Nombre: Alberto Tejero Caballo Correo: [email protected] Localidad: C/Panaderos Nº4 6ºA Valladolid 47004 Teléfono: Móvil 616771609 Fijo: 983200375 La intención de este relato (además de crear buena literatura) es recordar el pasado mitológico que la civilización griega dejó en Occidente, y que sigue vigente hoy en día. La llamada de Poseidón Baste inspiró hondo el aroma de la playa e hizo memoria de lo que les había llevado a él y a Cirilia a aquel lugar. Para empezar, el Hado no había estado de su parte, y mucho menos del de la joven, cuyos sueños habían sido el motivo de que hubieran visitado a aquella extravagante mujer que podía interpretar los sueños de las personas. Las imágenes de tridentes sangrientos emergiendo del mar y de horribles criaturas surgiendo de las aguas habían perturbado el descanso de la chica casi un mes. Tanto ella como su novio creían que, con el tiempo, las visiones acabarían; pero comprendieron que las cosas solo podían ir a peor cuando Baste encontró a Cirilia a punto de ahogarse en la bañera, donde la falta de sueño pudo con ella. A los pocos días del incidente, y tras haber pedido consejo a familiares y conocidos sobre qué debía hacer, les recomendaron visitar a Dasmina, una augura que vivía cerca del Templo de Hestia. Cuando fueron juntos a pedirle consejo, y tras explicarle las visiones de Cirilia, la anciana se mostró muy seria. Miró a la chica fijamente (esta juraría haber visto cómo los ojos de Dasmina cambiaban de color por un instante) y dijo: —Id a la playa esta misma noche. Mirad las olas a la luz de la Luna hasta que vuestras mentes se calmen y después marchad a casa. Las pesadillas no volverán. Y allí estaban, sentados cerca de la orilla, mirando el mar e intentando dejar la mente en blanco. Pero no era tan sencillo. —No nos dijo lo que me pasaba —dijo Cirilia con voz átona; la brisa del mar agitaba su cabello rubio—. Solo dijo cómo curarme. Baste abrió mucho los ojos, dándose cuenta de su error, y suspiró. Debía haber preguntado nada más explicarle a aquella mujer las visiones de su novia. —Lo siento… —Es igual —cortó ella—, pero si esta noche logro dormir en condiciones, acerquémonos mañana a preguntarle qué me ocurre, ¿vale? Baste asintió en silencio y regresaron a la calma de la noche. No había un alma en las calles; la luna teñía de blanco el océano. Olas oscuras rompían contra la arena, rozándoles los dedos de los pies a través de las sandalias. El viento era refrescante. Los ruidos del mar les hacían evadirse de cuanto les rodeaban. Solo eran conscientes de la levedad de sus respiraciones y de la unión de sus manos entrelazadas en la arena. Llevaban bastante tiempo en aquel estado parecido al sueño cuando Baste, sacudiendo la cabeza, se percató del hechizo del que acababa de salir y rompió el silencio: —Vaya… Me encuentro… Bastante más tranquilo que antes. ¿Te encuentras mejor…? —volvió la mirada hacia su novia y se le congeló el corazón. La forma en que Cirilia contemplaba el mar, los ojos abiertos de par en par, la ansiedad en su mirada y la constante subida y bajada de su pecho al respirar, le inyectaron un miedo irracional en las venas que nunca antes había sentido. —Dioses, ¿qué te pasa? —puso la mano en el hombro de la chica, y el tacto que sintió fue tan antinatural que la retiró al instante. Se fijó, horrorizado, en una mancha que iba creciendo lentamente por la pálida piel de la chica. Se puso en pie y retrocedió unos pasos. Cirilia le imitó y se levantó. El viento se alzó y creó ondas en la túnica blanca de la joven, que miraba las olas en la lejanía con un brillo de locura en sus ojos. —Por Hefesto, ¡¿qué te pasa?! —gritó Baste. Cuando la mancha se hubo extendido por toda la piel de la chica, tornándola azul oscura, Baste se fijó en que su cuerpo estaba cubierto de escamas. Cirilia giró el rostro y, al abrir la boca para responderle, el muchacho vio con horror que sus dientes se habían vuelto afilados como púas. —Voy a reunirme con mi padre —contestó. Ya no era su voz. Aquella voz era gutural y chirriante, y tan grave como la de un hombre. Cuando se desprendió de la túnica vio que aquel tampoco era el cuerpo que tantas veces había deseado; el sexo había desaparecido, y sus muslos estaban uniéndose en una única carne tan rápidamente que apenas pudo ver la transformación. Sus pies también se soldaron en una masa, convirtiéndose en una aleta. Al desaparecer sus piernas, cayó al agua de la orilla, apoyándose en sus brazos para evitar el golpe. Baste sentía arcadas de puro terror. Al ver la imagen de la criatura echada sobre el agua cuan larga era, empezando por una cabeza cubierta de cabellos ahora negros revueltos por el viento, un rostro que le observaba con una curiosidad salvaje, y terminando en aquella aleta oscura, que le hizo sentir un escalofrío en la espalda, supo que ya no se trataba de Cirilia. Era cualquier cosa menos ella. Era un monstruo. Con un impulso, la criatura se metió en las olas y nadó a lo lejos hasta sumergirse en las profundidades y perderse en el océano. El joven no lo soportó más. Pálido y débil como estaba, se dobló sobre sí mismo y vomitó con las lágrimas ardiéndole en los ojos. Se echó en la arena, temblando. Lo veía todo borroso y brillante tras la cortina de un llanto que le quemaba el pecho. También vio la silueta de la mujer acercándose a él. Ofuscado, le costó levantarse. Tardó unos segundos más en reconocer a la augura que había visitado aquella misma tarde. —¿Qué… qué hace usted aquí? —preguntó, con un horrible sabor de boca y la garganta agarrotada. —Vine a ver cómo se cumplía. —¿Cómo se cumplía qué? —La transformación de la chica. Baste frunció el ceño y notó la ira naciendo en su interior. —¿Sabía que pasaría esto? La augura miró a otro lado, con un deje de tristeza en sus ojos. —Lo supe en cuanto entrasteis en mi tienda. Nadie podría haberlo impedido, ni siquiera la magia de un sacerdote a través de los dioses habría hecho efecto. Tu compañera estaba destinada desde su nacimiento a esto. Fue llamada por su auténtico padre, Poseidón, cuando empezaron sus visiones. Era cuestión de tiempo que acabara convirtiéndose en lo que has visto. —¿Cómo… Cómo ha podido permitirlo? ¡¿Su destino era convertirse en un monstruo?! —No era un monstruo, muchacho. Era una sirena. Su espíritu ha sido siempre el de una sirena. Muy pocas veces ocurre que el alma de una criatura racional ocupa el cuerpo que no le correspondía, como le ha pasado a… —Cirilia —completó Baste, desolado—. ¿Por qué a ella? —se llevó una mano a los ojos y sus hombros se convulsionaron por el llanto. —Lo siento mucho. Ahora ella está donde debe estar. Ya debe haber olvidado que una vez fue humana. Aquello último se le clavó como una aguja en la mente y le infectó el raciocinio. La idea de que Cirilia, ya fuera humana o sirena, hubiera olvidado lo que habían vivido juntos, le era tan imposible de concebir que volvió a insistir desesperadamente. —Debe de haber algo que la haga regresar a tierra. Si intento hablar con un oráculo… —Poseidón no te escuchará. Cirilia es su hija, le pertenece por naturaleza. Por lo tanto debe vivir en los océanos. La furia de Baste, unida al brote de locura que nublaba sus pensamientos, le hicieron estallar. —Es… ¡ES UNA EMBUSTERA! ¡Sabía lo que iba a ocurrir, pero no ha querido traerla de vuelta por miedo a Poseidón! Si tanto teme a su propio dios, no merece seguir siendo augura. Pienso hablar con los sacerdotes: pienso… Mientras el chico hablaba, Dasmina cogió un pellizco de unas hierbas que llevaba en un saquito oculto en el bolsillo de su túnica y las sopló en la cara de Baste, quien puso los ojos en blanco y cayó rendido en la arena. Dasmina le miró, comprensiva. —Entiendo tu dolor —susurró la augura en el oído de Baste—. Sé lo que es que alguien se marche y sepas que no vaya a recordarte nunca. Cuando sientas que no aguantas más, visítame, y te daré algo que hará que olvides a esa chica como si nunca hubieses llegado a conocerla. La augura se levantó, echó un último vistazo al joven y abandonó la playa, con el reino del Señor de los Mares tronando, impasible, a su espalda.