KLEMENS RICHTER ESPACIOS SAGRADOS Crítica desde una perspectiva teológica A lo largo de su historia la cristiandad ha levantado catedrales, templos, santuarios. Desde el estilo basilical de la Roma imperial hasta el moderno, pasando por el románico, el gótico y el barroco -para nombrar sólo los más característicos- los cristianos han edificado iglesias de todo tipo para el culto cristiano. Pero ¿cómo concibe el cristianismo lo sagrado? ¿existe algo que diferencie específicamente el templo cristiano de otros edificios sagrados? ¿qué trascendencia tiene esa diferencia específica -si existe- a la hora de expresar arquitectónicamente lo que la fe cristiana proclama sobre la sacralidad y en particular sobre los espacios sagrados? Para el autor del presente artículo, no importa sólo plantearse esas preguntas. Hay que aplicar rigurosamente las respuestas apropiadas a la arquitectura cristiana de nuestro tiempo, teniendo muy presente lo que ha aportado a este respecto el Vaticano II y lo que ha significado la reforma litúrgica para la reinterpretación del espacio sagrado y de la arquitectura sacra. Heilige Räume. Eine Kritik aus theologischer Perspective, Liturgisches Jahrbuch 48 (1998) 249-264 EL CRISTIANISMO NO RECONOCE NINGÚN ESPACIO COMO SAGRADO EN SÍ MISMO Al construir, el hombre transforma el mundo natural en cultura. Con sus construcciones expresa el ser humano su concepción del mundo, su experiencia de la realidad, su actitud respecto a las estructuras sociales, su percepción de los valores culturales y su fe. «La arquitectura es la actividad cultural de más marcado carácter re-creador: la acción primordial de la creación del mundo se realiza en la acción de construir, que, en definitiva, pretende transformar el caos en cosmos, actualizando en miniatura el acto creador» (H.B. Meyer). Así, cabe suponer que la actitud fundamental del constructor viene determinada por la esperanza en un futuro que supera los límites de este mundo. Significa dar sentido y, por tanto, es auténticamente religiosa. En realidad, la religiosidad se manifiesta claramente allí donde el ser humano aporta sus aptitudes para construir un santuario en el que intenta superarse a sí mismo con su obra, entrar en contacto con Dios y prepararle un lugar. (H. B. Meyer). Desde siempre, el hombre religioso segrega del mundo profano zonas dotadas de realidad numinosa, fijando así tiempos y lugares sagrados, en los que la realidad divina se manifiesta median143 te objetos o acontecimientos extraordinarios. Incluso en nuestro tiempo tan profano, la vivienda conserva restos de esa concepción arcaica. No nos atrevemos a violar la intimidad del hogar, sin ser invitados a entrar. También para el hombre moderno existen espacios para distintas actividades: para trabajar y para descansar, para los días normales y para las fiestas, para actividades profanas y para las religiosas. El creyente se encuentra con un mundo -una naturaleza- donde encontrarse con Dios, en el que se experimentan con especial intensidad el misterio divino. Así, las montañas, los bosques, las fuentes y toda una serie de fenómenos naturales pueden convertirse en santuarios naturales: parece que en ellos se transparente la intervención del numen creador-ordenador. (H.B. Meyer). Si el ser humano emprende la construcción de lugares sagrados es porque busca un espacio donde pueda encontrarse con Dios. Tal espacio es el centro absoluto del mundo. Da lo mismo dónde esté y si existen otros espacios semejantes. Cualquier lugar de culto constituye el eje de todo el cosmos, porque en él se realiza el encuentro con el Señor del universo. Tanto el santuario natural como el edificio cultual, como lugares de encuentro con Dios, simbolizan toda la creación. En la antigüedad, el templo contenía una celda interior con la imagen de la divinidad o -en Jerusalén- con el Santo de los Santos, donde sólo podían entrar los sacerdotes -mediadores entre Dios 144 Klemens Richter y los hombres- mientras la comunidad se mantenía fuera, esperando la gracia implorada por ellos: el santuario era la casa de Dios. ¿Sucede lo mismo en el cristianismo? Recordemos, ante todo, que mucho antes de que se construyesen iglesias existía ya la Iglesia. Así que, para el cristianismo, los edificios eclesiásticos, no son indispensables. Como pueblo de Dios que es, la Iglesia pudo escuchar la palabra de Dios, orar y asistir a las celebraciones del misterio de Cristo durante unos dos siglos sin auténticos lugares de culto (A. Adam). Ya el NT deja bien claro que Dios no habita en templos levantados por la mano del hombre (véase Hch 17, 24). Dios vive en su comunidad, bien trabada como edificio vivo, construido sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas, con Jesucristo como piedra angular (Ef 2,20). La comunidad cristiana es, pues, el auténtico templo de Dios (véase 1Co 3, 16-17).Y en 1P 2,5 leemos: «Vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción de un templo espiritual y formáis un sacerdocio santo, que ofrece sacrificios espirituales, aceptables a Dios por medio de Jesucristo». Respecto a los espacios «sagrados», los cristianos se distinguen, a ciencia y conciencia, de otras concepciones religiosas: una iglesia cristiana no es únicamente una casa de Dios. La ubicación espacial entraña peligros. ¡Qué fácilmente se hace uno a la idea de que en el templo puede disponer de Dios mediante unos ritos concretos! La actitud de los fieles será muy distinta si el templo se concibe así o cuando la iglesia se entiende primordialmente como casa de la comunidad, en la que Dios se hace presente mediante la acción litúrgica y la diaconía. La crítica de los profetas al templo y al culto recuerda que lo que Dios quiere es amor, no sacrificios (Os 6,6). La iglesia no se ha de concebir como un lugar acotado para el culto, símbolo de un mundo religioso distinto del mundo profano de la vida de cada día. Para el concepto bíblico de santidad, un espacio o un lugar no tiene por sí mismo significado sagrado alguno. Lo que sí es sagrado es la orientación hacia Dios. Se trata siempre de una opción personal. El cristianismo no admite, pues, ningún lugar que sea por sí mismo sagrado. LA SACRALIDAD COMO CATEGORÍA DE LA PERSONA Y DE LA ACCIÓN Hoy muchos dan por supuesto que el espacio litúrgico ha de ser un espacio sagrado.Y se razona diciendo que el mundo moderno experimenta una necesidad de sacralidad que, en realidad, sería más propia de museos que de iglesias. De hecho, el neologismo, proveniente del latín, sacral designa, de una forma poco precisa, todo aquello que tiene que ver con lo sagrado. En cambio, profano es lo que está situado ante la esfera de lo sagrado (pro: delante de; fanum: recinto sagrado). Las «Directrices para la construcción y ornamentación de las iglesias» emanadas de la Comisión litúrgica alemana (1988) describen así la sacralidad: «Un buen interior de iglesia es un "espacio sagrado", o sea, un espacio capaz de invitar al ser humano a un profundo respeto en su relación con el entorno y de hacerle experimentar la trascendencia. Dicho espacio ayuda a reunirse para adorar a aquél que está presente en la comunidad congrega- da, en la proclamación de la Palabra y en los sacramentos». Aquí queda claro que santidad/sacralidad consiste en la orientación positiva hacia Dios. Es ante todo una categoría personal. Sólo en un segundo momento puede aplicarse a cosas. Un lugar o un espacio no posee, en sí mismo, ningún sentido sagrado. A partir de la palabra de Jesús «Llega la hora en que no en este monte (Garizim) ni en Jerusalén se dará culto al Padre (...); pero llega la hora -ya ha llegado- en que los que dan culto auténtico darán culto al Padre en espíritu y verdad» (Jn 4, 21-23), la sacralidad se extiende a todas partes donde el mensaje de Cristo llega al corazón y a la vida de cada uno y de la comunidad. Dondequiera que habite el espíritu de Cristo por la fe en él, simplemente porque se busca de corazón el rostro de Dios, allí hay un santuario. Este reconocimiento de los primeros cristianos de que el cristianismo no acepta lugares en sí mismos sagrados no siempre Espacios sagrados 145 se ha mantenido. Su modelo no es el templo de Jerusalén, sino la sinagoga. La sinagoga «ya no es la casa de Dios, sino la casa de la comunidad, el lugar donde los fieles se reúnen para participar en común en el servicio religioso, no realizado por el sacrificio ofrecido por el sacerdote, sino como servicio laico, con lecturas, instrucción y plegaria. La sinagoga no es un santuario central, sino un lugar de reunión de la comunidad local. La presencia de Dios no reside en el lugar, sino en la fraternidad de los creyentes» (Meyer). Conducida por el espíritu de Cristo, para acercarse a Dios, la comunidad no necesita ningún lugar separado del ámbito del mundo. Lo que la concentra no es el lugar santo, sino un acontecimiento al que está vinculada y que se realiza en medio de la comunidad mediante la celebración litúrgica. Como familia de Dios, se encuentra en su propia casa. Y es en medio de ella donde acontece lo sagrado. Lo que acontece en la liturgia cristiana, acontece por medio de Jesucristo -el mediador entre Dios y la humanidad- y acontece en un encuentro personal. Él no está delante de la comunidad, sino en medio de ella.Y todo esto no depende ni de la santidad del lugar ni de las acciones litúrgicas establecidas. Por esto el NT evita las expresiones cultuales y se limita a constatar sobriamente que la comunidad se mantenía constante «en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la solidaridad, en la fracción del pan y 146 Klemens Richter en las plegarias» (Hch 2,42). Por tanto, no son ni los edificios, ni el espacio, ni las imágenes los que santifican, sino sólo el Cristo viviente en su acción personal. «Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). Así pues, un lugar o un espacio no tiene, por sí mismo, ninguna significación sagrada. La sacralidad consiste en la ordenación de la comunidad a Dios y, consiguientemente, constituye una manifestación personal. El espacio litúrgico sólo debe proporcionar un espacio al acontecimiento sagrado. Desde el punto de vista cristiano el hecho de que, en un espacio determinado, se realice una acción «sagrada» no entraña una segregación del mundo «profano», ya que la liturgia, entendida correctamente, incluye el mundo y la correspondiente responsabilidad social respecto al prójimo. El liturgista judío Jakob J. Petuchowsky, a la pregunta sobre un lugar sagrado en el judaísmo, responde: «Teológicamente, cabe distinguir dos clases de sacralidad: la del espacio y la del tiempo. La primera lleva a los lugares sagrados (...). La segunda es una sacralidad con la que se le da al tiempo un carácter sagrado, celebrando sábados, fiestas, años sabáticos y jubileos. De alguna manera, el judaísmo reconoce la sacralidad del espacio. Pero el peso de la sacralidad carga sobre el tiempo». Al menos a partir de la destrucción del templo de Jerusalén el año 70. Los profetas habían preparado ya el camino. Sin rechazar el culto del templo, con sus fiestas y sacrificios, insistieron en su relación con la praxis. Hacen una crítica acerada de la seguridad basada en que se tiene el templo. La presencia de Dios celebrada en el culto no proporciona la salvación sino la condenación, cuando no va acompañada por el cumplimiento de los mandamientos de Dios en la vida de cada día. Si Israel se hubiese concentrado exclusivamente en la sacralidad del espacio, no habría podi- do superar la destrucción del Templo. Fue la sacralidad del tiempo y una comprensión distinta del sacrificio lo que le permitió seguir viviendo en la presencia de Dios. El sacrificio cultual es substituido por la plegaria (Tefila), que se reza en la sinagoga a la hora del sacrificio en el templo. La comunidad sinagogal queda constituida por diez hombres, encargados del servicio divino, sin sacerdote. El concepto de sinagoga no entraña, pues, directamente, un espacio, sino la reunión de la comunidad. LA REUNIÓN SANTIFICADA El empalme con el cristianismo se adivina fácilmente. Ser cristiano resulta casi sinónimo de reunirse. Se puede ser hegueliano sin participar en ningún congreso sobre Hegel. En cambio, de los cristianos sí se dice en el NT que se reunían (Hch 2,42). La comunidad es designada como ekklesía, que tiene un doble significado: activamente, reunirse; y, pasivamente, estar reunido. En el griego profano así se expresa la reunión del pueblo. Como aparece en el texto griego de Mt 18,20, el reunirse -que es ser Iglesia- se expresa justamente con synageín (de ahí syn-agogé: reunión). Pero en este texto ya no se habla de diez hombres, como en la sinagoga. Basta que dos o tres personas -sean hombres o mujeres- se reúnan en nombre de Jesús para que quede constituida la comunidad litúrgica. Iglesia procede del griego ekklesía. A este término se le aña- de kyriaké (de kyrios: señor). El conjunto -ekklesía kyriaké- significa Iglesia del Señor: una comunidad que vive ciertamente en este mundo, pero no es de este mundo. Así como la sinagoga no es propiamente un lugar sagrado, sino que en ella Dios se manifiesta en la predicación de la Torah, tampoco el lugar donde se reúne la Iglesia es un espacio segregado que posea una cualidad sagrada diferente de la que le proporciona la celebración litúrgica. La presencia de Dios no radica, pues, en el espacio, sino en la comunidad de los fieles. Éstos son los santificados por Dios. El edificio es símbolo de la Iglesia que peregrina en la tierra e imagen de la Iglesia que está en el cielo. La Iglesia es, ante todo, el pueblo santo, el templo edificado de piedras vivas, donde se invoca al Padre en espíritu y verdad. Sólo en sentido figurado se denomina iglesia el lugar donde se Espacios sagrados 147 reúne la comunidad cristiana. En los documentos litúrgicos postconciliares no hay nada que sugiera la posibilidad de crear un espacio sagrado según determinados criterios. Lo decisivo es su idoneidad para las celebraciones litúrgicas del acontecimiento pascual. En esta línea, debería ser un espacio apto para la iniciación mistagógica, que permitiese a la comunidad experimentar la fe celebrada en la liturgia. De ahí se deduce que tampoco la consagración de un templo católico hace que un espacio determinado sea sagrado. La consagración es una celebración en la que, con la plegaria y la acción simbólica, se proclama que el espacio en cuestión está previsto para un uso determinado que se describe diciendo: «Hoy bendecimos esta casa de oración que remite al misterio de la Iglesia que Cristo ha santificado. Ella es, Señor, tu tienda entre los seres humanos, el templo santo edificado con piedras vivas sobre el fundamento de los apóstoles y cuya piedra angular es Jesucristo». En esta consagración no hay nada que suene a magia. Lo sagrado radica en la comunidad y en lo que ella hace. La consagración es la dedicación del altar y del recinto a su finalidad. Sin las celebraciones subsiguientes este acto carecería de sentido. La acción sagrada es lo único que cuenta. Sólo por su relación con tales acciones pueden recibir el apelativo de «sagrados» los lugares, los tiempos y los paramentos. En sentido cristiano, «sacralidad» es una categoría personal relacionada con la acción litúrgica. Y desde el Vaticano II se considera que esa acción la realizan todos los fieles reunidos. RELACIÓN ENTRE LOS CONCEPTOS DE COMUNIDAD, SERVICIO LITÚRGICO Y ESPACIO Con esto, la Iglesia católica empalma con los orígenes del cristianismo. Mientras originariamente dominaba el motivo de la reunión, durante los siglos de la vinculación entre la Iglesia y el Imperio romano, liturgia y espacio litúrgico venían a representar el cosmos jerárquicamente ordenado de la Iglesia imperial. No hay que perder de vista cómo la comunidad litúrgica se fue yendo a pique por obra y gracia del régimen feudal que implicó la separación entre clero y pueblo y un concepto individualista de la salvación. 148 Klemens Richter A finales del siglo IV, proponía San Agustín estructurar las iglesias según el modelo del templo salomónico, separando el espacio de los fieles del Santo de los Santos. En el medioevo esta división se aplicará a la misma acción santificadora: el espacio del altar se dedica al clero y a la vida contemplativa, la nave de la iglesia al pueblo y a la vida activa. Si el sacerdote era el único capaz de realizar la acción litúrgica, se imponía una división en un recinto sagrado reservado para el clero y un espacio para el pueblo. La idea que muchas comuni- dades aún hoy se forman de la iglesia deja traslucir la del espacio, propia del siglo XIX. El recinto se orienta hacia el altar con el Santísimo, como punto focal. Los fieles rezan de rodillas. El sacerdote oficiaba de espaldas al pueblo. Toda la liturgia tenía una enfoque cultual, como acto de veneración y adoración «de abajo a arriba». Se había perdido la noción de que Dios es el primero en actuar y de que la liturgia no es, ante todo, el servicio de los hombres a Dios, sino el servicio de Dios a los hombres. El que sólo haya vivido los acontecimientos litúrgicos en una iglesia cuya arquitectura responde a la concepción del siglo pasado no puede tener ni idea del modelo comunicativo que exige la reforma litúrgica. El cambio conciliar afecta, en primer lugar, a un nuevo concepto de iglesia, que sitúa la comunidad -la comunión- en el centro.Al recuperar la comunidad su categoría de sujeto portador de la acción litúrgica, este cambio de perspectiva comporta unas consecuencias ineludibles en la concepción del espacio litúrgico. Si la comunidad es el sujeto de la liturgia, se requiere un modelo de comunicación diferente del que establecía la estructura escenario-platea de las iglesias preconciliares. Ahora se tiende más bien al modelo del anillo abierto: la comunidad se sitúa alrededor del altar. El momento inicial de la presencia de Cristo es la comunidad reunida en oración alrededor de la mesa de la Palabra y de la Eucaristía, donde se realiza el misterio de su presencia. Este hecho es expresado simbólicamente con la celebración de cara al pueblo: el misterio acontece en el centro de la reunión. Esta concepción nueva requiere un nuevo concepto de espacio. La liturgia es una acción comunicativa en la que se trata no sólo de la relación con Dios, sino también de la relación mutua entre los seres humanos. Este entramado de relaciones viene determinado, en gran parte, por la arquitectura. Un cambio de relaciones personales en contra de las estructuras arquitectónicas resulta poco menos que imposible. Aun usando los mismos textos, la Eucaristía tendrá resonancias muy diversas, según sea el espacio en el que se celebre. Aun precindiendo del acontecimiento objetivo, los participantes viven una experiencia totalmente distinta según tomen parte en una liturgia alrededor de una mesa o, como quien dice, en una especie de autobús en el que todos miran en una dirección, sin casi ver lo que hace el conductor ni poderse dirigir a él. La disposición del espacio litúrgico ejerce una importancia decisiva en la formación de la fe. Puede dirigir al centro de la celebración, puede extraviar e incluso puede cerrar la entrada. En el mejor de los casos, el espacio, las imágenes y el resto de los objetos de la iglesia se limitarán a subrayar de forma eficaz lo que está aconteciendo en la liturgia. Es posible que «la verdadera razón por la que la reforma litúrgica no se ha acabado de implantar -ni muEspacios sagrados 149 cho menos- respecto a los edificios haya que buscarla en el menosprecio de las estructuras de comunicación, lo cual conduce a que, en gran medida, se siga celebrando contra el espacio. En vez del encuentro deseado, se impone una orientación frontal. Con ello se esfuma el sentimiento de convivencia en una contraposición casi insoportable, que puede llegar a neutralizar el mismo acontecimiento» (A. Gerhards). La relación entre espacio y acción es recíproca. Así como la acción litúrgica determina el espacio y su valor, también los factores ambientales influyen en la realización del ritual. Si las medidas arquitectónicas son parte integral de toda comunicación, también lo son de la liturgia. La dimensión arquitectónica del espacio es parte integrante del ritual. LA LITURGIA, DUEÑA Y SEÑORA La disposición concreta del espacio depende de cómo, en cada época, se ha entendido la liturgia. Por consiguiente, tampoco puede prescindir la disposición actual del espacio ni de la teología del pueblo de Dios y de la liturgia ni de las exigencias pastorales y de los conocimientos de las ciencias humanas. El espacio litúrgico ha de responder tanto al encargo apostólico como a las exigencias de nuestro tiempo. Hay que partir del principio fundamental del Vaticano II: «En la construcción de iglesias hay que atender cuidadosamente a que se acomoden a las celebraciones litúrgicas y a la participación activa de los fieles» (SC 124). El principio es claro: ¡la liturgia es la auténtica dueña y señora! Del artículo 257 de la introducción al Misal se deduce: a) que el espacio, dispuesto de acuerdo con la distribución jerárquica de la comunidad, ha de poner de relieve la unidad del pueblo de Dios; b) dicho espacio hay que estructurarlo en función del desarrollo de las celebraciones li150 Klemens Richter túrgicas. Toda celebración sitúa frente a frente a los que la dirigen y a la comunidad. Pero esto, que responde a una relación mutua determinada por el Espíritu, no puede oscurecer la unidad fundamental de la comunidad. Al lenguaje de la liturgia le ha de corresponder el lenguaje de la arquitectura y del arte. Para satisfacer esta exigencia, hay que tener en cuenta todos los elementos de una obra arquitectónica: forma, vertebración y estructura del espacio, material, construcción, iluminación, decoración, acústica. El espacio ha de estar en consonancia con nuestra concepción de lo que significa ser cristiano. El espíritu de servicio, la fraternidad, la pobreza y la disposición al diálogo no se ajustan ni al modelo del «castillo divino» ni al diseño de las construcciones civiles. Estos modelos resultan sumamente sospechosos. Como resulta también problemática la iglesia construida en forma de barco o de tienda. Cierto que edificio y espacio pueden expre- sar algo peculiar sobre el ser de la comunidad, como la imagen de la tienda de campaña evoca el pueblo en camino y también al Dios encarnado que «plantó su tienda entre nosotros» (Jn 1,14). Pero, para la función espacial y las celebraciones litúrgicas, ha resultado más bien contraproducente el que símbolos secundarios o incluso desviados diesen la pauta. Hoy consideramos el espacio litúrgico, ante todo, como ámbito destinado a una acción, con una mesa en medio de la reunión de la comunidad. La mesa es signo del espíritu fraternal que anima a los que están alrededor de ella, en contraposición con los altares de otros cultos. Esa mesa recuerda que el único mediador entre Dios y el ser humano -Jesucristoestá sentado fraternalmente entre los suyos. Desde esta concepción de la fe y de la liturgia, parece que se nos abren posibilidades que el ritual no contempla de antemano. TAREA DE LOS ARQUITECTOS Si uno quiere designar como espacios sagrados a los que responden a esta manera de entender la fe y la liturgia, que lo haga. Desde hace un par de siglos, la sacralidad se concibe como una categoría estética. La concepción de que la sacralidad tiene que ver con valores emocionales se remonta a los románticos. Estos valores se los aseguraba uno en el siglo XIX adoptando estilos históricos que provocaban emociones y sentimientos. Aun hoy día se intenta introducir esos valores emocionales que van ligados a recuerdos específicos. Entretanto, incluso en el ámbito profano, se han copiado conscientemente tipos, imágenes y emociones para obtener determinados efectos psicológicos. Me parece que hoy es tarea de la teología identificar y someter a crítica tales elementos pseudosacrales. Queda excluida sin más la ingenua utilización de motivos empleados en contextos extrarreligiosos. En la construcción de iglesias ha de quedar claro que la sacralidad no es en sí misma una categoría espacial. La atmósfera ambiental puede proporcionar únicamente una ayuda para lo que ya es sagrado por la acción de la fe que se realiza. Esto no significa que la arquitectura sacra tenga que limitarse a reproducir modelos del pasado o se quede con los brazos cruzados. Pero no conviene que la iglesia se convierta en una aula multiuso. En realidad, la Iglesia se ha acomodado hoy al gusto de la mayoría. No tiene, pues, nada de extraño que en los espacios públicos eclesiásticos domine el sentimiento y la comodidad. La arquitectura resulta así imagen de la vida que se lleva y no de una vida llena de sentido, exigente y contagiosa. Ya en 1970 el filósofo Josef Pieper manifestó con agudeza: «Lo que hace que una iglesia sea iglesia no lo decide el arquitecto». Éste ha de preguntar qué es lo que hace que una iglesia sea tal Espacios sagrados 151 iglesia. Ciertamente, si la Iglesia no deja suficientemente claro qué es y qué significa hoy la liturgia es inútil que el arquitecto se ponga manos a la obra. Y si la acción litúrgica no es experimentada consciente y existencialmente por los participantes, el espacio y el acontecimiento se convierten en tramoya y espectáculo superficial y engañoso. La tarea del arquitecto consiste en crear espacios que posibiliten la acción sagrada. Se trata también de facilitar, en ámbitos agradables a las personas, la sensación de alteridad, de ser diferente. En un mundo de «simulación de lo sagrado», en el que menudean los sucedáneos de la arquitectura sacra y en el que se profesa un auténtico culto a la estética, importa crear espacios convincentes de recogimiento, lejos del mundanal ruido. Desarrollar espacios que posibiliten el encuentro con el totalmente otro, sin hablar por hablar, como si lo trascendente estuviese al alcance de la mano: ésta es la tarea de construir iglesias en la actualidad. Si esto se logra, si los espacios liberan y dan alas al espíritu y hacen vislumbrar la presencia del totalmente otro y facilitan la plegaria y la liturgia, entonces la arquitectura habrá realizado una aportación que va mucho más allá de la mera funcionalidad y conseguirá una dignidad que no podrá ser profanada más adelante. Todo espacio posee un carácter y un mensaje que no puede modificarse a voluntad. La liturgia tiene su mensaje y sus objetivos. A fin de cuentas, cada miembro de la comunidad y la comunidad en su conjunto tiene derecho a sentirse en la iglesia como en su casa. El trabajo del arquitecto que da forma al espacio litúrgico se mueve entre estos dos polos. Si hay diferencias legítimas entre las comunidades también las habrá entre los espacios litúrgicos. Por esto no habrá dos soluciones iguales. Pero sería imperdonable que hoy el individualismo y la moda anulasen lo que el movimiento litúrgico experimentó como liberación: forjar la espiritualidad personal a partir de su orientación hacia los objetivos de la liturgia. La tarea del arquitecto no consiste, por consiguiente, en crear un espacio sagrado, sino un espacio en el que se pueda realizar el misterio mediante la acción de la comunidad santificada por Dios. Romano Guardini, uno de los grandes renovadores de la liturgia en nuestro siglo, lo formuló así: «¿Cómo puede ser santo un lugar? No por sí mismo. Nada creado es capaz, por sí mismo, de darle a la santidad de Dios una mansión. Un lugar sólo se convierte en sagrado cuando Dios lo santifica. Esto acontece cuando Dios viene a ese lugar. En sentido estricto, el espacio se convierte en sagrado por la celebración del memorial del Señor. En la celebración de la Eucaristía viene él mismo y se hace presente de una manera que sólo se da aquí» Tradujo y condensó: MÀRIUS SALA 152 Klemens Richter