ISSN: 0185-3716 a Agosto 2008 Número 452 Locura ■ Ruth Padel ■ Giorgio Colli ■ Marco Perilli ■ Janik Graillier ■ Alain Daniélou ■ Leopoldo Lezama ■ Daniel Paul Schreber ■ Roy Porter ■ Víctor Kuri ■ Robert Louis Stevenson Poema ■ Esther Seligson a a a a Sumario Puentes colgantes Esther Seligson La locura es temporaria, y se conoce por su apariencia Ruth Padel El dios de la adivinación Giorgio Colli De ignavia mentis Marco Perilli Exaltación divina Janik Graillier Tantrismo u Orgiasmo Alain Daniélou Un puente… Leopoldo Lezama Carta abierta al señor Consejero Privado, profesor Doctor Flechsig Daniel Paul Schreber Los locos Roy Porter Locura, realidad, sistemas complejos y spas Víctor Kuri Apología de la pereza Robert Louis Stevenson Elegías Romanas de Johann Wolfgang von Goethe Por Daniel Rodríguez Barrón Memoria para el olvido de Robert Louis Stevenson Por Alberto Arriaga 3 4 6 9 12 14 17 19 21 25 26 31 32 Ilustraciones de portada e interiores: Antonio Martorell, tomadas del libro Martorell: La aventura de la creación de Antonio T. Díaz-Royo, Editorial Universidad de Puerto Rico, San Juan, 2008. número 452, agosto 2008 la Gaceta 1 a a Directora del FCE Consuelo Sáizar Director de La Gaceta Luis Alberto Ayala Blanco Editor Moramay Herrera Kuri Consejo editorial Sergio González Rodríguez, Alberto Ruy Sánchez, Nicolás Alvarado, Pablo Boullosa, Miguel Ángel Echegaray, Martí Soler, Ricardo Nudelman, Juan Carlos Rodríguez, Citlali Marroquín, Paola Morán, Miguel Ángel Moncada Rueda, Geney Beltrán Félix, Víctor Kuri. Impresión Impresora y Encuadernadora Progreso, sa de cv Formación Miguel Venegas Geffroy Versión para internet Departamento de Integración Digital del fce www.fondodeculturaeconomica.com/ LaGaceta.asp La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor responsable: Moramay Herrera. Certificado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedidos por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Postal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica. ISSN: 0185-3716 La locura es un líquido que trastorna la mente de los hombres, inyectándoles poder y sabiduría. Los modernos consideran esto una afrenta a su supuesta autonomía. Están demasiado ensimismados, imposibilitados para percibir las fuerzas que manipulan los hilos de sus exiguas existencias. Los griegos, en cambio, eran conscientes de que no hay saber alguno que no sea un don divino, así como también sabían que toda manifestación de poder proviene de los dioses. Locura y sabiduría están inextricablemente unidas. “La locura es la matriz de la sabiduría” —enseña Colli. Mas el poder también brota de la misma fuente que enloquece a los hombres y los hace sabios. Aquí el problema radica en comprender que la mente es el espacio donde distintas fuerzas o potencias incursionan, transformando a los efímeros egos en gestos que se pierden en la embriaguez del instante, para luego abandonarlos. El poder, entonces, es la capacidad de sintonizarnos con ese saber metamórfico que nos habla a través de gestos y de simulacros; gestos y simulacros cifrados en los mitos; gestos y simulacros que nos informan sobre el proceder de los dioses, sobre la manera en que éstos se posesionan de nuestra mente cada vez que nos acercamos a la esfera de lo extraordinario; gestos y simulacros de los que está tejida nuestra cotidianidad. “Los bienes más grandes llegan a nosotros a través de la locura, concedida por un don divino.” Esta frase golpea furiosamente al pensamiento ¿racional? de todos los tiempos. Platón señala que sin la locura el hombre no pasa de ser un ente destinado a la inanidad. Sin la invasión de dioses y de ninfas en nuestras mentes nos perderíamos en la circularidad de nuestra estupidez. Por eso también es una crítica mordaz al resentimiento como condición característica del hombre. Sin embargo, debemos tener mucho cuidado en no confundir la locura provocada por los dioses con la locura “que se debe a enfermedades mentales”. Esto es algo que los modernos no entienden, pues los inmortales hace mucho se retiraron. O seguramente no se han retirado, sino que las vías de acceso que nos conducían a ellos están obstruidas por la lucha onanística que el individuo ha emprendido consigo mismo. En este número La Gaceta no apuesta por la enfermedad mental, sino por la locura divina. Aunque no puede dejar de señalar el dolor que provoca aquélla. Daniélou, Colli, Perilli, Padel, Lezama, Graillier y por supuesto Schreber hablan desde la divina manía; mientras que Porter y Kuri dan cuenta de la enfermedad mental como un flagelo que cada día está más cerca de nosotros. Y a manera de locura personal de La Gaceta, concluimos con un espléndido ensayo de Stevenson sobre la pereza, que no tiene nada que ver con la locura, pero que creemos va muy bien con este número. G Correo electrónico [email protected] 2 la Gaceta a número 452, agosto 2008 a Puentes colgantes Esther Seligson Não sei que sonho me não descansa E me faz mal... Fernando Pessoa I En la impaciencia de futuro —final hacia nada— voy dejando intacto el surco por arar y desoigo al fruto que pudiera alimentarme de nuevo lo efímero se cuaja en su imposible permanencia y la flor yergue orgullosa su corola palpo el instante que escapa y deja en la memoria una sombra sin recuerdo me entrego sin embargo al fulgor del momento estrella fugaz que no atrapa deseo alguno y libre ondula sin sabor, sin olor, sin matiz casi... II Sueña la tarde tras su máscara nocturna libre de los rubores con que el sol tiñe su rostro tarde de jacarandas en su prematura flor deshojada infantil nostalgia de alabar la luz tanto ensueño contenido lento rimar de pétalos la tarde se desbanda se pulveriza estrella... III Te soñé cargando a un niño como si abrazaras a ti mismo erguido luminoso atravesabas un paisaje oscuro de cosas revueltas caídas tierra y gente enlutada a orillas del camino con un guiño apenas diste cuenta de mi presencia ahí en cuclillas junto a un cuerpo agonizante número 452, agosto 2008 ¿en qué mundo de caos transitábamos tú el suicida yo la aún viva?... IV Dame ahora, Madre, la parte de virilidad que me corresponde el barro está listo el fuego arde lento y seguro nada espero salvo una pronta despedida el muelle que se abra paisaje sin retorno Despiértame entonces, Madre, al alba no me tomes en brazos del sueño sonámbula quiero escurrirme agua fresca en los pliegues de tu seno incontenible fundirme canto tempranero en la plegaria matutina... V De todas las maneras la tristeza el sabor de la alegría amargado en la boca Es la hora de los insectos cuando ya los pájaros acurrucaron su trino y en las ramas no se cimbran más los nidos cuando en el crepúsculo de sombras el ciprés alarga su tronco y un canto más lúgubre desafina mi vano intento por aferrar entre los labios la sonrisa de los suicidas puentes colgantes que me precedieron... G la Gaceta 3 a La locura es temporaria, y se conoce por su apariencia* a Ruth Padel Miré el oscuro pasillo y vi una luz en la puerta de la habitación de Alan. Éste llevaba una pequeña lámpara eléctrica, de la clase de lámparas largas y cilíndricas que usan los mineros. El alambre que la rodeaba hacía pequeñas sombras a su alrededor. Alan se veía el doble de grande y grueso de lo normal. Vestía una toga negra con cuello rojo y estaba recorriendo el pasillo. Cuando movió su cara le llegó un suave resplandor y pude ver sus pecas y su cuello de toro, y su cabello rojo, húmedo de transpiración. Pero lo más importante fue que pude ver sus ojos, una suerte de horror como moluscos yendo de aquí para allá. No estaba sonriendo, aunque parecía que trataba de hacerlo. Y entonces supe que estaba loco... Carter Dickson, The Red Widow Murders ¿Qué nos dice el lenguaje trágico acerca de cómo se concebía la locura? En primer lugar, y más fundamentalmente, la razón por la cual al hablar de la locura los poetas prefieran los verbos a otras partes del discurso es, en mi opinión, que existe la idea griega subyacente de que la locura es temporaria. En la locura, las entrañas son dañadas pero sobreviven, como el hígado de Prometeo en el mito. El daño interior se prolonga sólo mientras la locura está presente. Como la emoción, la locura viene de afuera: divina, maligna, autónoma. No pertenece a la persona; existe por sí misma. Viene, y se irá. No es un atributo duradero, sino una actividad temporaria por la cual las entrañas se mueven, cambian, deambulan, se retuercen, son aguijoneadas y cargadas de negrura. Las entrañas “están locas”, con verbos (bakkháo, lyssáo, daimonáo) vinculados al dáimon. ¿Cómo advierten los demás que esto está sucediendo en el interior? A través de la observación y la inferencia. Los locos se mueven de un modo diferente. Su aspecto exterior cambia. Los observadores deducen cambios interiores que no pueden ver, a partir de modificaciones exteriores que sí ven: un principio en el que se basan la medicina griega, gran parte de la filosofía y las representaciones trágicas. “Las apariencias”, incluso la apariencia de las personas que sufren temporariamente una invasión del dáimon, “son vislumbre de lo oculto”. Especialmente de la condición más tenebrosa y más oscura: la locura. También en la Europa posterior, hasta el siglo xvii, la locura se conocía por su apariencia. La idea de que la locura podía estar temiblemente latente fue una creación nueva, que surgió del deseo, característico del siglo xix, de lograr una secreta comprensión de la locura escondida durante mucho tiempo. *Ruth Padel, A quien los dioses destruyen, traducción de Gladys Rosemberg, Sexto piso, México, 2005. 4 la Gaceta Los estudiosos del siglo v sostenían que se conocía desde lo aparente; los del siglo xix, hacia algo escondido. En el relato de misterio de Carter Dickson citado más arriba, publicado en 1935, una mujer acusa a su hermano menor de asesinato. (En realidad ha sido hipnotizada por el asesino para hacerlo: otro toque fin de siècle.) Desde entonces no hemos cambiado mucho. El pasaje aún resultaría creíble en los diarios sensacionalistas y seguiría reflejando las ideas populares. Por supuesto, la locura latente “entra en erupción”. Nuestra cultura por lo general supone que la locura es una situación a largo plazo de la personalidad. La locura puede no ser manifiesta y sin embargo estar “allí”. “Estalla.” Incluso podemos aceptar que esa conducta aparentemente cuerda exprese, al ser observada por un experto, la locura que se manifiesta en otras actividades o aspectos de la persona. Carter Dickson es un impresionista, un maestro del género gótico, que a menudo usa ingredientes que se remontan, a través del Renacimiento, hasta la tragedia griega: hasta la tradición de locura trágica que alimentó la imaginación europea. El rojo y el negro, “sombras sobre él”, ojos desorbitados, un tamaño mayor de lo normal, la idea de que el asesinato es más propenso a ser cometido por los locos: allí están presentes el Áyax de Sófocles y el Heracles de Eurípides. Pero Dickson ha empleado estos ingredientes en un horizonte de expectativas acerca de la relación de la locura con el yo absolutamente diferente del de la tragedia griega. “Y entonces supe que él estaba loco” es la súbita comprensión de una locura escondida durante mucho tiempo. ¡Él es el asesino! Sus actos provinieron de una secreta caverna psíquica, de una locura latente. Si en la tragedia griega alguien dijera: “Entonces supe que x estaba loco”, sería porque la locura lo atacó súbitamente; no estaría implicada una condición prolongada. Las palabras simplemente se habrían referido a lo que sucedió: una locura que sólo está presente cuando es manifiesta. Para comprender la locura de la tragedia griega en sus pronúmero 452, agosto 2008 a pios términos, debemos arrancar —si podemos— ese siglo xix aferrado a nuestra imaginación. Desde el punto de vista histórico, es una rareza. Corresponde sólo a los últimos ciento cincuenta años de ideas occidentales acerca de la locura y deja afuera muchas culturas y sociedades —incluyendo a la antigua Grecia— que tenían, y tienen, puntos de vista muy diferentes. Por supuesto que es posible usar nuestros propios términos, que suponen la existencia de una locura latente y duradera, al analizar culturas que no comparten esa idea. Pero ahora estoy explorando cómo una sociedad representó su propia experiencia y sus percepciones, y quiero encontrar los significados de la locura en los términos de esa sociedad. Comparemos el argumento del carácter duradero respecto de la epidemia en Atenas. ¿Qué enfermedad era ésa, en realidad? ¿Peste bubónica? ¿Sarampión? La pregunta pone de relieve llamativas ironías históricas, así como la advertencia, por parte de la comunidad médica, de que incluso las enfermedades físicas cambian. Los síntomas y la naturaleza de una enfermedad difieren en diferentes climas y contextos. Y la identificación de la enfermedad no nos dice nada acerca de la gente que vivía y moría en la epidemia, que escribió acerca de ella y la recordó. Cómo la experimentaron, cómo percibieron y explicaron esa experiencia, qué diferencias produjo en las imágenes locales del yo: ésas son las preguntas más importantes. Analizar la experiencia ajena de la locura desde la cerrada celda de las suposiciones modernas es un juego cerrado en sí mismo, no una investigación histórica responsable. Esto es muy difícil para los psicoanalistas. Su práctica depende de ver a otro (el paciente) en los términos propios (del analista capacitado). La verdad visible y los puntos de vista expresados por las personas a las que escuchan a menudo son tratados como una cortina de humo, una resistencia que disfraza la verdad diferente y más profunda. Desde el punto de vista histórico, los psicoanalistas son, en este sentido, producto no sólo de una determinada teoría (independientemente de que sea útil o verdadera) sino, sobre número 452, agosto 2008 todo, de estar históricamente condicionados por un siglo enamorado de lo latente. Con el propósito de comprender la locura griega, me gustaría presentar un alegato para que respeten el modo en que se han construido sus propios puntos de vista. Un proceso cultural específico, de alrededor de ciento cincuenta años (hoy analizable por historiadores de la cultura y de la ciencia) hizo posible que una cultura formulara la idea de que la locura se construye en el interior de una personalidad y estalla. Es inapropiado convertir esta idea —producida por sólo una de las muchas culturas de este mundo— en la forma de ver la locura fuera de Occidente, o de Occidente antes del siglo xviii. La noción es anacrónica para la Grecia del siglo v, aun cuando sus rasgos más populares —que pueden usarse, a la manera de Carter Dickson, para producir una descripción no griega de la locura— son, en sí mismos, griegos. El lenguaje de la locura trágica sugiere que la locura involucra daño temporario a las entrañas. Como Dioniso, la locura se manifiesta en el verbo. Cuando las entrañas vuelven a estar tranquilas, su poseedor está cuerdo. Después de su locura, Áyax está émphron, “en su mente”, es decir en su sano juicio. “Parece phroneîn [“pensar”, “estar cuerdo”] de nuevo. Es la actividad, los verbos, lo que importa. La afirmación “x está mainómenos” o “x máinetai”, “está loco”, aparece sólo en el momento en que x está haciendo algo anormal. Alguien “está loco” cuando, y sólo cuando, comete un acto loco. La obra que llamamos La locura de Heracles es en griego Heraclês Mainómenos, “Heracles loco”. Heracles, Áyax, Ágave, Atamante, Licurgo: todos hacen algo terrible en un solo ataque de locura y después recobran la cordura. Los adjetivos de la locura proliferaron en el siglo xvii, y ese crecimiento sugiere que con anterioridad la locura había sido “concebida más en términos de actos y conducta que de enfermedad, o de una disposición interna permanente”. En el siglo xvii la lengua inglesa puso en adjetivos lo que en el siglo v el griego había expresado en participios y verbos: un registro intensamente distinto de la locura como estado temporario. G la Gaceta 5 a a El dios de la adivinación* a Giorgio Colli Si la investigación sobre los orígenes de la sabiduría conduce a Apolo, y si la manifestación del dios en esa esfera se produce mediante la “manía”, en ese caso habrá que considerar la locura intrínseca a la sabiduría griega, desde su primera aparición en el fenómeno de la adivinación. Y, en efecto, precisamente un sabio, Heráclito, es quien anuncia esa conexión: “La Sibila con boca insensata dice, a través del dios, cosas sin risa, ni ornamento, ni ungüento.” Aquí se acentúa el alejamiento con respecto a la perspectiva de Nietzsche: no sólo son la exaltación, la embriaguez, signos de Apolo, antes incluso que de Dionisos, sino que, además, las características de la expresión apolínea, “sin risa, ni ornamento, ni ungüento”, parecen completamente antitéticas a las postuladas por Nietzsche. Para éste, la visión apolínea del mundo se basa en el sueño, en una imagen ilusoria, en el velo multicolor del arte que oculta el horrendo abismo de la vida. En el Apolo de Nietzsche hay un matiz decorativo, es decir, alegría, ornamento, perfume, la antítesis precisamente de lo que Heráclito atribuye a la expresión del dios. Y, sin embargo, es cierto que apolo es también el dios del arte. Lo que no advirtió Nietzsche fue la duplicidad de la naturaleza de Apolo, sugerida por las características ya recordadas de violencia diferida, de dios que hiere desde lejos. Así como el mito de Dionisos despedazado por los Titanes es una alusión al alejamiento de la naturaleza, a la heterogeneidad metafísica entre el mundo de la multiplicidad y de la individua- *Giorgio Colli, El nacimiento de la filosofía, traducción de Carlos Manzano, Tusquets, Barcelona, 1994. 6 la Gaceta número 452, agosto 2008 a ción, que es el mundo del dolor y de la insuficiencia, y el mundo de la unidad divina, así también la duplicidad intrínseca a la naturaleza de Apolo atestigua paralelamente, y en una representación más envolvente, una fractura metafísica entre el mundo de los hombres y el de los dioses. La palabra es el conducto: viene de la exaltación y de la locura, se manifiesta en la audibilidad, en una condición sensible. De ahí la palabra va proyectada a este nuestro mundo ilusorio, con lo que aporta a esa esfera heterogénea la acción múltiple de Apolo, por un lado como palabra profética, con la carga de hostilidad de una dura predicción, de un conocimiento del escabroso futuro, y, por otro lado, como manifestación y transfiguración jovial, que se impone a las imágenes terrestres y las entrelaza en la magia del arte. Esa proyección de la palabra de Apolo sobre nuestro mundo la representa el mito griego con dos símbolos, con dos atributos del dios: el arco, que designa su acción hostil, y la lira, que designa su acción benévola. La sabiduría griega es una exégesis de la acción hostil de Apolo. Y los sabios comentan la fractura metafísica en que se basa el mito griego: nuestro mundo es la apariencia de un mundo oculto, del mundo en que viven los dioses. Heráclito no nombra a Apolo, pero utiliza sus atributos, el arco y la lira, para interpretar la naturaleza de las cosas. “Del arco el nombre es la vida, la obra la muerte.” En griego el nombre “arco” tiene el mismo sonido que el nombre “vida”. La vida se interpreta como violencia, como instrumento de destrucción: el arco de Apolo produce la muerte. Y en otro fragmento Heráclito une la acción hostil del dios a su acción benévola: “Armonía en contraste como el del arco y la lira.” Resulta difícil eludir la suposición de que Heráclito, al citar esos dos atributos, hubiera querido aludir a Apolo. Tanto más cuanto que el concepto de armonía, evocado por Heráclito, recuerda a la intuición unificadora, casi un jeroglífico común, en que se basa esa manifestación antitética de Apolo, o sea, la configuración material del arco y la lira: en la época en que surgió el mito dichos instrumentos se fabricaban de acuerdo con una línea curva análoga, y con la misma materia, los cuernos de un chivo, unidos con inclinaciones diferentes. Por consiguiente, las obras del arco y de la lira, la muerte y la belleza, proceden de un mismo dios, expresan una idéntica naturaleza divina, simbolizada por un jeroglífico idéntico, y sólo en la perspectiva deformada, ilusoria, de nuestro mundo de la apariencia, se presentan como fragmentaciones contradictorias. Como confirmación de la perspectiva antes delineada con respecto al origen de la sabiduría a partir de la exaltación apolínea y con respecto a la conexión locura adivinatoria y palabra profética, es decir, a un vínculo que presupone y expresa una heterogeneidad metafísica fundamental, ahora vamos a citar un pasaje del Timeo de Platón: “Existe una señal suficiente de que el dios ha dado la adivinación a la insensatez humana: efectivamente, nadie que sea dueño de sus pensamientos consigue una adivinación inspirada por el dios y verdadera. Al contrario, es necesario que la fuerza de su inteligencia esté paralizada por el sueño o por la enfermedad, o bien que la haya desviado por estar poseído por un dios. Pero al hombre cuerdo corresponde recordar las cosas dichas en el sueño o en la vigilia de la naturaleza adivinatoria y entusiástica, reflexionar sobre ellas, discernir con el razonamiento todas las visiones entonces contempladas, ver de dónde reciben esas cosas un significado y a quién indican un mal o un bien pasado o presente. En cambio, a número 452, agosto 2008 quien está exaltado o persiste en ese estado no le corresponde juzgar las apariciones y las palabras por él dichas: sólo dichas. Antes bien, ésta es una buena y antigua máxima: sólo a quien es cuerdo le conviene hacer y decir lo que le concierne, y conocerse a sí mismo. De esto se deriva la ley de erigir al género de los profetas en intérpretes de las adivinaciones inspiradas por el dios. Algunos llaman a esos profetas adivinos, con lo que desconocen totalmente que son intérpretes de las palabras pronunciadas mediante enigmas y de esas imágenes, pero no son adivinos en absoluto. Lo más exacto es llamarlos profetas, es decir, intérpretes de lo que se ha adivinado.” Así, pues, Platón establece una distinción esencial entre el hombre exaltado, delirante, llamado “adivino”, y el “profeta”, o sea, el intérprete que juzga, reflexiona, razona, resuelve los enigmas, da un sentido a las visiones del adivino. Este pasaje no sólo sirve de confirmación, sino que, además, enriquece la perspectiva trazada, en la medida en que precisa la acción hostil de Apolo, que va ligada en cierto modo al impulso interpretativo y, por tanto, a la esfera de la abstracción y de la razón. El arco y las flechas del dios se vuelven contra el mundo a través del tejido de las palabras y de los pensamientos. La señal del paso de la esfera divina a la humana es la oscuridad de la respuesta, es decir, el punto en que la palabra, al manifestarse como enigmática, revela su procedencia de un mundo desconocido. Esa ambigüedad es una alusión a la fractura metafísica, manifiesta la heterogeneidad entre la sabiduría divina y su expresión en palabras. Pero la sabiduría humana debe recorrer con todas sus consecuencias el camino de la palabra, del discurso, del “logos”. Sigamos una vez más el rastro que nos ofrece un antiguo sabio griego, esta vez Empédocles. “En sus miembros no está provisto de una cabeza semejante a la del hombre, ni de su dorso parten dos brazos, ni tiene pies ni rodillas veloces ni genitales vellosos, sino que sólo un corazón sagrado e inefable se movió entonces, que con veloces pensamientos se lanza a través del mundo entero tirando flechas.” Las fuentes nos dicen que con esas palabras Empédocles designa a Apolo, aunque no nombre al dios, como tampoco lo nombra Heráclito. Este fragmento apoya algunas sugerencias interpretativas ofrecidas más arriba. Apolo es interioridad inexpresable y oculta, “corazón sagrado e inefable”, es decir, la divinidad en su distanciamiento metafísico, y al mismo tiempo es actividad dominadora y terrible en el mundo humano, como atestigua el final del fragmento. Además, Empédocles identifica de modo explícito las flechas de Apolo con los pensamientos, con lo que confirma el comentario anterior al pasaje del Timeo platónico, que indicaba en el impulso de la razón un aspecto fundamental de la acción apolínea. Volvamos al fenómeno de la adivinación y a su importancia central en el ámbito de la civilización griega. ¿Nos proporciona ese hecho otra ilustración en relación con un juicio de conjunto sobre la vida por parte de la antigua sabiduría griega? Si comparamos esa importancia de la adivinación con la furiosa pasión política de los griegos, que se traduce en una serie ininterrumpida de luchas sangrientas, sentimos una perplejidad inevitable. Normalmente, el impulso a la acción se debilita en quien está convencido de que el porvenir es previsible: en cambio, en Grecia encontramos, paradójicamente, la coexistencia de una fe total en la adivinación con una ceguera completa, en la esfera política, con respecto a las consecuencias de la acción, la Gaceta 7 a a o incluso con un furor desenfrenado a la hora de enfrentar empresas desesperadas, o contra las predicciones del dios. Y, sin embargo, podemos superar nuestra perplejidad, cuando consideramos que esa enorme importancia del fenómeno de la adivinación no acompaña por fuerza a una visión general del dominio único y absoluto de la necesidad en el mundo. El concepto de destino, enormemente influyente entre los griegos, les quitó muy poco el gusto por la acción, hasta el punto de que un impulso desatinado de autodestructividad hizo que la historia griega fuera brevísima en comparación con las inmensas fuerzas latentes en aquel pueblo. En realidad, la adivinación del futuro no entraña un dominio exclusivo de la necesidad. El hecho de que alguien vea antes lo que ocurrirá dentro de un minuto o de mil años no tiene nada que ver con la concatenación de hechos o de objetos que producirá dicho futuro. Necesidad indica cierto modo de pensar dicha concatenación, pero previsibilidad no significa necesidad. Un futuro es previsible no porque exista una conexión continua de hechos entre el presente y el porvenir, ni porque de algún modo misterioso alguien esté en condiciones de ver por adelantado dicha conexión de necesidad: es previsible porque es el reflejo, la expresión, la manifestación de una realidad 8 la Gaceta a divina, que desde siempre, o mejor independientemente de cualquier época, lleva en sí el germen de ese elemento para nosotros futuro. Por eso, ese acontecimiento futuro puede no ser consecuencia de una concatenación necesaria y ser igualmente previsible; puede ser el resultado del azar y la necesidad mezclados y enlazados, como parecen pensar algunos sabios griegos, por ejemplo Heráclito. Esa mezcla concuerda con la naturaleza de Apolo y con su duplicidad. La esfera de la locura, que le corresponde, no es la esfera de la necesidad, sino más que nada del arbitrio. Análoga indicación proporciona la ambigüedad de sus manifestaciones: la alternativa de una acción hostil y una acción benévola sugiere el juego más que la necesidad. E incluso su palabra, la respuesta del oráculo, sube desde la oscuridad de la tierra, se manifiesta en la exaltación de la Sibila, en su desvarío inconexo, pero, ¿qué sale de ese magma interior, de esa posesión inefable? No palabras confusas, no alusiones desordenadas, sino preceptos como “nada en exceso” o “conócete a ti mismo”. El dios indica al hombre que la esfera divina es ilimitada, insondable, caprichosa, insensata, carente de necesidad, arrogante, pero su manifestación en la esfera humana suena como una norma imperiosa de moderación, de control, de límite, de racionalidad, de necesidad. G número 452, agosto 2008 a a De ignavia mentis Marco Perilli Dante ¿estaba loco? No sólo viajó realmente al infierno, al purgatorio, al paraíso, y regresó a la tierra, sino que relató su viaje, convirtió una escena física en una profecía, en una carta, franca y suplicante, a la humanidad. Él vio cabezas colgando de la mano del decapitado, que hablaban; vio árboles sangrando y soplando, que narraban su historia; vio esculturas cuyas caras dialogaban; se vio a sí mismo reflejado en Dios, me vio a mí, vio al Diablo y a Dios. Verlo y escucharlo no bastó, tenía que relatarlo. Por esto yo le creo. ¿Estás loco? Él viajó físicamente, su experiencia es real. Conviene medir el alcance de cada palabra. Nosotros, post-románticos, postpositivistas, post-modernos y postremos de toda consigna moral, somos instruidos con opciones que pretenden ser datos, ciencia, enunciados de la verdad. Entre éstos la invención. Abro el Diccionario de la Real Academia: 1. Acción y efecto de inventar. 2. Cosa inventada. 3. Engaño, ficción. 4. Parte de la retórica que se ocupa de cómo encontrar las ideas y los argumentos para desarrollar un asunto. Voy entonces a inventar: 1. Hallar o descubrir algo nuevo o no conocido. 2. Dicho de un poeta o de un artista: Hallar, imaginar, crear su obra. 3. Fingir hechos falsos. 4. Levantar embustes. Voy entonces a hallar, a descubrir, a imaginar, a crear, a fingir… En efecto, el diccionario vivo, de uso, es la colita en ascuas de un cuerpo más amplio, y complejo, cuyo tejido nervioso produce los afanes de la cola. Invención conserva la grafía y el sonido de una palabra que designa, en otros miembros de aquel cuerpo, otra cosa. Significa hallazgo, el acto de encontrar algo que estaba oculto, algo que existía. Nos lo recuerda la Academia en el significado 1 de inventar: ¿mas quién practica, hoy en día, dicha acepción? ¿Quién inventa, hoy, un satélite de Marte? Si le damos una vuelta semántica más, inventar es copiar. Su contrario es crear, acto único y necesario, por lo tanto trascendente en su concreto acontecer. Su contrario es la creatividad de los talleres de escritura. Dante es fiel testigo de lo que ha visto en el más allá, y a su regreso inventa lo que es. Inventar no es improvisar. El peregrino que visita el universo es un hombre, tiene cuerpo y pasiones, inteligencia y memoria limitadas, tiene fe y dudas, sueño y cansancio y un miedo del demonio. Dante, peregrino, llega a dudar de lo que ve y Dante, poeta, duda de la oportunidad de relatarlo: “La verdad que parece una mentira / debe el hombre callarse mientras pueda / porque sin tener culpa se avergüence: / pero callar no puedo; y por las notas, / lector, de esta Comedia, yo te juro, / así no estén de larga gracia llenas, / que vi… ” (Inf., xvi, 124130)1. En los 100 cantos de la Comedia el narrador, el que dice número 452, agosto 2008 yo, el que fue peregrino, se dirige al lector 23 veces, para pedirle su atención, solicita aquel crédito que es índole de toda lectura y que aquí, sin embargo, requiere un ejercicio y resistencia sin par. Dante vio lo increíble y nos pide socorro para recordarlo y por ende nombrarlo: “Si ahora fueras, lector, lento en creerte / lo que diré, no será nada raro, / pues yo lo vi, y apenas me lo creo.” (Inf., xxv, 46-48). Si quiere que nosotros nos aunamos a él, él tiene que ajustarse con nosotros; y sabe que cuando la materia y la verdad se enredan, producen sospecha. Sabe que si a un nudo narrativo, si a la demostración de los hechos –que son ideas, imágenes, palabras− nosotros dejamos un solo instante de creerle, está perdido, y acaba el viaje, se rompe el sistema, el sacro poema. Porque la Comedia es un sistema, con su fisiología y padecimientos, los anticuerpos se activan siempre que la bacteria de la duda vulnere las funciones vitales. Dicho de otra forma, realismo: no sólo cual mimesis del mundo, sino imitación de los procesos que lo vuelven inteligible, habitable, y querido. Ser lectores de Dante impone, nos exige cuidado y seriedad. Si él no conociera las trampas de la mente no se molestaría con tanto celo. Lo había aprendido de la vileza humana, en su viaje terrenal, en su exilio, en la nostalgia por la patria perdida. Tenía de sobra para enloquecer. Lo aprendió en el más allá. Así, si nos pide confianza siendo él mismo testigo ocular, cuando escucha el soflama de algún condenado le dice: “Creo […] que tú me engañas” (Inf. xxxiii, 139). Él no ha visto lo que dice el condenado, sólo escucha la palabra, como su lector; y el condenado, como Dante, relata algo imposible: las almas de ciertos traidores caen al infierno quedando en la tierra los cuerpos animados por ciertos demonios… ¿Quién le creería? Suscribimos la réplica de Dante. He ahí que el poeta le sugiere al palabrero mencionar a un personaje encontrado, hace poco, en un círculo vecino: lo visto produce en lo escuchado un aval de realidad que asevera la fábula del reo. El texto calibra sus pasos sobre las alturas conquistadas. Benedetto Croce, en su libro La poesía de Dante, de 1921, sostenía que suponer “que él mismo fuera engañado por sus propias imaginaciones y las tomara por hechos reales, y cayera en una especie de alucinación […] introduciría en el genio de Dante una excesivamente grande mezcla de demencia…”. El 1 Aquí y en los versos que siguen la traducción es de Luis Martí- nez de Merlo, Ed. Cátedra, 2001. la Gaceta 9 a tema, pues, es preguntarse qué cosa es un hecho real, y con respecto a qué cosa. La cultura que Dante heredó, de Homero a Tomás de Aquino, creía que la tierra está en el centro del cosmos, y que siete planetas, incluyendo el sol y la luna, dan vueltas alrededor de ella. Nosotros creemos que el sol está en el centro de un sistema entre muchos, y que la tierra… Ellos creían y nosotros creemos. Ellos no habían llegado al modelo heliocéntrico simplemente porque no lo buscaban, no lo necesitaban, porque su 10 la Gaceta a criterio afirmaba la lógica ética y estética esencial para vivir. Nosotros necesitamos la relatividad. Son representaciones del cosmos, dos cánones, ambos invenciones, respuestas a las preguntas que sus épocas han planteado. Galilei no es más científico que Ptolomeo, Aristóteles que Einstein. La palabra muchacha no es ni más ni menos verídica que la palabra puella referida al individuo femenino de joven edad. Dante no es más demente para nosotros que nosotros para los arquitectos de Chartres. número 452, agosto 2008 a Llegamos al punto: ¿qué es un hecho real? Elémire Zolla, en Qué es la Tradición, de 1971, hablaba de la civilización de la crítica y la civilización del comentario. Criticar el Texto o descifrarlo, dudar de Él o de nosotros. Tradición vs. confusión. Un hecho es real cuando es consagrado. Consagrado por una autoridad sacerdotal, por un gesto inviolable que nos ampara de la negación; o bien por el dogma tecnológico y de laboratorio. Uno u otro. En la civilización del comentario se definía libre albedrío; hoy se llama democracia. El milagro operado por un santo actuaba en razón de su significado; el evento mediático funciona en sustitución de su sentido. El arte conceptual es el teorema que abona esta proposición. Sin embargo, siempre, un hecho es real en la medida en que se adhiere y se distancia, dialécticamente, de su significado. La Comedia expresa un mundo que afina su nombre y predicado a su destino, que de su término despeja, retrospectivamente, el principio. Cada acto, anhelo, palabra, descansa en la sintaxis de los significados, en la articulación de un discurso susurrado hecho de las confidencias que el mundo trascendente, el de la creación, dona al mundo tangible, el de la invención. Por esto hay que saber leer, reconocer, asimilar la experiencia elemental de lo divino en los signos improvisos de la vida: todo es símbolo parcial y fragmentario de la osadía perpetua y simultánea que se cuela a través de nuestra imperfección. Simbǒlum era la marca utilizada en los ritos de adivinación, una contraseña que permitía identificar la propia suerte; el código del culto se fundaba en la separación del sujeto y su símbolo, la ausencia de un parte afirmaba la unidad. Del significado la letra adquiere primacía, de su sentido anagógico Ulises, convertido en llama, logra voz y evidencia, su fatalidad. Ulises: Dante: no quiere decir nada, dice. Francesca no es efecto de un ingenio poderoso, es calco objetivo de un significado que, él solo, autoriza su vida, la nuestra y de su autor. Nuestra vida… Nel mezzo del cammin di nostra vita… “A la mitad del camino de nuestra vida…”.2 Así comienza el viaje, a partir de la mitad. ¿Qué dice Dante? Mi ritrovai per una selva oscura… Me encontré en una selva oscura… continúa. ¿Qué dice? Al principio hay un error. Gramatical: nuestra es plural, me encontré singular. ¿De quién habla? Existencial: selva no será sólo un bosque vegetal, sino condición de un extravío moral. ¿Él o nosotros? A la mitad… Consideraba el Medioevo que la vida humana alcanza su perfección a los 70 años. Dante retoca esta teoría y le asigna, como número perfecto, el 81: Platón, hombre óptimamente generado, vivió ochenta y un años; Cristo, si no hubiese sido crucificado, hubiera muerto a la misma edad. No obstante, por equilibrio biológico debido a los humores de la infancia y la vejez, a sus ritmos diferentes, la mitad coincide con el año 35. Dante nació en 1265. Cumplió sus 35 en 1300, año del viaje. A la mitad de la vida de Dante Alighieri, a la mitad de la vida en general… Con todo, generalizar, en un contexto simbólico tan riguroso y terso, sería indicio de locura. Indaguemos los números. Consideraba el Medioevo, a raíz de las historias del Antiguo Testamento, que desde la Creación hasta la Encarnación habían pasado 5199 años. Si agregamos 1300 son 6499, 65 siglos. Del primer hombre al viaje narrado en la Comedia hay 65 siglos. Una tradición que de Platón llega hasta Dante, computa en 12960 años el ciclo cósmico que abarca y remata una era, el año perfecto. Éste finaliza cuando todos los planetas, que se mueven con órbitas distintas, regresan contemporáneamente al punto de partida. La ciencia moderna calcula la precesión de los equinoccios, o año platónico, en 25920 años. El círculo se cierra en la concomitancia del pensamiento griego y el actual: el año de Platón es cabalmente la mitad del periodo de precesión según la nasa. ¿Qué dice Dante? Que a la mitad de su vida, que coincide con la mitad de la vida de cualquier hombre, que coincide con la mitad de la vida de la humanidad, él, Dante Alighieri, y nosotros, individuos de ayer y lectores de esta Gaceta, y los que vivirán en los 5792 años que faltan para el Apocalipsis, nos encontramos extraviados en una selva oscura, que no es sólo un bosque sino… un hecho real. Nadie atestigua que ésta es la glosa al primer verso del poema. Nadie prueba lo contrario. Son datos compartidos por Dante y sus lectores, argumentos que funcionan y por ende significan en un orden que aspira manifestar el mundo como es, según lo que deseamos y confesamos. Otros hombres, y otros tiempos, han forjado otras comedias, representando sus selvas y catedrales; hay épocas que no demandan catedrales, que encuentran su espacio peculiar en condominios. El realismo, decía: no sólo cual mímesis del mundo, sino imitación de los procesos que lo vuelven incomprensible, inhabitable, y farolero. Como es. G a 2 Aquí y en el verso que sigue la traducción es mía. número 452, agosto 2008 la Gaceta 11 a a Exaltación divina Janik Graillier Áte La ambigüedad que provoca la locura se encuentra personificada en Áte. Ruina es su acepción más común. Aunque en realidad áte es “exaltación divina”, algo que los dioses envían a los hombres para castigar algún acto funesto que hayan cometido, o para sacarlos de su estado normal de mediocridad. “Siempre, o prácticamente siempre, la áte es un estado de mente, un anublamiento o perplejidad momentáneos de la conciencia normal.” Está emparentada con apáte (engaño), y sus dominios abarcan a los propios dioses. Hera le pide a Áte que le ayude a engañar a Zeus para impedir que Heracles domine sobre los hombres. El héroe estaba destinado a ello por ser el hijo predilecto del soberano de los olímpicos. Para consolidar el ardid deciden enviarle al dios del rayo un sueño profundo mientras retrasan el nacimiento del héroe —producto de su relación con Alcmena, que desata los celos de Hera—, provocando así que nazca primero Euristeo, “que también descendía de Zeus”. Finalmente Heracles queda bajo las órdenes de aquél. Zeus, enfurecido, coge a Áte de las trenzas y la arroja a la tierra. El engaño producido por Áte se expande por todas partes, ni siquiera los dioses están fuera de su alcance. La locura es la existencia misma, ya sea humana o divina. Aquí se puede vislumbrar un poco lo que los dioses significaban para los griegos: no sólo eran la causa de sus actos, sino que también sufrían, en una especie de desdoblamiento fatal, los efectos devastadores de la propia exaltación divina… Nadie se salva. Lo que para los trágicos es locura, para Homero es áte, pero siempre es actuación de una fuerza que viene de otra parte y que transporta a dioses y a hombres fuera de sí mismos. Por eso se la relaciona con ruina, con blábe, daño. La intensidad que provoca acaba por trastornar el orden existente. Una vez que áte se instala en la tierra se convierte en el instrumento que los dioses utilizan para llevar a cabo sus juegos, juegos que se superponen unos sobre otros, donde las causas y los efectos de los actos de los hombres remiten a un origen indeterminado. Áte es causa de daño, aunque también es vengadora del daño causado. Cuando alguien cometía un delito o una imprudencia, se culpaba a la áte enviada por los dioses; sin embargo, el delito era castigado con la locura. Frente a esto, los eruditos modernos no saben cómo reaccionar, buscan una explicación que no existe. Todo es parte de un juego divino, y la palabra juego lleva implícito el sentido de azar, fortuna. En verdad no somos responsables puesto que los dioses son quienes provocan todo, pero eso no implica que poda12 la Gaceta mos eludir las consecuencias de los actos cometidos. En pocas palabras, somos marionetas, juguetes que brillan intensamente por unos momentos, en tanto áte nos abarca con su velo para luego abandonarnos como despojos. Ante esto no hay justificación alguna, del mismo modo que la vida no necesita justificarse, es algo que se toma como viene. De ahí que todo sea un juego, y como en todo juego, en algún momento la ruina se presenta. Lo importante es saber que de otra forma la vida pasaría monótona y sin brillo. No hay verdadero poder sin la fuerza actuante de la locura, sin la fuerza que los hombres sienten cuando un dios decide prolongar el juego de los gestos. La violencia es un elemento definitivo en la locura como fuente de poder: Lýssa así lo deja ver. No obstante, el verdadero sentido del poder se encuentra por partida doble en la palabra manía: manía que proviene de ménos, “fuerza colérica”; y manía como mánike, “adivinación”, “profecía”. Ménos Al igual que áte, el ménos es insuflado a los hombres por voluntad divina: es “la comunicación de poder de dios a hombre”. Cuando en la batalla los héroes se hinchan de coraje, arremetiendo ferozmente contra el enemigo, el ménos es quien actúa; trastorna el thymós de los guerreros, arrojándolos al peligro sin reparar en ello. En pocas palabras, enloquecen. La violencia que despliegan no es normal, proviene de los dioses, de otra forma los hombres no se aventurarían a realizar tan osadas empresas. Su mente es invadida por un coraje y una fuerza que provoca una confianza poco común. El poder que proyectan es devastador: así como puede exterminar al enemigo, también puede revertirse sobre ellos mismos. Ménos y areté se funden en el coraje guerrero. La virtud radica en el valor para el combate, en la fuerza que se ejerce al abatir —que es siempre un realizar— el propio destino, sea en la victoria o sea en la muerte. Pero todo esto es momentáneo, no es un estado permanente, responde a “una experiencia de poder mental intensificado”. Así como nos invade, también nos abandona: es una intensidad que se vive en el momento y se evapora como un líquido en ebullición. “Es una experiencia anormal. Y los hombres en estado de ménos intensificado por la divinidad se comportan, en cierta medida, anormalmente. Pueden llevar a cabo con facilidad las proezas más difíciles, lo cual es un signo tradicional del poder divino”. Poder divino que pertenece al guerrero por unos momentos de violencia delirante. Toda manifestación de número 452, agosto 2008 a verdadera fuerza y coraje es, pues, un don de los dioses que se presenta con la faz de la locura. Los modernos consideran esto una lesión a sus facultades, un flagelo a su autonomía, pero, sobre todo, una fantasía perdida en el pensamiento arcaico. En nuestros días el poder como capacidad y como fuerza difícilmente puede concebirse como un atributo del individuo. Ya no son los dioses quienes inspiran el coraje o la fuerza —si es que se puede hablar todavía en estos términos—, ahora simplemente balbuceamos cuando intentamos explicar qué motivó un acto heroico, o a lo más, lo atribuimos a nuestra excelsa educación —lo que implica que seguramente fuimos invadidos por una serie de imágenes, preceptos o pulsiones que obligaron a nuestra mente a realizar un acto excepcional—, aunque por lo general simplemente decimos que enloquecimos, olvidándonos de las potencias que hicieron eso posible. Los griegos, al responsabilizar de su poder a los dioses, muestran una gran lucidez en cuanto a la precaria condición del género humano; pero, sobre todo, es una forma inigualable de efectividad al no generar falsas expectativas sobre un poder que en todo caso se encuentra en manos del azar. Por eso el poder como capacidad se sustenta en el conocimiento y en el cultivo de ciertas potencias, si bien éstas siempre dependerán de algo que inexplicablemente las activa. El ménos está relacionado con la sangre, con el origen mismo de la vida, con una fuerza violenta que se escurre como la linfa en la batalla. La locura es líquida: melancolía o embriaguez, se trata de un líquido que corre por nuestro cuerpo haciéndonos participes de otra realidad. De ahí que la identidad entre ménos y sangre sea definitiva. El vino, productor de un estado que transfigura la realidad, acaba por ser la única forma de entender lo “real”. Y toda comprensión es un riesgo que nos número 452, agosto 2008 arroja al peligro más grande de todos: saber que el control se logra una vez que el conocimiento se anquilosa en figuras que nada tienen que ver con el fluir de la inmediatez. Por eso Gottfried Benn puede decir que “Dios es una substancia. ¡Dios es una substancia, una droga! Una substancia inductora de ebriedad emparentada con los cerebros humanos”. El vino es producto de un sacrificio, el sacrificio de Ampelo, el amado de Dioniso, que fue abatido por el Toro, una de las figuras del dios. De su cuerpo y de su sangre surge la vid. Condición indispensable para que Dioniso realice el gesto definitivo: estrujar las uvas con sus propias manos, produciendo así el licor que enloquece, que genera frenesí. Máxima proximidad entre violencia y gozo; pero antes que nada, posibilidad de retornar por un breve tiempo a lo innominado. Dioniso logra ofrecerle a los hombres aquello que anhelaban sin saberlo, “justo lo que le faltaba a la vida, lo que la vida esperaba: la ebriedad”. Dioniso, el dios enloquecedor, es la condición para la sabiduría, conduce, más que al saber, a la imagen de la que todo saber proviene. Comparte con los misterios Eleusinos la epopteia, la visión extática que debe ser medida y regulada por la palabra, por el metro que Apolo impone. Pero Apolo es cruel, disfruta jugar con la avidez humana, y para prolongar su juego establece el oráculo, la forma en que los griegos se acercaban al conocimiento. Como explica Colli, en todas las culturas ha habido adivinación, “pero ningún pueblo la elevó a símbolo decisivo, por el cual, en el grado más alto, el poder se expresa en conocimiento, como ocurrió entre los griegos”. Sabiduría que era comunicada de manera enigmática, violenta, como la propia etimología de Apolo lo indica: “‘aquel que destruye totalmente’.” G la Gaceta 13 a a Tantrismo u Orgiasmo* a Alain Daniélou Se llama Orgiasmo, en el mundo dionisiaco, a las prácticas que corresponden a las del Tantrismo. Se trata, por lo general, de ceremonias de grupo en las que se practican sacrificios sangrientos, danzas extáticas y proféticas, y ritos eróticos. Como Shiva en la India, Dionisos se presenta en Grecia bajo el doble aspecto de un dios de la Naturaleza y de las prácticas orgiásticas que presiden este delirio de los bhaktas, los bacantes y las bacantes, que los griegos llamaban manía. Dionisos-Baccheios es el inspirador de la manía que se manifiesta en el estado de trance de las ménades y los fieles del dios, que participa él mismo en el orgiasmo, pues es esencialmente el bacante, el bhakta, el participante. A Shiva se le llama lúbrico y loco, al igual que, para Homero, Dionisos es mainómenos, el loco, rechazado por los “bien-pensantes” de la ciudad. Volveremos a encontrar más tarde, en la balada céltica de Merlín: “Me llaman Merlín el Loco y me expulsan a pedradas.” El Dionisismo se lanza a cuerpo desnudo en el salvajismo, busca la posesión, el contacto con lo sobrenatural. Platón atribuye considerable importancia a la locura orgiástica, a la manía considerada como fuente de inspiración divina o, más exactamente, como expresión de la “participación” de lo divino en el mundo de los hombres. Según Filón: “Quienes están poseídos por el frenesí dionisiaco y Korybántico llegan, en el éxtasis, a ver el objeto deseado.” (De vita contemplativa, 12.) En el Fedro, Platón desarrolla una teoría del conocimiento basada en esta participación (bhakti) y en la manía amorosa como fuente de *Alain Daniélou, Shiva y Dionisos, traducción de Manuel Serrat, Kairós, Barcelona, 1986. 14 la Gaceta número 452, agosto 2008 a este conocimiento. Distingue cuatro especies de manía que relaciona simbólicamente con Afrodita (y Eros), las Musas (y la danza), Apolo (Vishnú) y Dionisos. Diferencia la manía erótica, vinculada al amor, de la que está relacionada con la embriaguez y la danza extática que están más directamente vinculadas a Dionisos. Similares distinciones existen, en la India, entre las prácticas extáticas colocadas bajo la égida de Shiva, Skanda o de Ghanesa (Hermes), de las que se refieren a la diosa o a Krishna, es decir a Vishnú-Apolo. Las danzas colectivas que inducen a la manía, al orgiasmo, se denominan kirtana (canto de gloria) en la India, ditirambo entre los griegos. Los etnólogos y los historiadores de las religiones han querido dar a las ceremonias orgiásticas colectivas una interpretación agraria, estacional o demás. Se trata en realidad, de uno de los aspectos de desacondicionamiento del ser, que regresa por unos instantes a su naturaleza más profunda y más reprimida que es, de hecho, su verdadera naturaleza próxima todavía a lo divino. Ese regreso a los instintos vitales elementales forma una parte esencial del método tántrico. “El deseo reprimido engendra la pestilencia”, escribía Ananda Coomaraswamy en La Danza de Shiva. La promiscuidad, la momentánea desaparición de todo límite, la evocación y la reactivación orgiástica del caos primordial favorecen ciertas formas de éxtasis, un regreso al origen de la vida, al principio creador, a lo divino. “La sacralización y la ritualización de la vida ha sido una de las características de la civilización hindú en general, como de todas las demás civilizaciones tradicionales. El cristianismo pudo decir: ‘Comed y bebed a la gloria de Dios’, mientras que el Occidente precristiano conocía los banquetes sagrados y las propias epulae romanas tuvieron un elemento religioso y simbólico hasta una época relativamente tardía… Sólo cuando, además de los alimentos, se da paso a la mujer y a las bebidas embriagadoras pueden presentarse dificultades —pero únicamente desde el punto de vista de la religión que ha prevalecido en Occidente donde domina un complejo sexófobo y donde el acto sexual es considerado impuro y no susceptible de sacralización. Pero esta actitud puede ser considerada anormal, pues la sacralización del sexo, la noción de los sacrum sexual, estuvo presente en numerosas civilizaciones tradicionales.”1 Las comidas-orgías tuvieron gran desarrollo en la sociedad opulenta y romana. Una comida de fiesta cerraba las grandes Olimpias de Dafne… “A esta comida de hombres, se invitaba a los menores de veinte años. Hombres y adolescentes estaban acostados en el mismo lecho, el más joven delante, más cerca de la mesa. El hombre le forzaba a beber, le acariciaba y lo convertía, si así puedo decirlo, en su amante.” En Roma, durante estas orgías nocturnas en las que se iniciaba a los adolescentes, se buscaban todas las formas de placer. Una de las características de las asociaciones de carácter orgiástico es la abolición de todas las barreras sociales, como sucede también, en principio, en todos los ritos shivaítas. Las organizaciones que practican las danzas y los ritos de carácter orgiástico están abiertas a todo el mundo, son de hecho, esencialmente, asociaciones populares en las que se mezclan gentes de casta alta en busca de una experiencia que rompa tanto los tabúes sociales como los morales. Según Tito-Livio, no consi- derar nada ilícito era, entre los bacantes, la expresión misma de la devoción. En le mundo griego, los tiasos, que eran organizaciones culturales que tenían por objeto regularizar las orgías dionisiacas, estaban compuestos principalmente por los elementos menos favorecidos, las mujeres, los pobres. La sociedad burguesa y puritana miraba con gran desconfianza tales asociaciones que fueron acusadas de los más diversos crímenes. Las prácticas del culto de Osiris en Egipto eran similares a las del culto del Dionisos griego. “Cadmos… había aprendido, en su patria, los misterios de una ciencia divina, la sabiduría egipcia… Y cuando resonaba el evohé, mostraba los misterios del Dionisos de Egipto, de Osiris el errante cuyo culto nocturno y cuyos ritos de iniciación enseñaba; y, en secreto, hacía resonar un himno mágico con los acentos de un delirio sagrado.” (Nonos, Dionisíacas, iv, 270-273.) El orgiasmo shivaíta fue ampliamente practicado en el Budismo tibetano, pero también, anteriormente, en los cultos del Oriente Medio, en particular entre los cananeos, los babilonios y los hebreos. Algunos pasajes del Antiguo Testamento se refieren a personajes, acontecimientos, conceptos conocidos por los Purânas; la tradición de los bhaktas está también presente. “La coexistencia de los ‘atributos’ contradictorios, la irracionalidad de algunos de sus actos, distinguen a Yahvé de cualquier ‘ideal de perfección’ a escala humana. Desde este punto de vista, Yahvé se parece a ciertas divinidades del Hinduismo, a Shiva, por ejemplo, o a Kali-Durga, pero con una diferencia considerable: esas divinidades indias están más allá de la moral y, como su modo de ser constituye un modelo ejemplar, sus fieles no dudan en imitarlas… En el siglo vii a. J.-C., los israelitas comenzaron a practicar el holocausto (Olah) que ellos interpretan como una oblación ofrecida a Yahvé. Tomaron, además, muchas prácticas cananeas relacionadas con la agricultura e, incluso, ciertos rituales orgiásticos. El proceso de asimilación se intensifica más tarde, bajo la monarquía, cuando se oye hablar de prostitución sagrada de ambos sexos.”2 Según los estudios de G. Holscher (Die Propheten) sobre las tradiciones bíblicas (citados por Jeanmaire): “Las tradiciones relativas a los Nebi’im (profetas) nos presentan a estos personajes y a las compañías de ‘hijos de profetas’ que parecen haber formado como grupos de energúmenos dados a los ejercicios y a la suerte de gimnasia religiosa apta para provocar, por los procedimientos usuales, el éxtasis colectivo y las extrañas manifestaciones que acompañan la entrada en trance… El hebreo posee una palabra que significa ‘hacer el nabi’ y que corresponde a la griega que nosotros traducimos como ‘hacer el bacante’.”3 Samuel envía a su joven hijo Saúl a preguntar al adivino por la suerte de las borricas. “Y he aquí que cuando llegues al Collado-de-Dios…, te encontrarás con una banda de Nebi’im, bajando del alto lugar, llevando ante ellos una lira (nebel) y un tambor (toph), una flauta (halil) y un arpa (kinnor), y haciendo nabi. Y el Espíritu de Yahvé se posará sobre ti y harás nabi con ellos y te transformarás en otro hombre… Llegaron al Collado y vieron ante sí una banda de Nebi’im y el Espíritu de Dios vino a él e hizo nabi entre ellos…” (i Sam, 10,5.) Samuel se convierte en jeque de los Nebi’im y director de 2 1 J. Evola, Le Yoga tantrique, pág. 179. número 452, agosto 2008 3 a M. Eliade, Histoire des croyances et des religieuses, págs. 194-197. H. Jeanmaire, Dionysos, pág. 102. la Gaceta 15 a sus ejercicios. David se refugia en los “aposentos” de Rama, junto a Samuel. Saúl envía unos emisarios para que se apoderen de él. “Se vio la lahgah (sesión) de los Nebi’im haciendo nabi y Samuel, de pie, presidiéndolos y el Espíritu de Dios se posó sobre los emisarios de Saúl y también ellos hicieron nabi.” Saúl envía otros emisarios, otros más tarde y todos caen bajo el contagio frenético. El rey se dirige entonces, personalmente, a los aposentos de Rama. “Y el Espíritu de Dios cayó sobre él; y se fue por el camino e hizo nabi, hasta que entró también en los aposentos de Rama y se despojó de sus vestiduras e hizo nabi ante Samuel y permaneció yaciendo desnudo todo el día y toda la noche. Por ello se dice: también Saúl entre los profetas.” (i Sam, 19, 18-24.) La expresión “Hacer nabi” connota de modo tan completo la idea de delirio frenético y de posesión que, en la misma historia, Saúl quiere matar a David en un acceso de furor. “Un mal espíritu de Dios se apoderó de él e hizo nabi.” (i Sam, 18, 10.) Algunos aspectos de los cultos extáticos de Shiva-Dionisos se perpetuaron bajo formas más o menos secretas en las religiones ulteriores: “En el mundo islámico…, en la danza extáti- a ca…, el poseído y el espíritu posesor pueden ser del mismo sexo o de sexo distinto… El o la que danza es siempre el espíritu posesor y se habla de él o de ella según el género que corresponde al sexo del espíritu posesor. Los espíritus se designan con el nombre de Bori (de la lengua sudanesa) o Zar (Sar) en Egipto y Abisinia.”4 En Egipto podían verse, recientemente todavía, ceremonias de Bori femeninos con sacrificio sangriento de un carnero. El Romance del anillo, el antiguo poema épico tamil del siglo iii, describe una escena de posesión idéntica a las que podemos observar hoy. “Devandi pareció entrar en trance: las flores de sus cabellos se desprendieron por sí solas; sus cejas contraídas comenzaron a estremecerse; sus labios se apretaron contra sus blancos dientes en un rictus extraño. Su voz cambió de timbre y su hermoso rostro se cubrió de perlas de sudor. Sus grandes ojos enrojecieron y agitaba sus brazos en un gesto lleno de amenazas. De pronto, sus piernas se agitaron y se levantó. Nadie habría podido reconocerla. Parecía en estado de completo estupor. Su seca lengua pronunció palabras inspiradas… Soy el mago que se manifiesta a través del cuerpo de esta brahmana.”5 G 4 5 H. Jeanmaire, Dionysos, pág. 120-121. El Romance del Anillo, traducción francesa de A. Daniélou, pág. 237. 16 la Gaceta número 452, agosto 2008 a a Un puente… Leopoldo Lezama Para Julie La ensoñación había durado siglos, no la esperaba, tampoco la había buscado pero día a día iba llegando. La luz era una forma maleable derrumbándose encima de los árboles como un cuerpo inasible que alargaba su aliento tibio sobre el pasto mudo. Si la luz llegaba las formas aparecían, cobraban presencia; la mano lumínica dibujaba su volumen, precisaba su contorno y su anchura porque la realidad era un páramo donde todo permanecía inalterable, un valle tranquilo extendiendo su piel de hierba perfecta sobre una línea de senderos y ríos, un diamante impenetrable, colosal, que unificaba el ser y llamaba a las cosas por su nombre. La ensoñación había durado siglos, era un excitado teorema que arrastraba las horas a un ritmo más lento y distraído. Las visiones se abrían, las noches se volvían inmensas de formulaciones y preguntas, la conciencia ejecutaba movimientos nuevos, creaba rutas de todo lo que hallaba, se número 452, agosto 2008 detenía en detalles nunca antes atendidos. Algo sucedía, una sensación de que todo participaba de sus propias reflexiones, de que sus ideas y el móvil de todas las cosas estaban en una conversación hermética. Si el universo era un solo cuerpo y todos sus elementos estaban cohesionados, entonces el pensamiento era una energía que llegaba a todas partes. De esta manera, las piedras húmedas de los acantilados nocturnos, el agua escondida de los pozos, el frágil brillo de los manantiales, el nacimiento de los astros más lejanos, vivían el mismo sueño. Presintió también que esta naciente dimensión era un secreto, y que una vez que la puerta se entreabría no había marcha atrás, pero no tuvo temor y prefirió ver, seguir esa voz codiciosa que endurecía su percepción y convertía las madrugadas en fabulosos mapas sin rumbo fijo. Prefirió ver, atar cabos invisibles, unir todos los granos de la tierra para saber cuál era el la Gaceta 17 a motivo de que el polvo se dispersara por el aire como fantasma efímero. De todo quiso hallar sentido, a cada cosa le construía una lógica, y sus ideas caminaban lejos, sin cansarse, sin volver a veces. Y la mente comenzó a ser permeable, a practicar una velocísima geometría parecida al caer de una cascada, al oscilante avance de una serpiente entre la arena. De pie frente al precipicio, de espaldas a la realidad comenzó la oscura disciplina de hacerle frente a las esencias: ya no era el agua, era la noción de profundidad descendiendo hacia otras nociones deslumbrantes: si pensaba en la luz le venía la imagen de un hombre creando círculos de fuego en el desierto; si pensaba en el tiempo veía a un niño gritando al interior de un campanario. Los colores del alba eran reptiles devorando objetos sólidos, los colores eran el fino tacto de una mujer agonizando detrás de los sentidos. Entendió que la existencia era un capítulo amorfo de algo que desconocía, una cabeza sobre madera rugosa, una melodía como funesto brillo, sinfonía descompuesta bordada con el lamento de un mar extinto, mar blanco, acalambrado, que no ofreció vida alguna. Todo era parte de una música antigua, un conjunto de convalecientes sonidos tejiendo constelaciones, levantando la calma de las nubes; pero de pronto la marea, la música se venían encima, y la armonía se agudizaba y se volvía grito de insecto; un millar de arañas destrozaban sus miembros, y las manos se caían a pedazos, del cielo caía excremento; era de noche en algún lugar de una montaña, y alguien le decía que subiera el árbol más alto para observar una pequeña luz tras de las ramas, alguien lo guiaba en una pequeña barca río abajo, y después le gritaban que no se saliera del círculo de caracoles, del círculo de cal y lumbre. ¿De quién era el dolor? ¿Qué majestuosa caricia lo creaba con trazos de metal hirviendo? Despertó de pronto pero creyó no haber dormido en días, el corazón le latía demasiado rápido, y no sentía el cuerpo, su sensibilidad se dispersaba como vapor sonámbulo. Salió al jardín, era tarde, la atmósfera del sueño no se había ido; vio largamente un árbol y le pareció contemplar únicamente la historia pequeñita de algo que no había sucedido nunca. Alzó la 18 la Gaceta a vista, el cielo le pareció un enemigo, un grupo de caracoles le subían por la espalada y adivinó un olor a cera quemada. Empezó a respirar mal, caminó desesperadamente buscando el camino de regreso, pero ya veía sin pensar, ya no había cosas; sintió la más inconcebible angustia, salió corriendo a la calle, el rostro azulino y los ojos muy abiertos, llenos de pánico. De todo se dio cuenta, vio sus propios pasos alejarse para siempre de sí mismo; en su última visión tuvo la certeza de que no volvería: el pensamiento ya navegaba muy adentro. Su espíritu le exigió un esfuerzo, una fortaleza que no poseía. Un viaje, apenas un viaje, unos pocos pasos hacia un Dios agazapado que jamás terminaría de levantarse, pero los Dioses se enojaban cuando se les miraba a los ojos…y los Dioses eran malos y llenaban el alma de tierra… Una barca había zarpado y se había detenido en medio del océano oscuro, ahí, en la noche quieta de ruidos dejaría por fin crecer la voz que lo encauzaba, la voz precisa que lo conduciría al espacio donde podría mirar de nuevo, donde podría sentir la textura convulsa de la materia reciente. El infinito venía un poco atrás, pero sólo un poco, había que esperar unos segundos a que se desbordara la esfera y entonces ya no estaría ahí, los límites que lo contenían se volverían de humo. Ya no supo que corría en la calle: se deshabitaban las presencias, se desangraban los objetos, se calcinaba el nombre, la realidad quedaba en una pulsión amorfa, un mareo vertiginoso; las formas comenzaron a huir como bestias asustadas en una noche de relámpagos. La ensoñación había durado siglos, un valle, un clima yermo de púrpura enfermizo; sobre la carretera la tarde declinaba. A lo lejos el hombre cruzaba un puente iluminado por destellos opacos, una entonación desconocida guiaba sus pasos dormidos como el tiempo dentro de su memoria muerta. El delirio aprendía a tejer sus vestiduras, el puente era un camino apenas, un puente, una piedra que es un hermanito, y el viento que nos cuida de los lobos y los grillos, un puente, la piedra que es un hermanito, y el viento que nos cuida de los lobos y los grillos, un puente, la piedra que es un hermanito, y el viento que nos cuida de los lobos y los grillos, un puente… G número 452, agosto 2008 a a Carta abierta al señor Consejero Privado, profesor Doctor Flechsig* Daniel Paul Schreber Muy distinguido señor Consejero Privado: Me permito remitirle adjunto un ejemplar de las Memorias de un enfermo de nervios, de las que soy autor, rogándole que las someta a un examen benévolo. Verá usted que en mi trabajo, especialmente en los primeros capítulos, su nombre se menciona con mucha frecuencia, en parte relacionándolo con circunstancias que podrían herir su sensibilidad. Esto es algo que siento muchísimo, pero que lamentablemente me es imposible modificar en nada si no quiero cerrar desde el comienzo mismo la posibilidad de que mi trabajo sea comprendido. De todas maneras, está muy lejos de mí la intención de atentar contra su honor, así como tampoco abrigo contra nadie ninguna clase de resentimiento personal, sino que con mi trabajo persigo únicamente la finalidad de promover el conocimiento de la verdad en un campo sumamente importante: el de la religión. Tengo la inconmovible certidumbre de que a este respecto poseo experiencias que —si se llegara a un reconocimiento general de su validez— tendrían sobre los demás hombres el efecto más fructífero que se pueda imaginar. También me resulta innegable que el nombre de usted desempeña un papel esencial en la evolución general de las circunstancias correspondientes, en la medida en que algunos nervios, extraídos de su sistema nervioso, se convirtieron en “almas probadas”, en el sentido que se define en el capítulo i de las Memorias, y en carácter de tales obtuvieron un poder sobrenatural, de resultas de lo cual ejercieron durante años sobre mí un influjo nocivo, y hasta este día lo siguen ejerciendo. Al igual que otras personas, usted se sentirá inclinado de primera intención a ver en este supuesto tan sólo un desvarío de mi fantasía, que tiene que ser juzgado como patológico; para mí existe un cúmulo en verdad abrumador de razones probatorias de un acierto, que desearía que usted conociese en detalle por el contenido de mis Memorias. Aun ahora siento cada día y cada hora el influjo nocivo, fundado en milagros, de esa “alma probada”; aún hoy las Voces que hablan conmigo me traen cada día a la memoria centenares de veces el nombre de usted, vinculándolo con circunstancias que siempre se reiteran, y en especial señalándolo como culpable de aquellos perjuicios, a pesar de que hace mucho que las relaciones personales que durante algún tiempo existieron *Daniel Paul Schreber, Memorias de un enfermo de nervios, traducción de Ramón Alcalde, Sexto Piso, México, 2003. número 452, agosto 2008 entre nosotros han pasado para mí a segundo plano, por lo cual difícilmente tendría yo motivo alguno para acordarme nuevamente de usted, máxime con cualquier género de rencor. Muchos años he reflexionado acerca de cómo conciliar estos hechos con el respeto por su persona, de cuya honorabilidad y mérito moral no tengo el menor derecho a dudar. A propósito de ello, muy recientemente, poco antes de la publicación de mi trabajo, se me ocurrió una idea nueva, que acaso podría llevar al camino acertado para la explicación del enigma. Como se señala en el final del capítulo iv, y en el comienzo del capítulo v de las Memorias, no me cabe la menor duda de que el primer impulso para lo que mis médicos han considerado siempre meras “alucinaciones”, pero que para mí representa un trato con fuerzas sobrenaturales, consistió en un influjo procedente del sistema nervioso de usted, ejercido sobre mi sistema nervioso. ¿Dónde podría encontrarse la explicación de este hecho? Me parece verosímil pensar en la posibilidad de que usted (movido de buen grado, quiero suponer), en un primer momento, por fines terapéuticos haya mantenido con mis nervios, y por cierto estando espacialmente separado, un trato de hipnosis, sugestión o como haya de llamarse. En el transcurso de ese trato podría usted haber tenido alguna vez la percepción de que desde alguna otra parte se me hablaba también mediante voces que aludían a un origen sobrenatural. Podría usted, luego de esta asombrosa percepción, haber mantenido el trato conmigo cierto tiempo más, llevado por el interés científico, hasta que la situación se hubiera vuelto, por así decirlo, inquietante para usted mismo, y por ello se hubiera sentido usted motivado a cortar el trato. También podría haber sucedido que una parte de sus nervios —probablemente sin que usted tuviera conciencia de ello— hubiera sido sustraída de su cuerpo de una manera que sólo sobrenaturalmente puede explicarse, y elevada al cielo en calidad de “alma probada”. Esta “alma probada”, que adolecía de errores humanos como todas las almas no purificadas, se habría dejado llevar luego —conforme con el carácter de las almas, en la medida en que lo conozco con certeza— sin ser refrenada por nada que equivalga a la voluntad humana, por el solo afán de autoafirmación y de despliegue de poder, exactamente como sucedió durante mucho tiempo, según lo consignado en mis Memorias, con otra “alma probada”, la de Von W. Por consiguiente, sería quizá posible que hubiera que cargar exclusivamente en la cuenta de esta “alma probada” todo aquello por lo cual creí equivocadamente los años anteriores que debía responsabilizar a usted, especialmente por los influjos indudablemente perjudiciales sobre mi cuerpo. En tal caso, no sería necesario que recayese tacha alguna sobre su la Gaceta 19 a a persona, y a lo sumo quedaría acaso en pie el ligero reproche de que usted, como tantos médicos, no habría podido resistir del todo a la tentación de tomar también como objeto de investigación para experimentos científicos, además de los estrictos fines terapéuticos, a un paciente confiado a su atención, al presentarse casualmente un motivo de sumo interés científico. Es más, hasta puede plantearse la pregunta de si todas las habladurías de las Voces acerca de que alguien perpetró un almicidio no tendrían quizá que reducirse al hecho de que a las almas (los Rayos) les hubiera parecido absolutamente inadmisible que se ejerciera sobre el sistema nervioso de otro hombre un influjo que, en cierto grado, como sucede en la hipnosis, deja prisionera su voluntad; y de que para caracterizar de la manera más enérgica posible esa inadmisibilidad se hubiera echado mano, con esa propensión tan peculiar de las almas al estilo hiperbólico y a falta de otra expresión disponible, a la expresión, que de alguna manera ya estaba antes en curso, de “almicidio”. Casi no necesito destacar qué incalculable importancia tendría si mis precedentemente señaladas conjeturas resultaran de alguna manera confirmadas, y, de manera especial, por los recuerdos que usted mismo recuerda en su memoria. Todo el resto de mi exposición ganaría entonces en credibilidad a ojos de todo el mundo y aparecería sin más bajo la luz de un problema científico serio, que debe ser indagado con todos los medios imaginables. Por todo ello, distinguido señor Consejero Privado, le ruego (casi diría: lo conjuro) que sin reserva alguna se pronuncie sobre lo siguiente: 2. Si entonces fue usted de alguna manera testigo de un trato con Voces que procedían de otra parte y que aludía a un origen sobrenatural y, finalmente: 3. Si durante mi permanencia en su hospital, recibió también usted —especialmente en sueños— visiones, o impresiones de naturaleza semejante a visiones, que hayan versado, entre otras cosas, sobre la omnipotencia de Dios y la libre voluntad del hombre, sobre la emasculación, sobre la pérdida de bienaventuranzas, sobre mis parientes y amigos y también sobre los de usted, especialmente sobre Daniel Fürchtegott Flechsig, nombrado en el capítulo vi, y muchas otras cosas mencionadas en mis Memorias. A esto debo agregar que, por numerosas comunicaciones de las Voces que en esa época hablaban conmigo, tengo los más sólidos motivos para pensar que usted debió de tener tales visiones. Al apelar a su interés científico abrigo la confianza de que tendrá usted todo el coraje de la verdad, aun cuando para ello fuera necesario reconocer alguna pequeñez que no causaría ningún perjuicio serio a su reputación y prestigio ante la opinión de cualquier persona sensata. Si usted desea remitirme un testimonio escrito, puede usted tener la seguridad de que sólo lo publicaría con su consentimiento y en las formas que a usted mismo le pareciera conveniente indicar. Dado el interés general que podría tener el contenido de esta carta, he considerado adecuado hacerla imprimir como “Carta abierta” antes del texto de mis Memorias. 1. Si durante mi permanencia en su hospital tuvo lugar por parte de usted algún trato hipnótico, o análogo, conmigo, de suerte que usted ejerciera —en especial estando espacialmente separado— un influjo sobre mi sistema nervioso; Dresde, marzo de 1903 Con mi más alta consideración, Doctor Schreber, presidente de Sala, en retiro. G 20 la Gaceta número 452, agosto 2008 a a Los locos* Roy Porter ¿Un diálogo de sordos? Una mitad de la humanidad no sabe cómo vive la otra mitad; así comienza la autobiografía de un paciente mental británico de principios del siglo xx que firmaba con el nombre de Warmark. Es probable que los ricos no entiendan a los pobres, o que los ateos no comprendan a los que temen a Dios, pero la experiencia de más profunda incomunicación, según advierte Warmark, es seguramente la pérdida de la razón. Así pues, ¿tienen sentido los testimonios de los locos? Algunos expertos dicen que no: el lenguaje de los enfermos mentales, arguyen, es un balbuceo irredimible. De acuerdo con los distinguidos psiquiatras británicos Richard Hunter e Ida Macalpine, la psiquiatría erró su camino al querer escuchar a los locos; he aquí lo que escribieron en 1974: Hoy en día se asume que la patología mental deriva de la psicología normal, se piensa que puede comprenderse en términos de relaciones interpersonales e interpersonales fallidas y luego corregirse a través de una reeducación o mediante el psicoanálisis de las áreas en las que el desarrollo emocional se desvirtuó. A pesar de todos los esfuerzos que se han destinado a estos enfoques y de la cantidad de tinta que se les ha dedicado, los resultados son pobres (por no decir inconclusos) y contrastan notablemente con todo lo que la medicina le ha dado a la psiquiatría y que año a año le sigue dando. [Esto se debe a que] los pacientes son víctimas de su cerebro, no de su mente. Sacar provecho de este enfoque médico, no obstante, supone una reorientación de la psiquiatría: no se trata de escuchar sino de observar. Cuando se emprendió un estudio a profundidad sobre la locura del rey Jorge iii se decidió —y esto es seguramente significativo— no conceder ninguna importancia psiquiátrica a las fantasías que, según muestran los archivos, pronunciaba el rey en sus trances de locura y que incluían, entre otras cosas, el temor de que la pecaminosa ciudad de Londres estuviera a punto de sufrir un diluvio. La llamada a la psiquiatría para que dejara de escuchar a los enfermos mentales no deriva de la inhumanidad; es más bien la consecuencia lógica de un credo psiquiátrico que ha prevalecido por mucho tiempo: Hunter y Macalpine creían que la enfermedad mental no era psicogénica, de ahí que los testimonios *Roy Porter, Breve historia de la locura, traducción de Juan Carlos Rodríguez, fce/Turner, México, 2003. número 452, agosto 2008 de los locos no resultaran ser más que gritos de aflicción y ni siquiera servían como pistas atinadas para dar con la naturaleza de dicha aflicción. La enfermedad metal no se resuelve al descifrar lo que el loco dice, ya que, según sostenían, los trastornos mentales tienen un fundamento biológico. Algunas corrientes psiquiátricas poderosas promovieron, ya desde antes, estas tendencias para silenciar a los locos, especialmente en ámbitos institucionales. Como ya hemos visto, a partir de la revolución científica la opinión prevaleciente postuló un modelo de ser humano en el que éste era esencialmente una máquina y, por ende, las expresiones y quejas de los trastornados se reducían a meras manifestaciones secundarias, rechinidos y crujidos de una máquina defectuosa: algo no funcionaba bien pero esos ruidos carecían de significado. Después de todo ¿acaso no prescribían los métodos de las ciencias experimentales observación y objetividad en vez de interacción e interpretación? En los hospitales y asilos los pacientes más ruidosos eran mantenidos aparte, en las salas traseras; así, no sólo se los encerraba sino también se los silenciaba, o, al menos, nadie hacía caso de lo que manifestaban; había menos comunicación que excomunión. En un asilo para lunáticos irlandés de alrededor de 1850, un interno detuvo a los inspectores que hacían una visita de oficio y se quejó de ser víctima de robo diciendo: “Me han quitado mi lenguaje”. En un caso similar, el poeta romántico John Clare, recluido varias décadas en diferentes establecimientos, desarrolló un nuevo lenguaje para su poesía; cuando le preguntaron la razón de esto contestó: “Me abrieron la cabeza, seleccionaron todas las letras del alfabeto que ahí tenía, las vocales y las consonantes, y me las extrajeron por las orejas; ¡y así pretenden que escriba poesía! No me es posible”. Estas protestas no eran únicas; John Perceval, autor de A Narrative of the Treatment Received by a Gentleman, During a State of Mental Derangement (Relato del tratamiento que recibió un caballero durante un estado de desequilibrio mental, 1938), probablemente la relación más intensa y perspicaz jamás escrita por un ex paciente sobre la vida en un asilo, también manifiesta agravios de la misma índole. Cuando estudiaba en Oxford, Perceval, hijo del asesinado primer ministro Spencer Perceval, se convirtió a una secta protestante evangélica y extremista que sostenía que el Espíritu Santo hablaba, como en el Pentecostés, a través de los creyentes en una lengua similar al griego clásico. Al poco tiempo comenzó a ser asediado por un pandemónium de voces, lo mismo demoníacas que divinas. Su familia lo juzgó desequilibrado y se le recluyó en un asilo en donde, al menos, tenía la ventaja de que “podía clamar o cantar según me lo ordenaran mis espíritus”. la Gaceta 21 a Durante su estancia de dieciocho meses en dos asilos prestigiados y costosos, Perceval descubrió (por experiencia propia) que el personal médico nunca atendía sus peticiones y apenas lo trataba como a un ser humano, mucho menos como a un caballero inglés. Decidió entonces no abrir la boca, mas en el silencio hostil que sobrevino, los hombres se comportaban como si mi cuerpo, mi alma y mi espíritu estuvieran totalmente abandonados a su control y como si ellos pudieran, pues, ejercer allí su malicia e insensatez. Supongo que mi silencio era interpretado como una forma de consentimiento; nunca se me informaba si harían tal o cual cosa, o si creían conveniente prescribir tales medicinas de esta u otra manera; nunca se me preguntó 22 la Gaceta a si me hacía falta algo, si deseaba o prefería alguna cosa o si objetaba que hicieran tal o cual otra. Denuncia que en todo momento se lo trataba “como si fuera un mueble, una figura de madera, no susceptible de deseo, de voluntad y tampoco de juicio.” La negativa de las autoridades del asilo a comunicarse con él resultó, en su creencia, contraproducente. Hay testimonios similares de innumerables ex pacientes; en un informe publicado por dos miembros del Parlamento británico en 1957 y titulado A Plea for the Silent (Una petición a favor de los callados) —quizá silenced, “silenciados” hubiera sido un término mucho más apropiado— un antiguo interno narra su experiencia de ostracismo en una institución mental: número 452, agosto 2008 a No se me permitía escribirle a mi mejor amiga para contarle dónde me hallaba […] [E]l personal me ignoraba. […] Al principio pensé que quizá éste debía de ser un nuevo método para el estudio de la enfermedad mental pero pronto me daría cuenta de que no era más que la despiadada convicción de que los locos no sufren y que cualquier problema que llegan a expresar seguramente es “imaginario”. Las memorias de muchos locos alegan que hay, para usar la frase de Perceval, “razonamiento en la locura”, que sus pensamientos son coherentes y deben ser atendidos. No obstante, ¿cuán confiables pueden ser los testimonios de estos enfermos mentales? En la autobiografía manuscrita de Goodwin Wharton, noble liberal del siglo xvii, todo a lo largo de su medio millón de palabras, nos asegura el autor que embarazó a su amante, Mary Parish, 106 veces, que tuvo relaciones con tres reinas de Inglaterra y que el Todopoderoso le dio personalmente instrucciones de repoblar el reino. Ahora bien, ¿a quién creer cuando nos enfrentamos con versiones encontradas de la misma realidad? En su Tras las puertas del Bethlem Hospital, 1818, Urbane Metcalf, antiguo interno que alegaba ser heredero al trono de los Países Bajos, dibujó la imagen de un Bethlem tan corrupto como embrutecedor. Por su parte, los archivos del hospital lo identifican a él como un alborotador. En estos casos los historiadores deben leer entre líneas y formar su propio juicio: las interpretaciones opuestas de una misma realidad proporcionan ventanas hacia subjetividades interrelacionadas que, claro está, nunca fueron unívocas. Considérese el caso del Hombre Lobo de Freud, el aristócrata ruso Sergius P. Éste aparece tres veces en los testimonios: la primera en el análisis que Freud hizo en 1920 de su sueño de lobos blancos con cola tupida y que se descifró psicoanalíticamente como un recuerdo de la “escena primordial”, esto es, el recuerdo de haber presenciado la relación sexual de sus padres cuando era un niño que empezaba a caminar. Vuelve a aparecer en un examen del análisis posterior que dirigió Ruth Mack Brunswick, quien a su vez había sido analizada por Freud, en un volumen cuya introducción es obra de Anna Freud (quien también había sida analizada por su padre), en la que se anuncia el éxito de ambos análisis freudianos de Sergius. Finalmente, reaparece en la década de 1960, en una entrevista con la periodista Karin Obholzer; cuando la reportera le preguntó su opinión sobre la interpretación que Freud había hecho de su sueño, Sergius respondió: “es completamente forzada”. Este tercer Hombre Lobo es por supuesto muy diferente de los otros dos, pero ni el “Hombre Lobo” de Freud, ni el “Hombre Lobo” de Mack Brunswick y ni siquiera el “Hombre Lobo” del Hombre Lobo deben ser tomados literalmente. Habiendo hecho las advertencias necesarias sobre los peligros de las lecturas unívocas, escudriñemos ahora la mente de un paciente, en parte a través de sus propias palabras según las refiere su doctor. Señales confusas James Tilley Matthews era un comerciante de té en Londres. Exaltado, igual que el poeta Wordsworth, por el nuevo amanecer que prometía la Revolución Francesa, viajó a París en 1793. número 452, agosto 2008 Como lamentaba la declaración de guerra entre Inglaterra y Francia se le metió en la cabeza que llevaría a cabo personalmente una misión de paz. Después de una audiencia con Lord Liverpool, ministro durante el régimen de Pitt, Matthews se preparó para negociar con las autoridades francesas, pero la toma del poder por los jacobinos arruinó sus planes y éstos lo metieron tras las rejas. Finalmente fue liberado y regresó a Inglaterra en marzo de 1796 convencido de que él era el único en estar enterado de una vil maquinación francesa para “entregar a Francia todos los secretos del gobierno británico en cuanto a la creación de una república de Gran Bretaña e Irlanda”. El arma secreta que los franceses estaban movilizando era el mesmerismo —que en ese entonces hacía furor en París— y, de hecho, ya se habían infiltrado en Inglaterra algunos equipos de “espías magnéticos”; éstos estaban armados con máquinas de “telares aéreos” que podían transmitir ondas de “magnetismo animal” y habían tomado sus puestos en sitios estratégicos (“cerca del Parlamento, el Ministerio de Marina, el Ministerio de Hacienda, etc.”) desde donde hipnotizarían a los miembros del gobierno para convertirlos en “poseídos” mediante una suerte de “hechizo y hacerlos actuar como títeres”. Puesto que sólo él conocía la maniobra, Matthews era el número uno en la lista de ataque de los conspiradores. Una “banda de siete” había sido enviada, según él, para eliminarlo y usarían su hipnótica “ciencia del asalto” para llevar a cabo las más atroces torturas como “encorvamiento de pies, inducción de letargos, explosión de chispas de descarga, incisión de clavos en las rodillas, incineración, extirpación de los ojos, privación de la vista, ahorcamiento, extracción de órganos vitales, desgarramiento de tejidos, etc.”. Estas amenazas contra su vida explicaban la urgencia con la que, a su regreso, Matthews envió advertencias a lord Liverpool en las que detallaba las conspiraciones de los jacobinos. El ministro seguramente respondió con silencio o escepticismo ya que el 6 de diciembre de 1796 Matthews envió una ulterior carta que abría con la siguiente proclama: “Declaro que su Señoría es, en toda la extensión de la palabra, un traidor de la más diabólica naturaleza”. Convencido de la “traición” de Liverpool, Matthews se presentó ante la Cámara de los Comunes y acusó al ministro de “pérfida venalidad”. Tras un interrogatorio ante el consejo del rey, fue confinado en enero de 1797, pues el lord canciller desestimó los alegatos de cordura presentados por su familia. Matthews, ahora recluido en Bethlem, se sentía totalmente a merced de sus perseguidores. Se dirigió, en busca de desagravio, al universo entero escribiendo un documento que comienza: “Jacobo. Absoluto, Único, Supremo, Sagrado, Omni-Imperante, Archi-Grande, Archi-Soberano […] Archi-Emperador, y en el que ofrece recompensas —que rebasan cualquier sueño de la avaricia— a quienes asesinan a sus enemigos y consignan su libertad: el monto de estas recompensas empieza en sus más modestas cifras con “trescientas mil libras esterlinas” por la cabeza del rey de Noruega y Dinamarca, y asciende hasta un millón de libras por el asesinato del zar, un millón por el emperador de la China y el rey de España, y así sucesivamente. Matthews daba instrucciones incluso sobre el método que debía seguirse (“es preferible que se los cuelgue del cuello hasta que mueran y luego se los queme públicamente”) a la vez que se disculpaba por la barbarie que todo esto suponía. Para él resultaba, según explica, “un verdadero infortunio […] tener la Gaceta 23 a a que ordenar la muerte de cualquier individuo”, no obstante la necesidad lo obligaba a “castigar en vez de compadecerse”. Siguió internado y en 1809 su familia volvió a apelar por su libertad; entonces dos afamados doctores, Birkbeck y Clutterbuck, dieron testimonio de su cordura. El personal médico de Bethlem se opuso a este testimonio con el argumento de que su obsesión no había menguado en absoluto: “a veces se conduce como un autómata que se mueve por las acciones de los otros y otras veces como el emperador del mundo entero que arroja de su tronos a quienes usurpan sus dominios”. John Haslam, boticario de Bethlem, consideraba que la mejor manera de comprobar el continuo estado delirante de Matthews y la necesidad de que siguiera recluido era dejarlo hablar por sí mismo; de esta suerte, publicó la historia de Matthews que él mismo redactó a partir de algunos documentos escritos por el paciente; el malicioso volumen se tituló: Illustrations of Madness: Exhibiting a Singular Case of Insanity, And a No Less Remarkable Difference in Medical Opinions: Developing the Nature of an Assailment, And the Manner of Working Events; With a Description of The Tortures Experienced by BombBursting, Lobster-Cracking and Lenghthening the Brain. Embellished with a Curious Plate (Ilustraciones de la locura que exhiben un caso peculiar de demencia —y una no menos notable diferencia de opinión médica— referente a la naturaleza de un supuesto asalto y sus procedimientos, con una descripción de las torturas sufridas por explosiones de bombas y alargamiento del cerebro, decoradas con una peculiar lámina, 1810). He aquí, como indica Haslam ya desde el título, un caso más en el que no sólo los locos sino también los loqueros han 24 la Gaceta a perdido la razón; el boticario añade con palpable desdén: “puesto que la locura es lo opuesto a la razón y la sensatez, como lo es la luz de la oscuridad, lo recto de lo torcido, etc., resulta sorprendente que pueda haber dos opiniones opuestas suscitadas por este mismo asunto”. ¿Acaso Clutterbuck y Birbeck estaban igual de locos que Matthews? Matthews pasó unos años más en Bethlem; de hecho, el propio Haslam fue “soltado” antes que él: cuando el Parlamento hizo averiguaciones sobre el estado de los manicomios y asilos para locos en 1815, se ventiló la corrupción en la que Bethlem se hallaba inmerso; Haslam declaró que su director médico, John Monro, siempre estaba ausente y que su recién fallecido cirujano Bryan Crowther había estado borracho y demente por tanto tiempo que hasta requirió una camisa de fuerza. Haslam resultó ser la víctima: se le dio carpetazo al asunto y el boticario fue despedido en 1816. Probablemente esta experiencia alteró su razón, ya que más adelante este loquero llegó a creer que la sociedad entera estaba loca: al ser llamado para atestiguar en un proceso legal en el que la defensa alegaba locura del acusado, replicó que no sólo éste estaba loco sino que también lo estaba todo el mundo, quizá con la única excepción del mismo Dios Todopoderoso; luego añadió, con respeto, que la cordura de Dios le constaba gracias a la autoridad de los eminentes teólogos de la Iglesia anglicana. A través de la medicación en Haslam, la historia de Matthews es, pues, una historia de espejos y de duplicados: cada quien es, por turnos, embaucador y embaucado, demente y desconfiado hasta la paranoia. Ya vamos diciendo que la razón, pues, se ha vuelto infinitamente evasiva. G número 452, agosto 2008 a a Locura, realidad, sistemas complejos y spas Víctor Kuri La realidad para los enfermos mentales es una percepción descentrada de la normalidad, una distorsión, semejante a la refracción que sufren los objetos semisumergidos en agua. La regularidad de los contornos se ve interrumpida y aumentada bajo la superficie transparente. El enfermo a veces duda sobre la realidad unívoca entre esos dos aspectos metafóricos, el superficial o normal o el profundo o anormal. Y de esa duda se alimenta la lenta agonía del aquejado. Si la locura fuera un problema filosófico no sería un problema lógico o ético sino, fundamentalmente, gnoseológico, es decir un problema sobre la posibilidad y la naturaleza del conocimiento referido a un mundo en donde rigen unas leyes y la distorsión de ese mismo mundo coexistente en donde rigen otras leyes muy distintas. ¿Con un loco nunca se sabe? ¿Un loco sabe más que los no locos? Él sabe lo que puede saber cualquiera más otras cosas que no puede saber cualquiera de la misma manera en que él las sabe. Hay que usar finas herramientas para explorar de qué manera sabe lo que sólo él sabe. Afortunadamente la locura es una enfermedad que, como tal, se manifiesta por síntomas que revelan un problema común. Desafortunadamente, explorar esos síntomas difiere esencialmente de explorar una nefritis o una otitis, ya que la disciplina que se encarga de hacer esa búsqueda no es de carácter científico, como la nefrología o la otología, sino meramente empírica y esto por una razón, la de que esos síntomas aparentemente idénticos son inherentemente diferentes en cada caso y aunque todos sean cantos gregorianos no todos cantan a Dios. Con lo cual no pretendo defenestrar a la clínica psicopatológica; y ahora menos, cuando por primera vez la neurología da pasos gigantescos, con la imprescindible ayuda de la tecnología ad hoc, para llevar a cabo una tarea sin antecedentes, un estudio científico del cerebro humano que posibilitará un acercamiento más exacto, también científico, de la mente humana sana y enferma. Faltaría hacer el debido reconocimiento a quienes con las dudosas o por lo menos cada vez más controvertidas herramientas técnicas y teóricas a su alcance hasta ahora, asistidos providencialmente por una farmacología producto de la serendipia más que del método científico y mantenidos en la inopia por las políticas públicas de salud, siendo en esto los médicos y personal responsable mucho menos afectados que las víctimas de los males mentales, número 452, agosto 2008 cuyo infortunio no conoce paliativo sino, al contrario, se ve agravado por las ínfimas condiciones no sólo de tratamiento sino de trato, sobre todo en ciertos hospitales públicos a donde ni siquiera la filantropía tipo televisa llega, y donde el dolor humano campea con mandoble a diestra y siniestra. A algunos les simpatizan los locos, algunos doctores, me consta, se interesan en su enfermedad dedicada y laboriosamente, empleando la habilidad del conocimiento e intuición, concertando arte y ciencia. Sobra decir que honran su vocación y por ende a sí mismos. Pero son los menos. También me consta lo que diría ahora de algunos otros si ahora fuera el caso de decirlo, esto es, particularizadamente. Pero que aguarden. Sólo diré que hay quienes se envilecen en la misma medida en que se enriquecen y algunos al amparo de las políticas de salud que por un lado escatiman el presupuesto a los alienados y por el otro alienizan a la población tanto mediática como socialmente, al desalentar y reducir el sano ejercicio del pensamiento crítico a la servidumbre de opinión, al reducir, en defensa de sus ideologías, cada día más el nivel de vida económico de la población entregándola a la angustia, la inseguridad y el miedo, antesalas de la locura… Con lo que se asegura la prosperidad de las profesiones encargadas de combatir los males mentales que aumentan significativamente día con día. Por otra parte este fenómeno podría definir una mutación en la percepción humana y contribuir a terminar de una vez por todas con la producción de los valores que una vez conformaran los derroteros ideales de la sociedad y, apartándose progresivamente de ellos, apresurar el caos al que tienden, según una notable ley, los sistemas complejos como el encéfalo. De esta manera podría advenir una nueva humanidad, corregida por la locura, inmune al control, a la funcionalidad inducida y a la normalización robotizada, capaz de ejercer su soberana voluntad en la más liberal de las libertades, realizando la utopía de vivir en el jardín del deseo, lejos de la sociedad mercantilizada, enajenante y esclavizadora. Además, si eso sucediera, conllevaría la ventaja de que los profesionales de la salud mental con una vocación insegura podrían ser liberados para siempre de luchar contra el cruel flagelo de la insania y dedicarse a cosas más industriosas y relajantes como el diseño psicoergonómico de spas para el uso de los moradores del nuevo orden, por ejemplo. G la Gaceta 25 a Apología de la pereza* a Robert Louis Stevenson Boswell: Nos cansamos cuando no hacemos nada. Johnson: Eso sucede, señor, porque, como los demás están atareados, queremos compañía; pero si no hiciéramos nada, nadie se cansaría: nos entretendríamos los unos a los otros. Precisamente ahora, cuando todo el mundo está obligado, so pena de ser condenados por un delito de lesa respetabilidad, a ingresar en alguna profesión lucrativa, y a ejercerla con auténtico entusiasmo, una exclamación del partido opuesto, de quienes están satisfechos cuando tienen bastante y les gusta contemplar y disfrutar del tiempo, adquiere cierto tono bravucón y de fanfarronería. Pero no debería ser así. La mal llamada pereza, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer muchas cosas no reconocidas en los formularios dogmáticos de la clase dirigente, tiene tanto derecho a hacerse valer como la laboriosidad. Se suele considerar que la existencia de personas que se niegan a participar en esa gran carrera de obstáculos por unas cuantas monedas de seis peniques representa tanto un insulto como una decepción para los que sí lo hacen. Un tipo cabal (de los que tanto abundan) toma su decisión, vota por los seis peniques, y, por emplear el enérgico americanismo, va “saco” por ellos. Y mientras él está arando esforzadamente el camino, no es difícil entender su resentimiento cuando ve a personas descansando en los prados de los márgenes, tumbados con un pañuelo en la cabeza y un vaso junto al codo. La indiferencia de Diógenes ofende en un sitio muy delicado a Alejandro. Para aquellos turbulentos bárbaros, ¿en qué quedaba la gloria de haber conquistado Roma, cuando irrumpieron en el Senado y se encontraron a los Padres sentados en silencio *Robert Louis Stevenson, Memoria para el olvido, traducción de Ismael Attrache, fce/Siruela, México, 2008. 26 la Gaceta número 452, agosto 2008 a e insensibles a su triunfo? Resulta molesto esforzarse y escalar las cimas difíciles y, al terminar, ver que la humanidad se queda impasible ante tu logro. De ahí que los físicos condenen lo que no es físico, que los economistas sólo toleren superficialmente a los que saben poco de acciones, que la gente de letras desprecie a los iletrados, y que las personas con un oficio se unan para denostar a los que no tienen ninguno. Sin embargo, aunque éste es uno de los inconvenientes del asunto, no es el mayor. No te pueden meter en la cárcel por hablar en contra del esfuerzo, pero te pueden mandar a Coventry por hablar como un loco. La mayor dificultad en casi cualquier asunto radica en hacerlo bien, así que tened la bondad de recordar que esto es una apología. No cabe duda de que se pueden decir muchas cosas sensatas en favor de la diligencia, pero también se puede decir algo en su contra y eso es lo que voy a hacer ahora. Exponer un argumento no implica necesariamente estar sordo a todos los demás, y que un hombre haya escrito un libro de viajes por Montenegro no le impide ir a Richmond. No cabe duda de que la gente debería ser algo perezosa de joven. Pues aunque de vez en cuando un Lord Macaulay escape de los honores escolares con todo su ingenio intacto, la mayoría de los chicos pagan tan caras sus medallas que ya no les quedan cartas en la manga y salen al mundo arruinados. Y lo mismo sucede en la época en que un joven se está educando, o dejando que otros lo eduquen. Debió de ser muy necio aquel anciano caballero que, en Oxford, se dirigió a Johnson con las siguientes palabras: “Joven, ahora estudie concienzudamente y adquiera conocimientos, porque cuando se haga usted mayor encontrará que enfrascarse en un libro es una tarea pesadísima”. El anciano caballero no parece haberse dado cuenta de que hay muchas otras cosas, aparte de la lectura, que se hacen pesadas, y no pocas se vuelven imposibles cuando a un hombre le llega el momento de usar anteojos y de caminar con un bastón. Los libros tienen su valor, pero son un sustitutivo de la vida completamente inerte. Es una pena quedarse sentado como la dama de Shalott, mirando un espejo, de espaldas a todo el bullicio y el atractivo de la realidad. Y si un hombre lee con mucha dedicación, como nos recuerda la vieja anécdota, le queda poco tiempo para pensar. Si volvéis la vista a vuestra educación, estoy seguro de que no es de las horas plenas, intensas e instructivas haciendo novillos de lo que os arrepentís; preferiríais borrar algunos oscuros periodos de duermevela en clase. En mi caso, asistí a muchas clases en aquellos tiempos. Aún recuerdo que el giro de la peonza es un ejemplo de estabilidad cinética. Aún recuerdo que la enfiteusis no es una enfermedad, ni el estilicidio un crimen. Pero, aunque no quiero olvidar esos retazos de ciencia, no les doy el mismo valor que otras cosillas que aprendí al aire libre, en la calle, mientras hacía novillos. Éste no es el momento de extenderse sobre ese portentoso lugar de educación, que fue la escuela preferida de Dickens y de Balzac, y que produce anualmente muchos maestros infames en la Ciencia de los Aspectos de la Vida. Basta decir lo siguiente: si un muchacho no aprende en la calle es porque no tiene capacidad para aprender. Pero el que hace novillos no está siempre en la calle; si lo prefiere, puede irse al campo atravesando los barrios residenciales ajardinados. Puede lanzarse contra una mata de lilas junto a un arroyo, y fumar innumerables pipas al son del agua en las piedras. Un pájaro canta en el matorral. Y puede que allí tenga ideas amables y vea las cosas bajo una nueva número 452, agosto 2008 perspectiva. Vaya, si esto no es educación, ¿en qué consiste ésta entonces? Podemos imaginar al sabio hombre de mundo abordando a uno de estos chicos, y la conversación que se produciría a continuación: –Vamos a ver, joven, ¿qué hace usted aquí? –En verdad, señor, estoy descansando. –¿No es la hora de clase? ¿Y no debería estar aplicándose con diligencia en su libro, con objeto de adquirir conocimientos? –No, así también persigo la Sabiduría, con su permiso. –¡La sabiduría, dice! En qué disciplina, tenga la bondad de decirme. ¿En matemáticas? –No, desde luego que no. –¿Metafísica? –Tampoco. –¿Algún idioma? –No, no se trata de ningún idioma. –¿Un oficio? –Tampoco es un oficio. –Vaya, entonces ¿de qué se trata? –Veréis, señor: como es posible que pronto me llegue el momento de embarcar en el Mar de la Vida, deseo fijarme en lo que suelen hacer las personas de mi condición, y en dónde están las peores Ciénagas y Zarzales del camino; igualmente, en qué tipo de cayado presta el mejor servicio. Además, me hallo aquí tumbado, junto a este riachuelo, para aprender de memoria una lección que mi maestro me ha dicho que llame Paz, o Satisfacción. Ante lo cual, al sabio hombre de mundo lo invadió una intensa pasión y, blandiendo el bastón con aspecto muy amenazador, espetó a ese sabio: –¡Sabiduría, dice! –exclamó–. ¡Haría que el verdugo azotase a todos estos pillos! Y con eso reanudaría su camino, frunciendo la corbata con un crujido de almidón, como un pavo cuando despliega las plumas. Ahora bien, la del sabio hombre de mundo es la opinión más extendida. Un dato no recibe el nombre de dato, sino de chismorreo, si no entra en alguna de las categorías académicas. Una investigación ha de tener una dirección reconocida, y responder a un nombre; si no, no estás investigando en absoluto, sólo pasando el rato, y ni siquiera mereces el asilo de pobres. Se da por supuesto que todo el conocimiento está en el fondo de un pozo, o en el extremo de un telescopio. Sainte-Beuve, a medida que fue cumpliendo años, consideraba que toda la experiencia era como un único y gran libro, que podemos estudiar algunos años antes de irnos de este mundo, y le parecía que daba igual leer el capítulo xx, que es el cálculo diferencial, o el capítulo xxxix, que es oír a la banda tocando en el parque. Pero una persona inteligente que mire con atención y aguce el oído, siempre con una sonrisa en el rostro, tendrá una educación más auténtica que muchos otros con una vida de heroicas vigilias. No cabe duda de que en las cumbres de la ciencia formal y lograda mediante el esfuerzo no se encuentra sino un conocimiento frío y árido, y que es alrededor de uno, si se toma la molestia de mirar, donde se aprenden los hechos cálidos y palpitantes de la vida. Mientras otros llenan su memoria con un batiburrillo de palabras, la mitad de las cuales olvidarán al término de esa semana, el que hace novillos la Gaceta 27 a a puede aprender algún arte sumamente útil: a tocar el violín, a distinguir un buen puro, o a hablar con desenvoltura y tino con toda clase de personas. Muchos que “se han aplicado con diligencia en su libro”, y lo saben todo sobre una rama u otra del saber establecido, salen de la sala de estudio con un aspecto antiguo y de búho, y resultan secos, burdos e indigestos en las mejores y más luminosas partes de la existencia. Muchos amasan una gran fortuna y siguen siendo groseros y ridículamente estúpidos hasta el final. Mientras tanto, ahí está el perezoso, que empezó a vivir al mismo tiempo que ellos; si me lo permitís, una imagen distinta. Ha tenido tiempo para cuidar su salud y su ánimo; ha pasado mucho tiempo al aire libre, que es lo más saludable para el cuerpo y la mente; y, aunque nunca haya leído pasajes escondidos del gran Libro, le ha echado un vistazo y lo ha leído en diagonal con gran provecho. ¿No podría sacrificar el estudiante algunas raíces hebreas, y el hombre de negocios algunas medias coronas, a cambio de una parte del conocimiento que tiene el perezoso de la vida en general, y del Arte de Vivir? Además, el perezoso posee otra cualidad más importante que éstas. Me refiero a su sabiduría. Aquel que ha observado atentamente la satisfacción infantil que otras personas obtienen con sus pasatiempos, contemplará la propia con indulgencia muy irónica. Nunca se contará entre los dogmáticos. Demostrará una tolerancia enorme y equilibrada hacia toda clase de personas y opiniones. Puede que no 28 la Gaceta a encuentre una verdad nueva, pero tampoco se identificará con una falsedad muy evidente. Su camino le lleva por una senda secundaria, poco frecuentada, pero muy llana y agradable, que se llama el Camino de lo Común y Corriente, y que conduce a la Casa del Sentido Común. Desde allí tendrá una vista agradable, aunque no muy noble; y mientras que otros miran el este y el oeste, el demonio y el amanecer, él se contenta con ver una especie de mañana en los asuntos mundanos, con un ejército de sombras corriendo raudas y en todas direcciones hacia la gran luz de la Eternidad. Las sombras y las generaciones, los doctores vociferantes y las clamorosas guerras, pasan y se disuelven en el silencio y el vacío definitivos; pero detrás de eso un hombre puede ver, desde las ventanas de la Casa, mucho verdor y un paisaje sereno, muchos salones con la chimenea encendida, buenas personas riendo, bebiendo o cortejándose como hacían antes del Diluvio Universal o de la Revolución Francesa, y el viejo pastor narrando su fábula debajo del espino. Estar extremadamente ocupado, ya sea en el colegio o la universidad, en la iglesia o el mercado, es síntoma de una vitalidad deficiente, y la facultad de la pereza implica unos gustos amplios y variados y un fuerte sentido de la identidad personal. Existe una clase de personas muertas en vida, vulgares, que apenas son conscientes de estar vivos si no ejercen alguna ocupación convencional. Llevaos a esos tipos al campo o subidlos a un barco, y veréis cómo anhelan su escritorio o su despacho. número 452, agosto 2008 a No tienen ninguna curiosidad, no pueden entregarse a estímulos azarosos, no disfrutan con el ejercicio de sus facultades por el mero placer de hacerlo y, a no ser que la Necesidad la emprenda a palos con ellos, incluso se quedarán quietos. Es inútil hablar con gente así: no pueden estar sin hacer nada, su naturaleza carece de la generosidad necesaria; y las horas que no dedican al furioso trabajo en el molino de oro las pasan en una especie de coma. Cuando no hace falta que vayan a la oficina, cuando no tienen hambre y no les apetece beber, todo el mundo vivo es para ellos un vacío. Si han de esperar un tren alrededor de una hora, entran en una especie de trance estúpido con los ojos abiertos. Al verlos, uno podría pensar que no hay nada que mirar y nadie con quien hablar, podría imaginar que están paralizados o enajenados; no obstante, es muy probable que trabajen mucho a su manera, y que tengan buena vista para detectar un fallo en una escritura o un cambio en la Bolsa. Han ido al colegio y a la universidad, pero sin apartar nunca la vista de la medalla; se han paseado por el mundo y han conocido a personas inteligentes, pero pensando siempre en sus cosas. Como si el alma de un hombre no fuese ya suficientemente pequeña de por sí, han menguado y reducido la suya con toda una vida de trabajo sin distracciones; hasta que llegan a los cuarenta, con la atención muerta, una mente vacía de cualquier fuente de diversión, y sin una idea que entre en contacto con otra, mientras esperan el tren. Antes de que les pusieran pantalones largos, podrían haber subido a los vagones; a los veinte, podrían haber mirado a las chicas; pero ahora no queda tabaco en la pipa, la caja de rapé está vacía, y mi caballero está sentado, tieso como una vara, en un banco, con una penosa mirada. No me parece que esto sea el Éxito en la Vida. Pero no sólo es él la víctima de sus atareadas costumbres, sino también su mujer e hijos, sus amigos y parientes, e incluso las personas con las que se sienta en el vagón de un tren o en un autobús. La devoción perpetua hacia lo que un hombre llama su negocio sólo se puede obtener mediante una desatención perpetua de muchas otras cosas. Y es completamente incierto que los negocios de un hombre sean lo más importante que ha de hacer. A un juez imparcial le resultará claro que muchos de los papeles más sabios, virtuosos y beneficiosos que se representan en el Teatro de la Vida son interpretados por actores que no cobran, y son considerados, por casi todo el mundo, como fases de pereza. Pues en el Teatro no sólo los caballeros que se mueven, las doncellas que cantan y los diligentes violinistas de la orquesta, sino también los que miran y aplauden desde las butacas, desempeñan un papel y cumplen funciones importantes para el resultado general. No cabe duda de que dependes en gran medida de las atenciones de tu abogado y de tu agente de Bolsa, de los guardias y guardavías que te llevan rápidamente de un sitio a otro, y de los policías que patrullan las calles para protegerte; pero ¿acaso no hay un pensamiento de gratitud en tu corazón para otros benefactores que te hacen sonreír cuando te cruzas con ellos, o que aderezan tu cena con una buena compañía? El coronel Newcome ayudó a perder el dinero de su amigo; Fred Bayham tenía la fea costumbre de tomar prestadas las camisas; y, sin embargo, era mejor estar con ellos que con el señor Barnes. Y aunque Falstaff no era muy comedido ni muy sincero, creo que podría nombrar a un par de adustos Barrabases de los que el mundo podría haber prescindido perfectamente. Hazlitt afirma que le debía más cosas a Northcote, que nunca le había prestado lo número 452, agosto 2008 que pudiera llamar un servicio, que a todo su círculo de ostentosos amigos, ya que consideraba que un buen compañero era, con mucho, el mayor benefactor. Sé que hay personas en el mundo que no pueden sentir gratitud si el favor no les ha sido prestado a expensas del dolor y la dificultad. Pero ésa es una actitud mezquina. Un hombre puede mandarte una carta de seis hojas llenas de los chismes más entretenidos, o puedes pasar media hora agradable, quizás hasta provechosa, con un artículo suyo; ¿piensas que el servicio sería mayor si hubiera redactado el manuscrito con la sangre de su corazón, como un pacto con el diablo? ¿Crees realmente que estarías más en deuda con tu interlocutor si hubiera echado pestes sobre ti todo el rato por importunarlo? Los placeres son más provechosos que los deberes, pues, al igual que la virtud de la piedad, no son forzados, y ofrecen una doble bendición. Se necesitan dos personas para dar un beso, y puede haber una multitud en una chanza, pero, siempre que está presente un elemento de sacrificio, el favor se otorga con dolor y, entre personas generosas, se recibe con confusión. No hay deber que valoremos menos que el deber de ser feliz. Al ser feliz repartimos beneficios anónimos por el mundo, que nos son desconocidos incluso a nosotros mismos y que, cuando salen a la luz, a nadie sorprenden más que al benefactor. El otro día, un chico harapiento y descalzo corría por la calle persiguiendo una canica, con un aspecto tan feliz que ponía de buen humor a todo aquel que pasaba a su lado; una de esas personas, a la que había sacado de unos pensamientos más negros que de costumbre, paró al mozalbete y le dio dinero con esta observación: “Para que veas lo que puedes conseguir a veces teniendo un aspecto feliz”. Si antes tenía un aspecto feliz, entonces mostró un aspecto feliz y perplejo. Personalmente prefiero este apoyo a las sonrisas y no a los niños llorosos; no deseo pagar por unas lágrimas en otro sitio que no sea el escenario, pero estoy dispuesto a comerciar en gran medida con la mercancía opuesta. Es mejor encontrar un hombre o una mujer feliz que un billete de cinco libras. Él o ella son un foco que irradia buena voluntad, y su entrada en una habitación es como si se hubiera encendido una vela. No tenemos que preocuparnos de que puedan demostrar la cuadragesimoséptima proposición; hacen algo mejor que eso, demuestran en la práctica el gran Teorema de lo Vivible de la Vida. Por eso, si una persona no puede ser feliz sin permanecer ociosa, ociosa ha de permanecer. Es un concepto revolucionario, pero, gracias al hambre y a la casa de beneficencia, no es fácil abusar de él y, dentro de unos límites prácticos, es una de las verdades más incontestables de todo el Corpus Moral. Observa a alguno de tus congéneres industriosos por un instante, te lo ruego. Siembra prisas y recoge indigestión; invierte mucha actividad para conseguir un beneficio, y a cambio recibe una gran cantidad de trastornos nerviosos. O bien se abstrae de toda compañía, y vive recluido en una buhardilla, con zapatillas de estar por casa y un tintero de plomo, o se mezcla con la gente de forma brusca y breve, contrayendo todo el sistema nervioso, para descargar el mal humor antes de volver al trabajo. No me importa cuánto o lo bien que trabaje, este sujeto es un elemento perverso en la vida del resto de la gente. Serían más felices si estuviera muerto. En la Oficina de los Circunloquios les es más fácil prescindir de sus servicios que soportar su mal humor. Envenena la vida desde la raíz. Es mejor ser desplumado abiertamente por un sobrino tarambana que atormentado diariamente por un tío malhumorado. la Gaceta 29 a a Y ¿a qué se debe el escándalo? ¿Por qué amargan su vida y las de los demás? Que un hombre publique tres o treinta artículos al año, o que termine o no su gran cuadro alegórico, son cuestiones de escaso interés para el mundo. Los ejércitos de la vida están llenos, y, por mil que caigan, siempre habrá más para tapar la brecha. Cuando dijeron a Juana de Arco que tenía que estar en su casa ocupada con tareas de mujeres, respondió que ya había muchas que hilaran la rueca y lavaran. Pero no importa lo excepcionales que sean tus dones. Si a la Naturaleza “le importa tan poco la vida individual”,¹ ¿por qué íbamos a permitirnos la presunción de que la nuestra tiene una importancia excepcional? Imaginad que a Shakespeare le hubieran dado un golpe en la cabeza una noche oscura en las propiedades de sir Thomas Lucy: el mundo hubiera seguido más o menos su curso, el cántaro habría ido al pozo, la guadaña al trigo, y el estudiante a su libro, y nadie se habría enterado de la pérdida. No existen muchas obras, si se consideran todas las opciones, que valgan el precio de una libra de tabaco para un hombre de medios limitados. Es una reflexión aleccionadora para la más orgullosa de nuestras vanidades mundanas. Ni siquiera un estanquero, si lo pensamos, puede hallar mucho de qué 1 a vanagloriarse en esta frase, ya que, aunque el tabaco es un admirable sedante, las cualidades que se requieren para venderlo no son infrecuentes ni valiosas por sí mismas. ¡Ay y mil veces ay! Podéis pensar lo que queráis, pero no son indispensables los servicios de ningún individuo. ¡Atlas sólo era un caballero con una pesadilla interminable! No obstante, se ven mercaderes que salen a labrarse una gran fortuna, y de ahí que se les juzgue por bancarrota; escritorzuelos que no cesan de escribir articulitos hasta que su mal humor es una cruz para todos los que se topan con ellos, como si el faraón hubiese mandado a los israelitas hacer un alfiler en vez de una pirámide; y espléndidos jóvenes que trabajan hasta desfallecer, y se los lleva un coche fúnebre con plumas blancas. Uno se imaginaría que el Maestro de Ceremonias había susurrado a esas personas la promesa de un destino insigne, y que esa bala medio caliente con que representan sus farsas era la diana y el centro de todo el universo. Y, sin embargo, no es así. Las metas por las que han entregado su impagable juventud, por lo que ellos saben, pueden ser quiméricas o dañinas; la gloria y la riqueza que esperan pueden no llegar nunca, o encontrarlos indiferentes; y ellos y el mundo en que habitan son tan poca cosa que la mente se hiela al pensarlo. G Cita de In memoriam de Alfred Tennyson. (N. del T.) 30 la Gaceta número 452, agosto 2008 a a Viaje a Italia a través de un cuerpo Daniel Rodríguez Barrón Johann Wolfgang von Goethe, Elegías Romanas, Ediciones Hiperión, Madrid, 2008. No se acostumbra pensar en Goethe como en un hombre feliz. El peso de su pieza más sombría, el Fausto, permea el resto de sus obras e incluso su propia biografía. Sin embargo, hay piezas dentro de su amplio corpus —que abarca ciencia, filosofía, teatro, novela y poesía— que muestran a Goethe bajo una luz muy distinta a la del Fausto. Éste es el caso de sus Elegías romanas. En 1795, Goethe entregó a Schiller un conjunto de 24 poemas para su publicación en la revista Die Horen, que este último dirigía. Schiller encontró escandalosos por su contenido sexual, cuatro de estos poemas y los dio a leer al filósofo Herder para tener una segunda opinión. Herder, por su parte, le dijo que si los publicaba, su revista pasaría de ser llamada Die Horen (Las Horas) a Die Huren (Las putas). Este dictamen, no sólo impediría la publicación de las cuatro últimas piezas en dicha revista, además les otorgaría la fama de licenciosos. Goethe mismo, sólo los daba a leer a amigos como Eckermann, y no fueron incluidos en sus obras completas sino hasta 1914. Entre nosotros, José Joaquín Blanco tradujo las elegías en 1994, pero sólo los primeros veinte poemas. A decir del traductor José Munárriz, esta nueva edición es la primera que contiene, vertidas al castellano, el ciclo completo de 24 elegías, es decir, están incluidas las que provocaron tantas precauciones por parte de Schiller y de Herder. Goethe escribió estos poemas entre 1788 y 1790, después de su célebre viaje a Italia. El encuentro con una vida menos restrictiva que la germana y su ambición literaria de trasvasar el alemán a la métrica de los clásicos latinos —Propercio, Tíbulo y Catulo— utilizando número 452, agosto 2008 asimismo sus temas eróticos, dieron lugar al desarrollo de estas piezas, cuyo aire carnal y pagano llenó de frescura la poesía europea del siglo xviii —cortesana y académica, voluntariamente acartonada y efectista— y aún se miden con la poesía contemporánea, tan suspicaz, más dada a la ironía que a la franca y vivaz alegría. Si Quevedo no encontró a Roma en la propia Roma, Goethe la vio en cada fragmento, en cada ruina y pintura deteriorada, pero sobre todo en la vida cotidiana de los romanos. Nada de arqueologías, Goethe no ambiciona otra cosa que reflejar con honestidad y belleza los movimientos cotidianos del amor. (“Nos divierten las alegrías del auténtico amor desnudo/ y el sonido chirriante, armonioso, de la cama que traquetea”.) Aquello que, en su Fausto, llama eterno-femenino, y que no es más que una metáfora de la regeneración eterna, en las Elegías Romanas es menos una idea abstracta que una referencia vital: la mujer que se acaricia y donde el poeta reconoce las fuentes del arte que contempló en Roma. (“¿Y no aprendo acaso a la vez que atisbo las formas/ del seno gracioso, y mi mano por las caderas se mueve?/ Sólo entonces comprendo los mármoles…”.) Para el poeta, no hay nada más molesto ni “repugnante” que “estar solo en la cama de noche”. Esta circunstancia no es sólo lamentable, es también sospechosa: no hay que olvidar que el viejo Goethe reprobaba a los poetas románticos —a pesar de haber formado parte de ese movimiento en su juventud— por preferir la noche, el sueño y la sombra, antes que la vida activa y luminosa. Preferir lo real a las ensoñaciones solitarias, lo concreto en lugar de lo difuso e inexpresable, mantiene al hombre con los pies en la tierra. Ni Nerval ni Colerigde, desde luego nunca Baudelaire ni Rambaud hubieran podido escribir: “Suceda lo que suceda, la vida, es siempre buena”. Elogiar la desdicha, como hacían los poetas románticos, o sobrevalorarla, es dignificar lo que nos oprime, lo que nos ciega y nos conduce a perdernos en el camino. Coronar la sabiduría o la virtud con una sobria tristeza “es monstruoso ornamento”. Sólo una atenta alegría permite, como deseaba Spinoza, una existencia afirmativa y vital. Tal vez sólo Walt Whitman se puede emparejar con Goethe en esta vocación celebratoria, donde nada es demasiado bajo o indigno, como para que no pueda ser santificado por el poeta. Y de inmediato hay que apuntar: Goethe, como todos, sentía el acecho de la angustia, la desesperación y el mal. Allí está su obra más célebre, La tragedia del doctor Fausto, para probarlo. Pero las Elegías Romanas, fueron una íntima venganza contra el dolor del mundo, una venganza que no buscó la dicha fácil, autista, sino una alegría racional y objetivada, concreta, donde el poeta pudo encontrar la fuerza para aceptar la vida en todas sus manifestaciones. Elegía x Alejandro y César, Federico y Enrique, los grandes, la mitad de la fama ganada me entregarían con gusto, si pudiera cederles mi lecho una noche a ellos; pero a los pobres los tiene sujetos el poder del Orco. Tú que estás vivo, disfruta de este lugar que caldea el amor antes de que el terrible Leteo atrape tus pies huidizos. G la Gaceta 31 a Stevenson o la moral del arte a Alberto Arriaga Robert Louis Stevenson, Memoria para el olvido fce/Siruela, México, 2008. La vocación de feliz espectador del mundo de Robert Louis Stevenson puede resultar sospechosa para un sacerdote de la ultramodernidad. Quien fuera inventor de caracteres valerosos, aventureros, inconformes, fáusticos, era un apacible buscador de verdades que solía llamar a su alma para interrogarla directamente. La moral del artista y del arte, conceptos sumamente despreciados en nuestros días, encuentra bríos renovados en el autor de Markheim Desde aquel memorable ensayo sobre el ensayo de Adolfo Bioy Casares, hace mucho tiempo que nadie hablaba de Robert Louis Stevenson como ensayista. En varias de sus novelas, aun en aquellas donde su principal preocupación es descender hasta lo más profundo de las oscuridades del alma humana (El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, por supuesto, y The wrong box), la felicidad fue una convicción firme para Stevenson, él, que siempre padeció de enfermedades pulmonares, que siempre estuvo acompañado por el dolor de espalda y huesos. Un ensayo fundamental de estos que ahora recoge Alberto Manguel es la “Apología de la pereza”, donde encontramos todo el espíritu de la obra de Stevenson: “Pero una persona inteligente que mire con atención y aguce el oído, siempre con una sonrisa en el rostro, tendrá una educación más auténtica que mu- 32 la Gaceta chos otros con una vida de heroicas vigilias. No cabe duda de que en las cumbres de la ciencia formal y lograda mediante el esfuerzo no se encuentra sino un conocimiento frío y árido, y que es alrededor de uno, si se toma la molestia de mirar, donde se aprenden los hechos cálidos y palpitantes de la vida. Mientras otros llenan su memoria con un batiburrillo de palabras, la mitad de las cuales olvidarán al término de esa semana, el que hace novillos puede aprender algún arte sumamente útil: a tocar el violín, a distinguir un buen puro, o a hablar con desenvoltura y tino con toda clase de personas.” Esos “hechos cálidos y palpitantes de la vida” fueron la materia prima de la ensayística de Stevenson. Si bien es cierto que resultan molestas esas personas que sólo hablan de sí mismas, el ensayo, entre otras cosas, se inventó para esa costumbre. El autor escocés, nacido en 1850, tenía la edad de Cristo cuando vio la luz su primera novela exitosa: La isla del tesoro. Para entonces ya había escrito muchas páginas explorándose a sí mismo, utilizando la primera persona como un bisturí de la conciencia, proponiendo el fracaso como un método eficaz para alcanzar la felicidad y eludiendo la tentación de tramar la existencia con el yo como protagonista. Permanentemente enfermo, Stevenson prefirió la ensoñación rigurosa para la narrativa y el lúcido e irresponsable fluir del pensamiento para el ensayo. Como lo haría medio siglo después quien acaso fuera su discípulo más aventajado y dilecto, G. K. Chesterton, Stevenson supo que ese género que ejerció como crítica literaria y preceptiva moral, fragmento de diario y crónica de costumbres, apología y didáctica, era el más difícil de todos por ser el más libre. El ensayo es el más irresponsable de los géneros porque utiliza la responsabilidad del teórico sin afán de establecer teorías, simplemente desnudando una idea, decía Chesterton. Stevenson se regía por la lógica de la música verbal inglesa. No hay nada que sobre o que falte en su prosa. Desde la cacería de los lugares comunes en la crítica de Whitman, pasando por su poética personal de la novela (realismo no quiere decir apego estricto a la verdad, sino la persecución del ideal) hasta el disfrute de los lugares desagradables que van figurando un temperamento, los ensayos de Memoria para el olvido ofrecen muchas lecciones, y tal vez la más importante sea la imposibilidad de separar el ideal estético de la moral, certeza que surge una vez que, precisamente, alguien se atreve a interrogar a su propia alma directa y despiadadamente luego del silencio que deja la acción. Ésa es la verdadera rebeldía de Stevenson, como si dijera: no hagas nada, deja de trabajar, y así cambiarás el mundo. G número 452, agosto 2008 a a a a a