OPINIÓN / 17 EL PAÍS, domingo 4 de marzo de 2007 La mayor transferencia de dinero de la historia se llevó a cabo entre mayo de 2003 y junio de 2004, cuando la Reserva Federal de Nueva York envió 12.000 millones de dólares en billetes de diversas denominaciones a un Irak desgarrado por la guerra. En el transcurso de un año, una flota de aparatos DC-10 llevó de Nueva York a Bagdad 484 palés, con un total de 363 toneladas de peso y 281 millones de billetes. No estamos ante el anuncio de un nuevo juego de mesa, sino el resumen de las actas del Comité de la Cámara de Representantes que, presidido por Henry Waxman, está examinando la “reconstrucción” de Irak a las órdenes de Paul Bremer. No disponemos de ninguna documentación sobre estos fondos, que fueron distribuidos por la Autoridad Provisional de la Coalición. Da la impresión de que los gastaron como si hubieran sido dinero del Monopoly. A los contratistas se les pagaba en efectivo directamente desde las traseras de las camionetas; miles de “empleados fantasmas” —personas contratadas para trabajos ministeriales que no existían— cobraban sus sueldos en fajos de billetes; de la bóveda de la APC desapareció un millón de dólares y no pareció que le inquietara a nadie; se desembolsaron 500 millones en una partida denominada “TBD”, es decir, “to be determined” (“aún sin determinar”). Una firma de contabilidad poco conocida de San Diego estaba encargada de certificar la distribución del dinero, pero nunca realizó ninguna auditoría de los controles internos, tal como estipulaba su contrato. El asesor financiero de Bremer, el almirante retirado David Oliver, parece sorprendido por “Mi ideal”, dijo en París el estadounidense Richard Rorty ante un público joven, “es que el mundo fuera como el supermercado de mi barrio: bien pertrechado de mercancías y con entrada libre”. Alguien que se decía comunista le replicó: “Señor, el problema del capitalismo no es que sea malo, es que no hay para todos”. La respuesta, proferida hace cuatro años en un congreso sobre globalización política, sonaba a salida ingeniosa. Hoy nos la tomaríamos al pie de la letra porque ha hecho camino la conciencia de que la tierra no puede con todo: sus recursos son limitados, hay daños irreversibles, sin olvidar la amenaza de destrucción por obra del hombre. Al Gore está conmoviendo la conciencia del mundo blandiendo los efectos del calentamiento global, que no es, por cierto, el único ni el mayor de los problemas que amenazan a la vida del hombre sobre la Tierra. Es una situación nueva que merece ser considerada. Hasta ahora la conciencia crítica se cultivaba en cenáculos o seminarios minoritarios encelados en destripar los secretos de ese gran mito de nuestro tiempo que llamamos progreso. Allí podía uno enterarse de que la autoridad de que disfruta la debe a una triple engañosa propuesta: identificar progreso técnico con progreso moral; predicar que es inagotable y por eso todo el mundo acabará satisfaciendo sus deseos, y afirmar que es imbatible, de ahí que mejor estar de su parte que verse arrollado por su dinámica. Son propuestas engañosas porque, primero, a Jugar al Monopoly con el dinero iraquí LORETTA NAPOLEONI la preocupación del comité, como si los miles de millones evaporados hubieran sido verdaderamente dinero de juguete. Cuando un periodista de la BBC le preguntó sobre las consecuen- cias de que hubieran desaparecido sin dejar rastro miles de millones de dólares, él respondió que no importaba dónde había ido a parar el dinero porque era dinero iraquí, no de los contribuyen- tes estadounidenses. Los 12.000 millones de dólares procedían de los bienes iraquíes bloqueados tras la primera guerra del Golfo y del sobrante de los pagos del programa de Petróleo por Ali- MÁXIMO mentos de la ONU. No estaban incluidos en los 400.000 millones de dólares gastados por Estados Unidos en Irak desde marzo de 2003. El proceso para descongelar un dinero “político” suele ser muy largo y exige cumplir varios requisitos legales. Hizo falta una batalla legal que duró más de diez años, a cargo de un grupo de exiliados cubanos, para que Bill Clinton liberase parte de los fondos cubanos congelados durante la revolución de Castro en los años cincuenta. En las bóvedas de la Reserva Federal hay todavía dinero iraní embargado de cuando Jomeini derrocó a Reza Pahlevi en 1978, parte del dinero sucio del general Noriega e incluso algunos bienes pertenecientes al dictador ugandés Idi Amin, recientemente fallecido. En cambio, los fondos iraquíes se liberaron milagrosamente en menos de dos meses. El proceso fue rápido y contó con la aprobación de Naciones Unidas, que tenía la responsabilidad técnica de los excedentes del Petróleo por Alimentos. Todo ese dinero podría haberse empleado en llevar agua y electricidad a millones de iraquíes; bien distribuido, habría permitido dar a cada hombre, cada mujer y cada niño iraquí 15.000 dólares. En vez de ello, se malgastó debido a la incompetencia de unos funcionarios nombrados por unos políticos todavía más incompetentes. Es surrealista pensar que el Gobierno de Estados Unidos se apresuró a enviar cientos de toneladas de dinero a un país en el que su Ejército no era capaz de impedir que la gente saqueara los arsenales, los bancos, los museos y los hospitales. A un país Pasa a la página siguiente Interrupción REYES MATE la vista está que nunca el mundo fue más rico y nunca tantas las desigualdades sociales; segundo, que hoy como ayer el mundo avanza sobre las espaldas de los más débiles, es decir, sigue creciendo el cúmulo de víctimas, y, tercero, esa marcha de la historia es imparable sólo en tanto en cuanto nadie se plantee interrumpirla. De la campaña mundial del ex vicepresidente de Estados Unidos lo más revelador es haber sabido destapar el doble frente en el que combaten los defensores de ese progreso. Se pelea, por supuesto, donde se hace dinero, llámase pozos de petróleo, despachos de las grandes multinacionales, laboratorios o presupuestos del Estado; pero también allí donde se moldean la cabeza y el corazón de quienes pueblan el mundo que ellos construyen, es decir, en los medios de comunicación, en editoriales, universidades y centros de producción intelectual. Dos guerras simultáneas: una física y otra metafísica o hermenéutica tendente a difundir el mensaje de que no hay cambio climático o que si lo hay será benéfico o que es una fatalidad contra la que nada se puede hacer. A estas alturas de la historia hay que constatar que el frente físico aguanta perfectamente: los beneficios crecen exponencial- mente. Es en el frente hermenéutico donde se aprecian algunas grietas. Empieza a cundir el pánico porque nos sentimos en peligro, de ahí que se insinúe por primera vez la pregunta contra la que iba dirigida la metralla hermenéutica: ¿qué hacer? Porque algo hay que hacer. Lo que haya que hacer depende de cómo se valore el peligro que amenaza. Los hay que, como el propio Al Gore, proponen una estrategia reformista. Se puede hacer con el calentamiento de la Tierra lo mismo que con los clorofluorocarbucos que minan la capa de ozono: un plan de choque que, sin que nadie lo note, acabe si no reduciéndolos sí estabilizándolos. El problema es que los nuevos daños al planeta Tierra —amenaza nuclear, daños irreversibles a la naturaleza, agostamiento de recursos, crecimiento exponencial de la humanidad, etcétera— están íntimamente relacionados con la economía global. No estamos hablando de efectos colaterales, sino de la misma lógica del sistema, por eso la terapia tiene que ser mucho más radical. Alguien que entreguerras dedicó su extraordinario talento a perseguir en la historia las huellas de esa lógica “progresista”, Walter Benjamin, dejó escrito a modo de testamento esta contundente fórmula: “Marx dice que las revoluciones son las locomotoras de la historia universal. Pero quizá sean las cosas de otra manera. Quizá consistan las revoluciones en el gesto, ejecutado por la humanidad que viaja en ese tren, de tirar del freno de emergencia”. Hubo un tiempo en el que el término revolución se identificaba con aceleración del tiempo. Frente a una lógica conservadora, empeñada en que nada cambiara, la revolución era la apuesta por recuperar de una vez el tiempo perdido. Lo que Benjamin aprecia es que una vez intronizada esa lógica de cambio caminamos ciegamente hacia ninguna parte. Lo catastrófico no es que este mundo acabe, sino que no haya manera de acabar con esta marcha desbocada. Por eso el gesto radical, a la altura del peligro que corremos, es el de activar la señal de alarma. No aceleración, sino interrupción. La interrupción de la lógica progresista no significa volver a las cavernas. Es sencillamente saber si hacemos del progreso el objetivo de la humanidad, o a la humanidad el objetivo del progreso. En el primer caso, convertimos al hombre en combustible del progreso, en mero medio al servicio de nuevas conquistas del conocimiento, del enriquecimiento o de la felicidad (de unos pocos); en el segundo, hacemos al hombre medida de todas las cosas y del progreso un instrumento cuyos éxitos no valen el sacrificio de una sola vida humana. Extraño discurso este de la interrupción. Estamos hechos y educados en la cortesía del discurso políticamente correcto. Hace tiempo que desterramos por estridente todo pensamiento radical. Habría que relacionar hoy esa corrección con la lucha hermenéutica que en el plano de las ideas llevan a cabo los petroleros, constructores, especuladores y, en general, los hombres de la guerra y del negocio. ¿Cómo sacudir ese embrujo y lograr una conciencia que refleje la realidad? No bastan las informaciones de los expertos. Al Gore les representa cumplidamente. Éstos sólo transmiten conciencia de exceso. No pueden cuestionar la lógica del progreso porque eso sería como cortar la rama que nos sostiene. El despertar lo produce, más bien, la conciencia de peligro. Quien ya viva en peligro de ser triturado por la marcha triunfal de la historia es quien puede captar mediante una iluminación fugaz la gravedad de la situación. Y será esa iluminación la que, proyectada sobre el presente, pondrá negro sobre blanco las miserias de nuestro tiempo. Seguramente ya hay quien está emitiendo el mensaje, pero en una onda que nosotros, los hombres blancos civilizados, no conseguimos descifrar. Reyes Mate es profesor en el Instituto de Filosofía del CSIC.