Desmemoria y perversión

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Reseñas
Desmemoria y perversión: privatizar lo público, mediatizar lo
íntimo y administrar lo privado, de Fernando Blanco
Por Sergio Rojas
Facultad de Artes de la Universidad de Chile
[email protected]
“Me interesa explorar –escribe Fernando
Blanco– la figura del perverso en los procesos de rearticulación social tras períodos
autoritarios, pues supongo que su presencia
simbólica y material exhibe los modos preformados de goce del sujeto contemporáneo”
(12). Esto señala a mi juicio las expectativas
críticas que su autor nos sugiere respecto a lo
que definirá como perversión. Más adelante
precisa: “[m]i interés primordial es observar
el proceso de regulación de la moral sexual
y estatal en el Chile transicional como un
modo de producir las condiciones simbólicas
necesarias que aseguren el piso institucional
para la administración de las diferencias”
(18). Una tesis sugerente y arriesgada a la
vez. Sugerente, porque no se trata de una
regulación que se realiza desde el Estado, sino
desde la oferta de diferencias en el mercado;
arriesgada, porque ¿qué es la crítica en el
tiempo del mercado? ¿Cuáles son los rendimientos críticos de la lucidez en una “época”
en que la transgresión estética es la norma?
Hoy el riesgo para el ejercicio de la lucidez
es el cinismo. Pues bien, he leído el libro de
Fernando desde esta compleja relación entre
lucidez y cinismo, a partir de la cual formula
la pregunta por la relación y distancia entre
perversión y cinismo.
Desmemoria y perversión:
privatizar lo público, mediatizar
lo íntimo y administrar lo
privado.
Fernando Blanco.
Santiago: Cuarto Propio, 2010.
Hoy el “sistema” pareciera estar permanentemente en cuestión en los espacios virtuales
de comunicación, y en este sentido los media
y las redes de informatización de lo social son
recursos fundamentales de producción de
subjetividad en una época en que el individuo
siente que su papel en la historia es insignificante. El capitalismo en sentido estricto no
tiene una cultura “oficial”, sino que más bien,
precisamente dada su naturaleza esencialmente excluyente, genera incesantemente
producciones descentradas de subjetividad,
en las que coexisten un deseo de pertenencia,
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de referencia, de comunidad, con un
marcado afán individualista. “Frente
a la ausencia de solidaridad […] y
en medio del avance del híper capitalismo, los individuos se vuelven
más y más sujetos auto orientados,
sin bases materiales para anclarse
simbólicamente en el espacio social”
(35). El individuo es el destinatario
privilegiado de la oferta de insumos
simbólicos en el mercado de las identidades estéticas, a la vez el orden
social requiere que el individuo se
adapte y se normalice ejerciendo
un sostenido aplazamiento para sus
expectativas de realización.
En Chile, un momento fundamental en el ingreso del país en esa
temporalidad que se desarrolla en
ausencia de las luchas por el sentido,
consistió en el paso de la dictadura
a la democracia, a finales de los
80’. Como una consecuencia de la
salida pactada, en los gobiernos
de la Concertación se producirá un
importante desplazamiento de énfasis desde los temas relativos a la
democratización hacia los procesos
de modernización. La despolitización
de los asuntos públicos es un efecto
que se sigue inmediatamente del
tratamiento cupular de esos asuntos; el ejercicio del poder deviene
progresivamente administración
de políticas económicas, un asunto
de ciencia económica, expulsando
como extraño y nocivo el conflicto
de intereses de los distintos sectores
de la ciudadanía. Lo fundamental
–y todavía por pensar– no es sólo
aquel desplazamiento desde la democratización hacia la modernización,
sino también el hecho mismo de
haberse enfrentado a una especie
de dilema insuperable en el que se
debía optar.
¿Por qué no era posible considerar que un aspecto importante
en el proceso de modernización
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económica del país debía consistir
también en una profundización del
proceso de democratización de la
ciudadanía? Blanco señala que el
Informe Rettig, el documento de la
Comisión Verdad y Reconciliación y
el Informe Valech “constituyen el
cemento que selló para el gobierno
y la época, el imperio de los derechos humanos en la política chilena”
(41). Esto implicaría que, especialmente en los primeros años de la
Concertación, la política de DDHH
produjo un tipo de cohesión social
que permitió o exigió desatender
el proceso de radicalización política
de la democracia. En la práctica,
los DDHH desactivan o inhiben el
conflicto político, en la medida en
que generan acuerdos de base en
la coalición de gobierno y en su
contrato con la ciudadanía.
En la medida en que el pacto
de la ciudadanía con el Estado con
base en materia de DDHH se pone
en crisis o ingresa en un proceso
de irreversible agotamiento, se
debilita también la memoria como
fundamento de una comunidad
por venir. “Mi argumento –expresa
Blanco– es que la desactivación de
la memoria, como sostén del lazo
social, produce la anomia completa
del espacio social y su segregación
definitiva, además de denunciar la
fantasía de la construcción simbólica” (78).
En su libro La sociedad del
riesgo global, el sociólogo alemán
Ulrich Beck se pregunta: “¿Qué es
lo que mantiene unida a la gente
en circunstancias de individualización avanzada, ahora que el factor
opuesto ya no es un consenso sobre
la religión, el estatus, la clase, las
identidades masculina y femenina
y cosas semejantes” (187). Lo que
habría ocurrido es que históricamente
la cohesión social se ha sostenido en
Reseñas
relaciones comunitarias y elementos
de índole cultural; se ha sostenido,
pues, sobre una naturalización de
los modos de construir el habitar en
común. Ahora bien, los procesos de
modernización implican una crisis de
la cohesión social, en la medida en
que traen necesariamente consigo
una disminución en los “niveles de
tolerancia al patrón histórico de
desigualdad en la distribución del
bienestar, de los derechos, del poder
político y del reconocimiento” (59).
Desde esta perspectiva, la confianza
en las instituciones políticas habría
comenzado a desplazarse hacia una
confianza en el poder regulador del
mercado. “Central para los procesos
de reconstrucción del lazo social
después de situaciones extremas
para el sujeto, la memoria ha sido
colonizada en tanto función imaginaria por el mercado” (Blanco 55). En
efecto, entre proyectos de televisión
que se disputan el rating recreando
la historia lejana o reciente y las
encuestas “imagen país” que descubren “cómo somos los chilenos”,
la memoria se ha estetizado para
ingresar en el consumo.
Hace un tiempo el economista
francés Guy Sorman hizo las siguientes declaraciones a la revista
argentina Ñ, sintetizando lo que
yo denominaría un cierto “sentido
común” imperante, no exento de
cinismo cómplice: “[e]l consenso
hoy –expresa Sorman– es que el
libre mercado no es una elección
ideológica, sino que es una reflexión de la naturaleza humana. Y
por eso mismo es muy imperfecto.
Todo el mundo desea una utopía y
el mercado libre no es una utopía;
es simplemente la realidad. Y a la
gente no le gusta la realidad. Yo los
comprendo”. En su enunciación, esta
sentencia apela a la fuerza de un
cierto sentido común, apela, pues
a la pre-potencia de una evidencia:
el hecho de que no hay opción1. En
este contexto, el paso del antagonismo a la transacción (Blanco 65)
es el síntoma de un agotamiento de
las formas posicionales de pensar
y hacer política, lo cual produce un
efecto de despolitización de la sociedad civil y su disolución en un cinismo
individualista generalizado.
La certeza cínica de que en la
actualidad “no hay opción” a la
hora de intentar pensar el futuro
no consistiría, en sentido estricto,
en una forma de comprender la
realidad, sino por el contrario: en
una renuncia a la comprensión. He
aquí el núcleo del cinismo contemporáneo: constituirse en “sujeto”
ejerciendo la renuncia a hacerse
sujeto, afirmando la propia nihilidad y, en eso, un abismo entre la
acción eficiente y cualquier tipo de
comprensión totalizante. Blanco
señala: “[l]as nociones colectivas,
caracterizadoras del análisis social,
han entrado en crisis y hoy resulta
imprescindible volverse hacia el
individuo como fuente de exploración de las dinámicas societales”
(72). Sobrevivencia paradójica de
la subjetividad que se ejercita en la
lúcida anticipación de la indiferencia
de la facticidad. Pues bien, la tesis
de Blanco es que en una situación
de “intemperie psíquica” como la que
describimos, “el sujeto se identifica
exactamente con la estructura de
la perversión [desenmascaramiento
1  En
otro texto, Sorman fundamenta esta
evidencia en el carácter científico de la
economía actual (cuyo desarrollo habría
comenzado recién en 1970): “existe entre
los economistas un consenso sobre la eficacia superior de la economía de mercado,
indudablemente sin alternativa: un fin de
la historia que contraría a los idealistas
y a los ideólogos quienes sueñan con un
mundo más justo, más espiritual y más
verde” (Sorman 9).
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del soporte ficcional de la realidad]
como mecanismo defensivo” (76).
En este sentido, Blanco radicaliza
el concepto de Rorty según el cual
la ironía propia del individuo en las
sociedades contemporáneas consiste
en que sospecha permanentemente
que ha sido iniciado en la sociedad
con un léxico básico equivocado.
La autoconciencia a partir de la
cual la subjetividad en “deriva del ser
antes de la simbolización” conquista
una identidad para sí es posible sólo
a partir de ese disciplinamiento,
y en este sentido las prácticas de
emancipación de la subjetividad se
orientan a la alteración tanto del
orden simbólico dominante como
de los rasgos identitarios que posibilitan la productividad reconocida
y valorada (no “perversa”) de la
subjetividad. La clave de interpretación para las obras analizadas es
el de “una subjetividad perversa,
profundamente a-histórica, dispuesta exhibirse a contraluz del
mandato social institucionalizado”
(Blanco 88). Es aquí en donde me
pregunto si acaso las estrategias
de la crítica que Blanco rastrea
en ciertas propuestas artísticas
logran efectivamente reflexionar el
cinismo de un individualismo que
no persigue sino su propia lucidez
vaciada de contenido. No se trata,
pues, sólo del malestar del individuo
en lo social, sino el malestar de la
subjetividad en las formas sociales
de individuación. Cabe preguntarse
ahora si acaso el privilegio analítico
de la destrucción de esas formas,
consumada por un autor, no implica
algo así como una despolitización
del malestar.
El surgimiento de la conciencia
cínica encuentra una condición
propicia en el “desprestigio de la
política”. Se ha retirado la confianza
en el conflicto (protagonizado por
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el gobierno, los partidos políticos,
los sindicatos, las organizaciones
estudiantiles, etc.), porque se percibe en éste una separación entre
interés y “bien común”. Se sigue de
esto que el Estado comienza a desaparecer como horizonte de sentido
del conflicto, pues la preocupación
por el “bien común” será ahora
tarea de los individuos directamente
involucrados en las negociaciones2.
Se demanda entonces un modelo de
autorregulación de los apetitos, en
que la limitación del interés (es decir,
del grado de satisfacción) pueda ser
considerado como una inversión que
el propio sujeto decide3. La relación
interna entre subjetividad y deseo
emerge como campo de discusión
para una reflexión de las políticas
de la individualidad.
El problema no consiste sólo en la
insatisfacción de determinadas necesidades, sino en la contraposición
entre las expectativas de la subjetividad y las condiciones sociales
de satisfacción. “No hay nada más
2  Arturo
Martínez, presidente de la CUT,
señaló recientemente: “Al principio pensaba
que con este gobierno nada podía hacer
porque tenía el prejucio de que la derecha
representa a los empresarios. Pero me he
ido dando cuenta de que al gobierno le
interesa que a la empresa le vaya bien y,
para que eso suceda, a los trabajadores
también le tiene que ir bien. Yo quiero que a
todos nos vaya bien”, entrevista en Revista
Qué Pasa p. 30, agosto de 2010.
3  “El principal anclaje de la cultura de
la desigualdad radica en la convicción,
intensamente expresada, que señala la
ausencia de factores estructurales. Cuando
las condiciones económicas de existencia
en sociedad y cuando la distribución de los
capitales en la sociedad pasan a ser vistos
[como] asuntos que pueden remitirse casi
en su totalidad al individuo, evidentemente
no hay ninguna legitimidad de intervenciones políticas que resuelvan realmente
los problemas de posición en la sociedad”
(Azócar 131).
Reseñas
propio del sujeto que su condición
perversa, entendida ésta no como
una anomalía conductual, sino como
una abolición de su estatuto histórico,
por su falta de inscripción discursiva
consustancial. Es por esto que la
memoria me parece ser el lazo primordial de la socialización” (Blanco
78). Al coeficiente de negatividad
que reconocemos en la noción de
perversión propuesta por Blanco,
me parece pertinente contraponer
(ya que no oponer) el concepto de
deseo según Félix Guattari: “podría
denominar deseo a todas las formas
de voluntad o ganas de vivir, crear,
de amar, a la voluntad o ganas de
inventar otra sociedad, otra percepción del mundo, otros sistemas de
valores” (318).
No es la sociedad una entidad
preexistente en la cual la subjetividad individual se inicia ingresando
en “sus” formas y estructuras,
sino que éstas no son sino las que
corresponden a la subordinación
misma. La subjetividad como autorreflexión opera como instancia
paradójica de alienación en cuanto
que el sujeto hace suya una interpretación de “sí mismo” que se le
ofrece en el mercado. El “sujeto”
como estructura de comprensión de
lo Real es el dispositivo de captura
de la subjetividad en determinadas
formas de “autoconciencia”. “Ya
sea –escribe Blanco– en el entrecruzamiento de los ideales sociales
(figuras de discurso) con los del Yo,
o en la proliferación de identidades
parciales que las suplantan, como
las producidas por el mercado. En
ambas situaciones, la articulación
de una pertenencia del Yo debe
rendirse a un discurso” (74). El
sujeto es un dispositivo de cierre
de la subjetividad, alienada en su
autoconciencia identitaria. “Afirmo
que el aparente logro emancipatorio
de las sexualidades minoritarias conseguido en el período [1989-2007],
no se traduce necesariamente en la
consolidación de un paradigma de
goce de derechos, sino sólo en el
de su regulación” (97). Luego, la
autoconciencia crítica producirá la
clausura del sujeto, en la medida en
que éste deviene síntoma significante
del agotamiento de determinadas
formas de sujeción y vínculo social,
deviene subjetividad crítica.
El concepto de deseo de Guattari
que ya he citado exhibe dos propiedades. Primero, consiste en un
tipo de ganas que contradice toda
forma de institución social pre-dada,
porque se trata precisamente de
la voluntad de inventar otra sociedad. La segunda propiedad se
sigue de ésta: el deseo no es una
fuerza ciega, caótica y natural, que
deba ser encauzada socialmente,
orientándola hacia ciertos objetos o
fines, como si originariamente fuese
“pura naturaleza”. Sin embargo, su
coeficiente de reserva pulsional en
relación al discurso produce ese
equívoco. Blanco lo expone con
precisión: dado que, al pertenecer
al dominio de lo inefable o del Real
lacaniano, la perversión no puede
ser expresada discursivamente, “la
perversión pasa a ser, entonces, una
potencia expresiva de la profunda
negatividad inherente al ser humano,
en permanente tensión dialéctica con
su opuesto racional vitalista” (92).
Guattari desnaturaliza el deseo,
señalando que la iniciación social
(como “ordenamiento pulsional”) es
la verdadera fuente de la existencia
social. La estatura supuestamente
caótica y natural del deseo es sólo
una figura terminal de la iniciación
subordinante. Entonces, en sentido
estricto, aquello que de la subjetividad ha sido “iniciado” socialmente
es el malestar y las ganas de otra
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sociedad, se trata de normalizar ese
“deseo” como si se tratara de un
malestar “infantil”. Lo que la subjetividad obtiene en este proceso de
autorrepresión y disciplinamiento es
la individualidad. La subjetividad se
rinde y se somete para poder gozar
de ese sentimiento inexplicable. El
deseo de otra sociedad, característico
del tiempo de la política de posiciones y de la articulación colectiva de
subjetividades, ha sido permutado,
en el tiempo del mercado y el individualismo, por el permanente deseo
de ser otro. Formalización estética
del conflicto y territorialización de
las contradicciones sociales en la
individualidad del yo.
Reconocemos en la actualidad
movimientos y prácticas urbanas
insurgentes que comportan sintonías
colectivas del malestar, y de allí una
nueva dimensión política, que no se
propone sólo a nivel de expresión
(estética), sino que plantea procesos de construcción de subjetividad
colectivas –utilizando los actuales
soportes de redes–, y cuyo principio
articulador no es la pluralidad de
individuos, sino la multiplicidad de
singularidades. La actual reflexión
sobre arte y política ha generado las
prácticas de redes que, desbordando
el concepto de “estética relacional”
de Bourriaud, generan espacios y
temporalidades de experiencias aún
no definidas por la institución. Sin
embargo, los tres artistas a los que
Fernando Blanco dedica un estudio
analítico pormenorizado en el quinto
capítulo del libro, desarrollan su
trabajo al interior del circuito e institución del arte, en el cual son hoy
reconocidos y valorados. El interés
del autor se orienta, pues, hacia
aquellas prácticas que permanecen
al interior del circuito institucional
de reconocimiento y legitimación
del arte. En sentido estricto, se
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podría decir que en éstas el arte
no sale hacia la dimensión concreta
de los conflictos sociales, sino que
más bien hacen ingresar en el arte
aquellos conflictos, con poderosos
rendimientos reflexivos que se refieren al arte mismo. Esto se debe,
por cierto, a que el problema que
opera como hilo conductor en el
libro que comentamos ha sido el
de la constitución de la identidad
individual en el campo de la subjetividad en la época del mercado.
Una de las conclusiones de la
investigación de Blanco nos resulta muy verosímil: “En las últimas
dos décadas –señala el autor–,
la transición entre dos modos de
producción, los cambios inducidos
por ella y los reajustes sociales
derivados, han visto un aumento
sostenido de la visibilidad mediática
de la subjetividad ciudadana” (226).
Pero es precisamente este certero
diagnóstico el que nos devuelve a
una cuestión antes esbozada. ¿Por
qué buscar en estos tres artistas
reconocidos y valorados la figura
crítica que permitiría poner en
cuestión el orden normalizador
estético-mediático? ¿Podríamos
acaso suponer una sintonía entre la
reflexividad y negatividad propias
del arte contemporáneo y ciertas
prácticas de la emancipación individualista que entiende la transgresión
y la diferencia como siendo fines en
sí mismos?
He reconocido en Desmemoria y
Perversión varios de los problemas
y preguntas en los que ahora me
encuentro trabajando. Las líneas
de lectura crítica que he esbozado
corresponden, pues, a instancias
de autocrítica. Agradezco entonces
a Fernando este libro que ahora
nos entrega para su reflexión y
discusión.
Reseñas
Obras citadas
Azócar, Carla R., Carlos Azócar O. y
Alberto Mayol M. El Chile profundo. Mitología de la desigualdad
en el Chile contemporáneo,
Santiago: Universidad de Chile,
Centro de Investigación en
Estructura Social, Facultad de
Ciencias Sociales, 2010.
Beck, Ulrich: La sociedad del
riesgo global. Madrid: Siglo
XXI, 2009.
Guattari, Felix y Suely Polnik.
Micropolítica. Cartografías del
Deseo. Buenos Aires:Tinta Limón,
2005.
Sorman, Guy. La economía no miente.
Buenos Aires: Sudamericana,
2008.
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