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Capítulo 5: El país laico
El contexto
En el medio siglo que separa las humaredas del colegio jesuita del desenlace de la Page | 1
Primera Guerra Mundial, los defensores del país laico libran con éxito varias batallas que
parecen sancionar su triunfo definitivo. Una convicción acomuna a quienes edifican esta
era de hegemonía secular: la Argentina moderna, el país al que la locomotora del progreso
y de la ciencia conducirá inexorablemente a la soñada estación de la prosperidad y de la
razón, ha de desembarazarse del lastre de ideas e instituciones que demoran su marcha. La
modernización capitalista y la construcción del Estado nacional implican, para la elite
dirigente, la definición de un nuevo umbral de secularización. En el plano político, la
construcción del aparato estatal despoja a la Iglesia de su control casi completo sobre áreas
que le son sensibles, en particular la educación y la vida familiar. Paralelamente, se afirma
la autonomía de otras esferas, como la labor científica, la literatura o las artes plásticas. Las
disciplinas académicas, de las ciencias naturales a la incipiente sociología, afirman no sólo
su autonomía, sino también su rechazo a cualquier “contaminación” con el pensamiento
religioso. El positivismo argentino prefiere el Auguste Comte del Cours de Philosophie
Positive(1842) al del Système de Politique Positive (1851-1854), el científico y filósofo
racionalista alcultor de la Religióndela Humanidad.Por otro lado, especialmente en las
grandes urbes, que conocen una fase expansiva merced a la inmigración ultramarina de
masas, la normatividad religiosa pierde parte de su capacidad de regular las conductas. Ello
es así, en parte, a causa del fenómeno mismo de la urbanización, que en todos los casos
rompe con los lazos cara a cara que vinculan al clero y a los fieles en los pueblos o aldeas
de origen, pero también porque la inmigración frecuentemente disloca la relación de los
hombres –más que de las mujeres- con sus tradiciones espirituales, poniéndolos en contacto
con otras maneras de concebir el mundo, la historia y la misma fe. Es cierto que en su
abrumadora mayoría los inmigrantes son nominalmente católicos, pero esa identidad –a
menudo más anclada en la costumbre que en las convicciones- difícilmente transita
indemne la experiencia del desarraigo.
Se producen cambios sustanciales, en este medio siglo, en los contenidos de la
crítica de la religión. Si hasta la década de 1850 ella había permanecido circunscripta
dentro de los límites del catolicismo y hasta la de 1870 en los del cristianismo, en las
postrimerías del siglo se astilla en un abanico de posturas entre las que no faltan –ahora sídiscursos ateos explícitos y manifiestos, enemigos por principio de cualquier creencia
sobrenatural y de toda práctica religiosa. Las condenas que habían animado la lucha
anticlerical –la de la Inquisición y el celibato en la época revolucionaria, la de los frailes y
el despotismo romano en la década de 1820, la de los jesuitas en la de 1850, la del Syllabus
y la infalibilidad en las de 1860 y 1870- se extienden hasta abrazar en algunos casos la idea
misma de religión, por lo general en nombre de la razón y de la ciencia. Transformaciones
de pareja trascendencia se verifican en el plano de las funciones que esa crítica desempeña.
Las ovejas negras se agrupan en torno a rebaños diversos –anarquistas, socialistas,
masones, espiritistas, librepensadores, evolucionistas, feministas- que hacen de ella un
componente tal vez no secundario de su particular identidad política, cultural o de clase, a
la vez que un denominador común que les permite encarar acciones también comunes, a
pesar de las diferencias que los dividen en otros terrenos. Incluso en el interior de cada
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vertiente: si este capítulo habla de “los anarquistas” pasando por alto las profundas
divergencias que los dividen en relación a cuestiones nada marginales, es porque en cuanto
al anticlerialismo predominan entre ellos las convergencias.
La cuestión religiosa por lo general no modela precisas identidades partidarias.
Tanto en el Partido Autonomista Nacional como en la Unión Cívica Radical y en el Partido
Demócrata Progresista –en este período- conviven anticlericales furibundos y católicos Page | 2
militantes. Distinto es el caso del Partido Socialista, que reclama desde sus orígenes la
separación de la Iglesia y del Estado, la ley de divorcio, la eliminación del presupuesto de
culto y la laicización completa del aparato educativo. El anticlericalismo es componente
más o menos importante de las identidades de izquierda –aunque no está ausente en medios
conservadores- y contribuye significativamente a la construcción o a la redefinición de
otras identidades. Ocurre con los librepensadores, que edifican una suerte de fe
antirreligiosa que hereda algunas de las funciones de la tradicional. Por ejemplo, la de dar
sentido, a través de ritos no menos elaborados que los católicos, a los momentos de pasaje
que ritman la existencia: “bautismos”, matrimonios y funerales “civiles” confieren carácter
ritual al tránsito de una fase a la siguiente. Es el caso también de las feministas, que
identifican en la religión un instrumento más del sometimiento de las mujeres y hacen de su
crítica un elemento importante de su identidad de género. Es incluso el de los maridos que
apelan al anticlericalismo para defender su autoridad como hombres de la casa ante las
“indebidas intromisiones” del cura.
El recorrido de largo plazo que estamos realizando nos ha consentido rechazar la
idea de que el anticlericalismo sea un producto de la inmigración. Hemos señalado en el
capítulo anterior el uso instrumental de la idea de su carácter “foráneo” por parte de la
historiografía confesional con el fin de apuntalar la de una identidad católica indisociable
de la nacional. Por cierto, esa historiografía no hace sino recoger opiniones de la época, y
en este período en que la inmigración se masifica y se promulgan las llamadas “leyes
laicas” sobreabundan las afirmaciones en ese sentido. Pero quienes así opinan pasan por
altoque las ideas defendidas por los católicos son tan europeas como las de los liberales y
que todas las instituciones católicas y los mismos títulos de los periódicos confesionales se
inspiran en análogos europeos. Así, por ejemplo, Manuel Pizarro calificaba en 1883 la idea
de un “gobierno puramente civil” de “mezquino plagio” y de “aborto alpino de la última
revolución contra el Papado, en Italia”, como si la Sociedad de San Vicente de Paul hubiese
sido concebida en el Valle de Calamuchita. No cabe duda de que los inmigrantes españoles
e italianos son muy activas en la lucha anticlerical y hasta crean focos de fuerte presencia
clerófoba, como es el caso del barrio porteño de La Boca, donde los extranjeros son
mayoría. Algunos de los periódicos de las colectividades de inmigrantes son baluartes del
anticlericalismo más mordaz, como El correo español y La patria degliitaliani. Pero
también el clero católico se vuelve progresivamente extranjero: salesianos italianos,
redentoristas alemanes, lasallanos franceses… Buena parte de la sociedad, católica o
anticlerical, es extranjera o hija de inmigrantes. Muchos inmigrantesson portadores de un
acendrado anticlericalismo, pero a su llegada al país no hacen sino engrosar las filas y
enriquecer los discursos de sus correligionarios criollos. Es significativo que la misma
acusación de “antinacional” sea disparada desde ambos bandos: mientras los católicos
acusan a sus adversarios de atentar contra el corazón de la supuesta identidad nacional, los
anticlericales descalifican a los clericales como agentes de un poder extranjero que atenta
contra la soberanía.
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La mirada de largo plazo nos permite comprender también que la violencia
clerófoba y sacrófoba no puede desvincularse de la historia más general, de largo plazo, de
una violencia religiosa a la que el catolicismo acudió abundantemente, mientras pudo, para
conservar incólume el régimen de unanimidad. Los episodios de ese tipo tampoco faltan en
este período. Aunque ninguno adquiere la resonancia del incendio del Colegio del Salvador
o la de los ataques de 1955, hay casos más o menos ruidosos:el salesianoGiovanni Page | 3
Caglieroes agredido enLa Bocaen 1876 y a gatas se salva de terminar en el río. En 1880 es
asesinado en plena calle en Buenos Aires el sacerdote Tomás Pérez y un grupo de
estudiantes agrede a pedradas al obispo José María Gelaberten Santa Fe. En 1901 es
saqueado y profanado en esa misma provincia el Santuario de Nuestra Señora de
Guadalupe. En noviembre de 1909 un anarquista ruso, Pablo Karaschin, es detenido
mientras intenta colocaruna bomba en la Capilla del Carmen de Buenos Aires. En 1919,
durante los disturbios de la SemanaTrágica, son agredidas varias iglesias del barrio de
Almagro. Muchos de esos episodios responden a coyunturas de enfrentamiento agudo: los
de 1880 coinciden con las controversias en torno a las leyes laicas; el de Karaschin, con la
Semana Trágica de Barcelona; los de 1919 fueron una manifestación más de las violencias
que se desataron durante su homónima argentina.
Esta suerte de era secular de la Argentina contemporánea no constituye un período
homogéneo, sino que presenta, en líneas generales, momentos de fortaleza y de
debilitamiento. Puede trazarse una suerte de curva de ascenso y descenso: la crítica de la
religión inicia este medio siglo armada de una confianza desarmante en el triunfo
inexorable y definitivo de la Argentina laica, pero lo concluye luchando palmo a palmo por
la defensa de las conquistas alcanzadas. El período más promisorio para su causa es sin
dudas el que media entre la convocatoria al Congreso Pedagógico de 1882 y la sanción de
la ley de matrimonio civil en 1888, pasando por el debate de la ley 1.420 de educación
común en 1883-1884. Esos enfrentamientos, que movilizan ampliamente a las fuerzas
anticlericales en la prensa periódica y en la agitación callejera, se ven coronados por el
triunfo. Pero hacia fines de siglo comienza a advertirse, como en otros países
latinoamericanos, una mejoría en las relaciones entre la Iglesia y el Estado y una mejor
predisposición de las elites culturales y políticas hacia el catolicismo. Confluyen para crear
ese nuevo clima varios factores. Por un lado incide el espiritualismo, crítico del positivismo
otrora hegemónico, que comienza a impregnar el mundo de la cultura; por otro, se
enseñorea poco a poco del mundo occidental un nacionalismo de corte culturalista,
preocupado por la homogeneidad cultural y tal vez racial de la nación. En algunas figuras
de la política y de la cultura se detecta una tendencia a la recuperación de la tradición
hispana, especialmente a partir de la guerra que enfrenta a España y a los Estados Unidos
en 1898. Paralelamente, el giro que imprime al catolicismo León XIII, al dejar en un
segundo plano el obcecado antiliberalismo de Pío IX para incluir en la agenda los conflictos
sociales y su posible resolución, confluye con la preocupación de las elites en torno al
mismo tema: organizaciones sindicales, atentados y huelgas son fenómenos que en países
nuevos, tal vez heterogéneos en un grado que comienza a juzgarse excesivo, podrían
derivar en peligros mayores que en el Viejo Mundo. En ese contexto no es extraño que las
elites comiencen a observar con mayor simpatía a la religión tradicional, que en definitiva
constituye un rasgo característico del continente y que además, preocupada ahora por las
contradicciones del capitalismo y la cuestión social, puede contribuir a poner coto al avance
de los “maximalistas”.
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Parte de las elites culturales y políticas desconfían de una identidad católica que
puede proveer una fidelidad alternativa a la de la nación, pero no pueden pasar por alto que
entre los pocos rasgos culturales comunes a la mayor parte de los argentinos y de los
inmigrantes se cuenta el catolicismo. Católicos como José Manuel Estrada y Pedro Goyena
insisten, en los debates del decenio de 1880, en la idea de que la nación no nace de un mero
contrato político, sino que constituye ante todo una comunidad cultural y religiosa. Esas Page | 4
ideas, que en su momento logran escaso eco, en el decenio siguiente empiezan a encontrar
un humus fértil en el que germinar. La Iglesia, que por su parte se identifica cada vez más
con el ideario nacionalista –como ilustran las intervenciones del diputado y obispo
Gregorio Romero en el parlamento y la famosa homilía patriótica de monseñor Miguel De
Andrea en 1910-, puede ofrecer un espacio importante, junto a otros, para la
nacionalización de las masas de origen inmigratorio. No es tanto la confianza en el
progreso y en la razón lo que empieza a resquebrajarse, como la certeza de que la Argentina
moderna pueda o incluso deba prescindir de la religión y de la Iglesia.
Puesto que en la vida argentina los buenos motivos para sostener un conflicto
permanente no abundan –aunque los anticlericales más radicales insistan en afirmar lo
contrario-, una vez alcanzado un umbral de laicidad razonable las circunstancias –
inmigración masiva de difícil control, creciente conflicto social- aconsejarán arriar algunas
de las banderas laicas o cuanto menos dejarlas a media asta: la Iglesia, en definitiva, tiene
bastante que ofrecer a un Estado que sólo a duras penas logra garantizar el “orden social” y
hacerse cargo de sus tareas mínimas, por lo que un eventual avance en el programa de
laicización no puede arrojar mayores beneficios. El cambio de orientación, apenas
perceptible, se ve facilitado por el hecho de que las “conquistas” de la laicidad han sido en
todos los casos modestas. La ley 1.420 ha secularizado la educación, pero vige sólo en la
Capital Federal y en los territorios nacionales: en varias provincias -Córdoba, Santa Fe,
Catamarca, Jujuy- se sigue enseñando religión como si nada. Por otra parte, los colegios
católicos prestigiosos captan porciones importantes del estudiantado –incluidos los hijos de
furibundos anticlericales- y en los territorios nacionales, donde rige la ley, suelen constituir
la única opción. A partir de la gestión del ministro Osvaldo Magnasco (1898-1901) la
Iglesia recupera espacios en el ámbito educativo. La confluencia se verifica también en
otros planos: en las estepas patagónicas de reciente colonización el misionero salesiano
suele llevar en las alforjas, junto al misal y al breviario, los libros del laicísimo registro
civil, en tanto que único agente posible de ese Estado perdido en las nebulosas de la
distancia. Otros ejemplos más pueden citarse: las cárceles femeninas, que siguen en manos
de la congregación del Buen Pastor; el servicio de enfermería de los hospitales públicos,
que no prescinde del aporte de religiosas de vida activa; el ejército nacional, que sigue
teniendo sus capellanes y misas de campaña; el culto público oficial, en fin, que sigue
siendo patrimonio del catolicismo.
Antes aún de que maduren del todo los frutos de la laicidad, comienzan a tomar
color los de una estación en la que los anticlericales y otros laicistas irán perdiendo puntos
de apoyo que creían definitivamente adquiridos. Las elites dirigentes les están soltando la
mano.
El clima se caldea
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Con razón la historiografía católica recuerda los que siguieron al incendio del
Salvador como años de creciente hostilidad anticlerical. Un artículo de El católico
argentino de diciembre de 1875 advierte que el anticlericalismo ha ganado las más altas
esferas del gobierno a pesar del catolicismo del presidente Avellaneda. De hecho, no había
sido designado ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública el devoto Félix Frías, sino
el masón anticlerical Onésimo Leguizamón. Además, tras deplorar unánimemente el Page | 5
incendio del Salvador los anticlericales habían reanudado la lucha: es elocuente la
condescendencia que los jueces usaron con los acusados de haber perpetrado los desmanes,
a los que fueron dejando libres, a veces, sobre la base de declaraciones inverosímiles. Pocos
días después de los hechos se empezó a acusar a la Iglesia, en la prensa periódica como en
sede judicial, de haber azuzado la ira de sus enemigos. Los católicos percibían con pavor
que la masonería controlaba la vida de la capital y temían que se apoderase del país:
“Buenos Aires… se encuentra enteramente dominada y despotizada por la masonería. Sus
logias o clubes se reúnen continuamente, y sin cesar se ocupan de promover por todos
medios sus intereses antirreligiosos y antisociales…”, “la prensa de la capital toda ella, con
muy raras excepciones, responde manifiestamente a los propósitos subversivos, impíos y
desmoralizadores de aquella tenebrosa y temible asociación”.
En ese clima surgieron instituciones específicas para alentar o contrarrestar la
prédica anticlerical. En 1877 Félix Frías fundaba el Club Católico para combatir la
propaganda liberal, pero al año siguiente se abrió un Club Liberal en el que confluyeron,
entre muchos otros, Juan María Gutiérrez, el legendario y eterno Salvador María del Carril,
Juan Carlos Gómez, Vicente Fidel López y su hijo Lucio Vicente, Carlos Encina, Adolfo
Saldías, José M. Lagos y Enrique B. Moreno. La entidad se proponía conformar “un centro
comun, que dando una direccion conveniente á las fuerzas intelectuales y activas del
pueblo, hoy dispersas, coadyuve poderosamente á la obra del porvenir”. Para alcanzar ese
futuro era necesario quitar de en medio “todos los obstáculos”, el principal de los cuales era
el clericalismo, fuerza “fatal al desarrollo de la civilizacion” dedicada a “reconstruir en
América el imperio que ha perdido en la Europa”. En 1881 el Club había desaparecido, tal
vez a causa de la muerte de su inspirador Gutiérrez, pero volvió a abrirse con un nuevo
plantel de socios: Carlos Pellegrini, Miguel Cané, Vicente Fidel y Lucio V. López, Ramos
Mejía, Vicente Casares, Delfín Gallo, Leandro N. Alem, Luis María Drago, Francisco
Barroetaveña, Juan Carlos Encina, ArtayetaCastex, Roberto Levingston, Nicolás Matienzo
y Juan Carlos Gómez, entre otros. El carácter un tanto errático de la asociación –como de
otras- se explica por los altibajos que en la Argentina experimentó el enfrentamiento entre
clericales y anticlericales.
En su primera fundación el Club no llamaba a dejar de lado la problemática
religiosa, sino a prestarle mayor atención, dado que había sido el “indiferentismo” el
culpable de que el “fanatismo” hubiese alcanzado un desarrollo capaz de “privarnos del
principio fundamental de nuestro progreso - la absoluta práctica libre de los cultos y la
ámplia libertad de conciencia”. La victoria, sin embargo, era segura: la “reaccion
ultramontana” no era sino “el estertor que precede á su muerte”. Su agonía era rápida en
Europa, “porque la ciencia y la investigacion todo lo domina allí”; si en América era más
lenta, se debía a que “aquí se agitan aún los restos del pasado, y la educacioncomun aún no
ha llegado á ser un foco de luz pura y vivificante”. El título de su periódico, El libre
pensador, puede sugerir una errónea relación genealógica entre estos librepensadores de
1870 y los que se organizarán a principios del siglo XX, que conoceremos más adelante.
Los hombres del Club Liberal, a diferencia de quienes se identificarán con ese rótulo treinta
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años más tarde, no habían renunciado a sus motivaciones creyentes, tal vez de matriz
deísta, tal vez de explícita adscripción cristiana. Lo dejaron claro en su manifiesto
fundacional:
No nos guia un espíritu hostil al sentimiento religioso que es una de las bases en
que reposa la moralidad de las naciones; pero buscamos la transformacion de
ese sentimiento, dándole los caracteres nobles y elevados que son propios de su
esencia misma despojándole de las trivialidades y esplotaciones á que dá origen
bajo la forma que el ultramontanismo le ha impreso.
El caso de Gutiérrez en sus últimos años de vida es elocuente. En 1875 el polígrafo
porteño publicó en la Revista del Río de la Plata un ensayo sobre “las restauraciones
relijiosas” que en su opinión habían tenido lugar en el país, fruto de la alianza nefasta de la
dictadura y del despotismo eclesiástico de matriz jesuítica. Pero ese cuestionamiento
convivía con la exquisita sensibilidad religiosa que dejó plasmada en esos mismos años en
otros textos, en particular su profunda “profesión de fe” dirigida “al Obispo que me llama
ateo”. Allí se declara incrédulo del Dios concebido como “un vejete de larga barba blanca,
especie de papa o emperador”, un Dios antropomorfo “celoso, vengativo”, un Dios “mal
geógrafo y peor astrónomo, mala copia inmensa y empequeñecida del hombre; colérico,
que pone mal gesto al género humano, […] que con gusto condena y rara vez perdona”.
Pero a la vez fiel creyente del Ser “cuya alma siento en el fondo de la mía”, del que “me
habla en voz baja”, “del prodigio inmanente que sentimos más vivo que nuestra propia vida
y por el cual nuestra alma […] aspira a llegar donde remontó Sócrates y llegó Jesús”, hasta
alcanzar el martirio “por la causa de la justicia, de lo bello”. En ese plano, exclamaba
Gutiérrez, “yo soi el creyente y vos, sacerdote, el ateo”. No llama la atención, entonces, que
entre los elogios que prodigaba a su esposa figurase el de ser “mujer fuerte i creyente i
entrañablemente amada”. Para Gutiérrez el catolicismo ya no representaba una religión,
sino una estructura de poder reaccionario fundada en groseras supersticiones. En una carta
de 1875 decía que el elogio del presidente católico ecuatoriano Gabriel García Moreno –al
que llamaba “el Rosas del Pacífico”- era propio de los periódicos “llamados relijiosos por
mal nombre”. En otras se mofaba de las ceremonias católicas como de meras supercherías:
en una de ellas, recordando las procesiones que en el pueblo chileno de Purutum llevaban la
hostia consagrada en una custodia con forma de pelícano, preguntaba a su corresponsal si
era aún costumbreponer “el cuerpo del Salvador dentro de aquel pajarraco”.
Dos combates ilustran elocuentemente el anticlericalismo y el anticatolicismo de ese
anciano. Uno es el que libró en una serie de cartas publicadas en 1876 para explicar su
rechazo a su designación como miembro de la Real Academia Española. En ellas vinculó
públicamente el poder de la religión al de la lengua como instrumentos del absolutismo y la
dependencia cultural. Otros románticos -como Alberdi y Sarmiento- habían subrayado la
importancia del control de la lengua para la construcción de la nación; la originalidad de
Gutiérrez radica en el vínculo que establece entre lengua y religión. Su correspondencia
privada de ese año expresa la misma preocupación. En una epístola fechada el 6 de marzo
explicaba que de aceptar los americanos la autoridad de la Real Academia tendríanno sólo
“un sílabus y un concilio en Roma”, sino también un diccionario que los gobernaría“en
cuanto a los impulsos libres de nuestra índole americana en materias de lenguaje, que es
materia de pensamiento i no de gramática”. El idioma era un elemento identitario como la
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religión: “no escribiremos nada sino pensando en nuestros jueces de Madrid, como los
obispos que sacrifican los intereses patrios a los intereses de su ambicion en Roma”.
Los “pigmeos de la Academia española”, escribía a Enrique Piñeyro,pretendían
poner un dique al mundo democrático y libre. Mientras “aquí, en el extremo de la América
meridional, a las orillas del Plata, no hay una sola institución, una sola ley fundamental que
no refleje las formas libres de la sociabilidad política de los hijos de Washington”, la Page | 7
Academiahabía sido fundada “por criados de Felipe V”con el fin de “esclavizar la lengua a
los intereses del trono, después que todas las demás libertades estaban enterradas en
España”:
La lengua o el lenguaje, atributo de la nacionalidad e instrumento de las ideas,
tiene una inmediata correlación con el pensamiento, y nadie tiene derecho a dar
reglas sobre cómo ha de expresarse el pensamiento […]. Con la forma del
lenguaje sucede lo mismo que en las fisonomías: al contacto de idiomas (es
decir de ideas) extranjeros, de diversas nacionalidades a la española, no se
vicia, se transforma insensiblemente el vocabulario y hasta la sintaxis del
idioma castellano en esta parte de la América donde yo nací y vivo, y en donde
es permitido a cualquier alemán, inglés o francés, enseñar las bellas letras y
ciencias en la lengua que se les antoje.
Gutiérrez veía en la religión y en el lenguaje dos instrumentos de opresión de la
libertad que a tan alto precio se había conquistado con la revolución:
Los americanos del Sur estamos tan novicios en materias de libertad, que no
advertimos los peligros: a que ésta se halla frecuentemente expuesta: a cada
momento se contradicen: quieren ser hombres de su siglo y del XVI al mismo
tiempo… dicen que son republicanos y educan sus hijos bajo la disciplina de
los jesuítas, soldados jurados de las Instituciones monárquicas. Así no han
podido advertir el lazo que se ponían al cuello, atándose a la Academia
monárquica, fanática y servil de Madrid, que comienza por fajarlos con sus
reglas gramaticales y acaba por obligarlos a pensar como buenos súbditos del
nieto de Fernando VII.
A ese paso, profetizaba,
Llegará el día en que no haya error, en la época colonial, no habrá barbarie de la
conquista, no habrá queja contra nuestro atraso por causa de nuestros abuelos
godos, que no tengamos que disimular, teniendo en cuenta el aplauso o la
censura del senado que nosotros mismos aceptamos en la Capital de la
metrópoli. ¡Adiós Literatura nacional! Los escritores americanos van a
colocarse en la situación del clero alto en los pueblos católicos – no tienen éstos
más patria que Roma.
El segundo combate lo opuso, junto a otros letrados como Adolfo Saldías, al proyecto
-que se concretó en 1880- de sepultar los restos de San Martín en la catedral metropolitana.
La iniciativa en este caso no partió de Gutiérrez, miembro de la comisión que debía
ocuparse de la repatriación de los restos, sino de Saldías, que desde las páginas de El
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Nacional disparó contra el proyecto, que contrariaba el expreso deseo del prócer de
descansar en el cementerio público de Buenos Aires. La protesta logró el inmediato apoyo
de Gutiérrez, que en carta privada manifestó a Saldías el rechazo que le inspiraba la idea de
que el “Grande Hombre, que como tal ha muerto fuera de toda comunidad religiosa, de toda
iglesia”, compartiera el recinto sacro con Santa Rosa de Lima, “esa chola clorótica que ha
subido a los altares católicos, gracias al fanatismo de una colonia y al oro del Perú a que tan Page | 8
aficionada fue siempre, y lo es todavía, la Curia romana”. En la definición del lugar que se
eligiera para el mausoleo del prócer nacional por antonomasia estaba en juego nada menos
que el lugar del catolicismo en el relato histórico y por ende en la cultura del país. “Este
punto –continuaba Gutiérrez- “es en mi concepto importante, y debe resolverse
previamente a toda suscripción antes de trasladarse los restos de San Martín”.
Entre tanto la prensa periódica ardía, de un lado y del otro. A los periódicos
católicos La América del Sud y El eco de América se enfrentaban El librepensador, vocero
del Club liberal, La Tribuna y una miríada de ínfimas publicaciones mordaces y satíricas, a
veces simples sueltos de lectura rápida que circulaban de mano en mano. En parte esa
prensa procaz, tal vez obscena, estuvo en manos de algunos miembros anticlericales y
anticatólicos de una nueva generación: la que por entonces gustaba referirse a sí misma
como “la juventud de Buenos Aires” y que postreramente será conocida como Generación
del ’80. Hacia 1878, cuando se publica La Matraca, tienen entre 25 y 30 años. Varios de
ellos son hijos de hombres que han sido activos en la política y que en algunos casos han
debido afrontar el exilio en tiempos de Rosas. Herederos de La Matraca tras su cierre
fueron varios periódicos de efímera existencia que aparecieron a mediados de ese mismo
año: El Católico, El clérigo y El fraile. Diferente es el caso de Nana.Diarioracionalista y
noticioso para hombres solos, editado en 1880, porque su insistente prédica anticlerical
recurre a otros recursos discursivos.
En La Matraca los blancos predilectos siguen siendo los frailes y el arzobispo
Aneiros (para el periódico “Asneiros”), a los que endilgan los consabidos e inmemoriales
vicios del clero: la ignorancia, gula, la avidez y sobre todo la incontinencia. Así, por
ejemplo, en el número 3 se atribuye a “los herejes” la versión de que el arzobispo no
regresa de Tandil, a donde se ha trasladado en visita pastoral, “porque está entretenido con
dos indiesitas de catorce años, á quienes acaba de cristianar”. Así, también, una columna
que lleva por título “Los ejercicios” relata la historia de una bella niña beata en quien ha
despertado “la mujer lasciva, con sangre de llamas” y que recibe las visitas nocturnas de
dos clérigos. Las burlas no tienen límites: la noticia de que se han puesto en venta manojos
del lecho de paja sobre el que descansó el cadáver del Papa recientemente extinto se
reproduce invitando a los lectores a adquirir las indulgencias de “la paja de Pío IX”. En sus
páginas se suceden los chistes, los versos mordaces y supuestos anuncios, como el que pide
“cinco [mucamas] en buenas carnes y de quince años abajo, para el cuidado de personas
débiles y enfermas. […] Ocurrir á la celda núm. 10 de [Santo] Domingo”.
En la última entrega del periódico, que data del sábado 23 de junio de 1878, se
comprenden las razones por las que se ordenó su clausura. En primera página se responde a
las acusaciones que “los galeotes de sotana” de La América del Sur han dirigido contra La
Matraca, acusando a sus redactores de inmorales. Su verdadero pecado, explican, ha sido el
demostrar que el padre Cabezas es un ladrón mercenario, que el arzobispo es un encubridor
de ladrones, que el fraile Saturnino Rodríguez es “un miserable calavera con el alma
depravada”, que el cura de La Piedad falsificó un testamento, que el de Flores es un
bellaco, que el padre Palmieri estafó a la Iglesia y que otros sacerdotes son libertinos o
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alcohólicos, como el cura Zaballa y como “muchos otros ministros de Dios [que] son
bajados de los púlpitos en completo estado de ebriedad”. La Corte Suprema y la
Municipalidad ordenaron el inmediato cierre del periódico, que resucitó a la semana
siguiente con el título de El católico, siempre redactado por “Fray Macario” y bajo la
responsabilidad del editor Eduardo Gutiérrez.
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Las grandes batallas: educación, matrimonio, divorcio
Las primeras escaramuzas en el terreno institucional se produjeron en 1881 en el
seno del flamante Consejo Nacional de Educación. Sarmiento, que lo presidía, entró en
conflicto con los consejeros católicos y renunció al ser nombrado vicepresidente uno de
ellos, Miguel Navarro Viola. Simultáneamente, el ministro de Justicia, Culto e Instrucción
Pública Eduardo Wilde convocaba a un Congreso Pedagógico que sesionaría en 1882. No
hace falta extenderse en recordar el anticlericalismo que Wilde desplegaba en público y
sobre todo en privado -Carlos Ibarguren recuerdael modo en que escandalizaba a su padre
con “su punzante ironía al referirse a la religión y al clero”-. En cuanto el Congreso quedó
inaugurado el 10 de abril comenzaron los chisporroteos, que pronto derivaron en agresiones
verbales, entre el grupo más intransigente de los congresales católicos y los defensores de
la escuela laica. Desde luego, las sesiones fueron seguidas con atención por la opinión
pública, también ella dividida. El Club liberal y otras asociaciones, la prensa periódica, los
volantes y sueltos que circularon profusamente, agitaron los ánimos y movilizaron a la
opinión anticlerical. Uno de esos muchos volantes acusaba a los católicos de querer reducir
a la Argentina “a la condición de una misión guaraní” echando del profesorado a los
“hombres libres” para suplantarlos con “jesuitas y beatas que harían retroceder la sociedad
argentina a la más oscura época”. A ese choque siguieron, entre 1882 y 1883, las
controversias en torno a la eventual firma de un concordato con la Santa Sede, hipótesis
fuertemente combatida desde las páginas de El Nacional por Sarmiento, que calificó la
iniciativa como un producto “de la escuela política de Córdoba”. Pero los enfrentamientos
más duros se verificaron en 1883-1884 mientras el Congreso discutía la Ley 1.420. Las
iniciativas a favor de la ley fueron innumerables: artículos periodísticos, mítines, abucheos
y chiflatinas desde la barra, recolecciones de firmas, panfletos, folletos, manifestaciones
callejeras, pusieron sobre el tapete lo que la opinión anticlerical consideraba el dilema de la
hora: “el monje o el ciudadano libre; Loyola o el libre pensador”.
Todos esos hechos repercutían también en la vida cultural, académica y literaria. En
Córdoba, en 1884, Ramón Cárcano defendía su tesis sobre los hijos adulterinos, incestuosos
y sacrílegos impugnando el impedimento dirimente derivado del voto de castidad y del
celibato y defendiendo la igualdad ante la ley de los hijos nacidos de uniones irregulares,
incluidos los amancebamientos y concubinatos de sacerdotes. La tesis atacaba el celibato
eclesiástico y defendía la separación de la Iglesia y el Estado. La carta pastoral del vicario
capitular cordobés Gerónimo Clara prohibiendo a los católicos enviar a sus hijas a la
escuela normal dirigida por maestras protestantes, condenando la tesis de Cárcano y la
impiedad de los periódicos El Interior –editado por José del Viso y el mismo Cárcano-, La
Carcajada y El Sol de Córdoba encendió una hoguera que alcanzó dimensión nacional y
derivó en la suspensión del vicario por decreto del Poder Ejecutivo, que consideraba al
eclesiástico un funcionario público y a su carta pastoral un atentado contra la soberanía
nacional.
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Combatientes de esas batallas por la laicidad, los anticlericales de la Generación del
80 no se privaron de plasmarlas en algunas de sus obras literarias. En 1884 se publicó La
gran aldea de Lucio V. López, miembro del Club Liberal. En su capítulo 12 la tía
MedeaBerrotarán, atacada por una hemorragia cerebral luego de un disgusto en la Sociedad
Filantrópica a la que pertenece, agoniza y los médicos se declaran vencidos, cuando
aparece el sacerdote:
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Se acercó al lecho un fraile obeso, vestido de colores llamativos, impasible
como una foca, gordo como un cerdo; el rostro achatado por el estigma de la
gula y de los apetitos carnales, la boca gruesa como la de un sátiro, el ojo
estúpido, la oreja de murciélago, los pómulos colorados como los de un clown.
Abrió entre sus manos grasas y carnudas un libro cuyas páginas alumbraba un
monigote con un cirio, y eructó sobre el cadáver, en latín bárbaro y gangoso,
algunos rezos con la pasmosa inconsciencia de un loro.
Al entierro de la tía, que aunque víctima reciente de la estafa de un padre escolapio
conservaba “su fervor por los frailes y monigotes”, concurre un universo más amplio de
eclesiásticos: los clérigos de las parroquias más prestigiosas -“correctos la mayor parte”- y
los religiosos de las distintas órdenes masculinas, “incorrectos desde el punto de vista de la
higiene personal”. A esa “turba de cuervos negros y pardos” encabezada por el fraile de
“uniforme carnavalesco de colorinches” e “impasible cara de foca”, se agrega la presencia
del “tribuno ultramontano”, figura de los que por entonces lidiaban contra las leyes laicas
en el parlamento, en el mitin o en la prensa periódica, al que se retrata como una suerte de
residuo del pasado:
…pedante atorado de suficiencia, orador sibilino y hueco, gran momia literaria,
rellena de Blair y Hermosilla, specimen del gongorismo español, que, sentado
en el carruaje de duelo, como si lo hubiesen clavado en una estaca, mantenía su
gravedad solemne como para aparentar la profunda desolación que le causaba la
muerte de aquella vieja cuyas virtudes corrían al fin parejas con la sinceridad de
sus convicciones religiosas.
López dispara contra los clericales -frailes, clérigos y tribunos laicos- con esa arma
letal del anticlericalismo que es el humor, esgrimida en la descripción grotesca de la liturgia
mortuoria -que a causa de su solemnidad tan fácilmente puede trocarse en ridícula- y en el
retrato jocoso del rancio decoro del tribuno católico y del fraile que preside la ceremonia,
cuyos rasgos animalescos revelan –en la línea del positivismo criminológico- múltiples y
graves patologías psíquicas.
El mismo año Miguel Cané publicaba Juvenilia, otra pieza literaria destinada a
contarse entre los clásicos de la literatura argentina del siglo XIX. Allí narra las aventuras
de los estudiantes del antiguo Colegio Nacional, institución que en sus años de adolescencia
conservaba ciertos rasgos clericales heredados de la antigua tradición de las aulas
coloniales y patrias, aunque cobijaba a la vez a profesores nada piadosos como Amadeo
Jacques, refugiado de las tormentas francesas de 1848. Según Cané los estudiantes no se
destacaban por su piedad, se declaraban “ateos en filosofía” y en muchos casos sostenían
las que creían ser ideas de Thomas Hobbes. Las prácticas religiosas de sabor claustral que
todavía imperaban en la educación inspiraban a esos estudiantes “suprema indiferencia”,
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hasta el punto de no ver en ellas, en su desprecio, ni siquiera una causa digna de
contestación. El moderado Cané culpa a “la vida de reclusión, las lecturas disparatadas y
sin orden, el alejamiento de la familia, de la sociedad y, sobre todo, cierto prurito de
estudiantes” por esa inclinación a un “escepticismo amargo y sarcástico, ante el cual no
había nada sagrado”. Deja testimonio, además, del cariño que en general sentían por el
piadoso padre Agüero, rector del instituto –aunque inscripto en la masonería, como Page | 11
sabemos-. Sin embargo, la publicación de esos recuerdos no dejaba de cumplir una función
en el contexto de los debates en torno a la reforma educativa, al subrayar la inadecuación de
esa educación y de esas prácticas religiosas vetustas a la vida argentina moderna.
El otro gran combate de la década fue el del matrimonio civil, que se sancionó en
1888 como resultado de la discusión de un proyecto elaborado tres años antes. Con ello se
hacía realidad un anhelo muy extendido en la opinión pública laicista. Recordemos la ley
de Nicasio Oroño en Santa Fe dos décadas atrás; años más tarde el Club liberal elevó al
congreso un proyecto que proponía la estipulación de matrimonios celebrados ante un juez
y dos testigos para las “personas cuya iglesia no tenga sacerdocio establecido en la
República”. Cuando un dictamen del Procurador General de la Nación Eduardo Costa, que
se sumaba a otros varios emitidos en los años precedentes, volvió a poner en 1887 la
cuestión sobre la mesa, la bandera anticlerical volvió a agitarse en la calle y en la prensa
periódica. Por ejemplo, días antes de su discusión en el Senado el periódico oficialista SudAmérica anunció el fin del “imperio del fraile” y “el día [en] que todo elemento clerical se
vea reducido a la inercia”, agregando a la nota un tinte apocalíptico: “las mismas sagradas
escrituras que siempre invocan los clericales en pro de sus pretensiones han anunciado la
caída de la Iglesia romana o sea, del gran centro de la explotación de las conciencias”.
Diferentes proyectos, más o menos radicales, se dieron a conocer y se debatieron en la
prensa en esos meses. Entre los más osados figura el del diputado correntino Juan Balestra,
que proponía considerar a la unión civil como la única válida, en detrimento de la religiosa,
y hasta contemplaba la posibilidad del divorcio. La ley, opinaba el diputado, no podía
apelar a ningún fundamento religioso sin convertirse en teocrática y tiránica.
En la Cámara de Diputados fueron Estanislao Zeballos y Lucio V. Mansilla quienes
defendieron con mayor denuedo el matrimonio civil, el último reclamando por los derechos
de “todas las conciencias, sea cual sea el credo, sea cual sea la fe y el culto que se profese”.
Durante la discusión en la Cámara Alta se sucedieron varios discursos de audaz contenido
anticlerical. Uno fue el del ministro de Culto Filemón Posse, que enfocó el problema no
desde el punto de vista jurídico, sino desde el religioso. La intervención incluyó alusiones
hilarantes a episodios bíblicos como el forzado matrimonio de Jacob con Lía, la hermana
fea de Raquel, con quien el patriarca no deseaba casarse. Aunque católico, Posse denunció
además las ambiciones políticas del papado. El ministro Wilde habló más extensamente
aún, en dos largos discursos en los que, según su costumbre, mechó frases escandalosas,
por ejemplo tachando a la Biblia de libro inmoral y absurdo y afirmando que el
ultramontanismo y el catolicismo –a diferencia del cristianismo, al que consideraba una
bendición- eran “fatales para el mundo [y] fatales para la misma Iglesia”. Dos partidos,
afirmaba Wilde, convivían en la Santa Madre, “llamados católicos, los que están fuera y
jesuitas los que están dentro”. Los católicos sinceros estaban fuera de la Iglesia; los que
permanecían en su seno eran “jesuitas”, no verdaderos creyentes.
La última gran batalla por la laicidad del período fue la del proyecto de ley de
divorcio que se propuso, debatió y naufragó en 1901-1902. Significativamente, porque su
naufragio nos habla del cambio de contexto político, ideológico y cultural respecto de la
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década de 1880, cuando la opinión laicista había cosechado sus más sonados triunfos. La
causa del divorcio, que no había prosperado en 1888, encontró una oposición más sólida en
1902 debido al cambio de clima ideológico de fin de siglo y a las inquietudes y temores que
despertaban en sectores de las elites los crecientes conflictos sociales -“terreno de cultivo”
para el “peligro maximalista”- y una inmigración de masas que supuestamente desafiaba la
“identidad nacional”. Basta recordar que en esos mismos años se sancionó la Ley de Page | 12
Servicio Militar Obligatorio (1901) y la Residencia (1902), que permitía expulsar a
extranjeros “peligrosos”. El descontento social a causa de la desocupación y del malestar
por las condiciones de trabajo y las medidas represivas en algunos sectores llevaron a
huelgas y manifestaciones que alcanzaron momentos de algidez en agosto y en noviembre
de 1902. Todos esos motivos aconsejaban más bien contemporizar con la Iglesia, que
estaba fortaleciéndose con el aporte de recursos que le proporcionaba la inmigración de
órdenes religiosas europeas. La opinión antidivorcista aprovechó muy eficazmente esas
inquietudes, señalando los riesgos que para la cohesión social de un país tan heterogéneo
podía comportar la disolución legal de los vínculos conyugales.
El promotor de la iniciativa fue el diputado por la Provincia de Buenos Aires Carlos
Olivera, infatigable anticlerical que desplegó la causa de la laicidad en innumerables
conferencias, discursos parlamentarios y artículos periodísticos –era colaborador de El
Diario, dirigido por Manuel Láinez-. Su proyecto rápidamente dividió aguas: tanto quienes
creían necesario profundizar la laicización del país como quienes proponían frenarla e
incluso revertirla encontraron en la discusión de la ley un nuevo terreno de batalla. La
controversia en torno a la ley se transformó en un cuestionamiento más general del grado
que había alcanzado la laicidad argentina y de los signos de debilitamiento que estaba
comenzando a evidenciar. Elocuentemente, La Prensa lamentaría, en un editorial, “el
aspecto religioso” que había cobrado el debate. Así ocurrió con las manifestaciones a favor
de la ley, como la del 1 de septiembre de 1902, encabezada por la primera línea de la
dirigencia socialista en pleno. También con la miríada de conferencias que se pronunciaron
en locales y plazas –como las de Alfredo palacios-, los artículos periodísticos que se
publicaron –en la prensa nacional como en la de diferentes partidos e instituciones- y hasta
con las obras de teatro: Electra de Benito Pérez Galdós, estrenada en Buenos Aires en
marzo de 1901, apenas dos meses después que en Madrid, parece haber tenido la capacidad
de “electrizar” a algunos concurrentes, que salían del teatro enfurecidos con los frailes e
inclinados a cometer violencias contra los conventos. En 1901 se registraron varios amagos
de ataques en Buenos Aires -uno contra el Colegio del Salvador- y en Córdoba, al tiempo
que algunos sacerdotes –José A. Orzali, Francisco Arrache- fueron agredidos por la calle.
Incluso algunos debates parlamentarios que en principio no parecían guardar relación con el
tema religioso fueron ocasión de invectivas: sucedió con el artículo de la Ley de Servicio
Militar Obligatorio que exceptuaba a los seminaristas, con el que Olivera se dio un festín.
El recinto legislativo escuchó los discursos –a veces interminables- de promotores
de distintos proyectos divorcistas –el de Olivera no era el único- y de los diputados
antidivorcistas. Se sucedieron en la palabra Francos Barroetaveña –informante de la
Comisión de Legislación-, José Galiano, Olivera, Ernesto Padilla, Federico Pinedo,
monseñor Gregorio Romero, Enrique Peña, Juan Ángel Martínez, Marco Avellaneda, Juan
Balestra y otros, hasta que el 4 de septiembre, sometido a votación, el proyecto fue
rechazado por una diferencia de dos votos. A partir de entonces las iniciativas socialistas en
el mismo sentido –como la de 1922- naufragarían también, por lo que la primera Ley de
Divorcio argentina sería la sancionada por el gobierno peronista en diciembre de 1954, de
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fugaz existencia a causa del golpe militar del año siguiente. Todas las lecturas del fracaso
de 1902 han insitido en ver en él un síntoma de los nuevos tiempos que se estaban
avecinando, signados por el creciente vigor y gravitación pública de la Iglesia y por el
debilitamiento de las posturas laicistas.
¿En qué medida esas leyes y esos combates pueden juzgarse de naturaleza política o
religiosa? Desde el momento en que afectan a ambos campos no es fácil circunscribirlos Page | 13
dentro de uno o de otro. Hacerlo implicaría simplificar un problema complejo. Hubo
motivaciones políticas y religiosas en ambos bandos, no políticas en el caso de los liberales
y religiosas en el de los católicos. Durante esos debates buena parte de los “liberales” hizo
profesión de una fe católica de la que no tenemos motivos para dudar. La laicización de
áreas de la vida colectiva como la educación, el matrimonio o los cementerios no implicaba
necesariamente un combate contra el catolicismo, aunque sí contra la jurisdicción de la
Iglesia en esos ámbitos. ¿Podemos pensar que intentó “desacralizar” esos espacios? Tal vez
sería más apropiado pensar que buscó sustituir fuentes de sacralidad. Es difícil despojar a la
educación, el matrimonio y la muerte de algún tipo de trascendencia. En el ámbito
educativo, la fidelidad a la nación adquiriría connotaciones cuasi religiosas con la
educación patriótica, que encontró en José María Ramos Mejía y Ricardo Rojas tenaces
defensores en torno al Centenario. El matrimonio, aun concebido como un mero contrato,
es siempre uno de características muy especiales: no es lo mismo un divorcio que la
disolución de una asociación anónima. El caso de la muerte es más claro aun: los
cementerios civiles conservan el carácter sacro de los religiosos de muchas maneras, por
ejemplo prohibiendo las inscripciones y las pegatinas de carteles sobre sus muros en
nombre del respeto de quienes “descansan” en el recinto. Por no hablar de los muchos
“sustitutos laicos” de los bautismos, matrimonios y funerales religiosos que se crearon a
fines del siglo XIX. Un ejemplo entre muchos: en 1887 un grupo anticlerical fundó la
“Sociedad Argentina de Cremación”. Entre sus miembros se contaban José María Ramos
Mejía, Ángel Centeno, Juan B. Zubiaur, Adolfo Saldías y Lucio V. López. Sin dudas la
iniciativa era una respuesta al decreto del Santo Oficio de 19 de mayo de 1886
(Quodcadaverumcremationes) que condenaba una práctica bastante difundida entre los
librepensadores europeos –en esa fecha había 36 asociaciones del mismo tipo sólo en Italia. Pero lo que sabemos de esas instituciones desmiente la idea de una desacralización de la
muerte: también las cremaciones eran acompañadas de un aparato ritual que incluía
discursos, gestos y símbolos que afirmaban su carácter sacro. Lo veremos claramente
cuando analicemos el funeral civil con que se despidieron los restos de Florentino
Ameghino En otras palabras: la laicización de esas áreas de la vida colectiva implicaba la
construcción de espacios de sacralidad nutridos en otras fuentes: el Estado, la ciencia, la
revolución...
Florentino Ameghino contra la Virgen de Luján
Entre lascríticas al catolicismo que se esgrimieron en el fragor de esas controversias,
se contaron las que apelaban al conflicto decimonónico entre ciencia y religión. El
evolucionismo darwiniano se popularizaba, a menudo sobre la base de versiones asequibles
pero de deficiente rigor, y al problema de la laicidad de segmentos y funciones del Estado
se superponía el de la autonomía de la incipiente esfera científica respecto del universo de
ideas religioso. Particularmente significativas eran las excavaciones realizadas en la zona
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del río Luján, a causa del aura de sacralidad que emanaba de esa porción de la campiña
porteña situada a los pies del santuario mariano, cuya influencia devocional se estaba
proyectando de manera veloz sobre el resto del país y aún sobre los limítrofes. En efecto, si
bien la Virgen de Luján contaba con devotos fuera del área bonaerense desde tiempos
coloniales, fue en esas últimas décadas del siglo XIX y merced a los afanes del padre José
María Salvaire que se extendió la devoción a nivel nacional y aún más allá de sus fronteras. Page | 14
A partir de 1873 empezaron a organizarse las peregrinaciones nacionales al santuario, al
año siguiente Pío IX elevó el templo al rango de basílica y en 1887 León XIII coronó su
imagen en Roma, le concedió oficio propio y la declaró patrona de Argentina, Uruguay y
Paraguay. A todo ello se sumó otro factor de irritación: Salvaire, durante el viaje que
realizó a Europa para promover el culto de la imagen, descubrió en un museo de Madrid un
megaterio que en 1787 un fraile dominico, Manuel de Torres, había desenterrado
justamente en el Río Luján. Así, a la ciencia evolucionista y atea el catolicismo argentino
podía contraponer un descubrimiento paleontológico “cristiano” realizado en un área
sacralizada desde siglos atrás. Se entabló entonces una suerte de pugna por la carga
simbólica de un espacio que para los anticlericales podía permanecer encadenado al
oscurantismo o ser bendecido por la luz de la ciencia positiva y para los católicos debía ser
resguardado a toda costa de las garras del ateísmo. Ameghino, el paleontólogo deísta y
positivista, versus el padre Salvaire y la Virgen de Luján.
En agosto de 1884 las relaciones entre el gobierno de Roca y la Iglesia habían
alcanzado un punto crítico. Los católicos habían perdido la batalla por la educación y las
relaciones oficiales con la Santa Sede estaban a punto de interrumpirse a causa de los
conflictos entre el gobierno y el Nuncio. José Manuel Estrada, líder del naciente laicado,
convocó entonces, con la solemnidad con que en la Ilíada Agamenón llama al ágora, a la
celebración de una “Asamblea Católica”. Al término del encuentro el tribuno católico
invitó a los asistentes a “restaurar el reinado de Jesucristo” y “recobrar el derecho” en la
república mancillada. La Asamblea concluyó con la Sexta Peregrinación Oficial a Luján,
recibida en la estación por el arzobispo Aneiros. Al día siguiente se bendijeron las
instalaciones de la sede de la Asociación Católica de Luján, llamada a “impedir la acción
maléfica de sus enemigos”. En respuesta a estas iniciativas, Ameghino publicó bajo el
seudónimo de Dr. Serafín Esteco, ex miembro del “Club Concólico, Apostólico, Marrano”,
un carta que con el título de “Una virgen falsificada” apareció el 4 de septiembre en el
diario La Crónica. Su intención era demostrar dos cosas: primero, que la “terracota vestida
de arlequín” que se veneraba en Luján no era la imagen original; segundo, que no tenía
nada de milagrosa. A su juicio, la extendida devoción no era sino un engaño con que sólo
se podía embaucar a los “cerebros enfermos, obtusos e infantiles” que rendían culto a la
imagen falsa. La verdadera, al ver “que la vestían de arlequín, le pintarrajeaban la cara y
explotaban su nombre un sinnúmero de zánganos que siempre tuvieron horror al trabajo y
amor a las pitanzas, se disgustó y resolvió mandarse a mudar, tan lejos que ya no pudieran
saber de ella”. La farsa quedaría demostrada si permitían al Dr. Esteco llevar la imagen “no
tirada por cuatro yuntas de bueyes, sino bajo el brazo” hasta Buenos Aires, sugerencia que
acompañaba con un desafiante: “¿A que no me dan permiso? ¿A que no? ¿A que no?”
El momento intelectual de fines de siglo XIX proponía una batalla entre la ciencia y
la religión como verdades excluyentes, con el agravante de que sus afirmaciones
fundamentales a menudo constituían respuestas a las mismas preguntas. Ameghino escribió
no sólo páginas de alto voltaje anticlerical como las que acabamos de reseñar, sino algunas
en las que negó sin ambages la existencia de Dios. En su texto “Noción de Dios y noción de
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espacio”, que permaneció inédito hasta que en 1917 lo dio a la prensa la Revista de
Filosofía de José Ingenieros y Aníbal Ponce, el estudioso afirmó que
La idea de Dios es una idea primitiva, simple, sencilla, infantil, hija del temor
que engendra lo desconocido y de la ignorancia, que sólo tiene ojos para ver las
apariencias. Idea nacida con el hombre desde el estado salvaje y que ha ido
modificándose poco a poco a medida de que el hombre se civilizaba y cultivaba
su inteligencia, hasta hacer de tal idea una concepción puramente metafísica,
dotada de atributos no menos metafísicos, sirviéndose de esta expresión en su
acepción más vulgar, que quiere que sea metafísico todo aquello que no se
comprende. Y, en efecto: nada hay, por consecuencia, tan metafísico como la
noción de Dios y de sus atributos, puesto que todo ello es lo más
incomprensible.
No es de extrañar entonces que Ameghino se convirtiera en vida en un referente del
anticlericalismo positivista y que tras su muerte se lo incorporase al nutrido panteón de los
librepensadores, anticlericales y ateos junto a Rivadavia, Garibaldi, Giordano Bruno y otros
héroes mitológicos que no en todos los casos habrían aceptado integrarlo. El deceso del
naturalista, acaecido en 1911, fue ocasión para que se lo honrara con un solemne “funeral
civil” en La Plata, ciudad emblemática del anticlericalismo a causa de la presencia en ella
de una universidad y de un Museo de Ciencias Naturales nacidos –a diferencia de otras
instituciones culturales del pais- con el sello de garantía de la ciencia laica.
La iniciativa partió de los medios de prensa y rápidamente concitó la adhesión de un
sinnúmero de personalidades e instituciones. Los funerales no sólo no se realizaron en una
iglesia, como era obvio que no ocurriría, sino tampoco en el cementerio. Tuvieron lugar en
el Teatro Argentino, profusamente ornamentado por el arquitecto Guillermo Ruotolo, e
incluyeron un amplio despliegue discursivo y visual, de carácter casi hagiográfico, que
quedó plasmado en diferentes piezas oratorias, ejecuciones musicales y material
iconográfico. La banda de la Policía de la Provincia interpretó en la ocasión obras de
Beethoven, Rossini, Wagner y Berghmans. Tomaron la palabra Tomás PuigLómez,
Rodolfo Senet, Eduardo Holmberg, José Ingenieros –que todavía firmaba Ingegnieros- y merced a la “feliz casualidad” de su circunstancial presencia en el país- los asistentes
pudieron escuchar, con la debida unción, nada menos que al legendario Jean Jaurés, que
presentó un respetuoso –aunque breve- homenaje al sabio. Por último, el escultor Alejandro
Perekrest recibió el encargo de dar forma a un busto del prócer. Entre los asistentes, que
fueron obsequiados al ingreso con fotografías de Ameghino que acompañaban el programa
del funeral -impresos en número de dos mil quinientos-, se cuenta un amplio abanico de
instituciones, algunas de ellas movilizadas, más que por amor a la ciencia, por un ardor
anticlerical militante. El espectro abarcó desde el Poder Ejecutivo provincial, pasando por
cenáculos científicos y académicos como las universidades de Buenos Aires y La Plata y el
Museo Nacional de Historia Natural, hasta una variopinta galaxia de colegios, escuelas
normales masculinas y femeninas, federaciones universitarias, asociaciones docentes y
profesionales y centros de estudiantes.
La simbología del imponente despliegue ornamental apuntó a transmitir la emoción
de los funerales de aquellos beneméritos romanos “que entraban en el concierto de los
dioses y para los cuales era la muerte principio de consagración y predominio espiritual con
influencia sobre los destinos de la humanidad”, en clara oposición a “la triste monotonía y
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aplastadora idea de la inferioridad humana predominante en los funerales litúrgicos de
todas las religiones que no se informan en principios de civismo y humanitarismo”. Por eso
en el plano cromático predominaron “el verde y la policromía de las flores sobre el negro
color de los lutos”. El escenario fue decorado con magnificencia: su apariencia era la de un
foro encuadrado en un enorme arco triunfal, en cuya cúspide se leían las fechas de
nacimiento y fallecimiento del naturalista. A lo lejos, sobre el telón de fondo, se veía una Page | 16
lejana acrópolis coronada por “el templo de la Gloria”. El sarcófago estaba rodeado por
cuatro columnas votivas “coronadas por cuatro glorias aladas mirando hacia los cuatro
puntos cardinales”, en cuyas bases se observaban bajorrelieves que evocaban al Trabajo, a
la Justicia, a la Fortuna y por supuesto al Progreso. Los restos del sabio se confiaban a la
custodia de una estatua de Minerva, que ocupaba el lugar de honor como diosa de la
ciencia, y a la de dos estatuas de menor rango que representaban a la humanidad y a la
historia. Todo ello perfumado por el humo del incienso que desde cuatro aras se elevaba en
honor a la figura del sabio, cuya efigie observaba con gesto adusto el desarrollo de los ritos
desde la cúspide del catafalco.
El funeral civil de Ameghino, como otras celebraciones del mismo tipo ofrecidas en
honor de conspicuos adversarios de la Iglesia, fue mucho más que un homenaje póstumo y
un reconocimiento postrero a su labor científica: fue, antes que nada, un acto de afirmación
progresista y anticlerical, como ponen en evidencia las instituciones organizadoras y los
oradores convocados, el lugar en que tuvo lugar, la variopinta multitud reunida en el teatro
-por lo general ajena al estricto quehacer científico- y el despliegue simbólico con que se lo
acompañó. Las transferencias de sacralidad, tan claras en la gramática visual del escenario,
quedan aún más patentes en el emotivo discurso sobre “La santidad moderna” con que
Ingegnieros canonizó al sabio. Allí, amén de comprensibles exageraciones –su obra sería
“un hito definitivo en el desarrollo de las doctrinas evolucionistas”-, el orador se explayó
sobre la idea de que al mundo moderno corresponde una nueva concepción de la santidad y
genera por ende nuevos santos, en cuyo número merecía ser incluido el homenajeado: “la
virtud del pasado no es la virtud del presente; los santos de mañana no serán los mismos de
ayer. Una humanidad que progresa no puede tener ideales inmutables, sino incesantemente
perfectibles, cuyo poder de transformación es infinito como la vida”. Si en tiempos
primitivos -en que primaba la fuerza como virtud superior- la santidad radicaba en el
heroísmo, si durante las “grandes crisis de renovación moral” –cuando la decadencia
amenazó “al pueblo o a la raza”- ella se expresó en la integridad del carácter y en el
apostolado moral, hoy, en las plenas civilizaciones,
más sirve a la humanidad el que descubre una ley de la naturaleza, ó enseña á
dominar alguna de sus fuerzas, que quien culmina por sus cualidades físicas ó
su temperamento de apóstol; por eso el prestigio contemporáneo rodea á las
virtudes intelectuales y la santidad moderna está en la sabiduría.
Por eso, aunque “todas las religiones reveladas fueron ajenas á la mentalidad de este
santo moderno”, Ameghino era uno de “los más altos ejemplares de la fe y de la santidad,
tal como puede concebirlas nuestra moral moderna”.
Anarquistas, socialistas, radicales
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A fines del siglo comenzaron a delinearse varios de los partidos políticos que
habrían de protagonizar los combates del siglo XX, mientras surgían o se consolidaban
organizaciones obreras y grupos de izquierda de diferente inspiración. En la construcción
de algunas de esas experiencias la crítica de la religión constituyó un componente nada
desdeñable, a pesar de que no siempre hubo acuerdos amplios y duraderos en torno a sus
alcances. A menudo los cuadros dirigentes de partidos y organizaciones de izquierda Page | 17
cuestionaron el anticlericalismo como una desviación de la verdadera lucha y una confusión
del verdadero enemigo. En 1909, en un escrito sobre la posición que debía asumir el partido
obrero frente al tema religioso, Lenin definió al anticlericalismo como “una deformación
específicamente burguesa” para “conscientemente desviar la atención de las masas,
organizando ‘cruzadas’ quasi-liberales contra el clericalismo”. Sin embargo, la crítica de la
religión vuelve a aparecer una y otra vez en las páginas de los periódicos de orientación
socialista, lo que nos habla de convicciones de largo plazo de las que no es posible dar
cuenta completamente fuera del plano religioso y de lógicas políticas que a menudo pesan
más, en lo inmediato, que las ideas abstractas: por ejemplo, la competencia entre socialistas
y radicales por las mismas porciones del electorado –clases medias urbanas de origen
inmigratorio- parece haber fortalecido el discurso anticlerical de los primeros como modo
de diferenciarse de los segundos, sobre todo una vez que éstos accedieron al gobierno de la
mano de Hipólito Yrigoyen.
El anticlericalismo anarquista no parece haber presentado modulaciones tan disímiles
como las que dividían al movimiento en relación a otros puntos, pero el tema, hoy virgen,
merecería un estudio pormenorizado. En cualquier caso, parece claro que jugó un papel
importante en sus formulaciones doctrinarias y en sus iniciativas culturales. Resabio actual
de sus rebeldías antiguas son los nombres que seguimos dando a algunas piezas de
panadería, “bautizadas” por los artesanos libertarios que controlaban el sindicato con los
despectivos de “pío nono”, “sacramento”, “bola de fraile”, “suspiro de monja” o “jesuita”.
Parece claro también que en el anarquismo, más que en otras corrientes de izquierda, el
anticlericalismo fue concebido como parte de un rechazo más general de cualquier forma
de opresión, tal vez como lucha contra la más eficazmente nociva.
Un ejemplo. En 1896-1897 aparecieron los nueve números que conocemos de La voz
de la mujer. Periódico comunista-anárquico, una de las tantas publicaciones
semiclandestinas y de efímera existencia que produjo el comunismo anárquico en el país.
Su defensa ardiente de la liberación de las mujeres de toda opresión, fuese de índole social
y política o religiosa y sexual, así como su rechazo no sólo de la autoridad del Estado, de la
Iglesia y de la policía, sino también de los maridos y en general de la familia y del
matrimonio -que proponían sustituir por un mitigado amor libre-, cosecharon pocos
entusiasmos dentro del mismo mundo anarquista, algunos de cuyos habitantes prodigaron
al periódico los calificativos de “inmoral” y de “insensato”. Pero esos rasgos hacen de La
voz de la mujer una fuente inagotable de las más encendidas manifestaciones del
anticlericalismo más vasto, enemigo no sólo del clero sino de la religión misma y de todos
los obstáculos a la emancipación femenina. En sus páginas se superponen las denuncias de
múltiples opresiones: la económica y social de la burguesía; la sexual que ejercen los
varones por medio de la prostitución, del matrimonio y de la familia; la ideológica de los
curas, “falsarios y haraganes”, predicadores de una religión que “embrutece a todo al que a
ella cree”. La esclavitud social, la opresión femenina, el fanatismo religioso, son los
enemigos declarados de las mujeres comunistas anárquicas: la caridad de las
“asquerosísimas e hipocritonas damas” de San Vicente de Paul y de otras instituciones
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religiosas se financia con los dineros “que sus maridos robaron a nuestros compañeros”; las
iglesias son la cuna de la prostitución, de la corrupción y de la ignorancia; la religión es una
infamia porque utiliza a un Dios inexistente para oprimir y embrutecer al pueblo. Las
madres han de enseñar a sus hijos, se dice el 15 de mayo de 1896,
…que la religión es la atrofia de la mente, tanto de los hombres como de las
mujeres y por lo tanto es la que impide el progreso; […] que la religión es
contraria a las leyes naturales, que ella es el símbolo de la ignorancia y de la
depravación, y, por fin, que la religión es una farsa que han inventado para que
no viéramos más allá de nuestras narices y para que nos entreguemos atados de
pies y manos, cual mansos corderos, a nuestros explotadores y tiranos.
La vasta popularidad que en la primera mitad del siglo había alcanzado la lectura de
las mujeres enclaustradas como víctimas de un poder clerical que las reclutaba en el candor
de la juventud no encuentra ecos en La voz de la mujer. Las monjas catalinas son
denunciadas por las palizas que propinan a las mujeres dementes que supuestamente
asisten. Las religiosas, en general, son “hipócritas prostitutas”, “prostitutas parásitas de la
sociedad, que después de satisfacer sus apetitos carnales en compañía de… los santos
varones, o sea los curas, arrojan el fruto de sus entrañas en las calles (y si no los fetos
hallados en Puente Alsina, que salieron de un convento que hay en las inmediaciones) o los
entierran en el jardín del convento”. Deber del pueblo es extirpar de raíz la opresión
religiosa: “mientras no destruyamos el hormiguero (léase iglesias, conventos, etcétera) será
inútil pretender acabar con esas hormigas dañinas (curas, frailes, etcétera)”. ¿Cómo se
destruye el “horrmiguero”? Por medio de la progresiva toma de conciencia, abandonando
las prácticas religiosas, desertando de iglesias y confesionarios, pero también, llegado el
caso, por la violencia: si “esa cuadrilla de ladrones, asesinos, explotadores en nombre de
Dios, de hipócritas, cuyo jefe tiene su residencia en Roma” empleó la hipocresía, el fuego,
el puñal y el veneno para realizar sus fechorías, “empleémoslas nosotros para destruirlos a
ellos y para libertar al género humano del ominoso yugo que lo tiene sujeto”.
El primer socialismo es más ambivalente. En el seno de las varias corrientes que
convergerán en el partido organizado bajo la guía de Juan B. Justo en 1896 coexistieron
diferentes aproximaciones al tema religioso. No faltan, por supuesto, puntos de consenso: la
filosofía de la historia, marxista y de rasgos evolucionistas, en la que abreva la crítica de la
religión socialista, en general prevé para ella el lugar de un fenómeno propio de estadios ya
superados de la marcha de la humanidad. En un artículo de Juan Bonagiuso aparecido el 15
de junio de 1897 en La Montaña, el periódico que editaban José Ingenieros y Leopoldo
Lugones, se señala que la sociedad y la cultura han cambiado lo suficiente como para que la
religión ya no ocupe ningún lugar en ellas: si “en el actual momento histórico se nace
incrédulos y revolucionarios”, es porque tan determinante es el entorno social y cultural
para las creencias religiosas como para toda otra manifestación humana -“hasta los
creyentes más fanáticos lo son en ciertas circunstancias por un efecto de adaptación al
medio”-. De allí que, más que las ideas “claras y distintas” los que estaban modificando el
lugar de la religión eran los cambios en el sentido común, en el imaginario social: “así
como una vez se era naturalmente religiosos, sin estudiar teología o derecho canónigo [sic],
hoy se es naturalmente incrédulos sin haber leído un solo libro de filosofía racionalista, o de
mitología comparada…” La novedad del siglo XIX era que la humanidad había alcanzado
la mayoría de edad y el “espíritu religioso” estaba agonizando. Aunque no lo suficiente: los
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espíritus escogidos que habían alcanzado la plena adultez intelectual debían todavía
convivir con una extensa parte de la humanidad aún creía en “los cuentos de nodrizas que
encantaron su infancia”.
El advenimiento del paraíso socialista se identifica y confunde con la muerte segura
e inminente de la religión. Los primeros rayos de la alborada se adivinan ya en ciertos
síntomas que revelan la inminencia de otro deceso recurrentemente anunciado: el del Page | 19
capitalismo y el de su artífice, la burguesía. Prueba irrefutable de que su colapso no ha de
hacerse esperar es la evidente decadencia moral de esa clase otrora revolucionaria y hoy
aliada del clero. En La Montaña Ingenieros dedica una serie de artículos de actualidad a los
desagradables “reptiles burgueses” que controlan el comercio, los estrados y la política y
que en tiempos de avance clerical han redescubierto su costado devoto. Así, no llama la
atención que la primera entrega de la serie esté dedicada a aquellos de esos reptiles que
asisten a las peregrinaciones al Santuario de Luján, que el arzobispo Aneiros ha puesto de
moda. Reptar, arrastrarse, es el movimiento característico de los burgueses que imperan en
la sociedad corrompida. Las visitas al Santuario se le antojan un buen ejemplo de la
inmoralidad burguesa, condenada en nombre de declaraciones de moralidad socialista que
despojadas de sus connotaciones anticlericales suscribirían los más severos obispos.
“Trenes lujosos parten de una estación opulenta al compás de músicas profanas hacia la
villa del Santuario –describe escandalizado-, después que las niñas en celo han estrechado
con ardores de juventud no satisfecha las manos de sus novios, que suben en coches
distintos y allí, al través de los bolsillos horadados, sacian con mano convulsa los apetitos
de la bestia humana despertados por las provocaciones de las novias peregrinantes”. El
sacerdote que los acompaña dirige las oraciones, a menudo incapaz de sustraerse a “la
excitación que reina en el ambiente de esos coches”, atestados de “visitadores del Señor, en
cuyas miradas todo brilla menos la devoción”. Todo hiede a escasa religiosidad y a
mascarada, fuera y aun dentro del Santuario, donde “Cristo desde su cruz está obligado a
contemplar tanta corrupción y tanta hipocresía, no sin pensar que el nivel moral de Pilatos e
Iscariote no fue muy bajo comparado con el de la turba burguesa”, mientras “la Virgen de
Luján lamenta, sin duda, desde su altar, no ser ella una de las festejadas por los jóvenes
sifilíticos o tuberculosos de la comparsa”. A la peregrinación asisten los más grandes
reptiles de la burguesía: los “ladrones de la alta banca”, los grandes tratantes de blancas, los
legisladores y los jueces que venden su voto o su fallo al mejor postor, los presidentes de la
república que venden su firma a cualquier empresario que “asegure el tanto por ciento”.
Son los grandes expoliadores del pueblo, “que paga con mil gotas de su sangre cada uno de
los ladrillos de la basílica a que no ha podido peregrinar jamás”. Pero ese pueblo “comienza
a dudar de la eficacia de esas indulgencias, esos ayunos, esos purgatorios y esos infiernos,
que tan fácilmente se compran o evitan mediante una ofrenda de dinero, más o menos bien
robado, a una virgen que no se ruboriza de ser cómplice de tantas miserias y de tantas
corrupciones”.
Has leído bien, lector: para el Ingenieros de La Montañala Virgen María es
cómplice de los explotadores y aún más: ansía los galanteos de los jóvenes “sifilíticos o
tuberculosos” que visitan el Santuario. Cristo, en cambio, rechaza la corrupción y la
hipocresía de una turba burguesa más inmoral que Pilatos y Judas Iscariote. La
ambivalencia es notable. Como lo es, más en general, el que en los discursos religiosos de
la izquierda difícilmente se encuentren expresiones blasfemas contra Cristo, considerado
casi unánimemente como una suerte de revolucionario incomprendido traicionado por un
clero que lo ha convertido en Dios para castrar su doctrina de todo contenido
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revolucionario. El culto de la Virgen, por el contrario, se propone como una de las más
grandes supercherías de esa religión de los curas y los explotadores.
La antigua fe se había corrompido y debía morir, pero otras habían de suplantarla.
Un relato ficcional de Ángel Silvio Novaro aparecido el 1 de junio narra las aflicciones de
una pobre madre cuyo hijo se convierte al socialismo y hasta la somete a escuchar en un
teatro la “prédica” de un orador famoso, considerado “uno de los apóstoles” de la causa. El Page | 20
joven ha sustituido el tradicional crucifijo sobre la cabecera de la cama por la imagen “de
uno que murió en las barricadas de la Comuna de París”, ícono que besa “como nosotras
besamos las imágenes sagradas”. El padre interviene, instando al hijo a que abandone el
socialismo, pero recibe como destemplada respuesta la revelación de que “el Socialismo es
una religión. Cristo, si viviese en nuestros días, la abrazaría consagrándole sus prédicas. El
mundo se prepara a seguirla; el provenir es para ella”. Animado por esa fe inexpugnable, el
joven parte un Primero de Mayo a pronunciar un discurso en un acto y vuelve “radiante,
feliz, con una felicidad de apóstol satisfecho”, pero los esbirros lo detienen en su hogar en
presencia de toda la familia, y el héroe se despide de ellos y encomienda a su hermano
menor, con una mirada elocuente, la misión de recoger la antorcha caída.
La “horrible credulidad religiosa” no era para todos los socialistas un sinónimo de la
fe -ni en sus albores ni, menos aún, a lo largo del siglo XX, por razones que veremos en el
próximo capítulo-. Mientras en casi todos ellos predominó la consideración de que la
religión constituía una modalidad vetusta de ejercicio del poder, la fe mereció en general
otros diagnósticos, que podían oscilar entre la conmiseración y el sincero aprecio. En estos
primeros años de desarrollo del socialismo tenía su peso la concepción deísta de una “fe
sincera” vivida por fuera del andamiaje institucional de la Iglesia, en el claustro del corazón
creyente. De hecho mereció las muestras de respeto de varios de los colaboradores de La
Montaña. En sus páginas podemos leer que
Entre el rico burgués y el indigente
No debe haber obstáculo ninguno:
Todos tienen debajo de la frente
Una chispa de Dios; ¡y Dios es uno!
El aprecio de la fe es notorio en algunas de las páginas que Leopoldo Lugones
publica en el mismo periódico. En una de ellas nos dice que “un artista que se cree tal…
acepta el encargo terrible de ser misionero de Dios…” En otra nos regala un conmovedor
poema dedicado a la Semana Santa, que lleva por título “Semana dolorosa” y por epígrafe
un fragmento del Evangelio de Lucas referido a la resurrección de Jesús. Allí el vate
cordobés expresa que
Cada vez que en el fondo de la tarde encendida,
como penetra un hierro candente en una herida,
se hunde abriendo las nubes el sol de Jehovah,
el rojo drama surge del pavor del abismo,
y ven los hombres nuevos que todo está lo mismo:
la Cruz, el Sol, el Monte. ¡Sólo Cristo no está!”
No está Cristo, pero están los católicos, que no hacen más que tergiversar el
mensaje del predicador de Nazareth. A diferencia de la “fe sincera”, la religión
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institucionalizada es esencialmente reaccionaria. Por eso La Montaña considera natural la
complicidad de los “tres papas de Europa” -los patriarcas ortodoxos de Constantinopla y de
San Petersburgo y el Papa de Roma- en su oposición a la rebelión de Creta contra el
dominio otomano, que un articulista define como “cruzada contra la bárbara Media Luna” y
como “guerra santa por la libertad y la independencia de los cristianos”. Dios, al menos “en
las tres encarnaciones de sus vicarios europeos”, ha sido siempre “partidario de los Page | 21
opresores contra los oprimidos”. Los tres papas están contra la revolución cretense, o peor
aún, la observan con indignante indiferencia. Así León XIII, que “se hizo oír para dar su
bendición a las naves españolas, que marchaban a reprimir con el asesinato y la traición la
insurrección de Cuba”, pero calló ante la masacre de los cristianos de Creta. La rebelión de
los oprimidos no ha de encontrar una aliada en la religión, porque ambas son naturalmente
enemigas: no cabe esperar de las autoridades religiosas instituidas más que encíclicas
contra la causa del pueblo.
Las muestras de un escaso apego al materialismo no terminan allí. El socialismo de
La Montaña –en el que la teosofía y el esoterismo ejercieron una influencia notable- era
capaz de ofrecer espacio a la defensa de la “Facultad de Ciencias Herméticas” por parte de
un José Ingenieros indignado por “el monopolio que de la ciencia pretenden hacer los
sabios que podemos llamar oficiales” -tan gravoso como el de los medios de producción
por parte de la burguesía- y entusiasmado por el progreso de los “estudios de Ocultismo y
Teosofía” y la apertura de cursos de “Ocultimo en general”, “Kabbala”, “Ocultismo
práctico”, “Terapéutica oculta” y “Magnetismo trascendental”. El periódico tampoco
necesitaba explicar qué hacía en la iglesia de Magdalena el socialista que interrumpió al
cura mientras predicaba contra sus ideas “y lo desenmascaró ante la feligresía asombrada
por ese género de refutaciones”.
En las primeras décadas del siglo nuevo, en cambio, esas aproximaciones eclécticas
al problema religioso se decantaron a favor de posicionamientos menos ambiguos. Por un
lado se continuó rescatando la figura del “Cristo socialista” traicionado por la Iglesia, a
veces teñido de connotaciones deístas y otras completamente desprovisto de todo
espiritualismo, enésima reedición de la inmemorial figura del “Cristo filósofo” ahora
declinada en clave social. Por otro, se afirmó una posición más decididamente adversa a
toda fe y práctica religiosa. Ambas posturas pueden convivir de manera más o menos
pacífica en un mismo grupo o en las páginas de un mismo periódico. Ejemplos del rechazo
absoluto de la religión son dos poemas que trae el Cancionero socialista compilado por
Alfredo Torcelli en 1904. Uno, titulado “Dios” y atribuido a una niña, niega su existencia
sobre la base de las injusticias del mundo:
Pero a mí se me ha puesto que no es cierto
lo que hablan á propósito de dios,
porque hay muchas miserias en el mundo
y no sé que él se mueva á compasión.
El otro, menos rudimentario, se intitula “Monismo”:
Cuando el monismo destruyendo mitos
Que la ignorancia consagró inmortales,
Induzca al hombre á proclamar á gritos
La unidad de las fuerzas naturales;
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Cuando no haya en los tiempos infinitos
Ni un rastro de misterios espectrales
Y el mundo afiance sus conscientes ritos
Sobre exactas verdades sustanciales;
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Todas las religiones reveladas
Que hacen al hombre renunciar sus fueros
Quedarán para siempre debeladas;
Y en vez de sacerdotes habrá obreros
Que en vez de cruces fundirán azadas
Y en vez de templos construirán graneros.
A partir de 1916 la apelación al anticlericalismo socialista se vio estimulada por su
oposición a los radicales, a los que ninguna acusación podía desprestigiar más eficazmente
que la de ser cómplices de un “clericalismo” que, según alegaban, ocupaba día a día
mayores espacios merced a sus aliados en el gobierno. Sin embargo, entre los radicales
convivían muy diferentes sensibilidades en materia religiosa y no faltaban las
decididamente anticlericales. Recordemos que Leandro Alem fue parte del Club liberal en
la década de 1880. Evoquemos además, a modo de ejemplo, la figura de Francisco
Barroetaveña, también él hombre del Club liberal, que en el siglo XX se comprometió con
el movimiento librepensador y produjo páginas de virulento anticlericalismo. Por ejemplo,
una de 1913 en la que despotricaba contra
…la patraña de la resurrección de los muertos y su culto lucrativo; el cuento del
juicio final y las recompensas de la otra vida; las ilusiones de la inmortalidad
del alma, del Paraíso y del Infierno, de la vida extra-terrestre, colmada de
dichas inefables y divinas, en vez del valle de lágrimas de esta vida carnal,
efímera y miserable;… de la Corte Celestial, con ángeles, arcángeles, Dios
padre, Dios hijo y Dios Espíritu Santo, madre de Dios, San José, y grandes
masas corales de santos, vírgenes y purificados de todo calibre…
Sin embargo, las condiciones políticas y culturales del país no favorecieron esas
posturas en el partido gobernante, sino más bien las de los católicos, que tampoco faltaban
en sus filas, o las de los simples indiferentes que por cálculo político estaban dispuestos a
estrechar vínculos con la Iglesia. Los socialistas, como era previsible, hicieron abstracción
de esa variedad de posturas –y de la ineludible relación con la Iglesia que implicaba el
ejercicio concreto del poder- para denunciar supuestas connivencias con el catolicismo. Los
artículos que apuntan en ese sentido comienzan a multiplicarse en su prensa periódica: los
radicales estaban desmantelando el dispositivo institucional de la Argentina laica
solapadamente, en particular en el área sensibilísima de la educación. La ley 1.420 había
dejado abiertos intersticios que permitían la enseñanza religiosa en las escuelas del Estado,
aunque dentro de un marco restrictivo, y sacerdotes voluntariosos no habían dejado de
aprovecharlos tras tomar nota de la pérdida de la batalla. Aunque las denuncias de las
violaciones de la ley eran antiguas, a fines de la década de 1910 cambian de registro,
porque ya no responsabilizan de ellas solamente al clero, sino a las autoridades nacionales.
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Mientras La Montaña había denunciado una actitud pasiva de las autoridades ante los
excesos del clero, los socialistas de la década de 1910 y 1920 aseguran que con la llegada
del radicalismo al gobierno esa incuria se ha trocado en apoyo activo en los más altos
niveles oficiales.
Los socialistas pampeanos detectaban intromisiones del clero en las escuelas públicas
“merced a la criminal complacencia de encargados escolares, directoras o maestras”. En el Page | 23
pueblo de Bernasconi las maestras invitaban a los alumnos a concurrir a la iglesia y
permitían a los sacerdotes enseñar religión durante las horas de clase violando
alevosamente la ley, que autorizaba a impartir la materia sólo fuera del horario lectivo.
Todo ello era parte de la “ola negra” que los diputados socialistas habían denunciado en el
parlamento y que los radicales en el gobierno favorecían de todos los modos imaginables.
La “nefasta obra de regresión” llevada adelante por el clero estaba amenazando nada menos
que uno de los pilares de la Argentina laica. La voz de alarma lanzada por los socialistas
había arrancado de su letargo culposo a los liberales, que ahora se decidían a unirse a “la
democracia socialista” para resistir “las arremetidas de los tenebrosos de sotana y salvar a
la República de caer entre los tentáculos del voraz pulpo clerical”. ¿No sería demasiado
tarde?
Además de esas claudicaciones imperdonables en el plano de la educación, los
radicales proveían al clero de recursos económicos a través de diferentes vías. Los curas,
zánganos que vivían desde siempre del sudor de los trabajadores, contaban ahora con la
condescendencia del gobierno para succionar a su gusto los recursos de la nación. En las
jerga socialista se los comienza a denominar “curánganos”, sanguijuelas del pueblo. Como
sabemos, el registro es muy antiguo. Pero mientras La Montaña disparaba dardos contra
“…el fraile que miente doctrinas que no cree, y que vive como parásito sin producir nada
útil a la sociedad” y se maravillaba de que la humanidad consintiera en mantenerlo
“engordándolo con el sudor de los que trabajan”, hacia 1920 los socialistas denunciaban
que el “pulpo” clerical, que envenenaba y corrompía 130.000 cerebros infantiles en sus
establecimientos y alienaba a las masas con un congreso eucarístico nacional, extraía de las
arcas públicas ocho millones de pesos al año. Era sabido que el altar había sido siempre un
“mostrador” en el que se vendían sacramentos y ceremonias, lo verdaderamente grave era
que el gobierno nacional concediese al clero crecientes porciones del presupuesto del
Estado.
Maridos, esposas y confesores
La crítica de la religión conformó un componente nada desdeñable en la
redefinición de los roles de género. En el siglo XIX diferentes observadores advirtieron,
como resultado de la diferente actitud que mujeres y hombres asumían frente a la religión,
una tendencia a la “feminización” de la vida de la Iglesia. Generalizando podemos decir
que el abandono de las prácticas por parte de los varones tuvo como consecuencia
imprevista el que la religión se transformara en un espacio de relativa libertad para las
mujeres, que fuera de la iglesia solían tener la palabra prohibida en relación a muchos
temas. En el caso de los varones tampoco está ausente esa función de la religión como
elemento de redefinición de la identidad de género y de sus espacios: todo indica que la
interrupción de la práctica piadosa se sancionaba con “ritos de pasaje” en los que, por
ejemplo, el anuente silencio del padre ante una blasfemia pronunciada frente a otros
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varones adultos indicaba el abandono del mundo devoto de las mujeres y la consecuente
admisión del adolescente en el de los hombres. Similares funciones rituales de la primera
blasfemia han sido observadas por los antropólogos que se ocuparon del tema en otros
países latinos.
El anticlericalismo no está desprovisto de una cierta veta misógina. Sarmiento, en
1883, respondía al escrito de Nicolás Avellaneda “La escuela sin religión” con otro que Page | 24
llevaba por título “La escuela sin la religión de mi mujer”. Durante los debates en torno a la
ley de matrimonio civil en 1887, el ministro Wilde descalificó el apego de las mujeres al
culto tradicional observando que “no hay hasta ahora una sola mujer que haya producido
una obra maestra”. Cuando comiencen a discutirse reformas de la ley electoral que incluyan
el voto femenino, muchos anticlericales,incluidas notorias figuras de izquierda, e incluso
feministas, se opondrán a la iniciativa, alegando la incapacidad de muchas mujeres para
escapar a la autoridad de los curas. De allí la obsesión por la influencia que pudieran
alcanzar por intermedio de madres e hijas en el seno de las familias, incluso -¡oh afrenta
imperdonable!- en las de los más recalcitrantes anticlericales.
En 1915 Germinal señalaba como síntoma inequívoco de la decadencia del
catolicismo el que habiendo comenzado su periplo histórico bajo la guía de “la más alta
figura de la historia” hubiese quedado en manos de “las Marias auxiliadoras” y “las beatas
Alacoque fletadoras de corazones sanguinolentos a tanto el cromo”. Sin embargo,
puntualizaba el periódico en 1916, los socialistas, que no eran intolerantes como
Torquemada -o como los jacobinos en el extremo opuesto-, no impedían a sus mujeres
practicar la religión. Pero en 1919 un columnista enojado llamaba a la clase trabajadora a
votar a los partidos políticos que -como el suyo- propugnaban la separación de la Iglesia y
del Estado y a “alejar de su hogar al siniestro sacerdote, no permitir que la clerigalla
pervierta con el dogma el tierno cerebro de sus hijos, y mantenga a la esposa sumida en la
horrible credulidad religiosa”. Esas ambivalencias y oscilaciones son elocuentes a la hora
de ponderar tanto los usos de la política como los de la crítica religiosa en función de
motivaciones mucho más concretas. El cura del pueblo o del barrio era un enemigo mucho
más visible y palpable que la burguesía y el capitalismo.
No es de extrañar entonces que la condena de la confesión haya conservado mayor
popularidad en la prensa periódica y en la literatura que otros tópicos clásicos del discurso
anticlerical. La confesión constituía el posible canal de trasgresión de uno de los principales
acuerdos tácitos entre maridos anticlericales y esposas devotas: la veda al sacerdote del
territorio del hogar encabezado por el pater familias laico tenía como fin evitar cualquier
interferencia con una autoridad paterna que casi todo el mundo creía inapelable.
Anticlericales de variado signo podían tolerar la existencia del clero a la espera de que por
fin se extinguiese, siempre y cuando limitase su radio de acción al templo o a lo sumo a sus
inmediatos alrededores. Todo tiene un límite, y que se inmiscuyese en los asuntos de la
familia era intolerable. La confesión era definida como el mecanismo por excelencia con
que contaba el sacerdote para subyugar las conciencias y para socavar la más tradicional
autoridad de los maridos. Las “víctimas del confesionario” –la expresión fue título de una
novela de Francisco Gicca- eran fundamentalmente las mujeres y los niños –sobre todo las
niñas-, personalidades lo suficientemente débiles como para ser inducidas a revelar los
secretos del hogar, proporcionando al hombre de sotana la información que le permitía
traspasar la línea áurea que separaba la vida privada de la pública, la frontera que protegía
el sancta sanctorum del hogar de la ingerencia de cualquier intromisión externa. Por eso
volvió a ganar vigor en los ambientes anticlericales la antigua idea de que la confesión
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permitía al clero no sólo manejar las conciencias, sino también alcanzar otros fines no
menos inconfesables. El peor era el de acceder, no sólo psicológicamente sino tal vez
incluso carnalmente, a las mujeres de la familia: el sacerdote, que no posee una mujer
propia, las posee potencialmente a todas. Lo dirá Francisco Gicca en una de sus novelas:
siendo célibes “pueden tener trato con todas, sin peligro alguno”.
Los socialistas dedicaron ríos de tinta a atacar al confesionario. En 1916, por Page | 25
ejemplo, los pampeanos redactores de Germinal se tomaron el trabajo de leer a San Alfonso
de Liguori, al que consideraban “padre de la iglesia, jesuita [sic], confesor y no sabemos si
mártir”, para demostrar que la lógica que guía las doctrinas morales del santo permitía a los
confesores “pecar hasta una vez por mes con la mujer casada”. El tema es recurrente en el
periódico en los años sucesivos. El artículo “El confesionario”, publicado en 1919, se inicia
con una pregunta retórica: “¿qué rol desempeña esa jaula especie de garita que la Iglesia
llama Confesionario…? Respuesta: el “verdadero cristianismo”, el de “Aquél que llamó al
clero de su tiempo raza de víboras”, no conoció la confesión auricular. Fue posteriormente,
cuando
…notando la Iglesia cierta indiferencia entre sus adictos, y temiendo que sus
crímenes fuesen descubiertos y con ellos perdiera su soberanía [que] estableció
la confesión práctica en abierta oposición con el buen sentido y con la doctrina
de Cristo. Por medio de la confesión se apoderaron de la mujer cuya naturaleza
más impresionable que la del hombre, horrorizada al escuchar los terribles
sufrimientos a que se exponían en el infierno los incréulos, confesaba
cándidamente los secretos del hogar, traicionando la fé de su esposo; y
engatusada por las promesas falaces de esos verdugos, caian en la celada que le
tendian y entregaban su inocencia y su entera familia a la Iglesia que hacia de
ellas lo que mejor le convenia.
El confesionario es el sitio donde paradójicamente ocurren los hechos más
inconfesables. Según los socialistas allí se verifican “blasfemias horrendas”. Si la “jaula” se
localiza en un rincón oscuro del templo no es para garantizar la privacidad de los
penitentes, sino para ocultar “el rubor que cubre las mejillas de las beatas que allí acuden en
busca de palabras consoladoras a sus amores perdidos [y] la palidez y la vergüenza que
cubren el rostro de esas tiernas niñas que salen espantadas de esa garita pestilente donde un
hombre cínico acaba de enseñarle el camino del mal”. El confesionario es la cátedra de la
perversión sexual. ¿No ven acaso las madres que sus hijas
…se levantan de ese lugar maldito todas encendidas, los ojos brillantes y los
movimientos nerviosos que agitan su cuerpo? Es que el mónstruo ha deslizado
en su oido palabras obscenas que la han hecho ruborizar de vergüenza […], ha
abierto el camino del mal a vuestras hijas preguntándoles cosas que ellas aún
debían ignorar.
Son los padres los mayores culpables, porque permiten que sus esposas e hijas
vayan a confesarse. “¿Por qué entonces no tratamos todos de boicotear el confesionario
para que esa jaula o garita quede reducida a desempeñar el simple papel de nido de las ratas
de las iglesias?”. Los “parásitos de la sociedad”, que no forman su propio hogar pero
“viven averiguando la vida ajena, por medio del confesionario y sembrando la intriga en los
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hogares”, se las verían de figurillas si un día hablaran las paredes de iglesias y conventos.
¿No es acaso cierto que cuando “el pueblo de Barcelona” asaltó en 1909 los conventos se
encontraron “inmensidad de sepulturas, con cadáveres de niños recien nacidos”? ¿No es
sabido que muchas de las religiosas “que parecen tan compungidas por la calle” hacen lo
que no deben a escondidas y luego “no pueden eludir la ley de la maternidad”? Las noticias
de hallazgos de fetos en proximidad de conventos o colegios religiosos que comienzan a Page | 26
divulgarse a fines del siglo XIX –fue muy sonado uno en la zona de Puente Alsina-, se
multiplican en las primeras décadas del siglo XX. Los varones de la casa no pueden
permitir que los “zánganos de sotana” perviertan a sus mujeres.
Tampoco las feministas. El 20 de febrero de 1896 La voz de la mujer publicó el relato
de un episodio de solicitación supuestamente vivido por la autora a los quince años en la
parroquia de La Piedad de Buenos Aires. El escabroso artículo lleva por título “En el
confesionario. El padre confesor y una niña de 15 años” y narra con lujo de detalles la
aproximación morbosa del confesor a la penitente, que desemboca en una escena que orilla
la violación. Frente a esa situación
la niña por instinto de conservación abre la puerta y huye, y nunca jamás se
presentó al confesionario ni tampoco va a la iglesia porque se ha convencido de
que es una farsa que representan esos infames.
Moraleja: los padres no han de enviar a sus hijos a la iglesia y menos al
confesionario, donde “esos infames buscarán de corromperlos y hacerlos servir de pasto
para sus lúbricas pasiones”. El confesinario es el instrumento que los curas –“bandidos,
ladrones y asesinos protegidos por sus hermanos la Autoridad y el Gobierno”- utilizan para
sacrificar a las mujeres “en aras de sus apetitos carnales” en nombre de Dios, del perdón “y
de tantas otras farsas que ellos han inventado para cometer impunemente sus fechorías”. En
lugar de asistir a la iglesia y al confesionario las niñas deberían estudiar la cuestión social y
comprender que la anarquía “es la única idea verdadera de la emancipación proletaria, en
donde desaparecerán todas las injusticias sociales y empezará una nueva era de paz,
armonía, libertad, progreso y amor”.
Elmovimiento librepensador
Un buen número de militantes de la causa anticlerical confluyó a comienzos del
siglo XX en el heterogéneo movimiento librepensador. La sección argentina de la
Federación Internacional del Librepensamiento reunía a un público variopinto de masones,
liberales, socialistas, anarquistas, feministas, espiritistas, esperantistas, republicanos
italianos y españoles y hasta sacerdotes apóstatas -como Celestino Pera, uno de los líderes
del movimiento- agrupados en una miríada de instituciones. En los textos producidos por el
movimiento, el anticlericalismo y la denuncia de la religión como instrumento de
avasallamiento de la razón y la libertad humanas alcanzan por momentos una virulencia
difícil de hallar en los registros precedentes. Sin embargo, también en este caso son notorias
las ambivalencias, puesto que el terreno desde el que se formulan esas críticas conserva
rasgos que hacen de la cultura librepensadora una suerte de réplica secular de la religión
que se propone erradicar.
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Los librepensadores crearon sus propios rituales, como los matrimonios y entierros
civiles; celebraban conferencias dominicales que de algún modo reemplazaban a la homilía
parroquial; reunieron congresos nacionales internacionales –el de 1906 tuvo lugar en
Buenos Aires- que sustituyeron a los concilios y sínodos; realizaban “peregrinaciones” a
lugares de culto laico, como el monumento a Garibaldi y la Plaza Roma; establecieron un
calendario que ritmaba la vida de los devotos en torno a grandes gestas de la lucha Page | 27
anticlerical, como el 14 de julio o el 20 de septiembre, y a “santos laicos” como Copérnico,
Spinoza, Descartes, Voltaire, Rousseau, Rivadavia, Darwin, Comte, Victor Hugo, Zolá,
Sarmiento y Spencer; declararon “mártires del librepensamiento” a Giordano Bruno, el
Chevallier de la Barre, Michel Servet y Francisco Ferrer.
Elaboraron hasta un propio registro de los nacimientos, el “Libro de Oro de la Liga
del Libre Pensamiento”, que por un lado era más laico que el registro civil, porque sólo
admitía niños que no estuvieran bautizados, pero por otro cruzaba –lo que no hacía el
oficial- identidad ciudadana e identidad religiosa. Sólo un ejemplo más: el acto de cierre del
V Congreso Nacional del Librepensamiento, reunido en 1913 nada menos que en Luján, la
patria del recientemente desaparecido Florentino Ameghino y de la Virgen patrona del país,
consistió en una manifestación que reprodujo paso a paso las etapas de las peregrinaciones
al Santuario: tras acudir a la estación de ferrocarril a recibir a los adherentes que llegaban
desde Buenos Aires, una gruesa columna recorrió a pie las mismas 22 cuadras que la
separan de la Basílica para escuchar los discursos de selectos oradores “frente a la mole
levantada a un culto idólatra”.
Sólo hermanados por una fe inconmovible en la salida del hombre de su infancia
espiritual merced al uso de la razón y al desarrollo de la ciencia, la heterogeneidad de los
librepensadores se ve reflejada en las silbatinas y abucheos que en las sesiones de los
congresos se alzaban desde sectores de la tribuna para callar a oradores de tendencias
opuestas. Los espiritistas solían sufrir los chiflidos de los anarquistas, que eran a su vez
vituperados por liberales y socialistas. Pero al mismo tiempo la común identidad
anticlerical, aunque de maneras distintas, fue importante para todos ellos y cumplió con
eficacia ciertas funciones. Una fue, justamente, la de crear un terreno lo suficientemente
amplio como para permitir el diálogo y la acción común de esas corrientes a veces
incompatibles y la confluencia de hombres y mujeres provenientes de diferentes estratos
sociales y medios culturales. Ese terreno estaba fundado no sólo en la unánime aversión por
el clero, cuando no por la religión misma, sino también en esa filosofía evolucionista de la
historia que contrapone el mundo nuevo de la razón y de la ciencia al del fanatismo y la
superstición. Según ella, la humanidad atraviesa estadios de civilización sucesivos que
culminarán en el triunfo final de la ciencia, en la racionalización de la entera vida social y
moral de los hombres y en la consecuente erradicación de las supersticiones. Un
diagnóstico en cierto modo, normativo, porque busca influir en el curso de los
acontecimientos en curso, definiendo un tipo de modernidad en el que la religión ya no
tendrá lugar.
El IIºAlbum Biográfico de los Libre=Pensadores de 1916 nos permite observar la
difusión del movimiento a nivel nacional y la extracción social de sus miembros. En sus
páginas aparecen las fotografías de muchos de ellos, a veces de familias enteras,
acompañadas de datos sobre su lugar de residencia, sus profesiones y servicios prestados a
la causa. Desde luego, en altísima proporción son miembros de logias masónicas, en
algunos casos de grado 33. El movimiento a esa altura ha alcanzado una expansión
geográfica mucho más vasta de lo que puede a priori suponerse. Por supuesto es numerosa
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la representación en la Capital Federal y en algunas localidades cercanas, como Temperley,
Morón, Avellaneda y La Plata. Está presente, también, en casi todas las capitales de
provincia, con la significativa excepción de Córdoba. En la Provincia de Buenos Aires su
dispersión es estensa, sobre todo en prósperas ciudades de la Pampa húmeda como
Chacabuco, Chivilcoy, Tandil, Pehuajó, Junín, Coronel Pringles, Bragado y Carlos Casares.
En Córdoba hay librepensadores en Río Segundo, en Río Cuarto, en Oncativo –donde llama Page | 28
la atención su número- y en Cosquín. En Santa Fe la concentración es importante en
Rosario, pero no faltan en Las Toscas, en pleno Chaco santafesino. En el Noroeste llama la
atención su número en Tafí Viejo, dondehan reclutado a varios fundidores. En el lejano sur
la presencia es nutrida si tenemos en cuenta la escasez de población: adhieren a la causa
hombres y mujeres del próspero Territorio Nacional de La Pampa –Santa Rosa, Toay,
General Pico- y de Neuquén, Río Negro y sobre todo de Chubut: en Puerto Madryn milita
un solitario marino de rostro enjuto, pero en Rawson y en Trelew son varias las familias
que posan al completo frente a la cámara. En cuanto a la extracción social, predominan los
sectores medios, artesanos y profesionales -escribanos, constructores, contadores,
empleados de ferrocarril, comerciantes minoristas y mayoristas, panaderos, profesores y
profesoras de música, médicos, periodistas-, pero no faltan hacendados y propietarios de
obrajes, ni hombres de extracción más modesta.
Numerosos combates encaró ese movimiento librepensador a caballo de los siglos
XIX y XX. Uno fue el de la fundación del Colegio Nacional de Santa Fe, que se erigió en
competencia con el tradicional Colegio de la Inmaculada Concepción regenteado por los
jesuitas. En esa lucha confluyeron diferentes “fuerzas vivas” como las logias masónicas, el
círculo liberal “Bernardino Rivadavia” y la sección local de la Comisión Auxiliar de la
Asociación Nacional del Profesorado. Varios de los hombres que participaban del Comité
Pro-Colegio Nacional de Santa Fe eran a la vez parte de la Junta Directiva del Centro de
Libre Pensamiento de la ciudad o redactores de su publicación periódica, el diario Espíritu
Nuevo. El Centro de Librepensamiento santafesino, como los de otras ciudades, se revela
como un espacio de diálogo y de lucha de todos los críticos de la religión tradicional,
masones, educadores laicistas, militantes socialistas y liberales.
Entre los más conspicuos exponentes de la cultura librepensadora figura Francisco
Gicca, socialista, evolucionista darwiniano y ateo garibaldino. En 1916 Francisco y su
compañera, la también librepensadora Anita Ugalde Gicca, editaban el periódico ateoEl
Progreso y criaban a cuatro hijos de nombres estrafalarios: Voltaire Alí, Velia Lina,
Volney Alejandro y Diderot Francisco. Gicca ocupó altos cargos en el Partido Socialista y
en la Liga Nacional de Librepensamiento y fue autor de una infinidad de panfletos,
artículos periodísticos, ensayos y muy populares relatos de ficción, que a veces se editaron
y circularon fuera del país –en España, en el México revolucionario-. Fundado en 1887, El
Progreso contaba los años con el calendario jacobino y se jactaba de ser a la vez “el único
periódico ateo y anticristiano que cuenta con colaboradores en todos los países Americanos
y Europeos” y el de mayor circulación en Sud y Centroamérica. Su único evangelio era el
de la ley y la moral naturales. Gicca tenía además otros negocios: en la misma sede del
periódico -Alsina 1966- no sólo vendía el alimento espiritual contenido en los libros de su
autoría y en los de otros autores librepensadores, así como en discos para fonógrafo con
grabaciones suyas -como “Los deberes de los librepensadores” y “Lo que entiendo por
librepensamiento”-, sino también los mucho más prosaicos “frutos del país”.
La economía de esta obra obliga a dejar de lado el análisis pormenorizado de joyas de
la literatura anticlerical como El celibato de los curas, Las corrupciones del misticismo –
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editada en Granada como parte de la “Biblioteca de propaganda naturalista y
antirreligiosa”-, Las víctimas del confesionario, Justicia sacerdotal –publicada en Madridy la infinidad de artículos aparecidos en El progreso y en Luz y verdad, publicación
masónica de Tandil, entre ellos el elocuente “Dios y sus obras”, de 1902. Pero a grandes
rasgos podemos asomarnos, a través de esos textos, al universo mental del
librepensamiento, con sus ambigüedades y contradicciones.
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Comencemos por conocer al socialista italiano a través de uno de sus muchos alter
ego: el joven médico Aldo Masi, protagonista de Las corrupciones del misticismo,
Miraba como norte el ideal sublime de la verdad, la lucha constante contra la
religión, base de todos los males; la lucha contra Dios, manantial de todas las
tiranías. Había dedicado sus energías de hombre sano y joven en este combate
grandioso de la verdad que lucha contra la mentira, del racionalismo que lucha
contra la hipótesis Dios, probando la satisfacción del que cumple con un deber,
del que realiza una obra necesaria y buena.
Masi es la encarnación humana del ideal librepensador. Las ambigüedades del
librepensamiento afloran a menudo en este héroe de Gicca, que en una página se nos revela
abocado a “combatir científicamente á toda religión” y pocas más adelante anheloso de
construir una nueva. También característico es el tipo de tarea que se propone, la de
“emancipar” gradualmente a la pobre Clotilde de la opresión del obispo. Gradualmente,
porque a los pueblos –como a los personajes de la parábola de la caverna- se los espanta si
se les muestra la verdad de un golpe. Aldo se da cuenta de que debe esperar a que Clotilde
sea su esposa “para convertirla en ser inteligente”. El carácter estereotípico de los
personajes refleja la lucha que en la cabeza de Gicca gobierna la historia humana: la pobre
Clotilde es figura del pueblo empantanado en la ignorancia, el obispo lo es de la hipocresía
y opresión clericales, Aldo, del librepensamiento redentor. Los disímiles roles que
desempeñan Aldo y Clotilde muestran que Gicca, como otros librepensadores, no es nada
osado en materia sexual. No sólo condena la homosexualidad como antinatural: además
considera que el mayor orgullo del varón es mostrar a todos su “propiedad” llevando a su
compañera del brazo, que la “honra” de la mujer consiste en convertirse en esposa y madre
y que su “premio” es el de perder la virginidad con su marido y serle eternamente fiel. Si a
ello sumamos la condena del alcohol –“padre de la degeneración y de la tuberculosis” lo
definirá en Las corrupciones del misticismo- y su concepción del crimen como un
fenómeno de raíces no sociales, sino morales… podemos concluir que la ética inmanente de
Gicca no se diferencia demasiado de la que predicaban sus enemigos los obispos.
La historia narrada en El celibato de los curas transcurre en Italia. Gicca presenta
aquí dos antitéticos personajes femeninos, el de Amalia Ghelzi, viuda escritora y mujer de
mundo, y el de su hija Teresa, que desde los cuatro años vive en un monasterio y rechaza el
mundo y sus vanidades. La historia comienza en el momento en que la madre considera
llegado el momento de retirar a la niña del claustro para que viva la vida y la lleva de
vacaciones a Lerici. El tercer personaje es Tito Pierri, hijo de una condesa y seminarista
que también transcurre sus vacaciones en Lerici y conoce desde niño a Amalia y a Teresa, a
las que encuentra durante un paseo cerca del mar. Tito y Teresa llevan la marca del
monasterio y del seminario en su contextura física: son débiles, enfermizos, desganados,
desprovistos de iniciativa y de toda luz de inteligencia en sus ojos. De niños y adolescentes
han vivido un inocente romance entre los olivos de Lerici, abrasados por el sol estival. Pero
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en los años febriles de la adolescencia el convento y el seminario envolvieron a Teresa y a
Tito en un ambiente depravado, reprimido, en el que la simulación ocultaba “secretos”
como la masturbación y las relaciones homosexuales. Teresa fue proyectando su sexualidad
hacia un Cristo erotizado, de “perfil buen mozo”, desnudo en la Cruz. Tito abriga un
consuelo que le permite hermanar la piedad y el vértigo del sexo:
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Estaba convencido que como sacerdote mejor que nadie tendría roce con la
mujer, ese gran ídolo de su juventud, esta aspiración eterna de su sensualidad.
En el confesionario y en todas partes podría escudriñar los secretos más íntimos
del corazón de las que fuesen sus penitentes, obtener intimidades que nadie, no
siendo sacerdote, puede esperar.
Pero Tito sufre problemas de conciencia. No termina de aceptar el destino que le
han impuesto, el de ser uno de esos “bichos repletos de lascivia con barniz de castidad” que
“libidinosos como sátiros” se esconden “en las pocilgas llamadas confesionarios” para
apagar sus pasiones “con una penitente”. Aunque acepta el negocio de engañar al pueblo
con las patrañas de la religión, sufre permanentemente el asalto de pasiones irrefrenables
contra las que lucha sin éxito. Es que, como le ha explicado un anciano y honrado
sacerdote,
Científicamente la abstinencia lleva á la hipocondría y á la muerte en una casa
de alienados; en caso contrario los vicios secretos, la crueldad, la ninfomanía, la
satiriasis, la pederastía, la corrupción de menores, los adulterios, seducción de
niñas y viudas son el sine qua non del celibato impuesto y aceptado á pesar de
la naturaleza que lo ha hecho imposible.
En esas vacaciones, tras ver a Teresa entrada en carnes y haber sentido con mayor
fuerza que nunca la violencia de sus pasiones, Tito decide apartarse de la condición a la que
lo han destinado. Abandonando la oración elevada a un Dios que no contesta, “aspirando
con voluptuosidad la exhalación de la Naturaleza fecunda”, exclama asomado a una
ventana un juramento de venganza:
¡Ah, tú que gozas, que te ríes, que vives, tú que quieres hacer de nosotros los
sacerdotes, los eunucos hombres! ¡Ah de ti! Seré sacerdote. Así podré reir de
tus dolores, ser el genio del mal, vengándome de haberme hecho paria, haberme
condenado á la muerte civil. Ah! Tú no sabes lo que podré yo hacerte, tú no
sabes cómo podré reirme de tus lágrimas, pisotearte cuando vengas á pedir algo
al ídolo que tenemos allí en la cruz expuesto para explotarte, para reirnos de tus
afanes y de tu credulidad. […] No vendré hipocondríaco ó loco por respetar tu
hogar, no, yo predicando la misogamia en el confesionario me saciaré de
hablará tus mujeres y á prostituirlas […] Bien seré célibe; y seré egoista, porque
no pensaré en mi mujer, no tendré que pensar en mis hijos, pensaré explotarte,
vivir de tu sudor […]; no me será negado nada, ni los vicios secretos, ni las
perversiones sexuales, ni la crueldad, prostituiré á las niñas, seduciré á las
viudas, haré adulterios con las casadas…
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Al día siguiente la viuda comete la candorosa imprudencia de dejar solos a los
jóvenes. Durante el paseo, llegados a un bosque sobre el mar, observan al jardinero de la
casa de Tito, Rómulo, persiguiendo con libídine a su esposa Paula. Es demasiado para Tito
y Teresa, que han transcurrido la noche luchando sin éxito contra las pulsiones de la
naturaleza. De modo que, escondidos en una cueva, se entregan mutuamente a esas
pulsiones mientras Rómulo y Paula lo hacen afuera, sobre un banco en el bosque. Esa Page | 31
escena cristaliza toda una visión de la sexualidad del clero, que hace a escondidas, en las
penumbras, lo que la “gente honrada” hace legítimamente. Concluida la escena, alejados ya
Rómulo y Paula, los amantes furtivos salen a la luz del sol. Entonces el seminarista se quita
la sotana y explica a su amada, en un encendido discurso que habría podido abreviarse, que
el verdadero pecado consistía en obrar contra el mandato de la naturaleza y del mismo
Dios, que ordenó a los hombres que se multiplicasen y los sometió a las mismas leyes que a
todas las demás criaturas. El celibato y la castidad de clérigos y religiosos son una
impostura y los sacerdotes nunca pueden ser honrados, porque la vida eclesiástica los
instruye “en todos los vicios y abyecciones”. El discurso anticelibatario de Tito se nutre del
lenguaje elaborado por la naciente psiquiatría: términos como hipocondría, locura, neurosis,
satiriasis, histerismo, ninfomanía y otros que no es fácil oír por la calle se suceden para dar
base científica a su odio anticlerical. Sin embargo, el relato culmina con una sesuda
reflexión teológica: cuatro años más tarde Tito y Teresa, ya casados, entablan otro de sus
“diálogos” –las comillas obedecen a que en realidad su mujer lo escucha silente- en torno a
las hipocresías de la religión y a la verdad de la naturaleza. La observación del cosmos,
explica Tito a su amada, nos enseña que
El amor es el santo goce de la vida, la aspiración de todos los seres dignos, de
todos los seres que viven; el amor es la fuerza eterna, el amor es fecundidad y
fecundidad es Dios, porque es el gran poema de la naturaleza, el que lo hace
todo, y hoy que conoces los errores de la religión del Cristo, hoy que sabe como
es santo, como es divino el poema del que busca á ella puedes conmigo decir:
“la Virginidad es impía”.
A lo que Teresa responde obediente:
-Sí, querido, la Virginidad es una impiedad.
El anticlericalismo campesino
A esas décadas a caballo del cambio de siglo pertenecen en su mayor parte cantares
y coplas de contenido anticlerical recopilados en los cancioneros folklóricos de la década
de 1930. Además de demostrar ulteriormente –por si hiciera falta- que el anticlericalismo
no es un artículo importado, son interesantes porque ilustran modalidades particulares en el
tratamiento de los tópicos clásicos, y porque en algún caso sugieren la existencia de canales
de comunicación con la crítica librepensadora de la época. Echémosles un vistazo.
Como era previsible, uno de los estereotipos que más frecuentemente aparece en
esos cantos es el del cura lascivo. A la crítica de uno de los elementos fundamentales de la
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separación del estamento clerical del común de los fieles se suman aquí motivos de recelo
mucho más concretos: en la aldea rural el cura puede ejercer un control bastante más eficaz
que en las ciduades sobre las conductas de sus feligreses, en particular sobre la vida sexual.
De acuerdo al antropólogo David Gilmore, que ha estudiado el caso andaluz
contemporáneo, en las áreas rurales, más que en las grandes urbes, el cura es visualizado
como un entrometido en la vida sexual ajena, como un hipócrita y hasta como un descarado Page | 32
seductor. Al cancionero riojano pertenece una copla que denuncia el incumplimiento de los
deberes del sacerdocio a causa de la debilidad del cura por las mujeres:
¡De qué le sirve al cura
La librería!
Si en visitar muchachas,
Se le va el día.
otra denuncia que
El cura no dice misa,
Por atender una chola,
L’hi de avisar al Gobierno,
L’hi de hacer cortar la cola.
En el cancionero de Jujuy se lee una que eleva el disparo hasta el solio pontificio:
Cuando vayas a Roma
Dile a León XIII
Una chica de quince
¿Qué le parece?
El tópico del sacerdote rico y ocioso que vive a costa de sus ovejas en lugar de
ganarse el pan con el sudor de su frente, adquiere en el ámbito rural connotaciones
particulares: el cura carece de los saberes campesinos, pero vive mejor que sus feligreses y,
sobre todo, libre de las incertidumbres que imponen los ciclos rurales de vacas gordas y
vacas flacas. El sistema de rentas eclesiástico, aunque no siempre garantiza al cura un pasar
desahogado, sí lo libera, al menos a los ojos de sus feligreses más críticos, de las más duras
condiciones de vida y de trabajo. Expresa esta veta crítica una extensa canción anónima
bastante difundida –presente, de hecho, en el cancionero de más de una provincia-, que vale
la pena reproducir completa. Desde el primer verso la composición denuncia las ventajas
económicas de que goza el clero. La versión tucumana reza:
Nadie gana más que el cura;
Él logra los que se mueren.
Para el cura no hay mal año,
Haya la plaga que hubiere.
El cura no sabe arar
Ni sabe amansar un buey,
Pero por su justa ley
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Él cosecha sin sembrar.
Él para salir a andar
Muy poco y nada se apura;
Tiene su renta segura
Sin estar amolestado.
En la sombra y descansado,
Nadie gana más que el cura.
Él gana cabras y ovejas,
Mulas, bueyes y dinero,
Y según lo considero
Mal se queja si se queja;
Él logra la gente vieja
Y de la edad que se fuere;
Él se cobra lo que quiere
Al enterrar a los muertos.
Sean rengos, mancos o tuertos,
El logra los que se mueren.
De la Trinidad del cielo,
Él es la cuarta persona;
Es gloriosa su corona,
Sirve a todos con buen celo.
Y para más desconsuelo,
Él no tiene desengaño;
Para él no hay plaga ni daño,
Por la corona que tiene;
Gana plata, gana bienes:
Para el cura no hay mal año.
Si el diezmo va con aumento,
El producto es para él solo;
Él gana en los santos ólios,
También en los casamientos.
Para él no hay impedimientos
Para vender las mujeres;
Todas las que le pidieres
Va vendiendo y entregando.
Todo el año va ganando,
Haya la plaga que hubiere.
Las coplas recopiladas apuntan a los aspectos espinosos de las relaciones que
median entre curas y feligreses, no cuestionan globalmente la función mediadora de la
Iglesia entre el mundo sublunar y el celeste, y tanto menos la religión. Es posible, sin
embargo, que los compiladores hayan descartado piadosamente las piezas más audaces y
escandalosas –el contexto en que fueron compiladas favorecía una operación selectiva- o
que los entrevistados no las hayan querido repetir por pudor. Los cancioneros del Noroeste
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traen un único, pero elocuente ejemplo de diatriba contra la Iglesia en su conjunto, una
canción recogida en Tucumán que contiene una crítica de alcances mucho más vastos que
las citadas anteriormente:
En la iglesia no sé donde
Celebran no sé qué santo;
En rezando no sé qué,
Se gana no sé qué tanto.
¡Qué iglesia tan portentosa!
¡Qué lámpara de fino oro!
¡Qué presbiterio! ¡Qué coro!
¡Qué campanas tan hermosas!
¡Qué torre tan venturosa,
Donde la vista se esconde!
No hay uno que no se asombre,
Porque todo es un primor.
No he visto cosa mejor
En la iglesia no sé dónde.
Un día de los del año
Hacen una gran función;
Lo sacan en procesión
A un santo que es muy extraño,
Sin ocurrir ningún daño
Ni menos algún quebranto.
Allí le hacen todo cuanto
Para ese día conviene;
Y para el año que viene
Celebran no sé qué santo.
Yo no sé cómo se llama
El obispo de esa tierra,
Pero en su saber se encierra
Yo no sé qué ciencia o fama.
A sus feligreses llama,
Como es claro pues es él
El vicario de la fe;
Por la crecida asistencia,
Ganan muchas indulgencias
En rezando no sé qué.
Algunas de las saetas que estos versos disparan contra el catolicismo podrían
interpretarse como ecos de la crítica ilustrada de la devocionalidad barroca, crítica que sin
dudas pervivió, con nuevas modulaciones, a lo largo del siglo XIX. Por ejemplo, la luz
negativa que arroja el poema sobre el culto del santo, la procesión, la profusión de
ornamentos y la pompa litúrgica. Tampoco es nueva la idea de que la Iglesia aprovecha la
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ignorancia de los fieles para infundirles el miedo de las penas espirituales y disponer
plenamente de sus bienes y voluntades: la hemos detectado en el siglo XVIII. Es altamente
posible que esta composición haya experimentado, como todas las de transmisión oral,
sucesivas adaptaciones a tiempos y lugares. En Colombia se conoce la primera estrofa en
forma de copla -asociada a otras más inofensivas, que no tienen nada que ver con la
religión-: “Arriba de no sé dónde/celebran no sé qué santo,/se le reza no sé qué/y se gana no Page | 35
sé cuánto”. Sin embargo, el lenguaje de las estrofas siguientes denota una intervención
letrada y sugiere afinidad con las críticas que a fines del siglo XIX esgrimían los
librepensadores y los grupos o partidos de izquierda en los medios urbanos. Sin duda nos
debemos un estudio de los canales de transmisión de las ideas anticlericales, capaces a
todas luces de transitar a través de geografías espaciales, sociales y culturales muy distantes
entre sí.
“Ascenso y crisis de la Argentina laica” podría haber sido un buen título para este
capítulo. Desde comienzos del siglo XX, en las iniciativas parlamentarias, en los artículos
periodísticos, en los discursos de los mítines y en las conferencias que abordan críticamente
el tema religioso, comienza a vislumbrarse una actitud defensiva, resistente. El optimismo
comienza a flaquear, mientras gana espacio el tema de la defensa de las conquistas
alcanzadas, que se consideran amenazadas por la reacción clerical. Son los primeros
síntomas del retroceso del país laico frente al avance de la nación católica.
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