No. 1 marzo 2012 Virgilio Piñera nuevamente en el candelero: 7 notas para un centenario pág. 7 Virgilio Piñera: economía y política de la carne pág.15 Virgilio Piñera, el transgresor pág. 38 ARTES PLÁSTICAS Se concursará con una frecuencia bienal (corresponde en el actual año de 2012) en las manifestaciones de pintura, dibujo, grabado, escultura, arte digital impreso y video arte. Cada autor dispondrá de un espacio no menor de 50 cm. y no mayor de 3 m. cuadrados para obras planimétricas, y de 3 m. cúbicos para las obras volumétricas. Las obras de video arte se deben presentar en soporte digital. Las obras concursantes deben estar acompañadas de: nombre y apellidos del autor, ficha técnica, currículum, así como los precios en MN y CUC con rangos mínimos y máximos. JURADOS Y PREMIACIONES Los jurados se conformarán con figuras de reconocido prestigio de la Literatura las Artes Plásticas. El fallo será inapelable. El plazo de admisión de las obras vence el 30 de abril de 2012 para los géneros de Literatura y Artes Plásticas. En Literatura se otorgará un único premio en cada género, consistente en 2 000.00 pesos MN. El jurado podrá entregar cuantas menciones considere. En Artes Plásticas se otorgará un premio “Salón de Plástica Regino E. Boti” consistente en 3 000.00 MN. El jurado podrá entregar cuantas menciones considere. El envio de las obras al concurso al igual que la devolución de las mismas será a vuelta de correo Sobre el envío de las obras Las obras literarias deben ser remitidas a: Centro Provincial del Libro y la Literatura. Cuartel 715 entre Jesús del Sol y Narciso López. Guantánamo. CP 95 100, y las obras pláticas a: Consejo Provincial de las Artes Plásticas, Máximo Gómez esquina Crombet, Guantánamo. CP 95 100. Sumario LITERATURA E HISTORIA Se concursará en los géneros de narrativa e historia, con la propuesta de libros que tengan una extensión mínima de 60 cuartillas y un máximo de 80, y literatura para niños (narrativa, poesía y teatro) con una extensión mínima de 30 a 50 cuartillas. Las obras deberán imprimirse por una sola cara de la hoja. El tipo de letra a utilizar será Arial 12 y el interlineado de 1,5. Las obras deberán ser inéditas y no estar comprometidas para su publicación ni encontrarse en veredicto de otro certamen. Los trabajos se presentarán en original y dos copias en formato de 8 ½ x 11, identificados con un seudónimo. Se enviarán por correo certificado que incluirá, aparte de las tres copias de la obra concursante, un sobre con el seudónimo identificador donde deben aparecer los siguientes datos: género, título de la obra, nombre del autor (tal como aparece en su carné de identidad), breve currículum, dirección particular y electrónica (si la posee) y teléfono. La editorial El Mar y la Montaña no aceptará para su publicación textos que no cumplan con los requerimientos de formato especificados en esta convocatoria. Virgilio Piñera Algunos cuentos súbitos /3 Antón Arrufat Virgilio Piñera nuevamente en el candelero: 7 notas para un centenario /7 Norge Espinosa La etapa argentina de Virgilio Piñera (1946-1958) /10 Carlos Espinosa Virgilio Piñera: economía y política de la carne /15 Alberto Garrandés Un hambre infernal: la cena y proyecto apara un sueño/24 María Matienzo Mariano /28 Nersys Felipe ¿Cuentos? de Nersys /29 Eldys Baratute Sumario REGINO E. BOTI del CONCURSO de LITERATURA XXXIV edición 1ro al 4 de junio de 2012 BASES Podrán participar todos los escritores y artista plásticos residentes en el país. Los temas serán libres y se concursará en los siguientes géneros: Presentación de Ambrosio Fornet /31 Roberto de Jesús Quiñones Muecas para tigres y escribientes /32 Liuvan Herrera Otras maneras de narrar: un cortejo de narradores cubanos /34 Rubén Ricardo Infante INTERnos/Francisco Domínguez Pérez: el poeta humilde /36 Yaimara Diéguez y Josefa Leyva VA POR CASA/Virgilio Piñera, el transgresor /38 Mireya Piñeiro Director: Wilfredo Campos. Consejo Editorial: Jorge Núñez, Marité Jalice, Virginia Jalice, Margarita Canseco, Rafael González, Mireya Piñeiro, Yaimara Diéguez, Cecilia Elías y Eldys Baratute. Editora: Carelsy Falcón. Diseño: V. Enrique Sánchez S. Impresión y Encuadernación: Marcial López. Realización: Marisol Ojeda y Sonia Quintana. Relaciones Públicas: Eldys Baratute. Impresión: Editorial El Mar y la Montaña. Calixto García # 902 entre Crombet y Emilio Giró. Teléfono: (0121) 32 8417 e-mail: [email protected] Cada autor es responsable de sus opiniones Edición financiada por el Fondo para el Desarrollo de la Educación y la Cultura Nota de la editora Algunos cuentos súbitos Poco importa mi nombre, y mucho menos mi edad. No he de enumerar la caída del pelo ni decir “encanezco”. Tan solo una sencilla confesión: no tengo ni un perro acompañante, A Y tengo cantidades de soledad que regalar. sí se cita a Virgilio Piñera en uno de los ensayos que componen en este número un homenaje a los cien años del singular escritor; quizás en esta misma autodefinición estén las pistas para entender tal personalidad literaria. Piñera puede ser venerado en ciertos círculos, temido o desdeñado en otros, pero lo que nunca provocará será indiferencia, si su obra no es suficiente para generar disquisiciones, su paso sarcástico y cínico por la vida generó anécdotas y leyendas suficientes para no pasar inadvertido. Tras las lecturas de los múltiples acercamientos que aquí les proponemos, diversos matices saltarán, pero sólo algo será cierto: Virgilio Piñera es uno de los imprescindibles en la literatura cubana, es el otro necesario; como ya se ha dicho, el inadaptado, el que disiente; esa sombra necesaria para entender las luces. Junto a Piñera proponemos un acercamiento a Ambrosio Fornet, a quien se le dedicó merecidamente la Feria Internacional del Libro 2012, con este breve asomo, advertimos la necesidad de un trabajo extenso sobre este intelectual que tanto ha aportado a la cultura cubana. Igualmente, sugerimos la lectura del fragmento de la novela inédita de Nersys Felipe, reconocida con el Premio Nacional de Literarura 2011, que cedió amablemente su texto a nuestra publicación. Una vez más El Mar y la Montaña quiere ser partícipe del funcionamiento de los procesos culturales, quiere involucrarse en esa espiral que lleva desde los márgenes al centro, y viceversa, hechos, textos y contextos necesarios en la evolución cultural y humana. V Piñera no nació en La Habana. Cuando llegó a la ciudad procedente de Camagüey, tenia 25 años. Al abandonar la casa familiar inició su largo periplo por cuartos alquilados, casas de huéspedes, habitaciones que algunos parientes se veían obligados a cederle —parientes que no lo estimaban— y de las que debía mudarse al poco tiempo. La Habana fue una pasión adquirida, de la que nunca se curó. Si no era habanero, se hizo habanero. El asombro que recorre secretamente sus ficciones se lo produjo la ciudad, el miedo y los terrores. En ella ejerció el duro aprendizaje de dejar de ser y conducirse como un joven de provincia, que todo lo espera del lugar adonde acaba de llegar, y va quemando diariamente las ilusiones que se forjó en su pueblo, semejante irgilio Antón Arrufat (Santiago de Cuba, 1935). Dramaturgo, novelista, cuentista, poeta y ensayista. Entre sus múltiples libros publicados se encuentran la novela La noche del Aguafiestas (Premio Alejo Carpentier 2000), Las tres partes del criollo (teatro, 2003), El hombre discursivo (ensayos, ed Letras Cubanas, 2005). Ostenta, entre otros reconocimientos y distinciones, el Premio Nacional de Literatura 2000 y el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2005, que concede el Instituto Cubano del Libro, por el rela- en alguna medida a Julián Sorel y principalmente a Lucien de Rubempré. En La Habana —tras pedir una matrícula gratuita— ingresó en la Universidad. Para sobrevivir puso en práctica esos tristes oficios de pobre, que tanto ejercería en el transcurso de su existencia ciudadana, como recoger y vender botellas de cervezas vacías, reproducir en un viejo mimiógrafo, las conferencias de clases para venderlas a sus compañeros de estudio, esperar —exigir en cartas apremiantes— las pequeñas cantidades de dinero que le mandaba su madre, cuando le pagaban su escaso retiro de maestra de escuela primaria. Pedir prestado sin devolver nada, pegarse a los amigos hasta que lo convidaran a almorzar o le pagaran el café con leche y las tostadas, despliegues El Mar y la Montaña estratégicos, escaramuzas irrisorias, contadas con cierto trágico humor en sus ficciones, y realizadas en la realidad con una especie de insolente dignidad personal. Fue en La Habana donde comenzó a fumar, vicio (o afición) que conservó hasta el final de su existencia, una de las causas del infarto masivo que le produjo la muerte. En casi todas las fotos se le ve con un cigarrillo entre los dedos. Podía fumarse dos o tres cajetillas en el curso de un día. Apenas saltaba de la cama, casi en la madrugada, y antes de ponerse a escribir, prendía su primer cigarro. La mayoría de sus personajes, femeninos y masculinos, lanzan bocanadas de humo. No estaba tranquilo en medio de una conversación, si no fumaba un cigarro tras otro. Fumar para él era semejante a un coito solitario, absorbía con avidez, movía sus gruesos labios, y se dejaba el cigarro pegado a ellos. Continuamente encendido, tenía su manera de llevarlo entre los dedos y de cortar la ceniza. En febrero de 1946 conoció en Buenos Aires a Gombrowicz. Enseguida se reconocieron como grandes fumadores. Dice de Gombrowicz que “le salían de la boca volutas de humo”, y de inmediato destacó su modo de agarrar el cigarro como los fumadores de pipa. “En realidad es un clásico de la pipa.” Pasados dos años, en 1939, menos su hermana Luisa Joaquina, especie de su alter ego femenino, quien permaneció un tiempo más en Camagüey, el resto de su familia abandonó la provincia y se instaló en La Habana. Su vida de sobresaltos económicos y despliegues estratégicos se alivió en parte. Ya la ciudad había empezado a mostrarle otra de sus caras, la posibilidad de una existencia literaria más intensa y complicada que la que había llevado en su provincia: publicar poemas y artículos, tener amistad con varios pintores y poetas, Lezama, Portocarrero, escribir sus primeros trabajos críticos, ofrecer conferencias y recitales. Ninguna de estas actividades le daba dinero, y volvió a ser en su El Mar y la Montaña casa, como lo sería por años, eso que la familia cubana llamaba, con entonación despectiva, un agregado. Si le daban techo y un plato de comida, a la vez le reprochaban que su trabajo no contribuyera a la vacilante economía familiar. Los padres y sus cinco hermanos varones ocuparon una pequeña casa en un piso alto. Larga y estrecha, con tres dormitorios, una sala, dos ventanales que daban a la calle, por donde entraba el aire, la luz y el bullicio incesante. Techo alto, vigas de hierro, comedor y cocina al fondo, angosta y lúgubre la cocina, típica vivienda de lo que actualmente se llama Centro Habana. En la primera habitación, la recámara, según la llamaban en su provincia, la más importante, se alojaron los padres, como también se acostumbraba en su provincia, y en las restantes, cuarto de baño intercalado, se distribuyeron los cinco varones. Virgilio no se llevaba con ninguno de ellos. Es más, se desdeñaban. Sus hermanos eran decididamente homofóbicos, y él era, desde muy joven, un homosexual de presencia rutilante. Apenas recién mudados, realizó un descubrimiento. El balcón de la casa familiar fue este descubrimiento capital. En él podía apartarse de los varones y del padre —la madre era la única que no le hacía reproches y que lo protegía dándole pequeñas sumas—, y refugiarse en el balcón. Ancho, bastante largo, a la altura de un piso, no solo propiciaba cierta distancia de su familia, sino que lo mantenía alzado de la calle. Podía asomarse al balcón, mirar parte de la ciudad, hasta el mar cercano del Malecón, y a la vez se hallaba en el aire, suspendido de los peligros y la contaminación de la tierra, sostenido en el vacío. Fumar temprano, levantado desde la seis, amanecer en mangas de camisa acodado en la baranda, por un momento al menos, apartado de las recriminaciones de los varones de su familia, mientras la ciudad despertaba despacio, se convirtió en su gran descubrimiento, en el más fructífero. Al fin tenía un lugar, su lugar en la casa, aunque fuera por unas cortas horas. A ese hallazgo se unió una inesperada energía creadora, tal vez engendrada por aquella posesión, y dio comienzo a un período creativo muy intenso. Sacó un sillón, colocó una tabla en sus piernas, papel y lápiz, y escribió durante varios años, en su refugio, sobre la calle Gervasio 121, durante las primeras horas del día. Varios poemas, obras teatrales y numerosos cuentos, produjo en su lugar privilegiado de la casa. Su primer relato, “El conflicto”, terminado en 1940 y publicado dos años después en forma de folleto de treinta y dos páginas, cuando Piñera consiguió reunir algún dinero con que pagarle al impresor Serafín García, dueño de una tipografía modesta, donde publicaría todos los cuadernos de su época inicial de escritor. El mayor de estos cuadernos no pasó de las sesenta y ocho páginas, Poesía y prosa (1944), integrado con ocho poemas y catorce cuentos breves. No había dinero para un libro ni para cuadernos más extensos. Fue ahí, en ese balcón que todavía existe —mirándolo desde la acera de enfrente estuve parado en varias ocasiones—, donde comenzó a trabajar en sus narraciones breves, que actualmente podrían llamarse ficción súbita. Cuentos de una a tres páginas de extensión, con frecuencia de una página o del largo de un párrafo, tres o cuatro líneas. Cuentos concentrados en la anécdota, carentes de información descriptiva o sicológica, generados por la ironía o el grotesco, donde las carencias de la vida y los deseos sin realizar bajo presiones agobiantes inventan soluciones imposibles, extraviadas, letargos, mutilaciones del cuerpo, donde el desarrollo de la ficción es como un relámpago, o mejor, como Piñera diría, un fogonazo, palabra que alude a la mirada, a la cámara fotográfica, al flaschazo. La crítica literaria apenas se ha ocupado de este tipo de narraciones, y tampoco ha encontrado un nombre que las designe. ¿Minicuentos? ¿Microrelatos? ¿Textículos?, según Raymond Quenau. No obstan- te se han continuado escribiendo y aparecen con asiduidad en libros y revistas. En la literatura en español, Piñera fue iniciador de esta forma de narrar, de los primeros en casi inventarla. Aunque no era dado a la teorización literaria, tuvo un concepto muy claro de la poética que fundamenta la ficción súbita. Dos momentos de su vida, de los que ahora recuerdo, así lo demuestran. La confesión que hiciera a un amigo de que al terminar “La boda” (1941), un clásico de la ficción súbita, se dio cuenta que había encontrado una forma inusual de narrar. Y la otra, cuando alguien para elogiar “En el insomnio”, ficción de once líneas, con gran emoción lo comparó a un “poema en prosa”, Virgilio lo miró casi ofendido, y replicó “no se trata de un poema, se trata de un cuento en su máxima saturación”. La redacción de “La boda” tuvo que sorprender al autor. La anécdota es completamente visual, resuelta con precisa firmeza en el curso de un solo párrafo de unas treinta líneas. El tiempo apenas existe, es casi todo espacio. De la boda nada se dice, tanto que su título parece una burla. Empieza cuando la boda ha terminado, el narrador parece mirar desde el altar. ¿Mirar qué cosa? El movimiento de los pies de la novia sobre la alfombra roja, y la cola, principalmente la cola de su vestido que avanza hacia la puerta de salida de la iglesia, casi independiente, como un objeto soberano, absoluto en el espacio. La cola del vestido desaparece en la “caja del coche”, como si hubiera salido y al final regresara a su caja de cartón. Después de “La boda”, en el mismo año y durante estos amaneceres en el balcón, compuso “El comercio”, “El parque” y “La batalla”, por igual de un solo párrafo, unas treinta líneas de extensión, que a menudo no llegan ni al tamaño de un folio, y que son también esencialmente visuales, un tanto inferiores en intensidad a “La boda”. Me parece “El parque” el más conseguido. Imagen inmóvil de un parque sin árboles, con una columna retorcida en medio, el piso de granito gris, sin bancos ni fuentes, sin nada amable, completamente desnudo y como un espacio refulgente, un tanto inhumano, semejante a un metal pulido, que resulta observado por alguien, al igual que ocurre en “La boda”, alguien que el lector ignora quién es y que simplemente mira. Sobre la forma del parque se han efectuado entre los habitantes del pueblo interminables discusiones, triviales o caprichosas: si es rectangular o cuadrado, sin llegar a ninguna verdad, pues según el sabio del pueblo las diferencias se basan en frecuentes “ilusiones ópticas”. Es evidente que podrían interpretarse como una suerte de parodia grotesca de las discusiones teológicas sobre la existencia del alma o de las controversias filosóficas acerca de verdades de razón o verdades de hecho. “El caso Acteón” es también de esta época, bizarra reescritura del mito griego del cazador tebano devorado por sus propios perros. Piñera parece seguir la versión de Eurípides en Bacantes. Lo haría en otras ocasiones con diversos mitos de la antigüedad clásica. “La cara” —narración que no pertenece a esta zona de su escritura—, retoma la leyenda de la Gorgona, el horror que causaba su cara y el poder de su mirada homicida. Apenas veinte líneas tiene “La montaña”, de sus ficciones más breves, que podría interpretarse como la reescritura del mito de Sísifo, convertido en un devorador de tierra: en lugar de subir la montaña, comenzará a devorarla, en vez de usar sus pies, usará su boca, incorporando la montaña al interior de su cuerpo… Escrita después de “La boda”, “La carne” figura en esta colección. El periódico humorístico habanero Zig zag la publicó en 1943. En una de las pocas entrevistas de prensa que Piñera concediera en 1956, a una pregunta sobre la relación de su escritura literaria con la realidad circundante, respondió que estos cuentos “parecen ubicarse en la irrealidad, a simple vista se confundirían con lo fantástico o lo fantasmal, (pero) han sido conce- bidos partiendo de la realidad cotidiana de un desarraigado, un paria social, acosado por dioses implacables: el hambre y la indiferencia.” Más adelante mencionó “La carne” como ejemplo de tal relación, e hizo una revelación sorprendente en un autor de su estilo: el texto reflejaba una realidad tangible: “la falta de carne en La Habana de esa época”. Por supuesto, no sólo la carne, faltaba el dinero para comprarla, aunque colgara de los pinchos de todas las carnicerías. En los años cuarenta del siglo xx, cuando se escribe este texto piñeriano, la carne era considerada el máximo alimento del hombre. Nadie habría puesto en duda esta verdad inconmovible ni nadie podía sospechar los resultados de la investigación científica posterior sobre el daño que comer carne puede causar a la salud humana. Para los cubanos la carne vacuna era un fetiche, un alimento casi sagrado, la ambrosía de los dioses: producía sangre, vitalidad, renovaba la carne del propio cuerpo. Insustituible para la conservación de la vida, su ausencia se convertía en tragedia, quien no comía carne corría grandes riesgos de envejecer, de enfermar y morir. Si aceptáramos como totalmente verdadera la revelación de Piñera sobre la relación de su escritura con la realidad de su país, en un momento determinado —no suelen los autores ofrecer pistas ciertas acerca del origen de lo que han escrito—, su revelación podría explicar el fundamento real de la necesidad acuciante, enfermiza, de comer carne que padecen sus protagonistas. Caso extremo y singular: la carencia absoluta de un bien supremo mítico, carencia material que pone en peligro la existencia humana. A esa carencia Piñera responde con una apuesta imaginativa. Con frecuencia le oí decir, “lo que no es en la realidad, que sea en la imaginación”. En “La carne”, el cuerpo humano —más fuerte que el alma siempre en entredicho— realizará un autosacrificio: se devorará a sí mismo, lentamente, día tras día. Un habitante de ese pueblo condenado a la ausencia de carne, iniciará una especie peculiar El Mar y la Montaña de cruzada: afilará un enorme cuchillo, se bajará los pantalones y cortará un hermoso filete de su nalga izquierda. Su ejemplo se propaga. Mediante este acto precursor, la gente del pueblo descubre que tiene la sobrevivencia al alcance de la mano, en su propio cuerpo. Aceptada esta posibilidad irracional, cuanto ocurre a continuación se desarrolla con la lógica de un teorema. A la perspectiva del hambre, la decadencia corporal y la postración, los protagonistas piñerianos prefieren jugar con el tiempo que han de durar sus cuerpos, sometidos a un singular, incluso grotesco, autoconsumo: cien, doscientos días, pero bien alimentados. La gente comienza a subsistir alegremente de sus propias reservas. Desarrollan entre sí una extraña solidaridad entre autófagos. El tiempo de sus vidas, su futuro al fin mensurable y cuantificable, depende de la cantidad de libras de carne comestible que alcancen a desprender de sus cuerpos. Comienza entonces el “glorioso espectáculo”: mujeres que devoraron sus senos y no se sienten obligadas a cubrirse, los que han dejado de hablar porque engulleron sus lenguas, “manjar de monarcas”, aquellos que han usado sus labios para hacer unas frituras y ya no pueden besar o se han comido las yemas de los dedos y no atinan a escribir su nombre, los que han perdido el lóbulo de sus orejas. Muchos se ocultan, han empezado a desaparecer, la madre que busca a su hijo amado y sólo encuentra un montón de excremento. Una ironía feroz recorre con su llama fría esta ficción piñeriana: una valoración del esfuerzo humano, lo que los naturalistas del xix llamaban “la lucha por la vida”. Los seres humanos se sacrifican día a día para conseguir continuar viviendo, entregan el cuerpo, mediante mutilaciones sucesivas, para obtener la maltrecha continuidad del mismo cuerpo. En las El Mar y la Montaña últimas líneas, surge de pronto, súbitamente, una pregunta: “¿Era, por ventura, el precio que exigía la carne de cada uno?”. Jorge Luis Borges ha destacado en Chesterton y en Stevenson una facultad: la invención y fijación enérgica de memorables rasgos individuales. En la narrativa de Piñera se encuentran también esos extraños y felices rasgos enérgicos que acompañarán al lector por largo tiempo. Suelen ocurrir hacia el final, cuando se cierran con un trazo sorprendente. Esta facultad para fijar rasgos memorables, en el caso de su escritura —lo señalé al referirme a “La boda”—, podrían calificarse de visuales, la mirada prevalece en ellos: la cola del traje de novia entrando en la caja del coche, la columna de mármol gris hecha con los cadáveres cosificados de los obreros que construyeron el parque. Uno de estos rasgos se encuentra en “La carne”, esta vez muy cerca del final. Cuando la mayoría del pueblo ha ido realizando sus ceremonias de autofagia para no morir, paradójicamente, de hambre, el bailarín del pueblo, que por respeto a su arte había dejado para el postrer instante los dedos de sus pies, cuando ya sólo le quedaba la parte carnosa del dedo gordo, reunió a sus admiradores y amigos y en medio de un “sanguinolento silencio”, cortó la última porción de su dedo gordo y lo dejó “caer en el hueco de lo que en otro tiempo había sido su hermosa boca”. Nada dramático ni solemne ni enfático se encuentra en la prosa con que Piñera compuso estas ficciones súbitas. Es esta prosa imperturbable, aséptica, que no se asombra de nada verbalmente, la que devuelve al lector, atónito ante los acontecimientos que narra, a su circunstancia habitual. Piñera ha compuesto toda su obra con un estilo de prosa forjado, fuertemente forjado, en oposición abierta y declarada al barroco y neobarroco lati- noamericanos. Desde joven comprendió, sentado al amanecer en el balcón de la calle Gervasio con su tabla sobre las piernas, que el mundo que tenía que expresar, y crearlo a la vez, sólo sería posible mediante un estilo de cháchara casera, parodia y franqueza, para convertirlo en posible y convincente. Su prosa, que puede resultar ingrata al principio de una lectura desprevenida, tiene algo metálico y rudo a la vez, de cercanía casi física al acontecimiento narrado que la vuelve, no obstante, inesperada. Prodigó en sus páginas múltiples frases hechas, lugares comunes, expresiones corrientes en español, principalmente en su versión criolla, con lo que obtuvo momentos disparatados de humor irresistible. Resulta significativo cómo Piñera ha salvado la fuerte contradicción que late en su poética: convertir una materia narrativa inusual en un lugar común. Sus ficciones súbitas lindan con lo inverosímil, para emplear un término que algunos de sus críticos han usado, y mediante su prosa cotidiana, se tornan verosímiles. Con el lenguaje naturaliza sus ficciones. Parece en esto haber seguido el consejo de Stevenson: “narrar con inalterable tranquilidad los argumentos más imposibles”. Acontecimientos excepcionales sobre deseos excepcionales, en un lenguaje diré coloquial, donde lógica y desvarío se entretejen. Prefería los hechos a las palabras. En “La muerte de las aves”, de su última época, observa de pronto el narrador: “Todo hecho es tangible, toda versión inefable”. Sus cuentos casi llegan a ser actos. Terminada la lectura esto es lo que el lector recuerda: hechos dentro de una estructura luminosa. nuevamente en el candelero: 7 notas para un centenario Norge Espinosa (Santa Clara, 1971). Poeta, dramaturgo y crítico Graduado de la Escuela Nacional de Teatro en 1992. Entre sus últimos libros publicados se encuentra Ícaros y otras piezas míticas (Ed. Letras Cubanas, 2011). Posee varios premios como el de poesía El Caimán Barbudo 1989 con su primer cuaderno: Las breves tribulaciones editado en 1993 por Ediciones Capiro; el Premio de la Crítica a las mejores puestas del año y el Premio Abril por su labor promocional a las jóvenes generaciones de escritores. G 1 à la dernière. En la última, en el candelero, como prefería decir. Jamás se consideró un escritor acabado, listo a acomodarse en los laureles en que dormitaban ya algunos de sus contemporáneos. La furia de su fuerza negadora lo alcanzaba con rayos no menos tormentosos que los que se encargaba de disparar sobre aquellos a quienes consideraba un peso muerto en las letras cubanas. Fue un francotirador y no dudó en imaginarse como el lobo feroz de la literatura nacional. Desde esa posición alentó a nuevos valores, se unió a la Revolución triunfante, y pasó a invisibilizarse cuando los recelos cayeron sobre él como piedra de Sísifo. Que estemos pensando en su figura (su magra figura, de escritor raro, flaco y agudo, “pájaro de talento amargo”, como lo describiera con exactitud una de las hermanas de Lezama), quiere dejar claro que su centenario no debe reducirse a celebración formal, sino a una reevaluación de su aporte, de un legado que aún no nos llega íntegro, y al que, ojalá, esta fecha redonda nos deje acceder en una dimensión que le hubiera satisfecho, tanto como divertido. No solo porque sea un dramaturgo esencial, un narrador de buena puntería, un caso extraño y autónomo; sino porque ya no podemos acudir a una imagen de lo Cubano sin contar con su ustaba de saberse lengua filosa, con su anhelo de saberse capaz de definirnos en una actitud incómoda. Atormentador de sí mismo, como el personaje de aquella comedia latina, Piñera se ha convertido en un mito habanero y nacional. Nos miramos en sus páginas para encontrar un espejo conmovedor y libre de sentimentalismos. Vivimos en una Cuba semejante a la que él describió. 2 Desde la muerte, Piñera sigue enviándonos señales, y no pocas de ellas son asombrosas. Suficientes para que descartemos o llevemos a una nueva discusión lo que de él ya creíamos saber. A través de poemas, relatos, piezas inconclusas y cartas, nos deja conocerle en un estado que pueden discutirle muy pocos autores de su tiempo. Las estrofas de “La Gran Puta”, redactadas en los años 60 y dedicadas a otro raro: Oscar Hurtado, lo revelan como un ojo avizor que desde el lenguaje desmonta a Cuba como escenografía, como atrezzo de miserias donde lo vivencial impone códigos poco románticos. En “Fíchenlo, si pueden”; su propio homosexualismo desata otros fantasmas, casi al final de su obra narrativa. Los fragmentos que perviven de “La vida tal cual”, su anunciada autobiografía, lo delatan sin piedad, a la manera en la que algunos autores franceses a los que veneró El Mar y la Montaña supieron hacerlo: cosa extraña en un país donde la literatura no suele ser confesional. En las cartas describe su rutina de muerte civil, cuando se le declaró no persona y esperaba, aún, que esa miseria fantasmal acabara deshaciéndose. Nunca logró escuchar la llamada, el toque en la puerta que lo devolvería a los teatros, a los foros públicos, donde alguna vez llegó a ser tan temido como admirado. En octubre de 1979, su nombre era aún demasiado conflictivo. Lo sigue siendo hoy. De algún modo, por encima incluso de la celebración que ahora presiden sus cien años, mencionarlo implica la torcedura, la mueca, el disgusto de algunos. Que esa sea su venganza. Una señal que le devolvemos, también, por encima de la muerte. 3 Poco importa mi nombre, y mucho menos mi edad. No he de enumerar la caída del pelo ni decir “encanezco”. Tan solo una sencilla confesión: no tengo ni un perro acompañante, Y tengo cantidades de soledad que regalar. Virgilio Piñera, Quién soy. 4 Si durante años la obra narrativa de Piñera fue, junto a su teatro, el cardinal más socorrido de toda su producción, en fechas más recientes su poesía ha vuelto a llamar la atención de críticos y lectores. La publicación de un tomo que recoge buena parte de sus versos (La isla en peso, Ediciones UNION, 1998), consolidó un prestigio que él mismo se encargó de minar, cuando apartó a su obra lírica de sus mayores gestos, pensando tal vez aquello que aconsejó a Severo Sarduy. Pero lo cierto es que su poesía lo define como carácter, así como su narrativa lo define en tanto hombre capaz de desdibujar los contornos de su cotidianidad, y su teatro lo define en tanto ser histriónico. El Piñera poeta se encuentra a 10 El Mar y la Montaña sí mismo cuando decide ser inmediato, cuando entra a romper su convención con la palabra y la desarticula para encontrar una Cuba verbal que no entiende de falsas trascendencias. La fiebre lezamiana que sudó durante los años 40, se convirtió en cura de salud en los 60, cuando las páginas que cierran La vida entera lo descubren capaz de quebrantar imágenes a golpes de verbalidad diáfana y cortante. El gran poeta que era ya en “Vida de Flora” recupera bríos en textos de rapidez esclarecedora, que lo ubican en ese paisaje árido que para él fueron la vida y La Habana, ligándolos indefectiblemente. Puebla de personajes terribles esos poemas: Rosa Cagí, María Viván, se suman a la galería donde ya Flora, atrapada entre dos calientes planchas, desbarataba los ritmos folcloristas con su muerte grotesca. En “La Gran Puta” se dejarán ver máscaras aún más crudas, y él mismo se retrata como personaje: léase “En el duro”, “Yo estoy aquí, aquí…”, o “Las siete en punto”. Grabados en su voz, dejan que comprendamos al actor de sí mismo que podía ser Piñera: la cuidada entonación, las pausas calculadas, la precipitación de ciertas frases, nos permiten comprender qué poeta creía ser, cómo queríamos que lo supiéramos en tanto poeta. Su poesía dispersa y póstuma, recogida en Una broma colosal, diez años antes de que se editara La vida entera, pasa por esos extremos, y aún en los versos que escribe en francés o en los que apela a un misticismo que se cruza con la carne y el deseo para recordarnos que todo gesto de amor es francamente imposible, no hace sino confirmar su fe en la poesía. Volvió a ella, durante los años postreros, como quien retorna al hogar que mejor conoce. Como variantes en forma de cápsulas, esos poemas amargos repiten lo que nos advertía en “La isla en peso”. Acabará anunciando que se convertirá en isla, que su muerte será en realidad una transfiguración, y que eso lo unirá a ser parte del “amor de un pueblo”. Si durante los años 80 leímos a Lezama y al mundo de Orígenes en busca de ese talismán utópico que podía ser una expresión de vida futura en la Cuba de aquel tiempo; la aridez de los 90 encuentra en Piñera un nombre visionario, dispuesto a convencernos de que la utopía insular está enferma de grandeza, y que no hay más verdad ni paraíso que el aquí y el ahora, por opresivo que eso parezca. Nos imaginó cruzando en bicicletas La Habana, procurando carne en pueblos vacíos, rebajando al lenguaje a metáfora que no significa demasiado. Se levantaba puntualmente todos los días, a primera hora, para golpear su máquina de escribir, imaginando que en esa Habana futura que veía desde el balcón, íbamos a leernos. A reconocernos en su poesía. 5 Cuando Roberto Blanco estrena, en enero de 1990, Dos viejos pánicos, está dando inicio a un nuevo momento de asunción acerca de lo piñeriano. Antes que él, ya varios de sus títulos habían regresado a las tablas, y parte de su obra póstuma había sido publicada. Sin embargo, es ese montaje el que da el giro definitivo y recoloca a Virgilio en una órbita de visibilidad mayor. Ha cambiado la década, y con ello se hace urgente la procuración de nuevos maestros, de otros líderes a quienes leer en pos de una Cuba mayor, aún en la inminente crisis. Contra ese fondo teatral que viene a ser la Isla (un telón desgarrado en el Período Especial, frase que a Piñera le hubiera inspirado algunas bromas peligrosas), otros directores lo traerán de vuelta a los escenarios. William Fuentes crea un espectáculo unipersonal donde él mismo incorpora a Piñera: ¡Oh, Virgilio!, Carlos Díaz anuncia el rescate de un texto inédito y menor que se convierte en la fiesta agresiva y demoledora de Niñita querida. Raúl Martín encuentra en La boda, pieza que Piñera detestó una vez estrenada, los resortes que aún hoy se reciclan en su Teatro de la Luna. No son los únicos, pero sí los que, en ese abrir del decenio, rescatan al autor de Electra Garrigó con suficiente empuje como para que su presencia lo contamine todo. El Piñera consagrado de Aire frío, el Piñera absurdo de Falsa alarma, el Piñera contestatario de Jesús y El No, el Piñera experimental de El trac y Ejercicio de estilo. Facetas de un mismo diamante, listo a cortar cualquier superficie que le impidiera hacerse al fin perceptible en un panorama cultural del cual alguien quiso verlo borrado. Su venganza mayor ocurrió en los escenarios, y lentamente, un círculo que nos devolvió su narrativa, su novela La carne de René, y otras páginas, logró su resurrección entre nosotros. Un número extraordinario de la revista Unión, el 10, correspondiente a abril-mayo-junio de ese 1990 aportó un dossier que explicita su rescate ya indetenible. Recuerdo la alegría de Abilio Estévez cuando llegué a su casa para mostrarle un ejemplar de esa publicación, en la cual se incluía su texto “El secreto de Virgilio Piñera”. Cuando logra finalmente editarse el Teatro Completo que Rine Leal compiló (y que no es exactamente eso: un teatro completo, pues faltan tres piezas) en 1989 y que solo alcanzó la luz en 2002, el prólogo mantiene la queja que nuestro mejor crítico podía lanzar al cerrar esos párrafos cuando los firmó, pero que la verdad escénica había desmentido ya, pues si Rine lamenta la escasez de representaciones que esas obras habían tenido en un lapso de tiempo, lo cierto es que las tablas cubanas tenían a Piñera como un referente bien despierto. No solo esas piezas: Piñera había estimulado a coreógrafos para que hurgaran en sus tramas en pos de nuevos movimientos, y siguiendo la pauta de la Electra Garrigó que Gustavo Herrera había cedido al Ballet Nacional de Cuba en 1986; Marianela Boán, Lilian Padrón, el propio Raúl Martín y Rosario Cárdenas lo hicieron bailar en El pez de la torre nada en el asfalto, El No, Las siete en punto y María Viván. Algo más que eso era perceptible: lo 1945, había pronunciado en su breve nota “Tres elegidos”. Esa Cuba que él piñeriano como estado de ánimo. percibió, es una imagen que se aleja y acerca, en tensión, en cuanto de él 6 leemos. Cuando se editen finalmenSu aliento desacralizador ya no necete sus ensayos y su correspondencia, sita justificarse entre nosotros. La con el motivo mayor del centenario, propia vida ha manifestado sus anéc- otros ciclones, bajo su nombre, se dotas más agrias, y el escepticismo harán sentir. que Piñera conjugó como nadie ha ido encontrando su propia validación 7 en lo que nos golpea día a día. Eso es Dijo Borges, a quien Piñera honró y lo que mantiene en el candelero, más que cualquier otra lectura sediciosa estorbó, que ciertos autores invende su portentosa creación. No fue tan tan a sus lectores: los preconizan, abrumador como Carpentier, ni tan los preparan, los van haciendo parte espléndido como Lezama. No apelaba de un ejército que crece lentamente, al susurro de la Loynaz ni a los acen- educado en la consulta crecida de las tos católicos de Vitier. Es un autor páginas que van siendo acumuladas que ha sabido encontrar su tiempo, y pacientemente. Gustos adquiridos, que nos convence hoy de que somos lejanos del clamor de los best-sellers, sus lectores. Reconocerlo como un esos autores pueden, de manera maestro implica, para sus discípulos lenta, hacerse cada vez más necesay devotos, un ejercicio que no admite rios. En la Cuba de hoy, la de su centefalsa piedad, y que nos analiza desde nario, Virgilio Piñera es un imprescinel rigor casi despiadado con el cual dible. Para entenderlo y comprender quiso decir sus verdades. Polemista las angustias que su palabra acerada intenso, no dudaba en hacer públicos provocó, y las carencias y los circunloquios que aún evitan clarear ciersus disensos, y era capaz de vencer tas verdades. Para entender, también, la timidez para abrir, con su intervencuánto de intenso hay en un legado ción crucial, lo que hoy conocemos que suele revisarse con demasiada como Palabras a los intelectuales. comodidad. Virgilio Piñera nos inviEscribió para exorcizar el miedo que ta a un centenario incómodo. Como allí confesó ante el máximo poder. su persona, como su obra, como su Para convertirlo en fábulas de torcida modo de hacerse presente. Un cadámoral que siguen estremeciéndonos. ver molesto, sobre cuyo entierro Buena parte de su obra parece defen- fabuló, arenizó, Reynaldo Arenas. der aquella máxima de un notable Un cadáver asombrosamente vivo. autor español: “Quien escribe como Lo está en sus libros, en sus diálogos se habla llegará más lejos que quien (ahora mismo, la puesta en escena escribe como se escribe”, creo recor- de Aire frío que ha estrenado Argos dar que dijo Antonio Machado. Su Teatro nos confirma esa cercanía lenguaje puede ser hiriente y procaz, peligrosa), en los gestos suyos que su descripción en frío de hechos insó- repetimos, asfixiados por la maldilitos puede no seducir a la pupila. ta circunstancia del agua por todas Cuesta sentir simpatía por los perso- partes. Si Piñera, definitivamente, se najes de sus relatos y novelas. Y sin convirtió en una isla; nosotros habitaembargo, no podemos eludirlo. En el mos ese raro paisaje. Somos los lectoprograma de Cuba que él avizoraba res que él soñó. Desde la grandeza y en sus crónicas, publicadas en Revo- el asombro que tal cosa nos provoca, lución y en Lunes de Revolución, se es que debiera darse la bienvenida a demandaban cambios que aún demo- tan extraño centenario. ran en hacerse vívidos, y ello incluía un análisis de la sexualidad marcado por las señales de alerta que ya, en El Mar y la Montaña 11 La etapa argentina de Virgilio Piñera (1946-1958) Carlos Espinosa (Guisa, 1950). Crítico e investigador. Estudió Teatrología en el Instituto Superior de Arte, así como un doctorado en Florida International University. Ha publicado, entre otros, los libros Tres cineastas entrevistos, Cercanía de Lezama Lima, Lo que opina el otro, El Peregrino en Comarca Ajena, Virgilio Piñera en persona. Trabaja como profesor en Mississippi State University. “M en Buenos Aires duró de febrero de 1946 a diciembre de 1947; la segunda, de abril de 1950 a mayo de 1954; la tercera, de enero de 1955 a noviembre de 1958. Si doy tal precisión es por haber vivido diferentemente las tres etapas. En la primera fui becario de la Comisión Nacional de Cultura de Buenos Aires; en la segunda, empleado administrativo del consulado de mi país; en la tercera, corresponsal de la revista Ciclón que dirigía José Rodríguez Feo. La economía de la primera etapa fue saneada; la de la segunda irrisoria; la de la tercera, desahogada” . De ese modo resumió Virgilio Piñera (Cárdenas, 1912-La Habana, 1979) su estancia en Argentina. Para él, esos años significaron una etapa decisiva en su formación intelectual, pues le permitió establecer contacto con algunas de las principales figuras de las letras de aquel país, ensanchó de modo notable su horizonte cultural y le dio acceso a autores y obras que en Cuba habrían sido impensables. Está por estudiarse debidamente la influencia que esos años vividos en Argentina tuvieron en la trayectoria literaria de Piñera. Las páginas que siguen no pretenden llenar ese vacío, sino solamente aportar alguna documentación que arrojen alguna luz sobre aquella enriquecedora experiencia. i primera permanencia Una ciudad para el asombro Cuando llegó a Buenos Aires, Piñera ya había publicado cinco libros: Las furias (poesía, 1941), El conflicto (cuento, 1942), La pintura de Portocarrero (ensayo, 1942), La Isla en Peso (poesía, 1943) y Poesía y prosa (1944), que por su número de páginas son más bien folletos. Había editado además los números de la revista Poeta (1942-43), todo eso con dinero recaudado “por suscripción pública” entre familiares y amigos. Había finalizado la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana, de la que no guardaba un buen recuer- 12 El Mar y la Montaña do. Tras terminar esos estudios, ante él solo se abría la posibilidad de trabajar como profesor, una actividad que le horrorizaba. Para eludirla, no redactó la correspondiente tesis de grado, requisito indispensable para obtener el título. Mientras tanto, se iba haciendo de un módico prestigio como escritor. Gracias a uno de los profesores que tuvo en la universidad, Aurelio Boza Masvidal, Piñera consiguió una de las becas otorgadas cada año por la comisión Nacional de Cultura de Argentina, entre los ciudadanos de los países latinoamericanos. En su caso sería para realizar estudios de investigación sobre la poesía hispanoamericana. Reunir el dinero para el viaje fue toda una odisea, pues la situación económica de la familia era bastante apretada. Finalmente, a fuerza de sacrificios de él y de su hermana pudo comprar el boleto. El itinerario aéreo que siguió fue de lo más curioso. Los aviones que volaban de Cuba a Sudamérica hacían escala en la ciudad de Camagüey, donde Piñera vivió de 1925 a 1937. Aunque él se había mudado ya para La Habana, fue a Camagüey a tomar el avión. Quiso hacerlo así para poder despedirse de su hermana Luisa, quien aún no había podido trasladarse a la capital con el resto de su familia, y de algunos amigos. El 21 de febrero de 1946, a las seis de la tarde, se embarcó. Llegó a su destino el día 24 a las cinco de la tarde, tras un periplo en el cual no faltaron los problemas a causa del mal tiempo, y durante el cual tuvo que “hacer noche” en Río de Janeiro y escalas en São Paulo y Porto Alegre. En esa primera estancia, Piñera estableció contacto con varios escritores argentinos. Como apunta en una carta a su hermana, se encontró de inmediato con Adolfo de Obieta, hijo de Macedonio Fernández, con quien mantenía relaciones epistolares desde 1943. Obieta le pidió una colaboración para su revista Papeles de Buenos Aires, y él le envió su “ Poema para la poesía” . De su amigo, Piñera escribió un delicioso retrato del cual copio este fragmento: “Como todo ser humano, Obieta tenía su marca física. La mía es la nariz grande, ganchuda, insistente. La marca de Obieta es un ojo (no recuerdo si el derecho o el izquierdo) que se mueve todo el tiempo, o se achica y nos da la impresión de que va a ocultarse de un momento a otro. Yo diría que es un ojo problematizador y uno nunca podría saber si ese ojo problematizaba instigado por el propio Obieta, o si este problematizaba instigado por su ojo”. Piñera conoció y trató también a Jorge Luis Borges, quien demostró que valoraba positivamente sus cuentos. En la revista Anales de Buenos Aires, que dirigía entonces, le publicó dos narraciones, “En el insomnio” (n. 10, octubre 1946) y “El señor ministro” (nn. 15-16, mayo-junio 1947), e incluyó además la primera en la antología Cuentos breves y extraordinarios (Ed. Raigal, 1955). Borges presidía por esos años la Sociedad Argentina de Escritores, y en mayo de 1946 organizó una conferencia de Piñera sobre Cuba y su literatura, en la sede de la institución, ubicada en el número 524 de la calle México. A petición del cubano, Borges aceptó escribir un breve texto para el número que la revista Ciclón le dedicó al filósofo español José Ortega y Gasset. El autor de Historia universal de la infamia no se olvidó de Piñera, cuando pasaron los años y dejaron de tener contacto. En 1959 le envió una corta esquela manuscrita, en la cual le expresaba el pésame por el fallecimiento de su madre. Un conde apellidado Gombrowicz Un capítulo aparte merece, por su intensidad y duración, la amistad de Piñera con el narrador y dramaturgo polaco Witold Gombrowicz. Este había llegado a Buenos Aires el 21 de agosto de 1939, invitado a la travesía inaugural del trasatlántico Chor- bry. El estallido de la Segunda Guerra Mundial y la invasión de su patria por las tropas alemanas, lo obligaron a un inesperado destierro que se prolongó hasta 1963, año en que regresó a Europa. Durante esos primeros años de exilio atravesó por grandes dificultades económicas que lo llevaron a tener que impartir clases y a colaborar con seudónimo en algunas revistas bonaerenses. El mismo año que Piñera arribó a Buenos Aires, Gombrowicz ha recordado en su Diario Argentino que se encontraba “como tantas veces, con los bolsillos totalmente vacíos y sin saber dónde obtener algún dinero”. Tuvo entonces la idea de pedirle a su amiga Cecilia Debenedetti que le financiara la traducción al español de su novela Ferdydurke, publicada en Varsovia en 1937. La señora aceptó de buena gana, y Gombrowicz empezó a trabajar. El método que siguió fue el siguiente: traducía del polaco a su deficiente español y luego llevaba esas páginas al Café Rex, donde sus amigos argentinos repasaban el texto frase por frase, “en busca de las palabras apropiadas, luchando con las deformaciones, locuras, excentricidades de mi idioma”. A aquellos escritores jóvenes se sumó después Piñera, quien muy pronto pasó a ocupar la “presidencia” del equipo de traductores. Con cierta modestia, él comentó que su “designación” se debió a que era, entre todos, el que disponía de más tiempo. Gombrowicz, que no se distinguía exactamente por ser modesto, reconoció que “sin su ayuda y la de Humberto Rodríguez Tomeu, también cubano, quién sabe si hubieran salvado las dificultades de esta —como calificó la crítica— notable traducción. Evidentemente. No era por casualidad que Piñera y Rodríguez Tomeu, dos ‘niños terribles’ de América, hastiados hasta lo indecible y desesperados ante las cursilerías del savoir vivre literario local, pusieron sus afanes al servicio de esta empresa. Olfateaban la sangre. El Mar y la Montaña 13 Anhelaban el escándalo. Resignados de antemano, a sabiendas de que ‘no pasaría nada’, de antemano vencidos, estaban, sin embargo, hambrientos de lucha post morten. Se advertían en ellos las terribles debilidades de la aristocracia espiritual americana, crecida rápidamente, alimentada en el extranjero, que no encontraba en su continente nada en qué apoyarse. Pero —y no fueron pocos los americanos de este tipo que encontré— la muerte les daba una vitalidad particular, al aceptar el fracaso como algo inevitable tenían una capacidad de lucha digna de envidia”. La colaboración de Piñera no se limitó a eso, sino que después de editada la novela se ocupó de divulgarla y distribuirla entre algunos críticos. Sobre la repercusión que tuvo entonces en el ambiente literario de Buenos Aires, apuntó: “La salida de Ferdydurke no constituyó un triunfo resonante si por tal se entiende el de la novela best-seller. Se vendió discretamente y tuvo una crítica mitad favorable mitad adversa. Entre los escritores argentinos de gran renombre no fue acogida con fervor. En cambio, la novela ganaba adeptos entre la juventud. Poco tiempo después de la aparición de Ferdydurke en español, se reeditó en Polonia y para la juventud de ese país Gombrowicz significó una especie de oráculo”. Entre los papeles de Piñera que se han conservado, hay una cantidad considerable de cartas y papeles de Gombrowicz. Hay además un objeto de incalculable valor histórico. Se trata del cartón en el cual el novelista se apoyaba cuando escribió la versión española de Ferdydurke. Está muy gastado por el continuo uso, sus contornos se han perdido, y sobre el mismo Gombrowicz estampó una dedicatoria a Piñera, en la que, además de identificar el objeto, le sugiere lo done al Museo Nacional de su país. Años después, a petición del propio escritor, Piñera redactó un trabajo sobre Ferdydurke para 14 El Mar y la Montaña la revista Kultura. Al solicitárselo, le expresó: “Considero, Piñeyro (sic), que nadie mejor como usted para cumplir con tal tarea, ya que era el principal traductor y Presidente del Comité”. Publicaciones, estrenos y una vida solitaria Piñera regresó a Cuba en enero de 1948. El 1ro de febrero era entrevistado en el periódico El Mundo, y sus declaraciones no pudieron ser más polémicas: “Hay una sola palabra para situar el tono de la vida cubana de hoy: disparate. Ello se advierte en lo político, lo social, lo económico, aun en la simple relación de personas domina el absurdo”. Asimismo se refirió a la grave crisis que padecía el mundo editorial argentino, debido a la falta de divisas, a la competencia del libro español, al exceso de editoriales y al alto costo de la mano de obra. Se quejaba además de que “la vida cubana se ha convertido, por obra y gracia de las sucesivas crisis económica, en una búsqueda desesperada del peso. Todo se hace en función del peso, desde la mano que se da hasta la cultura”. Lo más interesante, sin embargo, por ser un dato escasamente conocido, es que comenta al periodista la próxima publicación por la editorial bonaerense Argos de su novela El Banalizador, escrita durante su estancia en esa ciudad. Se trata, según comentó Piñera, de una novela polémica, estructurada sobre lo grotesco y lo absurdo, en la cual se ataca a la cultura moderna en un empeño de conseguir un equilibrio de fuerzas a base de la vida sencilla, banal y sin simulación, sencilla. La novela nunca se publicó, pero entre los papeles del escritor se conserva una copia incompleta de la misma. En otra de sus cartas desde Buenos Aires, Piñero comentaba a su hermana Luisa la próxima edición de una pieza teatral suya, Electra, que tampoco llegó a ver la luz. El texto, que presumiblemente escribió allí, se estrenó en La Habana el 23 de octubre de 1948, con el título de Electra Garrigó y dirigido por Francisco Morín. En nuestra dramaturgia, fue una pieza seminal y liberadora, que rompió con la comedia de salón y el diálogo insustancial. Piñera desacraliza a los personajes clásicos, hace una parodia de la tragedia y convierte esta historia de sustancia sagrada en un conflicto doméstico entre padres e hijos. Pero la crítica nacional no estaba aún preparada para asimilar una obra así, y la recibió de manera miope e irrespetuosa. Piñera respondió desde las páginas de la revista Prometeo, con el artículo “¡Ojo con el crítico…!” , en el cual enumeraba las distintas variedades de críticos, entre ellos el artista fracasado. La Asociación de Redactores Teatrales y Cinematográficos (ARTYC) reaccionó de modo violento y desmesurado, y orquestó una campaña contra Piñera. La mediocridad y el provincialismo seguían siendo los mismos que el escritor había dejado en 1946. Así que en 1950 decidió regresar a Buenos Aires. Eso no le impidió volver a La Habana, en octubre de ese año, para asistir al estreno de su segunda obra teatral, Jesús, que también fue dirigida por Morín. En su segunda estancia en Buenos Aires, Piñera, como él mismo aclaró, se ganó la vida como empleado del Consulado de Cuba en esa ciudad. El puesto lo consiguió por intermedio de su amigo Humberto Rodríguez Tomeu, quien laboraba allí. Fue para él un trago amargo, pues era una actividad que tenía muy poco que ver con su personalidad. Como era previsible tratándose de Piñera, en algunas ocasiones plasmó sobre el papel un sarcástico recuerdo de aquella experiencia. En esos cuatro años, llevó una vida bastante solitaria, con escasos contactos con el mundo intelectual argentino. Fue algo que llamó la atención al que luego sería uno de sus mejores amigos, el escritor José Bianco, a quien vino a conocer en su tercera residencia. Sin embargo, entonces no perma- neció inactivo. En 1953 Ediciones Siglo Veinte publicó su novela La carne de René. Entre sus papeles hay un recibo de los Talleres Gráficos Zaragoza, ubicados en la calle Santiago del Estero 1181-B, en el que se certifica haber recibido “de Virgilio Piñera la cantidad de ocho mil setecientos setenta pesos moneda nacional por el total del libro La carne de René”. Era, entre todas sus novelas, la que él prefería. Sin embargo, pocos compatriotas suyos lo conocieron, pues en Cuba no vino a aparecer hasta 1995. Algunas semanas antes de morir, la reescribió de principio a fin, y fue esa la versión que después se ha publicado. Una amistad entrañable El inicio de la tercera estancia de Piñera en Buenos Aires coincidió con la fundación de la revista Ciclón. La dirigía José Rodríguez Feo, quien la creó después de su ruptura con José Lezama Lima y su retirada de Orígenes, de la cual era codirector. Piñera fue nombrado secretario de redacción de Ciclón, y desde Buenos Aires se ocupó de conseguir colaboraciones de escritores argentinos. La revista se benefició de sus relaciones en el ambiente literario de aquel país, y gracias a su gestión aparecieron originales de Borges, Ernesto Sábato y muchos otros. Asimismo envió una buena cantidad de poemas, cuentos y artículos propios. Entre ellos figuran su ensayo sobre el poeta Emilio Ballagas, donde analiza la obra de su compatriota y amigo a partir de su condición de homosexual educado según los principios de la religión católica. Es un texto insólito en nuestra crítica literaria, y la prueba es que 57 años después de que vio la luz, en Cuba sigue sin reeditarse. Fue en 1956 cuando Piñera conoció a José Bianco. Sin embargo, no creo que el autor de Sombras suele vestir recordase entonces una carta de María Zambrano, fechada el 24 de abril de 1941, en la cual la célebre escritora española se permitía “la libertad de enviarle para Sur, el adjunto original de Virgilio Piñera. Se trata de uno de los jóvenes de mayor interés intelectual y literario de Cuba y de todos los países de América que he visitado. Es poeta y ha publicado en varias revistas y especialmente en Espuela de Plata, que supongo será conocida de usted. Me tomo esta libertad porque creo que Sur está demostrando contar con lo que más vale de todo en estos países americanos y porque creo, según ya le he dicho, es la revista que sigue la mejor tradición del espíritu”. Ignoro cuál fue la respuesta de Bianco, pero el hecho de que el texto de Piñera nunca se publicara en Sur es una evidencia de que la opinión de Bianco no fue favorable. Bianco, por su parte, dejó sus recuerdos de aquel primer encuentro con Piñera: Una tarde de abril de 1956 Piñera se presentó en la redacción de Sur donde yo trabajaba por entonces. Al verlo entrar con un sobretodo de pelo de camello, bufanda, guantes y anteojos de cristales azules, lo creí recién llegado de Cuba, preparado a desafiar el otoño apacible de Buenos Aires con una indumentaria propia de Shakleton. Luego de cambiar con él unas pocas palabras, me enteré de que vivía en Buenos Aires, con algunas interrupciones, desde 1946. Tampoco me visitaba para traerme una colaboración, sino para anunciarme la inminente llegada de Rodríguez Feo, con quien yo estaba ligado por una vieja amistad epistolar. Como le insinuara algún reproche por acercarse a Sur al cabo de tanto tiempo, y con ese exclusivo propósito, se limitó a quitarse los anteojos y a sonreír, enarcando las cejas, fijando en mí la mirada clara y bondadosa, abstraída, de sus ojos de miope. Llevaba, me dijo, una vida muy solitaria; apenas frecuentaba los círculos literarios de Buenos Aires. Por lo común enviaba a Ciclón sus originales. En su actitud no había desdén, afectación, orgullo. La prueba es que accedió de buena gana a escribir en Sur, y mientras yo fui jefe de redacción aparecieron en sus páginas, además de reseñas críticas firmadas por Piñera, varios de los cuentos que integran el volumen El que vino a salvarme. En efecto, en la revista aparecieron los cuentos “La carne”, “La caída”, “La gran escalera del palacio presidencial” y “El infierno” y los artículos críticos “Griselda Zani: por vínculos sutiles”, “Silvina Ocampo y su perro mágico”, y Alfred Jarry: Ubú rey”. Años después, cuando Sur realizó en 1959 una encuesta sobre la prohibición de Lolita, Virgilio figuró entre los intelectuales que enviaron sus respuestas en defensa de la novela de Nabokov”. A lo largo de esos años, Piñera había escrito una cantidad considerable de cuentos. Unos habían aparecido en revistas, otros permanecían inéditos. Los reunió todos en un volumen, Cuentos fríos, que la Ed. Losada publicó en 1956. Como la de Lezama Lima, la narrativa piñeriana puede encasillarse dentro de cierto barroco; solo que el suyo es un barroquismo que viene dado por el lenguaje. En un estilo ascético, sencillo, coloquial, Piñera elabora un universo original e inquietante, en el cual un humor corrosivo, cercano a veces al esperpento, contribuye a ofrecer un cuadro amargo de la condición humana. Respecto al título bajo el cual se publicaron, comentó que le fue sugerido por Rodríguez Feo y él le encantó. Una vez más, Gombrowicz demostró su agradecimiento a Piñera. En una breve carta le decía: “Leí como cincuenta páginas de su volumen El Mar y la Montaña 15 Cuentos fríos. Sepa, en todo caso, que estoy en verdad impresionado y creo que esto lo consagrará definitivamente, su verdadero terreno es el cuento. El libro tiene más fuerza de lo que posiblemente sospecha. Más rico que La carne de René, ya que contiene variantes. No le haría ilusiones, Virgilio, respecto a un asunto tan importante para usted, así que puede confiar en mi sinceridad. A ver si logro escribir algo más amplio en mi castellano que paraliza y convierte el proceso de escribir en un martirio”. En efecto, en una revista de Buenos Aires (resulta imposible precisar cuál, pues Piñera guardó el recorte, sin ocuparse de apuntar la fuente), el novelista polaco publicó una lúcida nota en la que comenta que estos cuentos “dirigen su sarcasmo contra la necia vacuidad del mundo y de la existencia, pero a veces la necesidad asume color local y entonces el autor se convierte en profeta de la frustración americana y en glorificador de la inmadurez que nos caracteriza”. Volver, con la frente marchita A fines de 1957 se estrenó en La Habana una nueva pieza teatral de Piñera: Falsa alarma, dentro de un programa de absurdo cubano dirigido por Julio Matas e integrado además por El caso se investiga, de Antón Arrufat. El texto se había publicado en 1949 en los números 21 y 22 de Orígenes, un año antes de que se estrenase en París La cantante calva, de Ionesco. Hay una patética anécdota relacionada con esa obra. En 1950 Piñera realizó un viaje a Bélgica y Francia. Su estancia en París coincidió con una temporada en el Teatro Odeón de la compañía de Jean Louis Barrault y Madeleine Renaud. Piñera dejó al primero una copia traducida al francés de Falsa alarma y el número del hotel donde se hospedaba. Barrault, por supuesto, nunca lo llamó y, posiblemente, ni siquiera se tomó el trabajo de leer aquel original que, en su estética, se anticipaba a la famosa pieza de Ionesco. 16 El Mar y la Montaña Piñera había viajado a La Habana para el estreno de su obra y se quedó una semana más, para asistir a la reposición de Electra Garrigó y el montaje de otro texto suyo, La boda, que Adolfo de Luis dirigiría para el Mes de Teatro Cubano, a realizarse en febrero de 1958. El montaje, a su juicio, salió mal, de acuerdo a lo que le cuenta en una carta a Humberto Rodríguez Tomeu. Como allí admitía, para él sería catastrófico tenerse que quedar en tal ambiente artístico. Así que regresó una vez más a Buenos Aires. Sin embargo, los años de exilio empezaban a pesar para él, y cayó en una aguda crisis emocional. En junio de 1958 le escribió a su hermana Luisa que ansía “la paz, acabar de fijarme en Cuba y terminar […] Siento que tengo alma en mi pecho, lo más importante que todavía no he puesto en mi obra. Sé que pasarán largos días todavía antes de poder expresarlo, y sé que esto es lo único que me queda. Hasta ahora he escrito con la soberbia y espero ese día glorioso y amargo en que escribiré con la humildad. En ese día sabré de sobra mi destino más verdadero”. En noviembre de 1958, hizo las maletas y volvió a La Habana, tal vez sin la certeza de que nunca más regresaría a Buenos Aires. El panorama que halló en su hogar era asfixiante: “De vuelta de la Argentina encontré mi casa tal como la había dejado hacía unos años. Su ritmo no había cambiado en lo más mínimo, ni tampoco su economía sufriera cambio alguno. Es decir, que continuábamos siendo el real que habíamos sido durante cuarenta y cinco largos años. Después de las naturales efusiones, mi madre, me llamó aparte y me pidió “prestado” (siempre utilizábamos esa fórmula) un peso. Además, me dio las eternas explicaciones y se deshizo en miles de excusas. Media hora más tarde mi hermana se acercaba para implorarme otro peso; todo acompañado de la palabra “préstamo” y las explicaciones y las excusas. Para aclarar un absurdo que ya empezaba a formarse alrededor de mi persona, considerada como viajero provisto de abundantes fondos, declaré abruptamente que mi capital consistía en la modesta suma de diez pesos. Y añadí: ‘Los cuales estoy dispuesto a dejar en el fondo común de la casa’. Estas palabras, que podían parecer a cualquier otro que no fuera un miembro de mi familia algo así como una indelicadeza, fijaba, por así decirlo, mi posición de eterno menesteroso y deshacía de un papirotazo ciertas esperanzas infundadísimas que mi familia alimentara por el hecho de haber vivido yo en uno de los países más ricos del planeta”. El cuadro parecía cerrarse irremediablemente para el escritor, cuando pocas semanas después se produjo la caída de la dictadura de Fulgencio Batista y la entrada en la capital del ejército rebelde. Unos hechos que marcaron el comienzo de una nueva etapa de la vida de Piñera. Buena parte de la documentación utilizada para redactar este trabajo corresponde a cartas y diversos textos inéditos que forman parte de la papelería de Virgilio Piñera, propiedad de sus herederos. Aparte de esa fuente, aparecen citas de los siguientes libros: José Bianco: “Prólogo. Piñera narrador”, en El que vino a salvarme, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1970. Witold Gombrowicz: Diario Argentino, Buenos Aires, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1968. Alberto Garrandés (La Habana, 1960). Narrador, ensayista y editor. Entre su amplia bibliografía publicada se encuentran El concierto de las fábulas (ensayos), (Ed. Letras Cubanas, 2008), merecedora del Premio Alejo Carpentier de Ensayo 2008, y Días invisibles (novela), (Ed. Oriente, 2009). Posee, entre otros importantes reconocimientos, el Premio Nacional de la Crítica en 2003, por Cibersade y el Italo Calvino de novela 2010, por Las nubes en el agua. H Uno ace algunos años, mientras leía el guión que escribió Samuel Beckett para su obra Film, donde actúa un Buster Keaton envejecido y genial, comprendí con claridad que la relación, en Film y fuera de Film, entre el Ojo y el Objeto, era, a la larga, un asunto de la autopercepción, o de la tragedia de existir como autorrevelación del cuerpo a pesar de la conciencia. A inicios de los años cuarenta Virgilio Piñera empezó a publicar con sistematicidad sus textos narrativos, un grupo de los cuales vino a conformar el núcleo de lo que podría considerarse su política del cuerpo y su gramática de la carne, o, para decirlo con relativa sencillez, su denodada y versátil interlocución con el yo del soma —el “otro” que mora, alternativo, en el soma—, cuya convencional “independencia” o “enajenación” sirve de estructura a una zona de su poética. Para advertirlo de entrada: lo que de absurdo tienen determinados relatos suyos de esta naturaleza no es más que un engañoso envoltorio capaz de “esconder” las actitudes del escritor frente al asunto del cuerpo. El cuerpo como territorio del goce y escenario tragicómico del sufrimiento. El absurdo, en tanto impresión de disloque, es el efecto que causa en nosotros una gestualidad bastante externa, sobre cuya base Piñera edifica —y continúo refiriéndome a esos relatos cárnicos y también carnales— ese “otro” de su(s) soma(s), toda vez que, para llegar a la materialización identitaria de ese o esos somas, el “otro” necesita por lo común adscribirse a una fábula de trazos dramatúrgicos. Es decir, necesita de un personaje que se enfrente a un problema-enigma de (perteneciente a) sí mismo, o de un semejante, y que sostenga un diálogo difícil con el espacio por donde discurre, y que experimente un ansia perentoria: la de contarnos qué le sucede, pero sin establecer marcas de verosimilitud en su discurso, al modo convencional de esa narrativa no realista que cae in medias res porque da por sentadas ciertas cosas. Algo de perversa y asustada entomología hay en esos relatos de Piñera que nos hablan de la carne, o que grafican la manipulación del cuerpo mientras desdramatizan el horror o enfrían el goce. La estética propuesta mediante la frialdad —la displicencia del raconteur, la meticulosidad desapegada de los sujetos que actúan como narradores-protagonistas, la quemadura paradójica de lo helado— es congruente con un estilo donde lo accesorio se expulsa automáticamente, pues sólo cabría en un barroquismo reproductor de superficies, no así en la densidad interior de determinados actos que aquí están como preñados de significación, aun cuando se inscriban en el mundo inmediato. Me refiero a la experiencia lingüística de Cuentos fríos (1956), fuertemente custodiada por los textos de Poesía y prosa (1944), donde de hecho ya habían aparecido algunas piezas recogidas en aquél. Un prototexto tenaz atraviesa las páginas de esas ficciones sobrearticuladas en la carnalidad, y es que se trata, ni más ni menos, de una historia —una historia abstraída— capaz de adoptar hoy algunas maneras de eso que se llama pensamiento complejo. Allí el escogimiento de opciones morales, estéticas, o sociales de un El Mar y la Montaña 17 personaje arquetípico se soluciona en la simultaneidad, pero sin riesgos de desgarramiento, como podemos observar en esas criaturas espantadizas y llenas de recelo —tocadas por cierta comicidad y horrorizadas por la perspectiva de los compromisos donde el soma desempeñe algún papel— que Piñera alcanzó a forjar en varios momentos de su trayectoria narrativa. En cuanto al trasfondo común, determinado por la carnalidad, el goce y el dolor —un estatuto básico y sus dos extremos dramatúrgicos—, lo que puede llegar a estremecernos es su persistencia, su notoria propagación. El primer sintagma del prototexto, una categoría donde al menos nominalmente florece un archirrelato irresuelto, es de índole entomológica —hace un momento insinué algo en esa dirección— porque casi todas las acciones se promedian en la experiencia analítica. Decir esto es como decir que un carnicero con talento artístico es capaz de reducir su grosero y enigmático animal de consumo —un cerdo, pongamos por caso— a una serie de “bellos” conjuntos primarios, de acuerdo con las texturas y los desempeños: conjuntos de piel, de grasa, de músculos, de huesos y de vísceras. Y de ahí en adelante los subconjuntos. Hablo de una competencia analítica que excluye a la crueldad y las emociones “calientes”, por así denominarlas. Esa competencia es la de quien “ajeniza” —o enajena— el cuerpo para después trucidarlo sin dolor, o en circunstancias donde el dolor tiende a abolirse o, simplemente, es negado en su existencia. Una competencia que, además, lo es a causa de sus saberes específicos en torno a los distintos rendimientos del cuerpo. El cuerpo propio resulta ajeno porque la conciencia agredida lo transforma en una cárcel de la que no hay escapatoria. Y es por ello mismo que la conciencia practica aquí esa emancipación donde el cuerpo, al ser un componente no emancipable, se 18 El Mar y la Montaña acepta después de ser segregado. El cuerpo es objeto de una fragmentación que lo desacraliza. En su completez, al ser cuerpo mítico —porque la completez nunca es objetiva, ya que el cuerpo es una construcción cultural constantemente rebasadora—, nos acogemos siempre a la indivisibilidad del cuerpo. En fin de cuentas, al oír esa palabra: cuerpo, conectamos enseguida con un concepto totalizador y contradictorio. En el segundo sintagma del prototexto reina el desasosiego, y el cuerpo mítico —objetivado como un “otro” que es, asimismo, “emancipable” de la conciencia— pierde su empaque. Luego de su “análisis”, cada parte queda sometida, reducida o confinada. El “otro” del cuerpo es doblegado y entonces el yo más o menos común de esos personajes cárnicos o carnales puede acercarse a ese “otro” con el fin de comprender un misterio, una angustia o un deseo. Hay varios cuentos de Piñera donde tiene lugar la mutilación analítica y donde, además, la experiencia alrededor de esa mutilación tiende a graficarse con una impávida escrupulosidad. Volvemos, pues, a uno de los orígenes de ese estilo magro, descarnado. El tercer sintagma encierra el reconocimiento del artificio que el cuerpo, “su” yo y el yo de la conciencia acaban de promover y construir. Sin embargo, dicho reconocimiento posee una doble condición. Por una parte, ocurre gracias a los poderes representacionales de la literatura, que no es evocada en los textos en tanto tal —como un referente libresco, digamos, ni como una circunstancia filosófica capaz de cuestionar la aptitud del lenguaje para inventar realidades o concederles materialidad a ciertos escenarios de la conciencia—, sino más bien como algo que se encuentra a medio camino entre el sueño y el ensueño. Por otra parte, aquel reconocimiento del artificio no posee un carácter meditativo (el carácter meditativo lo ponen algunos lectores y una porción de la crítica), pues la densidad diegética del prototexto es grande y, al cabo, no es objeto de lesión alguna. El personaje arquetípico se involucra con obstinación en una red de actos y estados que hace suyos algunos acuerdos fuertes (dentro y fuera de la tradición) del relato de aventuras, entendido como un sistema de motivaciones y posibles narrativos. Estos tres sintagmas admiten la descolocación, pero en cualquier caso nuestra lectura de los textos topa con ciertas gradaciones alegórico-simbólicas que perviven en la “materialidad” de los hechos escuetos y el estilo conciso. Ahora bien: ¿dónde se producen las articulaciones entre los tres sintagmas? O bien: ¿qué fenómenos —del mundo de la política del cuerpo, de la gramática que lo cinematiza, de la lengua que lo enuncia— les sirven de bisagras? Creo que son tres: el goce pánico del cuerpo, la huida lejos del dolor y un tipo de sometimiento estetizado por medio del cual se llega también a una extraña comicidad. Dos La obra narrativa de Virgilio Piñera es de una plasticidad y una porosidad tan permisivas, que no resisto la tentación —dado, como soy, a las interpretaciones ficcionales— de desandar sus tramas creativamente, para interrogarlas mejor. O sea: volver a los caminos que dibujan ciertos argumentos, re-contar determinadas fábulas densas (en cuanto a su proceso de significación) y re-articularlas dentro del mismo sistema que ellas edifican y al que pertenecen en última instancia. Cuando aludo al goce pánico del cuerpo, la huida lejos del dolor y a un tipo de sometimiento estetizado, estoy pensando en un grupo de relatos breves dados a conocer por Piñera en los años cuarenta y cincuenta, pero también reparo, y muy especialmente, en dos novelas suyas: La carne de René, publicada en Buenos Aires en 1952, y Pequeñas maniobras, aparecida en 1963 en La Habana, bajo el sello de Ediciones R. Voy a detenerme en ciertos núcleos de ellas y dejaré para más adelante el examen de esos relatos breves —“La carne”, “La caída”, “Unión indestructible”, “El caso Acteón”—, donde el cuerpo y la corporalidad devienen emblemas de un imposible: la liberación del yo. La carne de René es la graficación de una de esas fábulas densas donde el desenvolvimiento de las acciones —las que ejecuta el personaje y las que lo atraen o repudian dentro de un gran juego— constituye siempre un peculiar tipo de reflexión sobre el cuerpo, el placer y el dolor. Antón Arrufat, uno de los ensayistas mejor preparados para identificar y comprender los sentidos de la obra de Piñera, ha dicho con razón que La carne de René es una novela capaz de retomar y emulsionar la tradición —más o menos clásica— del relato iniciático y de aprendizaje. En el juego dicotómico donde René se sumerge, hay un punto neutro, equidistante del dolor y del placer: la autopercepción interlocutiva del cuerpo. Cuando me refiero a la densidad de las acciones, lo mismo en La carne de René que en algunos otros textos piñerianos, intento aludir a una política de la enunciación del cuerpo (y de la carne que lo forma y lo mueve), una política cuya divisa esencial es la de esquivar en fárrago +de las predicaciones en torno al cuerpo por medio de las alegorías y las insinuaciones. Se trata de acciones densas porque sus referentes culturales y específicamente filosóficos, a flor de texto o encubiertos por una dramaturgia compleja, las convierten en gestos y en puntos de vista de un pensamiento que se expresa mediante la ficción. La sombra de dichas acciones reproduce con alarmante sencillez lo que ellas son en principio, pero subrayan, sobre todo, la índole de esos referentes y el intercambio de signos al que ellos se entregan. El juego de / en busca de / alrededor de René dibuja a un perseguido crónico que termina desconfiando de todo y de todos. Un perseguido que al final se encuentra a solas con la carne (con su cuerpo silencioso, pero lleno de palabras), y que ha probado, con horror, algunas opciones que ella representa. El cuerpo y la carne del personaje son deseables, lo mismo para el placer sexual (el cuerpo supuestamente interventor de René frente a los intentos de seducción de la señora Pérez) que para el placer del sometimiento doloroso (el cuerpo intervenido). El goce del cuerpo, la huida lejos del dolor y el acatamiento estetizado son grandes acciones que gravitan sobre René, ese sujeto apetecido por todos menos por sí mismo, que casi se desmaya en una carnicería a la vista de un montón de carne, que se horroriza durante la iniciación —concrecionada por medio de una marca a hierro candente en una nalga— en la Escuela del Dolor, que tiembla al ver a un San Sebastián con su propio rostro en el despacho de su padre, y que no sabrá qué hacer con el álbum de fotos de la señora Pérez, donde hay numerosos chicos desnudos, todos también con su rostro. Entre la posibilidad de la compañía erótica —junto a una mujer que toca el piano, es sensual a su modo y vive orgullosa de tener una cama muy cómoda— y la posibilidad de sucesivas laceraciones que buscan un conocimiento tan ordinario como trascendente, René opta por convertirse en un desertor. Descree de ambos saberes —el que le proporcionaría la cópula y el que obtendría a cambio de la entrega al dolor y la sangre—, y de esa forma Piñera define, con una nitidez acaso filosóficamente incómoda, un personaje capaz de renunciar a dos tipos de instrucción congruentes con dos doctrinas de carácter pedagógico, institucionalizadas por las prácticas humanas más inmediatas, incluida la práctica de la razón. ¿Qué significa, en términos de identidad humana, la existencia de un personaje como René, que viene a ser, por simple exclusión, el voto, o el dictamen personal, de un novelista ante el gran concierto (o desconcierto) de su época? ¿Qué tipo de vida hacedera cabría en la perspectiva de René, desentendido de las mujeres (de la tupida operatoria sentimental femenina), ajeno a los compromisos sociales que impliquen de cierta manera una entrega, y, desde luego, contrario al padecimiento corporal, a la ulceración, a la herida? He aquí dos preguntas inevitables. René es la contracción de la carne —¿pero la contracción no implica, al cabo, cierto enfriamiento?— ante el reticente deseo de la señora Pérez y ante las místicas propuestas y las violentas tentativas del Dolor como modus vivendi. Ese dolor es, en efecto, un límite, y nos preguntamos en qué medida serían sus sacerdotes, sus proveedores y sus anunciantes precisamente quienes radicalizan la experiencia humana (al acogerse a la ética del dolor y reducirla a la inevitable carnalidad del sufrimiento) para evitar contaminarse de otras experiencias subalternas, engorrosas y detestables. Porque, al lado del dolor como sistema, ¿qué importancia tendría el sexo? ¿Cobraría el sexo la auténtica dimensión de un contrario puro, o terminarían sus practicantes por renunciar a esa asepsia, para mezclar, impuros, el dolor con el placer? Pero las cosas cambiarían bastante si modificáramos esas dos interrogaciones, agregándoles un breve complemento. ¿Qué tal si pensáramos en la importancia que tendría, para René, no la sexualidad ni el sexo en general, sino específicamente el sexo con mujeres? Es obvio, al menos, que esa experiencia no es de su interés, no le concierne, pues rehúsa articularse con las tipologías de la seducción que la señora Pérez representa, y más cuando descubre, entre el desconcierto y el temor, dentro del baño de la sicalíptica dama, un maniquí que es la réplica exacta de sí mismo, de su cuerpo, lo que le hace pensar que la señora se consuela con un facsímil a falta del apolíneo —o eso suponemos— original. Ese y otros elementos de excepción delinean el carácter de distopía tragicómica de La carne de René, que tiene El Mar y la Montaña 19 su origen y su comprobación fáctica justo ahí, en el resultado cotidiano —y sobra decir que distanciadamente novelesco— de esas disensiones semifantásticas, o semi-oníricas: no al dolor, no al sexo. Pero, no bien intuimos —o suponemos— que se trata de un NO al compromiso (de cualquier naturaleza) y de un NO al sexo con mujeres —donde la misma negativa privilegia un rol de género, un outing que no necesita de ningún outing—, René se transforma, por voluntad propia, en un paria, un intocable. Tono seco. Ámbito presuntiva o realmente sangriento. Peripecia tragicómica sin concesiones. De ahí a ese San Sebastián que preside el despacho de su padre va tan sólo un paso. Las flechas del mártir cristiano, devoto de un ideal secreto, apenas confesable, tienden a desmaterializarse en la figura de René. Cuando el Sebastián mítico, de quien se dice que era el jefe de una de las cohortes de la guardia pretoriana, hace su outing frente al emperador Diocleciano, este lo castiga. Sebastián se ha rebelado íntimamente contra el poderío romano. Y lo flechan. Pero no muere. Una mujer, Irene, lo cuida. Una mujer casta, pero que vive durante un tiempo con él. ¿Cómo es, en una mujer, cotidianidad casta con un hombre? ¿Cómo es la castidad del día a día de un hombre con una mujer, de un hombre que, en específico, descubre su fe en Cristo? No se nos dice nada más sobre el mito. Tan sólo que Sebastián, ya curado de sus heridas, regresa ante Diocleciano y lo acusa de crueldad, después de lo cual la misma guardia pretoriana mata a golpes al converso. (Quien detecte en mis palabras una alusión al outing del escogimiento o la sensibilidad homoeróticas, deberá tomar en consideración que no estoy subrayando la identidad homosexual de René —cuyas señales, si es que tales cosas existen, no acaban de parecerme del todo claras, lo que en términos prácticos y estéticos me remite a una ambigüedad plausible—, sino más bien el hecho de que su outing —así como, en su 20 El Mar y la Montaña tiempo, el outing del mártir Sebastián— posee la misma textura y acaso el mismo ritmo de ciertos outings del sujeto homoerótico moderno, de acuerdo con las teorías queer, que, en muchas oportunidades —todo hay que decirlo—, se pasan de rosca en cuanto a teorizaciones y querellas conceptuales.) Hay una especie de deseo de muerte, o de insistente inmolación, en el Sebastián santificado, ese que agoniza y muere justo después de su outing. A diferencia de éste, sacrificado a causa de un compromiso y un credo revelado, el Sebastián de Pequeñas maniobras no quiere relacionarse con sus semejantes. Es como si René hubiera escapado del espacio novelesco de la novela de 1952 y hubiera ingresado, con otro nombre y bajo otra piel, en el ámbito habanero de Pequeñas maniobras, donde, ya con el nombre de Sebastián, vive en una pensión y sostiene un breve compromiso con una mujer. El compromiso se reactiva ante la posibilidad de matrimonio, pero cuando está a punto de realizarse, Sebastián rompe el vínculo. Y así va tejiendo su vida, entre atarse y desatarse. ¿Qué tenemos aquí? Pues a un René metamorfoseado, que logra huir de las amenazas del dolor, que alcanza a neutralizar la semiosis constante de su cuerpo en la sensibilidad de los otros, o que sale vencedor en su pelea contra la carne. La extrañeza de René es ya el miedo de Sebastián, quien, ufano, puede decir que su epos ha concluido en la anulación y la dispersión de su yo, un yo cuyo poder se multiplicaba, con tantos sobresaltos, en su carne, y que ahora pertenece a un territorio ordinario, más o menos tradicional, lleno de hábitos, casi aburrido, casi mediocre, sin grandes maniobras, y contrario, pues, a lo insólito de esas grandes prácticas que son el ejercicio límite de la carnalidad en el sexo, los contratos del placer, y el riguroso conocimiento de la fragilidad a través de la lesión física. Tres El ideal apolíneo en la figura de Sebastián, mártir cristiano, varón santo de belleza restrictiva, se revela esporádicamente, sin las efusiones de un imposible epigonismo —el santo comienza a aparecer en la baja Edad Media, y es, ya lo dije, un icono del sacrificio gozoso que todo outing revela—, en una estatuaria clásica cuyos ejemplos mejores, en relación con el cuerpo de Sebastián, son el Gálata moribundo y el praxitélico Hermes con Dionisos niño. Ahí, en esos y otros ejemplos, nace el deseo de representar con fidelidad una tonicidad muscular hija del esfuerzo físico (el Discóbolo, de Mirón), o del dolor y la desesperación (Laocoonte, de Apolodoro de Rodas), graficables en dos tipos de suspense, también muscular, que habitualmente se articulan y que se avecinan modernamente a la enunciación del placer. Pero articulados no a la naturaleza del placer, sino a su ritmo, en especial cuando el placer se transforma en un deleite duradero y estetizante, como sucede en el Antínoo que está en el Museo de Delfos. El San Sebastián de Andrea Mantegna, una pintura del siglo XV, propone contorsiones muy definidas —los músculos están como dibujados—, y en esa misma definición, congruente con un cuerpo bien magro, casi de explaya una idea cubista de la descomposición del cuerpo, o de su fisiología sentimental. Es poco menos que la definición sobre-estetizada de los cuerpos bajo condena de BurneJones en La Rueda de la Fortuna, o de los cuerpos arrobados —a causa del deseo, o del intercambio sexual antes y después de la representación— que se aprecian en los cuadros de Tamara de Lempicka, donde ese cubismo se constituye, por cierto, en una especie de homenaje o de intervención en una poética del gesto doloroso que ya se había practicado por lo menos desde el Mathias Grünewald de El Cristo de los ultrajes. El Sebastián mítico de ese outing que ahora podría parecernos una confesión desesperada, quemante, imposible de evitar, es una suerte de paradigma varonil que Virgilio Piñera interviene desde la perspectiva aportada por una fabulación que deviene deseante en dos direcciones. Por una parte, el modelo es victimizado por distintos asedios que siempre desembocan en la carne —o en la transacción social, sexual, sentimental y ontológica del cuerpo, pero en especial de uno que detesta oír (ser recipiente de) confesiones—; por otra parte, Piñera le da una forma óptima a Sebastián, su sujeto del deseo. Teresa, la chica de Pequeñas maniobras, vive pendiente de él hasta que Sebastián rompe su compromiso con ella. Al mismo tiempo, él, heredero (con ventaja) del René de la novela de 1952, va evadiendo una por una las posibles trampas que le tienden los demás, hasta quedar impoluto, ajeno, en su burbuja, a todo contacto humano que implique algún tipo de devolución o intercambio interesado. Porque Sebastián siente horror del interés que los otros pueden llegar a sentir por él. El paradigma piñeriano en torno al mito del varón (santo) que hace su outing, se conecta con la idea de la belleza —en este caso, de una belleza posible o deducible— agredida o lesionada. No sabemos bien cuánta belleza, o cuánto atractivo físico hay en el Sebastián de Pequeñas maniobras, pero podemos intuir que alguna dosis le proporciona el novelista. ¿Contraste con la realidad personal de Virgilio Piñera, de quien se dice que era feo? No me atrevo a decirlo, aunque podría ocurrir. ¿Anhelo de jugar en el territorio del atractivo físico, de construir (desde una corporalidad agradable) un tipo con encanto, con ángel, y que, sin embargo, está lleno de tiquismiquis y revela al cabo una profunda mezquindad vital, fuertemente ajena a lo que se esperaría del ejercicio de esos dones? Quizás. ¿Un Virgilio Piñera feo y desembarazado en cuanto a su paso por el mundo (o desembarazado en cuanto al paso de su sexualidad por el mundo), contra un Sebastián cautivador, o medianamente llamativo, que, por el contrario, no acaba de hacer su outing y se conduce como un apocado asustadizo? Podría ser. Sin embargo, me temo que acabo de construir un esquema elevado por encima de una compleja red de movimientos, donde es obvio (o así parece) que la personalidad del protagonista es un contrincante con el cual se elabora una cabeza de turco. Pero ¿contrincante de quién? ¿De Virgilio Piñera? ¿De su personalidad creadora? Hace un momento, mientras escribía estas reflexiones, me llamó por teléfono un amigo, el narrador y dramaturgo Humberto Arenal. Sostuvimos, como suele ocurrirnos, una sazonada conversación —de lo literario a lo doméstico, y de lo doméstico a lo literario— por medio de la cual supe que había disfrutado, en alguna medida, de la amistad del autor de La carne de René. Me cuenta Arenal que Piñera no ignoraba su indiferencia o su desinterés con respecto a ese libro. Cuando se dio a conocer Pequeñas maniobras, Arenal leyó la novela y se acercó a Piñera. Le dijo, contento —por suerte Arenal es un hombre que no puede sino entregarse a su propia sinceridad—, que le había gustado. Entonces, con cierto orgullo, Piñera le confió al autor de El sol a plomo que eso ya él lo sabía, pues se trataba de un libro más realista —intentaba decirle a Arenal que el texto se encontraba más en su cuerda—, o tal vez más inmerso en la inmediatez de las circunstancias. Esto sorprendió bastante a Arenal, ya que, en su opinión Pequeñas maniobras efectivamente escondía (o disfrazaba) algunas claves sobre la relación entre la identidad del personaje protagónico y la identidad de su creador. La belleza agredida o lesionada es, de hecho, un tópico de la representación del mártir cristiano, en quien las flechas no cesan de alegorizar un intento de ataque a su identidad (¿incluida la sexual?) y de destrucción de su soma, que sus agentes no aplazarían. El Sebastián piñeriano no es, por supuesto, un mártir. Pero sí es un evadido, un prófugo del contacto humano, sin llegar a los extremos de Wakefield, aquel maravilloso personaje de Nathaniel Hawthorne —protagonista de su relato homónimo—, que, obsesionado por la idea de la muerte, quiso conocerla de antemano y abandonó su casa, su familia y sus amigos, y se escondió cerca de su residencia, en una pensión, completamente solo, sin otra compañía que sus pensamientos, durante veinte años, hasta que un día, como si tal cosa, entró en su casa y saludó a su mujer y regresó a su vida de antes, pero con la seguridad de que la muerte no era más que el tiempo detenido más la ausencia de las palabras. René está, pues, más cerca del Sebastián cristiano que el personaje homónimo de Pequeñas maniobras. El epos de René se desentiende por completo de la intrahistoria, no tiene en cuenta los microprocesos. La novela de 1952 pone en juego una gestualidad casi dramatúrgica donde las acciones alcanzan a poseer un volumen físico notable. En la de 1963, aquel epos grueso se cambia por un rizoma fino, es decir, la fábula va enunciándose por medio de esos diminutos giros y contragiros de Sebastián, un individuo cuya vida se gasta en una especie de búsqueda del equilibrio, pues ha decidido vivir fuera de todos los espacios para garantizar la existencia del suyo propio. Cuerpos bellos, o simplemente atrayentes, como sucede en las representaciones del santo martirizado que aportan Tiziano y José de Ribera. Cuerpos que reproducen, pero sin acentuarla desgarradamente, la tonicidad muscular visible en Mantegna y otros iconos renacentistas del sufrimiento. En el caso de Tiziano, la figura de Sebastián se desborda en una morbidez casi femenina, cuando comprobamos que el torso —muy joven y suave, pero varonil— se inclina hacia la derecha, mientras la cabeza y el cuello van a la izquierda. A esa dislocación, que no llega a ser precisamente enfática, se añade el hecho de que la pier- El Mar y la Montaña 21 na izquierda está como retrasada (o flexionada, a punto de alzarse) con respecto a la derecha, y estos movimientos le dan a la figura un toque especial que invita a pensar en una debilidad triste, quejosa, a punto de ser muda, y sin embargo contrariada por la fuerza visible en el cuerpo, en especial el abdomen, la pelvis y los muslos. En lo que toca al Sebastián de José de Ribera, la puesta en escena del martirio es, ya se sabe, barroca. Hay mucha luz, no hay sangre —el cuadro de Tiziano es sombrío y podemos ver la sangre del mártir— y el cuerpo de Sebastián, más débil que el que pinta Tiziano, se constituye en todo un gesto pomposo en medio de su discreción, que en última instancia resulta una apariencia de discreción: el brazo izquierdo está levantado por completo, el torso corta en diagonal, de derecha a izquierda, el espacio, y la mirada va hacia lo alto. Un vientre escueto y una axila (la izquierda) poderosa. Cuatro En una novela del siglo diecisiete, escrita por el japonés Ishara Saikaku —Nanshoku Okagami, o The Great Mirror of Male Love, según la traducción de Paul Gordon—, unos jóvenes actores del teatro kabuki, todavía aprendices, visitan un bosquecillo en busca de setas. En el bosquecillo hay una cabaña abandonada, cuyas paredes están parcialmente cubiertas por trozos de papel donde se puede leer una especie de obra dramática que habla, con peculiar lirismo, del amor entre varones jóvenes. Con una mezcla de pudor y alegre desenvoltura, cada uno de los aprendices toma una hoja de papel y lee en voz alta. Algo sucede. La suave atmósfera de camaradería —risas, presunción de aventura— se modifica un poco, y la fuerza que los había fusionado hasta entonces se cambia por otra, se individualiza, y entre los jóvenes empiezan a crearse vectores de fuerza de carácter binómico, acaso un tanto esquemáticos, pero que dejan adivinar la existencia de una súbita fragmentación de la sensualidad general, transformada casi 22 El Mar y la Montaña de repente en micromundos donde una espera y un misterio mutuos —traspasados por un suave coqueteo— son lo fundamental. Saikaku logra crear en esa secuencia, en la cual los personajes dialogantes bordean con alguna obstinación el asunto de la edad —su grado de juventud y, asimismo, la complejidad de sus vínculos con el mundo y la vida—, una especie de clima cuya voluptuosidad no posee la gravosa y concentrada persistencia de ese erotismo capaz de servir de antesala o preámbulo al sexo. Se trata de un erotismo harto fluido, y, sin embargo, la mirada del lector sería siempre capaz de detectar, entre los jóvenes aprendices, el inicio de una lenta inmersión en el otro, bien ajena, por cierto, al interés por las setas, que el cualquier caso se transformaría en un pretexto especialmente bienhechor. Según nos indica Baudrillard en De la seducción, esta nace en la conjetura de un secreto que, una vez descubierto, nos llevaría al sexo por entre los enlaces sentimentales donde el cuerpo se involucra. La seducción como estímulo, no como operatoria, tiene forma de enigma, ciertamente, pero, aun así, al esquema de Baudrillard, asentado —es obvio— en los procedimientos y contratos culturales de la sensibilidad occidental, le falta quizás el aura del llamado pensamiento complejo, en cuyo ámbito se cuece buena parte de la literatura que se ocupa de estas cuestiones, o que las roza o escamotea para aludir a una riqueza capaz de suscitar las figuraciones y las sospechas. En el relato de Piñera “Una desnudez salvadora”, los cuerpos de los dos hombres, tanto el que ya está (el del narrador) como el que adviene en calidad de contradictor, son cuerpos desnudos. El narrador yace acostado en el suelo de esa especie de ergástula a la que alude el texto, y de súbito se presenta el otro, acompañado por una ira espectralizada, sin móvil aparente. La densidad de un cuento tan breve nos deja demasiadas opciones de intelección, y más si comproba- mos que la índole episódica del texto nos invita, arteramente, a construirle un pretérito y un desenvolvimiento ulterior, que Piñera no escribe. El sujeto que adviene siente enormes deseos de matar al hombre que yace. Pero dice que no podrá hacerlo sin un arma. La celda es un sitio limpio de objetos, no hay nada con que el otro pueda ejercer su violencia. ¿Qué ocurre allí? A mi modo de ver, el arma imposible es un significativo mediador cuya ausencia el otro lamenta. Incluso la posible víctima le dice, en un giro macabro típico de Piñera, que use las manos. Pero el sujeto que adviene rechaza ese ofrecimiento. Tiene que ser con un arma. Y como en la celda no hay ningún objeto utilizable a guisa de tal, el hombre que está en el suelo salva la vida. El arma subrayará la voluntad estrictamente homicida del hombre que adviene. Ambos están desnudos y esa circunstancia es completamente embarazosa. Crea demasiadas ambigüedades que ellos, por cierto, no han buscado. Cuando el hombre que está en el suelo, acostado —ni siquiera se levanta; está tirado allí todo el tiempo—, le dice al agresor que use las manos, está arrojándolo, consciente o inconscientemente, a una periferia que el agresor evita todo el tiempo. Es obvio que no quiere tocar al hombre. Los dos están desnudos y cualquier aproximación física (o casi cualquiera) fundaría, en las mentes de ambos, un tipo de articulación a la que por lo menos el agresor no quiere darle paso. Esta presunción del contacto equívoco es un correlato de lo que se enuncia en las zonas blancas de la escritura de “Una desnudez salvadora”: el cuerpo es un conjunto de signos móviles en constante estado de reciprocidad. Más allá de la complacida autofagia de “La carne” y el fetichismo reductivo de “La caída”, en un texto como “El caso Acteón”, acaso uno de los más densos de toda la narrativa de Piñera, las cosas ocurren o se montan en una línea de posibles lógicos que protegen su pertinencia (o simple- mente la buscan) bajo la sombra de un mito clásico prestigioso. En el texto hay dos hablantes que ergotizan, por así decir, sobre lo que ambos denominan “la cadena Acteón”, que va desde Acteón mismo, descubierto por Diana, hasta los perros del joven príncipe tebano, que siempre se hallan en un dilema: o reconocen a su amo y se ponen contentos, o no lo reconocen y se abalanzan sobre él y lo destrozan. Sin embargo, lo que a Piñera le interesa no es la urdimbre del mito, sino el desconcierto que se produce entre el discurso de los personajes y sus actos. Y así como el discurso de los disminuidos contendientes de “Una desnudez salvadora” logra a duras penas entablar un nexo de correspondencia con sus actos, el discurso de los hablantes de “El caso Acteón” se distancia, en una especie de disimulo, del problema del cuerpo, que es donde todo acontece. Porque, mientras conversan sobre Acteón y sus perros, los hombres descubren sus pechos y se tocan el uno al otro, antes de que, primero con suavidad y después con un vigor brutal —de hecho las voces de los hombres se alzan de continuo, y ambos escupen grandes dosis de saliva al hablar—, empiecen a introducir las uñas, los dedos y las manos en el pecho del otro. ¿Se relamen de gusto los personajes, o es que lo que hacen con sus cuerpos se constituye en una metáfora física —tal vez una extraña sinécdoque— de lo que no alcanzan a hacer (o no quieren hacer) con sus sexos? Misterio. Tal vez Piñera está concrecionando el dolor de un saber arriesgado, como es el saber sin límites con respecto al otro. El texto es tan raro, tan disolvente y aplazador de sus sentidos, que podemos acogernos a varias posibilidades. Pero en realidad resulta indudable que los dos hombres se envuelven en ellos mismos hasta “hacerse una sola masa, un solo montículo, una sola elevación, una sola cadena sin término”, de acuerdo con las palabras de Piñera, que insiste en ese asunto de la compenetración de los cuerpos en “Unión indestructible”, cuando los amantes se empapan en brea para no separarse jamás. En “Amores de vista” Piñera nos habla de un hombre que resuelve toda su ansiedad de contacto sentimental en la virtualidad de lo imaginario, pretendiendo así, y logrando además, que las mujeres bellas lo amen. Antes el narrador-protagonista nos ha dicho: “Ninguna mujer me ha querido”. Entonces se entrega a sus ficciones —a la fabricación de su felicidad—, pero al final nos confía esto: “A veces, y este es mi caso, en el infierno se logra disimular las llamas y los quejidos”. La lectura de “El enemigo”, escrito en 1955, hace que entremos en contacto con el tópico del doble, pero sin el esguince de lo fantástico, ya que se trata, en esa oportunidad, del miedo a un yo interior que se identifica con la independencia del cuerpo en tanto sistema de recepción y estimulación, una autonomía que Piñera observó parejamente: desde la perspectiva de la ficción y las posibilidades dramatúrgicas de un agonista solitario, evaluador de su tragedia, y desde la perspectiva de la historia, donde el cuerpo se explica de veras en tanto elaboración del yo y los otros, y donde lo fantasmático empieza a llenarse de pruebas realistas. Así, pues, “El enemigo” nos habla de un sujeto con un miedo encarnado, guardado dentro de su cuerpo. Un miedo que él sepulta durante una hora, por ejemplo, en la bañadera. Una afortunada hora donde ocurren dos cosas, aparte del aseo del cuerpo: el autocompendio de la desnudez y el encuentro con el sexo. Sin embargo, el miedo es algo muy serio y muy fuerte, y vence al protagonista. Cuando esto sucede, en la inminente entrega final a una especie de muerte, comprendemos que el hombre ha estado luchando contra una obsesión que lo tantaliza: la imagen del cuerpo, o el cuerpo mismo. El yo del hombre se rinde ante la energía avasalladora de su cuerpo, que se lo traga. En el desenlace del relato el narradorprotagonista logra que se lo lleven, como un trasto más, junto al resto de los objetos de la casa. Ha logrado vengarse de la esclavitud que su cuerpo le impone, ha logrado subyugar una única vez a su enemigo, ese ser que lo sometía de continuo y que está muy próximo a suplantarlo, a robarle la identidad. Hay, sin embargo, algunas preguntas que hacer. ¿Qué miedo interior es ese que el hombre guarda, angustiado, dentro de sí? ¿Por qué, en los momentos cruciales de su vida, es su cuerpo la metáfora o la encarnación de su miedo, transformado en enemigo, en opositor? En principio, diríamos que el del hombre es un miedo somático, de lo vital. Un miedo que se antepone a todo, como una duda metódica, y sin que jamás adquiera una forma o una explicación determinadas. Es el miedo en proceso de René, o el miedo de Sebastián, que sí tenían causas precisas. Sólo que el hombre de “El enemigo” entiende que su cuerpo deviene el receptáculo del miedo —un sentimiento sin origen cabal, o que ha evolucionado en busca de un absoluto—, o más bien que el cuerpo analogiza al miedo mismo, transformados ambos, gracias a una franquicia aberrante, en el otro posible del uno. Al cabo, el cuerpo está allí, enfrentándose al hombre, exigiéndole acaso la ejecución de ciertos actos de los cuales el ascético protagonista se sustrae una y otra vez. El Mar y la Montaña 23 Un hambre infernal:* la cena y proyecto para un sueño María de los Ángeles Matienzo (La Habana,1979). Narradora, crítica y editora. Lic. en Educación en Español-Literatura. Trabajos suyos aparecen publicados en varias revistas cubanas y extranjeras. Actualmente trabaja en la Ed. Letras Cubanas. E son categorías indiscutibles de la universalidad, pero el hambre —más que la necesidad de alimentarse— siempre ha existido, es imperecedera por encima de cualquier historia, produce monstruos y es la que ha impulsado la evolución del hombre. En “La cena”, la miseria y el hambre están fundidos al espacio físico y la colectividad. El narrador se incluye en el grupo que solo comenzará a diferenciarse a partir del poder de absorción del olor. Quizás, en otro contexto un suculento almuerzo hubiera bastado, pero en el narrador, como en el cubano promedio, la comida ausente, más que el almuerzo, puede ser motivo de angustia, como si los sueños estuvieran condicionados por la cantidad de calorías que se ingirieran a pocas horas de dormir. Lo que pudiera ser para otros malos hábitos alimenticios, en Cuba es una costumbre: la comida es primordial, más que el desayuno, el almuerzo o cualquiera de las meriendas que quisiera instaurarse como tradición. Se invierte la filosofía y la necesidad es placer. No es comer para tener fuerzas, sino es comer para reponer las fuerzas; no es comer para vivir sino vivir para comer. La comida, la gula junto a sus delicias añadidas. El eructo que l amor y la muerte 26 El Mar y la Montaña recuerda “el copioso almuerzo” y no suculento, haciendo más válida —en el caso de la pobreza— la cantidad por sobre la calidad. Pero en este caso el narrador no es protagonista de simples miserias. Los indicios que da, demuestran que no anda en un simple vaivén de la vida donde, por el momento, el infortunio le ha tocado a la puerta, sino que sobrelleva una condición paupérrima. El hambre ciega, por eso llega a oscuras. El proceso de digestión del almuerzo había acabado y después de caminar una distancia de cinco kilómetros, claro que los eructos también debían haber desaparecido. El vacío del estómago, después de la gestión de “solicitar en vano la comida de la noche”1 en el “Auxilio Nocturno”, creció junto a la oscuridad que se hace más intensa mientras son más los que padecen las mismas ansias: es un hambre colectiva que hace delirar a todos, como si se estuviera anunciando una crisis mundial o una hambruna que arrasara la tierra. Puede que fuera una oscuridad interior que se reflejara a través de sus ojos. La penuria del yo es reflejo de la privación del resto; el yo se diluye en el otro, identificados por la miseria. Llamada por su nombre, el hambre, cuando se hace atroz, sumerge al que la padece en la más absoluta oscuridad y aunque en esta ocasión es una experiencia colectiva, los tormentos son personalizados, como los sonidos de las barrigas famélicas, los apetitos se satisfacen según las necesidades propias: “uno era como el aire que se escapa de los tubos de un órgano cuando el que lo toca abre todas las llaves del mismo; el otro se parecía a ese chillido seco y prolongado que emite una mujer frente a una rata, y el tercero podía identificarse al cornetín que toca la diana en los campamentos.”2 Debiéramos inferir, entonces que los acompañantes de infortunio son, en medio de la oscuridad, esos sonidos. La caracterización no pudiera ser más precisa: uno podría ser un hombre gordo, voluminoso; la segunda, una mujer medrosa, y el tercero, un hombre enflaquecido por la miseria. Aún cuando interpretáramos tal caracterización, los jugos gástricos y las tripas removiéndose en el vacío de las barrigas, son las que emiten, en primera instancia, lo que pareciera al protagonista, música: dos instrumentos de viento y una voz. Como antesala a los delirios, las resonancias que, en una situación normal, pudiera ser un rumor, Virgilio lo convierte en ruidos alarmantes, espantosos. Y nos sobreviene, más que un análisis literario, una interpretación gastronómica. Cada uno de los platos a los que hace alusión fueron/son viejos anhelos cubanos: “¡Carne con papas!”, “¡arroz con camarones!”, “¡rabanitos!”, y luego, unas costillas doradas y un tamal en cazuela. Los reconoce en cuanto sus sentidos se adaptan a la situación y deja de analizarlos para formar parte, con cierta nostalgia de lo que sucede. Entran las narices en el absurdo, pasan a ser protagonistas, a caracterizar el todo por la parte de sus compañeros a partir de un olor, quizás imaginario, que remite a los “platos nacionales” y que les hace satisfacer la urgencia. El narrador-protagonista no se permite una contemplación más para involucrarse él mismo en tamaña ilusión, porque aún cuando el olor no fuera imaginería colectiva y realmente se colara por la ventana, no hay nada más inasible que el aire y lo que él arrastra. Con las “¡Empanadillas, empanadillas…!” entra el narrador a participar de lo que él mismo catalogara como “un festín romano”, a la manera que nos tiene acostumbrado Virgilio, donde lo latino, lo clásico se tiñe de cubano para decirnos que somos lo mismo aquí que allá, que lo universal está en todas partes. Una cena antitética a las representadas desde referentes bíblicos: La última cena, de Leonardo Da Vinci se caracteriza por su austeridad y si hubiese un elemento cohesionador sería la camaradería que une a sus comensales. Junto a la ilusión que causa el olor y su futilidad, se percibe cierto grado de resignación que, junto a la ironía y a la falsedad, hacen de las circunstancias el gran absurdo. La boca pierde su función de recibir, sintetizar alimentos y permanece cerrada, “semejante a ostras”, desechando lo material para hacer de la espiritualidad el mejor alimento. Las narices no intentan, casi llegan al techo de la habitación, pasan a formar parte de la imaginería que provocan los olores, quieren volar para alcanzar su objetivo, no se conforman con la simple aspiración, intentan aligerarse como pájaros o mariposas. El narrador, tan implicado en el esfuerzo de aspirar cuanto platillo atravesara la habitación, se limita a narrarnos los hechos. Las definiciones y las disquisiciones filosóficas las deja para después de la hartura que nunca llega, pese a ser tan variada la mesa. Los ruidos se vuelven exageradamente altos y los olores, hacen a las narices pantagruélicas representaciones en Virgilio. En la realidad no ficcional el hambre no se sacia con elementos etéreos, el hambre es concreta, tangible, aún cuando Virgilio lo pretenda, la realidad de la que testimonia él mismo que ha tomado cada una de sus narraciones lo reafirma. Del olor y el ruido, pasa a los sueños para poder cubrir, más que hartarse, la premura del apetito que una veces parece pura urgencia culinaria, otras sexual, otra del espíritu. En “Proyecto para un sueño” pareciera que al despertar comienza la acción, sin embargo, por la lluvia y las peripecias que protagoniza el narrador, nos damos cuenta que nos envuelve una onírica piñeriana, y que cada uno de los vericuetos responde a la hambruna del personaje. Es un sueño dentro de otro, del que se busca la salida, pero como el infierno descrito por Dante Alighieri, posee varios pisos y con ellos sacrificios y castigos. Las relaciones que establece con el otro son de subordinación, de dependencia. “El uno”, el narrador, el necesitado, el hambriento; “el otro”, el objeto/sujeto convocado, narrado en la historia que tiene el poder del dinero y por tanto, la solución al hambre. Y comienza con un gran equívoco —“En el sueño recordé que debía llevar a mi compañero unas cartas que este había recibido dirigidas a mi nombre”— que sienta las bases de la relación y los liga irremediablemente. Se trastocan las individualidades a través de un objeto tan privado como lo es una carta. La correspondencia actúa como el pretexto que aporta el subconsciente para que el narrador-protagonista, establezca la relación de tensión, donde el hambre es la única responsable. El hambre con que el yo ha quedado dormido en un tiempo fuera de la narración, pero que es tan vívida, que a no ser por las peripecias y las descripciones arquitectónicas físicamente imposibles, nos hace dudar del estado del protagonista. Las tensiones que se crean entre ambos personajes también son consecuencias del hambre. Su “compañero”, no menos hambriento, evade la presencia del yo, (“Le indiqué un sitio próximo, pero no me hizo caso y tomó por la dirección opuesta”) lo que hace que este insista sobre su presencia y exagere la importancia de las cartas que ha recibido. No se sabe cuál es el motivo de la evasión, sin embargo, como en los sueños es imposible asir la realidad, concretar los hechos, el narradorprotagonista tendrá que pedir más allá de las consecuencias su “café con leche con tostadas” para, al final, aún cuando él sea el favorecido por la ley, no haber satisfecho su carencia. No obstante, transitamos por un mundo tangible, sitiado por una lluvia que va transfigurando los sitios conocidos, hasta que sus protagonistas comienzan a “introducirnos en las casas: igual por una puerta, que por un muro, que por una ventana.” Si intentáramos reconstruirnos los espacios que el narrador propone nos perderíamos en el intento. Tal como sucede en La divina comedia, “las descripciones no pueden remitirnos a espacios reales o tangibles, debe permitirse a la imaginación ser guiada por el lenguaje poético para que cualquier lugar pueda ser posible”.3 Virgilio se basa en la construcción de la parte vieja de una ciudad como La Habana que, ecléctica al fin, exhibe fachadas de arquitecturas coloniales, condicionadas y subdivididas por la precariedad; y conjugadas, a su vez, con concepciones modernas de distribución del espacio. El infierno que se representa ya condicionado por el hambre, ya por la lujuria que provoca el otro y al que el narrador se subyuga, también es precario, sucio, dentro hay encierros, destrozos y sequedad, que se define como una maldición dada la El Mar y la Montaña 27 importancia de la maldita circunstancia del agua por todas partes. El sueño es un infierno en tanto no se logran concretar los anhelos, es solo un estado de la conciencia donde se agudizan las tensiones, los miedos; es lo más cercano que tenemos al infierno, al paraíso, a la eternidad. En vez de círculos, Virgilio se plantea cuadrados, en las lozas del piso, cuadrados en las habitaciones que recorre el narrador. Dante, recorre las galerías o los círculos y el narrador en “Proyecto para un sueño”, nos muestra un infierno donde cada indicio resulta un espacio descrito por el italiano, para al final resultar salvo siempre salvo. Como conocedor y quizás practicante de la religión católica atraviesa el limbo para llegar al infierno aún cuando la posición de su creador, con respecto al cristianismo, sea categórica: “Es una suerte de estratagema dialéctica por lo que se les hace armonizar y que muy bien podría ser ejemplificada por una de esas hipótesis de física mecánica; por ejemplo, por aquella que dice: ‘Un cuerpo, lanzado en el espacio, a una velocidad n, recorrerá una trayectoria x… etc, etc’.”4 El limbo o el primer círculo es el deambular por la ciudad justo antes de que la lluvia arrecie porque es el agua por todas partes lo que los transporta a un segundo espacio/círculo donde la soledad es agobiante y el yo insiste en perseguir a su compañero arrastrado por el hambre manifestada como la lujuria: obseso no deja de seguirlo, se deja arrastrar ya por el hambre ya por la masculinidad que hay en el otro. El tercer círculo se diferencia en circunstancias, no en espacios: “pasábamos por calles que la lluvia hacía casi irreconocibles”5 donde el yo no desiste e insiste, no se salva, no huye del tiempo y continua persistente en su glotonería. Gradualmente la narración pasa de una realidad con algunos indicios que hacen sospechar de la veracidad de los ambientes, a la ilusión o a una realidad alucinatoria que se hace más 28 El Mar y la Montaña verosímil en la medida que avanza y llegan a lo que sería la galería principal del sueño. La unidad que les ha dado participar del mismo sueño, los convierte en partes iguales y lo que en un inicio era el yo, en el narrador protagonista y la otredad, en su compañero, se funden para comenzarse a diferenciar de los otros. Las situaciones y la arquitectura onírica son descritas a partir de los referentes que tienen con respecto al otro. El piso de la primera galería que atraviesan, les recuerda a “esos puentes colgantes que los salvajes tienden entre dos riberas”, aun cuando el diseño inicial respondiera a la de un mezanine de arquitectura colonial. En correspondencia con esta variante arquitectónica, la visión del otro que proyectan es de un tono colonialista, catalogándolo así de “salvaje”. Se respira una corriente subterránea que establece relaciones temporales entre la arquitectura del lugar y las visiones del mundo de la época constructiva. Virgilio se apoya en la arquitectura para construir un mundo de valores y hacerse de una representación de la humanidad. La gran verja de hierro y el estado del piso —“la galería estaba dividida en su justa mitad por una gran verja de hierro. Entonces, de la verja hacia el lado opuesto, (…) los pequeños trozos movibles de madera estaban en su mayor parte arrancados de su sitio o partidos en varios fragmentos…”— establecen el punto de vista del observador que no necesariamente está ligado a los espacios/círculos que comenzará a transitar. Si transparentáramos el infierno dantezco con las etapas o los espacios por los que transita el yo en “Proyecto para un sueño”, el cuarto círculo es la gran galería donde los niños anunciando lo nuevo, el cambio, a lo que el narrador teme, y aunque no interactúa directamente con ellos, les teme y busca una solución, ya sea aliándose a su acompañante, ya sea encontrando él mismo otra salida. Sin embargo son estos los pródigos, los que permanecen chocando y mofándose los unos con otros que se describen en el infierno. No hay ingenuidad en la niñez, no hay inocencia posible. A esta altura de la narración ya “el uno” se torna como testigo de ambos, priva de voz al “otro”, domina la situación, manipula su sueño, nos narra la historia y encuentra una salida para evadir sus miedos: de un lado los niños y del otro un abismo trastocado en pozo o aljibe secos en contraposición a la laguna fétida, del lado opuesto a la verja de hierro, en el cuento; en Dante a la muralla de hierro. En ese vacío están los libres pensadores, los materialistas, los escritores y es en el cuarto círculo donde el yo narrador protagonista no quiere caer. Ante la determinación de presionar al otro a un convite, hace que la solución sea cualquiera menos el salto al vacío, que significaría renunciar al objetivo que lo había arrastrado a tamaña empresa. La conciencia como en la dinámica de los sueños representa un papel importante y lo demuestra la arquitectura del lugar que va evolucionando según los eventos lo vayan exigiendo. Así mismo la arquitectura va respondiendo a la complejidad con que se construyen las psicologías de los personajes. Un espacio tan reducido como lo podría ser lo que abarcan dos “ojos de buey practicados en la pared lateral izquierda”, son el sexto círculo que, como una revelación, aparecen para mostrar la continuidad, el futuro. A los personajes les permite salir de la galería y a Dante le es revelado su destierro e infortunio. El hombre “tan pequeño como el enano más pequeño del mundo” montado en zancos que se les acerca es el minotauro del séptimo círculo que mitad hombre, mitad otra materia, les impresiona por su poder sobre los demás. Y cada una de las jaulas que alberga a hombres convertidos en animales que por su decisión han llegado a tener el aspecto de un tigre o de una abeja o de una ratón —he ahí el libre albedrío que quizás no reconozca Dante, pero sí Virgilio— son los recintos que conforman este círculo. Aún cuando el narrador lo asuma como placentero y se vea tentado porque es aquí donde único el acto de comer se materializa, no lo escoge como opción para sí y huye en cuanto puede. ¿Será que no está dispuesto a pagar el precio que exige? “‘¿Y cuál es el precio?’ ‘le grité yo, pues la altura exigía un aumento de voz’, ‘¿cuál es el precio?’ Y él a su vez me respondía: ‘El amor infinito a la humanidad’.” El octavo círculo atestigua sobre los prejuicios raciales del narrador: son negros los músicos que representan a los rufianes, a los seductores, a los charlatanes y a los cortesanos, los bailadores inconcientes por la sordera que los distancia de la realidad, que los lleva a la muerte súbita. En este penúltimo círculo se representa lo grotesco y los que lo habitan —si se pudiera utilizar el término— tienen la piel cubierta de lepra, mientras que los de la narración tienen la piel diferente, o sea, negra. Virgilio el escritor, el testimoniante, tuvo que sobreponerse en lo cotidiano a las limitaciones de una educación de provincia, viciada por lo grotesco y el prejuicio racial: “¿Qué crimen, qué desgracia, o qué peste albergara aquella casa, que ofrecía por quince lo que en todas partes se daba por treinta? Temblando de pies a cabeza toqué el timbre. La puerta se abrió enseguida como si alguien estuviera estado esperando detrás de ella (…). Vi entonces una cara negra, abotargada, un pelo negro de estopa con todas sus mechas al aire como una bandada de totíes, y una boca negra que decía: ‘Aquí está lo que usted busca…, y finalmente, una mano negra que tomaba mi mano’. Me decidí a entrar. —‘No, Virgilio ‘me dije—, esta es una casa como todas las casas; aquí no te van a sacar el corazón para hacer un filtro…’ Mercedes (así se llamaba la negra), (…) me hizo recorrer la casa y debo confesar que estaba presidida por la diosa limpieza (…) In menti hice una lista de objeciones, todas ellas, pensaba, capitales: ¿Qué pensaría mi madre, cuáles serían sus pensamientos ante mi resolución? ¿Y si algún miembro de la familia pasaba por la capital y me visitaba? ¿Y si mis respectivas tías se enteraban y le pasaban el dato al resto de la familia? ¿No sería ello un borrón echado sobre la ‘inmaculada’ pureza de la nuestra? Además, lo negro, ¿no contaminaría mi cuerpo y mi alma? ¿No emborronaría lo físico y lo moral? ¿Podría yo convivir con negros, yo, que en los parques provincianos ocupaba la fila de los blancos? ¿Y no se situaba dicha fila junto a la estatua del prócer de turno como indicando que, por nuestra condición de blancos estábamos más cerca de la majestad, santidad, potestad y blanquedad? (…) juntos pero no revueltos (…) De pronto recordé a mi nodriza…”6 Con un guiño único a Dante, quizás sea que el edificio, el laberinto, el infierno que acabaran de abandonar cambiara de fachada recordando por su vejez una construcción del siglo xiii. Luego, una iglesia invitando al arrepentimiento donde el altar había sido sustituido por un “canal de alabastro por donde corría un café negro y humeante” como indicando que ya era hora de despertar; sin embargo, no habiendo completado todos los anillos de la condenación, era necesario continuar con las peripecias. La salida no es el fin. Ya en la calle el yo y el otro se convierten nuevamente en personalidades independientes, se vuelven ellos otredades y se comparten los papeles de traidor y traicionado; víctima y victimario; el verdugo se alterna entra los dos: el yo decide no seguir a su compañero en “el fango tentador” y el compañero decide vengarse. Como en el noveno círculo, la autoridad, esta vez vestida con uniformes que “seguían un modelo estrictamente medieval”, apresan y condenan al otro y salvan al yo que no ha querido caer en tentación. Cuando imaginamos una ruptura, una separación definitiva la lascivia, el deseo por “el café con leche y las tostadas”, simbólicos o no, hacen recobrar la conciencia al personaje que decide seguirlo. El final redondea el ciclo de deseo que obstinadamente empezó con un equívoco. Otra señal de la cercanía de la ficción con la realidad del autor; o de la proximidad del despertar, del amanecer o de la salida, es el acompañamiento musical del tango argentino en boga por entonces en la ceremonia del café. A ratos se asoman los referentes culturales: los treinta y tres años de condena, número con connotaciones místicas; el chaqué con que revisten al salvo, el mismo que había “usado en la función de la noche anterior el actor que tanto me gustaba ver representar” para recordar la farsa que está aconteciendo; o el chino como elemento de mal agüero en el glosario de supersticiones cubano. Nueve, tres veces tres, son los estadios en los que Virgilio Piñera ha puesto a transitar a sus personajes, como Dante Alighieri, reconoce con imágenes el infierno construido para todos, donde la religión católica se eleva como formadora de conciencias, donde el pecado y la salvación forman parte de la construcción de la conciencia y del imaginario; espacio interior que se expande a través de símbolos. * Este trabajo es un fragmento del ensayo “Desmembrar el cuerpo frío, jugar con Virgilio Piñera”. (N. de la E.) 1 Virgilio Piñera: Cuentos Completos, Ediciones Ateneo, 2002, p. 38. 2 Ídem: p. 38. 3 http://www.circulohermeneutico.com/NuevosHermeneutas/Colaboraciones/dante2.pdf 4 Virgilio Piñera: “De la destrucción”, en La Gaceta de Cuba, no 5, septiembre-octubre, 2005, p. 10. 5 Virgilio Piñera: Cuentos completos, p. 40. 6 Carlos Espinosa: Virgilio Piñera en persona, Ediciones UNIÓN, 2003, p. 77 El Mar y la Montaña 29 ? s o ent Mariano ¿Cu s y s r e de N Nersys Felipe (Guane, Pinar del Río, 1935). Narradora y poeta. Ganadora en dos ocasiones del Premio Casa de las Américas, con sus libros Cuentos de Guane y Román Elé. Por su extensa obra literaria y sus reconocimientos fue distinguida con el Premio Nacional de Literatura 2011. E n un barco cargado de balas y cañones, llegó Mariano a Cuba: recio, moreno, galanteador, y siendo sargento del ejército de España. Un día, en La Habana, conoció a Leonor: ojos moros, pelo oscuro, piel de seda clara, y al saberse enamorados, se casaron y se volvieron mamá y papá. Lo habían ascendido y era ya subteniente. Pero no quiso serlo más y fue policía-celador del barrio del Templete. Luego, lo mismo, pero del barrio de Santa Clara, y ahí hasta hoy: cuidando con celo el orden y llevando su uniforme con honor y gallardía. A Pepe le gusta verlo uniformado, no se lo ha dicho, tiene que decírselo, y él, cuando puede, lo saca a ver mundo y a que aprenda cosas de varones. Ah, y con su gorra valenciana. Lo ha sacado tres tardes de sábado seguidas, oyendo, cada tarde, los adioses de Leonor y sin oír la matraca bajita de La Chata: —Qué malo es mi papá, saca a Pepito y a mí no. Ni un día me convidan, pasean y yo no. A ver, ¿por qué? A mí también me gusta. ¡Vaya, también! El primero de los sábados, van al puerto. Pepe cuenta los barcos, los ve salir y entrar, saluda a los marineros, y se entera por Mariano del daño que les 30 El Mar y la Montaña hace la bebida con alcohol, porque los pone borrachos, los tumba al suelo y en el suelo los deja despatarrados. —Cuando un hombre se emborracha, sea o no marinero, no vale nada. Recuérdalo, Pepe. El segundo, recorren la calle de las tiendas, cuántas tiendas: en la acera de la sombra, en la del sol, y cada una con su nombre pintado a la entrada. Pepito los va leyendo en voz alta, de corrido, sin fallar. Y qué orgullo el del padre. Orgullo oculto, callado, pero que Pepe siente mientras camina de su mano. Y el tercero, salen en carretón a extramuros rumbo a la serena y deliciosa llanura de La Habana, por la que el tren corre, pita, suelta humo y traquetea. El sol sube y pica. Saludan, los saludan, el niño se sonrosa y el padre dice: —La vega de mi paisano está después de esos güines. Crecen por cientos, se mecen, murmuran, Pepito puede olerlos, y Mariano retoma el tema: —Me espera con un saco de maíz tierno. Y para no dejármelo pagar, porque ser paisano es ser hermano, y un hermano no vende, un hermano, da. A Pepe le habría gustado un viaje a dos caballos, el de su padre, alazán y el suyo, blanco. Pero ni uno tienen. Y aunque viajan en un roído carretón prestado, Pepito se divierte con los locos andares de su mula Chifladita, tan amada por su dueño, que la prestó con un lazo punzó al pescuezo y encargándosela a su papá como si fuera una señorita. Pero, al salir del güinal y atravesarse un lechoncito, Mariano hala riendas, Chifladita se aturde, pierde el lazo, corcovea, y el carretón da tal tumbo, que Pepe casi se cae. Por poco se mata. ¡Qué miedo sintió! Y ya derechas las ruedas, el lazo en su lugar y el susto yéndose, con qué orgullo dice: —Me agarraste en el aire, papá, me salvaste. Y dice Mariano: —Para eso estamos los padres. A Pepito le encanta salir con él. Lo lleva a la calle de las muchas tiendas, al campo, al puerto, y sin ser carretonero, guía de lo más bien un carretón, por viejo que sea, por más loca que esté su mula y sin querer aplastar a un lechoncito. Es peleón, conversa poco, apenas sonríe, pero Pepe a su lado se siente seguro. Y cuando lo atrae con fuerza, porque en la calle se desboca un caballo bravo, se le aprieta, lo mira, y al ir a decirle... —Papá, cómo te quiero. ...sin saber por qué, no se lo dice. ratute liros pub iples lib tina (Ed. lt ú m s tre su a María Cris rmiga ador. En 3). Narr s para dormir Marité y la Ho villas 8 9 1 , o to m ), n ra a 9 e a n 0 u m 0 tá C s 2 n n a de la (Gu ntra 07 y Belleza, 005, 20 e encue l mundo cados s la Montaña, 2 007), Alicia y e s (Ed. Sed de Oriente . 2 y d is l, El Mar a editora Abri omos están tr de nervios (E s n ue a g q s (C ta o a a L c o n ), L u 9 ce, 200 orde de (Ed. Cau ucarachas al b C y ) 2010 Eldys Ba I lo difícil que fue para Nersys Felipe volver a escribir prosa después de publicados sus libros Cuentos de Guane y Román Elé (Premios Casa de las Américas en 1975 y 1976 respectivamente), obras imprescindibles de la literatura infanto-juvenil cubana. El protagonista de Cuentos… es el primer niño que en la literatura cubana se enfrenta a la muerte. Con este texto, su autora logra que los lectores sientan como suya la pérdida del abuelo del protagonista. Este libro se ha mantenido vivo treinta años después por la vitalidad que se respira en sus páginas; en él se exponen las emociones reales de cada uno de sus personajes y se rompen las barreras etáreas. En el caso de Román Elé, la discriminación racial, y de nuevo la familia, son los temas tratados. El medio deja de ser un ente pasivo para convertirse en un personaje más, tanto que muchas veces determina el comportamiento de otros. Si Elé no hubiese conocido la libertad de las palmas, el río, las flores y los pájaros, no hubiese luchado por ser libre. En la historia de este niño negro confluyen todas las virtudes que pueda tener un buen libro, desde la ternura hasta el lenguaje depurado en exceso pero, sobre todo, se aprecia el respeto a los lectores, no sólo a los niños, también a los adultos. Casi diez años después de aquemagino llos Casa… y sabiendo que era punto de mira de muchos críticos, editores y escritores, Nersys publica Cuentos de Nato (Ed. Gente Nueva, 1985).1 Es increíble que a veinticinco años de aquella edición sólo escasas palabras se hayan escrito sobre ella. Imagino que esto se deba, primero, a la carencia de crítica literaria que existe en Cuba, que en el caso de la literatura para niños y jóvenes se magnifica; segundo, a la ausencia de soportes impresos en donde se publique la poca crítica que sobre literatura infanto-juvenil se escribe, y tercero, a que muchos esperaban que este cuaderno superase a Cuentos de Guane y a Román Elé. Pero —y hacia estas personas van mis preguntas— ¿acaso son superables esos dos libros?, ¿diez años no son suficientes para despertar otros intereses, otras inquietudes, otras sensibilidades? La familia es el centro de esta novela, y aclaro que es una novela, no un libro de cuentos como sugiere el título. Esta es una trampa que la escritora había empleado ya en Cuentos de Guane y que nuevamente utiliza como señuelo para llamar la atención de los lectores. Elimina las barreras de la comunicación con los niños y la primera palabra que le regala es la que, en materia de literatura, más les gusta: cuentos; aunque no sea exactamente esto lo que vayan a leer. Con la cita de José Martí que sirve de pórtico: El que ha andado la vida y visto reyes, sabe que no hay palacio como la casa de familia, Nersys revela dos cosas: que sigue siendo deudora de la obra de nuestro Apóstol y que otra vez la familia sirve de excusa para recrear una historia de conflictos y emociones. En esta ocasión la autora se arriesga a escribir sobre la convivencia, supuestamente tranquila, apacible, pero con toda la ebullición que provoca la coexistencia de tres generaciones bajo un mismo techo. Esa ebullición que nace de los sentimientos. […] Si una casa tiene cuatro cuartos como la mía, es casa buena para que viva la familia. Mis padres, mis abuelos, mis hermanas y yo, sumamos siete, somos la familia y tenemos, además, sala, saleta, un patio con matas, baño, cocina, comedor y portal. El techo es de madera, fresco, altísimo, y una vez al mes, que siempre es domingo, mis abuelos lo sacuden con un escobillón. […] Cuando pone el punto final a estas palabras nos adentramos de la mano de ella, o de Ignacio, el protagonista y narrador,2 por cada una de las habitaciones. De esta forma comienza a familiarizar a los lectores con el lugar donde se desarrollará la trama y al final del libro logra que los niños tengan dos lecturas simultáneas: la que ella escribió y la que ellos están viviendo en los rincones de la casa. Como en otros libros, Nersys hace un homenaje a los héroes cubanos del siglo xix,3 demostrando que la historia se puede enseñar sin teques compulsivos y panfletarios. Y, con mucho ingenio, asocia los nombres de los héroes de la guerra de 1868 con niños llenos de dudas, inquietudes, alegrías y tristezas; pues no debe olvidarse que, antes que valientes libertadores, estas personas fueron muchachos inquietos, adolescentes enamorados y jóvenes rebeldes. A lo largo de estas páginas Ignacio, el protagonista, y Amalia, su hermana, nos llevan a la casa del temerario Agramonte y cuando escuchamos al abuelo decir: […] ¿Sabes que hay nombres como pedacitos de histo- El Mar y la Montaña 31 ria? ¿Sabes que los hay como cajitas de recuerdos? […] nos convencemos de que estamos repasando un episodio de la historia de Cuba. Quizás el valiente mambí camagüeyano y su esposa tuvieron puntos en común con estos personajes. Sin dudas, Cuentos de Nato es un libro cubano, no sólo por la presencia de elementos del folclor en cada una de las descripciones, sino porque su autora dialoga constantemente con la historia de nuestro país; pero es a la vez un libro universal porque, sin didactismos forzados, muestra pasajes de la historia de la humanidad: […] Sé que esta Venus es una estatua antigua, de más de dos mil años, y que se la ve tan majestuosa y serena, que mirarla encanta. Sé que la encontraron en la isla Milo, de allá, de Grecia, bajo tierra, sin brazos, y que sin brazos se quedó, porque nunca los hallaron. Y sé que ahora está en París de Francia, en el museo El Louvre [….]. En pocas páginas se demuestra que la historia de Cuba es tan importante como la otra, esa que está más alejada pero que también nos pertenece. Especial atención presta Nersys al personaje de Li May, un ave rara dentro de la familia, quizás porque tiene cuatro años y a esa edad los niños manifiestan una espontaneidad única, o quizás porque tiene mucho de la autora. A diferencia de sus hermanos que tenían nombres como pedacitos de historia el de ella significa “Flor de cerezo”. Quiere ser escritora y se teje un mundo en donde la fantasía es la principal protagonista. Con este personaje no sólo se marca las diferencias entre adultos y niños sino también las que existen entre los pequeños. Ignacio, Amalia y Li May, aunque niños los tres, no tienen la misma forma de comportarse. Si prestamos atención a las palabras de Omar Felipe Mauri: […] En las primeras obras de la década de los ochenta, abuelos y abuelas mediaban entre el niño y el mundo. Luego, de tan cómplices, se convierten en protagonistas de una segunda infancia que comparten con sus nietos hasta el punto de oponerse a los padres y discrepar con los adultos […] Por las abuelas y abuelos es posible acceder a las interioridades humanas en una amplia variedad de sentimientos, experiencias, voces y anhelos; por ellos conocemos de la naturaleza, de las tradiciones y la historia patria, fundidas y decantadas por un proceso personalísimo de gran riqueza expresiva, filosófica y existencial. Los abuelos abrieron un capítulo lírico, imaginero y humanista en las letras infantiles cubanas después de 1980 […]4 podremos descubrir que Cuentos de Nato es un fiel exponente de la literatura que se escribía en ese período. Los abuelos de esta historia son cómplices de los niños y vienen a suplir al padre ausente. En Cuentos de Guane, la muerte del abuelo era motivo de tristeza. En Román Elé, los maltratos a los que era sometido el niño negro y la muerte de su abuelo Calazán. En Cuentos de Nato esta ausencia desencadena situaciones emotivas similares a la de las novelas anteriores. Un amigo dijo hace muy poco que si Félix B. Caignet era el más humano de los autores, la más humana era Nersys Felipe5 porque en todos sus personajes afloran los sentimientos. No existe otra forma para que las historias acompañen eternamente a sus lectores. Para muchos será difícil olvidar las últimas palabras de la carta que Ignacio le escribe a su padre […] Bueno, papá, escríbeme pronto, porque cuando leo una carta tuya, cuando estoy leyéndola, el Océano Atlántico se vuelve una lagunita […] en esta frase se resume toda la nostalgia del cuaderno. De igual forma, en algunos capítulos se percibe cómo la escritora se deja dominar por su otro yo: la Nersys poetisa y convierte comunes preguntas y respuestas en versos llenos de sensualidad, magia y lirismo. Los capítulos “Sueñecitos” y “La selva”, lo ilustran. —Corazoncito, ¿no sientes frío en esta cama tan grande? Y ella me responde: —Lo sentía, pero ya no, tú me lo has quitado. —Y vuelvo a preguntarle: —Corazoncito, ¿no sientes tristeza en esta camota? —Y ella vuelve a responderme: —Sentía, y mucha, pero huyó en cuanto llegaste. Con el capítulo “Noticias”, Nersys cierra el libro y demuestra una vez más su oficio al evitar un final lacrimógeno. Con la nostalgia que se respira en todo el libro, Ignacio describe una foto que le envía a su padre y en la que aparecen todos los miembros de la familia. Ahí está el presente de sus padres, de sus abuelos, de sus hermanas y él suyo propio, pero la autora hace una invitación para que los lectores se imaginen cómo cada uno de los personajes llegó a ese presente, con lo cual estimula su imaginación y los hace partícipes del hecho creativo. Una vez más Nersys se revela como extraordinaria narradora, no sólo por su dominio del arte de la palabra sino porque, en Cuentos de Nato, ha logrado combinar una buena historia, emoción y respeto a los lectores de cualquier edad. de Ambrosio Roberto de Jesús Quiñones 1 2 3 4 32 El Mar y la Montaña Presentación A petición de la propia autora, este texto se escribó después de leer la versión digital autocorregida de Cuentos de Nato que salió publicada por la ed. Gente Nueva en el año 2011. El uso del narrador personaje es un recurso que la autora utiliza también en su novela Cuentos de Guane. Ver en Prenda (Ed. Gente Nueva, 1980) los poemas “Maestro” y “En el río”, y en Corazón de libélula (Ediciones UNION, 2006), los cuentos “La bufanda” y “Noche en New York”. Tomado de “La familia en la literatura infantil cubana”, revista El Mar y la Montaña no (Cienfuegos, 1957). Poeta. En el 2008 publicó los poemarios El agua de la vida (Ed. El Mar y la Montaña) y Los apriscos del alba (Ed. Oriente). Obtuvo el premio Vitral de poesía 2001 con su poemario Escrito desde la cárcel. En el 2006 obtuvo mención en el Concurso Nósside Internacional de Poesía y en el 2008 recibió Distinción Especial en el mismo concurso. R Fornet ecientemente el Centro Provincial del Libro y la Literatura tuvo la iniciativa de invitar a nuestra ciudad a Ambrosio Fornet para que impartiera varias conferencias. Tuve la suerte de encontrarme con él en la sede de la UNEAC pocas horas después de su arribo, luego de un azaroso viaje en avión y, apenas presentados, iniciamos una conversación que estuvo aderezada con las intervenciones de su hijo Jorge Fornet y de Risell Parra. Esa fue la primera vez que tuve frente a mí al hombre que acuñó la célebre frase “quinquenio gris”, que ya es insoslayable en la historia de la literatura cubana correspondiente al primer lustro de la década de los años setenta del pasado siglo. Fornet fue, además, uno de los primeros directores de la Editorial Arte y Literatura. Al frente de la misma se mantuvo hasta 1971—con la colaboración de Edmundo Desnoes entre 1964 y 1968— y en ese lapso puso ante el lector cubano numerosas obras magistrales de la literatura universal hasta entonces desconocidas entre nosotros o de muy escasa circulación. Por último, Fornet es un crítico y ensayista, Premio Nacional de Literatura, y a él, como a la Doctora Zoila Lapique, está dedicada la Feria Internacional del Libro y la Literatura correspondiente a este año 2012. La primera impresión que provocó en mí fue sumamente agradable debido a su trato afable, a su capacidad para la escucha, a su forma respetuosa de discrepar y a la total ausencia de ese empaque del que suelen revestirse no pocos intelectuales provenientes de la capital del país y que no es más que una expresión manierista de su pequeñez. Tal impresión inicial no hizo más que fortalecerse tras compartir con él, también en la sede de la UNEAC, una memorable noche de Encuentro con el Autor el viernes 18 de noviembre del 2011 y luego de escuchar su conferencia en el Centro de Arte y Literatura Regino E. Boti la tarde siguiente. A pesar de sus 79 años Ambrosio Fornet mantiene su lucidez y es dueño de una forma de expresión donde el humor aparece reiteradamente como un alfilerazo capaz de provocar la más discreta sonrisa, la más sonora de las carcajadas o la más honda de las introspecciones. Natural de Veguitas, Bayamo, antigua provincia de Oriente, Fornet hizo los estudios primarios en su pueblo y en 1950 se graduó de bachiller en Manzanillo. Como nos contó aquélla noche en la UNEAC, en la segunda mitad de la década de los años cincuenta del siglo pasado abandonó su puesto de trabajo en el Banco y un magnífico salario para marchar al exilio, donde se encontraba el primero de enero de 1959. A su regreso a Cuba se estableció en La Habana y en 1964 recibió la encomienda de dirigir la Editorial Arte y Literatura. El Mar y la Montaña 33 Ha representado a Cuba en diferentes eventos científicos y culturales entre los que se destacan el XXXV Congreso Internacional del Pen Club celebrado en Abidján, Costa de Marfil, 1967, y el Congreso Cultural de La Habana en 1968. Sus cuentos, que se han reeditado para ser vendidos en esta Feria, aparecieron por primera vez en 1958 en Barcelona, España, con el título A un paso del diluvio, pero ha sido su obra crítica y ensayística la que ha extendido su prestigio en el ámbito intelectual cubano. Entre sus libros más significativos podemos mencionar los siguientes: • En tres y dos, ensayo, Ediciones R, 1964 • En blanco y negro, ensayo, La Habana, ICL, 1967 • Las máscaras del tiempo, 1995 • Carpentier o la ética de la escritura, 2006 • Las trampas del oficio, 2007, ensayos sobre cine • El otro y sus signos, ensayo, 2008 • Narrar la nación, ensayo, 2009 En el año 2000 recibió el Premio Nacional de Edición y en el 2009 el Premio Nacional de Literatura. Su obra abarca un amplio registro donde no sólo hay ensayos dedicados a la investigación histórico-literaria o al análisis de obras y autores concretos sino otros que abordan temas poco tratados y hasta eludidos en nuestro contexto. En ellos el autor hace gala de un pensamiento que incita a meditar sobre conceptos y hechos que con el transcurrir de los años pueden parecer definitivos pero que bajo el incisivo prisma de sus certeros análisis reclaman la necesidad de ser revisitados con mayor amplitud de mira. Leer a Ambrosio Fornet no constituye solamente una forma de acercarnos a uno de nuestros intelectuales de vanguardia sino una exigencia para quien se precie de estar bien informado de nuestros anales literarios, un ejercicio intelectual cuya consecuencia palpable es una ganancia indiscutible. Esta Feria del Libro nos da esa oportunidad. 34 El Mar y la Montaña Muecas para tigres y escribientes Liuvan Herrera (Fomento, Sancti Spíritus,1981). Poeta, investigador literario y editor. Tiene publicado los poemarios Entre dos cristos Ediciones Luminaria, 2005) y Animales difuntos (Ediciones Sed de Belleza, 2006). Si un tigre está despanzurrando a un cervatillo, a pesar de lo desagradable de la escena, estamos todavía en la cuerda naturalista, pero si el tigre empieza a eructar, a sobarse la garganta a causa de la sed, y mientras va por agua, el cervatillo se anima, recoge sus tripas y se marcha para que un mono le cosa el vientre con una enredadera, y como pago, debe servir todo el año al mono en las más locas travesuras, llegamos ridículamente a la cuerda de lo grotesco.1 C omo un auténtico ensayista medieval, utiliza David Leyva el cronotopo de la fábula, afincada en nuestra lengua desde el Infante Don Juan Manuel; para proponernos una particular arte poética, o mejor dicho, arte ensayística, en torno a una categoría estética francamente anfibológica e inasible: lo grotesco. La producción ensayística de las tres últimas décadas en la historiografía literaria cubana, se ha dejado permear por un conflicto genérico y modal, que estancia a los sujetos creadores en discursos que abarcan desde el ensayo propiamente dicho: emersiano y montaigneano, hasta la monografía o la investigación académicas, sin descuidar en casos notables —Los nuevos paradigmas. Prólogo narrativo al siglo xxi, de Jorge Fornet, por ejemplo— la eufónica historia literaria de nuestra ciudad letrada latinoamericana, al parecer encallada en una arena post-boomista, como si el proceso escritural de la región no fuera más que un hijo epigonal de estas potentes zonas de nuestra vanguardia. Es lugar común el afirmar que en la mayoría de los casos, el aparataje analítico y teórico proviene de las escuelas forma- listas, estructuralistas y post-estructuralistas. Ahora, deviene rareza el uso de focalizaciones provenientes de la Filosofía y la Estética como principal pie de pivote para evaluar un panorama o una figura literarios. He aquí la primera ganancia de Virgilio Piñera o la libertad de lo grotesco:2 tensar la obra del poeta, dramaturgo y narrador cubano, mediante la inserción y decodificación de esta categoría; convirtiendo en interdisciplinaria la lectura de textos canónicos, ecos críticos más bien, que contribuyen en el período republicano a una especie de seudo-interpretación de la obra piñeriana, con el polémico Cintio Vitier a la cabeza. El autor no solo simpatiza con posturas contrarias a las diseñadas por avezados lectores de Piñera, como Enrique Saínz o Alberto Garrandés, sino que potencia su análisis, hibridando en el sentido canclineano, [¿No debería ser cancliniano?] artes plásticas, mitología, filosofía e historia social; en pos de trazar una vinculación necesaria entre el uso tradicional del grotesco —hipérbole renacentista, realidad popular, frustración del artista— con la variación piñeriana. Un padre tutelar se evidencia en la escritura del autor: el Francois Rabelais de Gargantúa y Pantagruel, festinada deformación si se quiere del Génesis bíblico, pareja anti-héroe que catapulta lo tabuado a canonización: reverso estético, mentís discursivo a una tradición literaria que cada vez se encontraba a sí misma en infiernos y pestes medievales. Si bien el texto se estructura brindando con tino los principales rasgos del grotesco: no se expresa en totalidades, se conjuga en el enlace experiencia del creador y su capricho imaginal; se estancia en desentrañar las relaciones de este con el absurdo. Tal pareciera que después de escritas las disímiles historias literarias cubanas, como un deus ex machina recién visto por Leyva Gonzá- lez, la cualidad grotesca traspase las obras de Manuel de Zequeira, Lidya Cabrera, Samuel Feijóo, Dulce María Loynaz, Nicolás Guillén, José Lezama Lima, Carlos Loveira, Alejo Carpentier. Y aunque pareciera paradójico, el grotesco literario cubano se ejerce más en los planos propiamente lingüísticos que en los temáticos o argumentales. En el estudio se hace referencia al complejo sistema de las hablas utilizadas y recreadas por Piñera en los personajes femeninos de su teatro. Sobre todo, si tenemos en cuenta que en la reescritura —Electra Garrigó, Clitemnestra Pla de por medio— se establece un diálogo en sentido bajtineano, con la desarticulización de la norma lingüística, donde el tratamiento del humor encontrará caldo de cultivo. La relación del grotesco con el sujeto corporal y su desmortizamiento, viene a estrecharse con un tipo de absurdo que ya Cintio Vitier avizoraba en Lezama, suerte de sinsentido americano, sorpresa barroca o real maravilla: A la posibilidad germinativa, poética, no le basta el regodeo de las conjeturas iluminadoras ni el reconocimiento metafórico de la realidad. Lo posible puede llegar temerariamente, dando el salto supremo, hasta el absurdo: pero no el absurdo existencialista de la ausencia de sentido [pensemos en un Samuel Beckett o en un Harold Pinter] sino todo lo contrario, el absurdo como sobreabundancia inexplicable del sentido.3 [pensemos en un Peter Handke o en un Thomas Bernhardt] Ante el hecho de evaluar su producción poética, el ensayista afirma: “Piñera limpia topográficamente sus versos, saca todo atisbo de barroquismo y rebuscamiento […] hace una poesía más sencilla que lo convierte en uno de los promotores del conversacionalismo en Cuba”.4 Véase de este modo un contrapunteo con un mito encarnado en nuestros predios literarios: el de creerse que el conversacionalismo poético cubano es ganancia de una expresión mediatizada por los cambios políticos en la década inicial de la Revolución y no continuación y emparentamiento con un proceso tan complejo como la vanguardia misma y que marchó a la par, aunque casi ancilarmente, con los movimientos más experimentales de los discursos del continente, y que tiene en autores como Nicanor Parra, Ernesto Cardenal o Enrique Lihn, asideros notables. Esto, claro está, sin obviar los “creacionismos lingüísticos, el recurso de la elipsis, la brevedad textual”, tan obstinadamente piñerianos, y que también —según nuestro autor—: “la cubanidad en su obra, más que la creación o reproducción de símbolos nacionales, aparece más nítidamente en la lengua amena y sencilla que equilibra el pueblo y la alta cultura, y que sostiene, increíblemente, el agudo contenido existencialista de sus textos”.5 Vale destacar, por último, que su estudio sociopolítico de la obra teatral Los siervos va más allá de cualquier interpretación orwelliana, si tomamos en cuenta el recurso paródico en aras de representar la Rusia stalinista. Saludemos entonces a David Leyva, que navega airoso los fluidos pantagruélicos y se goza en escudriñar a uno de los hijos menos ortodoxos de la literatura en castellano del siglo xx: Virgilio Piñera Llera. Notas: 1 David Leyva González: Virgilio Piñera o la libertad de lo grotesco, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2010, p. 79. 2 Premio Alejo Carpentier de Ensayo 2010. 3 Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1998, p. 329. 4 David Leyva González: ob. cit., p. 150. 5 Ibídem, p. 195. El Mar y la Montaña 35 Otras maneras de narrar: un cortejo de L narradores cubanos Todo un cortejo caprichoso. Cien narradores cubanos (Ediciones La Luz, 2011) tiene en sus páginas la muestra de los rumbos del cuento cubano contemporáneo en la pluma de sus más jóvenes representantes, con insistencia en la forma en que estos narran a partir de lo metatextual, otros con un riesgo narrativo y, los últimos, sin apelar a ninguna de las dos formas anteriores, pero, donde, el autor elabora con maestría un tema desde su perspectiva. Así se presenta Todo un cortejo…, título que proviene del amplio arsenal poético de Virgilio Piñera, como una gran confluencia de voces, estilos, maneras de narrar…, inscritos en un contexto donde abunda el uso de ciertos recursos que, a consideración del escritor Raymond Carver, pueden funcionar como pretextos para esconder la pobreza imaginativa en el narrador: “Por mi parte debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de innovaciones formales en la narración. A menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta, una licencia que se toma el autor para alienar – y maltratar, incluso– a sus lectores.” Sin embargo, muchos de los cuentos recogidos en este volumen que se muestran bastante experimentales no pertenecen a lo que Carver llama a selección 36 El Mar y la Montaña Rubén Ricardo Infante (Holguín, 1986) Licenciado en Periodismo por la Universidad de Oriente (2010). Profesor de la Universidad de Holguín “Oscar Lucero Moya” y colaborador de distintas publicaciones: Esquife, La Ventana y Juventud Rebelde. Es miembro de la AHS. la gran ofensa para los lectores, sino que penetran en nuevos destinos con respecto a los temas tratados y en la manera de abordarlos. Lo más importante de esta muestra de narraciones es cómo dialogan los textos incluidos entre ellos, cómo se insertan con respecto a la trayectoria de la narrativa cubana, lo que Francisco López Sacha, ha dado en llamar las “tres revoluciones en el cuento cubano…” y que no incide en la más joven creación, sino que llega hasta: Rolando Sánchez Mejías, Alberto Garrandés, Ena Lucia Portela, Jorge Ángel Pérez, Daniel Díaz Mantilla y otros, entre los cuales solo tres nombres forman parte de la selección: Ena Lucia Portela, Daniel Díaz Mantilla y Pedro de Jesús. El texto de López Sacha fechado en el 2001, cuando aún no todos los escritores habían alcanzado el reconocimiento que hoy refieren, demuestra el vacío existente entre los estudios sobre esta generación en relación con las anteriores. Sobre este mismo tema, la narradora Gleyvis Coro Montante escribe que: Mientras el cuerpo documental y autoral de la Isla es tan diverso como desconcertante, ameboide en la forma y misceláneo en contenido, lo actual, lo contemporáneo, el ahora donde casi –y aunque los haya– no hay títulos ni autores de culto, resulta todavía demasiado circunstancial y es igual de misceláneo y ameboide. No en balde la visión de cerca es siempre la más borrosa, la peor de todos. De modo que describir lo que llamamos el hacer literario del cubano ahora, es también asumir un riesgo con igual probabilidad de ser específicos –y por tanto excluyentes– que de ser generalizadores y por tanto imprecisos. La obra de los autores incluidos en Todo un cortejo… cobrará fuerza en los estudios sobre el fenómeno de la narrativa cubana entre la década del 90 y el primer decenio del 2000, fecha en la que se inscriben los textos de estos autores. A lo que habría que agregar que estos textos demuestran la capacidad imaginativa de sus autores, entre los ejemplos más notables se encuentra Pedro de Jesús: “Mientras llega el chico a lo punk”, donde existe una voz narrativa muy propia de su autor; Pablo Guerra: “La fuga de Icaro (o la yagua que está para uno no hay vaca que se la coma)”, que pertenecen a cuentos habituales en la narrativa cubana contemporánea, con marcado acento en la lectura metatextual, la parodia, el pastiche y la apropiación de narraciones ajenas… Igualmente se suman las voces de: Kenia Leyva, Luis Yuseff, Ernesto Peña, Arianna Naranjo, Marcelo Morales, Lurima Estévez, Irela Casañas, Eldys Baratute, Moisés Mayán, Yordis Monteserín, Karen Boffil, que desde la diversidad temática, estos construyen universos propios en la manera personal que elaboran su discurso hacia la creación de cuentos. Al revisar la selección el lector se percatará como hay otros cuentos en los cuales se privilegió el riesgo dentro de las formas narrativas, con una larga lista de autores, de Rebeca Murga: “Conceptos”, de Katia Gutiérrez: “Sobre la emigración en Cuba” y otros nombres como Víctor H. Pérez Gallo, Jamila M. Ríos, Osdany Morales. Autores como Jorge Labañino (“El loco que eres”), que aborda el asesinato como tema y utiliza los resortes propios de la ironía. Para los cuentistas Delis M. Gamboa, Frank Castell, Rafael A. Inza, Erwin Caro, toman como tema la muerte y lo utilizan en sus cuentos de forma diversa. número de y en los discursos que agrupa— del quehacer de un amplio grupo de narradores cubanos. Algunos de los incluidos pertenecen a esos que están recuperando la fabulación y se demuestra con la riqueza de los textos que dialogan al integrar las páginas de esta selección. Estos y otros ejemplos, presentes en la selección, la cual se concibió sobre la base de que estos cuentos formen parte de un diálogo entre cada uno de ellos y por los estilos que representan dentro del libro, síntesis de toda una generación de escritores, nacidos después de 1970 y con al menos un libro publicado, requisitos que se debían cumplir para ser incluidos en un libro que se convierte en un homenaje a Virgilio Piñera, por el año de su centenario. Con la aparición de esta selección se le reconoce a Ediciones La Luz su papel en la conformación de un mapa bastante completo con respecto a la joven creación, con insistencia en la poesía: La isla en versos…, y en la narrativa con Todo un cortejo caprichoso…, rumbos del cuento cubano contemporáneo. Maneras de narrar. Un desfile de voces. Una historia y las doscientas manos de los cien autores que la firman. Un gran coro. En fin, En el caso de las narradoras Yoan- un gran cortejo que transita frente a dra Santana y Anabel Enrique, parten los ojos de los lectores apasionados de la fantasía; Mae Roque de las rela- al cuento breve. ciones de pareja y Mariene Lufriú, Iriel Alberto García, Alcides Pereda y Serguei Martínez, de la ironía. Un tema actual y que, por supuesto, sería rico en el tratamiento que se le otorga desde la mirada joven es la homosexualidad, tomando los ejemplos de Adriana Zamora, Zulema de la Rua y Marvelis Marrero, como estandartes de un hecho no aislado en la cuentística cubana. Por último, se encuentran otros cuentos que, sin apelar a ninguna de las dos variantes anteriores, se refuerza el interés propio del autor por abordar un tema desde su perspectiva y hacerlo demostrando el uso adecuado de los recursos narrativos. Todo un cortejo… funciona como una muestra representativa —en El Mar y la Montaña 37 Francisco Domínguez Pérez: e d l i m u h a t e el po Yaimara Diéguez (Guantánamo, 1978). Lic. en Español-Literatura. Actualmente se desempeña como Especialista Principal de la editorial El Mar y la Montaña. Josefa Leyva (Guantánamo, 1958). Ha publicado en la revista Cultura y Vida y El Mar y la Montaña. Actualmente trabaja como bibliotecaria en la Sala de Fondos Raros y Valiosos de la Biblioteca Provincial Policarpo Pineda. “ […] La poesía era su forma de existir, y el trabajo honrado, su credo. El verso le venía desde la sangre. Por la vía paterna le llega una relación familiar con Gustavo Adolfo Bécquer (¿primo?), aquel ilustre hijo de Joaquina Bastida y Vargas, y del pintor José Domínguez Bécquer, que adoptara el segundo apellido de su padre. Es una ascendencia ilustre, aunque nunca podrá conocerlo; que cuando Francisco nace, ya harán 16 años que el famoso creador de las Rimas ha pasado a la inmortalidad […]”, así describe Reinaldo Cedeño Pineda en el artículo “El rebelde y la alondra” —incluido en El diablo y la luz, publicado por la Ed. El Mar y la Montaña en el 2004— la personalidad del poeta y periodista Francisco Domínguez Pérez. Domínguez nació en Cortes de la Frontera, Málaga, España, el 2 de marzo de 1883.1 Desde muy joven se inició 38 El Mar y la Montaña en el periodismo, como colaborador en un periódico revolucionario de la península ibérica titulado Despertar del Terruño. Perseguido por sus ideas políticas emigró a Cuba en 1902 y se instaló en La Habana, donde colaboró con diferentes publicaciones, además de escribir sus primeros versos. Viajó a Estados Unidos, México, Panamá y Perú, pero regresó de nuevo a Cuba y se acogió a la ciudadanía. El 26 de noviembre de 1909, a los 26 años de edad, contrajo matrimonio con la santiaguera de sólo 16, Amanda Correa Brea, residente en Siboney, hija de un español y una cubana, 2 con la cual tuvo 15 hijos. Por su oficio de electricista vivió en varios pueblos de Oriente, entre ellos Banes, Preston, Santiago de Cuba y Antilla, por períodos relativamente cortos. A pesar de ello siempre tuvo un tiempo para la poesía, y ya en el año 1913 publica su primer libro: Cantos de vida. Justo en ese mismo año Regino E. Boti saca a la luz su primer cuaderno de poesía, Arabescos mentales, que marcó una línea fronteriza entre sus predecesores y los que le sucedieron, y constituyó su obra renovadora en la vanguardia de los creadores, entre los que no estaba incluido Domínguez. En 1914 se asienta definitivamente en Guantánamo, los primeros diez años en el barrio San Justo, y luego en la casa sita en Pedro A. Pérez no. 109, donde residió hasta su muerte, el 4 de enero de 1954. En esta ciudad se convirtió en una figura destacada entre los años 1930 y 1950. Fue jefe de departamento del Ferrocarril Guantánamo Western; dirigió las revistas Alfa, Ariel, Cultura y el periódico El Reformista; fue Presidente del Círculo Artístico Literario (CAL); miembro adjunto de la Dirección de Cultura y Prensa guantanamera y miembro de la Asociación de Escritores y Artistas Americanos —según una carta encontrada entre sus documentos, fechada en junio de 1943, en la que Pastor del Río, secretario general de dicha asociación, acepta la solicitud de ingreso hecha por Francisco Domínguez. Alcanzó el grado 33 de la masonería, por su contribución literaria y la promoción cultural. La biblioteca de la Logia Reconciliación, sita en Luz Caballero entre Prado y Aguilera, lleva su nombre. Además de las publicaciones que dirigía, colaboró con las revistas Cuba y América, Letras, Gráfico y Cúspide, así como con el periódico La Voz del Pueblo, en el que sus poemas eran cotidianos. Contribuyó además con revistas de otras nacionalidades, como La Buena Emilia y El Precursor de Gibraltar, de España; Estudios, de Argentina; Élite, de Panamá y El Heraldo de Sonsonate, de Honduras, entre otras. Participó en varios concursos literarios masónicos, en los que obtuvo diversos premios. Gracias a una donación de la guantanamera Carmen Montero Campello, a la Sala de Fondos Raros y Valiosos de la Biblioteca Provincial Policarpo Pineda de Guantánamo, se conservan múltiples documentos personales, entre los que figuran numerosas cartas a y de personalidades de la cultura cubana y extranjera de la época, entre ellos Dora Alonso, Enrique José Varona, Domingo Consentido y Aquilino López; también varios poemas dedicados a Regino E. Boti, quien le dedicó un ejemplar de su libro Kindergarten. Muchos de sus poemas están dispersos en diferentes publicaciones periódicas dentro y fuera de esta provincia, y muchas de sus obras fueron traducidas al inglés por el señor Philiph Cumming, con quien mantuvo una fecunda correspondencia y quien prologó su cuaderno Hojas de la víspera. Domínguez vivió, junto a los cubanos, las consecuencias de la intervención norteamericana: la dependencia económica, la corrupción político-administrativa de los gobiernos de turno, el ejercicio de una democracia inauténtica, los progresos parciales, las etapas de crisis, los períodos dictatoriales y de sojuzgamiento violento sobre las fuerzas de la oposición, el creciente desarrollo ideológico y organizativo de obreros, campesinos y otros sectores, el enfrentamiento de clases, etc., elementos todos determinantes del no menos complejo proceso cultural de esos años. Desde su concepción misma como estructura neocolonial, la República engendró un amargo sentimiento de frustración, debido a los elementos antitéticos de la hegemonía económica y política. A nada de esto estuvo ausente Domínguez, que si bien disfrutó de una vida prolífica como padre, también la tuvo en las letras, pues publicó nueve libros de poesía y dejó inéditos catorce, a pesar incluso de la ceguera causada por la diabetes. Temas ancestrales y recurrentes como el amor, la reflexión ante la muerte, el paso implacable del tiempo, la recreación y sublimación de la soledad, el amor a sus semejantes, su inclinación por hacer el bien y por la justicia social, el paisaje, la naturaleza, entre otros, están presentes en la poética de este hombre sencillo, de pueblo, que no aspiraba a hablar por los demás en su poesía, sino que asumía su obra desde el yo, enraizado en su tiempo, en su realidad, de la cual nunca estuvo ausente. Fue un hombre común, que sabía de las sinrazones y las trasladaba al texto con toda sencillez. Se catalogó a sí mismo como un poeta humilde, como un filósofo de la vida, un poeta que escribe cuando halla el motivo. Sus introversiones sobre la desilusión, el sufrimiento, el hastío de vivir, la muerte, la vejez, lo cotidiano, conforman un discurso que puede resultar particularmente desconsolador, amargado. Como buen masón, su visión de Dios y del destino del ser humano también están presentes en su poesía.3 El periodista Reinaldo Cedeño describió su personalidad con exactitud: “[…] A Domínguez Pérez habrá que verle como un promotor social y artístico en un contexto adverso para la creación. Una personalidad pública, creador prolífico, que ganó un merecido espacio en el Guantánamo de su época. No hubo obra importante o acto social, entre los años 30 y 50, que no contara con su apoyo, adhesión o lirismo.” En el artículo “El rebelde y la alondra”, de Reinaldo Cedeño, el autor comete un error al declarar que Domínguez nació en 1886, cuando, y según consta en la partida, contrajo matrimonio el 26 de noviembre de 1909, a los 26 años de edad. Por tanto, si en 1909 tenía 26 años, debió nacer en el año 1883. 2 Amanda Correa Brea era hija de Alfonso Correa y Hernández, natural de Urrea de Jalón, Zaragoza, España, y de la cubana Magdalena Brea y Andrain, natural de Santiago de Cuba, según consta en su partida de matrimonio. 3 Este trabajo es una síntesis del prólogo que acompaña a la selección poética Francisco Domínguez Pérez: el poeta humilde, publicado por la editorial El Mar y la Montaña en el 2011, con el objetivo de rescatar una buena parte de la poesía inédita de este bardo cuasi guantanamero, muestra de las esencias de una poética despojada de todo artificio y ampulosidad, en la que se advierte ostensiblemente que el autor tal vez no tenía mucho dominio de técnicas y estilos, pero sí que le asaltaban las mismas preocupaciones existenciales que a sus colegas —la creencia en el amor más allá de la muerte, la nostalgia por el amor perdido, por la madre muerta, por la patria distante—, las cuales resultan innegables en su obra, refle1 El Mar y la Montaña 39 Virgilio Piñera, el transgresor Mireya Piñeiro (Guantánamo, 1955). Poeta, ensayista y crítica. Su último libro publicado es la compilación poética Polvos del Sahara (Ed. El Mar y la Montaña, 2009). H ace dos años, por esta misma fecha y con igual motivo de celebración: el evento literario que nuestra Asociación Hermanos Saiz ha distinguido con el título del emblemático poema de Virgilio Piñera, “La isla en peso”, conversamos sobre este polifacético autor cubano.1 En aquella ocasión me referí, tratando de ser “ligera”, al “peso” de Virgilio, en la derivación que este término adquiere entre los cubanos, que le decimos “pesa’o” a quien resulte, a partir del medidor más generalizado de “la simpatía”, un ser conflictivo, aguafiestas, embarazoso. Y hoy continuaré girando sobre lo mismo, pero de una manera más protocolar, porque preferiré hablarles de lo transgresor que fue Virgilio Piñera. Los incidentes que me sirvieron en aquella oportunidad para afirmar que nuestro hombre fue un gran “pesa’o” (o un transgresor, como hoy prefiero llamarlo), acontecieron todos en la primera mitad de la década del 40. Aquellos incidentes fueron protagonizados con dos de los intelectuales más prestigiosos de aquella época (José María Chacón y Calvo, y Jorge Mañach), uno de sus amigos (Gastón Baquero) y la asentada catedrática Vicentina Antuña. Virgilio se buscó el problema con José María Chacón y Calvo a partir de una invitación que éste le hiciera por motivo del ciclo de conferencias que había programado para realizarse en el Ateneo de La Habana bajo el nombre de “Los poetas de ayer vistos por los poetas de hoy”. Como poeta del hoy de 1941 (en los tiempos que corren Chacón posiblemente hubiera designado su ciclo 40 El Mar y la Montaña como “Los poetas de ayer (re)visitados por los novísimos”), Virgilio disertó sobre Gertrudis Gómez de Avellaneda, y lo hizo para contradecir la opinión que sobre la misma mantenía quien, precisamente, intentaba catapultarlo (en cierta medida) a través de la consagratoria tribuna que le ofrecía el Ateneo; o sea, que fue el propio Virgilio quien se “marcó”, apenas comenzando su carrera de escritor, cuando se autoimpuso la “bola negra” con el cortés y muy influyente José María Chacón y Calvo. Al otro año (1942) el enredo lo armó con Jorge Mañach porque, al enviarle uno de los dos únicos números que Virgilio pudo sacar de su revista Poeta, Mañach, desde su perspectiva de autor consagrado se permitió hacerle algunas observaciones sobre dicha publicación, las cuales fueron interpretadas por el joven poeta como propias de un intelectual vencido, capitulante y ciego para los nuevos tiempos. Y como Mañach le había adjuntado a su carta un cheque, a manera de “cooperación” con la modesta revista, la respuesta de su aún más modesto gestor fue una rotunda negativa: “¿Acaso sería honesto de mi parte aceptar esta suma si su dador no comparte en absoluto el espíritu de mi revista?”2 Un año después, en 1943, la bronca fue con su amigo Gastón Baquero. El compañero de penurias que finalmente salía de ellas a través de una buena colocación: una plaza de periodista en el diario Información. Virgilio, entonces, le envió una carta a su amigo, que él no interpretaba como un reproche, sino como una advertencia, donde le decía: “Si todo el mundo te ha felicitado yo te doy el pésame […]; cada día que transcurra irás enterrando fragmentos de Gastón Baquero no solicitado por el cotidiano artículo de actualidad. Sabes mejor que yo los peligros de lo fácil. […] Y tú más que ninguno de nosotros debes huir de lo fácil.” Cuando un año más tarde Baquero recibe el premio Justo de Lara, el galardón más alto que confería el periodismo de la época, Virgilio se da por enterado escribiéndole otra carta al ya —sin lugar a dudas— “hombre de éxito”, al “triunfador” del momento ante los ojos del mundo: “Por la prensa supe de tu muerte. […] La noticia no me tomó por sorpresa: ya se rumoraba días antes la gravedad de tu estado, consecuencia fatal de un terrible mal contraído meses atrás. […] El ganado de hoy eres tú. […] Y recuerda que esta gente no concede nada gratuitamente; que tampoco se es ganador de un Justo de Lara, o de cualquier sucedáneo, impunemente. […] tu entrada al mundo de las concesiones, de los paños calientes, de las aguas mansas te hizo criatura amorosa de toda esa ralea intelectual.” Unos días después de enviarle esta felicitación a Baquero, la catedrática Vicentina Antuña, en nombre de la Sociedad Lyceum y Lawton Tennis Club, invitó a Virgilio con motivo del Día del Poeta instituido por dicha Sociedad, y una vez más el transgresor se niega a dejarse ver o, como ahora diríamos: no quiso que “lo promocionaran”. Y le dejó sus razones por escrito a la propia Vicentina: “Hoy por hoy toda cultura que se quiera verdadera debe rechazar enérgicamente todo cuanto signifique deformación de ella […] Y nuestro momento cubano en el orden de la cultura es asaz peligroso pues que la misma hace ya un buen rato que se está ‘ejerciendo’ por los snobs de turno, […] estamos amenazados de una cultura de salón, de una cultura de compromisos, de encubrimientos, de concesiones… […] Lo peor de todo es que hoy dan homenajes a diestro y siniestro; parece que todo el mundo obedece a una consigna general, que es la de ser homenajeado, […] y todo ese fúnebre mundo al que nada le interesan los poetas ni la poesía.” Como podemos observar, ya en 1943 la maldita circunstancia del agua por todas partes le había proporcionado argumentos suficientes a Virgilio Piñera como para escribir “La isla en peso”. Antes de proseguir con incidentes que continuaron marcando la existencia de este poeta, quisiera precisar el significado de las palabras transgredir y transgresión. Apelando a los buenos auxilios que nos brinda la Real Academia de nuestra lengua a través de sus diccionarios podemos decir que transgredir significa: quebrantar, violar o no cumplir un precepto, ley o estatuto; y ya en términos geográficos es la invasión, por parte del mar, de una zona continental sobre la que se inicia una sedimentación típicamente marina. De tales definiciones recordemos: violar y sedimentación. Transgresión, entonces, vendría siendo el hecho consumado de transgredir, o lo que es igual: todo lo que pudiera interpretarse como una infracción, algún desacato, una especie de delito, de desobediencia; algo pecaminoso —por decirlo con el vocabulario más sensible (o sensiblero). Por lo tanto, el transgresor vendría siendo aquel que desconoce lo que es el respeto, la disciplina, el sometimiento, la sumisión. Esta condición —la de transgredir, que lógicamente involucra a un transgresor—, tan cargada de acepciones sospechosas de cosas malas es, sin embargo, la piedra de fundamento sobre la cual se alzan todas las conquistas humanas, porque violentan lo establecido y lo obligan a cambiar; la transgresión, por lo tanto, es la madre de todas las revoluciones, que es como decir: de todas las evoluciones, desde las sociales hasta las estéticas. Pero ¡OJO!: transgredir nunca es fácil, porque el transgresor avanza contra la corriente de las rutinas mentales, de la fosilización de los conceptos, de la aprobación social y, por todo eso junto, el transgresor atenta contra su tranquilidad y progreso personales: nunca recibe palmaditas en el hombro, frases de halago, de aprobación o estímulo alguno; al contrario, todo ese “fúnebre mundo” se queda… para la posteridad, se convierte (a la manera de un nuevo fósil) en motivo de celebraciones rectificativas unas veces, piadosas otras; pero siempre en recordatorios un poco tristes, un poco cínicos, porque a la larga no hacen más que establecer los remedos de nuevos estandartes, de nuevas hendijas por donde, si bien pasa un hilillo de luz, así mismo se convierten en disfraces de “buen ver” las acciones de quienes en vida resultaron el objeto preferido del escarnio, de la burla, de la censura, del ostracismo y hasta de la muerte en algunos casos extremos. La transgresión cambia el mundo; pero el transgresor casi nunca logra ver ese nuevo mundo, y Virgilio Piñera fue uno de los que se quedó sin las comprensiones y los entendimientos que hoy nos sostienen y nos amparan. En una especie de autobiografía (no publicada, hasta donde llega mi conocimiento), de la que se dieron a la luz fragmentos bajo el título de “La vida tal cual”, Virgilio dejó constancia de un descubrimiento que ya casi todos conocemos: “No bien tuve la edad exigida para que el pensamiento se traduzca en algo más que soltar baba y agitar los bracitos, aprendí tres cosas, lo bastante sucias como para no poderme lavar jamás de las mismas. Aprendí que era pobre, que era homosexual y que me gustaba el Arte.” Menos conocida, en cambio, es esta otra confesión que escribiera en 1960, que es como decir en la alborada del sueño más esperanzador que tuvieron casi todos los cubanos de su época: “Elegí sin vacilar la Revolución por ser ella mi estado natural. Siempre he estado en Revolución permanente. […] Ahora estoy en terreno favorable. La Revolución me ha dado carta de naturaleza. Los años que me queden de vida no volverán a confrontarme con tales humillaciones. […] ¡Qué lejos, qué borrosos, qué olvidados y qué maldecidos, aquellos pobres de espíritu que se conjuraban para destruirme porque yo, a mi modo, hacía Revolución en las letras, y esto no convenía a sus planes!” Animado por tales ilusiones sería que, a los 16 años de darle un pésame a Gastón Baquero por haberse establecido El Mar y la Montaña 41 como periodista en una publicación oficial, ahora él acepta gustoso una plaza en el periódico Revolución y devenga, por primera vez en su vida, un sueldo fijo de “ciento y pico de pesos al mes”, según los recuerdos de Antón Arrufat. De aquella época también recuerda Pablo Armando Fernández que “Tanto en Revolución como en Lunes, Virgilio colaboró asiduamente. Fue un trabajador de los más serios. Tú le pedías un artículo a las dos de la tarde y a las cinco ya te lo estaba entregando”, aunque no se las “cortara” muy bien con Guillermo Cabrera Infante, el director del suplemento Lunes, el cual tenía en tan poca estima la obra de Virgilio que alguna vez llegó a calificarla como “literatura de lavandera”. Pudiera afirmarse que es en estos momentos cuando comienza a consolidarse la pertenencia de Virgilio a lo que llamamos “la literatura cubana”, no sólo a través de sus puestas en escena, de la publicación de sus libros, sino también por la valiosa contribución que le aportó al mundo editorial que se iniciaba en la Isla. Pero Virgilio Piñera (como él mismo lo dejó por escrito) era homosexual desde las remotas intuiciones de su infancia. Y sería bueno contextualizar el hecho: no era el homosexual glamoroso, seguro y hasta pregonero de su intimidad electiva que hoy podemos ver ocupando un puesto de relevancia social o discursando en cualquiera de nuestros medios bajo el amparo de una Mariela de ilustres apellidos; no, él fue innegablemente un homosexual culposo. Pablo Armando Fernández comentó para la investigación de Carlos Espinosa, Virgilio Piñera en persona: “Fíjate si sus prejuicios sexuales son obvios que él —lo mismo que Cabrera Infante y Heberto Padilla— enfatiza en la película Conducta impropia que no es homosexual”; aunque no recuerdo que Virgilio aparezca en el citado filme, no tengo la menor duda de que en determinadas circunstancias negara enfática y puerilmente su inocultable militancia en el sindicato gay. No lo acusemos por ello de cobarde o hipócrita; ya sabemos que su conducta sexual era reconocidamente transgresora (porque así se interpretaba entonces la homosexualidad), y a ese punto quiero llegar: el transgresor (que en el fondo siempre es una persona común) también siente miedo, se espanta interiormente ante las consecuencias que sus actos son capaces de generar en materia de repulsión pública, de marginación social. Es más: sin ese pavor interno, sin ese riesgo que corre quien se está jugando el todo por el todo con sus acciones, no podemos hablar de transgresión alguna. Transgresión autorizada, transgresión consentida… pudiera ser cualquier cosa, menos transgresión. En el año 1962, la pujante y popular Revolución cubana —que dinamitaba viejas estructuras de poder y subvertía órdenes sociales, a la vez que cargaba con rancias estructuras de pensamiento— desató una campa- 42 El Mar y la Montaña ña de saneamiento social (al estilo de la que en nuestros días se desarrolla contra en maligno aedes aegypti) para exterminar esas lacras del pasado que eran las putas, los proxenetas y los pájaros (que entre nosotros no se precisa aclarar que son los maricones y, por extensión, sus homólogas tuercas); así se armó una especie de maratón ético conocido como “La noche de las tres p”, que por supuesto no duró una noche, como tampoco duró cinco años el quinquenio gris. Una mañana Virgilio fue víctima del espíritu “purificador” de aquella noche. Salió a comprar el pan suyo de cada día, en Guanabo, donde vivía, y a tono con esa zona playera iba vestido con un short, un pullover, unas sandalias y se hacía acompañar de dos amigos que posiblemente llevaran la misma facha sospechosa del gesticulante parlanchín y fumador Virgilio. Nadie puede asegurar si el lascivo cuarentón se gastara algún guiño provocativo con un soldado que se le atravesó en el camino, o si el soldadito quiso cumplir con su deber en medio de la campaña a la que estaba convocada toda la sociedad cubana, pero el caso es que Virgilio y sus amigos fueron detenidos, conducidos hasta la estación de policías de Guanabo, y de ahí trasladados en un camión a la histórica prisión enclavada en el Castillo del Príncipe. No hay que decir que tanto en el camión como en el calabozo, Virgilio tuvo que compartir el destino de todas las P detenidas durante aquella combativa jornada. Cuentan que, desde El Príncipe, Virgilio pudo llamar a su jefe Guillermo Cabrera Infante, quien a su vez se lo comunicó a su inmediato superior, Carlos Franqui, y éste le sugirió telefonear a una influyente señora (¿o compañera?) de la época: Edith García Buchaca, que entonces era la esposa de un alto funcionario del gobierno, Carlos Rafael Rodríguez. Lo cierto es que Virgilio ¿durmió? aquella noche entre la delincuencia habanera, y fue puesto en libertad en la tarde del día siguiente, para encaminarse directamente hacia la casa de Cabrera Infante, donde varios amigos lo esperaban, entre ellos Antón Arrufat, que alguna vez contó: “Uno de los recuerdos más impresionantes que conservo de mi amistad con Piñera es el momento en que la puerta del apartamento se abrió y entró él, vestido con su ropa playera, despeinado y con cara de no haber dormido en muchas horas. Nos fue abrazando a todos y después comenzó a sollozar. Se recostó luego a la pared, lentamente se fue derrumbando, rodó hasta el piso y quedó tendido en el suelo.” (Descontando el innato histrionismo virgiliano, no hay que desestimar el descalabro interior que estaría padeciendo nuestro poeta.) Antón Arrufat le asegura a Carlos Espinosa en Virgilio Piñera en persona (p. 230)que este suceso ocurrió en el 1962, aunque en la Cronología de la Órbita de Virgilio Piñera (p. 367) este hecho se sitúa en octubre de 1961, que para el caso es igual: su psiquis ya debía estar bastante maltratada por la humillación que para él representaría tener que firmar con el seudónimo de El Escriba los artículos que publicaba en Revolución, para no desprestigiar al periódico con su “empañado” nombre. Es imposible dejar de referirnos a un incidente protagonizado por Virgilio Piñera el 16 de junio de 1961, en el teatro de la Biblioteca Nacional, donde se produjo el muy histórico encuentro de Fidel con los intelectuales cubanos, que no se desarrolló en un solo día, sino en tres jornadas, los días 16, 23 y 30 de junio de aquel 1961. Este primer encuentro oficial del nuevo gobierno con lo más granado de los escritores y artistas cubanos (habaneros, más bien) concluyó con el programático discurso de Fidel conocido como “Palabras a los intelectuales”, donde se fijó el continente de lo posible (utilizando la acertada definición de Julio César Guanche) para la creación artística e intelectual en nuestro país, a través de una frase que cada cual ajustó según el rasero de su entendimiento: “Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada.” Virgilio participó en esos encuentros y su intervención se hizo legendaria porque fue uno de los dos transgresores que reconocieron su temor ante lo que presentían se avecinada (el otro, dicen que fue Mario Parajón). Vale recordar que Virgilio no contaba entonces con el ministerio amable y protector de ningún Abel dispuesto a sacarle las castañas del fuego a artista alguno; no, Virgilio estaba desamparado ante las posibles consecuencias de sus palabras. He leído decenas de anécdotas referentes a la intervención de Virgilio Piñera aquel 16 de junio, contadas por los participantes de ese día (y supongo que hasta por los que nunca estuvieron allí, porque esos dirán que quién pudiera cuestionarles hoy semejante detalle); pero como es lógico, me quedo con la versión que ofrece la Órbita de Virgilio Piñera (pp. 313-314): [VIRGILIO PIÑERA] Como Carlos Rafael ha pedido que se diga todo, hay un miedo que podíamos calificar de virtual que corre en todos los círculos literarios de La Habana, y artísticos en general, sobre que el Gobierno va a dirigir la cultura. Yo no sé qué cosa es cultura dirigida, pero supongo que ustedes lo sabrán. La cultura es nada más que una, un elemento... Pero que esa especie de ola corre por toda La Habana, de que el 26 de Julio se va a declarar por unas declaraciones la cultura dirigida, entonces… [FIDEL CASTRO] ¿Dónde se corre esa voz? [VIRGILIO PIÑERA] ¿Eh? Se dice… [FIDEL CASTRO] ¿Entre quiénes se corre esa voz? ¿Entre la gente que está aquí se corre esa voz? ¿Y por qué no lo han dicho antes? El Mar y la Montaña 43 [VIRGILIO PIÑERA] Compañero comandante Fidel, yo puedo decir que he oído hablar de esa voz entre las personas que yo conozco. [...] Los compañeros podrán decir lo contrario, pero como yo lo sabía, pues he querido sacarlo a colación, como se ha sacado algo de una película, entonces eso es porque como Carlos Rafael dijo que había luchas planteadas, y yo no digo que haya temor, sino que hay una impresión, entonces yo no creo que nos vayan a anular culturalmente, ni creo que el Gobierno tenga esa intención, pero eso se dice. Que lo niegan, está bien, pero se dice. Y yo tengo el valor de decirlo, no porque crea que los que nos van a dirigir nos van a meter en un calabozo ni nada, pero eso se dice. La realidad es que por primera vez después de dos años de Revolución, por la discusión de un asunto, los escritores nos hemos enfrentado a la Revolución, y ahora es, y propongo a este congreso que tenemos que rendir cuentas, ¿comprende?, y entonces este hecho nos produce un poco de impresión, digamos, aunque no digamos el temor. Y eso trae consecuentemente una serie de preguntas y de cosas que uno se hace, que van corriendo y se van formando, y en ese aspecto, como Carlos Rafael pidió una franca franqueza, perdonando la redundancia, yo por eso lo digo, sencillamente, y no creo que nadie me pueda acusar de contrarrevolucionario y de cosas por el estilo, porque estoy aquí, no estoy en Miami ni cosa por el estilo. Voy a cumplir cuarenta y un años (sic),3 y he dedicado toda mi vida a la literatura, y todos ustedes me conocen. Así, como dijo el compañero Retamar, aquí no hay ningún compañero contrarrevolucionario. Todos estamos de acuerdo con el Gobierno, y todos estamos dispuestos a defender y a morir por la Revolución, etc., etc. Pero eso es una cosa que está en el aire y yo la digo. Si me equivoco, bueno, afrontaré las consecuencias. [FIDEL CASTRO] Pero, ¿equivocarte de qué? [VIRGILIO PIÑERA] No, equivocarme no. Algunos compañeros dicen que eso no flota en el ambiente, pero yo digo que sí, ¿comprende? E incluso lo digo un poco como chiste de que lo van a declarar el 26 de Julio. Pero es una impresión que hay, sencillamente, y es porque los artistas hasta ahora trabajaron en condiciones anárquicas, y porque usted sabe perfectamente, y sufriendo explotación como el pueblo, y por los gobiernos que teníamos. Ahora no los tiene, y entonces tiene que preguntarse por qué especula, y es sencillamente porque se hace cincuenta mil preguntas. Porque todo lo que se ha dicho aquí, al fin y al cabo, si se va a manifestar como se dice, se han manifestado dudas y reservas 44 El Mar y la Montaña sobre cómo debe ser la creación artística. Está en el ambiente, lo que pasa es que no lo han dicho, lo han dicho con optimismo. Yo lo digo “ramplán”. Eso que se percibía en el ambiente y que Virgilio el transgresor tuvo el coraje acobardado de decirlo “ramplán”, se legitimó alguno años después, en el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, celebrado en el año 1971. En la Declaración de este Congreso los delegados reunidos en La Habana, del 23 al 30 de abril de aquel 1971, formularon una serie de estatutos que no se pueden comparar con los que ahora emanan de nuestros congresos a manera de propuestas, de ajustables líneas de acción sobre las cuales ir trabajando en aras de nuestras metas futuras, que es como decir: en nuestras más caras aspiraciones; no, todo lo contrario, aquellos estatutos le aportaron una especie de cuerpo legal a lo que ya la sociedad reconocía (o padecía, en muchos casos) como prácticas establecidas. Si alguno encuentra en su camino el invaluable número 65-66/1971 de la revista Casa de las Américas, podrá leer esta Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura que se detuvo en aspectos tan ¿puntuales, exquisitos, previsores? —francamente ahora no hay manera de calificarlos con precisión— como el siguiente: “Modas, costumbres y extravagancias”. Pero detengámonos en el que estatuyó “Sobre la sexualidad”, y que tiene acápites tan elocuentes como estos (pp. 13-14): Se analizó la prostitución en su origen socioeconómico dentro de la sociedad burguesa, su liquidación total a lo largo de estos años de trabajo revolucionario dentro de la transformación operada en nuestra sociedad. Que las manifestaciones residuales y microlocalizadas existentes, caen más bien dentro del campo delincuencial. Respecto a las desviaciones homosexuales se definió su carácter de patología social. Quedó claro el principio militante de rechazar y no admitir en forma alguna estas manifestaciones ni su propagación destacándose, sin embargo, que sería el estudio, la investigación y el análisis profundo de este complejo problema lo que determinaría siempre las medidas a tomar. Quedó establecido que el homosexualismo no debe ser considerado como un problema central o fundamental de nuestra sociedad, pero que es necesaria su atención y solución. Se profundizó en el origen y evolución del fenómeno así como su magnitud actual, sobre el carácter antisocial de esta actividad y las medidas preventivas y educativas que deben implementarse. El sanea- miento de focos e incluso el control y reubicación de casos aislados, siempre con un fin educativo y preventivo. Se estuvo de acuerdo en diferenciar los casos, su grado de deterioro y la actitud necesariamente distinta frente a los diversos casos y grados. A continuación los congresistas exponen algunas medidas para garantizar el buen orden y la rectitud sexual de nuestros niños y jóvenes; pero insisten en el vicio nefando: En el tratamiento del aspecto del homosexualismo la Comisión llegó a la conclusión de que no es permisible que por medio de la “calidad artística” reconocidos homosexuales ganen influencia que incida en la formación de nuestra juventud. Que como consecuencia de lo anterior se precisa un análisis para determinar cómo debe abordarse la presencia de homosexuales en distintos organismos del frente cultural. Se sugirió el estudio para la aplicación de medidas que permitan la ubicación en otros organismos, de aquellos que siendo homosexuales no deben tener relación directa en la formación de nuestra juventud desde una actividad artística o cultural. Que se debe evitar que ostenten una representación artística de nuestro país en el extranjero personas cuya moral no responda al prestigio de nuestra Revolución. Cuando estos sucesos acontecían, yo tenía 15 años y, de más está decir que sólo había escrito composiciones escolares; pero nadie tenía que ser un transgresor ni un artista para sentir el peso social de aquella educación y aquella cultura. Cuarenta y un años después, o lo que es igual: hoy mismo, todo se ha ido transformando para bien, todo se ha vuelto “más nítido y fragante”, para decirlo con palabras lezamianas; lo cual no significa que dejen de existir cosas sorprendentes y que asusten (al menos para mí). Entre ellas, asistir a la glorificación de las antípodas, que tiene su ejemplo más cercano en el cainesco insulto que una supuesta “Voz” que exalta y promueve lo más pedestre de la sandunga musical criolla se permitiera contra el buen Abel; pero como parece que esta Voz no transgrede nada significativo para los tiempos que corren, la repercusión más notoria que “sufrió” el insolente fue desagraviarlo en un espectáculo atiborrado de lucecillas y juveniles mujeres moviendo la cintura en el último Judas… digo: en el último Lucas, que me confundí de apóstol. Las transgresiones de un Virgilio Piñera nos ayudaron a ser mejores. Los ruidos de tantas voces y tantos ruidos… no puedo imaginar a dónde nos conducirán. Cuando ofrecía la definición de transgredir, les reco- mendaba detenernos en dos vocablos claves dentro de su acepción geográfica: violar y sedimentación, porque se dice que cuando el mar viola alguna zona continental, inicia una sedimentación que, es de suponer, tendrá que ser otra y otra vez violada por el mar, para crear nuevas y nuevas y siempre perecederas sedimentaciones, porque como ya sabemos: lo único perenne es el cambio; lo definitivo no existe, ni para bien ni para mal. Sin olvidar la advertencia que nos hiciera Jorge Luis Borges de que “Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es construir como si fuera piedra la arena…”, recordemos también lo que nos hizo pensar Silvio Rodríguez con una de esas canciones que sí nos ayudaron a construirnos como personas (y no como danzantes hedonistas y acéfalos en exclusiva): la espuma de las olas que vienen y van nos enfrentan a una concretísima y transitoria cresta que cuando logra ser… ya no es ninguna. Fragmentos de una conferencia ofrecida en el evento de la AHS La Isla en Peso, en Yacabo Abajo, el jueves 12 de enero de 2012. Cuando no se advierta otra fuente, las citas fueron extraídas de Virgilio Piñera en persona. 3 En realidad tenía 48 años. 1 2 Textos consultados: Virgilio Piñera en persona, Carlos Espinosa, Ediciones UNIÓN, Ciudad de La Habana, 2003. Revista Unión, no. 10, año III, abril- mayo-junio 1990. Revista Casa de las Américas, no. 65-66/1971. Órbita de Virgilio Piñera, Ediciones UNIÓN, Ciudad de La Habana, 2011. El Mar y la Montaña 45 nuevas ediciones La Editorial Sentimental a veces, otras reflexivo y por momentos irónico, el autor de este poemario discursa sobre el anverso múltiple que, dentro de sí, le entrelaza la inevitable otredad que presupone la existencia humana. Con lenguaje que aspira a la comunicación, el poeta incursiona por estrofas tradicionales, a la vez que se libera de ataduras y hasta deconstruye versos en un intento de que las formas contribuyan a esa complicidad afectiva que pretende establecer. Ibrahín Martínez Romero (Yateras, Guantánamo, 1964). Es instructor de Artes Plásticas. Tiene publicados los poemarios Una absurda manera de callar (2001) y Discurso del bufón (2005), ambos por la Ed. El Mar y la Montaña. Textos suyos están incluidos en la selección Y a veces paso hilvanándome la fe (Ed. El Mar y la Montaña, Guantánamo, 2003 y 2004). Ha publicado en la revista Ecos y en el plegable Vitral, del Centro Provincial de Cultura Comunitaria. Ganador en el género poesía de los Encuentros Debate de Talleres Literarios 1998 y 1999, también obtuvo el Quintín Fernández Ramírez 1998. Trabaja como especialista de literatura en la Casa de la Cultura de Manuel Tames, municipio en el que reside. Este ensayo constituye un complemento necesario para comprender con una visión más integradora la organización y desarrollo de la lucha revolucionaria en Guantánamo durante la guerra de liberación nacional que culminó con el triunfo del 1ro de Enero de 1959. Luis Figueras Pérez (Guantánamo, 1942). Licenciado en Historia, Máster en Desarrollo Cultural Comunitario. Investigador aspirante por el Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello y profesor asistente de la Universidad de Guantánamo. Autor del Glosario para el trabajo cultural comunitario (El Mar y la Montaña, 2001). Ha publicado trabajos en el periódico Venceremos, en los suplementos Lomerío y Memorias, y en la revista Blasones. Combatiente clandestino, del Ejército Rebelde e internacionalista. Marisel Salles Fonseca (Guantánamo, 1960). Licenciada en Historia por la Universidad de La Habana. Profesora Auxiliar de la Universidad de Ciencias Pedagógicas de Guantánamo. Ha publicado artículos en Venceremos, El Managüí, Blasones y Memorias. Han publicado en conjunto los títulos Guantánamo. Insurrección. Apuntes para una cronología crítica (2002), Constitución del II frente Oriental. Apuntes y reflexiones (2004), ambos por la editorial El Mar y la Montaña, e Historia del municipio Guantánamo (Ed. Historia, 2011). Pulgas, gatos, culebras, guanajos, gallinas y otros animales comparten el escenario de Un instante en el aire, tres obras de teatro en las que, sin dudas, encontrarán un espacio para el juego y el aprendizaje. Pero a los niños, ¡cuidado!, quizás en estas historias descubran disfrazados a sus primos, a sus hermanos, a cualquier amiguito de la escuela o a ustedes mismos, porque en eso consiste la verdadera magia de este libro: en conocer cómo, para Noel Mendoza, el teatro y la vida pueden ser uno solo. Eldys Baratute Noel Mendoza Calzado (Guantánamo, 1970). Es dramaturgo e instructor de arte. Publicó el libro de teatro para niños Pequeño zoo (El Mar y la Montaña, 2003). Sus obras han sido llevadas a la escena por los instructores de la Brigada José Martí. Obtuvo el premio Quintín Fernández en el 2003, en los Encuentros Debates de Talleres Literarios los provinciales en el 2000 y 2001, y una mención nacional en el 2003 de este mismo evento. Actualmente se desempeña como asesor literario de la Casa de la Cultura de El Salvador. Es miembro de la UNHIC. Editorial 46 El Mar y la Montaña El Mar y la Montaña a ñ a t n o M a l y r a M l Econ el 1-Podrán participar todos los escritores residentes en el país. objetivo de 2-Se concursará con un ensayo artístico literario que aborde temas relacionados con los procesos fomentar artístico-literarios de la contemporaneidad, con una extensión no mayor de 10 cuartillas, o en formato de hoja carta, a 2 espacios con el pensamient letra Arial o Times New Roman 12 puntos. o g lo iá d l ye trabajos deberán ser inéditos y no estar teniendo como 3-Los comprometidos para su publicación ni s encontrarse en veredicto o s e c o r para otro certamen. p s lo eje rios a r e t li o ic t ís t r a trabajos se enviarán por correo electrónico con de la 4-Los dos documentos (como adjuntos): el primero debe contener el trabajo identificado con un seudónimo y d a id en el otro deben especificarse los siguientes datos: e n seudónimo e identificación (nombre y apellidos del contempora autor), número de carné de identidad, dirección a c o v con particular, teléfono, e-mail y pequeño currículo. En el asunto del correo debe especificarse que es o s r u c n o c para el concurso de ensayo El Mar y la Montaña. u s a en el 5-Los trabajos serán enviados por correo o y a s n e o electrónico a la siguiente dirección: r e gén rio [email protected] o [email protected] artístico litera 6-Las obras serán recibidas hasta el 1ro de marzo/2012. El fallo del jurado se dará a conocer en medio de la Jornada Regino E. Boti a celebrarse del 1ro al 4 de junio de 2012. 7-El jurado estará integrado por reconocidos escritores del país. 8-Se otorgará un premio único eEl indivisible Mar y la Montaña consistente en 500 pesos mn por concepto de 47 LUIS YUSEFF (Holguín, 1975). Poeta y editor. Poemas suyos aparecen recogidos en varias antologías, revistas y periódicos de Canadá, Perú, El Salvador, Honduras, México, Nicaragua, España y Nueva Zelanda. Obtuvo en el 2012 por su libro Aspersores el Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén 2012. Odette Alonso (Santiago de Cuba, 1964). Poeta y narradora. Su obra ha sido incluida en varias antologías, revistas y publicaciones culturales. Actualmente reside en México. poema. VIRGILIO PIÑERA LEE SUS POEMAS EFÍMEROS Azul era la llama del hornillo y pequeña en la afectada penumbra de la habitación. Su voz entrecortada máscara teatral. Todo escenografía y coro tintineante. Azul era la llama donde se consumían los pliegos ya leídos y el sueño del poeta. Virgilio no existía ardía entre las llamas para flotar después como un ánima en pena 48 El Mar y la Montaña Para que Virgilio lea sus poemas efímeros Comiéndose el miedo con las manos. Sentado en primera fila, Virgilio abre el paraguas bajo las luces verticales lloviéndose sobre el escenario donde una dama vestida de caballero fornica con la muerte, que se ha vestido de cisne vestido de caballero, quien a su vez se viste de dama sonreída mientras dama, cisne y caballero se visten de muerte, para después desnudarse sobre el hornillo donde Virgilio echa a arder sus pequeños/ efímeros poemas. Más vale así que morir de una terrible metáfora atravesándonos el corazón. Y tú sin querer morirte, sino mover escandalosamente las caderas de gato flaco al toque del batá. Seguir al primer negro que pase antes de que se te haga demasiado tarde para conquistas Y ponga trampas el verso. No vaya a ser que caigas en ellas, como se cae a los pies de Dios donde un niño juega a asesinar a la señora clorótica y perfumada que llevas dentro. En las tardes grises, sopiano y solo, te sientas en un parque a abanicar la soledad. Ese pájaro de mal agüero que se te ha posado en la pierna. Un poco más allá el floripondio malva detrás de la oreja trata de ocultar el embarazo que te provoca la rara avis Y con disimulo te quitas esa porquería emplumada de encima propinándole el insulto acostumbrado. Horror. Dices. Y te levantas del banco al tiempo que recibes un balazo en el pecho: Pum, te maté. Cáete... Y caes muerto de verdad. Como pétalo de Flora. Como hormiga mal comida. Frágiles que somos, Virgilio. Muertos de susto que estamos. Y ese chico no deja de practicar juegos mortales. No habrá quién le diga a cuál diana apuntar. Dónde poner la palabra inocente. Lejos ya de las manos pálidas y largas como lirios que te llevas a los ojos tratando de disimular las lágrimas mientras en el fragor incesante de la orquesta se escucha patético Tchaikovski Y una dama vestida de caballero desenmascara el arma oculta de la traición. El tiro de gracia reventando tu cabeza de pájaro triste. TELÓN La entrada de este personaje no estaba prevista en la obra. Llega tarde a la función. Cierra el paraguas. Se sienta. Acomoda una pierna encima de la otra. Respira hondo. Como si quisiera ocultar los dientecitos de ratón se lleva una mano a la boca. Y le pregunta al desconocido de la butaca de enfrente: ¿Sufrió mucho el cisne, caballero? Pero el caballero no responde. En el hornillo de las metáforas arde su versión alucinada. El último