REFORMA LITURGICA El Concilio Vaticano II, precisamente con su primer documento, puso en marcha la reforma de la celebración litúrgica: la Iglesia «desea favorecer con diligencia una reforma general («generalem instaurationem») de la misma liturgia para que el pueblo cristiano con mayor seguridad la abundancia de sus gracias» (SC 21). Ya antes, dentro de este mismo siglo, papas como san Pio X en torno al salterio, al calendario y el canto litúrgico, y Pio XII con su carta magna de la liturgia «Mediator Dei» y su reforma de la Semana Santa (años 1951-1955), habían dado pasos en esta reforma, siguiendo y apoyando el Movimiento Litúrgico. Pero ahora el Concilio la emprende más en profundidad. La finalidad se ve claramente que es la pastoral: que la comunidad cristiana pueda participar con mayor provecho en la celebración del misterio de Cristo. Y el motivo es que «la liturgia consta de una parte inmutable, por ser institución divina, y de partes sujetas a cambio que, en el curso de los tiempo, pueden o incluso deben variar, si acaso se hubieran introducido en ellas elementos que o no responden adecuadamente a la naturaleza intima de la misma liturgia o han llegado a ser menos apropiados» (SC 21). Y era evidente que este era el caso en la liturgia en bastantes aspectos. Todo el primer capítulo de la «Sacrosanctum Concilium», con el titulo de «principios generales para la reforma y fomento de la Sagrada Liturgia», SC 546, va dando consignas y criterios para realizar adecuadamente esta reforma liturgia en la Iglesia católica occidental: la centralidad de Cristo y su Misterio Pascual, la eclesiología de comunión, la primacía de la Palabra. Ya antes de acabar el concilio, Pablo VI constituyo el «Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia», bajo la guía del cardenal Lercano y del secretario Bubnini, pero sobre todo animado en todo momento muy de cerca por el mismo papa Pablo VI. En los años siguientes, hasta el 1969 bajo la guía del «Consilium», y desde esa fecha directamente por la Congregación del Culto Divino, ha sido ingente la obra que se ha realizado en el camino de esta reforma: Instrucciones, documentos orientativos, y sobre todo los nuevos Libros Litúrgicos que han ido apareciendo, totalmente revisados en relación a los anteriores, y fruto de un trabajo serio por parte de muchas comisiones de pastores y de expertos, con mayor abundancia de textos alternativos y estructuras más diáfanas. En el «Ecchiridion» de la documentación litúrgica posconciliar (organizado por A. Pardo), toda la primera sección, titulada «reforma litúrgica», ofrece los principales de estos documentos e instrucciones. Pero luego, en cada una de las secciones, después del documento conciliar correspondiente, aparecen siempre otros que dan fe de la intensa actividad de reforma que se ha dado en la Iglesia estos años posconciliares. Sin contar los varios congresos y reuniones de comisiones litúrgicas nacionales y eclesiales que marcan el ritmo de la preparación, aparición y aplicación de los nuevos libros litúrgicos. La revista «Notitiae», desde 1965, es testigo documentado del camino de esta reforma por parte de la Iglesia universal y de las diferentes Conferencias y sus respectivas comisiones. La recepción de esta reforma ha sido en general positiva, y con gran provecho para la Iglesia: la primacía de la Palabra, la perspectiva más teológica de toda la celebración, la participación más activa de la comunidad, la diversa imagen de los ministerios, la centralización más clara del año litúrgico en la Pascua y el domingo, las lenguas vivas, la aceptación del lenguaje… Pero ha habido también reacciones muy duras, mal justificadas, contra la reforma globalmente considerada, como las que se dirigieron ya desde principio contra la reforma de la misa, y que dieron lugar a que la edición del Misal Romano de 1970 fuera precedida de un Proemio de Pablo VI defendiendo la obra realizada. Ciertamente ha habido deficiencias, ante todo en la confección de los nuevos libros, necesariamente condicionada por la urgencia con que se preparaban, y que se van mejorando en ediciones sucesivas. Pero «la mayor parte de las dificultades encontradas en la actuación de la reforma de la liturgia provienen del hecho de que algunos sacerdotes y fieles no han tenido quizá un conocimiento suficiente de las razones teológicas y espirituales por las que se han hecho los cambios, según los principios establecidos por el Concilio» («Inaestimabile Donum» de 1980: E 1099), queda mucho por hacer es esta formación y también en la adaptación del lenguaje y en su inculturación. Y se están siguiendo estos esfuerzos en todos los niveles.