ENCUENTROS EN VERINES 1994 Casona de Verines. Pendueles (Asturias) EL POETA PERDIDO Esperanza López Parada Como espacio para desorientarse, como arquitectura ideada para inducir a error, una construcción que se levanta con el fin de confundir, de este modo se ha descrito todo laberinto. Por él, símbolo evidente de la perplejidad, que diría Borges, no transitan sólo Teseo y el Minotauro no únicamente el rey vencedor y el rey vencido, sino otros muchos que deambulan por Cnossos y pierden la vida, aquellos que jalonan con su muerte los meandros y galerías del palacio, las víctimas que vagan sin alcanzar su centro. En este instante, a estas alturas del siglo, no es fácil encontrar otro género que, como el poético, se sientan tanto en conflicto consigo y con su entorno. No existe hoy otro arte en mayor zozobra que la que sufre y por la que se pierde o se desorienta la poesía. Por eso, de ella prefiero ocuparme con mucho, como de un herido grave y urgido, de un asunto extraviado. Y lo haré con asombro, la mezcla de estupor y reconocimiento con que se mira una huella o un fósil, con que se contempla, por tanto, una forma que persiste y permanece sólo a través de lo que perdió, a través de lo que de ella ha huido, el negativo impreso de lo que fue una vez alfo de vida. Con asombro lo haré, con perplejidad. Pero también con la tristeza antes de tiempo, con la nostalgia adelantada por lo que, todavía aquí, está a punto de abandonarnos, una nostalgia por el fin de los poemas o el fin, al menos, de la lírica, tal como la recogimos y heredamos de los románticos. Es precisamente la grandiosidad de esa herencia lo que hace más precarios estos días presentes. Porque, igual que si de un linaje venido a menos se tratara, el término poesía sigue arrastrando su pasado prestigio, su aura de inefable, su oropel y su gloria. 1 Sigue convocando una cierta mística a su paso y todo un lenguaje de altos vuelos, recibido de Schiller, de Novalis o de Coleridge, cuando el poema se creía el centro del mundo, el estado ideal del hombre, el futuro de unas ciencias que hacía él convergían y lo real más absoluto, lo más real de esta existencia, cuanto más poética, más verdadera. Y aunque aquellas frases continúan obrando en nosotros como un anhelo, lo cierto es que su esplendor tiene que habérselas con el hecho lacerante y diario de verse reducidas a un papel modesto, a una franja casi, inexistente de nuestra realidad, a una presencia mínima. Lejos queda la noche en que el pueblo de Francia veló hasta el amanecer el cuerpo del poeta Víctor Hugo y lo despidió con todos los honores. Ni considerada ni apenas tenida en cuenta, muy poco editada, ni siquiera leída, en este espíritu nuestro, informatizado, tecnocrático y abusivamente ruidoso, resulta difícil asignarle un lugar nuevo a la poesía. No estoy, sin embargo, lamentándolo ni voy a negarme a lo que parece su destino. Cualquier intento por encontrarle al poema una ocupación útil, un hueco horroroso dentro de un presente que lo ignora, cualquier esfuerzo por rehabilitarlo y reinsertarlo tras la consabida y ancestral expulsión platónica –entre hombres sensatos y cultivados, no se precisan versos, Sócrates así se los prohíbe a Protágoras-, cualquier esfuerzo para reconvertirlo en actividad provechosa y eficaz me parece un afán algo ilusorio, afán ajeno al poema mismo; un trabajo hasta quirúrgico si exige extirpar la parte más inservible, menos rentable, más desorientada – es decir, más oscura- de la palabra poética. ¿Para qué poetas en tiempos de miseria?, repetimos, sin embargo, la antigua, la impertinente pregunta, la espinosa cuestión sin respuesta; puesto que, ahora como nunca desde que Hölderlin la formulara, se nos insinúa desde el poema, ya incorporado a él con el tono de una vieja deuda, naciendo éste de su propia imposibilidad para contestarse. ¿Para qué, realmente? No se sabe qué falta hagan los poetas en la indigencia. / A pesar de todo los hay, me dices / Y son cual aquellos sacerdotes consagrados al dios del vino que, de tierra en tierra, en noche sagrada erraban perdidos. Y nos importa, no es crucial que en estos años confusos, como sacerdotes de un culto caduco hombres sin relevancia; que anden extraviados los poetas en el laberinto de la postmodernidad. Porque, quizá, no podríamos adjudicarles otro papel mayor ni función más grave ésta penosamente suya, de no tener, en propiedad fusión ni papel 2 alguno. Quizá éste sea su nuevo y verdadero perfil: el de un vagabundo, el de un hombre perdido, un desheredado, alguien sin sitio fijo, incómodo en cualquier parte y ausente en todas. Así, de hecho, Hugo von Haofmannsthal saludaba al joven poeta, al poeta reciente, igual que a un rey peregrino y errante, vuelto de Tierra Santa, que nadie reconoce ni honra. Entra en su casa como un mendigo para vivir por caridad, en el espacio miserable bajo las escaleras de su propio palacio. Allí habita, nos cuenta Hofmannsthal, el nuevo poeta, en las tinieblas de su laberinto, junto a los perros, extranjero, aunque en su patria. Oye y ve a su mujer, sus hermanos y sus hijos subir y descender los escalones, hablando de él como de un desaparecido; y, no obstante, él está, sin que nadie se ocupe. No es más que un oído o un ojo, el gran espectador de cada rosa, el compañero disimulado, sopesándolo todo en una balanza invisible, sin ser dueño de nada y teniéndolo, sin embargo, como señor ninguno poseyó jamás su reino, ya que conoce el esplendor de arriba y la insolencia de la cocinera, la elegancia del trono y el suspiro del más humilde de sus servidores. Desde el espacio angosto al que se le ha relegado, desde su exilio bajo las escaleras, el poeta ve pasar todas las cosas, mira y mide el giro de su tiempo. Por tanto, así apartada, así perdida, reducida a un existir en los márgenes, en tierras fronterizas, sin uso ni sentido, alejada de cualquiera poder es como la poesía empieza a ejercer alguno: un poder extraído de su marginalidad, de la autonomía que dicha marginalidad le asegura, de su extravío en el laberinto. Y contra la verbosidad mediática e informativa que nos circunda, ella sobrevive merced a su decir silencioso entre el decir comprometido, situado y apabullante del mundo. Pero si habla, es de un modo libre, sin imposiciones –ni siquiera las que le piden ubicarse un empleo seguro y ubicado- y sólo para quien tenga oídos. Citando un ensayo iluminador de Han Georg Gadamer sobre esta pervivencia clandestina y extraviada de lo poético, hoy la poesía ha bajado necesariamente el tono (...). Igual que los mensajes confidenciales se transmiten en voz baja, para que no lleguen a quien no deben, lo mismo ocurre con el lenguaje del poeta (...) y en época de potenciación eléctrica de la voz, sólo la palabra silenciosa encuentra lo común del Tú y del Yo (...) y conjura lo humano. No se trataría entonces de condolerse porque la poesía haya entrando en crisis, haya entrado en el laberinto; puesto que la crisis o el laberinto –como señala Francis Ponge- puede considerarse su movimiento más puro y más propio, la separa de rango o 3 protagonismo, la que la divide y aparta de cualquier intervención precisa en estas horas para propiciarle otra intervención plena y más sutil. Hay una última imagen que podría acompañar elocuentemente la anterior fábula del rey mendigo, una imagen evocada por el poeta irlandés Heaney a la hora de explicarse esta paradoja, esta posible utilidad inútil del poema. Ni que decir tiene que Heaney se desespera ante la fuerza nula del verso, pero supone que su eficacia debe residir en otra parte. Y recuerda entonces el episodio extraño en los Evangelios de la mujer adúltera, cuando Jesús aguarda dibujando un laberinto, escribiendo en el suelo, que alguien entre la multitud, libre de pecado, arroje la piedra y condene a la acusada. La poesía es ese trazado en la arena, al borde y como fuera de los hechos, que se creería no interviene en el presente de la historia, en este ahora, pero, no obstante y misteriosamente, lo determina: algo sin participación señalada en el desenlace y, aun así, decisiva; algo que no ruega ni actúa y sin embargo, se expresa; palabras al margen bajo la escalera, palabras que no se reconocen ni se escuchan, palabras perdidas pero que están de algún modo raro e indudable. Están y se manifiestan. 4