Repensar el final de la vida: a propósito del Informe Sicard El 18 de diciembre pasado, el doctor Didier Sicard entregó al presidente francés François Hollande el informe Penser solidairement la fin de vie. Sobre la base del informe, Hollande se propone elaborar una versión final para enviarlo al parlamento francés a mediados de este año. La prensa, al menos en parte, ha comentado el evento llamando la atención sobre el aspecto más polémico del informe, que aboga por la despenalización del suicidio asistido. No obstante, el informe intenta reflexionar sobre un amplio conjunto de cuestiones que hacen al final de la vida desde un punto de vista global que incluye primeramente aspectos culturales y sociales. En estas páginas me propongo ofrecer una breve reseña y algunas observaciones críticas sobre el informe que tengan en cuenta el punto de partida de la reflexión de Sicard y la comisión que preside - punto de partida que, en líneas generales, considero acertado. La idea principal del informe puede resumirse de la siguiente manera. La etapa final de la vida humana – que en algunos casos puede durar solo un par de días, pero en otros se extiende por semanas y meses – es una fase a su vez insoslayable1 y significativa de la existencia humana considerada en su conjunto. En Francia, tal etapa no ha recibido hasta ahora la debida consideración ni por parte de la legislación, ni de la medicina. Tampoco hay una reflexión al respecto que incluya a toda la sociedad. Por último, faltan recursos materiales, humanos e institucionales que permitan, concretamente, transitar la etapa final de la vida de modo digno. A pesar de que la mayoría de los franceses expresa el deseo de morir en su propio hogar o en instituciones para enfermos terminales, el hecho es que estos terminan mayoritariamente sus días en la institución menos adecuada para ello – el hospital. A ello se suma el temor de gran número de franceses de caer víctima del encarnizamiento terapéutico, esto es, de ser mantenido artificialmente en vida por un tiempo indefinido, sin que haya probabilidades de recuperación, y muchas veces en contra la voluntad del paciente mismo, agobiado por un sufrimiento insoportable. Tal vez uno de los conceptos más acertados del informe Sicard sea el de “proyecto de final de vida”. Así como nuestra existencia se vuelve significativa al poseer un “proyecto de vida”, nuestra última etapa adquiere sentido si se enmarca en un proyecto de final de vida. De ser posible, nuestros últimos días y nuestra muerte no deben quedar en manos de una institución como el hospital que, por más eficiente que sea en la misión de curar, es ajena a la agonía y la muerte en sí. No solamente 1 La muerte súbita, por ejemplo, a raíz de un accidente laboral o automovilístico es un fenómeno cada vez más raro en las sociedades desarrolladas. se trata de aceptar la propia muerte y la posibilidad de una etapa previa más o menos larga de final de la vida, sino especialmente de poder prepararse adecuadamente para ello. Es aquí donde también la sociedad en su totalidad debería estar preparada para responder a la demanda de los ciudadanos por un final digno. Justamente es en este punto donde – tal como sostiene el informe – se muestran las mayores insuficiencias. Los hospitales franceses no cuentan con estructuras de medicina paliativa y, en caso de poseerlas, son francamente deficitarias; no existe una red lo suficientemente amplia de residencias para enfermos terminales, dotadas de los recursos y el personal necesarios; y tampoco es sencillo terminar los días en el propio domicilio: para ello sería necesaria una profunda reforma que incluya aspectos legales, sanitarios, de personal, etc. En buena medida, la raíz de estos problemas no está en simples cuestiones presupuestarias, sino en la cultura médica francesa. La medicina es entendida, sobre todo, como “medicina curativa”. Por el contrario, la medicina paliativa no sólo aparece como algo menor y secundario, sino que incluso se la concibe como opuesta a la medicina curativa. Los autores del informe subrayan repetidamente que sólo puede garantizarse un final de la vida digno y significativo en el seno de una sociedad que posea una medicina paliativa desarrollada. La medicina paliativa, así, complementa y continúa la labor de la medicina curativa. Es importante notar que ya en el título del informe se insta a repensar solidariamente el final de la vida. “Solidario” no sólo alude a ese cambio cultural y social necesario al que se hacía referencia arriba, sino también a un aspecto muy concreto de la sociedad francesa. Las clases con más recursos cuentan con los medios necesarios para acceder a un final de la vida decente, por ejemplo, cubriendo los costos de las residencias privadas para enfermos terminales y de la asistencia profesional complementaria. En cambio, las clases bajas y un sector creciente de la clase media deben contentarse con los recursos públicos disponibles, muchas veces escasos o deficientes. El objetivo, por tanto, es que todos los ciudadanos puedan acceder por igual a las instancias que les permitan un final digno de sus vidas. Una sociedad justa es una sociedad que ofrece a todos sus integrantes la posibilidad de vivir y de morir dignamente. Es solamente una vez que han sido fijadas las bases sociales y culturales para repensar el final de la vida que puede plantearse la cuestión de prácticas específicas como la sedación terminal en pacientes que lo deseen y el suicidio asistido. Es un error pretender modificar la legislación existente para hacer posible la sedación terminal, el suicidio asistido y, eventualmente, la eutanasia activa sin un cambio previo en la cultura médica y una transformación de las estructuras asistenciales. Esta es, a mi entender, una de las conclusiones más importantes del informe. Cabe recordar que el informe es resultado de una larga serie de debates públicos llevados a cabo en diversas ciudades francesas. Algunos de los participantes eran incluso pacientes afectados por enfermedades incurables en la etapa terminal. De estos debates parece surgir un marcado contraste entre lo que piensa y siente la mayoría de la sociedad y la postura dogmática de algunas instituciones (no solamente de la iglesia, sino de los órganos colegiados de los profesionales de la salud). Por momentos, se tiene la impresión de que los ciudadanos están más abiertos a discutir la posibilidad de la introducción del suicidio asistido que el mismo colegio médico. Probablemente, la mejor manera de abordar la cuestión referente a la sedación terminal, al suicidio asistido y a la eutanasia activa consiste en insistir, en primer lugar, en la necesidad de una reforma radical de las instituciones y la cultura médicas en favor de una mayor presencia de la medicina paliativa. Sin embargo, es igualmente importante dejar en claro que la medicina paliativa no puede ofrecer una solución en todos los casos. Hay pacientes terminales que desean firmemente acabar de una buena vez con su existencia desde el momento que esta se les ha vuelto intolerable. La posibilidad de terminar con la propia vida en casos concretos debe entenderse como parte de esa transformación integral de la cultura médica que se centre más en el paciente, en su dignidad y en su autonomía. En el informe se discuten tres casos, la sedación terminal, el suicidio asistido y la eutanasia activa. Los autores del informe abogan por la modificación del marco legal que haga posibles, transparentes y practicables tanto el recurso a la sedación terminal como la posibilidad del suicidio en pacientes terminales. Sin embargo, desaconsejan la introducción de la eutanasia activa por entender que se trata de una ruptura con los valores de una cultura médica humanista. La sedación terminal consiste en la aplicación de morfina o de sustancias opiáceas similares en cantidades que conduzcan a un estado de coma y finalmente a la muerte. Paralelamente, se suspenden los tratamientos que mantienen al paciente con vida, incluyendo la alimentación y la respiración artificiales. Es condición necesaria que el paciente haya expresado previamente de manera clara y reiterada su voluntad de interrumpir toda intervención que lo mantenga en ese estado artificial considerado por él como indigno e intolerable. Un caso problemático es el de aquellos pacientes que se encuentren en la fase terminal de una enfermedad degenerativa e irreversible y que hayan perdido definitivamente la conciencia, sin haber previamente expresado la voluntad de interrumpir los tratamientos y de ser sometido a la sedación terminal. En tal caso, la persona más cercana al paciente podrá decidir si se deberá efectuar la sedación terminal, teniendo en cuenta cuál podría haber sido el interés del paciente. Igualmente complejo es el caso de aquellos neonatos que sufren de complicaciones severas e irreversibles, y que carecen de la posibilidad de desarrollar sus capacidades cognitivas. En tal caso, los padres podrán decidir la interrupción de los tratamientos y la aplicación de la sedación terminal. Es conveniente recordar que estos casos ya están contemplados en la actual legislación francesa; el problema es que la “ley Leonetti” carece de la claridad necesaria para dar lugar a una práctica transparente y viable. Se trata, por tanto, de contar con un marco legal más claro, más preciso y que facilite el recurso a la sedación terminal para todo aquel paciente terminal que lo requiera. Como señalan los autores, también desde el ejecutivo debería ponerse concretamente a disposición de los pacientes los medios para que la sedación terminal pueda volverse una opción accesible y válida en todos los casos permitidos por la ley. El suicidio asistido consiste en la interrupción voluntaria de la propia vida gracias a un soporte tecnológico a tal fin y a la asistencia de un médico. Si bien la capacidad motriz del paciente puede encontrarse seriamente dañada y limitada debido a la enfermedad, este debe poder realizar una acción que, aunque mínima, sea suficiente para activar un dispositivo y causarle así la muerte (por ejemplo, apretar la tecla de una computadora que luego active un mecanismo que le inyecte finalmente una sustancia mortífera.) Por “eutanasia activa” se entiende aquella práctica que consiste en inyectar al paciente una sustancia letal a pedido de este, pero sin que el paciente intervenga en el procedimiento. Justamente esta es la diferencia con el suicidio asistido. Mientras que allí el paciente efectúa una acción que, si bien simple, es capaz de disparar un mecanismo que conducirá a su muerte, aquí el paciente permanece inactivo por hallarse en un estado de parálisis completa. Para estos casos, el informe recomienda la sedación terminal en vez de la eutanasia activa. La diferencia está en que en la sedación se utiliza morfina u otro opiáceo, mientras que en la eutanasia se utiliza una sustancia letal. Además, en el caso de la sedación se procede de un modo indirecto (se suspende el tratamiento y se inyecta un medicamento, la morfina, cuyo efecto es, por lo pronto, el de aliviar el sufrimiento); en cambio, en la eutanasia se actúa de modo explícito inyectando una sustancia que no tiene otro efecto que el de terminar con la vida del paciente. Los autores del informe dan dos razones en contra de la legalización de la eutanasia. La primera es de orden práctico. Mientras que con la sedación terminal y el suicidio asistido puede darse respuesta a todas, o al menos a la mayoría, de las situaciones problemáticas referidas, la legalización de la eutanasia acarrea más desventajas que ventajas. En concreto, al permitirse la eutanasia se da lugar a una infinidad de casos límites o, si se prefiere, a una zona gris donde no siempre están claras la legalidad y la moralidad de la práctica. Ello hace necesaria una constante y delicada actividad legislativa tendiente a precisar una y otra vez el marco legal que permite la eutanasia con el fin de evitar cualquier abuso. La segunda razón tiene que ver con ciertos valores humanistas. Según Sicard y sus colegas, mientras que prácticas como el suicidio asistido y, desde ya, la sedación terminal son compatibles con tal cultura médica humanista, la eutanasia activa supone una ruptura con tales valores (que los autores no especifican). Personalmente, creo que ambas razones no son convincentes. La experiencia holandesa muestra que, si bien el seguimiento y el debate legislativos son fundamentales tras la introducción de la eutanasia activa, no por ello se cae en un terreno fangoso. Además, es probable que no haya cuestión social (sea en el ámbito de la bioética o en otros ámbitos) que no requiera permanentemente reajustes y controles legislativos. Por otro lado, parece hipócrita permitir la sedación terminal en pacientes que, por el estado avanzado de su enfermedad, se hallen totalmente inmovilizados, mientras que se prohíbe la eutanasia activa toda vez que los interesados mismos deseen y soliciten ese “gesto” que los llevará a la muerte. Detrás de los argumentos presentados en el informe parece esconderse un prejuicio atávico. En términos éticos, no veo diferencia entre suspender todo tratamiento a un sujeto e inyectarle altas dosis de morfina alegando que, en principio, “es para mitigar el dolor” - si bien todos saben que el objetivo es causar la muerte -, e inyectarle directamente una sustancia letal, cuando en ambos casos lo que se busca, siguiendo la voluntad del paciente, es una muerte indolora y lo más rápida posible. Si nuestra cultura médica y legislativa se halla lo suficientemente madura como para permitir la práctica de la sedación terminal y del suicidio asistido, también lo estará para permitir la eutanasia activa en los casos concretos en que se la solicite. Huelga decir que en ningún caso se trata de legalizar la sedación terminal, el suicidio asistido y menos aún la eutanasia activa en razón de cálculos utilitaristas. Sería claramente contrario a la ética liberal eliminar a personas argumentando que se han vuelto una “carga” para la sociedad y así poder disponer de los recursos empleados de otro modo. La legalización de la sedación terminal, del suicidio asistido y de la eutanasia activa tiene como objetivo primordial el respecto y el reconocimiento de la autonomía individual. El individuo (en este caso concreto el paciente terminal) tiene el derecho de elegir libremente qué hacer de su vida y la sociedad tiene la obligación de respetar tal voluntad. Parte de ese respeto se manifiesta en facilitar los recursos y las vías que harán posible el ejercicio de la libertad individual. En síntesis, el informe Sicard constituye un documento valioso para repensar algunas de las cuestiones centrales que plantea el final de la vida humana no sólo en Francia, sino también en nuestros países hispanohablantes. Se trata, no obstante, de un documento provisorio y con algunas limitaciones. Sería necesario un estudio interdisciplinario para abordar de un modo exhaustivo todas las cuestiones que quedan abiertas en el informe. Lo importante, por lo pronto, es contribuir a mantener vivo el debate referido a los cambios legales, institucionales y culturales necesarios para hacer posible un final de la vida más humano y respetuoso de nuestra autonomía y dignidad. Dr. Marcos Breuer Enero de 2013