identidad - Liliana Fassi

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IDENTIDAD
Liliana Fassi
Mi madre quedó huérfana cuando tenía ocho años y creció con sus abuelos maternos.
Ellos eran inmigrantes italianos provenientes de la comuna piamontesa de Beinette.
Desde siempre, mamá escuchó las historias que Margarita –Margherita, se llamaba a sí
misma- contaba sobre su llegada y su vida en la Argentina.
Margarita y Santiago se casaron en 1910 y dos días después se embarcaron hacia
América. Traían sus escasas posesiones, muchos temores y no pocas ilusiones. Eran
jóvenes y creían que aquí podrían enriquecerse pronto para volver a su tierra en unos años.
“Mi abuelita me contaba siempre –dijo un día mi madre- los sacrificios que tuvieron
que hacer cuando llegaron. Ellos no venían con un trabajo, ni tenían familiares acá. Yo no
sé cómo se animaron a venir solos. Llegaron a Rosario; allá había gente que buscaba
trabajadores y enseguida consiguieron en una estancia por ahí cerca. El trabajo era para
mi abuela, como cocinera, y el pago era el techo y la comida para los dos.
Ella no sabía que mi abuelo traía un cinto lleno de monedas de oro y se sorprendió
cuando, unos meses después, él arrendó un campito cerca de Carcarañá. Para esa época
les resultaba bastante lejos de Rosario, como a ocho o nueve leguas, creo, viniendo para
Córdoba. El abuelo compró un arado, unos bueyes y allá se la llevó a ella para trabajarlo.
Él era muy autoritario, siempre le dio muy mala vida y siempre hizo lo que quiso. Antes
era así: a la mujer no se la consultaba para nada.
Salvo cuando estuvieron en la estancia, donde había peones que eran argentinos, no
habían conocido a nadie que hablara el castellano, “la castilla” le decían ellos. Después,
cuando se fueron a ese campito, no tenían mucho contacto con otra gente. Alguna vez, muy
de vez en cuando, iban al pueblo a hacer algunas compras y ahí se encontraban con
criollos pero, como había tantos que hablaban el piamontés, no aprendieron mucho. Por
supuesto, cuando nacieron los tíos tampoco aprendieron la castilla. En la casa no se
hablaba; el abuelo no lo permitía al principio.
Con los años fueron trabajando de un lugar a otro y, después, se vinieron a Córdoba.
Más o menos en 1930 o 1931 pudieron comprar 300 hectáreas en Ballesteros.
En todo ese tiempo ya habían aprendido el castellano, pero era un chapurreo. La
abuela lo hablaba mejor que el abuelo; él se resistía más.
Al principio, mi abuela se había escrito con los padres y las dos hermanas que le
quedaron allá. Ella había ido a la escuela en Beinette y, cuando era soltera, escribía
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cartas para los vecinos que no sabían pero que tenían familiares acá y querían mandarles
noticias. Después, sobre todo cuando murieron los padres, mi abuela ya no se escribía
tanto con las hermanas y el contacto se fue enfriando.
Al abuelo le gustaba tomar. Parece que eso le había quedado de cuando era joven y
estuvo trabajando en una bodega en Francia. Creo que fue por el año ’38 que perdió el
campo. La abuela decía que una noche estaba borracho y que le hicieron poner una firma
en un documento. Yo no sé cómo puede haber sido, pero la cosa fue que le quitaron el
campo. Entonces a él se le puso de volverse a Italia.
La abuela quería y no quería porque, por un lado, tenía ganas de volver a ver a las
hermanas, a los que quedaban, ver el pueblo… Pero, por otro lado, no quería dejar a los
hijos. Sin embargo, el abuelo no le preguntó. No sé con qué, pero compró los pasajes y se
volvieron.
Y la abuela siempre lloraba cuando contaba cómo los recibieron allá; lo que fue para
ella llegar y ver el pueblo y a la familia. Decía que nada era lo mismo, que no era lo que
ella esperaba.
Yo no entendía qué quería decir –relata mi madre- y ella no sabía explicarse bien.
Contaba que las hermanas estaban más viejas, igual que ella. Después de todo, habían
pasado casi treinta años. Pero decía que no era eso lo que las hacía diferentes. Habían
cambiado; a ella le parecía como si nunca se hubieran conocido.
Un día le criticaron cómo hablaba; le dijeron que ya no parecía piamontesa. Con esa
mezcla de palabras que usaba no le entendían bien y le preguntaron si se había olvidado
del dialecto. Y la abuelita lloraba porque acá se reían de cómo chapurreaba el castellano
y porque algunos decían que ellos eran unos gringos brutos.
Otro día las hermanas la llevaron a la parroquia donde se había casado, donde iba a
misa cuando era soltera. Ella se daba cuenta de que estaba igual, pero le parecía que era
otra iglesia. Lo mismo le pasó cuando caminaron por la aldea: la parte más antigua
seguía intacta, pero sentía que era un lugar que no conocía; le parecía que estaba
perdida. Decía que era una cosa muy rara y que la angustiaba más que cuando llegó a
América y pensó que el puerto de Rosario era la Torre de Babel.
Así le pasó con muchas cosas. Todo lo que les contaba a sus hermanas servía para que
le hicieran algún reproche. Si les hablaba de las grandes distancias entre las colonias, le
preguntaban si no estaba exagerando. Cuando les contó que tuvieron un campo de 300
hectáreas, le dijeron que estaba mintiendo. Otra vez les contó que aquí se había
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acostumbrado a tomar mate. Le preguntaron qué era eso y pusieron cara de asco y
comentaron cómo podía hacer algo tan sucio de chupar donde habían tomado otros.
Una vez la abuela me dijo que creía que nunca le habían perdonado que se hubiera
venido.
El abuelo no decía nada, pero parece que no le fue mejor porque un día se le dio por
venirse de vuelta. Habrán estado allá unos meses, menos de un año.
Al volver, como se habían quedado sin nada, se fueron a vivir con el tío Angelito. Ahí
fue cuando murió mi mamá y a mí me llevaron con ellos.
La abuela lloraba porque decía que la vida en América no les había dejado nada, que
todo lo que habían soñado lo habían perdido; que el campito que ella había llamado
“nuestro” ya no lo era. Y decía que lo peor era sentir que no era ni de acá ni de allá. En
los últimos meses de su vida se quedaba callada durante horas, pensativa, con la mirada
perdida.
En el año ’41, la abuela murió. Yo creo que se murió de pena. Y el abuelo, a pesar de
lo prepotente que era, la debe haber extrañado porque la siguió tres meses después”.
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