By El Asombrario & Co. 29/07/2013 eldiario.es Los mejores versos antiincendios VENTANA VERDE Blas de Otero y Lorca. Antonio Machado y Jorge Guillén y Juan Ramón Jiménez… Almas sensibles que aman los bosques. Un paseo estival por algunos de los más bellos poemas en lengua castellana dedicados a los árboles, en estos días en que los incendios forestales acorralan nuestros mejores paisajes. Para que no ocurran salvajadas como el incendio de Andratx (Mallorca) que ya lleva devoradas más de 2.000 hectáreas o el del municipio barcelonés de Vallirana que ha obligado a desalojar a 150 vecinos, por poner dos ejemplos. Porque ellos tampoco lo harían… RAFA RUIZ / Fotos: MANUEL CUÉLLAR En una época del año especialmente dramática para los bosques, con incendios forestales arrasando vida y biodiversidad, abrimos esta Ventana de madera, con marcos y contraventanas pintados de verde, a algunos de los poemas en lengua castellana que mejor han reflejado su aprecio y amor a los árboles. Si en julio rendimos homenaje -con gran aceptación, por cierto- a canciones inspiradas en las aves, recorramos ahora en el estío versos de troncos y copas. Seguramente lo primero que se nos venga a la cabeza al tratar este tema sean estos dos poemas: El ciprés de Silos, de Gerardo Diego: “Enhiesto surtidor de sombra y sueño / que acongojas el cielo con tu lanza. / Chorro que a las estrellas casi alcanza / devanando a sí mismo en loco empeño”. Y A un olmo seco, de Antonio Machado: “Al olmo viejo, hendido por el rayo / y en su mitad podrido, / con las lluvias de abril y el sol de mayo / algunas hojas verdes le han salido”. Los más espirituales añadirán sin duda aquello otro tan místico, y a la vez sensual, de San Juan de la Cruz, en su Cántico Espiritual: “¡O bosques y espesuras / plantadas por la mano del Amado! / ¡O prado de verduras, / de flores esmaltado! / Decid si por vosotros ha pasado”. Antes de seguir el viaje de la mano de Enrique Loriente Escallada, que realizó una excelente recolección de 73 poesías en el libro El Árbol en la poesía castellana (Ediciones Tantín), patrocinado por la Fundación + Árboles (www.masarboles.es), dos apuntes antiguos sobre las posturas tan absurdamente encontradas que los árboles han levantado en España, sin que muchos acaben de entender que estos seres resumen ética y estética, paisaje y clima, belleza y dignidad. Decía Jovellanos en el siglo XIX: “De árboles no hay que hablar, éste es un coco / que asusta al propietario y al labriego, / y a quien los planta le apellidan loco”. Pero seis siglos antes, Alfonso X había dejado por escrito, con cierta radicalidad: “Que no pongan fuego para quemar los montes, / e más que otra cosa las encinas. / E al que lo fallareis faciendo, / que lo echen dentro”. Alguien tan grande como Lope de Vega veía un paralelismo entre su vida, su ser, y los árboles en su Soneto 55: “Crecistes y crecí; vuestra belleza / fue mi edad verde, como ya a mis años / espejo vuestra rígida corteza”. Y la poesía social de Blas de Otero, uno de mis favoritos -”veo los ríos, me conmueven, / contemplo un árbol, quedo absorto”-, que abrió uno de sus poemas declarando “amo a Walt Whitman”, establecía links con los sentimientos del pueblo: “Árboles abolidos, / volveréis a brillar / al Sol. Olmos sonoros, altos / álamos, lentas encinas, / olivo / en paz, / árboles de una patria árida y triste, / entrad / a pie desnudo en el arroyo claro, / fuente serena de la libertad”. Patria árida y triste. Para pensar. La falta de amor hacia los árboles, como hacia los animales, dice mucho de espíritus bárbaros, incultos, que colocan su soberbia incluso por encima de su ignorancia. Volvamos a Antonio Machado, que quizá fue quien mejor expresó el error de las talas indiscriminadas, un adelantado a la concienciación sobre los riesgos de la desertificación, que deja la tierra descarnada y yerma, y obliga a la gente a emigrar; árboles y humanos han de ser compañeros. Este es un fragmento de Por tierras de España: “El hombre de estos campos que incendia los pinares / y su despojo aguarda como botín de guerra, / antaño hubo raído los negros encinares, / talado los robustos robledos de la sierra. / Hoy ve a sus pobre hijos huyendo de sus lares; / la tempestad llevarse los limos de la tierra / por los sagrados ríos hacia los anchos mares; / y en páramos malditos trabaja, sufre y yerra”. Qué tremendo, rugoso y esclarecedor eso de “trabaja, sufre y yerra”. Machado, por cierto, le cantó a las encinas, símbolo de Iberia, como nadie lo ha hecho: “¿Qué tienes tú, negra encina / campesina, / con tus ramas sin color / en el campo sin verdor; / con tu tronco ceniciento / sin esbeltez ni altiveza, / con tu vigor sin tormento, / y tu humildad que es firmeza?”. Jorge Guillén, uno de los grandes de la Generación del 27, supo expresar bien su admiración en Árboles con viento: “¡Árboles! Y más poder / les da el tiempo, que al pasar / atesora una vejez / por encima de los hombres, / tan humildes a sus pies”. Y en Abril de fresno: “Una a una las hojas, recortándose nuevas, / descubren a lo largo del abril de sus ramas / delicia en creación. ¡Oh, fresno, tú me elevas / hacia la suma realidad, tú la proclamas”. Se repite como una obsesión entre los poetas la idea de que debemos detenernos ante ellos y atenderlos, saber escucharlos. Juan Ramón Jiménez -que en Entretiempo afirmó: “¡Las cosas que ellos nos dicen!”- también cantó esa identificación de su alma con la del árbol en Cuesta arriba: “¡Inmenso almendro en flor, / blanca la copa en el silencio pleno de la Luna, / el tronco negro en la quietud total de la sombra; / cómo, subiendo por la roca agria a ti, me parece que hundes tu troncón / en las entrañas de mi carne, / que estrellas con mi alma todo el cielo!”. Terminamos con Federico García Lorca y nuevamente ese noble sentimiento de identificación, en Chopo muerto: “¡Chopo viejo! Has caído / en el espejo / del remanso dormido. / Yo te vi descender / en el atardecer / y escribo tu elegía / que es la mía”. En fin, feliz agosto con pocos incendios. Que escribamos escasas elegías de montes y bosques calcinados. Toquemos madera.