Tucumán Arde y las acciones del CADA

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Tucumán Arde y las acciones del CADA: arte
político en las vanguardias latinoamericanas
Tucumán Arde BOEUIF$"%"TBDUJPOT1PMJUJDBM
art in the Latin American avant-garde
B A B
Universidad de Chile
[email protected]
Resumen
Las relaciones entre el arte y su estructura institucional en Latinoamérica,
enfrentaron fuertes conflictos durante los gobiernos dictatoriales de las
décadas 60 y 70, circunstancias en las que se desarrollaron las vanguardias latinoamericanas. Este artículo explora experiencias artísticas que se
enmarcan en este contexto y que asumieron un rol político y social. Tales
experiencias habrían generado descalces respecto de los círculos de desarrollo
de la disciplina, enfocándose hacia los conflictos políticos y sociales de la
época, aportando una mirada crítica que salía al encuentro de la ciudadanía, marcando un precedente importante respecto de la transgresión de los
límites del campo artístico en el contexto local y la exploración de códigos y
lenguajes en el desarrollo de sus obras.
P : arte político, vanguardias latinoamericanas, institucionalidad del arte, dictadura, Chile, Argentina.
Abstract
The relationships between art and its institutional structure in Latin America faced great conflicts during the dictatorial rulings of the 60’s and 70’s,
circumstances in which the Latin American avant-garde was developed.
This article explores artistic experiences that played a political and social
role within this context. Such experiences allegedly generated mismatches
from the artistic development circles, focusing towards political and social
issues of the time, providing a critical view that went out to reach the
citizens, marking an important precedent regarding the transgression of
the artistic field’s limits in the social context and the exploration of codes
and languages in the development of their works.
K: Political art, Latin American avant-garde, art institutionalization, dictatorship, Chile, Argentina.
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Campo artístico y vanguardia latinoamericana
La esfera del conocimiento artístico y las estructuras institucionales que la
sustentan, han sido explicadas por Pierre Bourdieu bajo el concepto de “campo
artístico”, el cual se refiere a las estructuras internas de la disciplina que requieren
de “la construcción de principios específicos de percepción y de valoración del
mundo natural y social (y de las representaciones literarias y artísticas de ese
mundo)” (201, paréntesis en el original). Este campo incluye a todos los actores y
productos que se sustentan entre sí, mediante reglas instaladas desde las mismas
instituciones que componen el campo y al mismo tiempo lo necesitan para sustentarse. Su estructura posee códigos específicos de creación, circulación, lectura y
legitimación. Por lo tanto, se requiere del capital simbólico y cultural que permita
ser parte del circuito de lo que Bourdieu llama “el arte puro” y “la estética pura”
(expresiones usadas para referirse a las manifestaciones que se articulan dentro
de la dinámica del campo artístico y que cuentan con saberes específicos y verdades universales que van estableciendo las coordenadas del arte). A partir de esta
noción, el conocimiento artístico estaría restringido a un circuito de elite que
habría aprendido, mediante una educación especializada, los códigos necesarios
para poder diferenciarse del resto de las personas y ser capaces de apreciar lo que
teóricos y académicos le han otorgado valor artístico. Por lo tanto, la autonomía
se mantendrá en la medida de que la producción se concentre en las problemáticas que presenta el campo sobre sí mismo, la cual será consumida, distribuida
y valorizada dentro de las instituciones que a su vez pertenecen a este circuito.
En este contexto se desarrollaría la mayoría de las propuestas artísticas. Sin
embargo, es posible considerar este campo como una membrana permeable
desde la cual se generan aperturas hacia la cultura de masas en distintos niveles. Al traspasar las estructuras internas del campo, las obras dialogan no con
un público especializado y consumidor de arte, sino que pueden abrirse a las
coordenadas de la vida cotidiana. De esta manera, se desarrollan experiencias
en que la obra no sólo sale de la institución, sino que se genera fuera de ésta, se
construye desde la sociedad y por lo tanto sus códigos apuntarían a mensajes
reconocibles por esta sin requerir necesariamente de una formación artística,
posibilitando una democratización de la obra. Siguiendo las ideas de Umberto
Eco (2007), quien plantea que el texto en una obra artística no entrega toda la
información, sino que dispone artificios para que el lector, usando su carga de
subcódigos adquiridos, pueda llenar los espacios que ha dejado la obra conectando sus saberes con la nueva entrega informativa, los subcódigos que permitirían
completar el sentido de la obra provendrían del contexto social del espectador
y no de conocimientos específicos del campo artístico.
Las experiencias de arte político en el espacio público son ejemplos de estas
instancias de distanciamiento (y en ocasiones ruptura) respecto de la institucionalidad del arte; son propuestas que al vincularse con el entorno social
desentrañan las necesidades de éste, las reflexionan y devuelven al ciudadano
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para ser redescubiertas, para enfrentarse desde el asombro que pueda ofrecer la
obra a aquellas situaciones que se han dejado de percibir y que, a ojos del artista,
requerirían de nuestra atención.
Para Félix Duque el arte público por excelencia sería aquél en que el centro
de la obra es la audiencia, la sociedad misma, obras que se refieren a las funciones
del espacio político:
El arte público extiende esta labor de Sísifo al público mismo, tomándolo
como tema ejemplar de su mediación, sacando a la luz el espacio político en
el que aquél se inscribe e intentando romperlo, desarticularlo y recomponerlo
de mil maneras, para que en el público resurjan conciencia y memoria: para
que recapacite sobre su situación social y haga memoria de su condición
humana (141).
Considerando lo anterior, el objetivo sería que las personas dejaran de ser
“público en general”, para ser un público partícipe o vinculado con la obra.
Esto no necesariamente desde una interacción directa e intencionada, sino que
el propósito se refiere a integrar a las personas en la reflexión social que realiza
la obra como actores, tanto activos (en cuanto se propicie un encuentro con la
obra) como pasivos (siendo el foco de la obra desde su temática).
En Latinoamérica han tenido lugar experiencias artísticas que se vincularon
al espacio público apelando a la inserción social del arte desde el ámbito político.
Ejemplos de esto son las intervenciones y acciones de arte realizadas en torno
a los gobiernos dictatoriales de las décadas 60 y 70. Casos emblemáticos de
esta relación son Tucumán Arde en Argentina (llevada a cabo por el Grupo de
Artistas de Vanguardia en 1968) y las experiencias del Colectivo de Acciones
de Arte C.A.D.A. con sus trabajos alrededor del año 1980 en Chile (en las
acciones realizadas es posible verificar una serie de estrategias de validación
social suscritas al contexto sociocultural de ese momento histórico en el país: la
dictadura militar encabezada por Augusto Pinochet entre los años 1973 y 1990).
El contexto de desarrollo de estas experiencias de arte político, tanto desde lo
social como de sus cuestionamientos respecto de las problemáticas artísticas,
corresponde a lo que se conoce como las vanguardias latinoamericanas, sobre
las cuales Soledad Novoa plantea que “la triangulación arte/vanguardia/política
supera en nuestros países la noción meramente ruptural de la vanguardia internacional respecto a los lenguajes e instituciones del arte, fundamentalmente al
estar señalada por un contexto de excepción que la determina” (77). Con lo cual
el concepto de vanguardia en el contexto latinoamericano resulta complejo, ya
que fue usado con implicancias diversas tanto por artistas como por la crítica y
la teoría, relaciones que hoy son discutibles y dan cuenta de un concepto que se
ramificó a diversos frentes, los cuales incluso representarían una contradicción
hacia esta noción.
De acuerdo con Andrea Giunta, la vanguardia en Latinoamérica tendría
dos campos de acción: la transgresión de los recursos artísticos y la de lo insti-
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tucional. Una primera generación de artistas vanguardistas sería la de aquellos
de entre fines de los años cincuenta y mediados de los sesenta, quienes llevaron
al límite la exploración de los materiales con el propósito de “fundar un lenguaje nuevo” (2001: 167). Esta búsqueda habría sido realizada al amparo de la
institucionalidad, con la que más adelante se produciría una ruptura radical (en
Chile se puede hablar de una voluntad vanguardista, desde el primer enfoque,
en los grupos Rectángulo y Signo1). Paulatinamente, la vanguardia artística
se fue renovando con la introducción de elementos de la cultura popular, con
lo que el eje de las reflexiones se fue desplazando desde la experimentación
artística hacia lo social. El siguiente paso, a finales de los sesenta, fue “el total
enfrentamiento al sistema, entendido ya no como la normativa del lenguaje, sino
como el circuito de instituciones legitimadoras del sistema artístico” (Giunta, 2001:
188, énfasis en el original).
Los conflictos sociales que debieron enfrentarse con golpes de Estado en
Brasil (1964) y Argentina (1966) fueron detonantes para la convergencia de la
vanguardia artística con la vanguardia política. Otros hechos que fueron determinantes externos son las invasiones de Estados Unidos a Santo Domingo y
Vietnam, los eventos de mayo del 68 en Francia, y la muerte del Che Guevara,
entre otros. En este contexto “los artistas llegaron a entender sus prácticas no
como un expresión de la revolución, sino como un detonante, como un motor
más de la misma” (Giunta, 2001: 338). Estos artistas abrigaron la necesidad de
ser doblemente revolucionarios, tanto en los contenidos como en las formas,
avanzando a partir de las experiencias acumuladas por la vanguardia artística
local. Para Giunta,
La conversión del artista de vanguardia en intelectual y en artista/intelectual
comprometido es un proceso cuyas primeras señales pueden ubicarse a mediados de la década y que se consuma aceleradamente en 1968. (...) la escisión
que se gestó en el seno de la misma formación de vanguardia como una
disputa por la definición de un sentido otro de vanguardia, cuyos rasgos no
pasaron por una discusión sobre los estilos, ni por una disputa generacional,
sino por la necesidad de vincular su obra a la política y, también, por el grado
de adhesión o de enfrentamiento a las instituciones que hasta ese momento
los habían legitimado (2001: 339).
El Grupo Rectángulo (integrado por Ramón Vergara, Gustavo Poblete, Matilde Pérez,
entre otros) se forma en 1955. Su motivación consistía en la eliminación de las formas
naturales, enfocando sus obras a un trabajo riguroso de composición y juegos cromáticos
(Sullivan, 1996: 304). Por otro lado, el Grupo Signo rompe con el postimpresionismo y
con la abstracción geométrica (de la que fue parte el Grupo Rectángulo); José Balmes,
Gracia Barrios, Eduardo Martínez y Alberto Pérez, fueron influenciados por Tàpies y
Modest Cuixart en el informalismo, generando un cambio que provocó una pintura anti
academicista que tomaba el material pictórico y lo trabajaba desde el accidente y el azar;
a esto agregó la incorporación de materiales inusuales de trabajo (Sullivan, 1996).
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Situación que genera un conflicto, pues las instituciones, con el advenimiento de las dictaduras, si no desaparecen se vuelven sumamente restrictivas; por lo cual la vanguardia como reacción a la institucionalidad genera
un conflicto, ya que no puede existir una ruptura respecto de una posibilidad
que ya no existe. Al respecto se pregunta Andrea Giunta: “¿En qué medida
pudo la vanguardia latinoamericana definirse centralmente por su antiinstitucionalismo cuando las instituciones, o bien no existían, o se originaban al
mismo tiempo que los gestos y las estrategias de vanguardia?” (2005: 117).
Para Ana Longoni (2005), limitarse a definir la vanguardia respecto de sus
condiciones transgresoras, implica dejar de lado la capacidad mimética con
la que se burlaba de la modernidad capitalista y la dimensión utópica con
que la vanguardia propone lo imposible. Para la autora, la vanguardia tiene
una condición de futuro en la que se aspira a un mundo nuevo. Al respecto,
Sergio Rojas afirma que la vanguardia no tendría como finalidad esencial la
destrucción de las instituciones, sino que “un hacer lugar a lo que de ninguna
manera tiene ni podría tener lugar en el presente. Por ello lo distintivo de la
vanguardia es el programa en virtud del cual trasciende en presente que le
concede o arrebata la palabra. Siempre trabaja para (desde) el futuro.” (Rojas,
46). Este contexto generó un desplazamiento que crea en paralelo condiciones que en Latinoamérica se vincularon simbióticamente: las exploraciones
de lenguajes y códigos de recepción, la reacción ante una institucionalidad
con la que el diálogo ya no era posible, y el enfrentamiento a los conflictos
sociales de la época.
Ante los escenarios de represión y censura que surgieron con las dictaduras,
muchos artistas sintieron la necesidad de contrarrestar el silencio con que las
autoridades quisieron llevar a cabo los actos de violencia y control, generando
obras reflexivas que fueran un llamado de alerta ante las injusticias sociales.
Para Adriana Valdés (2006) la reflexión que se quiso llevar a cabo se plasmó en
trabajos que abordaron el miedo social y que buscaban el despertar del espectador, hacerlo reaccionar ante la habituación a la vida en dictadura. Al respecto
Nelly Richard afirma, desde el contexto chileno, que:
La escena de avanzada (...) se caracterizó por extremar su pregunta en torno
a las condiciones límite de la práctica artística en el marco totalitario de una
sociedad represiva; por apostar a la creatividad como fuerza disruptora del
orden administrado que vigilaba la censura; por reformular el nexo entre arte
y política fuera de toda dependencia ilustrativa o subordinación ideológica
del arte a la política (105).
Por lo tanto, al contexto social y político de la época, hay que agregarle como
factor influyente el otro sentido de la vanguardia respecto de los cuestionamientos del propio campo del arte, que se refiere a la exploración de materiales, la
investigación de las formas, recursos de lenguaje, etcétera, el cual llevó a los
artistas a la producción de fértiles cruces entre las artes visuales, el cine, el video
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y la literatura como géneros aplicables a soportes diversos. En esta conjunción
entre vanguardia artística y política de resistencia, la ciudad pasa a ser un espacio
de intervención, reflexión y crítica.
El desarrollo del arte político en el espacio público, para Ricardo Piglia, habría actuado desde la noción de complot para modificar el sentido común, para
desestabilizar el espacio ordenado “otorgando un punto de articulación entre
prácticas de construcción de realidad alternativas y una manera de descifrar
cierto funcionamiento de la política” (1). La crítica que realizó la vanguardia
negaría la especificidad del campo artístico y se abriría a la sociedad postulando
una red y una intriga y la construcción de otra realidad con la creación de redes
alternativas. Para el autor, “la vanguardia sustituye la crítica por el complot”,
el cual se infiltra clandestinamente para “alterar la circulación normalizada del
sentido” (5) el valor estabilizado de lo que se entiende por cultura. El valor de
la obra de vanguardia estaría en la intriga social, en la intervención de las tramas sociales y sería en estas relaciones donde se encuentra el valor de la obra
de vanguardia: “a menudo, la práctica de la vanguardia consiste en construir la
mirada estética y no la obra artística.” (5).
Néstor García Canclini considera que en estos casos el objeto de análisis ya
no es la representación, sino la reflexión respecto de las condiciones en las que se
desarrolla nuestra sociedad. Para este autor, “el objeto de estudio de la estética y
de la historia del arte no puede ser la obra, sino el proceso de circulación social
en el que sus significados se constituyen y varían” (17). García Canclini (1973)
sostiene, respecto a las vanguardias latinoamericanas, que su carácter rupturista
habría ido más allá del estilo de las obras, extendiéndose a las relaciones entre los
integrantes del campo artístico (artistas, intermediarios, público) y la estructura
social, generando un nuevo modo de comunicación, comprensión y relación
entre los actores sociales.
En base a esta línea de pensamiento que conjuga las reflexiones sobre la
interacción de soportes y significantes con la mirada crítica al contexto sociopolítico, se instalan las acciones de arte en la ciudad, en las cuales la producción
del artista se abre a toda la comunidad. Esto para Diamela Eltit (Mosquera,
2006), en el contexto histórico de la dictadura, permitía además contrarrestar
el carácter privado de la circulación de obras producto del cierre de galerías, las
restricciones sobre las universidades y la dificultad de acceso a los medios de
comunicación, entre otras condiciones. La calle, entonces, “enfatiza la relación
comunicacional, permitiendo que el arte despliegue toda su funcionalidad, su
razón de producto de comunicación y no de mera mercancía sujeta a las leyes
del mercado y del lucro comercial” (Padín, 53). Por lo tanto, la producción de
obras estaría enfocada a poner en evidencia situaciones determinadas de la
realidad social, esperando un proceso íntegro de comunicación-recepción entre
los creadores y los destinatarios, entendiendo en este ciclo el acto creativo que
cobra sentido en su interacción contextualizada y sumergida en la sociedad.
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La experiencia de Tucumán Arde
Una obra que puede ser considerada emblemática, se realizó en 1968 en
Argentina. El Grupo de Artistas de Vanguardia llevó a cabo la acción Tucumán Arde, como un llamado a la comunidad respecto de las injusticias que
se estaban cometiendo con los trabajadores de esa ciudad.2 El grupo viajó
con un equipo de trabajo para registrar mediante grabaciones, fotografías,
entrevistas, etc., la realidad tucumana con el propósito de poner en evidencia
“la contradicción de los contenidos de la información oficial y de la realidad
de hecho, como parte del operativo-denuncia” (Padín, 6-7). El objetivo de
esta iniciativa era “denunciar la distancia entre la realidad y la publicidad, y
para esto concibieron su acción como un instrumento de contrainformación”
(Giunta, 2001: 367, énfasis en el original).
Los artistas realizaron una conferencia de prensa en el Museo de Bellas Artes
de Tucumán con el fin de encubrir sus reales intenciones. Una semana antes de
la convocatoria a los medios de prensa, en Rosario y Santa Fe se pegaron afiches
con el texto “Tucumán”. Como señala Andrea Giunta, “los artistas articularon
su accionar recurriendo a un juego entre lo oficial y lo clandestino.” (2001: 370).
Mecanismo que les permitió lograr el apoyo necesario para cumplir con su real
objetivo. Una vez que el grupo partió a Tucumán, en Rosario se pegaron en
lugares públicos obleas que completaban el mensaje “Tucumán Arde”. Para dar
cuenta del sentido real de la obra y generar una repercusión política sobre ésta, el
último día que el grupo estuvo en Tucumán, los artistas realizaron una segunda
conferencia de prensa, a la cual invitaron a los representantes de la actividad que
se realizaba oficialmente (anunciada en la primera conferencia de prensa). En
esta convocatoria denunciaron “las profundas contradicciones originadas por
el sistema económico-político basado en el hambre y la desocupación y en la
creación de una falsa y gratuita superestructura cultural” (Padín, 7). La acción
concluiría con la exposición “Tucumán Arde” en Rosario, que se mantuvo por
dos semanas, y en Buenos Aires, donde al día siguiente de ser inaugurada, recibieron un ultimátum del Gobierno para clausurarla o la policía lo haría por la
fuerza. El grupo a cargo, en su “Declaración de Rosario”, afirmó:
El arte revolucionario pone el hecho estético como núcleo donde se integran
y unifican todos los elementos que conforman la realidad humana: económicos, sociales, políticos; como una integración de los aportes de las distintas
disciplinas, eliminando la separación entre artistas, intelectuales y técnicos,
y como una acción unitaria de todos ellos dirigida a modificar la totalidad
de la estructura social: es decir, un arte total (Novoa, 76).
El gobierno militar quería eliminar los sindicatos azucareros de Tucumán con el
fin de poder explotar sin protección a los trabajadores agrícolas, que ya estaban siendo
fuertemente sobreexigidos.
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Estas ideas muestran que este tipo de acciones de arte busca una apertura
hacia la sociedad, no para mostrar una manera diferente de hacer arte sino para
dar cuenta de las necesidades de las personas con y en estas acciones, aspirando a que esto ayude a reflexionar a todos los actores sociales respecto de estas
necesidades, omisiones, injusticias, etcétera. En palabras de sus protagonistas:
“El arte revolucionario nace de una toma de conciencia de la realidad actual
del artista como individuo dentro del contexto político y social que lo abarca”
(Giunta, 2001: 333).
Las acciones no pretenderían ser un producto artístico a exponer, sino que
aspirarían a ser desarrolladas, vividas e insertadas en el entorno para lograr sus
propósitos. Por lo tanto, cada una respondería a necesidades específicas dentro
de un contexto determinado y a temas específicos que los artistas (como integrantes de la sociedad) eligen subrayar y denunciar, lo que además hace que
estas experiencias sean irrepetibles.
Si este “arte total” había aspirado a generar modificaciones en la estructura
social, se asume la necesidad de la relación con las personas para el éxito de la
obra, en cuanto al mensaje que se está entregando. Esto ya sea desde las reacciones espontáneas de quienes presencian la acción, desde la cobertura mediática
que eventualmente puedan tener o considerando las actividades represivas para
limitar o terminar con el evento que lleguen a ejercer los gobiernos.
Tucumán Arde habría generado una dinámica doble, tensionando la institucionalidad, utilizándola como fachada y reduciéndola a un enfoque cultural
frívolo y desconectado de la sociedad; lo cual contrastan y evidencian en su
segunda conferencia de prensa. Los artistas habrían elegido hacer público y
visible el quiebre con el círculo artístico oficial, demostrando el traspaso de la
obra hacia la denuncia social. La obra elabora su discurso y lo entrega valiéndose
de la expectativa mediática, aprovechando los prejuicios de lo que se entiende
como creación artística, esto es, como una producción perteneciente al circuito
museal y de reflexión sobre sí misma.
Las acciones del CADA
El Colectivo de Acciones de Arte (en adelante CADA) fue creado en 1979
por Fernando Ballcells, Diamela Eltit, Juan Castillo, Lotty Rosenfeld y Raúl
Zurita. Algunas de las acciones realizadas por el CADA fueron: Para no morir
de hambre en el arte (1979), Inversión de escena (1979) y No + (1983-1984),
entre otras. En retrospectiva, este grupo resulta ser emblemático respecto de la
condición social de sus obras, como respuesta al contexto político de la época.
El CADA postulaba a la ciudad como un museo abierto para que la sociedad
se hiciera parte, como “grupo colaborativo de artistas” (Neustadt, 2006: 16);
desarrolló su obra de arte entendida como la vida en sí. Aspiraban a transformar
el entorno en una red artística, en la que el ciudadano participaba creativamente
e involucrado en la materialidad de la obra.
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Valiéndose del espacio público como soporte, decidieron ir más allá del
cuestionamiento a las estructuras constitutivas del campo artístico, por lo que
su enfoque estuvo en realizar una crítica social que llamara a la mirada del
transeúnte, aun cuando: “Detenerse a mirar largo rato a algo o a alguien podía
ser sumamente peligroso. Siempre había un terror colectivo de estar mirando
algo. Eso partía de las detenciones de la gente en la calle (…) Nadie quería
mirar nada.” (Neustadt, 80).
De esto podría interpretarse que la crítica social realizada por el CADA,
en el solo acto de hacer que la gente observara de manera interrogativa, estaba
provocando una ruptura en las disposiciones del poder gobernante, que mediante el terror mantenía a las personas cegadas y con miedo a mirar lo que le
ocurría al vecino.
Para este colectivo se hacía necesaria la vinculación del arte a la vida cotidiana, siendo ésta una alternativa de lucha por el cambio social. En sus palabras:
El arte no es reductible a una disciplina autorreferencial ni a una historia
lineal y homogénea. Por ello el arte como trabajo cultural, no constituye por
sí “lenguaje”, no “conocimiento” ni transferencia emocional, sino se inscribe
como experiencia colectiva de apropiación de la vida, esto es, como exploración crítica y creación de situaciones participativas de reconocimiento de
dimensiones ocultadas (Neustadt, 112).
Para Raúl Zurita, el CADA quería politizar el arte, la obra debía cuestionarse
su eficacia y sentido, el trabajo debía tener lo social como ambiente y antecedente, proponiendo al arte “como una práctica teórica de intervención en la
vida concreta de Chile, lo que significa hacer de los modos y de las exigencias
propias de la producción de vida, el antecedente orgánico, el soporte material y
el lugar de consumo final del trabajo de arte” (Neustadt, 112).
El 3 de octubre de 1979 realizaron la acción Para no morir de hambre en
el arte, la que dividieron en cuatro etapas. Primero repartieron 100 bolsas de
medio litro de leche en una población de La Granja, en Santiago. Éstas llevaban impreso “1/2 lt. de leche” con el fin de citar lo realizado por Salvador
Allende, quien garantizó medio litro de leche al día para cada niño durante
su gobierno. La impresión del texto en la bolsa se hizo con el propósito de
“darle un contexto para conseguir que los pobladores aceptaran la leche”
(Neustadt, 24). El CADA eligió representar las carencias de la dictadura
militar mediante la entrega de leche en una población, haciendo efectivo el
mensaje con la estampa “1/2 litro” en las bolsas. El destinatario, que proviene
de un contexto con fuertes carencias económicas y que ya no cuenta con la
leche garantizada, puede leer en la frase impresa una consigna ideológica
contra la dictadura. Las bolsas vacías fueron devueltas para que artistas las
usaran como material para nuevas obras. Ese mismo día apareció publicado
el siguiente texto en la revista Hoy:
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imaginar esta página completamente blanca
imaginar esta página blanca como la leche a consumir
imaginar cada rincón de Chile privado del consumo diario de leche como
páginas blancas para llenar (Neustadt, 26).
La acción incluyó además el discurso No es una aldea, que fue pronunciado
frente al edificio de las Naciones Unidas en Santiago. Al respecto, Robert
Neustadt plantea que: “Desde el título, y la primera oración, el texto empieza
situándose más como negación que como discurso unívoco: “No es una aldea el
sitio desde donde hablamos…”. Se trata de una descripción pesimista, en que
se contempla el cielo “desde una basura”, se encuentran “despojados, hoy es el
hambre, el dolor…”, y “el hambre y el terror conforman el espacio” (26).
Todo el trabajo, por lo tanto, se configura desde la negación y la ausencia,
la leche que los niños ya no tienen, la página escrita que pide un espacio en
blanco y el texto que expone, a partir de lo que no somos, las posibilidades de
lo que sí podríamos ser. La leche pasa a tener una carga ideológica que connota
carencia y represión al complementarlo con el discurso No es una aldea. La página
blanca denunciando la falta de leche, que es evocada con la entrega, también se
hace presente al plantear un paisaje que “es un espacio a corregir” tal como la
página que debe imaginarse blanca; es un espacio en que “cada vida humana en
el páramo despojado de esta patria chilena no es sólo una manera de morir, es
también una palabra, y una palabra en medio de un discurso” (Neustadt, 128).
Así como la página en blanco es una proclama, el páramo también es palabra
como dicen ellos, es palabra pues connota desamparo de los débiles y abandono
de los muertos.
El 17 de octubre de 1979 se cubrió la fachada principal del Museo Nacional
de Bellas Artes con un lienzo blanco, mientras diez camiones de la empresa
Soprole desfilaban por el frontis del museo. Estos eventos corresponden a la
acción Inversión de escena, con la cual, para Nelly Richard, el CADA al tachar
el frontis del museo:
Bloquea virtualmente la entrada, ejerce una doble censura a la institucionalidad artística. Censura su momento, primero, como Museo (alegoría de
la tradición sacralizadora del arte pasado) y, segundo, como Museo chileno
(símbolo del oficialismo cultural de la dictadura). Pero lo hace reclamando
a la vez la calle como “el verdadero Museo” donde los trayectos cotidianos
de los habitantes de la ciudad pasan a ser –por inversión de la mirada– la
nueva obra a contemplar (Neustadt, 31).
Lotty Roselfeld afirma sobre esta acción que “Era necesario –entre otras
cosas– tachar este lugar como símbolo del oficialismo cultural de la época”
(Neustadt, 49). A partir de la idea de ‘tachar’ el museo, se aprecia nuevamente
el juego de la negación, de mostrar las ausencias y carencias de la sociedad.
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Cabe preguntarse si los transeúntes que contemplaron esta acción pudieron leer
en ella las intenciones del CADA, ya que, a diferencia de Para no morir de hambre en
el arte, no entregan indicios que puedan ser asociados a un contexto por evocación.
No obstante, por la escala que abarcaba Inversión de escena, el lienzo blanco y los
diez camiones de Soprole no pasaron desapercibidos, colocando al espectador en
“excitación interpretativa” a través de la ambigüedad de la obra, ante lo cual “el destinatario se ve estimulado a examinar la flexibilidad y la potencialidad del texto que
interpreta, así como las del código a que se refiere (…) podríamos decir que existe
ambigüedad estética, cuando a una desviación en el plano de la expresión corresponde
alguna alteración en el plano del contenido” (Eco, 1972: 370, énfasis en el original).
Demostrando que ‘algo ocurre’ incluso si no es posible descubrirlo en una primera
mirada. A partir de este gesto y el desfile de camiones, cada uno de los transeúntes
pudo construir su percepción de aquello. Para Robert Neustadt, fomentó el impacto
de esta actividad el uso de camiones de una empresa reconocida:
...se aprovecharon de los textos pre-escritos, los logos comerciales de los
camiones lecheros. Un logo comercial se vuelve invisible –se ve tanto que no
se ve– como el diseño propagandístico que aparece en las monedas. Pero diez
camiones lecheros sí ocuparon un espacio visible y la acción llamó mucho la
atención en Santiago de Chile en 1979 (31).
Por lo tanto, el CADA reubicó el logo de la empresa, situándolo en un nuevo
contexto y, al despojarlo del sentido comercial, “el CADA hizo visible lo invisible” (Neustadt, 31). Esta nueva posibilidad interpretativa del logo de Soprole
fue percibida por la misma empresa, que en un principio estuvo de acuerdo en
facilitar sus camiones, creyendo que sería una gran posibilidad publicitaria, pero
luego cambiaron de opinión, como cuenta Lotty Rosenfeld:
Una semana después que se realizó el trabajo, un abogado de Soprole nos
llamó por teléfono con el propósito de comprar las grabaciones que teníamos
en video. Nosotros le dijimos que no se vendían. Al día siguiente volvió a
llamar y, esta vez, nos dijo que le pusiéramos precio. La respuesta nuestra
fue la misma. Luego amenazó con demandarnos. Al cabo de un mes toda la
flota de camiones de Soprole fue repintada (Neustadt, 50).
Si la relación con las personas en Para no morir de hambre en el arte, fue la
recepción y el consumo de la leche para los habitantes de la población seleccionada y la lectura de la revista Hoy para otros, en este caso la relación estuvo en
la observación callejera y la reacción en la empresa lechera con gran presencia
en el mercado chileno, y también en el imaginario colectivo por su publicidad.
La empresa, con el interés por la asociación de sus camiones a esta acción,
afirma una posibilidad de impacto en sus consumidores. Neustdat plantea que
el carácter insólito de las obras del CADA provoca que el público se involucre
espontáneamente en la obra y que las reacciones sociales e institucionales (como
la que tuvo Soprole) son parte de la acción realizada.
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Al revisar los testimonios de los integrantes del CADA, queda claro que para
ellos la acción más exitosa y trascendente del grupo fue No +, realizada entre
1983 y 1984. Los participantes del colectivo más otros colaboradores, salían
de noche a rayar las murallas de Santiago con el texto “No +”. Con el paso del
tiempo, se hizo evidente la apropiación de la frase por parte de un sector de la
ciudadanía. El enunciado fue completado con distintos conceptos: dictadura,
tortura, armas, desaparecidos, entre otros. Para Eco, las propuestas expresivas
son el resultado de las interrelaciones entre las matrices del cuerpo social, lo que
estimula la posibilidad de producir variaciones que no estaban consideradas en
el código de origen. En este caso, dio pie a reacciones entre los habitantes de
la ciudad (independiente del sector político de una persona, la frase posee una
fuerte carga interpelativa). Lotty Rosenfeld recuerda que:
Chile entero hizo suya esa consigna y se le podía ver durante años por todas
partes, en protestas, en rayados, en panfletos, en afiches, en muros. Incluso,
esta consigna fue utilizada por la oposición como su lema central contra la
dictadura con ocasión del Plebiscito, siete años después. El No + iba a ser la
opción que se marcaría en el voto para vencer a la dictadura (Neustadt, 55).
Este grupo de artistas planteó sus acciones en torno al concepto de “escultura
social”: “acción de arte que intenta organizar, mediante la intervención, el tiempo
y el espacio en el cual vivimos, como modo, primero, de hacerlo más visible y
luego, más vivible” (Neustadt, 32). No obstante, es probable que las acciones
del CADA revisadas hoy, considerando el contexto y teniendo testimonios y
antecedentes, resultan mucho más accesibles que en el momento en que fueron realizadas. Es posible hilarlas entre sus partes y entre los distintos eventos,
conformando un cuerpo coherente y un discurso bastante sólido. Por separado,
si alguien se encontró con una página que pedía imaginarla blanca o con el
frontis del Museo de Bellas Artes cubierto con un lienzo, cabe la posibilidad
de que haya interrogado estos gestos desde su sorpresa, pero no necesariamente
pudo llegar a comprender el mensaje de este colectivo. Al respecto, Umberto
Eco recurre a Sklovskij para referirse a la interrogación y sorpresa que puede
generar una obra. Plantea que el descalce respecto de las estructuras comunicativas preestablecidas puede generar un desarraigo que obliga a la mirada a
readecuarse a los medios de representación, de modo que “el arte aumenta ‘la
dificultad y la duración de la percepción’, describe el objeto ‘como si lo viese
por primera vez’ y el fin de la imagen no es el de poner más próxima a nuestra
comprensión la significación que transmite, sino el de crear una percepción
particular del objeto.” (Eco, 1976: 370).
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Para Robert Neustdat la complejidad de las acciones del CADA no es un
adorno o simplemente una opción de estilo, sino que surgía por la necesidad
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de generar una “estrategia discursiva” (22) que buscaba enfrentar los problemas
sociales y políticos poniendo en conflicto la estabilidad del régimen. El CADA
pretendió lograr que desde donde las personas estuvieran situadas al recibir
el mensaje, se sintieran interpeladas a reflexionar, aunque sea unos segundos,
sobre aquello que ha roto los esquemas, aquello que se ha presentado como una
retórica nutritiva3 (Eco, 1972: 172), con capacidad crítica. Se hace relevante en
este sentido, considerar las palabras que usó el CADA para describir la acción
Para no morir de hambre en el arte:
Este trabajo tomando el arte como práctica específica, constituye la construcción de una cultura social, cuyos componentes se conforman en base a una
irrupción de los modos y formas de producción concreta de vida, haciendo de
esa producción el soporte real de la obra y el escenario final que consume su
lectura. (…)
La superposición simultánea de estas carencias en las estructuras de sus
relaciones sucesivas, constituye el campo compartido en el cual la obra debe
leerse como la autopuesta en escena de un país ofrecido en el espectáculo
[sic] de su propia marginación [sic], de su precariedad, y desde el cual –como
la concreción social a la que finalmente apunta este trabajo– se significará
como obra de arte válida, la producción colectiva, social y culturalmente significativa, de una nueva realidad, esto es, de una nueva vida (Neustadt, 117).
El CADA creó un lenguaje contestatario para subrayar los temas que consideraba debían ser reflexionados con urgencia por una sociedad sumergida
en una fuerte represión política que trajo consigo una importante desigualdad
económica y social. Al respecto, Clemente Padín plantea que las posibilidades
de que el arte se introduzca en la vida social están sujetas a la reflexión crítica del
contexto seleccionado, generando obras que no sólo sean reflejo de las situaciones
de las que son parte, sino que además puedan encaminar alteraciones sociales.
Ideas que también habrían estado presentes en este colectivo: “Proponemos
entonces el arte como una práctica teórica de intervención en la vida concreta
de Chile, lo que significa hacer de los modos y de las exigencias propias de la
producción de vida, el antecedente orgánico, el soporte material y el lugar de
consumo final del trabajo de arte.” (Neustadt, 113).
Para Carlos Ossa, el CADA habría sido una “vanguardia en entredicho”
(164), ya que su trabajo reflexivo politizó la acción artística y fue más allá de
los cuestionamientos respecto de soportes y articulaciones internas del colectivo
como grupo de arte; se enfocó en ser un pelotón crítico que infiltró la ciudad
para recuperar los signos que la autoridad política había coartado. El CADA
habría sido obligado a operar en el espacio público por esta orfandad respecto
de la institucionalidad y por la extrema necesidad que exigía el contexto en que
Para Eco, una retórica nutritiva es aquella que reestructura lo conocido: “es la retórica
que partiendo de premisas admitidas, las somete al examen de la razón, con el apoyo
de otras premisas” (Eco, 1972: 172).
3
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se desarrollaron sus actividades, situación a la que también se vieron enfrentados
los protagonistas de Tucumán Arde:
Antes tal vez nos hubiera bastado representar un gran cubo de azúcar, recorrible, con los textos incluidos en él, y exhibirlos en el Di Tella. Eso podría
habernos dejado conformes: la realización de una estructura primaria, que
exigía una intervención activa del espectador y que llevaba implícita, sin
ninguna duda, la denuncia de una situación objetiva (Giunta, 2001: 373).
En los trabajos de este colectivo se puede apreciar la intervención de las rutinas
de comportamiento, establecidas desde el régimen de gobierno, así como también
de las autoimpuestas por los ciudadanos a partir del miedo. Para esto utilizaron
ciertos códigos (que constituyen lo que se calificará de “estrategias de validación
social”) con el potencial de ser reconocidos por los ciudadanos: el ½ litro de leche de
Salvador Allende, el “bombardear” la ciudad como evocación al bombardeo de La
Moneda el 11 de septiembre de 1973, y el rayado de las calles en torno a un cambio
político, entre otros. Todo esto se volvía una invitación hacia el transeúnte para que
por lo menos comprometiera su mirada un par de segundos, ya sea por el cambio
del orden preestablecido, por la alteración de la estética cotidiana o por recurrir a
códigos sociales reconocibles, relacionados con el gobierno de la Unidad Popular.
El CADA junto a otros artistas, sentó un precedente en Chile respecto de la
ruptura con la institucionalidad artística y sobre las posibilidades de operar acciones
en el espacio público, lo cual resultó provocativo para la teoría y la crítica y obligó
a reflexionar sobre estas propuestas. Abriendo, de este modo, posibilidades de un
accionar crítico en la ciudad respecto de la sociedad misma, desplazando por lo tanto
el eje de los cuestionamientos artísticos (de la especificidad del campo) en torno
a un arte y una estética pura (Bourdieu) cuya base y sustento es la autorreflexión.
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En las obras revisadas sería primordial la reflexión en torno a la detección
de una situación que enfrenta la sociedad y que a ojos del artista, sería necesario que la ciudadanía tomara en cuenta. Esta reflexión conduciría a estrategias
comunicativas que propiciaran un encuentro con los destinatarios de la obra,
poniendo la materialidad de la producción al servicio de este cuestionamiento.
Las influencias de la vanguardia internacional, respecto de los cuestionamientos del lenguaje artístico y el traspaso de sus fronteras, serán acogidas por
las obras de arte político como herramientas para generar situaciones enriquecedoras hacia el cuestionamiento de la vida misma, externalizando las propuestas
vanguardistas y ampliando las posibilidades comunicativas.
A diferencia del arte comprometido de la década del sesenta, en que la obra
presentaba un mensaje político claro, directo y único, las obras que tienen un
fin político desde su compromiso con la sociedad en sí ofrecen posibilidades
interpretativas a partir de códigos que dialogan con el contexto. Si bien hay
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un concepto que articula la obra (más o menos cercano a la literalidad, dependiendo de cada artista), éste posee un gran potencial de interpretación y la
obra se completará sólo en el encuentro con las personas, quienes organizarán
los códigos de maneras diversas, dependiendo de su capital cultural específico.
Estas experiencias no aspiran a un público especializado, sus acciones buscan
llegar indistintamente a los ciudadanos, ofreciéndoles posibilidades de reflexión.
En las obras mencionadas cobra especial relevancia la espacialidad trabajada
tridimensionalmente. Todas tienen en común la importancia del espacio en que
han sido realizadas, la ciudad se presenta como un espacio abierto y democrático para la realización y recepción de las propuestas artísticas, aumentando las
posibilidades de relación, reacción y reflexión. Es a la vez contexto, escenario
y temática.
Considerando estas acciones, cobran sentido las palabras de Guy Debord,
para quien “el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social
entre personas mediatizada por imágenes” (9). Por lo tanto, la obra –en cuanto
espectáculo– no se puede considerar completa si no genera un encuentro, una
relación entre las personas a partir del suceso generado y los materiales al servicio
de éste. Las obras revisadas generaron diversas reacciones: negación, censura,
participación, desconcierto, etc. y esos actos han logrado completar la obra como
un proceso social. Pero Debord afirma también que “el espectáculo no es nada
más que el sentido de la práctica total de una formación económico-social, su
empleo del tiempo. Es el momento histórico que nos contiene” (11). A partir de
esto es posible reflexionar que la obra sólo sería una parte más del espectáculo
de la vida cotidiana, del contexto en que se inserta y que estas acciones aspiran
a mantener vigente y nutrida esta relación, situación que el arte de salón o de
museo habría dejado de lado, generando el funcionamiento de un espectáculo
interno de relaciones, cuya exterioridad estaría dada por sus disposiciones internas de difusión y se haría sólo en función de su engranaje propio.
Referencias
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Recepción: Enero de 2011
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