que se le aplicó fue a Julio Camba, el humorista
de “La Rana Viajera”). Más tarde llegó la “Ley de Defensa
Social”. Los gobernantes crioyos, desde que el problema
de la lucha entre el capital y el trabajo cobró perfiles
netos, sólo atinaron a resolverle a tiros y a leyes
draconianas. O, mediante sus policías, disfrazados de
patriotas, quemando bibliotecas, allanando imprentas y
perturbando manifestaciones. Las cárceles se llenaban, los
periódicos y revistas – La vanguardia, La protesta
Humana, Ideas y Figuras – eran clausurados.
Mi gran admiración literaria en aquel instante de mi vida,
eran Alberto Ghiraldo, Rafael Barret y Federico Gutiérrez,
los tres revolucionarios. Me refiero a los escritores
argentinos, pues, en el haber de mi admiración, ya
estaban Tolstoy y Gorki, Zola y Darío, Herrera y Reissig y
Reclús, Florencio Sánchez, Días Mirón, Carriego, Justo...
¡Qué baturrillo es la “pensadora” de un adolescente!
Voy a dejar el nombre de dos amigos que contribuyeron a
remover mi inquietud por los problemas sociales: Miguel
Ángel Goicochea (terminó en espiritista) y Horacio
Ridecós, un condiscípulo de cuarto año al que llamábamos
“El Filósofo”. Ambos desaparecieron de mi horizonte antes
de 1907.
En este capítulo de política, cómo no evocar a la Biblioteca
de la calle México 2070? ¿Qué muchacho de entonces, a
171
quién le hormigueaba el deseo de justicia social y de
renovación política, no asistió a las conferencias o al salón
de lecturas – una mesa y dos bancos – de la Biblioteca de
la calle México 2070?
También me pregunto: ¿Qué fuerza me despertó y me
empujó a mí, nieto e hijo de burgueses, por esos
vericuetos del socialismo y del anarquismo? ¿Acaso
siempre, a mis maestros, a mis profesores, a mis
familiares, no oí hablar de anarquistas y socialistas como
de monstruos capaces de todos los crímenes? ¿Qué fuerza
me empujaba a buscar la compañía de tales seres, de
tales bestias feroces?
CURIOSIDADES
A tanto llegó la procacidad de los piropos que, ¿sería en
1907?, la municipalidad estableció una multa: cincuenta
pesos por un piropo. Era una suma respetable.
Bastaba que una mujer se acercara a un vigilante y le
dijera: “Aquel me ha faltado el respeto”... No se
averiguaba más. El presunto irrespetuoso iba a la
comisaría y, o abonaba “los cincuenta” o pernoctaba más
de una noche en el frío y sucio calabozo en compañía nada
agradable. Recuerdo un tango que decía:
Cincuenta pesos por un piropo
Yo no estoy loco para pagar...
El decreto municipal contuvo la procacidad de los
muchachos y dio también origen a que ellas cometiesen
abusos. Se sintieron fuertes. Más de una acusó sin motivo.
Recuerdo el caso de un muchachón que indignándose por
la acusación de una antigua novia que se vengaba así de
su abandono, al verse llevado preso injustamente le pegó
una fuerte bofetada a su acusadora y fue a la comisaría
satisfecho de su hazaña. “Ahora sí hay motivo para que
me encufen” – decía bizarramente heroico y rodeado por
cien admiradores.
Otra curiosidad, también de aquel tiempo: la huelga de los
conductores de coches de plaza – “victorias” -, los mateos,
como hoy se dice a sus sobrevivientes, en honor al
matungo casi protagonista de un sainete popular. Otro
decreto del municipio pretendió que los cocheros se
“adecentasen”, o sea, que en lugar de chambergo y golilla
al cuello, a lo compadre de suburbio, se hiciesen cajetillas,
llevaran galera, cuello y corbata. El mismo decreto obligó
a poner retranca, un cuero por detrás del caballo, a fin de
evitar que éste resbalase y cayera. La retranca la
aceptaron; el cuello y la corbata, no. El gremio, ofendido,
declaró la huelga. Llevar cuello y corbata era para ellos
una humillación. ¿Tanto que aquellos hombres de suburbio
172
se habían burlado de los “fifíes” de cuelo y corbata y ahora
ellos también de cuello y corbata? ¡No! ¡Nunca! La huelga
duró bastantes días. Buenos Aires quedó sin coches, para
aquel tiempo la única movilidad, si se quiere, rápida, o
relativamente rápida, ya que los tranvías – o tranways a
caballo – dos jamelgos lastimosos – proseguían paso a
paso su estudio para tortugas. Más de un cochero se
arregló para simular que usaba galera, una vez que se
llegó a un arreglo y tornaron los “rápidos coches de plaza”
a las desiertas calles: levantaban la copa del chambergo y
éste – sin ser galera – la galera forma de media naranja al
uso entonces de la “gente bien” – aparentaba ser galera.
La corbata la redujeron al mínimo. El cuello no fue otro
que el de la camisa blanda... Los inspectores municipales
hicieron como que no veían aquella semi-infracción y el
decreto del uso de la galera, el cuello y la corbata fue
olvidándose. Hoy parece ridícula y curiosa la pretensión
municipal, pero entonces Buenos Aires intentaba tomar
categoría de urbe, salir de “gran aldea”, extender el centro
empujando al arrabal y sus costumbres hacia la pampa
salvaje.
Ambos decretos subsisten. Ningún intendente municipal se
acuerda de ellos y tampoco de derogarlos.
Y han transcurrido más de medio siglo desde su
nacimiento.
EVOCACION POEMATICA DE LA BIBLIOTECA OBRERA
DE LA CALLE MEXICO 2070
Recuerdo: Era por el año 1909. La República iba a festejar
– con estado de sitio – el centenario de su emancipación.
Poco antes, Simón Radowisky, un muchacho candoroso,
creyendo muy fácil resolver los conflictos entre el trabajo
y el capital, hizo que el Coronel Ramón Falcón, el jefe de
Policía, pegara un brinco tan grande que no paró hasta el
otro mundo.
Poco antes de esto, un 1º. De Mayo, el coronel Ramón
Falcón, sonriendo al ver la Avenida de Mayo teñida de
sangre obrera, había dicho: “Yo les voy a dar tener ideas
de gringos”.
Poco antes, la policía puso un petardo en el teatro Colón, y
la burguesía, espantada, exasperándose contra los
anarquistas, forzosamente extranjeros - ¿Cómo un crioyo
iba a osar tener ideas de redención proletaria? – promulgó
la Ley de Defensa Social. Esto ocurría en 1909. Ya en
1902 se había promulgado la Ley de Residencia... ¡Chau,
hermosa Constitución del 53 y tu generoso Preámbulo!
173
Poco antes, jóvenes al parecer patriotas, cantando el
Himno Nacional, habían quemado bibliotecas, destruido
imprentas y sindicatos. Poco antes, la penitenciaría y la
cárcel de Ushuaia se llenaron de presos.
Y poco antes también, un tal José Figueroa Alcorta, doctor
cordobés a quien los caricaturistas - ¡Oh, Cao!- pintaban
en forma de liebre por su escurridizo coraje cuando la
revuelta radical de 4 de febrero, viéndose Poder Ejecutivo,
no pudo dejar de ser violento como cabe a todo medroso
armado. Se sintió bebé de Cronwell: hizo sacar a
empujones con los bomberos a senadores y diputados que
no le eran adictos totalmente. Cerró el Congreso. La
protesta la escribió Joaquín V. González, un místico.
Todo esto por el año 1909, cuando la patria iba
recordando el centenario de su independencia y hacía
correr ríos de multitud: ¡Libertá! ¡Libertá! ¡Libertá!
¿Cómo no íbamos a tener la cabeza caliente los
estudiantes de entonces?
Todos teníamos la cabeza caliente.
Y cantábamos para que se nos despejara.
Unos, cantando el himno y respaldados por piquetes de
“cosacos” del escuadrón de seguridad, entonces elegidos
entre los hombres más grandes -1.80 m. como mínimo – y
más brutos- gorilas por lo menos, cantando el Himno
Nacional se dedicaban a cazar “rusos” barbados,
supuestos terribles revolucionarios y, en realidad,
insignificantes bolicheros judíos.
Otros, cantando la Internacional o “Hijos del Pueblo”, en
voz baja, casi in mente, porque éramos una minoría
pavorosa, nos calentábamos más la cabeza leyendo a
autores barbados: Marx y Engels, Bakounin y Kropotkine,
alemanes y rusos auténticos.
Sin olvidar a Francisco Ferrer, ni a Anselmo Lorenzo, ni a
Pablo Iglesias, ni a Pietro Gori, ni a Enrico Malatesta, ni a
Paul Laforgue, ni a Eliseo Reclus...
Ni a dos crioyos: Juan B. Justo y Alberto Guiraldo.
El uno en “La Vanguardia”, el otro en “La Protesta”, y en
“Ideas y Figuras”.
¡Pucha que escribía fuerte aquel rehecho Juan B. Justo!
¡Y pucha que escribía versos encandiladores aquel Alberto
Ghiraldo de bigotazos rubios apuntando al cielo!
¡Y pucha que también hablaba lindo aquel otro mostacholi
de chambergo y melena, que se llamaba Alfredo L.
Palacios!
Por aquellos días, para ser revolucionario era preciso
poseer pelos. Pelo en pecho para afrontar la brutalidad de
los policías de entonces – casi tan brutos como los de
ahora, del año en que esto escribo – y pelo en la cara y en
la cabeza.
Todos éramos románticos entonces. Creíamos en el
“gesto”. Proclamábamos el “gesto”. Ignorábamos que
podía existir la clandestinidad. (Aún no había bolcheviques
para nosotros, aunque Lenin ya andaba por esos mundos).
174
Melenas, chambergos, corbatas voladoras, bigotes, gritos,
¡y a la calle!, a chillar:¡Viva el socialismo! O ¡Viva el
anarquismo! Negro y rojo.
Tiempos en que los artículos detonaban como bombas de
dinamita, y en que a algún recién nacido se le recibía con
este nombre: “Libertario”, o este otro: “Giordano Bruno”.
(Todavía conservo una amiga contemporánea que hoy es
la señora “Nitro”, pero entonces ostentaba el furibundo
nombre de “Nitroglicerina” ¡Y se lo envidiábamos!...)
Todo esto lo he recordado para hablar de ti, Biblioteca
Obrera de la calle México 2070, para evocarte a ti;
Biblioteca Obrera de la calle México 2070.
Para recordar tus libros de la Biblioteca Blanca- Sempere , de la Biblioteca Amarilla- Granda - o de la Biblioteca
Universal que ponían al alcance de nuestra sed de saber y
de nuestra hambre de justicia, nombres convincentes de
la ciencia, de la filosofía y del arte.
Por ti, nuestro fue Nietzsche; y nuestro Shopenhauer; y
nuestro Darwin; y nuestro Flamarión.
Tú, Biblioteca Obrera de la calle México 2070, pusiste a la
altura de mi ensueño toda la poética de las antologías de
la Casa Maucci.
Y pusiste los libros de Bertani, el editor ácrata de
Montevideo, par de Fueyo, el editor ácrata de Buenos
Aires.
Por ti, Biblioteca Obrera de la calle México 2070, bebí luna
con Herrera y Reissig; masqué dolor humano con Barret,
Almafuerte y Florencio Sánchez, me hice la ilusión de que
la ciencia, ¡la Ciencia!, así, en abstracto, era accesible a
mi adolescencia de estudiante recién bachillerizado: podía
leer a José Ingenieros, y no aburrirme con él como me
aburría con Hegel o con Kant.
Pero tus autores no son lo que más te agradezco, lejana,
muy lejana, ¿demasiado lejana?, Biblioteca Obrera de la
calle México 2070. Te agradezco infinitamente algo que ha
desaparecido. Te agradezco los hombres que en ti
conociera, te agradezco el aire cargado de ideas que en ti
respirara, cargado de ideas generosas, de proyectos de
redención, de felicidad, de ilusiones. Te agradezco el valor
que me infundiste.
De ti, Biblioteca Obrera de la calle México 2070, salieron
héroes y mártires para todas las huelgas y todos los
mitines. ¡Y qué mitines, qué huelgas aquellos! tal vez no
fueron más bravos que los de hoy, pero como entonces
nos precedía la bandera roja, la sangre flotaba en el viento
antes de correr por el empedrado de la calle.
Recuerdo tu local, Biblioteca Obrera de la calle México
2070: era pequeño, sólo tenía una mesa larga, la luz no
corría el peligro de encandilarnos, pero no necesitaba
calefacción tu local. Allí hervían las cabezas de jóvenes
obreros y estudiantes, inclinadas sobre tus libros baratos;
allí llameaban los corazones libres de una generación
todavía romántica.
175
¿Para qué rememorar nombres? ¡Tantos han muerto! Peor
aún:!Tantos se han traicionado a sí mismos al renegar de
su romanticismo juvenil, que es toda la verdad, que es la
única verdad de la vida!
Hoy, Biblioteca Obrera de la calle México 2070, eres una
pieza de conventillo.
A nadie se le ocurriría convertir tu casa en monumento
nacional.
El día menos pensado te derrumban.
¿Pero podrán derrumbar el laboratorio de futuro que
nosotros, tus lectores juveniles, hemos erguido al trasmitir
a las generaciones que nos sucedieron, las ideas
magníficamente románticas que bebimos en tus libros
baratos, Biblioteca Obrera de la calle México 2070?
¡Eres inmortal, Biblioteca Obrera de la calle México 2070!
La Pirámide de la plaza de Mayo, el Cabildo, la Casa de
Tucumán, monumentos nacionales, pueden ser abolidos
por una posible bomba atómica.
Tú, Biblioteca Obrera de la calle México 2070, monumento
internacional que cualquier día caes por los golpes de unos
cuantos picos; no te derrumbarás nunca. Vivirás con los
hijos de los hijos de nuestros hijos, y nos sobrevivirás a
todos.
Células de aquel aire tuyo, hirviente, formado como
átomos de ansiosos cerebros y partículas de corazones
ensoñativos, se irán perpetuando en los cerebros ansiosos
y los ensoñativos corazones juveniles de hoy, de mañana,
de pasado mañana...
Serás un monumento invisible y verdadero, Biblioteca
Obrera de la calle México 2070.
Y un monumento internacional.
De ti me separa una vida, y te veo aquí a mi lado,
inmediata, presente. Tú nutriste de ensueños mi pasión
juvenil, Biblioteca Obrera de la calle México 2070.
Y en mí, presente, inmediata, vivirás en tanto yo posea
ensueños, Biblioteca Obrera de la calle México 2070.
LIBRETA CIVICA
En 1907 me enrolé. Ya podía votar. ¿Por quién votar? Mi
padre había muerto, sino me hubiese dejado conducir por
él, seguramente, en estos primeros alardes de mi civismo.
¿Después? ¡Vaya a saber qué encontrones nos hubieran
esperado! Me abstuve de votar, aunque nunca fui radical
intransigente – de Hipólito Irigoyen – que era el partido de
la abstención de la amenaza molinera.
En 1909 fui sorteado para hacer el servicio militar. Saque
un número bajo y me eximí; pero pasé quince días en el
cuartel, en el cuatro de infantería que se hallaba en el
Arsenal de Guerra. Como yo sabía que estaba eximido,
una tarde salí del cuartel y no volví más. Me fue a buscar
176
un cabo. Era de noche. Me recibió un sargento, un indio,
furioso. Comenzó a darme lecciones de patriotismo.
Después me llevó al dormitorio, me señaló una cama:
“Aquí va a dormir”. La deshizo, tiró todo al suelo y
terminó: ¡Hágase la cama! Al día siguiente, aun vestidos
de particular, nos alineo. ¡Un voluntario para lavar las
letrinas! – pegó el grito. Nadie se movió.
Relampagueándole los ojos de cólera, los pasó por la fila.
Descubrió un “cajetilla”o sea un joven bien vestido y
decidió: ¡Usted, el del panamá – por su sombrero elegante
y costoso – a lavar la letrina, rápido!
Pasé algunos días en el cuartel, ambulando sin hacer
nada. Al fin, me entregaron la libreta. Estaba libre. Salí
con la impresión de que había vuelto a ser yo o de que
hubiese pasado unos días con fiebre, delirando.
Algo que también me impresionó: Al lado de la enfermería
se hallaba un salón en el cual durante los días de lluvia,
ensayaba la banda del regimiento. Era un ruido atroz de
cornetas, trombones, tambores, platillos y bombo. Algo
como para matar a los enfermos.
RELIGION
¿Qué proceso me ha llevado a ser lo que soy ahora? ¿Qué
soy ahora? Esto: “Un cristiano que en materia de fe se
opone con pertinacia a lo que cree y propone la iglesia
católica”- Definición de “hereje”, según uno de mis
diccionarios*. Acepto. Soy un hereje. Ya antes de los
diecinueve años y de entrar en lecturas más complejas,
era un hereje. ¿Cómo había llegado a ello? ¿Por qué había
dejado mis creencias religiosas en los matorrales de la
vida? Las enseñanzas que he recibido fueron siempre
contradictorias: Aquí, mi abuela y mi madre, las dos
creyentes. Allá, mi padre liberal; mi abuelo, iracundo
enemigo de los curas; Ernesto, masón, que traía libros a
los cuales yo, abandonando los textos de estudio,
devoraba a escondidas. Por ejemplo: “Jesucristo nunca ha
existido” o “Amores y orgías de los papas” o “La religión al
alcance de todos” o “La hija del Cardenal” o “El judío
errante”... Estas lecturas, las maldiciones y blasfemias de
mi abuelo, la sonrisa sobradora de mi padre incrédulo
cuando de asuntos religiosos se hablaba, las
conversaciones con muchachos de mi edad o un poco
mayores... ¿Qué más? ¿Y por qué no mi instinto, mi
predisposición a hallarme con la verdad, con mi verdad,
con la que yo conquistara personalmente, a fuerza de
reflexiones, no con la heredada de mis familiares? El
proceso de mi llegada a la herejía fue lento al principio,
después de los quince años se precipitó bastante
177
rápidamente. Al morir mi abuela Rosa experimenté una
liberación en ese sentido. Mi amor hacia ella se confundía
con sus enseñanzas, con su amor hacia ese Jesús hecho
de perdones y dulces parábolas. A los nueve años me
hicieron comulgar. Esto constituyó una mala experiencia
para mi religiosidad. Antes de la comunión, el sacerdote y
la religión eran todo uno para mí. Después de ella
comencé a separarlos. Recuerdo mi confesión, la confesión
de un niño de nueve años, candoroso, ante un hombre
aburrido de oír tonterías que no lo eran para ese niño. Dos
preguntas me laceraron: ¿Le has levantado las polleras a
las muchachas? Otra: ¿Te masturbas? Nunca se me había
ocurrido levantar las polleras a ninguna muchacha,
tampoco sabía que era masturbarse. A ambos respondí
afirmativamente. Respondí sollozando. El sacerdote quería
terminar rápido, estaba apurado. Tal vez lo esperaba la
comida. Yo continuaba enumerando mis culpas, mis
pecados terribles: robar caramelos, decir malas palabras,
pelear con mi hermano, no persignarme antes de dormir,
leer ciertas revistas que hablaban de amores... De pronto,
levanté la vista: Mi confesor se había dormido. Hablé más
fuerte y despertó. No sé los credos, ave marías y benditos
que me hizo rezar en penitencia. Sí, tengo la seguridad:
salí pensando mal de ese cura que se dormía, indiferente,
cuando yo, sollozante y trémulo, le narraba mis pecados,
arrepentido. También salí deseoso de informarme qué
significaba masturbar. Pronto un muchacho me aclaró el
enigma.
Otro golpe para mis creencias fue el robo de un sacerdote.
Después de la muerte de mi abuelo, mi madre mandaba
decir una misa por él, en un altar de la iglesia San Pedro,
en Mar del Plata. Por esa misa pagaba cinco pesos. Una
vez me envió a mí para que se los diera al cura. Este los
recibió, pero a la siguiente misa los reclamó de nuevo. Yo
dije que se los había dado. El negó. Por suerte, ni mi
madre ni mi abuela le creyeron. Mi madre le volvió a dar
los cinco pesos sin embargo, pero no mandó decir más
misas.
Con mi amigo Miguel Ángel Goicochea, un muchacho dos o
tres años mayor que yo, tuve largos paliques sobre este
punto. Yo le narré mis decepciones, la del confesor que se
durmiera, la del cura que robó cinco pesos, la del que
fumaba; el me narró que, teniendo ocho años, fue a
confesarse. Y le contó al cura que quien le robaba los
duraznos de su quinta era él, Miguel Ángel. No pudo
contenerse el cura y le dio una bofetada. Miguel Ángel
echó a correr. Y no volvió más. No hizo la comunión.
“Desde entonces – decía – me di cuenta que los curas son
como los demás hombres. Y no quise saber más nada con
ellos”. Mi madre también decía, cuando le contaban el mal
acto de un sacerdote: “Los curas son hombres como
todos, mientras no están diciendo misa”. Yo no
comprendía esto. ¿Por qué diciendo misa, el sinvergüenza
178
que me negó los cinco pesos iba a dejar de ser un
sinvergüenza?
Los padres suponen que ellos educan a sus hijos. No
saben que éstos se educan a sus espaldas, en el colegio,
en la calle. Gran influencia sobre mi evolución religiosa
tuvo, por ejemplo, un peón protestante que había en casa.
Se llamaba Federico y había sido marinero. Esta
circunstancia de haber sido marinero, y marinero inglés
que, para mí, constituía el sumo marinero, lo aureolaba de
prestigio. Leí mucho más tarde esto: “Existe cierta clase
de gente que acepta a ojos cerrados cuanto narran los
marineros”. (Tomas Browne, Religio Medici, 1645)
Federico me narraba proezas portentosas realizadas por él
en todos los mares. También me hablaba mal de los
santos. Cabal protestante, se burlaba de los santos y de la
idolatría católica. “Hablan contra los paganos – decía él –
y los católicos son paganos”. En casa había un altar con
una virgen, un San Roque y un Cristo. Él decía: ¿sabés por
qué no los puteo a esos dos – a la virgen y a San Roque –
porque está Cristo delante. Si no, ¡ya verías! Él,
pomposamente, como si fuera un timbre de honor, se
jactaba: “Yo soy luterano”. ¿Los católicos? ¡Puf!
Bien examinadas, estas cosas pueden parecer pueriles.
Empero, ¡qué influencia tienen sobre el pensamiento en
gestación de un muchacho, si es reflexivo y llegó a la vida
obsesionado por el deseo de saber.
Mucho golpearon mi fe la muerte de mi hermana Angelina
y después la de mi padre. ¿Cómo podía ser justo que mi
hermana muriese a los cuatro años y que esta muerte la
ordenara un Dios omnipotente y bueno? ¿Por qué la
mataba? ¿Por qué moría mi padre, a los cuarenta y ocho
años, y dejaba una mujer con siete hijos menores a que
se las arreglara con la vida? Los creyentes respondían a
estas preguntas: “Dios lo manda. Dios sabe lo que hace”.
¿Sabe lo que hace? – Pensaba yo - ¿O no sabe lo que
hace? ¿O no hay Dios, sencillamente?
Retorno a mi abuela Rosa: Recuerdo que cuando nos
cambiábamos la ropa, decía: “¡Cámbiense pronto, pronto!
Si los ve desnudos, el ángel de la guarda se aleja”.
¿Quedarnos sin ángel de la guarda aunque fuese un breve
momento nos parecía un delito. Antes de apagarla luz,
forzoso era decir: “La bendición, abuela”. i)Ella respondía:
“Dios te haga bueno”. Esta bendición nocturna la solicitaba
también Ernesto aun cuando ya era masón, a escondidas
de la abuela para no disgustarla. Yo le guardaba el
secreto. Después de la bendición, rezar. Cuando yo tuve
trece años dejé de rezar, pero no de elevar todas las
noches a Dios mi pensamiento, antes de dormirme.
También dejé de sacarme el sombrero al pasar frente a
una iglesia. Es decir, dejé de sacármelo ostensiblemente
como cuando muy niño, pero si veía una iglesia, antes de
llegar, me lo sacaba como al descuido y pasaba ante ella
descubierto. Pugnaban en mí dos fuerzas: el miedo al
179
Diablo, ese miedo que nos habían introducido como con
clavo hirviente en el cerebro desde que comenzamos a
caminar y la vergüenza de que me viesen sacar el
sombrero, de que mi ateísmo o mi herejía de adolescente
aún vacilaba o se rendía a aquel miedo.
¿Ante un ser reflexivo, deseoso de justicia, puede haber
una anti-propaganda más eficaz que la Biblia, que los
propios Evangelios? Si estoy con los pobres, los
explotados, los que padecen injusticia, si me planté,
rebelde, a los poderosos, ¿puedo creer en lo que enseña la
iglesia por la palabra de su fundador? Enseña:”Siervos,
sed sujetos con todo temor a vuestros amos: no
solamente a los humanos y buenos, sino también a los
rigurosos”. (San Pedro 1ª.Epístola II, 18.)
MISAS
Como mi padre murió un 23 de julio, todos los meses, el
día 23, mi madre mandaba decir una misa en un altar de
la iglesia Concepción. Me resistí a hacer acto de presencia,
protestante. Al fin, rezongando, accedí, ante las
exhortaciones y lágrimas de mi madre, de pie, recostado
en una columna, observando, desdeñoso. Mi madre y los
demás hermanos, mi abuela paterna y tías, arrodillados.
En una oportunidad, mi madre observó que a aquella misa
pagada por ella acudían personas extrañas. Fue a la
sacristía e interrogó al cura acerca de esas personas. El
cura le explicó que esas personas también habían
encargado misas para sus deudos. Es decir, la misa que
mi madre pagaba – y los otros también pagaban – servía
para todos.
- ¿Cómo puede ser? – preguntó mi madre.
- Sí – respondió el cura – lo que vale en la misa es la
intención del que la oye.
Mi madre comprendió y como no tenía pelos en la lengua,
dijo al cura:
- Si es la intención lo que vale, no tengo necesidad de
pagar la misa, vendré a una misa común y elevaré mi
intención por el alma de mi marido.
Ya en la calle, yo, regocijado, le dije:
- ¿Te convencés que estos hombres de negro son unos
mercachifles?
No hubo más misas especiales los 23 de cada mes. Mi
madre, empero, siguió asistiendo a una misa común,
acompañada por alguno de mis hermanos menores; pero
otro eslabón de la cadena de miedos y supersticiones se
había roto.
EL DELATOR
180
Lo volví a encontrar cuando ya teníamos diez y ocho años.
Era un condiscípulo del Colegio Nacional. Nos abrazamos
efusiva, alegremente. Se llamaba José Corbino.
Enseguida, frente a dos tazas de café, nos sentamos a
conversar. Los recuerdos de tres años antes, nos parecían
cosa de otra existencia. A esa edad, briosamente rápida,
los meses son años y los años, siglos:
- ¿Te acordás de Fulano? ¿Qué se ha hecho Mengano? ¿Y
Perengano?
- Murió.
- ¡Ah! ¿Y el doctor Tal?
- ¡Qué político sinvergüenza resultó al fin!
Pasaban alumnos, profesores y celadores por nuestra
caravana de recuerdos.
- ¿Te acordás de Barilato, el celador de tercero 2ª?
- Sí. No lo pude tragar nunca a ese zorro. Una vez me
llamó para sonsacarme el nombre de otros penitenciados.
¿Recordás que Amespil, el profesor de álgebra, al que no
sabía la lección le ponía dos horas de penitencia?
- Sí.
- Ese día, yo no la supe. Otros cuatro estuvieron en la
misma condición, pero uno de nosotros...
- ¿Robó la lista? Sí, ¡fui yo! – me interrumpió Corbino –
Después Barilato – prosiguió él – nos fue llamando a la
sala de celadores y nos decía: “Yo sé que usted estaba en
la lista, si me dice quienes eran los otros, le borro la
penitencia”...
- Yo me negué.
- Yo le dije el nombre de los otros. Él se hizo el que no
sabía nada. Ustedes cumplieron la penitencia y yo me
libré.
José Corbino sonreía, picarescamente.
- ¿Así que nos delataste?
- Me salvé.
- ¡Fuiste un buen cochino! – le dije, muy serio.
- ¿Te parece?
- Sí, y ahora, ¿cómo juzgás tu delación?
- Que hice bien. El caso era librarme de estar dos horas,
aburriéndome, en la penitencia.
- ¿Juzgás que hiciste bien? ¡Seguís siendo un cochino! – y
me levanté.
- ¿Qué te pasa? – preguntó él, asombradísimo – Che,
¿hablás en serio?
- ¡Me pasa que me das asco, por delator!
- Vos me invitaste.
- ¡Y vos pagás, miserable!
Me fui. No sé si pensaría que yo estaba loco, porque me
siguió con la vista, sin comprender, estupefacto.
JEHOVÁ
181
El dios bíblico – Jehová – se me ocurrió un día – allá por
mis diecinueve años – el dios que castiga por toda la
eternidad – según la iglesia – nuestros pecados, o sea,
nuestros errores, nuestra ignorancia ¿no es inferior a un
maestro de escuela o a un profesor? El maestro, cuando
no sabíamos la lección, hacía que la copiáramos para
aprenderla, el profesor, al dar nosotros un examen
deficiente, nos reprobaba, así volvíamos a estudiar y a
aprender; pero el dios bíblico – Jehová - el dios de la
iglesia, el dios de mis mayores, el que me habían
enseñado a respetar y a temer – a temer sobretodo – no
admite ignorancia ni errores. ¿No sabemos, nos
equivocamos, hacemos un mal?: ¡A la parrilla del demonio
por in eternum! ¿Y para qué este castigo? El del maestro o
el del profesor servía para que estudiásemos y
aprendiésemos...
Este pensamiento comenzó a roerme.
Y me royó mucho tiempo.
LA CASUALIDAD ES UN HADA
Muchas veces en la vida, la casualidad nos pone en el
buen camino, o en el mal camino. A mí también se me
apareció el hada Casualidad. Y para mi bien, sigo
pensando todavía, para acabar de limpiarme de los restos
de una religión de falsedades y supersticiones. Tendría yo
diez y seis años, a lo sumo. Aun me quedaban algunas
creencias. No en vano, desde que uno tiene uso de su
mente, se le incrustan, y en mi caso más hondo aún, pues
se me habían incrustado con amor, con palabras dulces,
con ternura de abuela. Tanto es así que hasta esa edad,
de vez en vez, sentía nostalgia por mi fe volatilizada, algo
indeciso, borroso; que me hacía volver la cabeza al
pasado, un pasado querido...
El hada Casualidad se me apareció en la figura de un
hombre raro, mal vestido, barbudo, en una librería de
viejo. Estaba yo revolviendo librotes cuando entró Silva,
un condiscípulo del colegio nacional con quien no me había
vuelto a ver. Lo abarajé con una guarangada, de esas a
que me conducía, a veces, mi carácter impetuoso:
- Ché, ¿seguís frailón siempre?
Él reaccionó vehementemente. Nos enzarzamos en una
discusión a gritos. Se fue sin saludarme. Un hombre que
nos observaba, ya conoso, había escuchado nuestra
discusión con interés sonriente. Cuando Silva se fue, se
acercó a mí:
- Crees aún en la divinidad de jesús, según me parece –
dijo – crees aún que Jesús fue un enviado de Dios para
predicar algo nuevo en la tierra. Y no es así, amigo. Jesús
es un héroe. Es un hombre que, como Giordano bruno o
182
como Tomás Moro, murió por su ideal; pero como filósofo
no dijo nada nuevo a los hombres. Yo admiro a Jesús
como héroe, nada más, amigo. ¿Sabés que Jesús aprendió
de otros hombres y adaptó, para predicarles a los suyos,
las parábolas del oriente, de Buda, por ejemplo, que vivió
quinientos años antes que él en la India? Lee este libro.
Y me trajo uno que sacó de un anaquel. Se llamaba “El
Evangelio de Budha”. Lo compré y lo leí, asombrado.
Encontré en este evangelio, narradas en distinta forma,
muchas de las parábolas que los evangelios cristianos me
habían presentado como originales de Jesús. Ni el “ama a
tu prójimo como a ti mismo” le pertenecía. Antes ya había
sido dicha esa fundamental enseñanza. Después supe que
hasta en su misma tierra, en Palestina, la había dicho el
rabino Hiliel, cien años antes. Hallé en ese libro y las
confronté con los evangelios cristianos, la parábola del
Hijo pródigo (Lucas 11), la parábola de la limosna de la
viuda (Marcos XII), la parábola de la Samaritana (Juan V),
la anécdota de las bodas de Canaán, aquí las “bodas de
Jambunada”, aunque hablando de comida, no de vino.
También la anécdota de caminar sobre las aguas (que
puede leerse en la Epístola a los romanos III. 28). Quien
camina, en el evangelio de Budha, es Sariputra, un
discípulo, a quien la fe – como en el evangelio cristiano –
lo sostiene sin hundirse, sobre las aguas. Hallé en este
libro muchas páginas más, semejantes a las que yo
conocía desde mi infancia. Y surgió en mí la pregunta,
fundamental: ¿Si todo eso se enseñó quinientos años
antes del nacimiento de Jesús, para qué Dios enviaría a su
hijo unigénito a predicar lo ya predicado por un hombre
común, que así se nos presentaba a Budha, a Moisés y a
otros predicadores?
El hada Casualidad, en la figura de aquel desconocido,
acababa de empujarme hacia el camino de la verdad. No
lo abandonaría. Unos meses después de aquello, cayó en
mis manos “La vida de Jesús” por Renán. Lo devoré,
gozoso. Ya estaba en condiciones de comprenderle. Y
elevé un recuerdo agradecido a aquel hombre de la
librería.
¿Qué se hizo aquel viejo, quién era? Más de una vez
entraba a las librerías de viejo de la calle Corrientes y de
la Avenida de Mayo deseoso de encontrarle. No lo vi
nunca. El dueño de la librería a quien le pedí datos era la
primera vez que veía en su negocio
LA MADRE Y SUS HIJOS
Era una noche de tumulto. Había huelga general. Se oían
disparos. La gente contaba anécdotas espeluznantes, de
seguro, exagerando, permitiéndose el lujo de mentir, de
183
libertar su imaginación siempre cercada por lo duro
cotidiano.
En el comedor de casa, mi madre rodeada de todos sus
hijos. Escuchábamos cómo de la lejanía llegaba el eco del
tumulto. De pronto, ella, mirando a su alrededor, gozosa,
dijo:
- Aquí están todos mis hijos.
Y nos acarició con la mirada, satisfecha de tenerle a todos,
sus hijos, allí, seguros, en tanto afuera mataban
huelguistas.
Yo estaba sufriendo. Sentí algo que me revolvió las
entrañas. Su dicha me lastimó. Tenía un ímpetu
exasperado. Le grité:
- ¿Para vos no hay más que tus hijos?
Y salí corriendo, a la calle.
EL SOBRADOR
“Pasar por idiota a los ojos de un idiota es una
voluptuosidad de fino gourmet”. Esta reflexión de
Courteline la leí cuando ya era un hombre maduro.
Empero, la habíamos ejecutado en la adolescencia sin
haberla conocido. Tenía yo un compañero de clase; Jesús
Ravera, un riojano semi indígena, pequeño de estatura,
silencioso, mal vestido, flacucho, insignificante.
¿Insignificante? ¡No! Sus ojos renegridos, llenos de luz y
vivacidad, estaban diciendo que la pobre arquitectura de
Jesús Ravera no encerraba a un insignificante. Inteligente
y, sobretodo, vivísimo, gustaba sobrar a los muchachos
porteños, conversadores y estruendosos, seguros de sí y
osados. Jesús Ravera tenía sus agachadas de indio, de
hombre silencioso y observador. Y gozaba la
voluptuosidad de pasar por idiota a los ojos de un idiota
fachendoso.
Por ejemplo, íbamos a los cafés de barrio. Allí pedía un
taco y bolas. Se ponía a taquear él solo y, a pesar de que
era un consumado billarista, chingaba la mayor parte de
las carambolas. Hacía que el taco pifiase. No tardaba en
caer alguno de los mirones. Lo invitaba:
- ¿Vamos una a cincuenta carambolas?
- Vamos – respondía él, humildemente.
Y comenzaba la partida. Al principio, bastante pareja, una
o dos hacía uno y una o dos, el otro. Ya Jesús Ravera
tenía “manyado” al que había mordido el anzuelo. Sabía
los puntos que calzaba como billarista. Así continuaban,
más o menos parejos. A veces, el otro, ya se podía creer
ganador. Le llevaba cinco o seis carambolas. Jesús Ravera
lo emparejaba de nuevo. Y así seguían. Ya estaban en las
cuarenta y el que se hacía el idiota a los ojos de un idiota,
comenzaba a hacer carambolas, aún las más difíciles,
hasta cumplir las cincuenta.
184
- ¡Fue una bolada! – decía él, como justificando el triunfo,
adjudicándoselo a la suerte casquivana, disculpándose
ante el derrotado.
Éste, un muchachote de suburbio, ya caliente, herido en
su amor propio, invitaba nuevamente:
- ¿La revancha?
- Si le parece – respondía Jesús Ravera, tímido, desde la
penumbra de su insignificancia – Pero tomemos algo...
Y Jesús Ravera, señalándome a mí:
- Vengo con este amigo. ¿Puede tomar algo él también? El
que pierde paga todo.
- Sí, como no, que tome – resolvía el otro.
Pedíamos algo. Y comenzaba la partida, la revancha. En
efecto, era una revancha. Jesús Ravera no acertaba
carambola. Esta se le iba por una luz y aquella por otro
motivo. Ya el contrincante se había apuntado treinta
carambolas y él sólo cinco. Quedaba así en ocho o nueve
cuando el otro llegaba a las cincuenta. Entonces hasta se
permitía darle lecciones:
- No se ponga nervioso. En el juego hay que frenar los
nervios, amigo.
Nadie menos nervioso que Jesús Ravera, impasible como
un indio viejo.
- ¿Vamos la buena? – Invitaba - ¿Desempatamos?
- ¡Sí, como no!
- Tomemos otra vez algo con el amigo - y me señalaba.
Volvíamos a pedir algo. Y comenzaba la tercera partida: Si
le tocaba salir a él, de entrada nomás, se hacía treinta o
cuarenta carambolas. Si salía el otro y hacía una o dos,
tomaba el su taco y ya no lo dejaba. El otro, pálido de
coraje, comprendía que lo habían “cachado de mixto”.
Aquel muñeco que no le llegaba al hombro se había
burlado de él, y muy lindamente.
- Buenas tardes – decía Jesús Ravera, y cortés, se sacaba
el sombrero.
Salíamos. El otro cargaba con la “vela”
- ¿Vamos a tomar algo en otro café? – me invitaba Jesús
Ravera, y los ojos le fosforecían.
Años después lo encontré en la calle Talcahuano.
- ¿Jesús?
- ¡El mismo!
- ¿Dónde vas?
- Allá - y me señaló los Tribunales.
- ¿Te recibiste de abogado?
- No, soy procurador.
- ¿Ave negra, che?
- ¿Qué hacerle?, los papeles sellados me dan para comer y
los vicios.
Lo observé. Estaba bien vestido.
- ¿Siempre vas a los cafés a cachar merlos?
- No, ahora voy al Jockey Club.
Sonreímos significativamente. No lo vi más, tampoco lo
deseaba. Me dio su tarjeta:
185
- Por si necesitás mis servicios...
La rompí.
- Quizás yo sea un idiota – pensé - , ¡pero no tanto!
LA LLAVE DE LA PUERTA
Después de la muerte de mi padre y cuando yo iba a
cumplir diez y ocho años, tuve un conflicto con mi madre,
al parecer trivial, y no lo era: Yo quería tener la llave de la
puerta de calle para entrar a cualquier hora de la noche,
sin necesidad de tocar el timbre. O sea, quería libertad,
me sentía hombre. Mi madre aducía que era aún menor de
edad y me la mezquinaba:
- ¿Para qué necesitás llave? ¿Para andar por los cafés con
amigotes? Volvé antes de las once y no necesitarás llave
para entrar.
Me mandé a hacer una llave. ¿Y para qué deseaba tener
llave? Mis calaveradas consistían en ir al almacén de la
esquina o al café de la vuelta o a revolver libros viejos por
la calle Corrientes, siempre acompañado de uno o dos
“amigotes” como les llamaba mi madre. Pero al volver
acompañado de uno o dos de esos “amigotes”, sacar la
llave del bolsillo y abrir la puerta. Demostrarles que yo no
era un chico, que tenía llave de la puerta. No le podía
explicar a mi madre – quizás lo hubiese comprendido –
que a mí me avergonzaba llegar con un “amigote” y tener
que llamar al timbre.
Habría preferido dormir sobre un banco de plaza toda la
noche.
TRES AMIGOS PINTORESCOS
Nunca me he hurtado a la experiencia humana. Desde
muy joven frecuenté lo que las personas “cuerdas” –
mesuradas, prudentes, egoístas – llaman tipos raros o
locos. Se apartan de ellos. Y son ellos – los raros, los locos
– quienes aportan la mayor riqueza anímica. Su
pintoresquismo es complejidad sicológica. Hablaré aquí de
tres amigos pintorescos:
José María Zanetti, hijo de calabreses, era un individuo
vehemente y un haragán incorregible. Se decía autor
teatral. No sé si alguna vez estrenó algo en un teatrejo de
suburbio. Era pequeño, magro e irritable. Los ojos negros
le brillaban fosfóricos detrás de los lentes. Compadrón,
siempre ofreciendo quiméricas palizas. Hablaba a grandes
voces y entre amplios ademanes. Como se quejaba de su
pobreza – y era, en verdad, pobre, vivía en una pieza en
una casa de inquilinos – lo envié con una carta mía a un
186
pariente para que le diera trabajo. Él se le presentó
diciendo:
- Yunque está empeñado en que trabaje, pero yo no le he
pedido nada.
Por supuesto, ¿cómo se le iba a dar trabajo a quien no lo
deseaba?
Mi pariente me contó la anécdota muchos años más tarde.
Otra vez, como también se lamentaba de mil
enfermedades, lo llevé a un instituto de fisioterapia cuyo
director yo era amigo. Lo atendieron gratis y le dieron un
régimen de comidas – que él nunca siguió pues le gustaba
bastante la grapa. En ese régimen se le aconsejaba comer
fruta. Él no la podía comprar. Cuando yo iba a verlo,
porque le recomendaron reposo, siempre le llevaba fruta.
Interpretó mal esta solicitud mía y anduvo diciendo que yo
seguramente, era homosexual. Si no, ¿por qué lo atendía
así, por qué le regalaba fruta? Cuando lo supe – por
confidencia de otro amigo – me reí mucho. Las flaquezas –
o ingratitudes humanas – nunca me han lastimado. Y el
secreto es éste: Vuelo a veinte centímetros de la tierra,
pero no la piso. Y como las miserias humanas, las
debilidades humanas se mueven arrastrándose, pasan
bajo mis pies, no me rozan.
Otro amigo pintoresco: Severiano Moscoso Azcárate.
Hemipléjico, diminuto, colérico y jactancioso. Feo hasta
ser repugnante, lo poseían dos “berretines” – como llaman
a las manías los muchachos del suburbio -: Amores y
peleas. Se creía capaz de ser amado y de trompear a
cualquiera. Él veía – yo entre ellos – que, cuando se
enojaba, cosa frecuente, los demás se retraían e
interpretaba esta actitud – que era de lástima – como
miedo. Supe así de que él se jactaba de que yo lo temía.
Me sonreí, por supuesto. “Hay mucha gente que me tiene
miedo” – repetía. Y citaba: A Fulano – un versificador
gauchesco, especie de Gargantúa crioyo – lo hace mear de
miedo Mengano – un negro payador – y yo a Mengano lo
hago cagar de miedo. La gradación era convincente.
Moscoso Azcárate era paupérrimo. Vivía en un conventillo.
Alguna vez nos cotizamos para pagarle la pieza, pues
debía más de tres meses y lo echaban a la calle. Pero él
no agradecía nada. Todo lo recibía como una obligación a
su genio. Se creía el mejor poeta joven de América, En
realidad, era un versificador como tantos. También se
proclamaba filósofo pesimista. ¿Cómo Schopenahuer? –
preguntó alguno. Yo soy más humano – respondió él. Si
no hubiese sido así, diminuto y hemipléjico, el pobre
Moscoso Azcárate se hubiera llevado más de un trompis,
por pedante. Todos callaban, asombrados de oírle hablar
de su genio y, sobretodo, de amores y peleas. No se
conocía a sí mismo, para su suerte. La naturaleza que se
había dedicado a afearle y mutilarle, también le había
dado una inconciencia consoladora. Esta le permitía seguir
viviendo. Me ocurrieron con él cien anécdotas a cual más
187
risueña. Narraré una: Me debía unos pesos. (Como yo
andaba abundante de pesos y mi cartera se habría con
facilidad, no pocos abusaban. No me había costado nada
ganar esos pesos. Los hombres cuando ganan dinero con
su trabajo – o con el trabajo de los demás –
cotidianamente, se hacen amarretes. Le dan valor al
denario. Lo secuestran, lo miman... ¡Dementes! No saben
que el dinero es agua. Debe correr. Si no corre, se pudre.
Y nos pudre.)
He olvidado por qué en aquel momento, Moscoso Azcárate
se había enojado conmigo y no venía por casa – a la hora
de comer – hacía una quincena. Pero me habló por
teléfono:
- ¿Puedo ir a verlo como deudor, no como amigo?
- ¡Venga, como no, venga, Severiano!
- Quiero decirle que no le puedo pagar mi deuda.
- ¡No importa, no me pague! – le respondí -, pero ya que
vino a verme, ¿por qué no se queda como amigo?
- Bien. Me quedo como amigo – concedió él, dadivoso.
Y volvió a visitarme – a la hora de comer – según su
costumbre, casi cotidianamente.
El otro amigo pintoresco era un tucumano, muy joven.
También escribía versos y se proclamaba anarquista.
Valiente y generoso, andaba con la verdad – su verdad – a
flor de palabra. Esto le traía mil conflictos. Yo lo quería
porque calé su alma de lírico, de idealista, plena de
torrencial juventud y amor al prójimo. Su actitud,
peligrosa para él, sólo era afán de hacer justicia en el
mundo.
También me debía unos pesos. ¿A quién no le debía Juan
Carreño? Su salario, bastante exiguo, ya el 20 de cada
mes quedaba en cero. Le pedía a mi hermano Adán, de
quien era amigo. Le pedía treinta pesos porque sabía que
mi hermano, después de aconsejarle, le daría quince, lo
que Juan Carreño necesitaba. Con mi hermano cumplía. Si
no hubiese cumplido no le hubiera prestado más. Esto lo
sabía él. Conmigo no le interesaba mucho cumplir. Una
noche comenzó a recordarme su deuda. Lo interrumpí:
- ¡No hablés más de eso! ¡Terminado! ¡Cuenta cerrada!
Pasé a hablar de otra cosa; pero ya a punto de irse, dijo:
- ¿Vos dijiste que habíamos cerrado la cuenta?
- Sí.
- Bueno. Volvámosla a abrir: Prestame diez pesos.
Es hoy, al correr de los años, uno de los amigos a quien
más quiero y estimo. Con afecto y buena voluntad, me
pagó con creces aquellos pesos flotantes.
TEORIAS
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Siempre me ha gustado hablar con la gente simple. Las
cocineras, los peones que pasaron por casa y me narraban
hechos singulares de sus terruños, los albañiles que
trabajaban con mi padre, los vendedores del mercado o de
las ferias. Excepto Federico, un peón inglés o yanqui
acriollado, todos eran gallegos, napolitanos o calabreses.
También alguna negra o india crioyas que narraban
cuentos de aparecidos y de luces malas. Entre la gente
simple se encuentran también quienes intentas pensar o
que piensan a su modo. Traigo a la memoria un peluquero
andaluz, muy conversador, un sabelotodo. Éste explicaba
la causa de las guerras: ¿Sabe por qué hay guerras?:
Porque el mundo está muy pesado. Construyen casas de
tantos pisos que al fin, ese peso empuja... Inútil hubiese
sido hacerle ver que los materiales con que se construían
las casas no se traían de otro planeta y que el peso, por lo
tanto, era el mismo, estuviesen las piedras en la cantera o
unas sobre otras, formando casas. Enamorado de su
teoría, no aceptaba dudas ni razones. “Cuando se
construyan sólo casas de piso bajo, se terminarán las
guerras”... Ahí terminaba todo. No admitía réplicas. Otra
teoría se la escuché a un barrendero. Este desayunaba con
una grapa tanto en invierno como en verano. Más aún: en
verano tomaba una grapa doble. Y explicaba, o justificaba
así su copa: “Cuando uno se calienta por adentro se enfría
por afuera. Por eso en verano se debe tomar más alcohol
que en invierno”.
Si estos dos teorizantes hubiesen tenido cultura, ¿no
hubiesen sido dos seres peligrosos? ¿A qué hubiesen sido
capaces de llegar, con qué teoría no hubiesen explicado o
justificado, cuánto deseasen? Es el caso de exclamar: ¡Oh,
cultura, cuántas teorías se inventan en tu nombre; oh,
ignorancia, cuántas teorías impides que en tu nombre se
propaguen! Se propaguen y admitan, porque tanto el
peluquero como el barrendero teorizantes, hallaban
quienes veían lógica en lo que ellos afirmaban
rotundamente. ¿Sería por esto que hallaban seguidores,
porque ellos no dudaban de lo que decían?
EL PELIGROSO CANDOR
Soy apasionado e ingenuo. Al hacer un balance de mi
pasado compruebo que me engañé en muchas ocasiones.
Pero, me pregunto, ¿cómo sería allá, en mi adolescencia?
Compruebo que he sido imprudente e impertinente, a
fuerza de ser apasionado y candoroso. He dicho cosas
impertinentes y cometido acciones imprudentes, sin
darme exacta cuenta de lo que decía o hacía. “Meaba
fuera del tarro”, como sentencia el pueblo, siempre
metafórico. Mis palabras y mi actitud me provocaron
conflictos y me expusieron a casi peligros; pero no por
189
valiente, sino por candoroso. Cuando a fuerza de vivir y
observar, de golpearme contra los duros y sagaces
hombres, perdí algo – quizás bastante - de mi candor; no
dije cosas que debiera haber dicho, no cometí acciones
que debí haber cometido. Es decir, me hice, no diré
medido, no diré prudente, sí me hice menos impertinente
y menos imprudente. Supe – según el consejo de un
político zorro – “morderme la lengua”, frenar mis
impulsos. Perdí en espontaneidad lo que gané en elemento
sociable. La cobardía y la hipocresía reciben de la sociedad
cobarde e hipócrita nombres que suenan a alabanzas.
Todo esto me ocurrió después de los veinte años, quizás
muchos después de los veinte años.
REVISTAS
Cuando se es muy joven y se tienen aficiones literarias,
las revistas y aun los diarios tienen una gran influencia en
la formación de nuestro gusto. Más influencia que los
libros, si cabe. “Caras y Caretas”, revista de Pellicer y Fray
Mocho, dibujante Mayol, después Cao, el gran Cao, era
esperada por mí ansiosamente. Mi padre no dejaba de
comprarla para leer el “cuento” – o lo que fuere – de Fray
Mocho. Yo que allá por mis quince años comencé a hacer
caricaturas, sentía una gran admiración por el caricaturista
Cao. Para mí, tan importante como el cuento de Fray
Mocho, eran las caricaturas de Cao. (Después, en materia
de ilustraciones, admiré a Zavatiero y a Máslaga Grenet.
Más tarde a Omán.) Contemporáneas de “Caras y Caretas”
hubo otras revistas de existencia más breve: “El
Gladiador” y “La Mujer”. Ésta dirigida por Sojo, que
también publicaba el semanario político “Don Quijote” –
continuador de “El Mosquito”, como él hiriente, aunque de
dibujos grotescos debido al lápiz de Stein: grandes
cabezas, cuerpos desproporcionados. No dejaba de leer a
“Don Quijote, pero de “arriba”, o sea en las vidrieras de
los almacenes y fondas, donde se colocaba como
atracción. También allí se leía – o mejor veía – “Sucesos
Ilustrados”, una publicación truculenta, ensangrentada por
todos los crímenes habidos o inventados por sus
dibujantes. En aquel tiempo no existía la profusión de
novelas policiales que hoy existe y pulula por los quioscos.
Cuando la guerra que se llamó de Cuba, o sea de yanquis
contra españoles, Sojo, español de origen, se “rompió”
patrióticamente para denigrar a los yanquis en su “Don
Quijote”. Los hechos le demostraron que los “fabricantes
de embutidos”, como él los presentaba en su semanario,
tenían más oro que la España decadente y como “la
guerre la fair d’argent”...
Otras publicaciones: “Vida Moderna”, dirigida por el
dibujante Aurelio Jiménez. Aquí llegué a colaborar como
190
caricaturista, desde el anónimo. “Papel y Tinta”, “P.B.T.”
de Juan Osés. “P.B.T.” apareció en 1904. Y compitió
durante años con “Caras y Caretas”. Fray Mocho había
muerto en 1903 y su revista, carente de su cuento
semanal, ¡tan leído!, tambaleó un poco. La inolvidable
“Caras y Caretas” vivió hasta 1939. Yo alcancé a colaborar
en ella siendo su jefe de redacción Luis Pardo, el poeta
cómico y semanal que firmaba Luis García, el hombre más
seco del mundo. Por “Caras y Caretas” tomé mi primer
contacto con escritores locales: Payró, Viana,
Grandmontagne, Leguizamón, Roeber, Soussens,
Lugones, Ugarte, Quiroga, Ingenieros, Correa Luna, Rojas,
Daireaux, Félix Liana, Ghiraldo, Florencio Sánchez,
Carriego... Mis admiraciones, allá por mis diez y seis y
diez y siete años, mis admiraciones rioplatenses eran, en
prosa, Juan B. Justo e Ingenieros, y en poesía:
Almafuerte, Ghiraldo, Rubén Darío, Federico Gutiérrez y
Herrera y Reissig. Los suplementos literarios de “La
Nación”, “La Prensa”, “El Diario”, “La Vanguardia”
(socialista), “La Protesta” (anarquista) y “La Razón”; me
pusieron en presencia de escritores extranjeros.
Colaboraban en ellos americanos, (¡oh, Martí!), españoles,
franceses, italianos y portugueses, celebridades del
momento.
Lo devoraba todo. Sin haber escrito aún una línea, me
saturaba de toda clase de literatura, verso y prosa, cuento
y ensayo, verso particularmente. ¡Los versos que he
aprendido de memoria!
En una publicación anticlerical que dirigía un fraile que
colgó los hábitos; no recuerdo su nombre, en aquel tiempo
orador popular y famoso, que se llamaba “Fray verdades”,
colaboré con chistes y caricaturas.
Pero la revista que leía con más ansias era “Ideas y
Figuras”. Apareció el 13 de mayo de 1909, dirigida por
Alberto Ghiraldo, poeta, dramaturgo, cuentista; pero
sobretodo rebelde, animador de mitines, orientador de
masas obreras, “un agitador”, según la frase de entonces,
y pupilo de cárceles. Poseo algunos números de aquella
revista y, en verdad, fue notable para su época. Entró en
el pueblo. Antes, Ghiraldo había dirigido “El Sol” y “Martín
Fierro”. “Ideas y Figuras” fue un logro que vivió hasta
1919. Y revivió en Madrid cuando Alberto Ghiraldo se
desterró a causa de un drama familiar que le partió la
vida. La mujer con la que estaba unido libremente, a lo
cursoguisco, mató de un tiro a su propia hermana, por
celos. Ghiraldo era un buen mozo rubio, caburé de
corazones femeninos. Rubén Darío, que le dedicó un
soneto en “Prosas Profanas” – le decía: “En el fondo de tu
espíritu hay un ángel que sueña”. En “Ideas y Figuras”
trabé conocimiento literario con José de Maturana, Juan
Pedro Calou, Walt Whitman, Alfredo Palacios, Juan Más y
Pí, Carlos Ortiz, Vicente Medina, Rafaél Barret, Herrera y
Reissig, Valle Inclán, Rodó, González Prada, Julio Piquet,
191
González Pacheco, Luis Bonafaux, Mario Bravo, Víctor
Silva, Max Jara, Eduardo Talero, Alberto gerchunoff... Allí
vi dibujos de Sachetti, Cao, Gibson, Bagaría, Malharro,
Macaya, Pelele... En unos “Versos de año nuevo”
publicados por Darío en “Caras y Caretas”, donde recuerda
a sus amigos de la Argentina, consagra dos versos a
Ghiraldo: “El terrible efebo Ghiraldo,/ hecho un Luzbel
apareció”...
Así veíamos a Ghiraldo los adolescentes de 1909, del pre centenario: un Luzbel, pero un Luzbel bueno, sí terrible
con los opresores y defensor abnegado, heroico de los
oprimidos. Y a “Ideas y Figuras”, su pedestal, como a una
columna de fuego, para emplear palabras de él mismo.
Lamento que mi admiración literaria por Ghiraldo se haya
desvanecido bastante. Lo ví algunas veces en el “Café de
los Inmortales”, adonde nos asomábamos para mirar
desde lejos, respetuosamente, a los hombres de letras de
la generación más vieja que allí se reunían. Ernesto
Morales, mi camarada desde entonces, habló con él. Yo no
me hubiese atrevido.
Ghiraldo proyectaba venir desde Chile donde vivía, a
fundar de nuevo “Ideas y Figuras” en Buenos Aires.
La muerte, año 1946, le quebró el proyecto. Al saber que
venía me alegré. Había pensado ir a verle y ¿colaborar en
su revista?
De él me separaba ya un abismo ideológico.
CHOQUES CON MI MADRE
Desde niño choqué con mi madre. Nos queríamos, esto
era lo singular. No es el caso de la pérfida madre de “Pelo
de Zanahoria”, ejemplo ilustre y conocido en la literatura
del mundo. Mi madre y yo no chocábamos nunca por
motivos domésticos, insignificantes; pero yo había nacido
rebelde y ella había sido educada en un régimen de
autoridad. Ella, a pesar de ser inteligente, sentimental y
cariñosa, chocaba conmigo porque era imperativa. Llegaba
yo como una fuerza renovadora, con ímpetu, rebosante de
afán proselitista, y me encontraba con mi madre que
oponía a mi torrente el muro de su inmovilidad ideológica.
Yo llegaba deseoso de cambiar la vida. Ella, pese a su
inteligencia – no cultivada, no bien cultivada – nunca se
había preguntado si la vida estaba bien o estaba mal.
Muchas cosas encontraría mal, pero aunque hubiese
deseado cambiarlas, como no veía el modo de hacerlo,
suponía que no iban a cambiar nunca. He aquí el motivo
de nuestros choques. Ya en mis primeros pininos para
emanciparme de la religión – la de ella, la de sus
tatarabuelos – encontré la fuerza inmóvil de mi madre
queriendo impedirme el paso. Después, adolescente,
comencé a quererme emancipar de las ideas políticas y
192
sociológicas de mis mayores – de los de ella – y otra vez
hube de hallar la fuerza inmóvil de mi madre intentando
impedir mi avance. Tuve que desbordarla, fatalmente. Ella
poseía una convicción heredada, pero yo traía una
convicción instintiva dispuesta a llevarme por delante lo
que se opusiera. Dice una de las “Leyes de Manú”: “En la
infancia la mujer debe estar sometida al padre, en la
juventud al marido y cuando su señor ha muerto, a su
hijo; una mujer nunca debe ser independiente”...
Mi madre, enérgica, nunca perteneció a esta clase de
mujeres. De haber nacido cincuenta años más tarde, su
vida hubiese sido otra, estoy seguro. Hubiese sido la vida
de una mujer emancipada, capaz de ganarse la existencia
con su trabajo. Pero sobre ella pesaban prejuicios sociales
y aún raciales – descendiente de españoles colonialistas –
que la inmovilizaban. Ya hablé del choque de ella y yo
cuando, a punto de ser hombre me negaba la llave de la
puerta. Luego chocamos por muchas cosas más: Por mi
bohemia innata, por mi manera de vestir al desgaire, por
mis amigos. Ella hubiese deseado verme en la huella de
lo que suponía eterno, del orden burgués – o de lo que
llaman orden los burgueses. Me ponía el ejemplo de mi
padre. No se daba cuenta que mi padre – por el cual
siempre yo tuve una singular estimación, además de
cariño – pertenecía a un mundo y yo a otro. Con mi padre
no choqué nunca. No tuvimos tiempo de chocar. Cuando
murió él era muy joven y yo era un adolescente. ¿Qué
hubiese sucedido de vivir él diez o veinte años más?
Indudablemente, mi padre era lo que se llama un hombre
práctico. No soñaba, hacía. Yo, en cambio, llegaba con un
torbellino de sueños y sin ningún sentido práctico. ¿Me
habría adaptado yo a su mundo terrenal? Lo dudo. ¿Habría
comprendido él mi mundo de ensueños? Inteligente, pero
con la cultura de la mayoría de los profesionales,
especializada; el arte de escribir y la sociología no
entraban en la órbita de su cultura. Tanto él como mi
madre veían que les había tocado vivir en un mundo de
pobres y ricos. Ninguno de los dos creía, seguramente,
que ese mundo podía llegar a transformarse. Creían que si
lo existente era injusto, siempre fue así y siempre así
sería. Yo llegaba con la ilusión de que el mundo, tal como
era, mundo de miserables explotados y ricos ociosos, no
debería ser así siempre...
Murió mi padre. Quedamos mi madre y yo. Ella
debatiéndose al frente de un puñado de hijos, yo
debatiéndome en mi mundo interior, no interviniendo para
nada en el mundo en que ella se debatía, pero
defendiendo mi mundo, negándome ásperamente a que
alguien en él penetrara a querérmelo legislar, ¿en nombre
de qué? ¿en nombre de una religión falsa y de un orden
injusto?
Pasó el tiempo. Al fin mi madre fue perdiendo energías y
comenzó a dejar hacer. Esto es todo lo que yo deseaba:
193
que me dejaran hacer, que no me quisieran dirigir,
encaminar por una huella, para mí, ya demasiado
pisoteada. Yo deseaba avanzar por caminos nuevos. Ella,
¡madre al fin!, presentía el peligro a que me exponía y,
¡madre al fin! ¿Qué deseaba sino mi felicidad en el mundo
conocido, en el cotidiano?
No es difícil que en muchos momentos yo haya pecado de
incomprensivo. ¿Quién es comprensivo en plena ardorosa,
fuerte juventud? Nuestros conflictos fueron aminorando.
Ella resignada ya a dejarme hacer, yo empeñado sólo en
seguir haciendo sin trabas.
Encuentro, a veces, amigotes de aquel tiempo. Todos me
hablan de mi madre con cariño. Todos la recuerdan con
respetuosa simpatía. Oyéndolos, me lleno de dudas. ¿Fui
justo con ella yo que anhelaba – que anhelo aún – justicia
para todos? ¿Pero podía, entonces, ser de otra manera?
Sin saberlo, yo, rebelde a la obediencia, ¿no obedecía a mi
destino?
REGIMEN DE AUTORIDAD
Mi madre, a manera de ejemplo y como protesta por la
anarquía en que cayó la casa después de la muerte de mi
padre, recordaba siempre que ella había sido educada
bajo un régimen de autoridad.
- No nos podíamos levantar de la mesa sin permiso mi
hermana y yo. Solamente en Carnaval podíamos hacerlo –
decía, en elogio de ese régimen. Y luego se extendía a
vituperar al que reinaba entre nosotros:
A veces alguno llegaba a comer media hora o una hora
más tarde de lo habitual, y llegaba con uno a dos amigos,
inesperadamente, para los cuales era preciso improvisar
comida.
También contó que a ella y a su hermana María – a quien
no llegué a conocer - ,i abuelo seguramente con un porrón
de ginebra entre pecho y espalda, pues era este su
defecto esencial – las había tenido hincadas toda una
noche, y el con un revólver al lado, custodiándolas, no
recuerdo por qué falta.
- No teníamos diez años – agregó -, pero no me olvidaré
nunca.
- Ni se lo perdonaste nunca – agregué yo.
- ¿Cómo sabés?
- Cuando murió Tatá – así le decíamos a mi abuelo Ángel
– no te vi derramar una lágrima.
- ¡Si eras un chiquilín cuando él murió!
- Era un chiquilín, pero me di cuenta que vos no lloraste.
Quedó en suspenso, mirándome en los ojos, sorprendida.
Es verdad, hubiera querido llorarlo, pero no pude.
194
- ¿Viste? Ese es el resultado del régimen de autoridad que
nos estás elogiando. Pues, yo sí lloré su muerte, porque él
para mí no era el que fue para vos. Conmigo fue bueno
siempre; siempre en su cómoda tenía ticholos o patay o
arrope para sus nietos. Nosotros lo queríamos.
¿Comprendés?
Mi madre, en un primer momento, no daba su brazo a
torcer muy fácilmente, sólo me respondió:
- Vos siempre estás en maestro de escuela.
SALVADORES
Allá entre los diez y ocho o diez y nueve años, un amigo
de café, bastante mayor que yo, Floro Salinas me inició en
un deporte quijotesco, por así decirlo: El de salvar
“busconas” o “yirantas” o “yiros” o “plumas”, como se
llamaba a las mujeres vendedoras de placer que andaban
por las calles del centro en busca de parroquianos.
Generalmente, los sábados por la tarde, salían comisiones
de agentes de investigación – tiras, vestidos de particular,
y se dedicaban a arriar mujeres. Las zambullían en un
camión, en medio de las encendidas protestas y las
restallantes injurias de ellas, ¡y al Departamento Central
de Policía con su carga de carne femenina! Si la mujer iba
del brazo de un hombre, pasaba impunemente junto a los
“tiras” sin que éstos la molestasen. Nuestro quijotesco
deporte fue ese: ir a las calles del centro, los días y horas
de la arreada y salvar mujeres de las manos policiales. Ya
teníamos fachada de hombres, ya nos afeitábamos, ya la
voz se nos había tornado sonora, ya éramos hombres,
quizás no totalmente si se nos escudriñara a fondo; pero
el mundo juzga por la fachada. Y la infeliz “yiro”, colgada
de nuestro hombruno brazo, se veía salvada. Si algún
agente más osado a pesar de nuestra compañía, insinuaba
algo o intentaba apoderarse de la protegida, nosotros,
muy serios, ceñudos y usando del tono y de la voz más
potente, le decíamos:
- La señorita va conmigo, señor.
Y continuábamos viaje con paso de vencedores.
Dejábamos a nuestra salvada en la puerta de su casa y
recibíamos sus frases de gratitud, medio en franchute:
- Merci, muchas gracias, mon aimé. ¿No querés pasar? No
te cobro.
- No, otra noche.
Hubiésemos juzgado indigno de nuestra quijotada, abusar
de ella y recibir placer gratis.
- Ya sabés donde vivo, cherí.
Y nos daba un beso.
Pero los “tiras” se avivaron. En cierta oportunidad, pese a
sus protestas, zambulleron a mi amigo y su presunta
salvada en el mismo camión. Allí encontró a varios
195
“salvadores” y pasó una noche de calabozo. Desistimos del
deporte quijotesco. Se había tornado peligroso. Quijotes a
medias, no poseíamos suficiente locura – divina locura –
para confundir lo peligroso de lo que no lo era. Y para no
abstenernos de provocar a lo peligroso.
EL ADOLESCENTE PIENSA...
¿Los caminos, las calles? En los caminos uno halla bestias,
árboles, plantas, guijarros. A veces un campesino, un
perro: El campesino solo dice: “Buenos días” ó “Buenas
tardes”. Y sigue lento, calmoso, indiferente .Al encontrar
un campesino se encuentra a todos los campesinos. En las
calles, caminos hechos por los hombres, uno encuentra
seres peligrosos, sí, pues en las calles de la ciudad uno
encuentra hombres. Al encontrar un hombre de las calles
se encuentra a un hombre distinto a los demás hombres.
Los hombres nos hablan, nosotros hablamos a los
hombres. Se está en desacuerdo o en conformidad con los
hombres. Se disiente o no se disiente. Pero entre esos
peligrosos y desconocidos hombres de las calles, se puede
encontrar un amigo, un nuevo amigo. Y encontrar un
nuevo amigo, es como encontrar una estrella y
guardársela en el corazón para que nos ilumine la vida.
QUIJOTADA
Ocurrió en la esquina de Chile y Entre Ríos. Un hombre
estaba castigando a un chico. Yo pasaba. Aparté
bruscamente a algunos de los tantos curiosos que
presenciaban el repugnante espectáculo, me llegué al
hombre y le arranqué la criatura de entre las garras. El
chico salió corriendo. El hombre y yo quedamos frente a
frente.
- ¡Soy el padre! – gritó él, iracundo.
- ¡No me importa! – grité yo, enfático.
- ¡Tengo derecho a castigarlo! ¡Me robó diez pesos!
- ¡Delante de mí no le pegará! – afirmé.
- ¿Usted quién es y quién lo mete? – Cerró los puños. Me
midió de arribaa abajo. Me sopesó. Yo era un muchachón
fornido y le llevaba una cabeza. Él, un hombre de
cincuenta años. Me vio los puños cerrados, me leyó la
decisión en los ojos. Optó por no pelear, por conformarse
a gritar más fuerte, protestando su derecho a castigar al
hijo. Yo leí su duda, su miedo. Sonreí. Como estaba
dispuesto a pelear, seguí callado. Algunas mujeres, más
valientes y más sensibles que los hombres, intervinieron:
- ¡Tiene razón el joven!
- Usted es un bruto!
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- ¡No se le pega así a un hijo!
El hombre optó por retirarse. De lejos, para cubrir su
retirada dignamente, siguió amenazando:
- ¡Ya nos veremos!
- ¡Puede venir ahora. No se vaya!
Alguno del corro, burlonamente estruendoso, produjo un
ruido. (No hay necesidad de aclararlo). Él desapareció
entre risotadas. Me alejé. Y entonces, ya solo, recordé el
pasaje de Andresillo, aquel niño salvado por Don Quijote
del látigo de su patrono y a quien, Don Quijote lo supo
más tarde, el patrono, alejado el salvador, volvió a atar al
árbol y a castigar con más ahínco. Seguramente el padre a
quien yo le había impedido ejercer su autoridad, repetiría
el quijotesco episodio. Me arrepentí de haberme dejado
llevar por el primer impulso, el generoso. Debí haber
actuado menos violentamente. Sí, pero yo entonces tenía
diez y nueve años. Y me sabía vigoroso. Mis músculos
adiestrados en la gimnasia, ¿cómo no iban a acallar las
posibles reflexiones de mi cerebro? La sangre ardorosa me
bullía en el corazón, se indignaba fácilmente.
Recordé asimismo que alguno de los hombres allí
presentes balbuceó con timidez:
- Era el padre, tenía derecho...
Las mujeres ahogaron su voz enseguida.
Tiempo más tarde leí en los “Ensayos” de Montaigne:
“Plutarco es siempre admirable, principalmente cuando
juzga las acciones humanas. En el paralelo entre Licurgo y
Numa pueden verse las cosas más notables que escribe
sobre el grave error en que incurrimos al abandonar los
hijos al cargo y gobierno de los padres”...
Montaigne y Plutarco – toda la sabiduría – me aprobaban.
Pero el chico – mi salvado – de haberme vuelto a ver, ¿no
me habría repetido las palabras de Andresillo a Don
Quijote?...
CHUSMA
Vísperas de elecciones. Por la Avenida de Mayo iba
aullando una manifestación socialista. La de aquel tiempo
no era una manifestación socialista como las de ahora –
escribo en 1960 – gente con aspecto burgués, empleados,
comerciantes, jóvenes universitarios. Entonces el
socialismo atraía obreros, hombres de pueblo y mal
vestidos. Como era un mes de febrero, en plena canícula,
muchos sin saco a fin de poder, si mal no viene,
enfrentarse a los vigilantes – “cosacos” prepotentes, o a
los de otros partidos que quisieran interrumpir el desfile.
Mi madre, parada en la vereda con mi hermano Adán.
(Cabe una digresión: Por mi hermano Adán
experimentaba ella un favoritismo notorio. Lo merecía.
Mientras los demás ganábamos la calle, él se constituyó
197
en su compañero. También por su natural mesura,
coincidían.)
Mi madre y mi hermano Adán veían pasar aquella banda
de aullantes hombres del pueblo y comentaba:
- ¡Chusma, toda chusma!
De pronto, en mangas de camisa, también aullantes,
cantando “Hijos del pueblo”, vio a mi hermano Augusto y
a mí formando fila entre la chusma. Gritó:
- Allá, ¿Quiénes van? ¿No son...?
- Sí.
Casi se desmaya. Hubo que llamar un coche y conducirla a
casa, enferma. Después, comentaba:
- ¡Qué disgusto! Yo estaba diciendo: Chusma, toda
chusma, ¡y entre la chusma dos de mis hijos!
CANTINAS
Tendría que elevar un himno de gratitud a las cantinas del
sur de Buenos Aires. ¡Qué vino, qué aceite, qué hongos,
qué nueces, qué cachacabalos! Por centavos solamente, –
todo esto antes del año 1910, quizás hasta la primera
guerra, 1914 – pasábamos horas en excelente compañía,
charlando de arte, de proyectos de arte, sin descuidar el
consejo de Epicuro: “No debemos evitar los placeres,
debemos seleccionarlos”. La selección ya venía hecha
desde Italia, desde los poblachos de Italia que surtían a
sus paisanos cantineros. Locales en penumbra, mesas
ordinarias, bancos duros, pero sobre esas mesas un gran
cacho de provolone, un gran vaso de tinto espeso, unas
rodajas de sopresatas, un plato de “fungi al olio”... Y
conversaciones pintorescas, cuando no canciones de un
gringo medio achispado por el tintillo de Italia, y el gemido
de un acordeón nostalgioso de sus campiñas verdes.. O
gritos de dos jugadores de “murra”, o el monólogo de un
goruta exaltado que nos narraba las proezas del vengativo
Musollino...
Entre todas las cantinas ya abismadas en el olvido, quiero
salvar de él a dos. Uno estaba en la calle Estados Unidos
entre Pozos y Entre Ríos, frente a nuestra casa. Ostentaba
este rótulo: “Cantina del Brigante”, y más abajo: “Vino de
la Calabria”. Y la figura colorincheada de un brigante
calabrés con luenga barba y ojos de corbunclo. El letrero y
la esfigie del brigante eran magnéticos. ¿Quién podía
pasar frente a ellos y no asomarse y no entrar al oír el
choque de los vasos, el ritmo de las canciones, el aroma
“sui generis” que de su interior fluía,capitaso?
La “Cantina del Brigante” rebosaba siempre de alegres
parroquianos. ¿Alegres? Quizás, en ocasiones, demasiado
alegres. Tan alegres que los cuchillos salían a relucir y a
hacer que el tintillo de Calabria, rojo a lo sangre, se
confundiese con este otro líquido, generosamente, en el
piso rústico de la cantina.
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Pero asimismo este era un atractivo más para nosotros,
muchachos de sangre bullente a lo vino sin agua.
Otra cantina que frecuentábamos, aunque menos
asiduamente, era la de “Manyaforte”.
Estaba en la calle Rincón o Sarandí – no recuerdo
exactamente – casi al llegar a Cochabamba. “Manyaforte”
era el apodo que nosotros le habíamos puesto al patrón de
la cantina, un gringo obeso, de roja napia, de vientre
voluminoso y ronca voz de bajo profundo, cantor de
óperas - ¡oh, manes de Verdi y de Rossini! – en sus
momentos báquicos. Cuando salíamos, él no dejaba de
preguntar: “¿Ha mangiato forte?” De aquí su seudónimo.
Un día encontramos cerrada la cantina. El rubicundo y
rotundo “Mangiaforte” se había ido a comer longanizas y
lupines, acompañado de rocío/celeste, al “otro barrio”, a la
“Chacra de la Ñata”, como le decíamos a la muy temida
que, por tal, nombrábamos en broma. Los vecinos
relataban su muerte súbita con una jarra de vino en la
mano. Había caído en su ley, a lo héroe.
EX – AMIGOS
He aquí tres especimenes de amigos a los que, en mi
conciencia, sin decírselo, transformé en ex – amigos. Me
aparté de ellos. Uno se llamaba Edgardo. Teníamos la
edad de los impulsos generosos esos veinte años
rebosantes de abnegación y heroísmo. Edgardo no poseía
ni uno ni otro. Lo conocí veraneando en Mar del Plata. Le
enseñé a nadar, aunque nunca se aventuró mucho mar
adentro. Edgardo, a la edad en que se desafían y aún se
buscan todos los riesgos, era prudente. De familia muy
adinerada, su abuelo seguramente había llegado a Buenos
Aires en una ola de inmigrantes; pero su padre, como el
abuelo, vasco, tenían un almacén por mayor que daba de
una calle a la otra. A Edgardo le sobraban los papeles de a
diez pesos. Siempre me decía:
- Creémelo, soy todo corazón para vos.
Nunca me dijo:
- Crémelo, soy todo bolsillo para vos.
Edgardo, en el momento de pagar, estaba siempre
distraído. No veía al mozo. Terminó por darme
repugnancia su amarretismo.
Me le aparté. Pasó a la categoría de ex – amigo. A los
veinte años se es implacable para las faltas ajenas.
Edgardo es un nombre anglosajón que significa “protector
de la propiedad”, según supe más tarde. Aquel Edgardo de
mis años móciles respondía cumplidamente a la etimología
de su nombre.
José María, el otro, era hijo de un coronel. Un pícaro que,
a los veinte años, tenía realizadas algunas fechorías.
Terminó mal. Ya hombre maduro, desde su automóvil, le
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dio por descerrajar varios tiros al conductor de una
locomotora. Una gracia de “niño bian”. Su padre había
muerto. Se encontró sin apoyo – sin cuñas – para
desembarazarse de su culpabilidad, como tantas otras
veces en vida del padre influyente. Y fue a la cárcel.
José María, a quien gustaba ver el fondo de las copas de
coñac o de ginebra, estando en copas, se mostraba
siempre dispuesto a las confidencias. Contaba sus
secretos para que uno le contase los de uno. Los de él
eran casi delitos; los de uno, inocentadas, sólo gracias de
muchacho. Pero al provocar la confidencia del otro, José
María se apoderaba de quien se le había confidenciado.
Hasta llegó a pedir dinero a alguno o amenazarlo con
divulgar lo que de él sabía. Con el intercambio de
confidencias, el pícaro salía ganancioso, pues él ya no
tenía para qué ocultar nada. La confidencia vale por lo que
de inédita puede tener. Contaba en tono confidencial lo
que de él ya se sabía. Quien recibía su confidencia, en
rigor, no recibía una confidencia. Él, en cambio, sí. José
María daba cobre y recibía oro. Miguel Ángel Goicochea
me hizo ver la actitud de este mercader falaz de
confidencias. Pasó a la categoría de ex – amigo.
Diego se llamaba el otro. Diego me dijo en cierta
oportunidad:
- Vos sos uno de os tres amigos que yo tengo en mi vida.
(Me lo dijo solemnemente, sin saber que con sus palabras,
ante mí se condenaba a destierro. No tengo más que tres
amigos, nada más.
- Pero si sólo tenés veinte años recién cumplidos –
protesté, asombrado.
- ¡No importa! Ya me cerré a la amistad. Ya no puedo
adquirir amistades nuevas. Vos sos uno de mis tres
amigos. No tendré otros.
- ¿Y puedo saber quienes?....
- ¿Quiénes son los otros? Sí. Son mi padre y mi tío Pedro.
Vos sos el único extraño de mis amigos...
Él suponía haberme dicho algo que me halagaría mucho.
Pensé: ¿Puedo ser amigo de este sujeto que así se limita
en la amistad?
Y pasó Diego a la categoría de ex – amigo.
EL TATUADO
No se le sabía el nombre. Todos lo llamaban “El Tatuado”.
Era robusto y gran nadador. Trabajaba de bañero en uno
de los balnearios de la playa Bristol. Conversé algunas
veces con él, siempre de asuntos deportivos. Era serio,
más que serio, triste; más que triste, torvo. Nunca lo vi
sonreír tan siquiera. Una tarde en que lo hallé solo en una
roca de la playa, me acerqué a hablarle. Conversando, se
me ocurrió preguntarle:
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- ¿Por qué lo llaman “El Tatuado”? ¿Tiene algún tatuaje?
Se levantó la manga de la camiseta del brazo izquierdo y
me mostró: Tenía allí tatuada una cabeza de mujer y
abajo este nombre: “Celsa”.
- ¿Un amor?
- Sí – dubitó un momento, y dijo - ¿Quiere que le cuente?
- Bueno.
- Le voy a contar. Anoche no me emborraché como todas
las noches, así que me siento con ganas de hablar. A otros
la caña los hace charlatanes. A mí me enmudece.
- ¿Y por qué se emborracha todas las noches?
- Por ésta – y señaló la cabeza de mujer tatuada en su
brazo.
- ¿La quería?
- ¡Como un loco! La quería tanto que la maté.
Lo miré sorprendido. Yo no había cumplido aún los veinte
años. Era simplista. El Tatuado me contó su drama. Había
ocurrido hacía un año. Celsa era una mujer de prostíbulo.
Él se enamoró de ella a pesar de eso. La sacó de allí. Vivió
con ella unos meses. Gastó con ella cuanto tenía. Vendió
una casa que había heredado del padre y gastó el dinero
con ella. Sin dinero ya, se puso a trabajar para ella.
- Pero ella no era la misma. Sospeché algo – me dijo -.
Una tarde la sorprendí en una casa. El otro disparó. No sé
quien sería. A ella le hundí estén el corazón de traidora – y
me mostró un cuchillo que sacó de la cintura. ¿Qué le
parece? ¡Pero no puedo olvidarla, no puedo! ¡Puta,
putísima como era no la olvidaré nunca ¡ Sí, la olvidaré. La
olvidaré el día que me largue a nadar, a nadar...
Y señalaba el horizonte.
Fue así. Una mañana apareció en la playa el cadáver de El
Tatuado. La noche anterior se largó a nadar, a nadar... –
como dijo. Había nadado hasta que la fatiga lo postró tan
definitivamente que se dejó ahogar, él, que era un
nadador eximio.
Se hacían mil conjeturas acerca de su muerte. Yo, callado.
Me pareció que hubiera sido profanación narrar su secreto
a ese círculo de abribocas, incapaces de comprender la
tragedia de El Tatuado.
CONFERENCISTAS (mayo de 1909)
Casi simultáneamente aparecieron en Buenos Aires dos
escritores famosos en aquel tiempo: Anatole France y
Vicente Blasco Ibáñez. Ambos llegaban en tren de
conferencistas. Recoleto France, bullicioso Blasco Ibáñez.
Al parisiense lo recibió la “haute” intelectual de entonces;
al valenciano, el pueblo, la colonia de españoles que lo
hizo salir al balcón del hotel a hablar, exuberantemente.
Nadie – casi nadie – se enteró de la llegada de France,
hospedado en la mansión del juez Llavallol, hombre rico
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de fama turbia en cuanto a su vida privada. (El semanario
“Don Quijote” se Sojo, se había encargado de hacer
pública, pocos años antes, su desdicha sexual.) de France,
¿qué había leído yo entonces al través de su traductor
Ruiz Contreras? Quizás “Crainqueville”, quizás, las
opiniones de “Jerónimo Coignard”...Para mis veinte años
aún no cumplidos – estábamos en mayo de 1909 – Blasco
Ibáñez, colorido, impetuoso; me era más accesible:
“Cañas y barro”, “Sangre y Arena”, sobretodo, “La
Catedral”, por su prédica anticlericalista. Fui a oír a ambos
conferenciantes. Los dos me decepcionaron. France por su
aspecto burgués, de levita y enguantado, no coincidente
con el demoledor de “Las Opiniones...” Blasco Ibáñez
porque su verba anecdótica, volteriana, me pareció
superficial. A Blasco su público, lo aplaudía rabiosamente;
a France su público – selecto en cuanto a dinero más que
a cultura – con moderadísimo entusiasmo. El uno era
orador; el otro, no. Además, el parisiense hablaba en
francés. ¡Y qué francés! Ininteligible francés de parisiense,
tragándose los finales de palabra, haciendo ligazones
inesperadas, todo gutural monótonamente dicho. Y
hablando de Rabelais. No le entendí una frase. Salí del
teatro Odeón derecho a consultar una literatura francesa,
a enterarme. Y así, cuando alguno me preguntaba: ¿Qué
te pareció France?, pude darle una breve lección acerca
del creador de Pantagruel y Gargantúa.
France recogió unos buenos pesos – como el italiano Ferri,
ya tránsfuga del socialismo – y se fue de Buenos Aires,
siempre un poco y bastante – demasiado – desdeñoso.
Blasco Ibáñez, mercader o sanguíneo realista, aprovechó
nuestra ingenuidad de “salvajes americanos”: Dejó un
libro entre jacarandoso y servil: “La Argentina y sus
grandezas”, fundó colonias de campesinos valencianos en
Entre Ríos y en la Patagonia. Los expolió y también se fue
de Buenos Aires rico, a París, a Nueva Cork – ya el dólar
se cotizaba más que el peso argentino.
Muchos, después de aquello, nos desengañamos de las
celebridades europeas. En cuanto a France, lo seguí
leyendo con delicia y provecho. (Al escritor, al verdadero
escritor, hay que leerlo, no oírlo.) De Blasco Ibáñez no
abrí nunca más una novela.
Otro desengañador: Enrico Ferri, el criminólogo y
socialista italiano. Antes que el francés y el español,
habían estado en Buenos Aires, también como
conferencistas, vJaurés y Ferri. Las conferencias de Jaurés
las he leído en los diarios. Lo admiraba, sobretodo por su
“Historia de la Revolución Francesa”. A Ferri fui a oirlo al
Teatro Victoria, ya que los precios de sus conferencias en
el San Martín y en el Odeón eran inaccesibles para un
estudiante. Nos decepcionó afirmando que el socialismo no
tenía razón de ser en un país agrario como la Argentina.
Juan B. Justo, desde un palco, lo refutó con
razonamientos. Ferri era un orador elocuente. Justo era un
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pensador que hablaba. Por supuesto, Ferri en la polémica,
quedó deshecho. No conocía el problema social argentino.
Por otra parte, el vino a América “per far l’América”, a
juntar buenos pesos para “proveer – como lo confesó – a
las necesidades de su familia”. El mercader de la palabra
volvió a sus conferencias del Victoria y el Odeón, a su
público de gente adinerada que, después de su conflicto
con los socialistas, lo recibió como a uno de los suyos, con
agradecidos aplausos.
Desde entonces, desconfío de los oradores.
UN DÍA...
Un día aprendí a caminar, otro día aprendí a leer, otro día
a pensar, otro día a escribir versos, otro día...
¿Y a soñar?
A soñar no tuve que aprender. Nací sabiendo.
UNA FOTOGRAFÍA
Conservo una fotografía en la que está mi madre con sus
hijos, seguramente sacada a poco de morir mi padre.
Vestimos de luto. En el centro, ella, aún muy buena moza.
Quizás acabara de cumplir los cuarenta años. A su
derecha, Ángel quien, abandonando su carrera, la de mi
padre, se haría actor; Augusto que sería médico y
escribiría versos, y yo. A la izquierda de mi madre, Adán,
el “cuerdo” de la familia, musicómano. Le faltó el “elam”
que hace al artista y quedó en espectador y gustador
exquisito. Delante de él están Adah y Alejandro. Los dos
morirían jóvenes dejando en quienes los conocieran un
recuerdo que vivirá cuanto ellos vivan. Sentado en una
mesa, en el centro del grupo, está Alcides, el menor, aún
de meses. Llegaría a ser un boxeador extraordinario,
campeón de Latinoamérica. También escribiría versos,
unos versos dialectales que caben dentro de la literatura
picaresca.
Me miro en esa fotografía y después ni de soslayo me
asomo al espejo. ¿Quién es ese muchachón alto, flexible,
gimnástico, elegantemente trajeado, soportando el cuello
estrangulador, alto y duro de la época, cuidadosamente
peinado con raya al medio? No me reconozco. Verme allí
me causa un poco de tristeza. Nada había hecho, todavía,¡
pero cuánto proyectaba hacer! ¡Cuánto de lo que en aquel
muchachón bullía se ha transformado en nube y se ha
perdido en el horizonte! Los ojos de mirada vagamente
perdida a lo lejos, ¿qué veían o, mejor, qué entreveían? Y
de todo lo grande, bello, magnífico que deseaban ver,
¿qué han avizorado desde entonces, hasta ahora, cuando
escribo esta página?...
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No nos pongamos sentimentales, melancólicos, que la
melancolía, el sentimentalismo no son cosas de varón, ¡de
macho!, como hubiese dicho yo, orgullosamente, a la edad
en que me sacaron esa fotografía.
MAL DE LUNA
En mi cuarto entraba la luna. Yo acostado, la luna me
daba en el rostro. Y experimentaba una particular delicia
sentir sobre mí la luz de luna. Las noches de luna me
quedaba en sombras, silencioso y recibiendo aquella
caricia de luz. Pensando. Más bien soñando que pensando,
por supuesto. Acababa de cumplir veinte años y a esa
edad se sueña, aunque uno, jactancioso, suponga que
soñar es pensar...
Después de una de esas noches, al otro día, me sentí con
fuerzas para ensayar a ver si yo, como tantos otros, podía
escribir versos. Me puse y los escribí. No sé aún si mis
primeros versos – muy malos, naturalmente, ¿qué
necesidad de decirlo? – los escribí por haber recibido
aquellos baños de luz de luna o me ponía a recibirlos
porque en mí se estaban gestando los primeros versos.
Los manosantas dicen que el mal de luna es incurable.
¿Pero acaso yo deseo curarme del mal de luna?
Buenos Aires – 1960
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