Genealógico Longinos

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Un centurión traspasó con su lanza el
corazón de Jesús del que brotó sangre y
agua. Ese centurión se llamaba Longino o
Longinos.
“LONGINOS”
Árbol Genealógico
Descendientes de Enriqueta Campesino y José Lozano “Longinos”
Zamora
En Zamora es muy popular el paso de
Semana Santa en el que se representa “La
Lanzada”. Longinos, el centurión, monta un
caballo del que desde la posición del público
destacan sobremanera sus atributos.
Longinos se llamaba el padre del abuelo
José. Y él siempre fue conocido con ese
apelativo.
1 de septiembre de 2016
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Venturosos los días olvidados:
Florecen las mañanas
entre huellas ajenas de los antepasados.
Venturosos los días venideros:
Porque nunca estaremos
para amargar nuevos consejos en los niños
Venturosa
la luz,
la noche,
el tedio,
el odio,
el amor,
y el cielo.
Venturosa esta gran aventura de la
vida.
J. A. Labordeta
En el año 1988, el 23 de julio, los miembros de la familia “Longinos” nos encontramos en Zamora. Con
ese motivo, y por sugerencia de Rosi, se elaboró un Árbol Genealógico que muchos habréis visto en
cartulina. Reproduzco aquí la fotografía de los 48 presentes en aquella ocasión. Siete no pudieron
asistir: Sonia y Mª Carmen (Zamora), Ana (León) y Yolanda, Pedro, Irene y David (Toledo).
En la página que sigue verás el Árbol Genealógico de aquel 1988 (sin fotografías). El actualizado, y
con fotografías, lo verás en la página cuatro.
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Este es el Árbol Genealógico
de 1988.
En él aparecían 58 personas
(vivían 55).
43 descendientes directos (13
hijos, 27 nietos y 3 bisnietos).
Además 13 consortes.
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El pasado mes de julio, recién inauguradas las
restauradas Aceñas de Olivares, y también al
cumplirse un año de la pérdida de la abuela Enriqueta, asomaron algunos recuerdos. Daba con
ellos una vuelta por el arrabal; recordaba los paseos infantiles de la mano de mi madre, los de la
adolescencia y juventud de la mano de Rosi, y
los posteriores, en familia, con la abuela Enriqueta cogida del brazo.
Era un homenaje a las tres. Y también a toda la
saga de los "longinos", desde el titular, el abuelo
José, a su descendientes, hijos de Olivares y del
Duero.
Aquí queda, para quien quiera leer...
Santiago (enero, 2009)
Si quieres decirme algo o enviarme alguna
fotografía, este es mi correo:
[email protected]
Olivares, el arrabal
Cuando el Duero viene crecido, muy crecido,
se desborda e inunda algunas casas, y en
otras el agua sale por las cloacas. Con la cabeza encajada en el anguloso hueco de las
almenas fusileras del Castillo, escuchaba a
mi madre esta conversación con algún familiar forastero a quien explicaba las dificultades
de vivir en Olivares. Nosotros, pensaba yo,
estábamos a cubierto de esos inconvenientes, San Lázaro, el alto de San Lázaro —años
después, San José Obrero— no sentía la
amenaza del Duero embravecido. Por qué vivir tan cerca del peligro, me preguntaba yo,
siendo tan fácil evitarlo; bastaba con vivir más
lejos del río. Era fácil, como fáciles son algunas cosas en la infancia... Tengo de mi niñez
algunos recuerdos como éste del arrabal de
Olivares. Ninguno corresponde a un paseo
por sus calles. Ni uno sólo es una vivencia,
una correría, una experiencia entre sus gentes. Cogido de la mano de mi madre, en
compañía de otros familiares, la visita a los
jardines del Castillo, la mirada desde las almenas, las carreras por el adarve para
encontrar la mejor perspectiva desde uno de
aquellos huecos, eran una vivencia repetida
un par de veces al año. Desde allí la observación atenta de lo que debajo de nosotros
había alimentaba la curiosidad. El Duero,
siempre hermoso, a veces magnífico; los
campos extendidos a uno y otro lado del río;
la cercanía de la carretera de Trascastillo,
aún usada por carros y en esas ocasiones
poblada de personas; y Olivares en medio.
Casitas de una o dos plantas, corrales, huertos, dos iglesias... Un mundo de vecindad con
vida propia. Año tras año y ya crecido, era
habitual acercarme con los amigos alargando
el paseo o buscando la novedad. También
entonces la visión entrañable aparecía. Olivares siempre abajo, siempre observado, siempre desconocido...
El primer recuerdo que tengo de andar por las
calles de la barriada me llega también cogido
de la mano, ahora de la de Rosi. Su hermana
Carmina y Antonio vivían allí sus primeros
años de matrimonio. Alguna razón de llevar o
traer algo nos acercó. Creo que me quedé en
la calle, como correspondía en esos tiempos... Después ya múltiples veces, por las
fiestas, por el río, por la nostalgia, por lo mucho que Olivares guarda... ¡Ah!, Olivares, tanto patrimonio, tanta historia en tus espacios y
tan poca atención que te hemos dado: El
Campo de la Verdad, testigo del combate de
los hijos de Arias Gonzalo por la honra de los
zamoranos tras el Cerco de Zamora en 1072;
la cruz integrada en el muro de piedra que recuerda el lugar donde Bellido hirió de muerte
a Sancho II atravesándolo con un venablo
mientras se aliviaba; la iglesia de Santiago el
Viejo o de los Caballeros, con su leyenda de
haber visto arrodillado al Cid para ser armado
caballero; la iglesia de San Claudio, prodigiosa en canecillos románicos; el Arroyo de Valorio y su pasar tranquilo camino de su final
diluido en la enorme vitalidad del Duero venerado; y... las Aceñas, una ruina, hasta antesdeayer abandonadas, perdidas, arrasadas.
Hoy otra joya.
Ahora que han inaugurado las Aceñas restauradas, vienen a la memoria algunas conversaciones con la abuela Enriqueta. De una
tengo anotado en el margen de un trozo de
periódico que su arraigo en Olivares comienza con la historia de su abuelo materno, Florentino, hijo de Luelmo de Sayago que, siendo molinero en una dehesa, se desplazó a
Zamora para trabajar, también de molinero,
en las Aceñas del Cabildo. Se hizo con la casa de la Calle Rodrigo Arias y arraigó allí.
Después de él era un tal Nicomedes el molinero, y el siguiente, y último, Felipe Faúndez.
Después las Aceñas dejaron de usarse y llegó el abandono y la ruina; el paso de los años
y las acometidas del Duero las arrasaron.
De lo recogido en las conversaciones con
ella, con Rosi y con sus hermanos, pasan ante mi pequeñas anécdotas. El abuelo José,
pescador habitual junto a las Aceñas. La perra Linda, que el abuelo depositó en el río,
víctima de la edad. Los “gabrieles”, barqueros
a todas horas, a veces sacando del río un
tronco, a veces un ahogado... Las piedras de
San Claudio marcadas para siempre por el
afilar del rejón de las peonzas. El agnusdéi y
el “¡hasta allí llegó el agua en la última crecida!”... La posada donde probablemente mi
padre se hospedó y guardó animales antes
de vivir en Zamora. Alguna otra aventura que
me guardo y que la abuela confidencialmente
contaba. Mari, la amiga de Rosi que el río,
traidor a veces, victimó. Carmina, la hermosa
y espectacular gitana. Las manos de Beni,
siempre tan hábil, cargadas de cangrejos. Alito el tallista, heredero del oficio de su padre el
Sr. Julián. El tejar, con los restos de su tarea
abandonados en la ladera junto al río. Algún
recuerdo también de los últimos del alfar; la
cerámica de Olivares, centenaria, que aún
decora la vivienda de la abuela. Las idas y
venidas a la huerta; la mula, de la calle al corral, por el pasillo; las banastas a la puerta. La
pérdida de la finca, aquel tesoro productivo, y
las consecuentes desavenencias familiares.
El pan imposible, ¡tan grande!, que Rosi niña
apoyaba en la rodilla para descansar a mitad
de camino. La escuela, allí arriba, traspasada
la puerta Óptima, en la Zamora cuasi medieval. Los miedos y las carreras al bajar la
Cuesta del Obispo de noche...
Son recuerdos prestados. Los alimento desde
que conocí a Rosi. Es tan intenso, tan vivo, el
ánimo con que traslada sus vivencias infantiles en Olivares que, ya veis, sus recuerdos,
poco a poco, se van haciendo míos.
Santiago Fernández
Julio 2008
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