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Índice Presentación. Rulfo lector, Rulfo escritor 11
Introducción
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Retales 1. Fray Reginaldo de Lizárraga
Retales 2. Leyenda tzotzil, W. R. Holland
Silvio Rivetta
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Retales 6. Gregor von Rezzori
Retales 7. La fábula, la alegoría y el mito
la luna, Julio Garrido Malaver
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51 Retales 8. El cuento de
54 Retales 9. Ernenek y su amuleto,
Retales 10. Pellka y Marey, Eugenio Zamiatin
Retales 11. En alta mar, Knut Hamsun
esencia del recuerdo, William Faulkner
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domador de demonios, Chiao-Yun-Chan-Yen
El escudo de Heracles, Hesiodo
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63
Retales 12. La
Retales 13. Chung-Kuei,
69
Retales 14.
Retales 15. Ye-Liu-Chutsai,
79 Retales 17.
El sueño entre zinacantecos, Robert M. Laughlin 81 Noticia 1
85 Noticia 2 88 Noticia 3 92 Noticia 4 94 Noticia 5 96
Noticia 6 100 Noticia 7 102 Noticia 8 103 Noticia 9
104 Noticia 10 106 Noticia 11 109 Noticia 12 112
Noticia 13 116 Noticia 14 118 Noticia 15 119 Noticia 16
120 Noticia 17 121
Harold Lamb
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Retales 3. Pietro
Retales 4. La Creación, James Weldon Johnson
Retales 5. Jean Giono
Hans Ruesch
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Retales 16. Miodrag Bulatovic
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Presentación. Rulfo lector, Rulfo escritor
Asimismo, los más grandes escritores, durante las
horas en que no están en comunicación directa con el
pensamiento, se complacen en la sociedad de los libros.
¿No es sobre todo para ellos, por otra parte, que han
sido escritos; no les revelan mil bellezas que permanecen
ocultas para el vulgo? A decir verdad, el hecho de que los
espíritus superiores sean, como se suele decir, librescos,
no prueba de ninguna manera que esto no sea un defecto
del ser. Del hecho de que los hombres mediocres sean a
menudo trabajadores, y los inteligentes a menudo perezosos, no puede concluirse que el trabajo no sea para el
espíritu una mejor disciplina que la pereza. Pese a todo,
encontrar en un gran hombre uno de nuestros defectos
nos empuja siempre a preguntarnos si no se tratará en el
fondo de una cualidad desconocida…
Marcel Proust
Juan Rulfo podría haber dicho también, como Proust
en sus “Journées de lecture”, que los libros han sido
. Marcel Proust, “Journées de lecture”, en Pastiches et melánges,
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escritos sobre todo para los escritores, aunque no sabemos si hubiera justificado su debilidad por los mismos
de manera tan paradójica. Tenía, y eso sí es digno de
conocerse mejor, una relación muy especial con ellos,
y no sé si otros que lo trataron experimenten la misma
dificultad que yo para transmitir la forma en que Rulfo
cambiaba cuando veía un libro en las manos de alguien.
Sin proponérmelo llamé su atención, siendo un jovencito, cuando coincidíamos en la misma oficina —yo de
paso— y llevaba conmigo un libro. Ocurrió varias veces
y bastaba que Rulfo lo advirtiese para que se acercase,
con una confianza sorprendente, para iniciar una conversación sobre ese título, ese autor… “¿Qué está usted
leyendo?”, decía; luego comentaba algo, recomendaba
lecturas similares, preguntaba qué autores le gustaban
a uno y cosas así. Alguna vez, en mi casa, ante mi modestísimo librero, se dedicó a elogiar, como un gesto
de simpatía, las muy pobres ediciones que se acomodaban ahí. Parecerá exagerado, pero vistas las cosas a
la actual distancia, y sin que esto signifique que Rulfo
viviese aislado del mundo, podría decir que para él los
libros constituían, con su familia, simplemente su razón
de ser: los que leía, los que comentaba, los que adquiría, los que editaba en el Instituto Nacional Indigenista,
los que reunió en su casa, los que lo rodeaban mientras
tomaba café en algunas librerías (no había sitio donde
se sintiera más a gusto que en ellas, y creo que conocía
todas las de la ciudad de México). Dice Selma Ferretis
que Efrén Hernández —se lo contó él mismo—, entonces propietario de una pequeña librería en el centro,
L’immaginaire, París, Gallimard, 2005, p. 271. Mi traducción.
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comenzó a fijarse en un joven cliente que, asiduo, leía
un libro tras otro sin comprarlos. Efrén lo dejaba hacer,
y así se habría iniciado la relación de Rulfo con quien
fue su gran amigo. Porque al final se acercó Hernández
a preguntarle un día, cordialmente, “¿qué está usted leyendo?”
Pasar del papel de lector al de escritor debe ser
para algunos inevitable. A Proust le complacía que Victor Hugo supiese de memoria los libros de muchos autores clásicos, y no puede ser de otra manera; contra
lo que piensa el que frecuenta poco los libros, la experiencia personal, la “vivencia”, no es siempre la materia
prima básica de un escritor. No la única, en todo caso,
ni la más importante, y desde luego resultará siempre
insuficiente por sí misma incluso para los realistas más
recalcitrantes. Todos los grandes escritores son librescos y sus obras también. Rulfo no fue la excepción.
El texto citado de Proust pertenece al período de
su vida, la década de 1900, en que iniciaba la gestación
de su gran novela, nacida, de manera insólita, como una
aleación compuesta de evocaciones de la infancia del
narrador y una aguda disertación crítica contra CharlesAugustin Sainte-Beuve, el periodista y crítico literario
muerto en 1869, antes incluso del nacimiento de Proust
(en 1871), pero al que despreciaba sin atenuantes, de
manera casi personal, y ya prepara sus armas contra él
en este ensayo. Sainte-Beuve fue un mal poeta y novelista, pero lo que Proust le reprochaba sobre todo era
haber sido un mal lector, y quizá las dos deficiencias estaban relacionadas. Sainte-Beuve sostenía que algunos
datos de la biografía de un escritor, banalidades como
su “personalidad” o su conversación, eran la clave de su
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literatura. Proust no toleraba tal tontería; sostenía con
vehemencia, por el contrario, que el escritor tenía un yo
íntimo, inaccesible para todos, que era el autor de sus
obras. En la siguiente cita se puede advertir que para
él ese yo interior es también el que entra en comunión
con los libros: tanto los ajenos como, alimentados por
éstos, los propios:
He intentado demostrar […] que la lectura no puede asimilarse a una conversación, así fuese con el más
sabio de los hombres; que la diferencia esencial entre
un libro y un amigo no está en su mayor o menor sabiduría sino en la forma en que nos comunicamos con
ellos; la lectura, al contrario de la conversación, consiste para cada uno de nosotros en recibir la comunicación de otro pensamiento, pero estando completamente solos, es decir, cuando seguimos disfrutando de
la energía intelectual que nos proporciona la soledad
y que la conversación disipa inmediatamente; cuando
podemos ser inspirados y mantener el fecundo trabajo
del espíritu sobre sí mismo.
Tal comunicación, pues, sólo se presenta en esa
soledad que Proust se impuso durante sus últimos años
para escribir y que Rulfo consideraba, a veces, una buena compañera. Proust sugiere asimismo, al final, que
el lector profundo no puede evitar ser poseído por la
obra leída e intentar poseerla. Un paso adelante en esta
apropiación sería también, a veces, la traducción: lo
hizo el mismo Proust con Ruskin (“Journées de lecture”
es el texto con que presenta su traducción de Sésamo y
. “Journées de lecture”, pp. 256-257. Mi traducción.
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lirios), con lo que habría conseguido “leer de una forma más profunda e inteligente” al autor inglés, como
dice Paul Auster, refiriéndose a su propia experiencia
de formación traduciendo a Rilke, que ocurre en estos
casos. Rulfo había hecho lo mismo, curiosamente, con
las Elegías de Duino y otros poemas de Rilke, copiando
también largos pasajes de los prosistas que admiraba,
o la poesía (quizá en traducción suya en algunos casos)
de autores muy numerosos y diversos, con cierta predilección por los poetas negros estadounidenses (como
hace aquí, en uno de los Retales, con James Weldon
Johnson), y me he ocupado en otra parte de ello. Pero
ésta es una dimensión aún poco conocida de Rulfo, que
sólo hace más necesaria la edición del libro que el lector
tiene ahora en las manos.
Pude darme cuenta por primera vez de que Rulfo
era un lector peculiar cuando revisé los cientos de notas
que redactó sobre la arquitectura de México, de las que
aparece una breve muestra en el libro Letras e imágenes,
con una selección de fotografías suyas sobre el tema.
. Paul Auster, Experimentos con la verdad, trad. de María Eugenia
Ciocchini, Barcelona, Anagrama, 2003, p. 144.
. Sección “Poesía”, en Víctor Jiménez, Alberto Vital y Jorge Zepeda (coords.), Tríptico para Juan Rulfo: poesía, fotografía, crítica,
México, Congreso del Estado de Jalisco / Universidad Nacional
Autónoma de México - Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial - Facultad de Filosofía y Letras / Universidad Iberoamericana / Universidad Autónoma de Aguascalientes / Universidad de Colima / Fundación Juan Rulfo / rm, 2006, pp. 15-215.
. “Palabra llana y poesía en Rulfo”, en Tríptico para Juan Rulfo,
pp. 349-367.
. Juan Rulfo, Letras e imágenes, México, rm, 2002.
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Al revisar las obras de las que había partido para hacer
sus textos advertí —como hace aquí Alberto Vital, auxiliado por Sonia Peña— que transcribía ciertos pasajes
sin cambiar apenas nada, pero otros eran convertidos
por Rulfo en algo muy diferente: eliminaba y agregaba
datos y comentarios con una clara intención, y aunque
aquellos breves textos (redactados hacia 1950) permanecieron inéditos en vida de Rulfo, no faltan los que terminaron por llegar, sin que nadie lo pudiera sospechar,
a su obra literaria. Hay ejemplos de esto en los dedicados al templo de Lolotla y al ex convento de Metztitlán,
en Hidalgo —recogidos ambos en Letras e imágenes—,
que es posible relacionar con “Luvina” y Pedro Páramo.
Pero es desconocido otro fragmento, sobre la capilla de
Jiadi, también en Hidalgo, tomado como algunos más
del Catálogo de construcciones religiosas del estado de Hidalgo, ambiciosa publicación de 1940-1942, de la que
transcribe Rulfo lo siguiente:
Además del templo mencionado de la Santísima Trinidad, existe en Jiadi la Capilla de las Ánimas.
Se halla en la plaza pública de la población. Fue
construida en época remota, quizá por los frailes
agustinos de Actopan. Los caminantes, al pasar por
esta capilla-cepo, arrojaban dinero al interior “para
auxilio de las Ánimas que pagaban sus culpas en el
Purgatorio”. El caminante que no tenía dinero para la
limosna rezaba un padrenuestro y arrojaba al interior
una piedra. Una vez al año, los encargados del templo abrían la cancela de la capilla, juntaban las monedas dispersas y contaban las piedras, que significaban
otros tantos padrenuestros rezados por los piadosos
caminantes.
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A juzgar por el texto del Catálogo, breve y sin
mención de algo de valor, así como por los dibujos y
una fotografía también incluidos, el templo y la capilla
de Jiadi carecen de importancia. Rulfo no se detuvo en
ellos, evidentemente, por su arquitectura; resume en alguna medida la descripción de las construcciones, pero
transcribe de manera literal la historia de la contabilidad de los padrenuestros de la Capilla de las Ánimas.
No es difícil recordar aquí algo que aparecerá en Pedro
Páramo:
Si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas
por la calle. En cuanto oscurece comienzan a salir. Y a
nadie le gusta verlas. Son tantas, y nosotros tan poquitos, que ya ni la lucha le hacemos para rezar porque
salgan de sus penas. No ajustarían nuestras oraciones
para todos. Si acaso les tocaría un pedazo de Padre
nuestro. Y eso no les puede servir de nada.
Éste es el Rulfo lector que, en cierta manera,
también podemos ver en los Retales. Sabemos mucho
sobre cómo ha sido leído Rulfo gracias a los trabajos
de Alberto Vital y Jorge Zepeda, pero menos sobre
. El arriero en el Danubio: recepción de Rulfo en el ámbito de la lengua
alemana, México, Universidad Nacional Autónoma de México /
Instituto de Investigaciones Filológicas / Centro de Estudios Literarios, 1994.
. La recepción inicial de Pedro Páramo (1955-1963), México, rm
/ Fundación Juan Rulfo / Universidad Nacional Autónoma de
México / Consejo Nacional para la Cultura y las Artes - Instituto
Nacional de Bellas Artes / Universidad de Guadalajara / Secretaría
de Cultura del Estado de Jalisco, 2005.
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cómo leía él. No obstante, si analizamos los nada escasos indicios que dejó al respecto no es desdeñable lo que
podemos aprender. No es casual, por ejemplo, que en
la transcripción de Reginaldo de Lizárraga, con la que
inició los Retales, omita ciertas digresiones comunes
en estos cronistas coloniales, o nociones descabelladas
sobre el origen del hombre en América, creencias míticas, observaciones racistas, descripciones rutinarias y
sin originalidad… Rulfo gustaba de estas lecturas, pese
a todo, y su selección en Retales permite ver por qué: le
daban, como ocurre aquí, la oportunidad de encontrar
una percepción aguda de cierta realidad o una expresión bien lograda, lo que le permitía, no hay duda al
respecto, “ser inspirado y mantener el fecundo trabajo
del espíritu sobre sí mismo”.
La lectura que hace Rulfo de un autor como Lizárraga se comprende mejor si recordamos que otros cronistas pueden ofrecer la buena descripción de un paraje,
ya que Rulfo valoraba en grado muy alto una disciplina
como la Geografía (sin olvidar la Historia). En estos
casos no escatimaba su admiración. Elogiaba, por ejemplo, algún párrafo que describía una comarca de manera
breve, precisa y completa. “Parece que uno está viendo
ese lugar”, decía, o “si uno pasara por ese sitio lo reconocería de inmediato”. También se puede encontrar el
contraste con un autor como Lizárraga en otro escritor, muy diferente, incorporado asimismo a los Retales:
Hans Ruesch, cuyo País de las sombras largas proporcionó a Rulfo el fragmento aquí incluido. Localizó en este
libro una descripción de paisaje más afortunada que las
del fraile español, así como una observación antropológica (que le sugirió el título que da a este fragmento)
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por completo ajena a la desdeñosa perspectiva del colonizador. La novela de Ruesch, aparecida en español
en 1962, era muy popular hacia la época de los Retales
(se había llevado exitosamente al cine en 1957, con el
actor mexicano-estadounidense Anthony Quinn), y no
debemos olvidar que Rulfo iniciaba entonces su trabajo
en el Instituto Nacional Indigenista, donde el libro de
Ruesch llegó a ser una obra de culto por la devastadora
crítica que hace de la labor de los misioneros europeos
entre los esquimales. Los antropólogos del Instituto la
debían recordar frente a cualquier tentación de llegar
a sus áreas de trabajo como “portadores de la civilización”. Es significativo, por otra parte, que dos de los
Retales estén vinculados al trabajo de Rulfo como editor del Instituto.
Alberto Vital, con la asistencia de Sonia Peña, ha
localizado la mayoría de las versiones originales de los
textos incluidos en los Retales, comparándolas con las
transcritas por Rulfo y abriendo de esta manera el camino a un análisis sobre suelo firme del proceso de creación literaria de ese “lector profesional” que era Rulfo
(él mismo se había definido así en cierta ocasión, como
nos recuerda Vital en estas páginas). Otros podrán continuar este trabajo, aunque algunos no advertirán siquiera
la importancia de una labor de esta naturaleza, pues lo
que se acostumbra llamar crítica literaria en México es
más deudora de Sainte-Beuve de lo que sería saludable,
y tan afecta a un puñado de lugares comunes en el caso
de Rulfo que bastarían cinco líneas para inventariarlos
todos (porque Sainte-Beuve también era un acucioso
acuñador de frases de esta clase). Una crítica literaria,
la nuestra, ejercida por unos litterati muy semejantes al
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Théophile Gautier que hacía lamentar a Proust, cuando le descubre algún descuido, sus “hábitos un tanto
negligentes de periodista”, y que aún aceptamos como
parte del paisaje. Sin embargo, crece entre nosotros la
conciencia de la desproporcionada medida en que el periodismo ha llevado a su territorio no sólo a la crítica
literaria, sino a la misma literatura mexicana (e incluso a
otras disciplinas: a Rulfo lo sorprendía que un periodista contemporáneo suyo, célebre y poderoso, publicase
libros de —se supone— antropología e historia). Si hiciéramos una lista de prosistas y poetas “conocidos” que
nunca hubiesen recurrido en México, o sólo de manera
marginal, al oficio de periodista, nos sorprenderíamos
del magro porcentaje del total que representarían. Nos
familiarizamos con los nombres de aquellos que escriben en secciones culturales, suplementos y revistas, o
aparecen en los medios electrónicos, y acostumbramos
referirnos a ellos como novelistas, poetas o ensayistas,
pero pocas veces lo son de verdad (como Sainte-Beuve,
cuya obra “literaria” nadie tomaba en serio), y tampoco
es como tales que el público los reconoce. Ricardo Piglia, viendo las cosas con mayor claridad que nosotros,
pudo escribir lo siguiente a propósito del caso, quizá
dramático, de Octavio Paz, quien roturó el campo literario en que aún nos encontramos: “todos hacían de
cuenta que lo oían porque era un poeta, pero en realidad es obvio que Paz no fue otra cosa que un periodista,
sobre todo eso, un gran periodista”.10
. “Journées de lecture”, p. 277.
10. Ricardo Piglia, “Conversación en Princeton”, en Crítica y ficción, Barcelona, Anagrama, 2001, pp.173-174. Una muestra de que
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Inmersos, pues, en esta confusión, no se puede
imaginar nada más ajeno a nuestro periodístico campo literario que las reflexiones de Marcel Proust sobre
el lector que escribe, o un trabajo sobre los Retales
del lector-escritor Juan Rulfo. No podemos, por cierto, excluir de ese campo a cierta academia, porque es
imposible no percibir que las distorsiones de la crítica
sainte-beuviana han experimentado ahí una “progresión creciente a medida que la autonomía del campo
universitario en relación con el campo periodístico tendía a debilitarse”, para decirlo con Pierre Bourdieu.11
No mejora las cosas que esa crítica —no cabía esperar
otra cosa, por su origen—, además de su constancia en
leer y escribir mal, haya ampliado sus territorios con
los lugares comunes, reales o imaginarios, del psicoanálisis: quizá por ello es tan frecuente escuchar que la
temprana muerte de los padres de Rulfo habría sido el
acontecimiento fundamental de sus primeros años, y
que de éste se habría alimentando en forma decisiva su
creación literaria. Se olvida a propósito, porque no se
sabe qué hacer con eso, que por la misma época el niño
Juan Rulfo entraba en contacto, por una circunstancia
fortuita, con la biblioteca del cura Ireneo Monroy, depositada en la casa familiar de San Gabriel. Es decir,
la crítica literaria mexicana sobre Paz ha iniciado el recorrido de
un análisis más exigente, llevado a cabo por autores muy jóvenes,
se puede ver en los artículos de José Luis Bobadilla —“Primeras,
últimas líneas”— y de Heriberto Yépez —“Delicia de la glosa”—
aparecidos en la revista La Tempestad, vol. 10, núm. 60, mayo-junio
de 2008.
11. Pierre Bourdieu, Autoanálisis de un sociólogo, trad. de Thomas
Kauf, Barcelona, Anagrama, 2006, pp. 35-36.
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se renuncia por principio a comprender en qué medida
habría sido, éste sí, un acontecimiento formativo en la
vida de Rulfo. Paul Auster revelaba una circunstancia
muy similar, igualmente accidental, que definió su destino como escritor:
La hermana de mi madre está casada con Allen Mandulbaum, conocido por sus traducciones de Virgilio
y Dante. Cuando tenía cinco o seis años, mis tíos se
fueron a vivir a Italia y se quedaron allí doce años. Mi
tío tenía una enorme biblioteca, y como nosotros vivíamos en una casa grande, nos dejó sus libros durante
su ausencia.
Al principio, estuvieron guardados en cajas en el
desván, pero después de un tiempo (cuando yo tenía
nueve o diez años), mi madre comenzó a preocuparse
de que los libros se estropearan allí arriba. Un buen día
bajamos las cajas. Las abrimos y colocamos los libros
en estanterías. Hasta entonces, en nuestra casa casi no
había habido libros. Mis padres no habían asistido a la
universidad y ninguno de los dos demostraba un especial interés por la lectura. De pronto, de la noche a la
mañana, tenía una maravillosa biblioteca a mi disposición: los clásicos, los grandes poetas, las novelas más
importantes. Ese mundo abrió un mundo nuevo para
mí. Cuando lo recuerdo, me doy cuenta de que esas
cajas de libros cambiaron mi vida. Sin ellas, dudo que
alguna vez hubiera soñado con ser escritor.12
Al menos uno de los autores reunidos en los Reta12. Paul Auster, Experimentos con la verdad, pp. 163-164.
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les, Knut Hamsun, se contaba entre los que leyó Rulfo
en la biblioteca de Ireneo Monroy. No cesó de recordarlo. Cuando la vida lanzó al futuro escritor a Guadalajara y a la ciudad de México llevaba consigo, sin duda,
la idea de crear su propia biblioteca, que sería quizás
una recuperación, recreación o prolongación de la que
fue su refugio infantil frente a un mundo convulsionado, abriéndole los ojos a otro mundo, el de la literatura,
insospechado en aquel lugar y momento. Algún visitante de la época ha descrito la pulcra biblioteca que Rulfo
había reunido en Guadalajara ya en la década de 1940.
No dejó de incrementarla en la ciudad de México; las
mudanzas y los obsequios que hacía su dueño (de los
que me beneficié a veces) la mermaron ocasionalmente,
pero sorprende el impecable cuidado que muestran aún
hoy sus libros, algunos en ediciones de sus años juveniles. Como Alberto Vital se encarga de señalar aquí,
muchos de los Retales de Rulfo provienen de esa biblioteca. Cabe decir lo mismo de su obra literaria.
Víctor Jiménez
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