Teologia 154 - Selecciones

Anuncio
KLEMENS RICHTER
ESPACIOS SAGRADOS
Crítica desde una perspectiva teológica
A lo largo de su historia la cristiandad ha levantado catedrales, templos, santuarios. Desde el estilo basilical de la Roma imperial hasta el
moderno, pasando por el románico, el gótico y el barroco -para nombrar sólo los más característicos- los cristianos han edificado iglesias
de todo tipo para el culto cristiano. Pero ¿cómo concibe el cristianismo
lo sagrado? ¿existe algo que diferencie específicamente el templo
cristiano de otros edificios sagrados? ¿qué trascendencia tiene esa
diferencia específica -si existe- a la hora de expresar arquitectónicamente lo que la fe cristiana proclama sobre la sacralidad y en particular sobre los espacios sagrados? Para el autor del presente artículo,
no importa sólo plantearse esas preguntas. Hay que aplicar rigurosamente las respuestas apropiadas a la arquitectura cristiana de nuestro tiempo, teniendo muy presente lo que ha aportado a este respecto el Vaticano II y lo que ha significado la reforma litúrgica para la
reinterpretación del espacio sagrado y de la arquitectura sacra.
Heilige Räume. Eine Kritik aus theologischer Perspective, Liturgisches Jahrbuch 48 (1998) 249-264
EL CRISTIANISMO NO RECONOCE NINGÚN ESPACIO
COMO SAGRADO EN SÍ MISMO
Al construir, el hombre transforma el mundo natural en cultura. Con sus construcciones expresa el ser humano su concepción del mundo, su experiencia
de la realidad, su actitud respecto
a las estructuras sociales, su percepción de los valores culturales
y su fe. «La arquitectura es la actividad cultural de más marcado
carácter re-creador: la acción
primordial de la creación del
mundo se realiza en la acción de
construir, que, en definitiva, pretende transformar el caos en
cosmos, actualizando en miniatura el acto creador» (H.B. Meyer).
Así, cabe suponer que la actitud fundamental del constructor
viene determinada por la esperanza en un futuro que supera los
límites de este mundo. Significa
dar sentido y, por tanto, es auténticamente religiosa. En realidad, la
religiosidad se manifiesta claramente allí donde el ser humano
aporta sus aptitudes para construir un santuario en el que intenta superarse a sí mismo con
su obra, entrar en contacto con
Dios y prepararle un lugar. (H. B.
Meyer).
Desde siempre, el hombre religioso segrega del mundo profano zonas dotadas de realidad numinosa, fijando así tiempos y lugares sagrados, en los que la realidad divina se manifiesta median143
te objetos o acontecimientos extraordinarios. Incluso en nuestro
tiempo tan profano, la vivienda
conserva restos de esa concepción arcaica. No nos atrevemos a
violar la intimidad del hogar, sin
ser invitados a entrar. También
para el hombre moderno existen
espacios para distintas actividades: para trabajar y para descansar, para los días normales y para
las fiestas, para actividades profanas y para las religiosas.
El creyente se encuentra con
un mundo -una naturaleza- donde encontrarse con Dios, en el
que se experimentan con especial intensidad el misterio divino.
Así, las montañas, los bosques, las
fuentes y toda una serie de fenómenos naturales pueden convertirse en santuarios naturales: parece que en ellos se transparente
la intervención del numen creador-ordenador. (H.B. Meyer).
Si el ser humano emprende la
construcción de lugares sagrados
es porque busca un espacio donde pueda encontrarse con Dios.
Tal espacio es el centro absoluto
del mundo. Da lo mismo dónde
esté y si existen otros espacios
semejantes. Cualquier lugar de
culto constituye el eje de todo el
cosmos, porque en él se realiza el
encuentro con el Señor del universo. Tanto el santuario natural
como el edificio cultual, como lugares de encuentro con Dios,
simbolizan toda la creación.
En la antigüedad, el templo
contenía una celda interior con la
imagen de la divinidad o -en Jerusalén- con el Santo de los Santos,
donde sólo podían entrar los sacerdotes -mediadores entre Dios
144
Klemens Richter
y los hombres- mientras la comunidad se mantenía fuera, esperando la gracia implorada por ellos:
el santuario era la casa de Dios.
¿Sucede lo mismo en el cristianismo? Recordemos, ante
todo, que mucho antes de que se
construyesen iglesias existía ya la
Iglesia. Así que, para el cristianismo, los edificios eclesiásticos, no
son indispensables. Como pueblo
de Dios que es, la Iglesia pudo
escuchar la palabra de Dios, orar
y asistir a las celebraciones del
misterio de Cristo durante unos
dos siglos sin auténticos lugares
de culto (A. Adam).
Ya el NT deja bien claro que
Dios no habita en templos levantados por la mano del hombre
(véase Hch 17, 24). Dios vive en
su comunidad, bien trabada
como edificio vivo, construido
sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas, con Jesucristo como piedra angular (Ef 2,20).
La comunidad cristiana es, pues,
el auténtico templo de Dios
(véase 1Co 3, 16-17).Y en 1P 2,5
leemos: «Vosotros, como piedras
vivas, entráis en la construcción
de un templo espiritual y formáis
un sacerdocio santo, que ofrece
sacrificios espirituales, aceptables
a Dios por medio de Jesucristo».
Respecto a los espacios «sagrados», los cristianos se distinguen, a ciencia y conciencia, de
otras concepciones religiosas:
una iglesia cristiana no es únicamente una casa de Dios. La ubicación espacial entraña peligros.
¡Qué fácilmente se hace uno a la
idea de que en el templo puede
disponer de Dios mediante unos
ritos concretos! La actitud de los
fieles será muy distinta si el templo se concibe así o cuando la
iglesia se entiende primordialmente como casa de la comunidad, en la que Dios se hace presente mediante la acción litúrgica
y la diaconía. La crítica de los
profetas al templo y al culto recuerda que lo que Dios quiere es
amor, no sacrificios (Os 6,6). La
iglesia no se ha de concebir
como un lugar acotado para el
culto, símbolo de un mundo religioso distinto del mundo profano
de la vida de cada día. Para el concepto bíblico de santidad, un espacio o un lugar no tiene por sí
mismo significado sagrado alguno. Lo que sí es sagrado es la
orientación hacia Dios. Se trata
siempre de una opción personal.
El cristianismo no admite, pues,
ningún lugar que sea por sí mismo sagrado.
LA SACRALIDAD COMO CATEGORÍA DE LA PERSONA
Y DE LA ACCIÓN
Hoy muchos dan por supuesto que el espacio litúrgico ha de
ser un espacio sagrado.Y se razona diciendo que el mundo moderno experimenta una necesidad de sacralidad que, en realidad, sería más propia de museos
que de iglesias. De hecho, el neologismo, proveniente del latín, sacral designa, de una forma poco
precisa, todo aquello que tiene
que ver con lo sagrado. En cambio, profano es lo que está situado
ante la esfera de lo sagrado (pro:
delante de; fanum: recinto sagrado).
Las «Directrices para la construcción y ornamentación de las
iglesias» emanadas de la Comisión litúrgica alemana (1988)
describen así la sacralidad: «Un
buen interior de iglesia es un "espacio sagrado", o sea, un espacio
capaz de invitar al ser humano a
un profundo respeto en su relación con el entorno y de hacerle
experimentar la trascendencia.
Dicho espacio ayuda a reunirse
para adorar a aquél que está presente en la comunidad congrega-
da, en la proclamación de la Palabra y en los sacramentos». Aquí
queda claro que santidad/sacralidad consiste en la orientación
positiva hacia Dios. Es ante todo
una categoría personal. Sólo en
un segundo momento puede
aplicarse a cosas. Un lugar o un
espacio no posee, en sí mismo,
ningún sentido sagrado. A partir
de la palabra de Jesús «Llega la
hora en que no en este monte
(Garizim) ni en Jerusalén se dará
culto al Padre (...); pero llega la
hora -ya ha llegado- en que los
que dan culto auténtico darán
culto al Padre en espíritu y verdad» (Jn 4, 21-23), la sacralidad se
extiende a todas partes donde el
mensaje de Cristo llega al corazón y a la vida de cada uno y de la
comunidad. Dondequiera que habite el espíritu de Cristo por la fe
en él, simplemente porque se
busca de corazón el rostro de
Dios, allí hay un santuario.
Este reconocimiento de los
primeros cristianos de que el
cristianismo no acepta lugares en
sí mismos sagrados no siempre
Espacios sagrados
145
se ha mantenido. Su modelo no
es el templo de Jerusalén, sino la
sinagoga. La sinagoga «ya no es la
casa de Dios, sino la casa de la
comunidad, el lugar donde los fieles se reúnen para participar en
común en el servicio religioso, no
realizado por el sacrificio ofrecido por el sacerdote, sino como
servicio laico, con lecturas, instrucción y plegaria. La sinagoga
no es un santuario central, sino
un lugar de reunión de la comunidad local. La presencia de Dios
no reside en el lugar, sino en la
fraternidad de los creyentes»
(Meyer).
Conducida por el espíritu de
Cristo, para acercarse a Dios, la
comunidad no necesita ningún
lugar separado del ámbito del
mundo. Lo que la concentra no
es el lugar santo, sino un acontecimiento al que está vinculada y
que se realiza en medio de la comunidad mediante la celebración
litúrgica. Como familia de Dios,
se encuentra en su propia casa. Y
es en medio de ella donde acontece lo sagrado.
Lo que acontece en la liturgia
cristiana, acontece por medio de
Jesucristo -el mediador entre
Dios y la humanidad- y acontece
en un encuentro personal. Él no
está delante de la comunidad,
sino en medio de ella.Y todo esto
no depende ni de la santidad del
lugar ni de las acciones litúrgicas
establecidas. Por esto el NT evita
las expresiones cultuales y se limita a constatar sobriamente
que la comunidad se mantenía
constante «en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la solidaridad, en la fracción del pan y
146
Klemens Richter
en las plegarias» (Hch 2,42).
Por tanto, no son ni los edificios, ni el espacio, ni las imágenes
los que santifican, sino sólo el
Cristo viviente en su acción personal. «Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy
yo en medio de ellos» (Mt
18,20).
Así pues, un lugar o un espacio no tiene, por sí mismo, ninguna significación sagrada. La sacralidad consiste en la ordenación
de la comunidad a Dios y, consiguientemente, constituye una
manifestación personal. El espacio litúrgico sólo debe proporcionar un espacio al acontecimiento sagrado. Desde el punto
de vista cristiano el hecho de
que, en un espacio determinado,
se realice una acción «sagrada»
no entraña una segregación del
mundo «profano», ya que la liturgia, entendida correctamente, incluye el mundo y la correspondiente responsabilidad social respecto al prójimo.
El liturgista judío Jakob J. Petuchowsky, a la pregunta sobre
un lugar sagrado en el judaísmo,
responde: «Teológicamente, cabe
distinguir dos clases de sacralidad: la del espacio y la del tiempo.
La primera lleva a los lugares sagrados (...). La segunda es una sacralidad con la que se le da al
tiempo un carácter sagrado, celebrando sábados, fiestas, años sabáticos y jubileos. De alguna manera, el judaísmo reconoce la sacralidad del espacio. Pero el peso
de la sacralidad carga sobre el
tiempo». Al menos a partir de la
destrucción del templo de Jerusalén el año 70.
Los profetas habían preparado ya el camino. Sin rechazar el
culto del templo, con sus fiestas y
sacrificios, insistieron en su relación con la praxis. Hacen una crítica acerada de la seguridad basada en que se tiene el templo. La
presencia de Dios celebrada en
el culto no proporciona la salvación sino la condenación, cuando
no va acompañada por el cumplimiento de los mandamientos de
Dios en la vida de cada día.
Si Israel se hubiese concentrado exclusivamente en la sacralidad del espacio, no habría podi-
do superar la destrucción del
Templo. Fue la sacralidad del
tiempo y una comprensión distinta del sacrificio lo que le permitió seguir viviendo en la presencia de Dios. El sacrificio cultual es substituido por la plegaria
(Tefila), que se reza en la sinagoga
a la hora del sacrificio en el templo. La comunidad sinagogal queda constituida por diez hombres,
encargados del servicio divino,
sin sacerdote. El concepto de sinagoga no entraña, pues, directamente, un espacio, sino la reunión de la comunidad.
LA REUNIÓN SANTIFICADA
El empalme con el cristianismo se adivina fácilmente. Ser
cristiano resulta casi sinónimo de
reunirse. Se puede ser hegueliano sin participar en ningún congreso sobre Hegel. En cambio, de
los cristianos sí se dice en el NT
que se reunían (Hch 2,42). La comunidad es designada como
ekklesía, que tiene un doble significado: activamente, reunirse; y,
pasivamente, estar reunido. En el
griego profano así se expresa la
reunión del pueblo. Como aparece en el texto griego de Mt 18,20,
el reunirse -que es ser Iglesia- se
expresa justamente con synageín
(de ahí syn-agogé: reunión). Pero
en este texto ya no se habla de
diez hombres, como en la sinagoga. Basta que dos o tres personas
-sean hombres o mujeres- se reúnan en nombre de Jesús para
que quede constituida la comunidad litúrgica.
Iglesia procede del griego
ekklesía. A este término se le aña-
de kyriaké (de kyrios: señor). El
conjunto -ekklesía kyriaké- significa Iglesia del Señor: una comunidad que vive ciertamente en este
mundo, pero no es de este mundo. Así como la sinagoga no es
propiamente un lugar sagrado,
sino que en ella Dios se manifiesta en la predicación de la Torah,
tampoco el lugar donde se reúne
la Iglesia es un espacio segregado
que posea una cualidad sagrada
diferente de la que le proporciona la celebración litúrgica.
La presencia de Dios no radica, pues, en el espacio, sino en la
comunidad de los fieles. Éstos
son los santificados por Dios. El
edificio es símbolo de la Iglesia
que peregrina en la tierra e imagen de la Iglesia que está en el
cielo. La Iglesia es, ante todo, el
pueblo santo, el templo edificado
de piedras vivas, donde se invoca
al Padre en espíritu y verdad.
Sólo en sentido figurado se denomina iglesia el lugar donde se
Espacios sagrados
147
reúne la comunidad cristiana.
En los documentos litúrgicos
postconciliares no hay nada que
sugiera la posibilidad de crear un
espacio sagrado según determinados criterios. Lo decisivo es su
idoneidad para las celebraciones
litúrgicas del acontecimiento
pascual. En esta línea, debería ser
un espacio apto para la iniciación
mistagógica, que permitiese a la
comunidad experimentar la fe
celebrada en la liturgia.
De ahí se deduce que tampoco la consagración de un templo
católico hace que un espacio determinado sea sagrado. La consagración es una celebración en la
que, con la plegaria y la acción
simbólica, se proclama que el espacio en cuestión está previsto
para un uso determinado que se
describe diciendo: «Hoy bendecimos esta casa de oración que remite al misterio de la Iglesia que
Cristo ha santificado. Ella es, Señor, tu tienda entre los seres humanos, el templo santo edificado
con piedras vivas sobre el fundamento de los apóstoles y cuya
piedra angular es Jesucristo».
En esta consagración no hay
nada que suene a magia. Lo sagrado radica en la comunidad y en lo
que ella hace. La consagración es
la dedicación del altar y del recinto a su finalidad. Sin las celebraciones subsiguientes este acto
carecería de sentido. La acción
sagrada es lo único que cuenta.
Sólo por su relación con tales acciones pueden recibir el apelativo de «sagrados» los lugares, los
tiempos y los paramentos. En
sentido cristiano, «sacralidad» es
una categoría personal relacionada con la acción litúrgica. Y desde
el Vaticano II se considera que
esa acción la realizan todos los
fieles reunidos.
RELACIÓN ENTRE LOS CONCEPTOS DE COMUNIDAD,
SERVICIO LITÚRGICO Y ESPACIO
Con esto, la Iglesia católica
empalma con los orígenes del
cristianismo. Mientras originariamente dominaba el motivo de la
reunión, durante los siglos de la
vinculación entre la Iglesia y el
Imperio romano, liturgia y espacio litúrgico venían a representar
el cosmos jerárquicamente ordenado de la Iglesia imperial. No
hay que perder de vista cómo la
comunidad litúrgica se fue yendo
a pique por obra y gracia del régimen feudal que implicó la separación entre clero y pueblo y un
concepto individualista de la salvación.
148
Klemens Richter
A finales del siglo IV, proponía
San Agustín estructurar las iglesias según el modelo del templo
salomónico, separando el espacio
de los fieles del Santo de los Santos. En el medioevo esta división
se aplicará a la misma acción santificadora: el espacio del altar se
dedica al clero y a la vida contemplativa, la nave de la iglesia al
pueblo y a la vida activa. Si el sacerdote era el único capaz de
realizar la acción litúrgica, se imponía una división en un recinto
sagrado reservado para el clero y
un espacio para el pueblo.
La idea que muchas comuni-
dades aún hoy se forman de la
iglesia deja traslucir la del espacio,
propia del siglo XIX. El recinto se
orienta hacia el altar con el Santísimo, como punto focal. Los fieles
rezan de rodillas. El sacerdote oficiaba de espaldas al pueblo. Toda
la liturgia tenía una enfoque cultual, como acto de veneración y
adoración «de abajo a arriba». Se
había perdido la noción de que
Dios es el primero en actuar y de
que la liturgia no es, ante todo, el
servicio de los hombres a Dios,
sino el servicio de Dios a los
hombres. El que sólo haya vivido
los acontecimientos litúrgicos en
una iglesia cuya arquitectura responde a la concepción del siglo
pasado no puede tener ni idea del
modelo comunicativo que exige
la reforma litúrgica.
El cambio conciliar afecta, en
primer lugar, a un nuevo concepto de iglesia, que sitúa la comunidad -la comunión- en el centro.Al
recuperar la comunidad su categoría de sujeto portador de la acción litúrgica, este cambio de
perspectiva comporta unas consecuencias ineludibles en la concepción del espacio litúrgico. Si la
comunidad es el sujeto de la liturgia, se requiere un modelo de
comunicación diferente del que
establecía la estructura escenario-platea de las iglesias preconciliares. Ahora se tiende más bien
al modelo del anillo abierto: la
comunidad se sitúa alrededor del
altar.
El momento inicial de la presencia de Cristo es la comunidad
reunida en oración alrededor de
la mesa de la Palabra y de la Eucaristía, donde se realiza el misterio
de su presencia. Este hecho es
expresado simbólicamente con
la celebración de cara al pueblo:
el misterio acontece en el centro
de la reunión.
Esta concepción nueva requiere un nuevo concepto de espacio. La liturgia es una acción
comunicativa en la que se trata
no sólo de la relación con Dios,
sino también de la relación mutua entre los seres humanos. Este
entramado de relaciones viene
determinado, en gran parte, por
la arquitectura. Un cambio de relaciones personales en contra de
las estructuras arquitectónicas
resulta poco menos que imposible. Aun usando los mismos textos, la Eucaristía tendrá resonancias muy diversas, según sea el espacio en el que se celebre. Aun
precindiendo del acontecimiento
objetivo, los participantes viven
una experiencia totalmente distinta según tomen parte en una
liturgia alrededor de una mesa o,
como quien dice, en una especie
de autobús en el que todos miran
en una dirección, sin casi ver lo
que hace el conductor ni poderse dirigir a él.
La disposición del espacio litúrgico ejerce una importancia
decisiva en la formación de la fe.
Puede dirigir al centro de la celebración, puede extraviar e incluso
puede cerrar la entrada. En el
mejor de los casos, el espacio, las
imágenes y el resto de los objetos de la iglesia se limitarán a subrayar de forma eficaz lo que está
aconteciendo en la liturgia. Es posible que «la verdadera razón por
la que la reforma litúrgica no se
ha acabado de implantar -ni muEspacios sagrados
149
cho menos- respecto a los edificios haya que buscarla en el menosprecio de las estructuras de
comunicación, lo cual conduce a
que, en gran medida, se siga celebrando contra el espacio. En vez
del encuentro deseado, se impone una orientación frontal. Con
ello se esfuma el sentimiento de
convivencia en una contraposición casi insoportable, que puede
llegar a neutralizar el mismo
acontecimiento» (A. Gerhards).
La relación entre espacio y
acción es recíproca. Así como la
acción litúrgica determina el espacio y su valor, también los factores ambientales influyen en la
realización del ritual. Si las medidas arquitectónicas son parte integral de toda comunicación, también lo son de la liturgia. La dimensión arquitectónica del espacio es
parte integrante del ritual.
LA LITURGIA, DUEÑA Y SEÑORA
La disposición concreta del
espacio depende de cómo, en
cada época, se ha entendido la liturgia. Por consiguiente, tampoco
puede prescindir la disposición
actual del espacio ni de la teología del pueblo de Dios y de la liturgia ni de las exigencias pastorales y de los conocimientos de
las ciencias humanas. El espacio
litúrgico ha de responder tanto al
encargo apostólico como a las
exigencias de nuestro tiempo.
Hay que partir del principio fundamental del Vaticano II: «En la
construcción de iglesias hay que
atender cuidadosamente a que
se acomoden a las celebraciones
litúrgicas y a la participación activa de los fieles» (SC 124).
El principio es claro: ¡la liturgia es la auténtica dueña y señora! Del artículo 257 de la introducción al Misal se deduce: a) que
el espacio, dispuesto de acuerdo
con la distribución jerárquica de
la comunidad, ha de poner de relieve la unidad del pueblo de
Dios; b) dicho espacio hay que
estructurarlo en función del desarrollo de las celebraciones li150
Klemens Richter
túrgicas.
Toda celebración sitúa frente
a frente a los que la dirigen y a la
comunidad. Pero esto, que responde a una relación mutua determinada por el Espíritu, no
puede oscurecer la unidad fundamental de la comunidad. Al lenguaje de la liturgia le ha de corresponder el lenguaje de la arquitectura y del arte. Para satisfacer esta exigencia, hay que tener
en cuenta todos los elementos
de una obra arquitectónica: forma, vertebración y estructura del
espacio, material, construcción,
iluminación, decoración, acústica.
El espacio ha de estar en consonancia con nuestra concepción
de lo que significa ser cristiano. El
espíritu de servicio, la fraternidad, la pobreza y la disposición al
diálogo no se ajustan ni al modelo del «castillo divino» ni al diseño de las construcciones civiles.
Estos modelos resultan sumamente sospechosos. Como resulta también problemática la
iglesia construida en forma de
barco o de tienda. Cierto que
edificio y espacio pueden expre-
sar algo peculiar sobre el ser de
la comunidad, como la imagen de
la tienda de campaña evoca el
pueblo en camino y también al
Dios encarnado que «plantó su
tienda entre nosotros» (Jn 1,14).
Pero, para la función espacial y las
celebraciones litúrgicas, ha resultado más bien contraproducente
el que símbolos secundarios o incluso desviados diesen la pauta.
Hoy consideramos el espacio
litúrgico, ante todo, como ámbito
destinado a una acción, con una
mesa en medio de la reunión de
la comunidad. La mesa es signo
del espíritu fraternal que anima a
los que están alrededor de ella,
en contraposición con los altares
de otros cultos. Esa mesa recuerda que el único mediador entre
Dios y el ser humano -Jesucristoestá sentado fraternalmente entre los suyos. Desde esta concepción de la fe y de la liturgia, parece que se nos abren posibilidades
que el ritual no contempla de antemano.
TAREA DE LOS ARQUITECTOS
Si uno quiere designar como
espacios sagrados a los que responden a esta manera de entender la fe y la liturgia, que lo haga.
Desde hace un par de siglos, la
sacralidad se concibe como una
categoría estética. La concepción
de que la sacralidad tiene que ver
con valores emocionales se remonta a los románticos. Estos valores se los aseguraba uno en el
siglo XIX adoptando estilos históricos que provocaban emociones y sentimientos. Aun hoy día
se intenta introducir esos valores
emocionales que van ligados a
recuerdos específicos. Entretanto, incluso en el ámbito profano,
se han copiado conscientemente
tipos, imágenes y emociones para
obtener determinados efectos
psicológicos. Me parece que hoy
es tarea de la teología identificar
y someter a crítica tales elementos pseudosacrales. Queda excluida sin más la ingenua utilización de motivos empleados en
contextos extrarreligiosos. En la
construcción de iglesias ha de
quedar claro que la sacralidad no
es en sí misma una categoría espacial. La atmósfera ambiental
puede proporcionar únicamente
una ayuda para lo que ya es sagrado por la acción de la fe que
se realiza.
Esto no significa que la arquitectura sacra tenga que limitarse
a reproducir modelos del pasado
o se quede con los brazos cruzados. Pero no conviene que la iglesia se convierta en una aula multiuso. En realidad, la Iglesia se ha
acomodado hoy al gusto de la
mayoría. No tiene, pues, nada de
extraño que en los espacios públicos eclesiásticos domine el
sentimiento y la comodidad. La
arquitectura resulta así imagen
de la vida que se lleva y no de una
vida llena de sentido, exigente y
contagiosa.
Ya en 1970 el filósofo Josef
Pieper manifestó con agudeza:
«Lo que hace que una iglesia sea
iglesia no lo decide el arquitecto». Éste ha de preguntar qué es
lo que hace que una iglesia sea tal
Espacios sagrados
151
iglesia. Ciertamente, si la Iglesia
no deja suficientemente claro
qué es y qué significa hoy la liturgia es inútil que el arquitecto se
ponga manos a la obra. Y si la acción litúrgica no es experimentada consciente y existencialmente
por los participantes, el espacio y
el acontecimiento se convierten
en tramoya y espectáculo superficial y engañoso.
La tarea del arquitecto consiste en crear espacios que posibiliten la acción sagrada. Se trata
también de facilitar, en ámbitos
agradables a las personas, la sensación de alteridad, de ser diferente. En un mundo de «simulación de lo sagrado», en el que
menudean los sucedáneos de la
arquitectura sacra y en el que se
profesa un auténtico culto a la
estética, importa crear espacios
convincentes de recogimiento, lejos del mundanal ruido. Desarrollar espacios que posibiliten el encuentro con el totalmente otro,
sin hablar por hablar, como si lo
trascendente estuviese al alcance
de la mano: ésta es la tarea de
construir iglesias en la actualidad.
Si esto se logra, si los espacios liberan y dan alas al espíritu y hacen vislumbrar la presencia del
totalmente otro y facilitan la plegaria y la liturgia, entonces la arquitectura habrá realizado una
aportación que va mucho más
allá de la mera funcionalidad y
conseguirá una dignidad que no
podrá ser profanada más adelante.
Todo espacio posee un carácter y un mensaje que no puede
modificarse a voluntad. La liturgia
tiene su mensaje y sus objetivos.
A fin de cuentas, cada miembro
de la comunidad y la comunidad
en su conjunto tiene derecho a
sentirse en la iglesia como en su
casa. El trabajo del arquitecto
que da forma al espacio litúrgico
se mueve entre estos dos polos.
Si hay diferencias legítimas entre
las comunidades también las habrá entre los espacios litúrgicos.
Por esto no habrá dos soluciones
iguales. Pero sería imperdonable
que hoy el individualismo y la
moda anulasen lo que el movimiento litúrgico experimentó
como liberación: forjar la espiritualidad personal a partir de su
orientación hacia los objetivos
de la liturgia.
La tarea del arquitecto no
consiste, por consiguiente, en
crear un espacio sagrado, sino un
espacio en el que se pueda realizar el misterio mediante la acción de la comunidad santificada
por Dios. Romano Guardini, uno
de los grandes renovadores de la
liturgia en nuestro siglo, lo formuló así: «¿Cómo puede ser santo un lugar? No por sí mismo.
Nada creado es capaz, por sí mismo, de darle a la santidad de Dios
una mansión. Un lugar sólo se
convierte en sagrado cuando
Dios lo santifica. Esto acontece
cuando Dios viene a ese lugar. En
sentido estricto, el espacio se
convierte en sagrado por la celebración del memorial del Señor.
En la celebración de la Eucaristía
viene él mismo y se hace presente de una manera que sólo se da
aquí»
Tradujo y condensó: MÀRIUS SALA
152
Klemens Richter
Descargar