Retiro de Cuaresma - El Espíritu Santo - Schoenstatt

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Retiro de Cuaresma - El Espíritu Santo - Padre Nicolás Schwizer
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Retiro de Cuaresma
EL ESPÍRITU SANTO
Padre Nicolás Schwizer
Nota: Padre Nicolás, miembro del Instituto de los Padres de Schoenstatt, nació en Suiza, y trabajó
muchos años en Paraguay con la Obra Familiar. En el año 2000 sufrió un accidente de carretera que
lo ha dejado muy disminuido en todos los aspectos. La tendencia, con el tiempo, es que sus
impedimentos vayan en aumento.
Con sus homilías y retiros se tiene un material abundante y muy rico. Un equipo de personas hemos
iniciado una publicación gratuita de fichas de reflexión quincenales vía mail, las que en la
actualidad se elaboran en español, inglés, alemán y portugués. Si desea suscribirse para recibir las
reflexiones, envíe un correo a: [email protected]
El presente texto es un retiro inédito, dado en Tupãrenda, Paraguay.
Retiro de Cuaresma - El Espíritu Santo - Padre Nicolás Schwizer
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Palabras de introducción
Tema. En este Retiro quisiera, por eso, meditar con Uds. sobre el Espíritu Santo, la tercera persona
de la Sma. Trinidad.
La Cuaresma es una época muy especial para hacer un Retiro. Son días tan llenos de significado, de
gracia y de cercanía divina que es más que adecuado hacer un alto en el camino.
Actitudes. ¿Qué actitudes son recomendables para que este Retiro sea fecundo? Les sugiero ante
todo 3 actitudes:
- el silencio: va a ser un retiro de silencio. ¿Por qué silencio? Por respeto a los demás que quieren
aprovechar este tiempo de gracia; por respeto a Dios que busca hablarnos en nuestro interior, para
que podamos escucharlo y entender sus mensajes. Por supuesto, el diálogo matrimonial no entra
dentro del silencio.
- el anhelo: la medida del anhelo es la medida de la realización, solía decirnos el Padre Kentenich,
fundador del Movimiento Apostólico de Schoenstatt. Anhelo que el Espíritu Santo nos regale la
gracia de vincularnos más profunda y personalmente con él; de tomar en serio su presencia en
nuestra alma y en nuestra vida y saber corresponder a sus insinuaciones y sugerencias. Otros
anhelos personales que traemos a este Retiro.
- la oración: el encuentro personal con Dios, con María, con el Espíritu Santo. La meditación sobre
su persona, su misión y su obra.
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Contenido: El presente texto consta de tres conferencias:
1. Jesucristo, obra del Espíritu Santo
2. El espíritu, nuestro santificador
3. El Espíritu Santo y María
Retiro de Cuaresma - El Espíritu Santo - Padre Nicolás Schwizer
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Retiro de Cuaresma - Primera charla
JESUCRISTO, OBRA DEL ESPÍRITU SANTO
Lleno del Espíritu
El cuerpo y el alma de Jesús son obra del Espíritu Santo: la obra maestra del Espíritu de Dios que
aleteaba sobre las aguas de la creación desde el principio de los tiempos. El Espíritu Creador, a
quien se atribuye la creación de todo lo creado. El Espíritu del que también nosotros nacemos (Jn 3,
5) a nuestra existencia corporal y a nuestra vida de gracia. Todos somos creación del Espíritu Santo,
y Jesús lo fue con plenitud y totalidad únicas, en la virginidad de su nacimiento y en la divinidad de
su origen. “José, descendiente de David, no temas llevar a tu casa a María, tu esposa, porque la
criatura que espera es obra del Espíritu Santo” (Mt 1, 20). Jesús, obra del Espíritu.
Juan tiene en su evangelio una frase feliz: “Dios da el Espíritu sin medida” (3, 34). Lo bello y
consolador de la expresión es que el Espíritu se da “sin medida”, con abundancia, con mano
pródiga, sin reservas ni condiciones. Así fue como el Espíritu llenó a Jesús desde el primer
momento de su existencia, renovando y extendiendo esa plenitud a medida que Jesús crecía “en
edad, en sabiduría y en gracia” a lo largo de toda su vida.
Momentos cumbres
Había momentos cumbre en esa comunicación del Espíritu al Hijo, como el del bautismo en el
Jordán, cuando, al salir Jesús del agua, “los cielos se rasgaron para él, y vio al Espíritu Santo que
bajaba sobre él en forma de paloma” (Mc 1, 10). Después de aquella vivificadora experiencia, el
mismo Espíritu conduce a Jesús a un encuentro de muy distinto tipo. Es como para mostrar que tan
activa es su participación en los grandes gozos como en las grandes pruebas de la vida, y que todo
viene de Dios si sabemos ver su mano oculta tras acontecimientos aparentemente desconcertantes.
Después de la gloria del bautismo, el Espíritu lleva a Jesús a las tentaciones del desierto: “Jesús,
lleno del Espíritu Santo, volvió de las orillas del Jordán y se dejó guiar por el Espíritu a través del
desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por el diablo” (Lc 4, 1-2).
Jesús venció las tentaciones con el poder del Espíritu, siempre presente en él, y salió de la prueba
con la experiencia acrecentada de esa comunión con el Espíritu que lo guiaba, lo vivificaba y le
daba fuerzas para enfrentarse a todas las situaciones que le esperaban. Lucas retoma así la narrativa
después de las tentaciones del desierto: “Jesús volvió a Galilea con el poder del Espíritu, y su fama
corrió por toda la región. Enseñaba en las sinagogas de los judíos, y todos lo alababan” (4, 14-15).
Y entonces tiene lugar una de las escenas más significativas del Evangelio y que nos manifiesta la
toma de conciencia de Jesús de su propia misión, su unidad con el Espíritu y los resultados benditos
de esa sabiduría y ese poder que en el Espíritu sentía:
“Llegó a Nazaret, donde se había criado, y, según acostumbraba, fue el sábado a la sinagoga.
Cuando se levantó para hacer la lectura, le pasaron el libro del profeta Isaías; desenrolló el libro y
halló el pasaje en que se lee:
´El Espíritu del Señor está sobre mí. Él me ha ungido para traer la buena nueva a los pobres, para
anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista, para liberar a los oprimidos y proclamar el
año de gracia del Señor´.
Jesús, entonces, enrolló el libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Y todos los presentes tenían los
ojos fijos en él. Y empezó a decirles: “Hoy se cumplen estas profecías que acabáis de escuchar”.
Todos lo aprobaban, muy admirados de esta proclamación de la gracia de Dios. Sin embargo, se
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preguntaban extrañados: ¿No es éste el hijo de José?” (...)
Jesús añadió: “Ningún profeta es bien recibido en su patria. (...) Al oír estas palabras, todos en la
sinagoga se indignaron. Se levantaron y lo arrastraron fuera de la ciudad, llevándolo hasta un
barranco del cerro sobre el que está construida la ciudad, para arrojarlo desde allí. Pero él, pasando
en medio de ellos, siguió su camino” (Lc 4, 16-29).
Este es un ejemplo deslumbrante de la obra del Espíritu en Jesús: la sabiduría, que deja atónitos a
sus conciudadanos cuando escuchan de sus labios, la proclamación inspirada de las escrituras; la
autoridad con que afirma que la profecía hecha por Isaías hace casi mil años se está cumpliendo
ante los ojos de ellos; el valor con que les desafía, tocando el punto más sensible del orgullo
popular, al recordarles que nadie es profeta en su tierra; y la autoridad con que se abre paso en
medio de ellos y prosigue su camino. El Espíritu es poder y sabiduría y creación y gracia, y se nos
manifiesta en su plenitud en la persona de Jesús y en sus palabras y obras, a medida que este avanza
en la comunicación de su mensaje y en la ejecución de su misión.
Con esa actitud personal y redentora, Jesús lleva a cabo simultáneamente dos tareas: por una parte,
deja obrar al Espíritu Santo en sí y, a través suyo, el plan salvífico del Padre. Y, por otra parte, al
mismo tiempo nos muestra con su ejemplo lo que el Espíritu Santo, guardadas todas las distancias,
está dispuesto a hacer en nosotros como soberanamente hacía en él.
El Espíritu que llena en su plenitud al Hijo de la Virgen se prepara para descender también sobre
nosotros, que también somos hijos de María, en hermandad de amor con su primogénito, y darnos la
dirección, la gracia, la sabiduría y el poder que necesitamos en nuestras vidas para ser también
nosotros, hijos de Dios (1 Jn 3, 1).
Quizás esta concepción tan realista y práctica de lo que el Espíritu Santo es en nuestra vida, como lo
era excelsamente en la vida de Jesús, sea la explicación de esa difícil frase que Jesús pronuncia en
el evangelio:
“En verdad os digo: Se perdonará a los hombres todos los pecados, aunque hayan hablado de Dios
en forma escandalosa, sin importar las veces que lo hayan hecho. Pero el que calumnie al Espíritu
Santo jamás tendrá perdón, sino que arrastrará siempre su pecado” (Mc 3, 28-29).
El Espíritu Santo es la vida de Dios en nosotros, y quien rechaza esa vida se cierra a sí mismo las
puertas del perdón. El Espíritu Santo es el perdón de nuestros pecados (Jn 20, 22-23), y quien
reniega del Espíritu se aleja del perdón. El Espíritu Santo lo es todo para nosotros, al ser el don en el
que Jesús se nos da a sí mismo y, a través suyo, al Padre. Por consiguiente, negar al Espíritu es
negarnos a nosotros mismos como hijos de Dios y, en consecuencia, renunciar a la gracia. El negro
resultado de negar al Espíritu nos hace caer en la cuenta de la importancia del Espíritu Santo en
nosotros. Ese es el significado de la “blasfemia” contra el Espíritu Santo.
Las despedidas
Lo que el Espíritu Santo significa para Jesús queda claro cuando leemos las páginas de la despedida
en la última cena. Habla en ellas del Espíritu con tanta insistencia, entusiasmo, reiteración y
convicción, que parece estar diciendo todo el rato a los discípulos: “Ustedes, esperen; esperen a que
venga sobre ustedes el Espíritu Santo... ¡Y ya verán lo que es bueno! No hace falta que les diga
más”.
Y como para abrirles la expectación y agudizar el deseo, les da unas breves indicaciones de lo que
el Espíritu Santo hará con ellos. El Espíritu, el Consolador, el Defensor, el Abogado, el Intérprete,
el Paráclito, permanecerá siempre con ellos, les enseñará todas las cosas, les recordará todas las
palabras de Jesús, les explicará todo lo que de ellas no habían entendido, y los llevará a toda verdad.
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“Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, los guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por
su cuenta, sino que hablará de lo que oiga, y les anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria,
porque recibirá de lo mío para anunciarlo a ustedes.
Cuando venga el Paráclito, que yo les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede
del Padre, él dará testimonio de mí” (Jn 16, 13-14; 15, 26).
Jesús tiene tal experiencia de lo que el Espíritu ha supuesto para él que, para paliar el dolor que muy
pronto les va a ocasionar a todos la despedida de la cruz, quiere dejarles bien grabados en la
memoria el gozo y la nueva vida que el Espíritu Santo les va a traer cuando venga sobre ellos. Y
con esa gran promesa se despide de ellos en la noche de su dolor.
Y más tarde unirá su misión a la de sus discípulos con el vínculo del mismo Espíritu que le condujo
a él en su trabajo evangélico y que habrá de conducir a los apóstoles en el suyo: “Como el Padre me
envió a mí, así yo los envío a ustedes. Reciban el Espíritu Santo” (20, 21-22). La continuidad de la
misión está asegurada también en nosotros, que humildemente somos los herederos de aquel
momento, porque Jesús nos envía como el Padre lo envió a él, y para ello nos comunica el Espíritu
que su Padre le comunicó a él.
Pasión y muerte
Si el Espíritu guió, inspiró y dio fuerzas a Jesús en su predicación y en su vida, también lo hizo de
manera especial en su pasión y muerte. La Carta a los Hebreos lo dice con significativa claridad:
“Cristo, movido por el Espíritu eterno, se ofreció a Dios como víctima sin mancha; su sangre
purifica nuestra conciencia de las obras muertas, para que, en adelante, sirvamos al Dios vivo” (Heb
10, 14).
Jesús se ofreció al Padre en su sacrificio de sangre “por el Espíritu Santo”. No podía estar ausente
en los momentos de la prueba quien le había acompañado íntimamente en cada momento de su
preparación a ella. Así queda unida la Trinidad sagrada en el momento de la redención, cuando el
Hijo se ofrece al Padre en el Espíritu por la salvación del género humano.
Juan profundiza aún más, a su manera, en esta unión entre Jesús y el Espíritu como fuente de vida,
de gracia y de redención. Habla una y otra vez, con marcada insistencia, del agua y de la sangre.
Agua que es bautismo, con la presencia del Espíritu sobre el Jordán en forma de paloma; y sangre
que es cruz, eucaristía y corazón de Cristo amorosamente entregado a la voluntad de su Padre y a la
salvación del mundo.
“Son tres los que señalan a Jesucristo: el Espíritu, el agua y la sangre, y estos tres testigos están de
acuerdo. Si aceptamos el testimonio de los hombres, con mayor razón aceptemos el de Dios” (1 Jn
5, 7-9).
Jesús es Mesías a través del agua y de la sangre, del bautismo y de la cruz, y a través del Espíritu,
que infunde, junto con la gracia, los sacramentos de la redención. Ya Jesús le había dicho a
Nicodemo: “En verdad te digo: el que no renace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino
de Dios” (Jn 3, 5). Y en una ocasión más solemne, ante todo el pueblo congregado en Jerusalén,
Jesús hizo una pública declaración de la manera más clara y llamativa que pudo:
“El último día de la fiesta, el más solemne, Jesús, puesto en pie, gritó: “¡Si alguno tiene sed, venga a
mí, y beba el que cree en mí; como dice la Escritura: de su seno correrán ríos de agua viva!” (Jn 7,
37-38).
El agua viva nace del seno de Jesús, como de él, ya en la cruz, brotarán el agua y la sangre. Y Juan
subrayara el hecho como suceso importante que merece su testimonio personal y detallado:
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“Al llegar a Jesús, vieron que ya estaba muerto. Así que no le quebraron las piernas, sino que uno
de los soldados le abrió el costado de una lanzada, y al instante salió sangre y agua. El que lo vio lo
declara para ayudarles en su fe, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad” (19, 3335).
A su manera, Juan pone de relieve, en cada momento cumbre del sacrificio de Jesús, la presencia
del Espíritu, que siempre estaba con él y en él, con el poder de su apoyo, con la luz de su sabiduría
y con la unidad de su ser.
Resurrección
Si el Espíritu estaba con Jesús en su pasión, con más gloria y poderío lo estuvo aún en su
resurrección. Es San Pablo el que nos presenta la resurrección de Jesús como obra suprema del
Espíritu. Dice al comienzo de su carta a la iglesia de Roma:
“Esta Buena Nueva, anunciada de antemano por sus profetas en las Santas Escrituras, se refiere a su
Hijo, que nació de la descendencia de David, según la carne, y que, al resucitar de entre los
muertos, fue constituido Hijo de Dios con poder, por obra del Espíritu Santo” (Rom 1, 2-4).
Y más adelante en la misma carta, con mayor claridad y vehemencia si cabe, recalca su enseñanza
sobre la importancia del Espíritu en la vida de Cristo y, consiguientemente, en la nuestra:
“Mas ustedes no son de la carne, sino del Espíritu, pues el Espíritu de Dios habita en ustedes. El que
no tuviera el Espíritu de Cristo no sería de Cristo. En cambio, si Cristo está en ustedes, aunque el
cuerpo vaya a la muerte como consecuencia del pecado, el espíritu vive por estar en gracia de Dios.
Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos está en ustedes, el que resucitó a
Jesús de entre los muertos dará también vida a sus cuerpos mortales; lo hará por medio de su
Espíritu, que ya habita en ustedes” (8, 9-11).
Jesús, desde su nacimiento hasta su muerte, desde su concepción hasta su resurrección, es obra del
Espíritu. Y ese Espíritu es quien prosigue ahora la obra de Jesús entre nosotros, completando así el
ciclo trinitario de creación, redención y crecimiento - que es la historia de la salvación en el pueblo
de Dios y en cada uno de nosotros.
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Preguntas para la meditación
1. ¿Cómo está mi amor a Jesucristo?
2. ¿Me considero como Jesús un instrumento al servicio del Espíritu Divino?
3. ¿Me dejo guiar por el Espíritu en mi vida de cada día?
Retiro de Cuaresma - El Espíritu Santo - Padre Nicolás Schwizer
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Retiro de Cuaresma - Segunda charla
EL ESPÍRITU, NUESTRO SANTIFICADOR
Recordemos un momento cual es la función que desempeña el Espíritu Santo en nuestra vida
religiosa. Los teólogos le atribuyen tres tareas fundamentales:
Misión del Espíritu Santo
Él es el autor de nuestro ser sobrenatural. Él nos comunica la vida divina, la vida de la gracia
santificante y nos hace hijos de Dios. Esto supone un estado nuevo y sobrenatural en nosotros. El
Espíritu nos regala también todo el organismo de las capacidades sobrenaturales, es decir: las
virtudes teologales de fe, esperanza y caridad; las virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza,
templanza); y los siete dones del Espíritu.
El Espíritu Divino es el autor de las obras sobrenaturales. Las capacidades sobrenaturales deben
traducirse en actos. Para ello el Espíritu nos da las gracias actuales. Y por eso, Él es también el
autor de nuestras obras sobrenaturales, de las obras meritorias, de las obras que agradan a Dios.
El Espíritu Santo es el autor de la santidad. Es el autor de la santidad, a través de dos caminos
que se complementan: el camino de las virtudes teologales y el camino de los dones del Espíritu.
Quisiera explicar un poco más estos dos caminos.
Los dos caminos a la santidad
El camino de las virtudes teologales. Cuando las virtudes teologales nos han sido infundidas,
cuando ellas están operando, entonces el hombre está capacitado para realizar actos sobrenaturales y
meritorios, mediante la fe, la esperanza y la caridad. Las virtudes teologales nos ayudan a actuar
razonablemente. Por ejemplo: tengo que tomar una decisión importante, pero aún no estoy bajo el
influjo de los dones del Espíritu Santo. Lo que hago entonces es pensar y rezar, para poder decidir
bien. ¿En qué sentido me ayudan entonces las virtudes? Gracias a ellas me voy a decidir
inteligentemente. Pero el acto de la decisión no es sólo natural, sino también sobrenatural, porque la
gracia ayuda. Son ayudas sobrenaturales para que yo obedezca siempre a la razón. El acento se pone
aquí en el yo: yo actúo auxiliado por la gracia de Dios.
El camino de los dones del Espíritu. El segundo camino a la santidad es el camino de los dones.
Ahora, ¿en qué sentido nos ayudan los dones del Espíritu Santo? Con ellos el alma se abre a la
actividad del Espíritu Santo: es Él quien trabaja en mí. Adquiero con ello la capacidad de seguir sus
impulsos y no sólo los de la razón. Por ejemplo cuando me pongo a rezar o meditar, por el camino
de las virtudes me ilumina sólo una débil luz. Con la ayuda de los dones estoy bajo una luz
brillante, es como el sol que sale.
Bajo la influencia de las virtudes, soy yo el que trabaja, apoyado por la gracia. Donde los dones
intervienen, obra el Espíritu Santo por mí, me arrastra con su fuerza.
En el primer caso, cuando actúan las virtudes, el alma es semejante a un bote de remos. Remo
cuanto puedo, hago un gran esfuerzo. Cuán fácil es, al contrario, si mi barca lleva velas. Así sucede
cuando el Espíritu Divino actúa en mi alma con sus dones. Él hace casi todo y así avanzo rápida y
continuamente. Cuando los dones actúan en mí, entonces el Espíritu Santo toma más la parte activa
y a mí me toca más la parte pasiva: me dejo llevar por Él.
Retiro de Cuaresma - El Espíritu Santo - Padre Nicolás Schwizer
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Veamos otra vez la misma imagen. Sólo que ahora se trata de avanzar contra la corriente. Si sólo
contamos con los remos, ¡cuánto esfuerzo hemos de desplegar! ¡Y qué fácil se torna, en cambio,
cuando las velas están izadas! Con otras palabras, si se trata de realizar actos heroicos, de ir contra
la comente, eso es sólo posible cuando actúa el Espíritu Santo a través de sus dones. Heroísmo es
solamente concebible bajo la fuerte influencia del Espíritu Divino. El heroísmo de una auténtica
santidad, lo lograré únicamente si el Espíritu Santo lleva el timón de mi alma y actúa en mí.
Recordemos, por eso: Allí donde se despierta el heroísmo y surgen nuevas fuerzas, ahí está el
Espíritu Santo con sus siete dones.
Creo que todos entendemos la singular importancia del Espíritu Santo para nuestra vida espiritual,
para nuestro caminar hacia la santidad. Sin Él no podemos avanzar mucho. Él es el medio que lleva
el alma como sobre alas hacia el mundo de Dios.
Por eso dice el Padre Kentenich: “La santidad verdadera y heroica empieza desde el momento en
que el Espíritu Santo se hace cargo del alma y la llena. Por eso el hecho triste: nuestra generación
aspira con tan escaso éxito a la santidad, porque encuentra tan poca vinculación con el Espíritu
Santo” (Niños ante Dios, 433).
Y así podemos entender también, porque el Padre Kentenich define la santidad como “finura de
oído y docilidad de voluntad frente a las inspiraciones interiores del Espíritu Santo” (Principios
generales, 83).
Al comienzo de la vida religiosa, cuando actúan más las virtudes, trabajamos según el esquema: yo
me esfuerzo con la ayuda de la gracia, más tarde, cuando el alma ha madurado y actúan los dones
del Espíritu Santo, podemos decir: Dios actúa en mi y a través de mí; ya no es tanto mi luchar sino
el ser llevado por el Espíritu Divino.
Preguntémonos: ¿Dónde nos encontramos en nuestra vida espiritual? ¿En qué medida el Espíritu
Santo ha tornado posesión de nuestra alma?
El Espíritu Santo. nuestro Gran Educador
En este contexto, el Padre Kentenich considera al Espíritu Santo como el principal Educador del
hombre (Homilía del 12.05.1963). Jesús, a partir de Pentecostés, nos entrega a ese Educador,
porque es, según el Padre Kentenich, el Educador más grande y más fecundo de los hijos de Dios.
El educador más grande. Podemos tener muchos educadores. Pensemos en nuestros padres, en
nuestros maestros, en todas las personas que han ejercido una influencia en nuestra formación
personal. Y frente a esto decimos: el Espíritu Santo es nuestro Educador más grande, nuestro
Educador por excelencia. Lo tomamos como algo evidente, porque es Dios.
Los papás tienen el impulso natural de dar a sus hijos una buena educación. Si pudieran elegir, si
tuvieran suficiente dinero y oportunidad, sería evidente que les darían los mejores educadores.
Cuentan que el padre de Alejandro Magno le pidió nada menos que al filósofo Aristóteles que
educara a su hijo. Aristóteles era el sabio más grande de su tiempo, al que en la antigüedad se
consideraba insuperable.
Y Jesús nos entrega al mejor educador que podemos imaginarnos: el “Espíritu de la verdad, que nos
introducirá a la verdad completa” (Jn 16, 13). Él infundirá la verdad no solamente en la inteligencia
y en la voluntad, sino también en el corazón. El Espíritu de Dios debe introducirnos en toda la
verdad. Esta es la proclamación de su gran actividad educadora para los hijos de Dios.
Y Él, nuestro gran educador habita nuestro corazón desde el día de nuestro Bautismo. Allí quiere
Retiro de Cuaresma - El Espíritu Santo - Padre Nicolás Schwizer
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realizar su actividad educadora, nuestra transformación interior.
Y ahora la pregunta es, si dejamos que el Espíritu Santo realice y perfeccione su actividad
educadora en nosotros. ¿Tenemos ansias de que Él tome en sus manos nuestra educación? Pienso
que deberíamos despertar mucho más aún en nuestros corazones el anhelo por el Espíritu Divino y
sus dones. Deberíamos esforzarnos más por estar solos, para poder escuchar lo que el Espíritu nos
sugiere y nos pide.
El educador más fecundo. Dijimos que el Espíritu de Dios es el mejor educador que existe. Y en
segundo lugar podemos afirmar también que es el educador más fecundo, el que logra los éxitos
más grandes. Y eso no es más que lógico, porque “para Dios nada es imposible” (Lc 1, 37). Dios es
el Omnipotente, conoce nuestro corazón humano, conoce el fin para el cual nos ha creado. Si
entonces hay alguien que puede ejercer una influencia educadora sobre nosotros, es el Espíritu
Santo en unión con el Padre y el Hijo.
Para hacer más comprensible aún esta verdad, veamos una enseñanza intuitiva. Queremos
contemplar la obra maestra de la educación del Espíritu Divino. Todos conocemos esa obra
maestra: es la Sma. Virgen María. “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el Poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra; por eso tu hijo será Santo y con razón lo llamarán Hijo de Dios” (Lc 1, 35).
Allí tenemos a las tres Personas Divinas. María está totalmente bajo la influencia de la Sma.
Trinidad. Por eso, no es de extrañar que Ella sea un fruto singular de la actividad educadora del
Espíritu.
Pero, por otra parte, la Sma. Virgen no es solamente un fruto singular, sino también la gran
colaboradora en la educación de los hijos de Dios. Ella es nuestra Madre y, por eso, la co-educadora
de todos nosotros. Todo lo que hizo la Madre de Dios por su Hijo Jesús, lo hace ahora, desde el
cielo, por nosotros, sus hijos adoptivos.
El Espíritu Santo, nuestro Santificador
La meta de nuestra vida es la santidad. Porque en el cielo sólo hay lugar para mujeres y hombres
santos. Y el Espíritu Santo es nuestro Santificador, la fuente de nuestra perfección y santidad
personal. Sin la gracia del Espíritu Divino, ninguno de nosotros puede llegar a la santidad. El Padre
Kentenich describe santidad como “la capacidad de percibir las inspiraciones interiores del Espíritu
Santo y corresponder a ellas” (Principios generales, 93).
Como ya dijimos, el gran camino por el cual el Espíritu Divino nos conduce a la santidad heroica,
es el camino de los dones. ¿Qué son los dones del Espíritu Santo? El Padre Kentenich nos da la
siguiente definición: “Dones del Espíritu Santo son cualidades sobrenaturales infusas que capacitan
el alma en gracia para seguir rápida, continua, alegre y heroicamente los impulsos del Espíritu
Santo” (Niños ante Dios, 393). Quiere decir, a través de los dones me pongo sin obstáculos bajo el
influjo del Espíritu de Dios. Y llevado y conducido por Él, voy avanzando rápida y continuamente
hacia la santidad.
Creo que todos entendemos la singular importancia del Espíritu Divino para nuestra vida espiritual.
Es Él quien lleva el alma como sobre alas hacia el mundo de Dios. Por eso dice el Padre Kentenich:
“La santidad verdadera y heroica empieza desde el momento en que el Espíritu Santo se hace cargo
del alma y la llena” (Niños ante Dios, 400). Hermanos, abramos por eso nuestra alma al Espíritu de
Dios, para que Él pueda asumir nuestra educación y santificación, para que Él pueda llenarnos con
sus dones divinos.
Retiro de Cuaresma - El Espíritu Santo - Padre Nicolás Schwizer
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El Espíritu Santo, nuestro Consolador
Ahora, ¿cómo el Espíritu Santo nos educa y santifica? ¿Cómo actúa en mi alma, para convertirme
en hombre nuevo? Podríamos dar muchas respuestas. Siguiendo como siempre al Padre Kentenich
(Homilía del 17.05.64), quisiera elegir tres aspectos principales de su actuar: el Espíritu ilumina,
consuela y fortalece mi alma.
El Espíritu ilumina mi alma. ¿Con qué luz me ilumina? Me ilumina sobre todo con la palabra de
Dios. ¡Cuántas prédicas escuché en mi vida! ¡Cuántos libros espirituales he leído! ¿Y por qué ha
cambiado tan poco mi vida? Una de las razones fundamentales es: Si escucho una homilía, si leo la
Biblia u otro libro religioso, entonces el Espíritu tiene que inspirarme para entenderlo. Si el Espíritu
Santo no me regala su luz, si no me explica lo que escucho y leo, entonces puedo escuchar y leer
todo lo que quiero, pero sin Él quedo el tonto de siempre. Sin el Espíritu de Dios puedo hacer todo
lo que quiero, pero las verdades del Reino no las voy a entender.
El Espíritu tiene que estar vivo en mi interior. Sin ello no me sirve para nada todo lo que voy
leyendo o escuchando. Esto quiere expresar Jesús cuando dice: “El Espíritu de la verdad los
introducirá a la verdad total” (Jn 16, 13). Por eso: ¡Ven, Espíritu Santo e ilumina mi mente y mi
corazón!
El Espíritu consuela mi alma. En segundo lugar, el Espíritu me consuela, me consuela en todas las
situaciones difíciles de mi vida. ¡Y cuánto consuelo necesitamos los hombres de hoy! No en vano es
una de las palabras preferidas en la boca del Señor: llama al Espíritu Santo muchas veces
“Paráclito”, es decir, Consolador o Defensor. El Espíritu viene como Consolador y Defensor,
porque la vida humana es pesada y precisamos su consuelo.
El apóstol San Pablo compara el sufrimiento de esta vida presente con la gloria que se nos
manifestara en el cielo (Rom 8, 18). ¿Y quién nos consuela con esa alegría venidera? El Espíritu,
nuestro gran Consolador, nos recuerda, promete y asegura este futuro luminoso. O pensemos en
aquellas bienaventuranzas de Jesús: “Felices los perseguidos, porque de ellos es el Reino de los
Cielos. Felices los que lloran, porque serán consolados” (Mt 5, 10.4).
El Espíritu Santo fortalece mi alma. Él es el Espíritu de la fortaleza. San Pablo dice: “Yo puedo
todo en Aquel que me fortalece” (Fil 4, 13). Nosotros, hombres de hoy, nos sentimos tan débiles y
frágiles. Necesitamos que el Espíritu nos fortifique, que nos dé valor, fidelidad, perseverancia,
fuerza de voluntad para vivir y luchar.
Vamos a terminar con una palabra del Padre Kentenich. Él cree que el Espíritu Divino, mediante el
don de fortaleza, nos ayuda especialmente en las siguientes tres dimensiones:
•
•
•
Quiere hacernos fuertes y constantes en la realización de nuestros propósitos.
Quiere darnos fuerza en las tentaciones.
Quiere confortarnos en las contrariedades de la vida.
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Preguntas para la meditación
1. ¿Cómo es mi relación personal con el Espíritu Santo?
2. ¿Me dejo educar dócilmente por Él?
3. ¿Estoy caminando, en la fuerza del Espíritu, decidida y seriamente hacia la santidad?
Retiro de Cuaresma - El Espíritu Santo - Padre Nicolás Schwizer
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Retiro de Cuaresma - Tercera charla
EL ESPÍRITU SANTO Y MARÍA
En esta tercera charla quisiera meditar con Uds. sobre la relación entre el Espíritu Santo y la Sma.
Virgen. No es de extrañar que exista una vinculación particularmente íntima entre las dos personas.
Veamos primero algunos momentos en la vida de María.
En la vida de la Virgen María
La Encarnación. No hay duda de que la vida de la Sma. Virgen estaba, desde su inicio, bajo la
fuerte influencia del Espíritu de Dios. La Virgen es la “Todasanta” porque desde el primer momento
de su existencia fue “sagrario del Espíritu Santo”.
Pero su gran encuentro con el Espíritu fue, sin duda, la Anunciación del ángel que culminó con la
encarnación. “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el Poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra” (Lc 1, 35). Como en todo ser humano, el Espíritu de santidad quiere actuar en la Virgen y a
través de Ella. Pero aquí hay algo más, algo nuevo y único: el Espíritu Santo quiere actuar junto con
la Virgen. ¿Y para qué? Quiere unirse y atarse a María para que de Ella nazca Jesucristo, el Hijo de
Dios. Y quiere que la Sma. Virgen diga su Sí totalmente voluntario y libre, para entregarse al
Espíritu de Dios, para convertirse en Madre de Dios.
Su crecer en el orden del Espíritu. No debemos pensar que la Virgen haya entendido todo desde
el primer momento. Evidentemente comprendió mucho más que nosotros. Porque tenía, como dice
Santo Tomas de Aquino, la luz profética que le regaló un conocimiento mayor de las cosas de Dios.
Sin embargo, como ser humano, Ella crecía en sabiduría y desarrollaba su entendimiento a lo largo
de la vida. Por eso dice el Padre Kentenich que María iba adentrándose crecientemente en el orden
del Espíritu. ¿Y qué quiere decir eso? María tenía que ir comprendiendo, paso a paso, lo que quería
Jesús y lo que debía hacer Ella a su lado. Tenía que entrar progresivamente en ese mundo de su Hijo
Divino, en el que sólo el Espíritu Santo podía introducirla.
Pensemos en la pérdida de Jesús, al cumplir los doce años. Cuán difícil fue para Ella cuando su Hijo
los abandonó y después les dijo: “¿No saben que tengo que preocuparme de los asuntos de mi
padre?” (Lc 2, 49). Como agrega el texto, María no entendió lo que Jesús acababa de decirles. Pero
seguramente se dio cuenta de que su Hijo llevaba en su interior otro mundo, el mundo del Padre, en
el cual también Ella tenía que adentrarse de un modo más perfecto.
Otro momento difícil surgió en las bodas de Cana. “Mujer, tú no piensas como yo: todavía no ha
llegado mi hora” (Jn 2, 4). El pensar de María es todavía muy humano: quiere ayudar a los novios
en su necesidad. Jesús mira más allá, piensa en su gran Hora, la hora de la Cruz. Y, sin embargo,
cumple el deseo de su Madre.
Y cuando llegó la gran Hora, sobre el monte Calvario, ya callan en Ella los deseos y necesidades
naturales. Todo queda sujeto a la voluntad del Padre. Ya no quiere otra cosa que cumplir
perfectamente con su rol en el plan de salvación.
Cumbre de ese insertarse en el orden del Espíritu fue la espera de Pentecostés. Allí María se
convirtió en instrumento perfecto del Espíritu Santo. Condujo a los apóstoles y discípulos a la sala
del Cenáculo. Les transmitió su anhelo profundo por el Espíritu Divino. E imploró con ellos la
fuerza de lo alto sobre toda la Iglesia reunida. En Pentecostés se colmó su ansia por el Espíritu de
Dios. Y ya quedó preparada para su último y definitivo paso: la asunción en cuerpo y alma al cielo.
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Al servicio del Espíritu Santo
Los Padres de la Iglesia y los maestros espirituales que han reflexionado sobre la relación de María
con el Espíritu Santo, han inventado a lo largo de los siglos distintas expresiones e invocaciones.
Vamos a ver algunas de ellas.
Vaso espiritual. En las letanías lauretanas encontramos los títulos más hermosos con los cuales el
pueblo cristiano honra a su Madre. Uno de ellos es: “vaso espiritual”. María es el vaso espiritual, el
vaso pleno del Espíritu de Dios. Desde el primer momento de su existencia, Él ha colmado su alma,
la ha convertido en la “la llena de gracia”. Y en el fondo, “llena de gracia” no significa otra cosa
que “llena del Espíritu Santo”. Además, ha transfigurado su cuerpo, lo ha preservado del aguijón de
la concupiscencia y la ha liberado del pecado original. ¿Y por qué y para qué estos privilegios? El
Espíritu Santo quería utilizarla como su morada y su instrumento predilecto preparándola para ser la
Madre de Dios.
Y como sabemos, María fue un instrumento perfecto del Espíritu. Nunca lo defraudó. Siempre le
respondió con un Sí total, desinteresado y magnánimo. Fue su instrumento perfecto como Madre de
Cristo, desde la Encarnación hasta la Muerte en la Cruz. Fue y sigue siendo su instrumento perfecto
en el cielo: como Madre de la Iglesia y de los cristianos y como Medianera de todas las gracias.
Tal como en María, el Espíritu quiere actuar en nuestras almas. Quiere expulsar el venenoso espíritu
mundano que nos rodea y ubicarnos en la atmósfera pura, santa y santificadora de la Virgen. En
Ella nos da un recuerdo vivo del paraíso y despierta en todos los hijos de Dios el anhelo de retornar,
un día, al paraíso.
Que Ella, el “vaso espiritual”, nos ayude a todos nosotros a ser morada e instrumento fecundo del
Espíritu Divino.
Arpa del Espíritu Santo. Algunos Padres de la Iglesia la llamaron a la Sma. Virgen: “amor del
Espíritu Santo”. Toda su vida estaba bajo la conducción del Espíritu. Siempre de nuevo Ella
escuchaba hacia dentro, en su corazón, para poder entender su soplo. Y cuando comprendió sus
insinuaciones y sugerencias, inmediatamente las puso en práctica. Fue un instrumento fino y puro
en la mano de Dios, en el cual el Espíritu logró tocar los tonos más delicados. Nunca puso ni el más
mínimo obstáculo al obrar de Él. Y porque siempre correspondió con tanta apertura y sensibilidad,
docilidad y obediencia a sus deseos, Ella es nombrada el arpa del Espíritu Santo.
En este contexto, el Padre Kentenich cuenta que un curso de las Hermanas Marianas eligió un lema
singular: querían ser “plumitas” para el respirar del Espíritu Santo. Tal como una plumita reacciona
al viento más suave, así ellas querían responder fiel e inmediatamente a cada soplo del Espíritu en
su corazón.
Símbolo del Espíritu Santo. La Biblia sólo nos ofrece símbolos impersonales del Espíritu: el agua,
el aceite, el viento, el fuego, la paloma. Ante esta realidad, el Padre Kentenich afirma que la Sma.
Virgen es el símbolo más clásico del Espíritu Santo, porque Ella es un símbolo personal. Por eso
nos recuerda: “No lo olviden, en mi pensar y en nuestra historia de Familia, María es siempre el
símbolo del Espíritu Santo” (Rom I, 178). Ahora, ¿por qué llega a esa conclusión? Evidentemente
no es sólo por ser Ella la tres veces “llena” del Espíritu: en su Inmaculada Concepción, en la
Anunciación y en Pentecostés.
Sino lo es también, por ser la Madre y la Mujer perfectas. Tiene que ver con el ser, con la naturaleza
de la mujer. Según su pensar, la mujer y madre es esencialmente “obsequiosidad receptiva”. Recibe,
acoge al varón y al hijo y, al mismo tiempo, se entrega generosamente a ellos. Y lo que es propio de
toda mujer, vale de un modo perfecto, para la Bendita entre las mujeres, la Sma. Virgen. Ella es la
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donación de sí misma y la receptividad personificada.
Y como tal es el gran símbolo del Espíritu Divino. Porque el Espíritu Santo es, entre Padre e Hijo,
la obsequiosidad receptiva. Recibe del Padre y del Hijo y se regala a la vez al Padre y al Hijo.
El Espíritu Santo es, por eso, en la Trinidad el soplo de amor, el amor hecho persona, el vínculo de
amor entre Padre e Hijo. Pero también frente a los hombres se le atribuye a Él especialmente las
obras de amor. Él es quien en nosotros despierta, estimula, cuida, protege y acoge toda forma y
manifestación de amor y de vida.
Además, es interesante que la palabra hebrea para Espíritu, “ruach”, es femenina. Por otra parte,
desde el inicio de la reflexión teológica cristiana, el Espíritu Divino ha sido asociado a lo “materno”
y lo “femenino” de Dios. Ya para San Pablo es Él quien nos enseña a llamar a Dios “Abbá” (Rom 8,
15; Gal 9, 6), es decir, Papá, tal como lo hacia Jesús. Y para San Ireneo, que vivía en el siglo dos, Él
es como el seno materno de Dios, que posibilita que el Hijo permanezca siempre en el Padre. Y en
esa misma línea, el Padre Kentenich piensa que tal como María es el principio femenino en la
redención, así el Espíritu Santo es el principio femenino en la Trinidad.
Por eso, la mujer más que el varón, está asociada con el Espíritu Santo. Cada madre humana cumple
idéntica misión al interior de su familia: es vínculo de amor y lazo de unión permanente entre padre
e hijos. Es responsable de cuidar la vida y de cultivar el amor de los suyos.
Y el ideal inalcanzable de esa misión femenina y materna admiramos en María. Ella es la obra
maestra de Dios, Madre del amor hermoso, Madre de la vida y de todos los vivientes. Por eso es la
imagen, el símbolo más perfecto del Espíritu Santo.
En camino hacia el Espíritu Santo
María no es solamente el símbolo más adecuado, el vaso e instrumento más perfecto del Espíritu de
Dios, sino que es también un gran camino, una guía singular que nos conduce al Dios desconocido.
Por la intimidad tan extraordinaria con el Espíritu, es la persona humana más indicada y más
capacitada para ponernos en contacto con Él.
Guía hacia el Espíritu Santo. El Padre Kentenich la llama el remolino del Espíritu, porque a través
de Ella hemos llegado a una relación más cercana y personal con el Espíritu Divino.
También usa la imagen de una cascada. Dice: Si queremos llegar a una entrega total a Cristo, al
Padre y al Espíritu Santo, tenemos que adentrarnos en esa corriente de amor tan fuerte que tiene su
salto en el corazón de la Virgen. Donación perfecta de amor incluye para nosotros siempre traspaso
perfecto de amor. Queremos ser llevados, por la corriente de amor en el corazón de María, a una
entrega total a las personas de la Sma. Trinidad.
Por eso, dice el Padre Kentenich, podemos esperar que la corriente mariana desemboque, tarde o
temprano, en una corriente del Espíritu Santo.
En medio de la guerra, el Padre Kentenich dijo en una charla, hablando de Pentecostés: “Como en
la espera del Espíritu Santo en el Cenáculo, también hoy en día la Virgen falta continuamente las
manos para implorarnos la fuerza de lo alto. ¿Y cuál es el fruto de ello? Como en Pentecostés, el
Espíritu está realizando en nosotros un milagro de transformación creciente. Está transformando
nuestra alma, nuestra mentalidad, nuestro desvalimiento y angustia interiores. Todo esto va
transformando en el afecto de una confianza inamovible” (20.08.1940).
Influencia y amor mutuo entre María y el Espíritu Santo. No hay duda de que la Sma. Virgen
tiene una fuerte influencia sobre el Espíritu Santo. Esto confirma la tradición cristiana cuando llama
a María la “esposa del Espíritu Santo”. A los dos los enlaza, en unión mística, un amor esponsalicio,
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un amor delicado, un amor que los lleva a cumplir con alegría los deseos mutuos. Entonces, para el
Espíritu Divino es un honor, regalar sus dones y frutos a través de su esposa. Apenas pronuncia Ella
su Sí al ángel, ya la estimula a visitar a su prima, para regalarle a la casa de Zacarías sus dones:
Isabel se llena del Espíritu Santo y el niño salta de alegría en el seno de su madre. Y después, por
boca de Isabel, el Espíritu mismo canta la alabanza de su esposa virginal.
En eso, concluye el Padre Kentenich, podemos ver una ley del mundo sobrenatural: El elogio y la
alabanza de María no sólo le gusta al Espíritu, sino que Él mismo es también su autor. Y la Virgen
no puede ser ensalzada dignamente sin su luz y su fuerza. Cuanto más grande sea el amor a María,
tanto más abundantes recibiremos los dones del Espíritu. Y también a la inversa, cuanto más
estemos llenos del Espíritu de Dios, tanto más ardiente será nuestro afecto a la Virgen.
Y por eso nos agarramos de Ella y no la soltamos. Por eso cultivamos la entrega y la consagración a
María, para que nos conduzca hacia Él, para que abra nuestro corazón a Él, para que le implore sus
regalos por nosotros.
Por otra parte, podemos decir que el Espíritu tiene la responsabilidad de que crezca nuestro amor,
nuestro afecto y nuestra devoción a María. Tiene la misión de asemejarnos más y más a su esposa.
Tiene que convertirnos, poco a poco, en reflejos de Ella, en hombres y mujeres marianos, seres
nuevos, seres del más allá.
Actitud y reflejo de María (San Grignion de Montfort). Y esto nos lleva a una última reflexión.
Habremos escuchado ya alguna vez la palabra de San Grignion de Montfort, un gran devoto de la
Virgen. Es una palabra que el Padre Kentenich repetía muchas veces: El Espíritu Santo quisiera
encontrar en las almas a la Virgen, quisiera encontrar actitud y espíritu marianos, quisiera encontrar
un amor profundo hacia Ella, quisiera encontrar a la pequeña María. Y cuando Él descubre en un
alma el reflejo de María, entonces no le queda más remedio que penetrar esa alma, como lo hizo
aquella vez con María. Y entonces empieza a actuar creadoramente en ella regalándole la riqueza de
sus dones y obrando milagros de transformación. De este modo, la Virgen se convierte en guía,
anzuelo e imán para el Espíritu. Acercarse a ella es acercarse a Él, amarla a ella es amarlo a Él,
imitarle a ella es abrirse a Él.
¿Y la causa de ello? En la Encarnación, el Espíritu de Dios y la Virgen Madre colaboraron para que
naciera Jesús. Del mismo modo, el Espíritu quiere también hoy cooperar con María, para que
Jesucristo nazca y viva en cada alma. Con María, la Madre de la Iglesia, quiere generar a Cristo en
cada miembro, quiere transformarlo en otro Cristo.
Por eso, hermanos, entreguémonos a María, para que ella pueda conducirnos al Espíritu Divino.
Démosle a la Santísima Virgen un lugar privilegiado en nuestro corazón, para que el Espíritu pueda
tomar posesión de él y llenarlo con su presencia.
Quisiera terminar con una oración de San Ildefonso de Toledo: “Te pido, oh Virgen Santa, que yo
obtenga a Jesús de aquel Espíritu de quien tú misma lo has engendrado.
Reciba mi alma a Jesús por obra de aquel Espíritu, por el cual tu carne ha concebido al mismo
Jesús. Que yo ame a Jesús con aquel mismo Espíritu en el cual tú lo adoras como Señor y lo
contemplas como Hijo” (La virginidad perpetua de María, 12).
****************
Preguntas para la meditación
1. ¿Cómo anda mi vinculación personal e íntima con María?
2. ¿Estoy cultivando en mi alma actitud y espíritu marianos para atraer al Espíritu?
3. ¿Trato de vivir un amor desinteresado y generoso, para poder ser un reflejo y símbolo del
Espíritu Santo?
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