R20 b PODER LATERCERA Domingo 25 de mayo de 2014 En la mira Ernesto Ottone Intereses privados, razones públicas E El título de esta columna está inspirada en la frase “vicios privados, virtudes públicas”, de Bernard de Mandeville, quien fue uno de los primeros en sostener que la codicia de los privados podía generar bienestar público. Lo hizo a través de un poema escrito en 1705, llamado “El panal rumoroso o la redención de los bribones” y, más tarde, en 1719, con el libro La fábula de las abejas, o vicios privados, virtudes públicas. Algo de ese pensamiento se encuentra en Hobbes, más bien referido al temor y el egoísmo, y en Adam Smith, aunque de manera más moderada. Los cinéfilos recordarán también la película del gran cineasta húngaro Miklós Jancsó, que usa en 1975 el mismo título, pero en clave erótica, para describir la hipocresía de las buenas costumbres del Imperio austrohúngaro de Francisco José, que ocultaba un entramado bastante más oscuro. Hoy, salvo algunos ayatolas del neoliberalismo, nadie es capaz de entregar un argumento de esta naturaleza en el debate público; más bien, la tendencia es argumentar la defensa de los intereses privados a través de argumentos de bienestar público. La reforma tributaria presentada por el actual gobierno, reforma profunda pero moderada a la vez, apunta a dos objetivos: recaudar más dinero para llevar adelante cambios que son indispensables para el desarrollo y, sobre todo, para un desarrollo con mayor justicia social; y producir una redistribución del ingreso en un país de grandes desigualdades, acercándonos en algo a las sociedades más desarrolladas, cuyos ingresos nominales son corregidos por un sistema tributario progresivo que las hace más igualitarias y con mayor cohesión social. Contra lo que argumentan los adversarios de la reforma, quienes la abominan tanto, que uno de ellos dice no me gusta “ni en la forma, ni el tono, ni en la sustancia”, las tributaciones más progresivas suelen coincidir con los países que tienen la más alta competitividad. Lo curioso es que estos radicales adversarios nunca señalan que detestan la reforma porque sus beneficios se verán probablemente en algo disminuidos a favor de la gran mayoría. ¡Cómo se les puede ocurrir! Ellos están en contra porque sufren por la disminución del ahorro y la inversión nacional, por el futuro patrio, por las pequeñas empresas. La suerte de estas últimas les provoca un rictus de dolor y una mirada cargada de desolación, aun cuando ellas, tal como lo han expresado, vean ventajas en la reforma. Estamos entonces frente a analistas, grupos económicos y partidos políticos cuyo dolor tributario sólo tendría por norte el bien de los chilenos. Es pura casualidad si, de paso, esas voces poseen o representan las rentas más altas del país. Algo no termina de cuadrar en este noble alegato que lo hace poco creíble. Es obvio que ello no anula la validez de toda crítica u observación al proyecto de reforma. No estamos, por cierto, ante un libro sagrado y se podrán corregir, como se hace en democracia, a partir del debate, determinados defectos y errores que no anulen, sin embargo, su doble propósito o retrasen los tiempos de su puesta en En ocasiones, da la impresión de que pasamos de una situación histórica de bajos salarios de las funciones dirigentes, que dieron lugar a una modificación necesaria, a una cierta exageración. marcha hasta las calendas griegas. Es necesario, además, cuidar los tonos del debate. No le hacen bien a la discusión los sarcasmos con pretensiones intelectuales que surgen de quienes apoyan la reforma, sobre todo cuando son muy equivocados. Poco tiene que ver la reforma tributaria con el pensamiento de Marx y la lucha de clases. A Marx la distribución del ingreso le importaba tres pepinos, lo consideraba propio del socialismo utópico, blandenguerías fabianas. Cuando más, lo podía aceptar en una situación prerrevolucionaria como una plataforma táctica, transitoria, pero sólo en cuanto fuera útil a lo principal: la implantación de la dictadura del proletariado y la expropiación de los expropiadores. Por lo tanto, es mejor debatir en serio. Una mejor distribución del ingreso, un Estado con mayor capacidad social, es hijo de la reforma democrática, de un recorrido más bien de inspiración socialdemócrata, socialcristiana o liberal progresista, como lo ha sido en los países desarrollados exitosos en combinar crecimiento con igualdad. La economía chilena tiene espacio para realizar esta reforma sin grandes repercusiones en su capacidad de ahorro y de inversión. Los efectos menores, temporales que pudieran tener algún impacto negativo están resguardados por su gradualidad, y pueden ser perfectamente compensados a través de la elevación de la competitividad y una mayor cohesión social. Cuando se lleva a cabo un proceso tan importante como este, que tiende a acercarnos a los países más desarrollados e igualitarios, resulta legítimo revisar algo que en esos países también está en discusión: los costos de la política. Lo primero que es necesario señalar es que el buen ejercicio de la democracia tiene costos que la sociedad debe solventar para asegurar políticas públicas de calidad y una mayor legitimidad. En Chile, por ejemplo, ya no puede esperar el cambio del sistema electoral binominal por otro más representativo. Pero, al mismo tiempo, la sociedad tiene el derecho a controlar el uso de los recursos públicos y a recibir cuentas de los mandatarios. Ello resulta fundamental para acortar la distancia y la desconfianza que en la sociedad de la información en la que vivimos se ha generado entre los mandantes y los mandatados. No son lo mismo los costos de la calidad de la acción política que los costos salariales de los representantes y los dirigentes del Estado. Por ello, no va del todo desencaminada la propuesta de los parlamentarios jóvenes respecto de la disminución de la dieta parlamentaria. No es bueno motejarla de buenas a primeras de populismo. Ella podría dar también lugar a un repensamiento de algunos salarios públicos. En ocasiones, da la impresión de que pasamos de una situación histórica de bajos salarios de las funciones dirigentes, que dieron lugar a una modificación necesaria, a una cierta exageración, que se suele argumentar de mala manera, pareciendo en algunos casos que aquí también se están entregando razones públicas para defender intereses privados. Chile está lejos de ser un país corrupto, pero esa lejanía es una flor delicada que se debe cuidar en permanencia. Quienes sirven al Estado deben ganar con dignidad y decoro, dándoles tranquilidad en el ejercicio de sus funciones, pero no con glamour. Tampoco es bueno realizar comparaciones mecánicas con el privado. Si ser servidor público no tiene un cierto valor de entrega personal más allá de lo monetario, el discurso de servicio queda vacío. Los mayores recursos deben ser empleados en aquellos aspectos que mejoren la eficiencia de la labor pública, no en excesos salariales de quienes la ejercen. Sólo así se producirá un acercamiento de los ciudadanos a la función pública. Chile, con su inquieta geografía y el rigor de su naturaleza, necesita más que nadie recursos públicos y autoridades cercanas y confiables. Afortunadamente las tenemos; reforcemos su legitimidad.R