Un recorrido por su geografía da pistas para comprender su

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La gaceta
CRÓNICA
Un recorrido
por su geografía
da pistas para
comprender su
particular visión,
siempre a medio
camino entre la
imaginación y la
memoria
24 de mayo de 2010
Juan Rulfo
en su espacio
VÍCTOR MANUEL PAZARÍN
C
omo a Homero, el de
La Ilíada, tres pueblos
se disputan la paternidad del nacimiento de
Juan Rulfo.
Toda la vida el narrador expresó haber tenido la hacienda
de Apulco como cuna, y a San
Gabriel como lugar de su infancia; pero en Sayula se asientan los “datos oficiales” de su
origen. A lo anterior se podría
agregar que Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno
de niño pasó una temporada
en Zapotlán (donde afirmaba
Juan José Arreola ambos se habían conocido); luego se vino
a vivir a Guadalajara (en el internado Luis Silva realizó sus
estudios iniciales). En la capital
jalisciense publicó sus primeros cuentos en la revista Pan,
en los años cuarenta, aquellos
que lograron acortar el extenso nombre y se convirtiera, ya
en la Ciudad de México —y en
definitiva— en Juan Rulfo, al
publicar El llano en llamas, en
1953. Dos años más tarde confirmó su nombre de escritor el
Pedro Páramo.
Para celebrar los 80 años del
nacimiento de Rulfo, el ayuntamiento de San Gabriel, en 1997,
creó una ruta que llevó su nombre. Me invitaron y fui.
—¿Qué es lo que cruzó la carretera? —le pregunté en aquel
tiempo al anfitrión, quien se
había tomado la molestia de
venir hasta Guadalajara por
mí (y por un pequeño grupo
de personas que me acompañaban en el viaje). La música
del estéreo no le permitió escuchar mi pregunta: la irritante
voz de Andrea Bocelli irrumpía
con estruendo.
—¡¿Qué fue lo que cruzó la
carretera?! —tuve que gritar.
—¡Un correcaminos —au-
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lló—, hay muchos por aquí, y también venados, pero a esos los matan los pobladores, aunque está
prohibido!...
—¡Ah! —dije. Y no volví a hablar.
El anfitrión aceleró la camioneta y dio vuelta en un recodo. Saltó
a la vista el paisaje: un abismo de
barrancas azules en la lejanía, anegadas por el empecinado sol.
Al encontrar de frente la intensa luz, nos cegó…
San Gabriel
Al llegar al pueblo el celaje se había dispersado. Lo que encontramos, en todo caso, fue un mundo
muy distinto al que alguna vez
miró Juan Rulfo. Las calles con
casas de adobe y techos de dos
aguas, con densas sombras y gente inmaculadamente vestida (con
sombrero o rebozo), ya no estaban.
Esas calles que alguna vez mi
madre y sus hermanos caminaron
(allí nacieron, por cierto), y que Rulfo fotografió en su momento, se ha- 5”Quedará alguna
bían convertido en otra cosa: tal vez esperanza”, fotografía
los muertos de su novela, y los seres de Juan Rulfo.
de sus cuentos que habitaban en ese Foto: Archivo
pequeño infierno descrito con puntualidad, eran en ese instante entelequias... La esencia sí: percibimos
su naturaleza y vimos los espacios.
La casa curato y su biblioteca, nada
me dijeron. Pero a unos pasos, saliendo
de allí: “…era una casa en penumbras,
derruida; la habitaban personas ajenas
a lo que ahí había sucedido ¿cuándo?
Se escuchaba en ecos lejanos: ‘—Soy
Eduviges Dyada. Pase usted.’ Parecía
que me hubiera estado esperando. Tenía todo dispuesto, según me dijo, haciendo que la siguiera por una larga
serie de cuartos oscuros...; salí a toda
prisa, impresionado y con el temor de
ser tragado por la oscuridad; en la calle
tuve que cerrar los ojos porque el sol
me deslumbró, a ciegas caminé hasta
un pequeño puente; creí escuchar el
sonidos de cascos: Un caballo pasó
al galope donde se cruza la calle
real con el camino de Contla. Nadie
lo vio. Sin embargo, una mujer que
esperaba en las afueras del pueblo
contó que había visto el caballo corriendo con las piernas dobladas
como si se fuera a ir de bruces. Reconoció el alazán de Miguel Páramo.
Me detuve a mirar el cruce de caminos. Recordé, luego, la explanada
del templo mayor: acudían (en otro
tiempo) los indígenas de Apango a
vender sus hierbas. El grupo que
me acompañaba me dio alcance:
una callecita llena de piedras nos
condujo hasta encontrar unas bajas
lomas. Contrario al resto del pueblo,
allí corrían los vientos, suaves y firmes: Pensaba en ti, Susana. En las
lomas verdes. Cuando volábamos
papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del
pueblo mientras estábamos encima
de él, arriba de la loma, en tanto se
nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento. ‘Ayúdame Susana.’
Y unas manos suaves se apretaban
a nuestras manos. ‘Suelta más hilo.’
El aire nos hacía reír... Ese mismo
viento nos retornó hacia el río, y
volvimos a escuchar su rumor,
aunque sólo había (en ese instante) piedras: El río comenzó a crecer
hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin
embargo, el estruendo que traía el
río al arrastre me hizo despertar
en seguida y pegar el brinco de la
cama con mi cobija en la mano,
como si hubiera creído que se estaba
derrumbando el techo de mi casa…
Entramos, entonces, a la capilla de
la Sangre de Cristo, todavía olía a
flores. Habían velado allí a Susana
San Juan, después de su muerte,
el 8 de diciembre ¿de qué año? Lo
que vimos fue a un guajolote volar
de un extremo a otro del atrio. El sol
se filtró por las claraboyas e iluminó
su vuelo indescriptible. Las campanas sonaron, en aquel increíble momento, anunciando el Ángelus…”.
Desperté de madrugada, sobresaltado por el chillido de los
cerdos (…del matadero a los
cielos y de allí a mis oídos…);
apuré el último trago de mezcal y acudí a la lectura del Pedro Páramo, en ese instante
tuvo sentido todo… [
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