Realismo y ritualidad en el Premio Casa 2014

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Realismo
y ritualidad
en el Premio
Casa 2014
Ignacio Apolo
BLANCO CON SANGRE NEGRA:
EL HORROR Y LA MATERIA DE LOS SUEÑOS
La segunda de las Siete noches (recopilación de
conferencias de Jorge Luis Borges) está dedicada a los sueños como “género” y a la pesadilla, dice el autor, como “especie”. No es casual
que los sueños sean “género”: una de las bellas
ideas que se plantea allí es que el soñar es “la
actividad estética más antigua” de la humanidad. Y agrega: “muy curiosa, porque es de orden
dramático”. En el sueño somos el teatro, el auditorio, los actores, el argumento y las palabras que
oímos. Y su efecto es mucho más vívido que lo
que suele ser la realidad. No obstante, hasta los
sueños más terroríficos no son traumáticos: ser
perseguido por fantasmas y monstruos puede
causar (o dar cuenta de la) locura; soñar con fantasmas y monstruos en cambio, puede provocar
el más profundo de los terrores, pero también el
más efímero: a los pocos minutos se desvanece
en la vigilia. El sueño es el modo inconsciente de
lidiar con nuestros fantasmas. Es nuestro horror,
nuestra piedad atávica, es la primitiva función
de la imaginación desentendida de la moral y la
responsabilidad, que es la de hacer del horror,
la locura, el amor, la opresión y la esperanza, una
elaboración estética que nos permita asimilarlas.
El 29 de marzo de 2009 llega a Tenerife una
patera con seis decenas de personas; entre ellas,
un negro albino que pide asilo político. La razón:
en su país los negros albinos son perseguidos,
asesinados, despellejados y descuartizados para
vender sus miembros, piel y sangre como amuletos. Cada negro albino cotiza veinticinco mil
euros. El caso está documentado y pertenece a lo
que, con estupor y estremecimientos, llamamos
“realidad”. Blanco con sangre negra, del mexicano
Alejandro Román Bahena, Premio Casa de las
Américas 2014 en el género teatro, toma el hecho
y lo devuelve, en una notable obra coral, al territorio al que sus imágenes pertenecen: el oscuro
mar de las pesadillas.
Moszi, frente al agente de la oficina del Centro
para Refugiados de Tenerife, narrará la masacre
producida en su aldea, su huida y el terrible
viaje que lo llevó, contra toda esperanza, a esta
última oportunidad de supervivencia. Su posibilidad de sobrevida depende de que se lo considere un “refugiado”, alguien cuya vida peligra por
persecuciones políticas, étnicas o religiosas si es
deportado. Por eso su vida depende, en última
instancia, del impacto del relato que está por llevar a cabo: de su credibilidad y de su horror.
Esta situación básica determina las condiciones de teatralidad sobre las cuales se montan los
discursos de Blanco con sangre negra: un hombre, para salvar su vida, debe narrar su pavorosa
experiencia de modo tal que despierte el horror y
la piedad en su audiencia. Sostenida por esa premisa, la ejecución teatral del relato se desentiende
desde el principio de cualquier pretendida “representación” escénica de lo ominoso, del espanto y
la esperanza, para hacerse palabra, coro e imagen
evocada. El aquí y ahora de la pieza es la frontera,
es Tenerife, el punto de inflexión entre la pesadilla y la vigilia: de un lado, la muerte; del otro, la
última posibilidad de la vida.
El relato de Moszi es el cruel compendio de uno
de los peores horrores que un inconsciente colectivo y arquetípico puede concebir, pero puesto en
palabra testimonial y, por lo tanto, en condición
de posibilidad: ser perseguido por monstruos
en forma humana, es decir, por otros hombres, y
ser descuartizado.
La palabra asume el centro de la escena; la técnica teatral, no obstante, no es la del monólogo.
La palabra, en Blanco con sangre negra, es coral,
mucho más eficaz para la identificación colectiva.
El contenido del discurso tiene la crueldad de un
pacto de lectura documental: en el que refiere
niños albinos arrojados al costado de los caminos
con un hueco en la garganta –por donde alguien
ha bebido su sangre en agonía para ganar fortuna–, uno no piensa novelas de vampiros sino
en la espantosa masacre real de los hombres por
los hombres.
Una de las grandes virtudes de Blanco con sangre negra es su capacidad de crecimiento a partir
de un punto de ataque muy alto: la primera de
sus imágenes es la de una mamá enterrando bajo
la cama el cuerpo de su bebé para que no terminen de desmembrarlo. Después de eso, ¿cómo
no quedar anestesiado a cualquier nuevo impacto
del dolor? Alejandro Román Bahena utiliza para
ello dos procedimientos combinados: por un lado,
la palabra coral –diversos personajes que acompañan, retoman o añaden puntos de vista a la
enunciación–, y por el otro, la introducción de una
trama paralela, de otro tiempo y otro espacio, que
se dispara a partir de la contemplación, reflexión
y evocación de una obra de arte dentro de la obra
de arte: la reproducción del cuadro Guernica de
Picasso.
La pesadilla para Moszi es un camino, el
camino que conduce desde el escape de su aldea
hasta una oficina de frontera detrás de cuyo
agente lo espera, amplificando y comentando su
relato, como un espejo deformante y revelador,
la reproducción de otro producto del horror y las
pesadillas. El cuadro alude a otra masacre, pero
parece ser la misma, en blanco y negro, como
aquella de la que él escapa. La construcción de
Blanco con sangre negra duplica, con variaciones,
el procedimiento de relatos corales evocados, y
yuxtapone, inserta o superpone a la trama africana las ensoñaciones eróticas de Dora y su
“Toro de Málaga” en París: la pintura cubista,
su propio reflejo tomado por los poetas, el amor y
el sufrimiento en otro tiempo.
Desde allí, sometida a otras duplicaciones y
autorreferencias, la trama finalmente se introduce
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en la Guerra Civil Española, en el bombardeo
atroz, y va dotando de palabra lo que la pintura
invoca en su silencio. Multiplicando y revalorizando los detalles, como un cuadro cubista, la
obra puede cargar entonces los miembros de una
mutilada que se hace voz y habla de su propio
brazo en el fondo del lago de los pescadores, de
su pierna colgando a la entrada de una mina para
que fluya el oro, como la voz de Dora y su doble,
Dora Maar au Chat,1 pueden hablar de chiquillos
aterrorizados de la mano de su madre muerta a la
vera del camino de Almería, de las bombas franquistas despedazando cuerpos de niños, mujeres, hombres y animales. En el paroxismo de la
historia, siempre en blanco y negro (inolvidable
imagen la del punto blanco, que es el cuerpo del
albino, entre la marea de los negros migrantes en
la vieja ruta de los esclavos), África y Picasso, las
dos puntas de un horrendo siglo que no parece
acabar, se eleva en un teatro que es ritual, es
coral, y está vivo.
Borges sugiere que es el propio sueño el que
busca explicar con imágenes aquello que sentimos. Sentimos terror y aparece un león: el terror
ha buscado una imagen que lo exprese. La técnica final de Blanco con sangre negra es la de una
acción futura, casi performativa, como un compromiso: en un aquí y ahora ya resuelto el agente
dirá lo que Moszi hará luego. Pero la acción que
desata excede, como el terror excede al león,
la representación directa. Con la belleza de un
poema necesario, el final de todas las pesadillas
es la paradoja pura, bella de los sueños, la opresión que busca su expresión en la imagen imposible pero real: “Gritos de niños - gritos de mujeres
- gritos de pájaros/ - gritos de flores - gritos de
maderas y de piedras/ - gritos de ladrillos - gritos
de muebles - de camas/ - de sillas - de cazuelas
- de gatos y de papeles/ - gritos de olores que se
arañan - gritos de humo...”
SISTEMA: EL DESEO Y LA LEY
Cuenta Abel González Melo, el autor de Sistema –una trama inconveniente-, que estando en
una reunión de amigos se entera por las noticias
1
El segundo personifica al cuadro homónimo de Picasso,
de 1941 [N. de la R.]
del arresto en Miami de un reconocido artista
plástico cubano, acusado de abuso sexual a un
menor de edad. A partir de ese hecho periodístico, el dramaturgo inicia una investigación que
da lugar, tras sucesivas escrituras y correcciones,
a esta notable obra teatral que recibió Mención
de Honor del Premio Casa de las Américas 2014.
Sistema guarda, en su realismo, una relación
inteligente y profunda con aquello que llamamos “realidad”. Frente a una acusación de abuso
difundida ampliamente por los medios, la opinión
pública opina, tal vez absuelve, pero por lo general condena. La pregunta obsesiva se dirige a los
hechos perpetrados, si sucedieron o no, si el acusado es o no es culpable, y sus detalles: qué hizo,
cómo, y muy secundariamente, por qué. Una y
otra vez lo público-masivo-mediático, escandalizado, se desvela con ese acontecer. En las antípodas de esa lógica, la obra de Abel González Melo
establece su tesis realista sobre otra premisa:
hay una verdad que existe pero que permanece
oculta; no podemos saber, en última instancia, si
hubo abuso o no, pero lo que sí podemos hacer (y
la obra lo hace, lúcidamente) es develar el sistema
que permite que en ese lugar y ese tiempo haya
podido producirse el acontecimiento.
Dicho de otro modo: con un equilibrio preciso,
Sistema trabaja todo el tiempo sobre lo que puede
no mostrar, para poder iluminar lo que sí se hace
visible. De este modo, es “sistema” un matrimonio-asociación económica cuyo marido reside en
La Habana (más precisamente en Miramar), aunque tiene casa también en Varadero, mientras
expone y vende sus obras en Miami, representado por su mujer, que reside en Madrid. Es “sistema” el contrabando de artículos en las maletas
atiborradas de compras del mall para que el pintor renombrado las ingrese a la isla por el sector
vip del aeropuerto. Y también es “sistema”, en lo
sutil, la venta-consumo de la propia imagen del
pintor: el artista que se filtra desde el “régimen”
hacia fuera, como si él mismo fuera un habano
prohibido. Y es “sistema” también su contracara:
el furibundo ataque de los mismos consumidores
cuando denostan al artista caído en desgracia,
que pretende estar con ellos mientras “se codea
con la oficialidad cubana”, y viene a la Florida
a hacer negocios. Es “sistema” el desprecio del
antiguo cubano residente por los recién llegados;
es “sistema” lo que típicamente dirá la prensa en
uno y otro lado de las 90 millas de distancia. Y,
explícitamente, es “sistema” –sistema perverso,
sistema de furia sobre víctimas y victimarios– la
decisión de los padres de ofrecer a los medios el
caso. Como dice Greta, la psicóloga: se ha puesto
en funcionamiento una máquina. “De cualquier
forma, yo no puedo pararla”.
Sistema arroja una luz sobre el acontecer, sin
necesariamente opinar sobre lo que muestra.
Pero no es solo eso la obra; no es solo la precisa exposición de una tesis sobre la realidad.
Con un manejo extraordinario del lenguaje, la
palabra justa y la situación apropiada, Sistema
ofrece además una penetrante mirada sobre el
alma y el cuerpo de sus personajes. Las escenas no están ordenadas cronológicamente, lo
que ayuda a observar y compenetrarse cada vez
más con lo que no se dice: según avanza la obra,
avanza el conocimiento del público sobre lo que
se está produciendo, y entonces la obra vuelve,
una y otra vez, a escenas aparentemente triviales, en las que en realidad se juega todo, para
ponerlas en relieve.
El erotismo solapado crece y crece hasta
inundarlo todo. Desde la aparición sugestiva del
niño al inicio de la pieza, hasta esa (literalmente
“fuera de escena”) obscena secuencia de voces
que provienen de la piscina, con cuerpos que se
tocan, ropas que se empapan, juegos que no se
explicitan, aunque todo –todo– se deje entrever,
como mencionado al pasar. La obra nos permite
vislumbrar una y otra vez los pliegues, las solapas, los detalles fragmentados, que son condición del erotismo: las manos, los dedos de un
pintor que tiemblan o duelen, las tetas artificiales de una mujer con segundas intenciones, la
trusa de Maikel como signo de cortesía, porque
si no, “estaría desnudo”. La reticencia erótica
de Arturo respecto de Dora en un principio, y el
posterior reconocimiento, a millas de distancia,
del deseo por el cuerpo del otro. Todo conduce,
humedecido por el clima atmosférico y teatral, a
la máxima tensión violenta y sexual para luego
regresar, como si pudiéramos volver por un
segundo al pasado, pero sabiendo y sintiendo
ahora todo lo que sabemos y sentimos, al pasillo
fugaz donde la periferia es centro: el niño y las
puertas entreabiertas.
Sistema es, como bien dice Mauricio Kartun al
definir el teatro, un ritual de violencia. Y su marco
de contención, o mejor dicho, su condición de posibilidad –aquello que permite que suceda lo que
sucede– es esa atávica violencia del orden patriarcal, el sistema por excelencia. El padre ahoga al
perro en la piscina ante los ojos del niño para que
aprenda a tolerar el dolor y “no le salga maricón”.
Una de las mejores réplicas que yo recuerde
en el teatro ponen punto final a ese notable
momento: la madre acusa al padre de haber ahogado a ese perro. Como explicación, el padre confiesa, reticente, que los vio en la cama juntos.
SARA. Kevin llevaba meses durmiendo con el
perro.
MAIKEL. No me entiendes, Sara.
SARA. ¿Qué?
MAIKEL. Kevin le hacía cosas.
SARA. (Lo mira fijamente.) Jugaban, Maik. Jugaban.
MAIKEL. Sé lo que vi.
SARA. ¿No jugaban?
Maikel niega.
SARA. Era tu obsesión con ese pobre animal que
no tenía la culpa de nada. (Suspira, hunde su cara
en las manos.)
MAIKEL. Lo de esta mañana fue rápido. El perro
ni se enteró.
SARA. Maik...
MAIKEL. ¿Me entiendes ahora?
SARA. ¿Cuándo vas a dejar de espiar a Kevin?
Lo dicho: la obra ha venido trabajando sobre la
hipótesis de una primera perversión/tabú: la pedofilia (Arturo sobre Kevin). Esta breve y violenta
secuencia ofrece una segunda, que colisiona: la
zoofilia (Kevin con el perro). Pero Sistema se constituye en “sistema”, esencialmente, en la réplicadenuncia de la madre sobre el padre-voyeur, que el
producto y a la vez la condición necesaria de todo
el funcionamiento: “¿Cuándo vas a dejar de espiar
a Kevin?” Ante ese destello, esa intuición de la verdad, el resto es silencio. m
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