PREPARACIÓN Y VIDA. Vi por primera vez a don Juan Carlos de Borbón y Borbón en Zaragoza, creo que algo antes de finalizar mi curso 1954-1955. Fue su primera visita a la Academia General Militar (A. G. M.) y vestía un pantalón de los llamados bombachos. Estuvo en el despacho del General Director y es entonces cuando pude conocerle. La siguiente ocasión (no avisaron a los cadetes ni se interrumpieron las clases) fue examinándose de gimnasia; concretamente le estuve contemplando cuando subía la cuerda. Pasado el verano se incorporó a la Academia con su promoción, la decimocuarta de la A. G. M., y fue destinado a la 3ª Compañía de Cadetes, que mandaba el sargento galonista de la décimo tercera, Fernando Elorrieta y Pérez de Arenaza, mi gran amigo desde que llegamos a Zaragoza. Yo era sargento galonista de la 4ª Compañía, inmediata a la 3ª y muy próxima al 'apartamento' que habilitaron para que residiera el Príncipe. Y, antes de seguir, me parece conveniente consignar que una de las principales motivaciones que me han llevado a redactar estas memorias fue ver cómo la gran mayoría de autores de estudios biográficos sobre don Juan Carlos no han conocido al monarca o, como mucho, lo han tratado, y poco, de mayor. Y, desde luego, siendo ya Rey. Es más, una de las para mi gusto mejores biografías fue realizada a partir de cuestionarios que el soberano estudiaba y cuyas respuestas procedía a grabar después en una cinta al efecto. Esto puede llevar aparejada la subjetividad (interesada, aun de manera extraconsciente) que solemos poner al hablar de nosotros mismos, y por otra parte hace que el trabajo se quede sin el calor fundamental del conocimiento directo de la persona y el trato con ella desde años atrás. Eso ha de advertirlo el lector porque, por aséptico, produce cierta frialdad. En época reciente, cuando empezaba yo a trabajar en estos recuerdos, enterados en La Zarzuela de que un conocido investigador estaba escribiendo un libro sobre don Juan Carlos, la Casa de S. M. le dijo que el Rey estaría encantado de recibirle y comentar con él lo que deseara. Pues bien, el historiador respondió que no deseaba conocer al monarca hasta que estuviese publicado el libro. Y así lo hizo, siendo todo el trato directo con los Reyes que llegó a tener una audiencia con almuerzo. Con independencia de la categoría profesional, hay tratadistas que se hacen una idea previa de lo que van a investigar, e incluso elaboran teorías sin conocer, por mucha documentación que hayan acopiado, la verdadera realidad. Esto puede llevar en ocasiones a que, si después los hechos del personaje no concuerdan con lo escrito, se deba a que está equivocada la evidencia. En cualquier caso, y dando por supuesta la erudición y acierto en quien procede a escribir sobre alguien, nos pareció casi una necesidad, mirando por la figura entrañable de don Juan Carlos, que quienes lo hemos conocido de muy joven y tratado desde entonces a acá, deberíamos consignar por escrito cuanto se recuerde de estos ya cincuenta años de relación. En mi caso particular, hay que hablar además de confianza e incluso de intimidad. Que el lector deduzca por sí mismo la personalidad humana de este gran estadista. Que advierta cómo su persona es, ante todo, la de un hombre como cualquiera de nosotros, y que, terminados los estudios, contrae matrimonio. Un hombre joven que, aun con tantas obligaciones y ceremonial y enorme trabajo, vive en familia y pasa por prácticamente las mismas vicisitudes, con su esposa, hijos y nietos, que nosotros. El Rey como persona, con su intimidad de grandeza y debilidades, pero sobre todo con sus maravillosos valores, ésos sí que poco comunes porque, todavía por encima de su entrega y acierto como Rey, es esencialmente un hombre de bien. Y para mí un altruista e insigne amigo. En estas páginas podrá apreciarse la inteligencia y sensibilidad del hoy monarca para el justiprecio de personas y circunstancias. Cualidades por las que ha sabido tomar determinaciones que, como hemos podido comprobar, de no haber actuado don Juan Carlos de tal manera, se habrían derivado consecuencias adversas para España y los españoles. Nada más instalarse don Juan Carlos en sus dependencias, todas las formaciones y actos (excepto, como veremos, el estudio) debía hacerlos con un acompañante, y su primer interlocutor fue Fernando Elorrieta. Aparte de esto, en todos los descansos y momentos libres estábamos juntos, y así pude tratar a don Juan Carlos ya desde el segundo día en la academia. Fue como una sintonía especial mutua, caernos bien para establecer una buena amistad. Creo que al tercer día, a la hora del recreo de tarde, que era cuando tomábamos algo para resistir hasta la cena (por más que quedaran ya pocas horas), lo encontré en el pasillo que conducía al bar, abandonando a un grupo de cadetes. Se acercó a mí y, cogiéndome por un brazo, comprendí que intentaba alejarse de allí. Ya a cubierto me confesó el hombre (me parecía un adolescente) que no se había atrevido a rechazar varias invitaciones, y encima de vino, y que no estando acostumbrado a beber, se advertía mareado. Lo relato, aparte de que fue así, porque este tipo de invitaciones iba a ser determinante para que, ya oficialmente, hubiésemos de estar juntos, él y yo, durante prácticamente todos los días del curso. A la semana siguiente se aproximó a mi compañía buscando, aun sin decirlo expresamente, consuelo (estaba realmente afligido) porque unos cadetes de ambas promociones y según averigüé enseguida, militantes falangistas, le habían dicho despectivamente 'qué pintaba en una academia militar española si no era español, pues había nacido en Roma'. Animé en lo posible a S. A. R., acompañándolo a sus habitaciones (era la primera vez que entraba yo allí) y luego di un repaso a los más significados de aquellos imbéciles, que no es insulto al referirnos a su capacidad intelectual. En compensación, aunque no le favoreciese mucho, comenzaron a ayudar a S. A. R. los monárquicos. Sus primos Alberto y Alfonso de Borbón y Pérez del Pulgar, que gozaban (como otros muchos cadetes) del «beneficio de ingreso y permanencia» para cursar los estudios, por ser huérfanos de militar muerto en campaña. También hubo, que yo recuerde, otros como San Cristóbal, Autrán Arias Salgado, Javier Pastor López-Andújar y, sobre todo -porque lo tuve yo 'protegido' en mi sección de clase- Enrique Queralt Chávarri, después conde de Santa Coloma. Esos entre los cadetes. Aparte, de septiembre a diciembre, estaban los alféreces 'del segundo periodo', algunos de los cuales también se acercaban a don Juan Carlos. Entre ellos recuerdo, por alguna relación con su familia, a Javier Travesedo y Martínez de Rivas. Claramente en contra del Príncipe, aunque nunca se portaron groseramente, hubo algunos falangistas, pero lo cierto es que no se les advirtió ni siquiera un mal gesto. Con el tiempo, incluso poco tiempo, fueron apareciendo arribistas pelotilleros, incluidos varios profesores. De los dos parientes Borbón, el mayor, Alberto, era una excelente persona, sencillo de trato y buen amigo, aunque los estudios le jugaron una mala pasada y hubo de repetir curso y, finalmente, abandonar la academia. Su hermano Alfonso siguió conmigo en la Academia de Caballería de Valladolid. Una mañana me llamó el General Director, Emilio Alamán Ortega, a su despacho para nombrarme Ayudante Honorífico suyo (siempre lo era, por tradición, uno de los sargentos galonistas); y a Fernando Elorrieta le dieron el mismo puesto para el Coronel Jefe de Estudios (enseguida general), Rodolfo Estella Bellido. Mi misión como 'ayudante' consistía en acompañar al general en algunos actos protocolarios, sobre todo fuera de nuestro recinto. En la academia debía formar junto a él y la escuadra de gastadores, estar presente en alguna visita, etc. Actos en los que yo llevaba un brazalete con las insignias de general de brigada y Fernando Elorrieta otro con las tres estrellas de 'su' coronel. En campamentos y maniobras teníamos un 'segundo ayudante' cada uno, y existía la costumbre de escoger a éstos entre los repetidores de curso que habían perdido promoción. Quizá lo verdaderamente importante es que el general me llamaba de vez en cuando para saber mi opinión sobre la vida académica, si algo era mejorable, si había problemas... y para hablar de lo relativo a S. A. R. Pocos días después me comunicó que visto cómo congeniábamos el Príncipe y yo, la Dirección General de Enseñanza Militar le había autorizado para hacerme 'acompañante-preceptor' de S. A. R.: 'Aparte de la Academia, si ha de salir, sobre todo en determinadas circunstancias, debe usted [a veces me trataba de tú] ir con él y aconsejarle según su buen criterio'. Desde el principio el general me confesó que vería con agrado que estuviese don Juan Carlos con nosotros (Elorrieta, Relloso...) y también con otros compañeros de la promoción, pero que se relacionase lo menos posible con alféreces: 'Los cadetes beben normalmente Coca-Cola y los alféreces vino y coñac'. Yo no pensaba entonces que don Juan Carlos pudiera llegar a ser Rey, pero sí fui consciente de que era una persona con unas cualidades maravillosas y que estaba sin malear, por lo que procedía por mi parte ayudar en su educación lo mejor que pudiese. Tampoco caí entonces en la cuenta de que mi designación seguramente venía confirmada por muy altas instancias, pese a ser yo (como Elorrieta y otros estupendos sargentos y cabos galonistas) uno más, alguien que ni siquiera tenía antecesores cercanos en el Ejército, por línea paterna ni materna (Balbás). En cuanto a mi buena posición entre los cadetes, no se debía a propósito deliberado por mi parte, pues yo he estudiado siempre no para obtener altas notas, sino para aprender bien las materias objeto de estudio. Mi padre, Manuel Bouza Brage, había estado en la Marina, y joven aún ingresó en la Administración Civil del Estado. Era un hombre romántico, amante de los uniformes y las paradas militares, y decidió que yo, el mayor, debería seguir la carrera militar. En tierra, desde luego, al haber perdido nosotros, hacía tiempo, contacto con el mar. Los Bouza, Brage y Otero, prácticamente todos eran marinos, tanto de la Armada como en navegación civil; y varios primos de mi padre alcanzaron el generalato, si bien cuando yo ingresé en la A. G. M. hacía años que habíamos perdido casi toda relación con ellos. Mi padre nació en El Seijo, pero en los papeles figuraba como nacido en El Ferrol, al parecer porque había una manda del marqués de Molins para librar del servicio militar a los ferrolanos. Así, a los de municipios próximos los inscribían en El Ferrol. Monárquico 'liberal', muy lector y con aficiones intelectuales (publicó algunos artículos) tuvo buena amistad con Ramón Franco Bahamonde y con Fernando Vila, que salían también con el tío Leopoldo Brage, marino de carrera y asimismo piloto de aviones. Naturalmente hubo de conocer y tratar, aunque poco, a Francisco Franco. Y pese a que mi padre apenas nos habló de su vida en aquella época (y menos de la Guerra Civil), sí le oí decir que Francisco Franco era ya desde joven un hombre serio y solitario. En parte, y aun sin manifestar soberbia, como si él mismo supiese que iba a alcanzar muy altos puestos. El padre de los Franco, separado de la madre de sus hijos, dio clases particulares de matemáticas a mi padre y a su hermano, el tío Antonio. También trató mi padre a Camilo Alonso Vega, a quien tenía en buena estima porque recordaba que, de cadete y oficial, nunca dejaba de visitar a unas tías suyas de condición humilde. Acerca de la separación del matrimonio Franco-Bahamonde me contó en su día el historiador Ricardo de la Cierva que, harto de que le llamasen continuamente cuando enviaba previamente los textos para su fascículo -y todo para objetarle tonterías-, solicitó una audiencia con Franco. Resultó que el Jefe del Estado no había puesto ni una sola objeción a sus escritos. Era cosa de los franquistas de la censura, nunca mejor dicho que más franquistas que Franco. Ahora bien, Franco le puntualizó que no era del todo cierto lo de sus «novias», que había publicado el historiador; y que, referente a su progenitor, simplemente como hijo, quería que De la Cierva supiese que 'pese a la separación, mi padre nunca perdió la patria potestad'...