EDITORIAL - International Committee of the Red Cross

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Diciembre de 2007, N.º 868 de la versión original
EDITORIAL
En su novela titulada La herencia estética de la guerra, el autor iraquí
Hassan Mutlaq dice: “La experiencia de la guerra también me ha enseñado que
lo que que escribimos y decimos no logra expresar la inmensidad del dolor, de la
conmoción de estar expuestos a esta guerra, cara a cara con la muerte (...)”.
***
El territorio actual de Irak corresponde a la antigua Mesopotamia, cuna de
las civilizaciones y origen de la célebre cultura sumeria. Hace poco más de un milenio,
los califas abasíes dominaban una de las más grandes civilizaciones del mundo donde
florecían las artes, las ciencias y las letras. Hace apenas treinta años, Irak era uno de los
países más ricos de la región, su economía era próspera, su población, instruida y su sistema de atención médica, estable. Actualmente, el país está devastado. En las próximas
décadas, Irak tendrá que pagar el pesado tributo de la violencia prolongada y la decadencia económica. Aunque el número exacto de víctimas ocasionadas por el conflicto
iniciado en 2003 puede discutirse, no cabe duda de que decenas de miles de personas,
cuando menos, han resultado muertas, y un número mucho más elevado ha sufrido
heridas. La población padece el terror de los ataques indiscriminados y la proliferación
de pandillas criminales que secuestran, extorsionan, roban y se apropian de los bienes
públicos. Como consecuencia, además de los efectos directos de esos actos de terror, los
servicios básicos (por ejemplo, atención médica, educación y servicios sociales) están
interrumpidos, por lo que numerosos iraquíes viven en la pobreza extrema. De modo
que no sorprende que uno de cada cinco iraquíes, aproximadamente, haya tenido que
desplazarse dentro del país o huir al extranjero.
En Irak, el debate sobre la legalidad de la invasión por las fuerzas de la coalición
encabezadas por Estados Unidos rápidamente pasó a un segundo plano, para dar lugar
a cuestiones sobre la conducta de las partes beligerantes. De una duración relativamente
corta, la campaña militar produjo la caída del régimen de Sadam Husein, pero también
suscitó cuestiones sobre la legalidad de la conducción de las hostilidades y, en particular,
sobre la delicada cuestión de los daños incidentales, el sufrimiento infligido a la población
y la destrucción de la infraestructura del país. Luego, el objeto de debate pasaron a ser los
problemas relativos al derecho de la ocupación y, mediante una resolución del Consejo
de Seguridad de las Naciones Unidas, se confirió a las fuerzas de la coalición el poder de
cambiar las leyes iraquíes, implantar un nuevo gobierno y declarar el fin de la ocupación.
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La insurrección brutal y los violentos actos de sabotaje que suscitó contravinieron los principios de humanidad más elementales. Una guerra asimétrica entre las
fuerzas de coalición y la resistencia armada rápidamente se propagó por las ciudades
y culminó con la batalla por Faluya, en 2004. Las imágenes insoportables de las humillaciones que padecieron los prisioneros iraquíes en poder de los soldados norteamericanos en Abu Ghraib privaron a Estados Unidos del reconocimiento de cierta
grandeza moral que pretendía hacer valer, aun cuando la cuestión de Abu Ghraib no
alcance el nivel de las atrocidades cometidas por otras partes en la guerra.
Para la mayoría de los árabes, las imágenes de Abu Ghraib confirmaron lo que,
para ellos, es un esquema general de deshumanización instituido por las fuerzas norteamericanas y de ultraje hacia ellos y hacia el Islam. La fotografía de una norteamericana
que tiene atado con una cuerda a un hombre árabe desnudo, como si fuera un perro,
simbolizó el cinismo y la hipocresía de los invasores, que mostraron una absoluta falta
de respeto hacia quienes pretendían haber liberado. El sentimiento general de que los
derechos fundamentales se habían socavado fortaleció la radicalización de la sociedad
iraquí, que era liberal. Ello también dio motivos a los “yihadistas” para considerar la
ocupación como un casus belli. La lucha contra la ocupación soviética de Afganistán en
los años 1980 fue justificada con motivos similares y ofreció un pretexto para liberar al
territorio islámico de los “intrusos no creyentes”. Esa radicalización dio la oportunidad
a Al Qaeda de instalar células en Irak, muchas de ellas locales. Los actos de violencia
más terribles, como la decapitación de rehenes, disminuyeron progresivamente, pues
el común de los iraquíes fue alejándose de los grupos responsables de esos actos. La
mayoría de las atrocidades que hoy siguen cometiéndose, como los atentados suicida
con sus horrorosos efectos, ya no son reivindicadas.
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Por su historia, la Mesopotamia fue un crisol étnico y la sociedad iraquí de
hoy refleja la herencia de las diferentes etnias, tribus, culturas, religiones y credos, que
se entremezclaron durante siglos. La invasión de Irak no sólo provocó la caída de un
régimen autocrático, sino que cambió los parámetros de la sociedad iraquí. Después
de los bombardeos de Samara, en febrero de 2006, la violencia se ha caracterizado,
sobre todo, por su naturaleza religiosa, principalmente en la capital. Los sunitas han
huido o han sido obligados a huir hacia las zonas sunitas; los chiitas, hacia las zonas
chiitas. Los kurdos han huido hacia provincias más calmas, en el norte, y otros grupos
minoritarios, como los cristianos, han buscado refugio en las diversas partes de la
provincia de Ninewah. Durante ese proceso, algunos perdieron todas sus pertenencias, pero lograron sentirse más seguros. Una gran parte de la ciudad de Bagdad y sus
alrededores han quedado fraccionados por líneas sectarias, y grupos armados radicales siguen consolidando sus posiciones a lo largo de esas líneas, resistiendo al control
del gobierno y, con frecuencia, luchando entre ellos. A pesar de tener sentimientos
encontrados, muchos iraquíes hoy consideran que las fuerzas armadas de Estados
Unidos son las que impiden, al menos temporariamente, una guerra civil aún más
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sangrienta entre ellos, o un conflicto regional, en un momento en que parece debilitarse el apoyo de los estadounidenses para que su país prosiga la guerra.
Las grandes cuestiones que hoy debe afrontar el Gobierno iraquí, elegido
democráticamente, suelen examinarse con la perspectiva de los aspectos religiosos,
étnicos o tribales. Los compromisos necesarios para una reconciliación nacional y
para la revisión de la constitución, la distribución de las ganancias por el petróleo,
los asuntos provinciales, el futuro de Kirkuk, las medidas de seguridad y la gobernabilidad, incluida la prestación de servicios básicos y la lucha contra la corrupción,
siguen estando obstaculizados por la polarización de la sociedad iraquí. Sin embargo, también existen fuerzas de cohesión. Los kurdos, a pesar de su intención de
conservar su estatuto especial, tienen interés en que Irak siga unido y moderan sus
pedidos de independencia. Análogamente, las reivindicaciones de independencia
de la parte meridional chiita de Irak prácticamente han terminado. Muchos sunitas,
que antes se oponían al Gobierno, han manifestado, al menos temporariamente, la
voluntad de adaptarse a las nuevas realidades políticas de Irak.
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Sin embargo, la división entre sunitas y chiitas y, aun más, entre kurdos y
árabes amenaza la cohesión del país. Los vecinos de Irak reciben permanentemente
refugiados iraquíes y temen que la situación en Irak afecte su propia estabilidad. Los
Estados de mayoría sunita ven con circunspección la expansión de la influencia iraní
en un Irak de dominación chiita, mientras que la amplia autonomía de los kurdos en
el norte es una fuente de preocupación para Turquía, Siria e Irán. Si esta situación
persiste, puede incrementar aun más la tensión internacional. Una división de Irak,
que la gran mayoría de los sunitas y los chiitas no verían favorablemente, daría a la
guerra otra dimensión y tendría repercusiones graves en el plano internacional. En
efecto, el conflicto en Irak continúa y no parece vislumbrarse su fin, para apaciguar
el inmenso sufrimiento que ha generado en todo el país.
El 27 de octubre de 2003, las oficinas del CICR en Bagdad fueron el blanco
de un atentado suicida, en el que once personas resultaron muertas. Los delegados
del CICR sabían que una explosión se había producido en la sede de las Naciones
Unidas en la capital iraquí dos meses antes, donde había muerto el Representante especial de la ONU, Sergio Vieira de Mello, y muchos otros. Está claro que, en Bagdad,
nadie está al resguardo de atentados horribles cometidos por personas que no hacen
ninguna distinción entre combatientes y civiles, sino que, por el contrario, hacen
objeto de su violencia a personas inocentes. A pesar de todas las advertencias, el ataque contra el CICR en Bagdad fue un golpe terrible contra la Institución, lo que la ha
llevado a prestar más atención al entorno sociopolítico donde opera, revisar su papel
y su aptitud para funcionar en un contexto tan inestable, así como a reexaminar su
capacidad de responder a las necesidades en lugares donde una ayuda humanitaria
imparcial no parece ser siempre bienvenida.
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En esa situación trágica, compleja y peligrosa, las organizaciones internacionales, el CICR entre ellas, hacen todo lo que pueden para atenuar el sufrimiento de las
víctimas: heridos, detenidos, rehenes, desaparecidos, desplazados, por no mencionar a
la población civil toda, que ha sido privada de los servicios esenciales. La inseguridad
y los ataques directos contra trabajadores humanitarios, algunos de los cuales han resultado muertos, se han traducido en una reducción general de las actividades humanitarias. Por ello, los iraquíes se sienten, sin duda, más abandonados que nunca por la
comunidad internacional, expuestos a una violencia que parece no tener fin.
La seguridad es esencial para que se pueda prestar asistencia humanitaria.
Ninguna organización puede enviar a su personal a cumplir misiones suicida, aun
con las mejores intenciones. Ninguna institución puede aceptar tal incumplimiento
de su deber. Es evidente que no existen las condiciones de seguridad necesarias para
que los trabajadores humanitarios puedan seguir realizando su acción. Ante esa violencia armada, la contramedida más evidente es la protección armada. Esa solución
puede ser una opción válida para algunos, pero no cabe duda de que plantea más
cuestiones y problemas que los que resuelve. El CICR no puede aceptar la protección
armada de las partes en conflicto, sobre todo de las fuerzas multinacionales, pues se
interpretaría que la Institución ha tomado partido y ello implicaría una violación del
principio de neutralidad.
El CICR ha concentrado sus esfuerzos en actividades relacionadas con la
detención, lo que le permite seguir de cerca la situación de decenas de miles de personas detenidas por motivos relacionados con el conflicto. La Institución ha desplegado
expatriados en las zonas más seguras, sobre todo en las partes kurdas del norte de
Irak, pero no puede prestar asistencia a las personas que están en las zonas más peligrosas, sino mediante “operaciones de seguimiento a distancia”. Si bien, con la ayuda
de sus colaboradores iraquíes, el CICR presta servicios básicos de abastecimiento de
agua y saneamiento, atención médica y alguna asistencia en los campamentos de desplazados, la inseguridad general en una gran parte de Irak no le ha permitido llevar
adelante programas más importantes en favor de las comunidades afectadas.
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Con un espíritu de altruismo y solidaridad, las comunidades y las organizaciones humanitarias iraquíes han hecho todo lo que está a su alcance para responder
a las necesidades de la población civil. Su acción ha sido fundamental para mitigar el
sufrimiento. La Media Luna Roja del Irak, a través de sus filiales y de su amplia red
de voluntarios, es el único organismo capaz de actuar en todo el país. Sin embargo,
no está al resguardo de los ataques: en efecto, en diciembre de 2006, 30 colaboradores fueron secuestrados en la oficina de la Sociedad Nacional en Bagdad y trece de
ellos siguen desaparecidos. Asimismo, las comunidades locales prestan apoyo a las
personas desplazadas, a través de comités informales instalados en las inmediaciones de las mezquitas. A decir verdad, y es ésta una característica digna de destacar de
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la respuesta que algunos dan a las necesidades urgentes de otras personas, las organizaciones no gubernamentales se han convertido en un aspecto importantísimo del
paradigma iraquí. Sin embargo, la dedicación ilimitada de muchos voluntarios iraquíes que se entregan a una acción arriesgada suele verse saboteada por el veneno de
un entorno corrupto. Además, como el Gobierno tiene inmensas dificultades para
afirmar su autoridad en todo el país, diversos grupos radicales han podido posicionarse como protectores y prestadores de servicios en las comunidades vulnerables
bajo su control. Por otro lado, es sumamente difícil controlar los gastos y garantizar
la eficacia de los programas en las circunstancias actuales.
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En un país tan dividido, con líneas de frente cambiantes y peligrosas, la neutralidad de la acción humanitaria se pone en duda, e incluso se rechaza. Ha sido imposible
seguir prestando ayuda, aunque ésta sea imparcial y responda a necesidades reales y urgentes. Partiendo entonces de la hipótesis de que es mejor ayudar a veces a algunas personas, que no ayudar nunca a nadie, la ayuda ha sido dispensada donde los límites étnicos y religiosos impuestos por el entorno político lo han permitido. Y, sin embargo, una
acción humanitaria imparcial, prestada libremente, podría poner término a la división,
construir puentes y restablecer algo de humanidad: a ello aspiran todos los iraquíes.
Es posible que uno de los medios de volver a un Irak estable, donde se responda de manera equitativa a las necesidades de todos, sería que la acción humanitaria
fuera aceptada unánimemente. Esa acción, que no hace ninguna distinción entre las
víctimas, podría favorecer la reconciliación y servir para luchar contra la idea perniciosa según la cual inevitablemente se deben sacrificar vidas humanas, idea que no puede
sino alimentar una espiral de odio y venganza. En estos últimos meses, se ha recobrado
cierta calma, la violencia ha disminuido en algunas zonas: es importante aprovechar
esta oportunidad antes de que sea demasiado tarde. Al mismo tiempo, la acción humanitaria puede y debe ser completada con medidas políticas tendientes a impedir que el
país caiga en un conflicto mayor, en el que podría verse implicada toda la región.
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La guerra en Irak presenta desafíos para todas las partes, sobre todo para los
actores humanitarios. En este volumen de la International Review of the Red Cross,
diversos autores examinan el entorno sociopolítico y humanitario en Irak, tal como
se presenta hoy, y evalúan el impacto del conflicto en el derecho humanitario y la
acción humanitaria. Esperamos que los análisis de los autores sobre estas cuestiones
contribuyan a aprehender mejor la complejidad de este conflicto y a identificar los
medios que permitan aliviar el sufrimiento del pueblo iraquí.
Toni Pfanner
Redactor jefe
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