Aprendiendo a dirigir Alejandro Covarrubias Nadie nace preparado para nada en la vida. Venimos y caminamos por nuestro estrecho de mundo con una equis dotación genética que nos hace más propensos a acertar en ciertas cosas y a fallar en otras. Que es distinto y distintivo. Pero no más. El grueso de las cosas las vamos aprendiendo, unas veces, en el mejor de los casos. Otras más -quizás las más de las veces-, las vamos deformando condicionados por motivos e intereses diversos. Posiblemente para nada estemos menos preparados -y menos dotados- que para dirigir. De ahí la elevada frecuencia con la que los padres hemos de reconocer al final de la jornada que no hemos sabido -y no sabemos- ser padres. Pero este es apenas el ejemplo más común. Los ejemplos más dramáticos de las consecuencias de no saber dirigir, sin embargo, están regados a lo largo de la historia de los Estados. Por razones comprensibles, las consecuencias de la impreparación de los dirigentes toca pagarlas a sociedades enteras. Por épocas enteras. De ahí los errores de siempre: Las decisiones y acciones que son un verdadero tiro por la culata, la improvisación como sistema, los atrasos y las mendicidades repetidas, las confrontaciones y las conflagraciones sin sentido, las devastaciones y deflagraciones impensadas, la sangre, el abuso y el sufrimiento con los que están coronados el pasado y el presente del grueso de naciones. Es la estupidez que no tiene límites de cualquier remedo de dirigentes, si se permite el breviario. La torpeza e impericia de los dirigentes es uno de los grandes desafíos del pensamiento social. Es una empresa que dadas sus implicaciones prácticas bien vale la pena abrazar con pasión. Yo se la he entregado desde hace tiempo. Michael Porter ha resumido centurias de sabiduría en el tema listando los hierros y las tonterías de los dirigentes en “las siete sorpresas más comunes” (Seven Surprises for New CEOs). En otra ocasión he escrito al respecto y seguramente lo seguiré haciendo. Ahora me interesa parafrasear en dos de ellas por razones que serán aparentes enseguida. Un ejecutivo tiene severas dificultades para saber con certeza lo que está pasando. Ligado a ello, un ejecutivo tiende a ser objeto de observación, los deseos y los gustos más engañosos. No se crea que estos son asuntos de ausencia de poder. Antes al contrario. A mayor poder peor el problema, pues las dificultades para saber lo que ocurre, y ser objeto del engaño, se multiplican. El directivo puede ser bombardeado con información, pero de dudosa calidad. La información confiable simplemente languidece en la medida en que la gente que rodea al ejecutivo tiende a teñir todo con el color de su interés. En el ámbito político el problema crece fuera de proporción. Funcionarios y amigos en la política a la mexicana, por si fuera poco, aprenden a conducirse con un objetivo mayor en mente. Que es el objetivo de “agradar al jefe”. No importa si en le transcurso padece la organización. No importan los fines. No importan las metas, pues éstas – cuando existen– se arrojan al escusado. Todo en el sacrosanto nombre de agradar al jefe y exhibirle una lealtad perruna. En la política a la mexicana es lo que se conoce como la filosofía fideliana de “el que se mueve no sale en la foto”, o simular para avanzar. Una filosofía, como se ve, de subsistencia a la cuentachiles. O a la cuentachiles, que para el caso es lo mismo. Por eso un ejecutivo es aquí, como en el mundo, en gran medida proporcional a la calidad de sus asesores y gente cercana. Con asesores y funcionarios a los cuentachiles, no hay mucho a donde ir. Los sabores, los gustos y los triunfos del día que suponen tener y compartir hoy, pronto se descueran en su fugacidad. Toda esta reflexión viene a modo con el asunto de los “burladeros” puesto en escena por el gobernador Eduardo Bours. El Gobernador, pienso, no tuvo gente que le hablara de lo riesgoso de su proceder. No hubo gente que le dijera que un Estado no dirige a otro Estado en términos de “si no es por las buenas, será por las malas”. Menos aun cuando el otro estado es la cabeza de la orquesta. El Gobernador, pienso, puede estar demasiado solo pese a sus capacidades y responsabilidades. Lo está no pese sino debido a tantos y tantos que se exponen prestos a la primera para satisfacer los guiños y mohines que surcan su rostro. Aún los más involuntarios.