Todavía estás tú - Ayuntamiento de Olite

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Certamen literario “De la Viña y el Vino” 2015
Cofradía del Vino de Navarra
Premio Narrativa “Olite, Ciudad del Vino”. Ayuntamiento de Olite
Juana Cortés Amunárriz
Todavía estás tú
Lola, Lola, Lola, te digo. Y tus ojos me miran vacíos, llenos de algas. Llevas un
camisón amarillo, la cadena de oro al cuello, unas zapatillas de andar por casa un
poco deformadas. La media melena ha sido sustituida por el pelo corto. Marisa te lo
cortó; dijo que así sería más cómodo lavártelo. Hemos ido haciendo pequeños
cambios. ¿Cómo te llamas?, insisto. ¿Te llamas Edurne? ¿Te llamas Susana?, te
pregunto y tú, la niña grande en la que te has convertido, la niña con la que convivo y
cuido, me ignoras, como si no quisieras jugar al juego que te propongo. Como si no te
interesara en absoluto. ¿Te llamas Cenicienta o Rapunzel? Suspiras, con una
profundidad que te agita, que hace que tu cuerpo tiemble durante un segundo,
mientras sigues inmersa en el silencio.
Lola, Lola, Lola, insisto. Y tú mueves la cabeza, como si el ritmo de mis
palabras despertara una melodía interna. Naciste en Artajona. Artajona, Artajona. Tú
me contaste que el nombre viene del euskera y quiere decir “lugar en el que abundan
las encinas”. Tú me contabas tantas cosas… Yo nací en Tafalla y fue allí donde nos
conocimos. Venías a pasar el verano a casa de tu tía Rosa. La casa, casa, casa.
Rosa, Rosa, Rosa. Y salíamos con la pandilla, nuestros amigos. Fermín, Merche,
Olaia y Javier… Salíamos a pasear por los viñedos. Te gustaban las viñas, retorcidas
y secas en invierno, y tan cargadas de uvas a finales de verano.
Te remueves en la silla, mientras yo te hablo, no dejo de hablarte. Invento las
conversaciones, hablo por los dos. Recupero las palabras que no tienes, porque no sé
que otra cosa hacer, salvo hablar. Salvo intentar traerte de nuevo a este lado del río.
Por eso te hablo de ti y de mí. De cuando nos fuimos a vivir a Madrid porque a mí me
dieron una plaza en Justicia y tú empezaste a trabajar en el colegio. Ayudabas en el
comedor y disfrutabas de tu trabajo. Querías tanto a los niños... Mis niños, decías.
Tenías más de cien cada curso y los conocías a todos y te preocupabas por cada uno
de ellos. Porque no tuvimos hijos, Lola. No vinieron y nos acostumbramos. Sí que
tuvimos perros, cuatro, que compartieron con nosotros sus vidas. El más querido
Vigilante, porque era sordo y cariñoso. Vigilante, Vigilante, Vigilante. Elegir ese
nombre fue una de tus ironías, porque el pobrecito Vigilante requería de nuestro
cuidado continuo.
Lola, Lola, Lola. Te cuento mi vida, tu vida, nuestra vida. Es como un
calidoscopio hecho de imágenes que se mueven, y unas reemplazan a las otras. Y
cambian, sin orden, y en ese desorden está todo. El vestido rojo. Una noche de verano
en la que nos hicimos novios. Fuiste tú quien me eligió, quien me cogió de la mano y
me sacó a bailar en las fiestas de la Asunción. Muévete, hijo, me decías riendo. Y yo
me dejaba llevar, mientras tú me indicabas los pasos y me aferrabas entre tus
poderosos brazos.
Lola, Lola, Lola. Bailamos, bajo las luces de la verbena. Tú,
voluminosa, mujer montaña de risa contagiosa. Y yo, el pequeño escalador, agarrado
a tu cintura. Y ahora me miras sin reconocerme, transformada en la hija que no
tuvimos, grande, torpe. Y yo tu padre, tu cuidador, ahuecándote el pelo, limpiando tu
barbilla, dándote de comer con paciencia. Y me miras con los ojos llenos de algas,
ajena a la emoción que me embarga, al efecto de avalancha que tiene en mí el
recuerdo de esa vida que hemos compartido.
Ernesto, te digo. Ernesto, el jilguero al que una urraca destrozó a través de los
barrotes de la jaula. ¿Te acuerdas? Lola, Lola, Lola, Ernesto y las Meninas. Hicimos
un puzzle de dos mil piezas, el maldito puzle de las Meninas que luego encolaste y
guardaste sobre el armario. Ernesto, Meninas y Orzán. La playa de Orzán y el agua
helada. Siempre te metías en el mar, aunque hiciera frío. Y se te pusieron los pies
azules… Y cogimos una concha gigante que tuvimos en el baño, hasta que se cayó un
día y se rompió en mil pedazos. Concha, concha, concha. Los años vividos,
compartidos, antes de perderte en el bosque. La vida tranquila, los detalles pequeños
en los que se resume una existencia. Los domingos planchabas en la cocina. Abrías la
tabla, enchufabas la plancha y mientras se calentaba te aligerabas de ropa. En
combinación, encendías un puro y empezabas a planchar con parsimonia. Te movías
con sensualidad, y la pila de ropa disminuía mientras un leve sudor brillaba sobre tus
labios. De vez en cuando te detenías, dabas una calada y expulsabas el humo hacia la
ventana que habías dejado entreabierta. Cuando acababas la plancha, o a veces
antes, te llevaba a la habitación. Aquellos sí que eran buenos momentos
La niña grande, torpe y muda que eres abre la boca, pero no dice nada. Tu
cuerpo, desde que la enfermedad lo ha vaciado de ti, me hace pensar en las grandes
ballenas que mueren en las playas en suicidios que nunca entenderemos. Las
ballenas, que te fascinaban y que quisimos avistar en Tenerife, pero que no logramos
ver a causa de la niebla. Ballenas, ballenas, ballenas. Tus ojos que no me miran. Tu
boca que no me habla. La enfermedad ha avanzado como un ejército imparable y el
médico me ha recomendado que no tenga esperanzas, sólo paciencia.
Paciencia, me digo, cuando sorprendo el charco de orina debajo de la silla, o al
secar una vez más la saliva que se acumula en la comisura de tu boca. Entereza
contra la impotencia y el dolor de saber que no hay cura, que los pájaros se comieron
las miguitas de pan que te traían hacia mí, hacia nuestra casa y nuestra vida. Lola,
Lola, Lola. ¿Dónde estás, Lola? Me pregunto adónde te has ido. Y si en algún
momento comprendes la diferencia entre estar aquí y ese otro lugar al que yo no
puedo llegar. ¿Estás sola?, me pregunto. ¿Te sientes a veces tan sola como me siento
yo aquí, desde que tú ya no me hablas? Los pájaros se comieron las miguitas y te
quedaste perdida, allí, en el bosque. Pulgarcito, Pulgarcito, Pulgarcito.
El caleidoscopio gira y recuerdo los buenos ratos. Los buenos momentos que
pasamos sosteniendo una copa entre las manos. Y no eran sólo en ocasiones
señalados, como las bodas o los cumpleaños. Nos gustaba abrir una botella de vino
en cualquier momento, con cualquier excusa y nos la bebíamos tranquilamente,
relajados, conscientes de que éramos privilegiados porque nos teníamos el uno al
otro. Vino de nuestra tierra, de nuestra familia. Aquello nos reconciliaba con algo que
no tenía nombre.
Vino, vino, vino, te digo. Y, dejándome llevar por una intuición, abro una botella
y la sirvo en las copas que guardamos en la alacena. Siempre decías que un buen
vino se merecía una buena copa y una buena compañía. Sirvo el vino y tú lo miras
caer, vivo, rojo, salpicando dentro de la copa. Y te lo acerco a la nariz para que lo
huelas. Vienes de una familia que ha vivido del vino durante generaciones y sabías
detectar matices con una facilidad que yo admiraba. Lo llevo en la sangre, decías, hija
de hombres y mujeres que han recogido la uva y han esperado que fermente con
paciencia para que se produzca del milagro de esa tierra. Y recuerdo algo que dijiste
un día; donde no hay vino no hay amor. Vino, vino, vino. Amor, amor, amor. Y te animo
a brindar, aunque sea yo quien guía tu brazo hacia el mío hasta hacer chocar las
copas que cantan. Y brindo por nosotros. Por lo que queda de nosotros. Y te acerco la
copa para que te mojes un poquito los labios, mientras yo también bebo.
Y el milagro se produce. Algo se mueve dentro de tus ojos, como si las algas
se mecieran suavemente. Vino, vino, vino. El olor, el sabor, el gesto… No puedo saber
qué, pero quizás algo evocador ha producido el movimiento. Lola, Lola, Lola. Donde
no hay vino no hay amor. Y aquí hay las dos cosas. Y quién sabe qué ha pasado por
tu cabeza porque abres los labios y dices algo que en un principio no entiendo. Pero te
miro y te dejo seguir, porque hay que tener paciencia con los niños pequeños, con los
niños que no saben expresarse. Reloj, me parece entender. Reloj… Y es el tono de tu
voz el que me descubre lo que dices. Reloj, no marques las horas… Y yo te escucho
aunque no dices nada más, te limitas a repetir esa frase de una canción que hemos
cantado mil veces. La vieja canción de los Panchos.
En algún lugar de esa niña en la que te has convertido, en ese cuerpo de
ballena varada, todavía estás tú, me digo. Lola, Lola, Lola. Sostengo tus manos y retiro
el mechón de pelo que cubre tu ojo derecho. Reloj no marques las horas… repites,
farfullas, con un hilo de voz. Y vuelven las noches de verano, los bailes en la plaza, las
risas con los amigos. Las excursiones al río. Los paseos junto a los viñedos, el olor del
pueblo en octubre, las avispas y el sol y las manos que se unen. Y, de repente, te
incorporas, como si quisieras bailar. Y yo me levanto asustado, y te sostengo entre mis
brazos para que no te caigas. Y tú apoyas la cabeza en mi hombro y te sigues
meciendo, como tantas veces, en tantos bailes, sólo que ahora soy yo quien te llevo.
Yo el hombre montaña y tú la niña escaladora, agarrada a mi cintura.
Reloj no marques las horas, dices. Una única frase, repetida una y otra vez. Y
yo sigo cantando. Porque voy a enloquecer…, susurro. Ella se irá para siempre,
cuando amanezca otra vez… Canto yo bajito, agarrando tu mano. Lola, Lola, Lola.
Reloj, reloj, reloj. El tiempo que uno desearía que se detuviera. El anhelo de un tiempo
congelado en el que guarecernos, en el que vivir abrazados. Y hay una ternura
tremenda en este momento, en este pequeño regalo que me llega por sorpresa. Y ahí
estamos los dos, bailando en mitad de la cocina esa canción que se resume en una
sola estrofa que repites y repites, incapaz de recordar el resto. Reloj no marques las
horas. Y mientras tú bailas, y yo bailo, nada más importa. Lola, Lola, Lola. Y siento
maravillado el breve latido de la vida y su dulzura.
Pseudónimo: Musset
Se trata de un relato en el que un marido rememora la vida en común con
su esposa, sumida en la actualidad en las nieblas de la senilidad avanzada o
el alzhéimer. La mera mención del vino compartido en común, sinónimo de
amor y dicha, provoca el despertar transitorio de la mujer, que acaba
bailando con su pareja al son de una vieja canción del grupo Los Panchos.
El monólogo, de dicción sobria, se convierte de hecho en un diálogo lúcido
de emoción contenida con la persona amada.
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