Armillita: Reflexiones en el centenario del Joselito mexicano

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REPORTAJE
Armillita
Reflexiones en el centenario
del Joselito mexicano
“Fermín Espinosa Armillita Chico es una figura clave en la historia de la tauromaquia del siglo XX. Fue el líder de una
época gloriosa del toreo mexicano, su Edad de Oro, que empieza en 1930 y concluye el año 1946, pues con la llegada
de Manolete comienza otra fase del toreo en México. Pero no solo en su país fue Armillita el eje de la Fiesta. Llegado
a España en 1928, su ascensión fue lenta, peldaño a peldaño, y alcanzó su cumbre en 1935, cuando se proclamó, más
allá del silencio oficial, el número uno entre la primera fila del toreo español. (…) Seguir paso a paso la carrera de Armillita, desentrañar las claves de su toreo, nos descubre la transición del arte de torear en unos años de profundos
cambios taurómacos, y nos revela la decisiva aportación del maestro de Saltillo: su purísima versión del pase natural
largo y profundo, ligado en series de dilatada intensidad, fue la que provocó la conmoción de los aficionados de su tiempo y forjó la definitiva estructura de la actual faena de muleta”. José Carlos Arévalo, El Secreto de Armillita.
Texto: José Ignacio de la Serna Miró
Fotos: Javier Arroyo, Francisco Peña y
archivo de Espasa Calpe
F
ue José Carlos Arévalo quien me puso en
‘suerte’ y me brindó la oportunidad de
entrevistar a la dinastía Armillita: Manolo, Fermín y Miguel. Los tres, hijos del gran
torero Fermín Espinosa Saucedo Armillita Chico. Los tres, matadores de toros. Por orden de
antigüedad, fueron llegando a la sala de
prensa de la plaza de toros de Las Ventas. Primero Manolo, fruto del primer matrimonio
del torero azteca, luego Fermín y, por último,
Miguel. Los toreros de dinastía hablan de toros con escrupulosa propiedad, afinan al
máximo su particular terminología, con un
regusto especial en sus palabras, con nostalgia, con sensibilidad. Ellos mejor que nadie conocen de primera mano la intrahistoria del toreo. Esa que aprendieron de niños en boca de
sus progenitores, al calor de los recuerdos. “El
día que mi padre cortó su primer rabo como
matador de alternativa en la plaza de El Toreo
de México, regresó a casa, besó a su madre, Mariquita, y se fue con unos amiguitos a jugar
a las canicas. Tenía solo 16 años”, dice Manolo a modo de preámbulo. Esa tarde, su faena
al toro Coludo, de San Diego de los Padres, fue
tan colosal que una multitud se arrojó al ruedo para llevar a hombros al nuevo fenómeno
hasta la redacción del periódico El Universal
Taurino.
Desde la infancia, Armillita decidió seguir los
pasos de su padre, modesto torero, y de sus hermanos Zenaido, banderillero; y Juan, último
matador de toros al que Rodolfo Gaona dio la
alternativa, aunque luego pasó a formar parte de la cuadrilla del propio Fermín. Verdadero
niño prodigio del toreo, a los 13 años le cor-
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tó el rabo al primer becerro que mató, de San
Mateo, también en la plaza de El Toreo, en
1924, una semana después de que Rodolfo Gaona toreara su última corrida de toros. No actuó como novillero en España. “El toreo fluía en él de manera natural. Era algo innato,
pura intuición. Había nacido con ese don”,
continúa el mayor de los hermanos, “de niño
jugaba al toro como otros juegan al fútbol o
al béisbol; por eso, y porque torear no suponía para él un esfuerzo, no tuvo plena conciencia de lo que significaba ser torero hasta
pasados cinco o seis años de tomar la alternativa”. Su ambición, al igual que la de otros
genios del toreo, fue artística, nunca económica “aunque si ganaba unos pesos, mejor que
mejor. Era de familia humilde y en su casa hacía falta el dinero”, concluye Miguel. No tuvo
Armillita maestro alguno, ni siquiera un referente del que aprender. Todo lo que veía en
el ruedo lo absorbía como una esponja. Sin embargo, su hermano Zenaido, diez años mayor
que él, jugó un papel determinante en su formación de torero. En una de sus temporadas
invernales en México, el torero madrileño Marcial Lalanda quedó cautivado con sus dotes de
gran capotero y decidió incorporarlo a su cuadrilla, trayéndolo consigo a España. A la sombra de su experiencia y de sus sabios consejos
supo el joven Fermín el nuevo rumbo que había tomado el toreo, en el fondo y en las formas, tras la irrupción de Belmonte y la muerte de Joselito. “Mi tío Zenaido no tuvo palabras
para explicarle que había visto a un gitanito
al que todos llamaban Curro Puya torear con
el capote de manera insuperable, con las manos muy bajas”, dice Manolo. Con ojos de
asombro lo contempló Armillita en su primer
viaje a España, en 1928. Torearon juntos en trece ocasiones. La primera de ellas, Gitanillo de
Triana ofició como testigo de su confirmación
de alternativa en Madrid. Nada, sin embargo,
en comparación con las 102 tardes que compartió cartel con Domingo Ortega. Pero al diestro de Borox, en número de corridas, aunque
a considerable distancia, le sigue una larga lista de grandes toreros como Vicente Barrera,
Manuel Mejias Bienvenida, Nicanor Villalta,
Marcial Lalanda, Cagancho, Chicuelo; Victoriano de la Serna, Fernando Domínguez o Manolete, entre otros muchos. “Sin embargo, su
torero predilecto, el que más le llenó, por su
largura y gran calidad, fue Félix Rodríguez”,
señala Miguel.
Queda dicho, pues, que Armillita arribó en
nuestro país en el año 28. Primero con la intención de tomar la alternativa, pues en
aquel entonces las alternativas americanas no
tenían validez en España, y luego, con el propósito de consagrarse en la cuna del toreo. Su
hermano Juan, en presencia de Vicente Barrera, le hizo doctor en tauromaquia en Barcelona, con toros de Antonio Pérez. “Ese día,
como era su costumbre siempre que toreaba,
acudió a la plaza a la hora del sorteo. Le habían contado tantas cosas del toro que se lidiaba en España que quiso comprobarlo en primera persona. Así que llegó a los corrales, echó
un vistazo y aunque vio que lo que le había
oído era cierto, pensó para sus adentros que
no era para tanto. Un miembro de su cuadrilla le saco del error: ‘Maestro, esa es la novillada de mañana, la corrida de hoy es aquella,
la que está en el otro corral’. Fue la última vez
que presenció un sorteo, aunque nunca le preocupó el tamaño del toro” coinciden entre risas los ‘armillitas’. En aquellos años Armillita Chico ya era un torero artísticamente maduro y completo en los tres tercios. Largo, poderoso y dominador. En palabras del periodista
y escritor Paco Aguado: “De gran repertorio clásico con el capote, total y elegante banderillero,
notabilísimo muletero, maestro del pase natural y hábil estoqueador, acompañado todo
con sus grandes facultades y su clara inteligencia derivada de un valor frío”. Por algo le
llamaban ‘El Joselito mexicano’.
Un ejemplo de su fabulosa capacidad de
adaptación fue la faena que llevó a cabo en la
plaza de El Toreo el año 46, con el toro Pituso, de la ganadería de La Punta. Fue la primera
de las casi veinte tardes que coincidió con Manolete en el ruedo. “Al primero lo toreó como
entonces se estaba toreando en México, y le cortó un rabo; pero después de la colosal faena
de Manolete, el público le exigió que toreara
como él. Y lo hizo. Se colocó muy cerquita de
los pitones y lo toreó de manera magistral, ligado y por abajo. Cambió de concepto, de estilo y de forma en una misma tarde”, explica
Manolo. Fuera del ruedo, Armillita fue también un torero disciplinado y profesional. Entrenaba todos los días. Toreaba de salón, hacía tentaderos y, sobre todo, jugaba al frontón
“aunque jamás entrenó en un carretón la suerte de banderillas ni la de matar”, dice Fermín,
“su manera de cuartear en la cara del toro era
pura intuición. Lo único que practicaba era la
reunión. Lo hacía en el contrafuerte de madera
que sobresalía de la barrera en las plazas de
toros antiguas dentro del callejón. Era capaz
de clavar un par de banderillas dentro de una
moneda. Nunca fallaba”.
En España su ascensión a la cumbre fue lenta, y en México, donde ya era una figura consagrada, el entonces retirado matador de toros
Rodolfo Gaona se hizo empresario de la plaza
de El Toreo los años 1929 y 1930, temporadas
en las que ‘curiosamente’ Armillita no hace el
paseíllo en el coso más importante del país azteca. “Entonces mi padre se dio cuenta de la dureza de esta profesión. Por primera vez en su
vida tenía que hacer un esfuerzo. Empezó a madurar como hombre y como torero” explica Miguel. Pero el 5 de junio de 1932 cuajó de manera soberbia al toro ‘Centello’, de Aleas, en la
plaza vieja de Madrid, en una faena inolvida-
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REPORTAJE
De izquierda a derecha Manolo, Fermín (hijo), Fermín (padre) y Miguel.
ble que significó el espaldarazo definitivo que
estaba esperando. Sin embargo Armillita aún
tuvo que salvar un escollo más, derivado sin
duda de aquella suprema facilidad con la que
resolvía los problemas que planteaban los toros. Para el escritor catalán Néstor Luján: “De
él emanaba una especie de frialdad que en España se atribuyó a la impasibilidad temperamental del indio. Estuvo sujeto a singulares períodos de desgana y sobre todo le desdoró su
incapacidad de emocionar, de comunicar al
público una encendida pasión”. El crítico
taurino Gregorio Corrochano no comulga
con esta opinión: “De soso se le pinta por los
que se divierten con adornos y bobaditas. No
hay torero soso con la mano izquierda. No hay
torero soso cuando se pasan los toros por la
seda del traje, y Armillita se los pasa rozando”.
“De haber sido un torero frío no habría cortado
en veinticinco años de toreo en activo tantas
orejas, rabos y patas como cortó, en todas las
plazas del mundo. Como bien dice Corrochano, no hay torero soso con la mano izquierda.
Además es una suerte que requiere en su ejecución entrega y pureza, y surge, en los momentos más afortunados, de la inspiración y
del sentimiento del artista. Mi padre no fue un
torero frío. Sus grandes éxitos llegaron siem-
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pre toreando con la mano izquierda. Su faena
al toro Clavelito en Barcelona ha pasado a la
historia para demostrarlo”, concluye rotundo
Manolo. Las siguientes temporadas vieron a Armillita instalado definitivamente en la primera
fila, hasta que se rompen las relaciones taurinas con México, en 1936. Torea 53 corridas
en 1933, 63 en 1934 y 64 en 1935. Según relata
José Carlos Arévalo en su último libro El Secreto de Armillita, aquella tarde del 29 de julio de 1934, el torero de Saltillo comenzó su faena a Clavelito “con dos estatuarios con filo de
cuchillo, que dieron paso a ocho naturales
ocho, largos como ríos, templados como un
cauce dormido, emocionantes por lo ceñidos,
intensos por lo ligados, embriagados por lo
completos, ejecutados como si el torero no quisiera que acabaran nunca y rematados con un
pase de pecho tan forzado que parecía geométricamente imposible (…) Para la Fiesta, hay
un antes y un después, en el que esta faena parte en dos la historia del arte muletero.” Pero
no solo triunfó en Barcelona. Bilbao, Zaragoza, San Sebastián, Sevilla, Pamplona, Valencia
o Salamanca fueron testigos del prodigio y del
talento azteca. En total, toreó 838 festejos, de
los cuales 338 tuvieron lugar en España. ¿Fue
Armillita un torero de ‘Despeñaperros para
arriba’? “Nunca nos lo habíamos planteado”,
contesta la familia Armillita, “pero es cierto
que al repasar su carrera comprobamos que en
la mitad norte de la península toreó más corridas. De siempre, el toro con poder y romana se ha lidiado en esas plazas, quizás fuera ese
el principal motivo. Con el toro fuerte y poderoso su toreo lucía más. En Valencia le cortó un rabo a uno de Miura”, explica Fermín.
En tardes de toros Armillita Chico fue para muchos compañeros como un Ángel de la Guarda. “…Te veo a mi lado en el ruedo, cuando me
tocaba un novillo más difícil (…) Y te colocabas
de mi más cerca que mi propia muerte. Y es
que tú, además, adivinabas las cosas”, dijo de
él la irrepetible rejoneadora peruana Conchita
Cintrón. Pero delante de un toro el destino tiene siempre la última palabra. El 11 de agosto
de 1934 en la plaza de Manzanares, Fermín Espinosa Armillita tuvo que estoquear al toro de
Ayala que mató a Ignacio Sánchez Mejías. “Mi
padre sintió que el toro apretaba mucho para
los adentros y le dijo a Ignacio que empezara
la faena saliéndose hacía afuera. Pero Ignacio
era tan valiente como testarudo, y no hizo caso.
Al contrario. Se empeñó en que su cuadrilla le
cerrara el toro, para comenzar la faena sentado
en el estribo. Y allí fue donde le hirió. Ense-
guida advirtieron que la cornada era muy grave. Ignacio se estaba desangrando”, relata
Manolo con voz quebrada. “Por lo que nos contó, la cogida no fue aparatosa. El toro solo le
empujó, pero le metió todo el pitón. Luego, Granadino, no planteó ninguna dificultad en la
muleta. Fue una corrida de éxito, con muchas
orejas”, matiza Miguel. Mientras, en la enfermería de una plaza calcinada por el sol, Ignacio
Sánchez Mejías agonizaba. “…Le vi morir de
una perezosa y larga muerte…” escribió su intimo amigo José Bergamín en la Música Callada
del Toreo. Diez años más tarde, Armillita sufrió en carne propia la única cornada de su brillante y dilatada trayectoria, en San Luis Potosí.
Solo un toro, de 2.500 que estoqueó, hizo vulnerable al diestro mexicano. “Asumió la cornada con naturalidad. Algo que tarde o temprano tenía que pasar. No le generó ninguna
duda. Sabía que en el toreo todo es posible. Es
curioso, el único toro que le hirió se llamó Despertador. Quizás fuese un aviso”, reflexiona Fermín. En mayo de 1936, rotas las relaciones con
los toreros mexicanos en España, un veto
abierto conocido como ‘el boicot del miedo’,
al que únicamente se opusieron Belmonte, Chicuelo, Cagancho y La Serna, Armillita regresó
entristecido a su país para liderar la auténtica Edad de Oro mexicana. Volvió a España en
1945, para torear 32 corridas, y 18 al año siguiente. “¿Habrían las figuras españolas recalado en México durante la guerra civil española y engrandecido aun más la Edad de Oro
del torero mexicano? ¿Hubieran las figuras mexicanas de tan importante período enriquecido
la tauromaquia española de la postguerra?”,
pregunta José Carlos Arévalo. Nunca lo sabremos. “Lo que sucedió en aquel momento”,
dice Manolo, “lo explica muy bien en su libro
Carlos Arévalo. Gracias a él creo que se han
aclarado del todo las cosas. En los años 33 y 34
eran empresarios de la plaza de toros de El Toreo Domingo Dominguín y Domingo Ortega.
Durante esas dos temporadas solo actuaron en
México dos españoles, Domingo Ortega y tu
abuelo, Victoriano de la Serna. Lógicamente eso
provocó un profundo malestar entre los diestros españoles, que se negaron a torear con los
mexicanos. Para más inri, Dominguín apoderaba a mi padre”, relata Manolo. “Entonces no
existía una ley que impidiera aquel veto tan injusto”, matiza Fermín. “Creo que al final todos
salieron perdiendo, porque ningún español toreó en mi país durante la guerra civil española”, termina diciendo Miguel. Transcurridos
nueve largos años, Armillita regresó a España
para cortar un rabo en la Maestranza de Sevilla.
“Con ese rabo cerró con broche de oro su historia en España. Existe una fotografía con mi
padre izado a hombros de los aficionados. Al
fondo, vistiendo pantalones cortos, se ve a dos
niños aplaudir entusiasmados en el tendido.
Eran Antonio Ordóñez y Manolo Vázquez. Esa
tarde, Armillita brindó a Juan Belmonte la
muerte del toro”, sentencia Miguel.
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