Lectura del Capítulo del Combate con el Djazaïr

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EL COMBATE. EL JABEQUE DJAZAÏR
La Venus se encontraba al nornordeste y a trece leguas de la capital de la
regencia de Argel. El viento flojo la impulsaba a tres nudos escasos. La derrota
prevista, con más de treinta leguas por la proa, apuntaba a la mediana entre las
islas de Ibiza y Mallorca. Luis de Regalado analizaba los rumbos plasmados en
papel de seda, sobrepuesto a una carta nueva. Álvaro no perdía ripio de las
explicaciones del nauta.
Una voz de alerta cerró la práctica.
—¡Vela por barlovento! ¡Por la amura de babor! —gritó el vigía de la cofa del
palo trinquete.
—¡Moncada, suba al juanete! A ver si puede distinguir el pabellón y clase —
ordenó Basterrechea.
Con rapidez el guardiamarina se dirigió a la tabla de jarcia de barlovento.
Comenzó la ascensión con agilidad. Se fijó en el marinero que le antecedía era el
guardián Tortolero. Su compañía le infundió seguridad.
—Gracias, Tortolero—. Álvaro Moncada reconoció la ayuda que le ofrecía el
guardián para incorporarse a la cofa, una vez superada la siempre incomoda y
peligrosa arraigada de acceso a la plataforma.
Los dos ajustaron los catalejos al punto que señalaba el serviola.
—Mucho trapo para un solo barco o muchos palos para un solo navío —dijo
Tortolero después de observar un buen rato.
—A mí me parece ver dos velas distintas —observó el menorquín.
—Efectivamente, caballero. ¡Buena vista! Creo que es mejor que informe
desde aquí, desde las alturas, mientras el oficial no tome una decisión. Le
necesita mejor aquí.
—¡Nos necesitan!
—No, caballero, cada uno en su sitio. Yo mareando todas estas «putas
cuerdas» y usted mandando en su puesto.
—¿Cuerdas…?
—Sí, cuerdas, así es como les llamo cuando estoy hasta… ¡Cuerdas como
cabos sin padre conocido!
—¡Dos velas, mi oficial! ¡Dos velas por la amura de babor! —gritó con fuerza
el alumno.
A pesar de la intensidad de la advertencia de Álvaro, el oficial de guardia
intuyó, más que oyó, lo que cantaba el guardiamarina. La discusión en el alcázar,
sobre si era uno o dos barcos parecía resuelta. El alférez de navío Basterrechea
oteó con su largomira.
—Son dos velas distintas, a unas dos leguas diría yo, da la impresión que hay
remolque de por medio, o si acaso una proximidad excesiva, mi comandante.
—Por el rumbo que llevan deben de ir en demanda de Argel —evaluó el piloto.
—Como si vienen de tierra santa. Nos van a distraer de la maniobra de
aproximación a las Islas —dijo secamente el capitán de fragata González de
Guinal.
El viento bonancible continuaba del nornordeste rolando por momentos al
lesnordeste.
—Timonel, caña a sotavento, este cuarta al sudeste —ordenó el comandante
al objeto de establecer rumbos encontrados.
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Durante más de una hora los dos buques desconocidos mantuvieron el rumbo
sin variación. Se divisaba con claridad el primero de ellos: lo que parecía en
principio un bergantín o quizás una fragata pequeña, se convirtió en un
«chambequín» mercante, un híbrido entre jabeque y bergantín con aparejo de
fragata. El segundo buque, tapado por su compañero, continuaba siendo una
incógnita. Aproximadamente a tres millas de distancia los dos buques iniciaron
maniobra franca de arribada sobre la popa de la Venus.
—¡Bandera holandesa! —anunció Álvaro desde la observación privilegiada
que le daba la cofa.
—Comandante, han cambiado de rumbo y parece que nos quieren olisquear
cual canes —dijo Basterrechea.
—Ya sabe la respuesta. ¡A sotavento, timonel! ¡Aproveche todo!
—¡Cubierta, atentos! ¡Bracear a ceñir!
Las derrotas eran de vuelta encontrada. A pesar de la escasez de viento la
distancia continuaba reduciéndose favoreciendo la maniobra de los abanderados
holandeses al tener ganado el barlovento.
El oficial de guardia oteó con sumo detalle al «chambequín». La carga era
visible en la cubierta principal, en demostración de sobrecarga o mala estiba. A la
vista no había muchos marineros en la maniobra: parecía un mercante escaso de
personal. Intentó, sin conseguirlo, distinguir el porte del segundo buque que
seguía enmascarado por el trapo del primero.
—No sé lo que hacen por estas aguas dos mercantes holandeses, no están
en la ruta habitual, pero… ¡Nunca son de fiar! —dijo el comandante.
—A mí me extraña la mala estiba que lleva. Es impropio de unos buenos
profesionales como los «oranges» —apostilló Basterrechea.
—¡Timonel!, ¡continúe arrimando al viento! —voceó el comandante. Con más
tranquilidad se dirigió al oficial de guardia—. Vamos a reconocer a los
holandeses. Prepararen el cañón de cortesía de la batería de babor.
Una vez cumplida su misión, Álvaro bajó de dos en dos los flechastes. Dudó
en elegir una driza u otra jarcia fija para bajar deslizándose como a veces lo
hacían los gavieros, decidió dejarlo para otra ocasión en que no estuviese de
guardia. Ya en cubierta y cuando aún no había recuperado el resuello fue
nuevamente requerido.
—Moncada, trasmita al condestable que afine la puntería a un cable por la
proa, no quiero que por un mal fario le levantemos la jarcia —ordenó el oficial.
Álvaro corrió hacia el puesto del guardiamarina de cubierta. No lo encontró.
—¡Tomás! ¿No está de guardia el capullo de Ravaschiero?
—Sí, pero creo que tu amigo al verte venir tan decidido decidió visitar a los
jardines.
—¡Déjate de bromas, Tomás! ¡Cabo de artillería! ¡Artillero de guardia!
—A la orden, caballero —dijo sin mucho entusiasmo el cabo artillero.
—Prepare el cañón de proa número uno. Ponga la puntería a cero y a la orden
dispare, hay que mandarles un recado a esos holandeses. ¡De aviso y a un cable
por la proa!
—Caballero, ¿prepararemos alguno más por si pifiamos a la primera? —
preguntó el cabo.
Álvaro asintió sin mucha convicción.
—¡Artilleros del uno, del tres y cinco! ¡Listos! ¡Destrincar! ¡Quiero ver esas
mechas humeando!, ¡coño! —exigió el cabo.
Antes que los tres cañones entrasen en batería, se dio la orden de
zafarrancho de combate para facilitar la maniobra. Todo el equipaje, marineros,
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artilleros y soldados ocuparon sus puestos con la rapidez exigida en un ejercicio.
Las voces de contramaestres y guardianes, algún rebencazo y picadas de chifle
consiguieron que los puestos se cubriesen con prontitud.
Sin muchos miramientos, mazo y hachuela en ristre, los carpinteros y
calafates acometieron su función desmontando mamparos y lonas quedando la
batería zafa sin impedimentos para circular, totalmente corrida. En cubierta se
formaron los parapetos con los cois, dejando sin colocar, en un exceso de
confianza, las redes de protección; igualmente no se aseguraron («abozaron») las
vergas: por lo que quedaron confiadas a la jarcia ordinaria.
Álvaro se cruzó con el segundo comandante, teniente de navío Francisco
Valderrama, que se dirigía a su puesto de combate en el castillo. Se separó para
franquearle el paso, éste le indicó con la mano que continuase: no era tiempo de
cortesías.
A pesar de que el viento no ayudaba en exceso, el andar y la velocidad se
estancaba en tres nudos. El tiempo de encuentro, al ir a rumbos encontrados, se
reducía considerablemente.
—Comandante, quince minutos para estar a media milla de distancia, si ellos
continúan con el mismo rumbo y andar —calculó el piloto.
—Órdenes para el segundo comandante y para el oficial de la batería
Montemayor —decretó el comandante—. Que ejecuten la bienvenida al llegar a
tres cables.
El oficial de guardia indicó a Álvaro que corriese la orden a los oficiales. Se
abrió paso en el alcázar en donde Obregón se encargaba de la defensa de la
bandera y Jáuregui de las señales. «Me tocó de ejercer de Mercurio», pensó
Álvaro. Corrió a proa para transmitir la orden.
Llegada la distancia ordenada, el oficial de batería hizo una señal al cabo
artillero Barallobre y a continuación ordenó: «Fuego el uno». El disparo con el
ruido atronador de un cañón «de a 18» sorprendió a Álvaro en las cercanías; al
instante sintió un dolor punzante en los tímpanos, durante unos momentos no oía
otra cosa que el retumbar de la detonación. El rebufo del cañonazo, al tirar en
contra del viento, le hizo sentir el sabor acre de la pólvora detonada y minúsculas
quemaduras sembraron su rostro. El catalejo le protegió el ojo derecho en el que
recibió un pequeño golpe producto del sobresalto, salvándose de las pavesas el
izquierdo al mantenerlo cerrado en la observación. A pesar del percance
mentalmente contó: «uno, dos, tres, cua…» hasta ver el pique de la bala. El
impacto por la proa del «chambequín» a una distancia inferior a la ordenada. La
embarcación mercante largó escotas como respuesta, flameando las velas y
perdiendo arrancada. Arrió el pabellón, ante el asombro del capitán de fragata
Guinal. Más sorprendente fue observar como por la proa emergían —como si la
expulsase de sus entrañas—, las velas latinas de vivos colores de un jabeque. El
palo trinquete inclinado de forma acusada y las portas abiertas con los cañones
«de a 12» desafiantes y en posición. Antes de mostrar la totalidad de su costado a
los atónitos marinos del rey católico, disparó los siete primeros cañones de proa.
El tiro fue a desarbolar. La escasa distancia, inferior a tres cables, lo dispersó de
la metralla y las balas encadenadas produjeron un efecto demoledor en la popa
de la Venus, llevándose por delante la jarcia del palo de mesana, apeando la
sobremesana y dejando la cangreja con daños serios en la obencadura del palo.
—¡Toda la caña a babor!, ¡rumbo sur! —ordenó el comandante de manera
instintiva.
Álvaro, desde el combés, observó la ruina producida en la toldilla y en el
alcázar de la fragata. Se incorporó a su puesto en el momento que el oficial de
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batería ordenaba una tardía andanada defensiva. Los pocos proyectiles que
llegaron a buen término alcanzaron exclusivamente al «chambequín» librándose
el jabeque de la ira de la Venus.
En cubierta las maniobras se sucedían con apremio sabedores del peligro en
que se encontraban. Los contramaestres voceaban y acompasaban las acciones
con sus silbatos. «Bracear por babor», «arriar brazas y escotas de estribor»,
«arriar amuras y bolinas de babor».
—¡Más gente a esa braza, coño! —La voz del contramaestre Augusto Servia
se hacía oír con nitidez—. ¡Arriar un poco los chafaldetes, joder! ¡Vuelta a las
brazas!
Lentamente la fragata presentaba la popa al jabeque corsario que lucía con
orgullo el pabellón argelino. En los costados del alcázar paneles recargados con
adornos geométricos y motivos vegetales que rodeaban amenazadores alfanjes,
todo en tallas y relieves dorados que denotaban la importancia del arráez que
comandaba el jabeque, por el porte emparentado o al menos hombre de
confianza del mismísimo Bey Muhammad.
A pesar del esfuerzo de la marinería, la evolución en la Venus era
angustiosamente lenta.
En el toma y daca artillero el atacante disparó los seis cañones restantes de la
banda de babor. En esta ocasión los resultados no fueron tan aparentes, pero por
desgracia para la Venus igualmente efectivos, resultando alcanzada en la popa.
—¡Fallo de gobierno, comandante! ¡Fallo de gobierno! —gritó como un
poseído el timonel.
Luis de Regalado comprobó que la caña no ofrecía resistencia alguna: era
evidente que la fragata estaba sin timón.
El comandante se situó en la parte más a proa del alcázar para liberarse del
velo de lona que cubría la popa del barco alejándose del destrozo producido en el
coronamiento.
—¡Distancia al jabeque!
—Tres cables, comandante —coincidieron en la apreciación Regalado y
Álvaro.
—A pesar del descalabro nos hemos alejado del infiel —dijo un desnortado
guardiamarina Jáuregui. La primera andanada lo había lanzado contra la cubierta
recibiendo un fuerte golpe; en la segunda, cuando aún no se había incorporado,
un trozo de la tapa de la caja de banderas, en las que estaba apoyado al
comienzo de la acción, le golpeó en la cabeza.
—Mi brigadier, ¿necesitas ayuda? —preguntó. Obregón se afanaba para
reparar la driza del pico de mesana donde ondeaba la bandera.
—No gracias, voy a izar otra en el mayor. Quédate sobre mano aguantando la
de pico.
La situación era desesperada: sin gobierno y sin velamen en un palo, era
cuestión de tiempo que el jabeque llegase a tener la ventaja de su mano. De
menor porte contaba con su mayor velocidad y maniobrabilidad.
El comandante quiso conocer las opiniones de sus oficiales:
—¡Llamada de oficiales! —ordenó.
Antes de comenzar la reunión, el maestro carpintero llegó renqueante con el
resumen y novedad de la avería.
—Mi comandante, los daños son serios, nos han volado las uñas de la caña
del timón y faltan los guardines. El buzo entiende que con un aparejo de fortuna
se podría apuntalar a la vía o a una banda.
—¿Una mínima maniobrabilidad?
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—No, señor. Aunque se podría fijar con la inclinación que desee, cada vez
que se varíe se repetiría el apuntalamiento y se podría cambiar tres o cuatro
veces, no más. No aguantaría tanto clavo la pala del timón.
Se abría una ligera esperanza.
—Fíjela a la vía.
Los oficiales acudieron a la reunión que se realizó en el combés en
prevención de que algún disparo de fortuna de los cañones de caza del jabeque
alcanzase al grupo dejando sin mando al buque. A tres cables de distancia la
puntería no era demasiado efectiva pero no había que olvidar que permanecían
en el alcance de las piezas situadas a banda y banda sobresaliendo por la proa y
apuntando en la dirección del buque. Como era habitual en los argelinos eran de
un calibre mayor que los de costado.
El comandante abrió la reunión:
—Con solo dos cañones guardatimones (en popa) no podemos mantenerlos a
raya. Pero si conseguimos maniobrar y presentar el costado les daríamos un
escarmiento a esos hijos de Alá. ¿Alguna propuesta?
El segundo comandante se adelantó.
—Yo apuntalaría la pala para caer a babor. Repondría todo el trapo en popa
que se pueda y arriaría toda a proa: trinquete y foques. Así tendríamos una caída
rápida y podríamos mandarles una andanada con toda la artillería del costado, por
contra quedaríamos como batería flotante durante un tiempo.
El comandante aparentó sopesar la idea. Los oficiales se miraron entre sí con
gesto afirmativo. Al no existir alternativa dijo:
—¡Propuesta aprobada! ¡Todo el mundo a sus puestos!
Los guardiamarinas de toldilla ayudaban como uno más en situar como
guardatimones dos piezas «de a 8», ideales para contrarrestar las situaciones de
persecución y caza por alcance y puntería.
—Moncada, hágase cargo de la observación de los disparos de las dos piezas
—ordenó el alférez de navío Montemayor—. El cabo artillero Lamela es el mejor
de la batería. Tiren con seguridad.
Una cadena de soldados y marineros aprovisionó una chilera de fortuna
común a las dos piezas al estar las del firme destrozadas por los impactos
recibidos. El condestable avisó que las cargas estaban reguladas a 3 libras de
pólvora. La tarea más laboriosa fue desplazar las dos piezas de los costados.
Mover las más de dos mil libras de peso de cada montaje supuso un esfuerzo
sobrehumano.
Bajo el fuego de los cañones de caza del jabeque, las operaciones de
aprestar la artillería dieron su fruto.
Lamela liberó, con la boca, el tapín del cuerno de pólvora fina. Cebó con
rapidez el oído de los cañones.
—¡Piezas listas, mi oficial! —bramó.
—¡Fuego! —ordenó el alférez de navío Montemayor—. ¡A discreción!
¡Moncada, corrija el tiro y queme mecha!
Álvaro intervenía en un combate antes de lo esperado. La garganta le
abrasaba, a la sequedad de la excitación propia se unía el efecto del rebufo del
cañonazo de aviso.
El cabo Lamela, con discreta mímica —en otra situación se consideraría
graciosa—, miró al joven guardiamarina, señaló el costado de dónde provenía el
viento, a continuación abrió ostensiblemente la boca y simuló embozarse alzando
el cuello de la camisa, indicándole así a Álvaro que se situase a barlovento de las
piezas y que se cubriese la nariz con el pañuelo manteniendo la boca abierta. El
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menorquín se situó en el farol de babor, sitio ideal de observación. Lamela aplicó
el botafuego al oído del cañón de sotavento.
En esta ocasión el ruido de la detonación no sorprendió a Álvaro. El pique
sobrepasó a la embarcación argelina y se perdió en la distancia aparentemente
abierto a la banda de estribor del jabeque.
—¡Largo medio cable escaso!, ¡por estribor del jabeque! —gritó Álvaro sin
dejar de observar por el catalejo.
Dos cañonazos del jabeque levantaron dos columnas de agua a escasa
distancia de la popa de la Venus. La respuesta, un disparo corto y centrado con el
cañón de barlovento.
Antes de finalizar la carga del otro cañón, el jabeque en un tiro rápido volvió a
alcanzar el palo mesana de la fragata. Esta vez lo desarboló por completo
quebrándose a un tercio de la fogonadura. Una lluvia de astillas cayó sobre los
servidores de los cañones. Un grumete que no superaba los catorce años fue
alcanzado en la garganta muriendo en el acto. Un artillero yacía en cubierta con la
cabeza abierta, como si fuese una calabaza. Entre la pasta que formaban la
sangre y la arena antideslizante un timonel intentaba vanamente extraerse un
trozo de cabilla clavada en el muslo, un surtidor de sangre roja indicaba que le
había seccionado la femoral. Obregón se abalanzó sobre el desdichado anudando
su corbata cerca de la ingle formando un torniquete y utilizando otro trozo de
cabilla para retorcer el paño presionando con fuerza por encima de la herida.
Hasta finalizar la operación no sintió el calor de la sangre del artillero que
empapaba su chupa y camisa.
—¡Bajarlo! ¡Rápido! ¡Qué se desangra! —ordenó Montemayor.
Un grumete y un criado de oficiales bajaron al herido a la cámara baja que
servía de enfermería y quirófano.
Repuestos del impacto, Álvaro y Lamela continuaron con el duelo artillero.
Antes de que el jabeque pudiese responder —tiraba con una cadencia de dos
minutos—, recibió un impacto en la amura de estribor inutilizando el cañón de
esta banda. A partir de ese momento el buque argelino inició una serie de
frenéticas bordadas defensivas, a la mala, dificultando la labor de puntería del
primerizo observador de la fragata. A la quinta salva un impacto en el paño de la
vela trinquete del jabeque disminuyó su maniobrabilidad. El arráez decidió
renunciar a los disparos de caza cambiando su estrategia. Varió el rumbo, se
situó por la aleta de babor, manteniéndose en un sector muerto fuera de tiro de la
Venus. Ante la diferencia de bordas el berberisco estaba retrasando lo que
parecía un inminente abordaje continuando con la estrategia de acoso y tiro
ocasional que se volvería más efectivo al reponer la pieza de proa y reparar la
lona de trinquete.
El cabo Lamela intentó orientar los dos cañones hacia la banda para enfilar al
jabeque. Los artilleros halaron con todas sus fuerzas de los palanquines a la vez
que empleaban los pies de cabra para apalancar y hacer virar los cañones. Al
límite de giro el cabo dio orden de fuego a los dos montajes… salva inútil.
—¡Fuera de línea, mi oficial! ¡Ángulo muerto con los guardatimones! —grito
Álvaro.
—¡Enterado, Moncada! —respondió Montemayor.
La estrategia de dejarse alcanzar, sin poder disparar pero sin recibir el fuego
enemigo, dio un respiro a la dotación de la Venus. Un tiempo necesario para
organizar los trozos de abordaje y reforzar el espíritu con la participación del
capellán.
—¡Páter, ejerza su sagrado ministerio! —ordenó el comandante.
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El capellán propuso una homilía de preparación para la confesión general. El
comandante, después de sopesar la situación, decidió que fuese lo más breve
posible. No sin mostrar su disconformidad el clérigo pronunció una corta prédica
como preludio de la consagración de las sagradas formas y de la absolución
general que iba a impartir.
—… pedir perdón a Dios para que con su gracia transforme en contrición
perfecta vuestro sentido arrepentimiento —finalizó la preparación. Dejó un corto
espacio para arrepentimiento y enmienda individual de los marinos. El silencio
producido hacía audible, a pesar de la distancia, los gritos de los corsarios
argelinos.
El clérigo inició la liturgia marcando en exceso la pronunciación de las
«erres»:
—Deus, Pater misericordiarum, qui per mortem et resurrectionem Filii sui
mundum… Álvaro, concentrado en su trabajo no prestó atención a las palabras
del capellán pero la solemnidad y boato empleado en el comienzo del rito de la
confesión y absolución general, le hizo llegar hasta sus oídos la palabra
«mortem», resonando en su mente con tintes dramáticos. Acababa de ver morir a
dos hombres, uno casi un niño. Se estremeció, tragó saliva. A muchos
componentes de la dotación el invocar la guerra al infiel les insuflaba el ánimo
necesario para el jugarse la vida sin más análisis. En su caso era más simple,
tendría que cumplir con su obligación y defender su vida antes de entregarla
gratuitamente en martirio.
El Páter continuaba con voz grave, dando a cada palabra un tono de cruzada
y guerra santa:
—Ego vos absolvo a peccatis vestris in nomine Patris, et Filii, et Spiritus
Sancti.
La respuesta de la tripulación con el sonoro «amén», abrió un nuevo silencio
de reflexión, roto prematuramente por el rimbombante tronar de tambor llamando
al combate.
—Recuerdo a todos —alzó la voz el capellán—, que a pesar de haber
comulgado en la misa de esta mañana, podrán recibir el sacrosanto viático para
acometer, en caso de que el Altísimo lo decrete, la última singladura ante su
presencia.
Después de esta exhortación, basada como casi siempre en el temor a Dios,
se retiró al costado de estribor del alcázar llevando entre las manos un artístico
copón lleno de hostias recién consagradas. El comandante fue el primero en
comulgar siguiendo tras él, por orden de mando y antigüedad, la dotación de
servicio en el alcázar, desde los oficiales hasta la marinería. Con el copón
descubierto, el capellán acompañado por el monaguillo, recorrió después todos
los recovecos de la fragata ofreciendo el santo sacramento en los puestos de
combate. Bendijo ex profeso a todos los que tenían su puesto de combate en las
alturas de cofas y jarcias.
El segundo comandante solicitó el recuento de la tropa de infantería.
Cubiertos los puestos de tiradores en las cofas de trinquete y mayor, los
correspondientes al palo mesana se asignaron al trozo de abordaje concentrado
en el alcázar. Contar con más de cuarenta tiradores era una potencia de fuego de
fusilería digna de considerar.
El Sargento dio el parte de número y posición de los infantes después de
asegurarse la distribución de cartuchos, balas y piedras de chispa recibidas del
oficial armero. Siguiendo las ordenanzas, a cada fusilero se le dotó con su
armamento completo, sable y bayoneta incluida. Debido al buen tiempo la
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uniformidad se ordenó sin casaca, con chupa y birretina. Sin abandonar los
puestos en la batería a los artilleros se les recordó e instruyó sobre el armamento
que deberían recoger en el alcázar y castillo: fusiles, pistolas, sables, chuzos y
demás armamento. Igualmente a la marinería se les asignó hachas y hachuelas, y
otras armas blancas. Se reservaron los chicotes con gancho de abordaje a
marineros avezados. El ayudante de condestable preparó frascos de fuego y
granadas.
El alférez de navío Montemayor recorrió uno a uno los cañones de la banda
de babor ordenando cerrar la puntería con los cañones del centro a tirar a
desmantelar y sobre cubierta con metralla y palanquetas de dos balas unidas por
barra; los de proa y popa cargados con bala rasa.
La aproximación de los berberiscos hacía aconsejable no demorar más el
ardid defensivo previsto.
«Batería lista», se oyó con fuerza. El comandante inició la maniobra.
—¡Maestro! Fije la pala a babor.
El primer carpintero masculló:
—Casa sin mujer y barco sin timón, igual cosa son.
Dio la orden de girar el cabestrante de popa, moviendo con gran esfuerzo la
pala del timón y al tiempo que liberaba paulatinamente las trincas. Con ayuda de
carpinteros y calafates desde la lancha de servicio, el buzo consiguió el objetivo.
En el castillo el contramaestre Augusto Servia se desgañitaba, repartiendo
órdenes entre foques y trinquete.
—¡Quitar vuelta a las drizas de foques!, ¡halar cargaderas!
Mano sobre mano, y a una velocidad nunca alcanzada en las prácticas, se
arriaron los foques
—Cuidado con las escotas, ¡joder!, arríen con cuidado.
Continuó dando órdenes que se oían con claridad en popa.
—¡Coño, vais a conseguir más bajas con los zapatazos que largan los puños
del paño que las que nos haga el moro con sus cañonazos, me cago en la…! —
bramó el primer contramaestre.
En juanetes y velacho se recogió el paño en su orden. En la vela trinquete se
realizó la maniobra cargando todo a un tiempo, con un resultado extremo en
rapidez. El efecto del viento sobre las velas del mayor y los restos de las de popa,
ofreciendo resistencia, hizo caer la proa hasta 8 cuartas, quedando en una
posición perpendicular al rumbo que llevaba, de esta suerte desde todas las miras
de la batería de babor se divisaba el jabeque.
Sorprendido el arráez por la maniobra de la Venus, reaccionó con prontitud y
en un movimiento que desde el barco español no se había previsto, ordenó largar
los remos de apoyo y en una verdadera ciaboga presentó el costado de estribor
en el momento que la Venus descargaba toda su potencia. La andanada pareció
partir en dos al argelino, el número de bajas fue importante. Solamente pudo
responder de forma apresurada con los cañones de proa y popa. El palo y verga
mayor habían desaparecido.
Entre vítores a la Virgen del Rosario y al Cristo Crucificado, la dotación de la
Venus recibió sin mucho contratiempo la descarga parcial del jabeque que causó
una docena de bajas en el castillo, la mayoría de astillazos y contusiones. La
situación se había invertido: ¡el cazador, cazado!
La clásica soberbia bereber no anunciaba una rendición pronta: así fue.
Aprovechando el andar de los remos y la corta distancia a recorrer, realizó una
ciaboga enfilando al enemigo en un previsible abordaje a la desesperada. Dirigió
la proa al centro de la Venus, evocando a las afamadas galeras piratas.
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—¡Aligerar el combés! ¡Aligerar el combés! —gritó el segundo comandante.
—Da tiempo a una salva, mi segundo —dijo el cabo Barallobre.
—Bien, cuando estén en batería, todo el mundo fuera excepto los cabos
cañón. Disparen a voluntad.
La zona central de la Venus quedó prácticamente desierta, únicamente los
tiradores especialistas en las cofas y los cabos artilleros en las baterías
permanecían en su sitio.
—¡Moncada!, ¡Jáuregui! A las órdenes del alférez de navío Montemayor en el
trozo de abordaje —dijo Basterrechea.
Los jóvenes tuvieron el tiempo justo de incorporarse a sus puestos. El oficial
asignó a cada uno el mando de un rancho, aunque en el combate inminente la
voz de mando sería válida solo en el primer ataque. Álvaro observó a la izquierda
a su compañero Ayala al mando de otra partida. Pensó como estarían sus amigos
Jordá y Montes en espera del pronto choque, a ambos les correspondía luchar en
el trozo del castillo. Vio, cercana, la figura altiva de Pomar, con el sable en una
mano y un trabuco francés de cañón de plata grabado en la otra.
Tortolero se acercó portando un verdadero arsenal.
—Caballero Moncada, un honor estar a su lado —saludó.
—Igualmente, nostramo —le ascendió de empleo el menorquín.
El guardiamarina sintió una repentina sequedad en la boca, chascó la lengua;
tragó saliva, notó que le invadía un intenso sabor a sangre. Maquinalmente abría
y cerraba con fuerza la mano izquierda, en la diestra asía el sable familiar con la
misma intensidad. La casaca parecía haber medrado tornándose el paño más
rígido, la camisa empapada contribuía al frío intenso que le invadía. Unas gotas
de sudor recorrían su espalda. Inspiró con fuerza desusada.
—Tome, don Álvaro —le entrego una pistola de largo cañón—. Está cargada,
después del disparo la puede utilizar de cachiporra.
Le miró fijamente evaluando el vigor que el guardiamarina escondía bajo el
rígido uniforme. Le ofreció un caneco de ron jamaicano que portaba un grumete.
—¿Un trago para combatir el fresco?
Álvaro notó la dureza de la bebida, un ardor inmediato invadió todo su cuerpo.
—Usted tiene brazo para manejar un alfanje ¿Sabe manejarlo? ¿Quiere uno?
—ofreció Tortolero.
—Muchas gracias, pero prefiero mi sable —contestó Álvaro, guardó la pistola
de cañón corto en la cintura de su calzón.
—Tiene buena apariencia —dijo el guardián señalando el sable del
menorquín—, perdone… por un momento creí que era de fantasía —se disculpó
el guardián.
—Ha derramado mucha sangre y siempre defendiendo a nuestros legítimos
señores y el honor de la casa.
El sable heredado de sus mayores tenía una ligera curvatura y un peso
superior a los oficiales, afilado como una catana podía seccionar un brazo de un
solo golpe.
El jabeque estaba a tiro de pistola, el cambio de ritmo de tambores y pífanos
al toque de calacuerda fue el preludio de una lluvia de pequeños frascos de fuego
lanzados por los argelinos. La respuesta de la Venus fue una descarga de
fusilería para proteger a la marinería que con arena y agua intentaban apagar los
artefactos incendiarios. Desde las cofas esperaban el momento de lanzar
granadas de mecha. El intercambio de disparos de mosquete se generalizó
aunque con poca eficacia por ambos bandos: los parapetos de los pasillos de la
fragata eran efectivos.
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—¡Coño, tiene la roda de hierro!, ¡parece un espolón! —dijo Luis de Regalado,
que a pesar de la cercanía recorría con el catalejo los detalles del buque que se
acercaba.
—¡Desalojar el combés cagando centellas! ¡Nos va a ensartar! ¡Se va a clavar
en el costado!—grito Basterrechea.
Antes de que se produjera el impacto, más que abordaje, tres cañones del
centro de la batería de la Venus abrieron fuego, una bala impactó en la amura
produciendo un agujero limpio, recorrió la mitad de la eslora del jabeque, otra se
llevó por delante varios remos de una banda produciendo un número elevado de
bajas en los remeros al ser golpeados brutalmente por los propios guiones al
recibir en las cañas el impacto.
El choque entre embarcaciones fue pavoroso, la proa del jabeque se incrustó,
incidiendo en el combés entre dos cuadernas próximas a la mesa de guarnición
del palo mayor. Sufrió la embestida transmitiendo la fuerza del impacto a palos y
vergas. Los fusileros de la cofa fueron despedidos al vació con una fuerza
inusitada. Las granadas de mecha —rellenas de metralla— cayeron
inofensivamente al mar, todas excepto una que acompañó al bombero que la iba
a lanzar y que explosionó en la escotilla del alcázar, causando dos muertos y
cuatro heridos. La afilada proa metálica del argelino partió el forro exterior y
durmientes, se apoyó en la primera cubierta montándose sobre ella, traspasó el
pasillo de estribor y el palo bauprés llegó a la línea de crujía del español. La
fuerza absorbida por durmientes y trancaniles y la propia resistencia de los
tablones de cubierta habían salvado a la Venus: Lo inesperado de la maniobra
sembró el desconcierto en los trozos de abordaje de la fragata. ¡Esperaban
abordar y habían sido abordados!
—¡Maestro, informe de daños! —apremió el comandante.
La curiosa situación en que habían quedado los dos buques había invertido la
ventaja de la altura de borda; ahora era el jabeque quien dominaba; eso sí, a
costa de que su popa quedase preocupantemente a muy bajo nivel.
De las amuras y proa se descolgaron entre un enorme griterío una horda de
beréberes, jenízaros turcos, mamelucos egipcios y nubios libertos unidos por la
causa común del corsario y por el hecho de que no estaban dispuestos a ser
ejecutados si los apresaban los españoles. Pasado los primeros momentos en
que la fiereza de los piratas y el uso por su parte de trabucos cargados con
metralla parecían que decantaban el combate cuerpo a cuerpo a favor de los
africanos.
Montemayor exhortó a los hombres que instintivamente retrocedieron ante la
masacre producida entre los componentes de la primera línea. Tenían que salir de
la ratonera en que se había convertido el costado del alcázar. Las descargas
dieron paso al combate cuerpo a cuerpo: las armas blancas tomaron
protagonismo. El oficial dio orden a Ayala de defender el pasillo de estribor para
mantener la comunicación proa popa. El rancho, reforzado por un pelotón de
fusileros, tomó posiciones en los parapetos de la banda apilados en cubierta,
parecían emboscados en un puesto de caza, con las bayonetas caladas
esperando el combate cercano. Se estableció como alternativa la defensa de tiro,
carga y espera en dos líneas.
Álvaro disparó su «pistolón» alcanzando a un turco que siguió combatiendo a
pesar del balazo en el pecho. Cambió la pistola por un pequeño sable de abordaje
que pasó a la mano izquierda mientras en la derecha blandía el sable familiar. Dio
unos pasos adelante arrastrando con él a todo el rancho, Tortolero se mantenía a
su izquierda. Las clases de esgrima con espada y daga, a la española, le iban a
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servir para salvar su vida. Un nubio medio desnudo, de altura considerable,
armado con un pesado alfanje se interpuso en su camino. Los ojos enrojecidos,
producto del ambiente viciado por la pólvora quemada y quizás al contravenir la
doctrina de Mahoma, destacaban con el color negro intenso de su sudorosa piel.
Descargó un golpe de arriba abajo. En lugar de intentar pararlo Álvaro lo desvió
con el sable, el impulso que imprimió al mandoble hizo que el nubio perdiese el
equilibrio. El joven de manera instintiva le clavó la daga de doble filo en el
abdomen. Un chorro de sangre brotó de la herida acompañada de grasa fluida.
Cuando iba a retirar la daga una mano grande y pesada se sobrepuso sobre la de
él tirando de la daga hacia arriba.
—¡Sin piedad, caballero! —dijo enardecido Tortolero.
Ante el incrédulo guardiamarina la mole de ébano se derrumbó con los
intestinos al aire en medio de un inmenso charco de sangre, el infeliz intentaba
retenerlos en su interior con la vista perdida sin dar crédito a lo que veía. No era la
primera vez que Álvaro se enfrentaba cara a cara con la muerte, pero sí la
primera en combate. Tardó unos segundos en reaccionar, los suficientes para que
un turco, que acababa de rebanarle el gaznate a un joven de Garrucha, se
abalanzase sobre él. Cayeron los dos sobre cubierta quedando Álvaro en la
posición inferior, vio cómo su contrincante alzaba a una mano un hacha de
abordaje sobre la cabeza, cerró los ojos esperando lo inevitable. Sintió un fuerte
golpe sobre la pierna izquierda. El hacha se había desprendido de la mano
agresora y caído sobre él. Abrió los ojos y reparó que el turco tenía un agujero
negro en el entrecejo y un surtidor de sangre en el pecho, dos disparos certeros lo
enviaban al paraíso. A pesar de lo incomodo de la postura golpeó con todas sus
fuerzas con la empuñadura del sable la cabeza del ya cadáver. Se levantó con
dificultad quitándose al muerto de encima. Miró en la dirección del tirador y con
satisfacción divisó a Jáuregui, que mantenía la pistola humeante en la mano, al
lado del contador Bayolo, autor del primer disparo, que justificaba que las
andanzas de caza que solía contar tenían fundamento en cuanto a puntería.
Le pareció distinguir la voz de Montemayor, ¿gritos de ánimos u órdenes? Le
indicó con la punta del sable la dirección en la que tres piratas habían acorralado
a un guardiamarina y un soldado disminuido por estar herido. Cuando se giró para
auxiliar a su compañero notó el calor de la sangre en el muslo; el pico del hacha
al caer le había herido, la lesión era dolorosa pero no le impedía seguir luchando.
Dio un sablazo en el hombro a uno de los atacantes, la afilada hoja del sable se
hundió partiendo la clavícula del infiel. El golpe no impidió que el corsario
descargase un golpe mortal sobre el soldado que vanamente intentó protegerse
agarrado con ambas manos el mosquete en alto; partió en dos el arma y también
su cabeza. Se volvió hacia Álvaro con gesto de venganza, no contaba con la
rapidez del menorquín que antes de que pudiese el moro armar nuevamente el
brazo, le asestó un golpe de filo, de izquierda a derecha, que a poco separa la
cabeza del tronco del argelino. Durante unos interminables segundos permaneció
muerto de pie, después se derrumbó con estrépito. Quedaba por hacer lo más
importante, auxiliar al compañero en apuros en inferioridad con dos argelinos.
Nuevamente con el sable desvió un mandoble de alfanje de uno de ellos dirigido
hacia su compañero Pomar, quien notó el alivio de tener que defender su vida
contra un solo oponente en lugar de contra tres. Álvaro lanzó un primer ataque
desde la posición académica de en guardia, el sable en tercera alta y la punta
sobre la línea de la cara. El turco se sorprendió de lo que consideró como postura
de figurín de salón y respondió con furia con cruce de aceros entre sable y alfanje.
Álvaro cambió a un ataque más propio de sable: cortar en lugar de pinchar. Se
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