CATILANDIA

Anuncio
CATILANDIA
CUENTOS PARA NIÑOS
DORA OCHOA DE MASRAMON
(1975)
INDICE
CATILANDIA ..................................................................................... 2
LA TRAMONTANA Y GALLITO PELADO....................................... 5
LOS PASOS MISTERIOSOS.......................................................... 11
TRES GRANADEROS PUNTANOS............................................... 13
HISTORIA DE BACHO Y EL “TIZNAO” ........................................ 16
VOCABULARIO .............................................................................. 18
DORA OCHOA DE MASRAMON: UN PETALO CANORO
Esperanzada maestra campesina, el amor la tornó clara y noble
aprendiz del terruño. Humildemente, con la honradez del pan cotidiano y
acendrando su voluntad en callados y heroicos sacrificios, buscó el
itinerario del ave y de la flor, de la roqueña cifra milenaria y del saludable
sabor de la palabra añeja, la fecunda palabra que navega en la sangre de
los nativos silenciosos y resplandecientes de fe.
Hada del bosque, chispa y frescor de la vertiente, ahondó su
sapiencia en el joyel de los amaneceres, en la claridad triunfante de las
mañanas buriladas por diucas y zorzales, en las áureas tardes con perfil
de maíz, en las noches santificadas por los fogones de paz y las altas
estrellas nombradoras de Dios.
Hermana de la alforja terruñera, su alma pudo más que la amargura
y la soledad, que la indeferencia y el egoísmo diseminado a todos los
vientos por quienes nada saben de la raíz del llanto ni de la savia nutricia
de la canción y la plegaria. Y dulce, irremediablemente, trocada nido y
arca de maravillas, esa alma buena se derramó sobre nuestra espera
temblorosa para devolvernos, ancho y sonoro, este país puntano que
huele a constancia, a valor y a lealtad.
Antípoda del cómodo pegotear libresco, por los rumbos del sol dio
su mensaje transparente. No hubo confines para su acento aromado de
tusca y veramota, para su discurrir de larca sabedora de molles y
calandrias, de espiga fiel y lágrima escondida.
Quiso saber, y supo. No se conformó con el tornadizo pregón de la
veleta ni deambuló tras el embelequero llamado de la arena volandera.
Aprendió junto al árbol de los buenos frutos y apartó su pie y su corazón
del fatuo resplandor, de la mentira encumbrada y pulida.
Por eso fue. Por eso es. Humildemente nuestra. De esta San Luis
que ella torna más celeste.
URBANO J. NUÑEZ
CATILANDIA
Catilandia era el país de las catas. Un país bullicioso y pintoresco por su
abirragada población. Ya no quedaba caranday, ni molle, ni chañar, que no
estuviera cargado con sus nidos de dos ambientes: un pasillo largo y, al final, la
mullida alcoba.
Allí las catas eran felices y dueñas absolutas del reino.
Pero un día, cuando regresaban de la habitual excursión en busca de
alimentos, bajaron a beber en una gran represa, en cuyo espejo de aguas
límpidas y tranquilas viéronse reflejadas. Contemplábanse en silencio, cuando
pasó una nube blanca y rizada; tan blanca era que el agua al retenerla parecía
cubierta de copos de algodón. Por comparación, halláronse desteñidas; ellas
no poseían esa blancura inmaculada de la nube. Sus plumas estaban sucias y
polvorientas. Sacudiéronse todas a la vez, esperanzadas en despojarse del
polvo; más no lo consiguieron. Chapotearon el agua con energía; inútil
empeño, apenas quedaron blancuzcas.
Regresaron a los nidos preocupadas y taciturnas.
La extraña actitud de las parlanchinas catas alarmó a los loros que
vivían en las barrancas, país lindero de Catilandia. El más viejo de todos,
abandonando sus eternas cavilaciones, repetía:
-¡Pobres catas!, ¡pobres catas!, ¿qué les pasará a mis alocadas
sobrinas?.
Y en seguida, en inmensa bandada, valoran para indagar lo que ocurría.
Todo era silencio y sosiego en el reino.
Turbadas por la algarabía de los loros, las atribuladas catas salieron de
los nidos. ¡Para qué lo habrían hecho! Al ver a sus parientes luciendo ese
verde oscuro tan definido de su plumaje, no pudieron contener el llanto, y
moviendo la cabecita en cada sollozo lamentábanse.
-Por… qué… qué…criic…criic… no tendremos… criic… criic… un bonito
color… criic… criic…
Los loros, lejos de compadecerse, echáronse a reír.
-Vean por lo que lloran estas vanidosas- decían.
-Mejor sería que barrieran las pepas de chañar que tienen amontonadassentenciaba otro.
-Qué saben estas ignorantes: al fin no son más que unas catas
serranas- espetó el más atrevido de los tíos.
Al oírlos, más lloraban las pobres sobrinas. Entonces fue cuando Pepita,
una de las más jóvenes y pizpiretas, ofendida en su amor propio, pues ella era
muy aficionada al estudio, subiéndose al árbol más alto dispuesta a hablar por
todas, gritóles temblando de ira, con las plumas erizadas:
-Fuera de aquí, loros lengua negra… loros lengua seca… chuecos,
cabezones… barranqueros arrastrados, que no saben vivir en las alturas, como
nosotras…
Y volando de monte en monte repetía enloquecida:
-Seremos verdes, pero más verdes que esos “verdones” que tenemos
por parientes.
En estridente coro agregaba la colonia en pleno:
-Sí, seremos verdes, verdes relucientes, no como ustedes barranqueros
verde pardo.
Y como el duelo verbal aumentaba de tono, los loros alzaron el vuelo
mientras repetían porfiadamente, con gritos descompasados:
-Blancuzcas… blancuzcas… cracc… crac… serranas peperas…
Cuando ya no se percibía ni el eco de los desentonados visitantes, y
hubiéronse apaciguado las cuitadas catas, Pepita entróse asumido a consultar
su libro predilecto: “Educación de las cotorras”.
Tres días estuvo estudiando. Fueron tres días de silencio en la colonia,
hasta que en el capítulo 505 leyó: “La conducción de la familia cotorril debe
estar en uñas de la cotorra más sabia, sólo así reinarán la unión y la armonía,
requisitos indispensables para conseguir los fines que se propongan”.
-Ya está- pensó Pepita, yo seré esa segura conductora. Y uniendo la
acción al grito salió volando resueltamente, anunciándose de nido en nido y de
árbol en árbol: criic… criic… criicc…
Las desorientadas catas acudieron en tropel, constituyéndose en magna
asamblea, donde después de mil cotorreos quedaron sometidas a la voluntad
de Pepita. Lo que ésta se proponía era lo que todas anhelaban: ser verdes,
más verdes que ningún otro ser de la Creación.
Entonces díjoles muy circunspecta:
-Dejaremos esta sierra y nos iremos al valle. Allí “rodaremos tierra” hasta
conseguir que desde la primera pluma de la cabeza hasta la última de la cola
luzca el verde más brillante que exista.
-Ya estamos cansadas de comer siempre algarroba y chañar- agregó
una golosa: y otra que se las daba de muy fina, expreso mientras alisábase las
plumas:
-Es necesario ingerir cereales y frutas en sazón.
Las opiniones siguieron, y no tenían miras de terminar, cuando con
autoritarios chillidos Pepita ordenó:
-Mañana se espulgarán muy de prisa, pues hay que partir temprano.
Y así lo hicieron.
Cuando estuvieron listas y, en medio de gran alboroto, emprendieron
vuelo hacia lo desconocido.
Fatigadas de tanto andar, asentáronse en una alameda. Atraída por la
infernal algazara cotorril, llegó un pajarito rojo, la llamita; su tinte llamó la
atención de las viajeras.
-Dime, ¿cómo has conseguido tan bello color? -interrogóla Pepita.
-Bañándome en agua de maravillas- contestóle la hermosa avecita.
Con susurro de alitas pasó un rundún.
-Dime, ¿cómo has logrado ese tornasolado incomparable?.
-Bañándome en la luz del arco iris- y el diminuto pajarito desapareció en
raudo vuelo.
Mientras tanto, el hambre hacíase sentir, hasta que con gran regocijo
divisaron una extensa chacra de maíz. Eran tantas las catas que el maízal
quedó cubierto con ellas y, comieron tanto y tanto, que la lengua se les secó,
igual que el de los tíos loros. Después siguieron volando pesadamente, cuando
de repente se hallaron sobre de una laguna de aguas tan verdes, como verde
era el tapiz de su lecho.
Pepita bajó a explorar ese milagro de color, y gozando ya por el éxito de
su decisión, ordenóles:
A sumergirse todas a un tiempo en la laguna.
Y uniendo otra vez la acción al grito, dejóse caer en picada, imitada por
la bandada en pleno. Pero la laguna resultó tan, pero tan superficial, y las
cotorras habían comido tanto, pero tanto maíz, que al tocar el agua, que
efectivamente era verde, dábanse vuelta quedando patitas arriba.
En esa posición lanzaban agudos chillidos, no por el agua que tragaban,
sino porque así saldrían verdes a medias.
Al oír tan desesperadas quejas, vinieron todos los muchachos del
pueblo.
-Si me sacas del agua, te prometo aprender a cantar, para alegrar tus
horas- prometióle Pepita a uno de ellos, promesa que fue imitada por las
demás:
-Sí, aprenderemos a cantar y seremos la alegría de los hogares.
Una a una fueron salvadas, pero catas al fin -mucha pluma y poco seso-,
enloquecieron de gozo al lucir tal esplendoroso tono de verde. No importaba
que las plumas del pecho quedaran siempre blancuzcas.
-Total, lo que se admira es lo de arriba- razonaban.
Por eso, consentidas de su “verde cata”, apenas se vieron libres,
echáronse a volar, olvidando la promesa hecha en momentos de apuro. Sólo
Pepita quedó prisionera; pero aturdió tanto, que su dueño púsola en una
segura jaula, donde todavía repite:
Catita verde
como un cebollar,
ponete la gorra
como un militar.
LA TRAMONTANA Y GALLITO PELADO
Así como entre las hadas buenas hay una mala, entre las brujas malas
hay una buena. Esa bruja buena se llamaba Tramontana. Y si los cabellos de
las brujas malas son lacios y renegridos, los de la buena eran, aunque fuertes y
duros, ondulados y… extrañamente verdes, tan verdes como las matas y
pastos silvestres.
La Tramontana –así le decían- era la protectora de los seres débiles, o
de aquellos que padecían los más raros defectos físicos.
Vivía al amparo de los piquillines, confundida entre los matorrales, o
recostada en los cercados. Eso era en sus momentos de reposo, pues recorría
incansable los valles y lomadas en busca de quienes necesitaban su
protección, o aunque fuera, si ésta no hacía falta, para esparcir su alegre
cabellera sobre los terrenos áridos que clamaban por la frescura de algún
verdor.
Era una bruja silenciosa; su condición de buena le impedía andar en las
tinieblas y reír con la estridente carcajada de sus congéneres malas.
Un día, al pasar por un camino en las horas más agudas de la siesta,
cuando el sol reverberaba sobre el guadal reseco, cruzaron en perfecta
formación tres huroncitos, tan ágiles y relucientes, como alegres y felices por
tan siestera correría. Al ver a la Tramontana dieron media vuelta y siempre uno
detrás de otro se acercaron, de puro aprovechados que eran. El primero en
hablar fue el delantero, que con la más zalamera de sus sonrisas le dijo:
-Hace un día que no como, tengo hambre, Tramontana querida.
-¿Hace un día que no comes? ¿Y quien vació de pichones el nidito del
chingolo?
-¿Cuál?- y el huroncito era todo candor.
-Ese que estaba en el pajonal al borde de la acequia.
Y como el interpelado persistía en su inocencia:
-Enséñame tus manecitas- le pidió la Tramontana.
Cuando el muy pícaro las mostró muy ufano, tenía entre las uñitas un
plumoncito.
-Ves, picaron, como no necesitas de mí. Sigue tu camino.
Luego habló el que seguía:
-Hace dos días que no como, tengo hambre, Tramontanita querida.
-¿Hace dos días que no comes?, ¿Y quien se comió los huevos de la
perdiz?
-¿Cuál?- y el huroncito era todo candor.
-Ese que estaba en la zanjita del pastizal.
Y como el interpelado persistía en su inocencia:
-Abre tu boca y enséñame la lengua- le pidió a la Tramontana.
Cuando el muy pícaro mostró su boca muy ufano, tenía la lengua verde
y brillante por las cáscaras adheridas.
-Ves, picaron, como no necesitas de mí. Sigue tu camino.
Entonces el último de la fila dijo:
-Hace tres días que no como, tengo hambre, Tramontanilla querida.
-¿Hace tres días que no comes?, ¿Y quien corrió al conejito de las
ramas?
-¿Cuál?- y el huroncito era todo candor.
-Ese que te comiste al lado de su cueva.
Y como el interpelado resistía de su inocencia:
-Abre tu boca y enséñame los dientes- le pidió la Tramontana.
Cuando el muy pícaro mostró su boca muy ufano, tenía en los dientes
residuos de sabroso festín conejil.
-Ves picaron, como no necesitas de mí. Sigue tu camino. Y que no falten
otra vez los pichones del chingolo, los huevecitos verdes de la perdiz y el
conejito gris de las ramas.
-Los tres huroncitos defraudados en su picardía. Diéronse vuelta y
siempre en correcta formación se escurrieron entre los matorrales.
II
La Tramontana siguió su camino, pero para defenderse del fuerte sol,
iba por la sombra del monte. De pronto algo cayó a su lado. Se dio vuelta
sorprendida, y lo que creyó un montón de plumas, era un pájaro. No repuesta
de la sorpresa, cayó con igual sorpresa otro, y luego otro.
Eran tres pirinchos: cririii… cririii… cririii… gritaron a modo de
presentación, y habló el más joven:
-Necesito protección. Me hace mucho frío, quiero que mi plumaje no sea
tan ralo, que me proteja de la intemperie.
La Tramontana estaba callada. En seguida otro pirincho dijo:
-Necesito que mis alas sean fuertes para volar con facilidad.
Y luego se quejó el más viejo, el que parecía padre de los otros:
-Necesito que mi copete no sea tan desairado. No quiero que digan
cuando alguna anda despeinada: cabeza de urraca, cabeza de pirincho.
La Tramontana continuaba callada como si estuviera buscando
adecuada solución al problema de cada peticionario. De súbito, levantando la
cabeza para despejarse de los cabellos que la cubrían, razonó:
Si, comprendo. Es justo lo que pedís; pero no podéis consideraros
abandonados. Es verdad que tenéis escaso plumaje, pero lo tenéis. Que
vuestras alas son débiles, pero voláis, aunque no sea con la agilidad de una
golondrina; que el copete es desgarbado, pero por lo menos os cubre la
cabeza. Además, a través de tantos defectos, os adivino un alma noble. Sois
dulces y humildes. ¿Queréis mayor tesoro? Seguid como sois, pero lucid
siempre la belleza del alma. Con eso basta y sobra.
Los tres pirinchos, agradecidos por tan sabia lección, prometiéronle
ayudar a quien realmente necesitase ser protegido.
III
La Tramontana siguió su camino, pero ahora lo hacía costeando la
laguna donde se veían unos extraños seres sin cabeza.
-Esta es mi ocasión- pensó; me parece que aquí hay algo que hacer dijo
ya en voz alta, sorprendiendo así a esos raros animalitos que inmediatamente
diéronse vuelta mostrando que todos tenían cabeza.
-Somos patitos del agua- se anunciaron gesticulando graciosamente y,
uno de ellos habló por toda la bandada:
Necesitamos vuestra ayuda, Tramontana. Muchas veces os hemos
esperado en lagunas y represas.
-Pero si sois perfectos- murmuró ésta.
-No, Tramontana. Nos sucede algo de lo cual queremos librarnos.
Cuando buscamos nuestro alimento bajo el agua, perdemos el equilibrio y nos
damos vuelta…
Eso, lejos de ser un defecto, es una ventaja; sois los únicos que podéis
explorar a fondo las represas, saliendo tan frescos y lindos como cuando
entrasteis.
Sí, pero los chicos de la honda ejercitan su puntería en nuestras partes
traseras cuando estamos sumergidos y, después se ríen y nos dicen
“tumbaculitos”.
La Tramontana, como siempre, escuchaba callada. Al cabo de un
instante, levantando sus flexibles brazos dijo:
Sí, comprendo. Es justo lo que pedís; pero no podéis consideraros
abandonados. Es verdad que os tumbáis en el agua. ¿Es defecto eso? No, de
ninguna manera. No nadaréis con elegancia del cisne, pero creedme que si los
chicos os dicen tumbaculitos, es porque quedáis preciosos al parecer como un
pompón sobre el agua. En cuanto a los hondazos que recibís, tened calma y
resignación, vuestra defensa es el vuelo. ¿No es así? Seguid como sois
graciosos y buenos, luciendo siempre la dulzura que os caracteriza.
Entonces los patitos del agua confortados por los concejos de la
Tramontana se zambulleron felices.
IV
Pasaron los ardorosos y tranquilos días del verano.
Huayrapuca -madre de los vientos- llegó marchitando los campos con el
soplo de sus cuatro vientos.
Los pájaros se refugiaron en lo más espeso del monte, mientras otros
volaron hacia lejanos lugares; los sapos y lagartos se disputaron las cuevas
más hondas; los rebaños buscaron el amparo de los corrales porque sabían
que cuando los vientos terminaran la desoladora tarea de desnudar los árboles,
el sol se cubriría de espesos nubarrones para que la tierra coqueteara con un
manto de nieve.
Entonces la buena bruja pensó en quienes necesitarían su protección.
En espera de la oportunidad de llenar su cometido, se recostó en el poste de
un alambrado con los brazos extendidos en sus hilos.
Así estaba, cuando un rumor y un acercamiento de pasos entre la
hojarasca, le llamó la atención. -Parece que tengo algo que hacer- se dijo
esperando que llegara el grupo, apenas perfilado entre los yuyos y arbustillos.
¿Qué era?
Los hurones, los patitos del agua y los pirinchos -fieles a su promesa de
cooperación-, conducían un raro animalito; carecía de todo abrigo, no poseía ni
plumas ni pelos que lo recubrieran.
Los huroncitos lo transportaban en “sillita de oro”; los patitos trataban de
transmitirle el calor de sus plumas, mientras los pirinchos, aunque torpes,
volaban sobre él formando resguardo contra la intemperie.
-Tramontana, hemos hallado a Gallito Pelado, si no lo proteges, morirá
de frío- explicaron.
-Bienvenido, Gallito Pelado. ¿Qué os ocurre?
-Que moriré de frío en el primer invierno de mi vida; necesito vuestra
protección.
Y Gallito Pelado quedó con la Tramontana, cobijado entre la ramazón de
su cuerpo, pues no tenía ni señal de canutos ni el más leve indicio de cresta. A
través de su piel erizada se adivinaba hasta su buche vacío.
Al otro día, cuando el sol calentó un poco la tierra, vinieron todos los
pirinchos de la comarca y lo llevaron a las mejores resolanas, en las cuestas
más defendidas del viento.
Para alimentarlo, los hurones más hábiles de la colonia cosecharon
sabrosos granos; los patitos le saciaban la sed con el agua que en sus picos
alzaban de la represa. Era enternecedora la solidaridad de los moradores de
los campos para ayudar a Gallito Pelado.
En la comarca se atravesaba por una era de paz y bonanza, hasta que
un día, imprevista alarma mantuvo en sobresalto a los habitantes de árboles y
matorrales. El alboroto pajaril se extendió con caracteres de revolución.
Aireadas protestas de los más fuertes se mezclaban con el desalentador piar
de los más débiles. La Tramontana inquirió el motivo de tanta confusión. Los
pajaritos, llorosos y compungidos, le explicaron:
-Nuestro rey, el caburé, nos cita a asamblea; ya estableció su trono en la
rama más alta del chañar y nuestra obligación es acudir para que alguno sea
devorado.
-No temáis- contestó Gallito Pelado que escuchaba al lado de su
protectora, acudid como de costumbre, nada os pasará.
Llegado el momento de la reunión, el caburé, ubicado en su lugar de
observación, giraba la cabeza para atraer con su mirada a la inocente víctima.
Los pirinchos temblaban de cola a cabeza; los chingolos extremaban su
renguera; las pititorras se acurrucaban entre las horquetas; los gorriones, con
descompasados gritos, intentaban la desorientación; y así, todos y cada uno se
esforzaban en pasar inadvertidos, o en molestar al cruel soberano.
Pero sucedió que en el momento culminante, cuando el caburé ya
estaba a un paso del que sería sacrificado y las respiraciones quedaron en
suspenso, un fuerte golpeteo seguido de estridentes ¡quiquiriquí! sorprendió
tanto al desprevenido rey, que pese a estar bien adherido con sus largas uñas,
cayó entre los matorrales. Sin darle tiempo a reaccionar, Gallito Pelado se
encarnizó contra él a picotazos hasta dejarlo tan maltrecho, que pasaría mucho
tiempo, si se reponía, en requerir otra vez a sus súbditos. Los pajaritos,
entonces, volvieron a cantar y entonaron alabanzas al valiente protegido de la
bruja buena.
Volvieron los días de sosiego, muchos días, durante los cuales todo era
animación en la comarca; pero… otra vez, vinieron los de zozobra.
V
¿Qué pasaba en las cuevas, espesuras y corrales?
Las liebres, a juzgar por su carrera, eran portadoras de una terrible
noticia; la misma que transmitían las bandadas de catas y loros desde la sierra
al valle; y en las ciénegas y bañados los teros hacían sonar su sirena de
alarma.
¿Qué sucedía?
Nada menos que dos manadas hambrientas se aproximaban en
demanda de sustento. Del monte venía a pasos acelerados la de pumas; para
esto serían los más robustos corderos, cabritos o la majada en pleno. De los
matorrales aparecían los pícaros zorros; para éstos serían las más apetitosas
perdices; y, aprovechando la confusión, los traviesos perros decidieron, a su
vez, adiestrarse en la caza de liebres y conejos. Era general la consternación
ante la inminente invasión. Pero, por tratarse de socorrer a los indefensos, ya
estaba la Tramontana formando con la ramificación de sus cabellos un
impenetrable resguardo, a cuyo amparo deliberaban sin tino los amenazados.
Entonces, Gallito Pelado, batiendo sus alones, llamó a todos los buenos
cavadores. Ahí estuvieron las vizcachas y quirquinchos; cavaron horas enteras
hasta ahondar un foso.
Los carneros, valiéndose de sus arqueados cuernos, armaron un lazo
corredizo, lo pasaron entre los troncos que habían quedado al borde, y entre
todos disimularon estos preparativos con un tapiz de espinas.
Gallito Pelado les infundía coraje:
-Basta de susto. Yo los defenderé.
El murmullo de asombro e incredulidad fue interrumpido… por la sendita
que costeaba el churcal venían al trotecito los emisarios de los bandos
atacantes.
El primero en llegar, quien iba a ser sino el mañoso zorro. El gallito
ahogó un ¡quiquiriquí!; pero serenándose lo afrontó valientemente.
-Soy el enviado de la manada. Vengo a probar las presas más tiernas dijo el zorro mirando asombrado a Gallito Pelado.
-Pruébame a mí y tendréis con certeza el sabor de tus aves preferidas-,
le contestó éste.
El pícaro zorro dudaba; pensó lamerle un alón, pero se contuvo.
-No estoy acostumbrado a la carne pelada- habló con los ojos cada vez
más abiertos por el asombro que le causaba un gallo pelado pero vivo, el cual
aprovechó esta circunstancia para darle en cada ojo un picotazo. Cegado, el
zorro solo atinó a retroceder hasta que cayó justamente en el hoyo convertido
en trampa. Sus compañeros presumiendo la suerte del emisario, huyeron hacia
la espesura.
Ya se acercaba el segundo mensajero, un fuerte y arrogante puma.
Las majadas temblaron y no pudieron impedir que sus balidos se
confundieran en una sola exclamación:
-¡“El lión”! ¡“El lión”!-, más la angustiosa queja se cortó bruscamente. El
puma al saltar el foso divisorio quedó aprisionado al cerrarse el nudo corredizo.
Los suspiros de alivio fueron sellados por otro ¡quiquiriquí! De Gallito
Pelado.
Pero la que llegó en pleno fue la jauría de perros; mas sucedió lo
imprevisto, pues al ver al puma colgado, se olvidaron de las liebres y conejos;
para ellos era una hazaña la caza del temido enemigo, y la manada, ya sin jefe,
se desparramó por el monte.
En señal de gratitud se preparaba una gran fiesta para agasajar a Gallito
Pelado. Como lugar de honor se eligió un horno grande y blanqueado. Cuando
el gallo, parado sobre éste, anunció con su optimista ¡quiquiriquí! La iniciación
de la fiesta, ya estaba reunida en amable algazara la colonia pajaril, todas las
aves mayores, y los corderos y los cabritos; las liebres y los conejos, sin faltar
los traviesos hurones. Las florecitas del campo también se hicieron presentes.
Los mirasoles y verbenillas se trenzaron en policroma cadena, y los espinillos,
chañares y algarrobos sacudieron su copa florecida formando una alfombra de
pétalos. El jilguero y la calandria entonaron el más dulce de sus cantos. Luego
se adelantó una delegación de pirinchos llevando un paquete atado
cuidadosamente que las tijeretas, de una pasada, le cortaron los nudos y los
loros sacaron un espolón de oro, cuyos reflejos se extendieron por el valle.
Entonces se aproximaron los carpinteros y los colocaron en una pata de Gallito
Pelado. Esta escena suscitó aclamaciones exteriorizadas en balidos, chillidos,
piitos, chistidos y gorgeos; mientras tanto, la Tramontana desenredándose del
cercado, le colocaba una imponente cresta roja, tan roja, que hasta las rojas
maravillas la codiciaban. Y en medio de rondas y juegos lo envolvió con la
ramazón de sus brazos.
Y allí están todavía todos los Gallitos Pelados que han pasado por este
mundo, porque la Tramontana, la bruja buena, para ampararlos mejor, ha
hundido sus pies en la profundidad de la tierra.
VOCABULARIO
Tramontana.- Arbusto de ramas largas y flexibles. Semillas semejantes
a cabeza de ave.
Piquillín.- Arbusto de fruto pequeño y comestible.
Pajonal.- Lugar cubierto por pajas.
Conejito de las ramas.- Cuis.
Monte.- Bosque.
Resolana.- Lugar donde da el sol.
Quirquincho.- Animal de caparazón dura.
“Lión”.- León.
Chañar.- Árbol de fruto comestible.
Algarrobo.- Árbol de fruto comestible.
Espinillo.- Árbol achaparrado de flores aromáticas; con el chañar, y el
piquillín forma el “churqui”.
LOS PASOS MISTERIOSOS
Este relato va dirigido a ti, niño de la ciudad.
A ti, querido niño que tienes tus emociones en un accidente de tránsito,
en un llamativo letrero luminoso, en una vidriera cargada de juguetes, o en los
dibujos animados de una película.
A ti, querido niño, que tiene muchos compañeros alegres y juguetones.
A ti, querido niño, que concurres a una hermosa escuela rodeada de
imponentes edificios en el corazón de la gran ciudad.
A ti, querido niño, que no conoces una escuela rural.
Ahora, para empezar, te hago la aclaración que también hay escuelas
rurales con aulas maravillosas, con patios cerrados de piso reluciente, con
flores en el jardín, hamacas, columpios y techos de tejas rojas. Si vieras qué
bonitas se ven haciendo contraste con los chañares y algarrobos que las
rodean y con los alegres ranchitos de paredes blanqueadas y aleros de paja.
Eso de rural es porque están situadas lejos de la ciudad o del pueblo.
De la escuelita que deseo hablarte, te diré, que siendo tan reducido el
vecindario, no tiene un edificio moderno, sino que es muy pequeña, con dos
piecitas llenas de sol, la campana colgada del caldén, el pozo que canta con su
roldana, es mástil de piedras lajas –lujo y orgullo- y el cercadito de cuatro hilos
flojos, de tanto pasar “por el alambre”.
Pero esta humilde escuelita encierra muchas riquezas: lápices de
colores, libros con figuras, cuadernos de dibujo, verbenas y liguillas en los
floreros y cantos de calandrias en los recreos.
Si pasaras una mañana por estos lugares, verías en medio del campo
aparecer de los rincones más inesperados los niños luciendo, como tú, el
blanco guardapolvo. Caminan en fila los que vienen por la senda angosta o por
entre los charcales. En pacientes burritos los que llegan por el camino grande,
o enancados en el caballo viejo y cansado, destinado únicamente para “llevar
los chicos a la escuela”.
Estos chicos, que son tus hermanitos lejanos, saben muchas cosas de ti:
cómo vives, cómo juegas, cómo son tus fiestas, y sobre todo saben, que eres
un niño feliz.
Ellos también son felices en la escuelita pequeña y humilde, aunque a
veces, hay ciertos contratiempos…
Don Simón es el dueño de los campos. Posee cosas muy bonitas: un
arado con rejas que relucen al sol; un tractor rojo como un tomate, con las
ruedas delanteras hijitas de las traseras; un sulky tirado por un caballito blanco
con cascabel en el pechero; muchas vacas overas y una majada de cabras a
medias con Ruperto, el Puestero. El pastoreo de las cabritas está a cargo de
Mateo, su hijo, compartiendo la diaria tarea con Lucía, la hermanita menor.
Pero sucede que en la época de clase, el rebaño pace solo durante medio día.
Hace dos años, una mañana, como de costumbre, Mateo apartó los
chivitos en el corral, largó las cabras al “monte” y se vino a la escuela con los
demás niños de la casa. Del sur venía una densa cerrazón, que arreciando
durante las horas de clase se desencadenó en fuerte lluvia.
El niño se mostraba temeroso, responsable de la suerte de los
animalitos abandonados al azar, en momentos tan propicios para la tragedia.
Y así fue: cuando regresó, comprobó lo presentido. El “lión”1
aprovechando la oscuridad de la tormenta, se había comido la “Malacarita”,
mientras su hijito dormía inocentemente en el corral protegido por la ramadita.
Don Simón dispuso entonces que el huérfano fuera traído a “las casas”,
encargándoselo a doña Amaranta para que lo criara. Al otro día la
conversación giró, durante clases y recreos, sobre el chivito, tan pequeño, que
había quedado sin madre. Después se hizo una obligación seguir paso a paso
su vida. Doña Amaranta encargó al pueblo un chupón y colocándolo en una
botella dábale su ración de leche, haciéndose ésta más abundante a medida
que el regalón crecía. Había que ver cómo movía la colita mientras chupaba la
mamadera, y hasta se hincaba, como hacen los chivitos cuando maman de la
cabra. Seguía a su dueña a todas partes, balando cuando se encontraba solo.
Llegó a ser mascota de la estancia, pues tan pronto brincaba sobre el horno, o
trepaba a las pilas de leña, o corría por el desplayado hasta la quinta, cuya
entrada le estaba vedada.
Pasó el tiempo; algunos pichones ya volaban de los nidos; las retamas
dejaron de florecer… empezaron las vacaciones. El chivito habíase convertido
en chivatito.
Cuando pasaron los fuertes soles del verano, terminó de colorear el
piquillín y empezó a madurar la algarroba, se reanudaron las clases; así lo
anunció la campana desde la rama del caldén.
-El chivatito está grande y nos corre…- comentaron los niños al volver.
Efectivamente, el chivatito se aparecía ahora en un fuerte chivato, de
larga barba blanca y enormes cuernos arqueados. Era un personaje
importante; gozaba de exclusivos privilegios: no salía al campo; pastaba en el
cuadro del centeno o en la parva de las lecheras; pellizcaba las plantas de
jardines y cercados. Jamás bebió en otra parte que no fuera el agua recién
sacada de la bebida. Y lo peor eran las quejas que empezaron a sentirse: que
pisoteó el almácigo, que se comió la planta del clavel…, pero la acusación más
grande fue ésta:
-Ayer no vinimos a clase porque el chivato no nos dejó pasar.
Una mañana los niños trabajaban en sus cuadernos, de pronto
escucháronse unos pasos firmes y seguros en el aula que pomposamente
1
Se refiere a nuestro león, que es el puma.
llamamos dirección; esperamos la aparición del visitante, pero nadie se hizo
presente. Pasaron los días, otra vez los pasos más decisivos todavía.
Abríamos la puerta, pero se comprobaba lo mismo: no había nadie. Esto nos
intrigaba, hasta que en el momento menos pensado oyéronse resueltamente
los pasos misteriosos: tac… tac… tac… tac… e inmediatamente, con la rapidez
del rayo, los mismos pasos en veloz carrera. Corrimos para apresar al intruso,
y cual no sería asombro al ver al chivato que disparaba hacia el corral
llevándose el hermoso cartel del héroe, que desde un caballete presidía, para
nuestro orgullo, la sala. Por suerte, un vecino consiguió quitárselo; le pusimos
papel engomado y la interesante ilustración volvió a su lugar.
El suceso, sin mayores consecuencias, fue olvidado.
Se aproximaba una fiesta escolar. Era necesario ensayar cantos y
exclamaciones. Llegando el ensayo general la víspera de la celebración, se
inició con la solemnidad que al acto correspondía. Los niños cantaban de pie.
De súbito, ver aparecer al chivato y entrar velozmente entre las filas, fue obra
de un segundo. Cundió el pánico; la clase desapareció bajo los bancos, y yo…
bueno… sacando fuerzas de flaqueza, hice frente al agresor con el puntero,
con la silla, y con todo lo que hallé a mano. La bestia, impresionada por tanto
valor, retrocedió y salió huyendo.
Hubo llantos, contusos y heridos. Acá había que consolar a uno, allá
había que curar una rodilla que sangraba, o mojar un chichón que se
levantaba.
Este hecho no podía quedar impune. Con la seriedad del caso,
reuniéronse los vecinos y resolvieron efectuar la formal denuncia a don Simón.
Don Simón. Vigilando siempre por la tranquilidad y el bienestar de su gente,
dispuso inmediatamente que en la jardinera se condujera deportando al chivato
al campo donde estaba la majada.
Parados en el patio lo vimos pasar, atado fuertemente a las barandas del
vehículo. Nos miraba como diciéndonos: “¿Por qué me acusaron, si sólo fue
una broma?”. Y sentimos pena y remordimiento; al fin formaba parte de la
población y de nuestra vida.
Al día siguiente circuló de boca la noticia: “Se murió el chivato”. Parece
que poca gracia le hizo al señor y amo de la majada, el chivato azulejo, que
llegara a sus dominios un rival. Midieron sus cuernos juntando la cabeza y,
retrocediendo ambos unos metros para tomar impulso, empezó la feroz
arremetida. Uno estaba de más. Vencería el más fuerte. La lucha era igual,
pero el azulejo ganaba terreno, hasta que en una atroz carnada quebróle a
nuestro chivato sus arqueados cuernos, quedando tan maltrecho, que a las
pocas horas moría, lejos de su querencia, en un campo extraño.
Ahora te darás cuenta, lejano amiguito, cuales son las emociones de tus
compañeros de tierra adentro.
¡Ah, si pudieras venir alguna vez a visitarnos, verías que dulce es una
escuelita rural! Es como si olieras una flor silvestre.
TRES GRANADEROS PUNTANOS
En las suaves barrancas del Conlara, frente a la antigua población de
Renca, se hallaban reunidos, por casualidad, tres muchachos del pueblo.
Concluida la tarea diaria en el campo, debían regresar a sus casas por el
camino real, cruzando el río por el paso obligado de las carretas y diligencias.
Estando allí, divisaron una polvareda, anuncio inequívoco de viajeros,
confirmado luego por el acompasado ruido de cascos de caballo que tiran un
carruaje.
Acuciados por la curiosidad, y por el acontecimiento que significaba en
esos tiempos -1812- el tránsito de personas que venían de apartados lugares,
los tres muchachos acercáronse al paso del río, en el mismo instante en que, al
llegar al agua, el cochero detenía el vehículo para “dar resuello” a los caballos.
Descendieron los viajeros, y uno de ellos, que ostentaba airosamente el
traje de militar, dirigióse a los azorados jóvenes:
-Buenas tardes, ¿son ustedes del lugar?.
-Si, señor, para servir a usted- contestaron con respeto y humildad.
-¿Hace tiempo que no llegan noticias al pueblo?
-Hace bastante tiempo, señor. Cuéntenos algo de la Patria; somos
criollos de buena ley y nos inquieta su suerte.
-Ya veo que ignoran el acontecimiento que tiene esperanzados a los
hijos de este suelo. Ha vuelto de España el teniente coronel José de San
Martín, y ofrece su espada para luchar por la libertad de su patria.
-¿Quién es el teniente coronel José de San Martín?.
-Es un hijo de esta tierra, un militar avezado y disciplinado, que viene a
dar su vida, si es preciso, por la felicidad de los criollos. En estos momentos
está buscando muchachos fuertes y valientes para formar un regimiento de
granaderos a caballo –dijo-, ya con el pie en el estribo, y mirando de hito en
hito a los tres puntanos, que escuchábanlo atónitos.
El carruaje partió; los muchachos miráronse, y un mismo pensamiento
apoderóse de ellos. Emprendieron el regreso caminando silenciosamente, pero
animados por el deseo incontenible de comentar el suceso en el pueblo.
A medida que se aproximaban a éste apresuraban el paso, hasta llegar
corriendo, proclamando a voces la novedad:
-Pasó una diligencia…; pasó una diligencia…
Los vecinos salieron de sus casas, interesados por la noticia. Los
improvisados informantes relataban fielmente la conversación del oficial viajero,
pero repetían obsesionados:
-Dicen que el teniente coronel José de San Martín es un aguerrido
combatiente.
-Que sueña con la libertad de su Patria.
-Que va a formar unos bravos granaderos para defenderla.
Y luego repetían en coro:
-Pero el teniente coronel José de San Martín necesita muchachos
fuertes y valientes para defender a la Patria.
-Y que también tendrán que estar decididos a morir, si es precisoagregaron los vecinos.
Los muchachos nada hablaron entre ellos, pero ya había un acuerdo
tácito. Esa noche cada uno cenó en su hogar, relatando también lo ocurrido en
rueda de familia, y cada uno se acostó sintiendo todavía las últimas palabras
del viajero:
-…busca muchachos fuertes y valientes.
Pasaron los días. Las tareas del campo, a las que dedicaban sus
energías, fueron abandonadas. Les era imposible trabajar. Una sola idea
manteníalos en constantes desvelo: defender a la Patria. Aunque nacidos en
“tierra adentro”, lejos del lugar de los grandes acontecimientos, la sangre criolla
de sus venas enardecíalos ante la convicción de que el suelo patrio no podía
estar dominando por los llegados del otro lado del mar. Por eso, cuando
comunicaron su decisión, las tres madres, ansiosas también por la libertad,
prepararon diligentemente el exiguo equipaje de sus hijos, consistente en unas
primorosas alforjas, llevando de un lado un poncho, y del otro lado, varias
raciones de charqui.
Llegando el día de la partida, despidiéronse animosos, con el júbilo de la
juventud cuando un sueño empieza a ser realidad.
En dos etapas hicieron el viaje, a lomo de mula, hasta San Luis y desde
allí fueron enviados a Buenos Aires. Sus desbordantes ansias de lucha
sobreponíanse a las fatigas del largo y azaroso recorrido, hasta que al fin
halláronse en el cuartel del Retiro. Cuando tocóles enfrentarse ante el ya
coronel José de San Martín, el corazón golpeábales en tal forma, que casi no
podían hablar. Pero la serena aunque firme actitud del futuro Libertador
volvióles la calma, y afirmando la voz lo más que pudieron, presentáronse uno
a uno:
-JANUARIO LUNA, mi coronel.
-BASILIO BUSTOS, mi coronel.
-JOSE GREGORIO FRANCO, mi coronel.
-¿De dónde son?
-Somos de Renca, de la Punta de San Luis.
-De manera que vienen a incorporarse al Regimiento de Granaderos a
Caballos?
-Así es, coronel San Martín. Queremos ser de esos muchachos fuertes y
valientes que usted busca- y los ojos brillábanles de emoción ante el
trascendental paso que daban.
Desde ese momento quedaron bajo la tutela austera del Gran Jefe, que
supo trasmitirles la pasión sin límites que sentía por la libertad de la tierra
americana.
Pocos meses duró el adiestramiento, pues el enemigo no abandonaba
su plan de hostilizaciones, incursionando constantemente por el río Paraná,
hasta que un día se tuvo por seguro su próximo desembarco en las
inmediaciones del convento de San Lorenzo.
Pero allí esperábanlos los bravos muchachos de San Martín, convertidos
ahora en arriesgados soldados. Había llegado el gran momento. Ese momento
del bautismo de fuego de los guerreros, que exige darse íntegramente en
holocausto de una causa. Así lo comprendieron los noveles granaderos, y así,
como sus compañeros, nuestros cachorros puntanos avanzaron sable en
mano, henchidos de ese coraje gaucho que enfrenta impávido a la muerte,
cuando se trata de conseguir una brazada de laureles para la Patria.
Desde entonces, las aguas del Conlara, al correr sobre los guijarros,
cantan el romance de los tres granaderos que un día salieron de Renca y que
jamás regresaron porque al pasar frente al altar de la Patria depositaron uno a
uno, como valientes, sus palpitantes corazones.
HISTORIA DE BACHO Y EL “TIZNAO”
Bacho era el pastorcito de una majada de cabras.
Sus tareas empezaban al despuntar el día. Por tratarse de animales tan
madrugadores, era menester vigilar muy temprano la primera mamada de los
cabritos para soltar las madres al monte.
Cuando Bacho retiraba las ramas que servían de puerta, salían las
cabras perfectamente alineadas y solas para evitar el alejamiento de los
chivitos y, para que durante el pastoreo les bajase la leche necesaria para la
crianza de éstos.
Era entonces cuando las más jóvenes se resistían a dejar el hijo;
llegaban hasta la puerta, balaban, se volvían; pero Bacho era inflexible; todas
debían salir. Y su orden se cumplía. Pronto los balidos de despedida se
perdían en la barranca del río, o en las laderas de la loma.
Los chivitos, mientras tanto, olvidaban la compañía de la madre, y como
estaban satisfechos, empezaban la ronda del día. Brincaban, corrían
ensayaban cornadas, hasta que el pastorcito disponía, a su vez, la salida del
chiquero. Parecían niños en recreo. Y los había de varios pelos: lacios,
crespos, blancos, bayos, azulejos, y, muchos negros; pero ninguno tan negro
como el “Tiznao”…
Una mañana, al entrar Bacho al corral, vio que al lado de la Mochabaya
se movía un pequeño bulto negro. Era un chivito; pero tan chiquito que cabía
en hueco de las manos alazadas. Por primera vez hizo una excepción. Largó
todas las cabras, menos la madre del recién nacido; su debilidad reclamaba
cuidados especiales que Bacho cumplía gustoso, apreciando día a día el
adelanto de su protegido, el cual empezó a tambalearse, después caminó
alrededor de la cabrita, hasta que adquirió firmeza y la fuerza suficiente para
chupar la teta materna. Y era negro con pestañas y todo; tan negro como los
tizones que humeaban en la cocina de Bacho; por eso éste le puso el “Tiznao”.
El Tiznao fue su regalón. En la majada todo marchaba normalmente.
Cada cabrito tenía su teta cuando eran mellizos, o dos cuando se trataba de
uno solo; pero esta ley fallaba en los casos de trillizos. Ahí se producía la
eterna disputa. Uno tenía que esperar turno mientras los otros golosamente
mamaban moviendo la colita y, cuando al fin se saciaban, ya no quedaba ni
una gota para el hermano hambriento. Entonces, parece que un día se
confabularon los que todavía estaban sin mamar, y, decidieron atropellar los
casos de hijo único. Allá se fueron derecho contra el Tiznao; como era pequeño
y débil, fácil les fue dejarlo sin su tibia ración. Y lo raro fue la Mochabaya se
prestó gustosa al amamantamiento de los intrusos, que cedíanse el turno de
acuerdo a lo convenido, y que, desde ese día arronjó a su hijito, a quien
escondía su leche, dejándola fluir en abundancia y quedándose muy quieta
cuando eran los usurpadores los que se le acercaban. Pero ahí estaba Bacho
para velar por la suerte del Tiznao. A la hora de las mamadas, amarraba a la
Mochabaya, o a otras cabras para que chupara hasta llenar su barriguita.
De noche lo cubría con pasto; pero una mañana blanca de hielo y
escarcha, el Tiznao amaneció yerto, hecho un ovillito; parecía muerto. Bacho lo
levantó, y envolviéndolo en su ponchito lo depositó junto al fuego que ardía en
la cocina de quincha, donde calentó un poco de leche y dio cucharada por
cucharada al pobre chivito, que empezó a dar señales de vida; abrió los ojitos
y los pasó en su salvador, única forma de expresarle su gratitud.
Todo ese día el Tiznao lo pasó envuelto en el poncho de Bacho,
mientras éste buscaba el abrigo de las resolanas.
El Tiznao ya estaba sano y fuerte. Vivía como sus compañeros de
majada, y, como ellos eran diestros en saltos y ejercicios de equilibrio. Era el
primero en trepar al horno, el más ágil para subir por el tronco del algarrobo
caído, el más pícaro en la simulación de cornadas; hincado medía muchas
veces contra el suelo la resistencia de sus “aspitas”, mientras su colita, tinta y
rizada, apuntaba al cielo.
Cuando el sol empezaba a bajar por el otro lado de la sierra, se
anunciaba el regreso de las cabras por sus validos cada vez más cercanos, y
luego por el tropel en la cuesta de la loma, hasta que aparecían y en confuso
montón atravesaban el cercado. Todos los cabritos corrían hacía ellas, todos,
menos el Tiznao. El no esperaba a nadie. Cuando los demás estorbaban la
marcha de las cabras al caminar prendidos de sus tetas, el Tiznao se volvía
hacia Bacho y, masticándole las hilachas de su poncho o buscando la punta de
sus dedos, esperando su ración. Sabía que su benefactor pondría a su
disposición la ubre más llena, aunque fuera de la cabra más arisca.
El tiempo pasó. Los chivitos habían crecido. Bacho se daba cuenta de
ello porque las cabras, varias veces al día, venían del monte insistiendo en
llevárselos, y éstos también dejaban sus chivateos y balaban llamándolas. Ya
era oportuno que pastaran. Así lo dispuso el pastorcito y, esa mañana la loma
se encrespó de bultos blancos, azulejos, bayos y negros. Las chivas guiaban a
sus hijos y a través de los matorrales, enseñándoles a mordiscar las
hierbecillas aparragadas entre las piedras, o a gustar la corteza de las matas
leñosas. De estas lecciones no participaba el Tiznao; pero por eso era el más
libre para el ramoneo y la exploración de las intrincadas cuestas. Caminando
por las lajas, que resbalaban en cada pisada, se fue alejando cada vez más
hasta quedar aislados de sus compañeros. A la caída de la tarde, el anuncio
del regreso de la majada fue con dobles validos y mayor empeñuscamiento en
el paso de la barranca. Bacho atisbaba “el alto” donde estaba el corral de
ramas. La entrada por el portillo se hizo como de costumbre; pero el Tiznao no
se separó para ponerse a su lado. El niño intuyó el extravió de su protegido.
Dejarlo abandonado era perderlo. Indiferente al frío, a la oscuridad, al viento
que gemía en cañadas y espesuras, arrebujado a medias con su poncho viejo,
se fue a las lomas decidido a regresar con el Tiznao.
En vano caminó durante la noche; las espinas de los pencales hacían
sangrar sus pies; amoratado y entumecido continuaba la búsqueda, hasta que
al amanecer, cuando la extenuación lo vencía, percibió un débil méee…
méee… Aguzó el oído; pero la dirección cambiante del viento desorientábalo.
Iba casi al azar, ya para un lado, ya para otro.
Ante la inminente salida del sol cesó el viento.
El silencio dejó pasar el latigazo de las brisas de la madrugada que ya
habían blanqueado el valle y las serranías. Más el pastorcito no iba a regresar
sin el Tiznao. Abandonaría la majada, pero no a su querido chivito.
Luchando con la desesperanza estaba, cuando casi a su lado, encajado
en un matorral, baló el Tiznao que ahora no le parecía, porque en su lanita
endurecida brillaba el sereno congelado… Bacho lo alzó y cobijo con su
poncho, bien pegadito a su cuerpo para trasmitirle calor, más fuerte ahora por
la alegría del encuentro.
Esta vez fueron dos los que al calor del los tizones compartieron las
tibias cucharadas de leche en la cocina olorosa a rescoldo y jarilla.
Por el camino del bajo en dirección del arenal, venía Bacho con un
envoltorio debajo del brazo. Ya era un lindo muchacho, y el Tiznao habíase
convertido en un arrogante chivato. Bacho lo había designado jefe de la
majada; por eso fue al pueblo a comprarle un cencerro, que llevaría como
atributo de su poder, mientras él tendría un poncho nuevo y una flauta de
armonioso sonido.
Pero un día su amo le comunicó que había vendido la majada y, que a él
le procuraría otro trabajo. A la mañana siguiente se presentó el nuevo dueño de
las cabritas, antes de que fueran largadas al pastoreo. Bacho, como lo hacía
siempre, las hizo salir una por una del corral, y las vio alejarse arreadas por
voces extrañas hacia un rumbo distinto. Entonces Bacho, llevando como únicas
prendas su poncho y su flauta, subióse a la loma. Quería ver la majada por
última vez. Para despedir al Tiznao empezó a tañer la flauta. Mas sucedió que
éste, al divisarlo, desertó de su puesto y subió con rapidez la cuesta de la loma.
El cencerro sonaba ahora sin ritmo. Siguiendo ese tintineo corrió tras de
él la majada en pleno. Majada y pastor, entre arpegios de flauta y sonidos de
cencerro, huyeron hasta llegar a la cima de los cerros. Y allí se quedaron
amparados por las empinadas laderas que se tornaban más agrestes cuando
algún extraño pretendía subirlas.
Amontonando piedra sobre piedra, Bacho construyó allí su casa, en
cuyas junturas florecieron los claveles del aire; y, para su majada, levantó un
corral de pirca, casi colgado de los picachos.
Cuando el crepúsculo serrano callaba el cencerro del Tiznao, se oía la
melodía de su flauta.
Era Bacho, que quizá soñaba –como en los cuentos de hadas- con la
princesa que se casó con el pastor.
HISTORIA DE BACHO Y EL TIZNAO
VOCABULARIO
“Tiznao”.- Tiznado: ennegrecido por el tizne u hollín.
Chiquero.- Corral.
Mochabaya.- Cabra sin cuernos y de color amarillento.
Resolanas.- Lugar con sol.
Majada.- El conjunto de cabras.
Pencales.- Sitio lleno de pencas.
Penca.- Planta de hoja carnosa cubierta de espinas.
“Aspitas”.- Cuernitos.
Chivateos.- juegos.
Lajas.- Piedras lisas y de poco espesor.
Rescoldo.- Ceniza caliente por las pequeñas brasas que contiene.
Jarilla.- Planta cuyas ramas se usan para techar los ranchos.
Pirca.- Cercado de piedras asentadas en seco.
Quincha.- Paredes hechas con jarilla entretejida que va atada con
alambre o tientos en los palos que sirven de sostén.
*** Fin ***
Descargar