Los refugiados sirios en Líbano. Vendrán en primavera Acnur (la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados) presentó en Beirut su informe 2014, sobre la situación de los refugiados sirios en Líbano: 1. 125.913 personas cruzaron la frontera desde Siria y están registrados oficialmente. Se calcula que desde que inició el conflicto en 2011, han ingresado a Líbano 45.000 personas por mes huyendo del horror. Más de la mitad tienen menos de 17 años. Se encuentran repartidos en todo el país y los grupos más numerosos están en Beirut, Bekka y en Tyro. Escribe: Alejandra Casablanca La carretera que va desde Beirut hasta el valle de Bekka dibuja un paisaje de ensueños. Las casas construidas en su mayoría en las laderas de las montañas, casi como colgadas en el aire. El verde de la tierra fértil de la zona agrícola por excelencia del país. Según pudo confirmar esta periodista con las autoridades de Acnur, de esta zona principalmente llegarán las familias que se reasentarán en Uruguay. En Zahle, ciudad central en el este, se encuentra uno de los centros de recepción de ACNUR para los refugiados que cruzan la frontera: el Bekka PI. Ese es el primer paso para ellos. Se registran, se entrevistan largamente con los funcionarios de Naciones Unidas, comienzan a ver más claro a qué lugar irán de acuerdo a sus realidades económicas y laborales y son atendidos sanitariamente. Después vendrá la instalación, el permiso como refugiado durante un año (que se extiende luego a dos) y la lucha por conseguir lugar dónde vivir, empleo y tiquets que canjean por alimentos. Cada día 1000 personas se registran como refugiados, confirma el Acnur en Bekka. El valle de la Bekaa fue, durante milenios, un corredor que unía el interior sirio con las ciudades costeras de Fenicia. Bekka la de los vinos. Bekka la de las papas. Bekka sostén alimenticio del país. Bekka la de las historias más complejas en el territorio de la vulnerabilidad. Quienes han escapado del conflicto viven como pueden, en carpas, en edificios abandonados, en predios rurales que le son alquilados. Todas las familias indican que les es prácticamente imposible pagar los alquileres y lograr alimentarse correctamente. Un trabajador agricultor en Bekka gana 10 dólares el jornal y ninguno tiene trabajo todos los días. Así lo asegura Hassim, el padre de Fadia, una bebé de diez días que nació prematura en un campamento en la ciudad de Terbol. La niña se alimenta por una sonda que debe cambiarse cada semana, pero sólo el traslado hasta la policlínica más cercana le cuesta 50 dólares. “¿Cómo puedo pagar yo esto, cuando trabajo por jornal y no todos los días nos necesitan para recoger la cosecha?”, me pregunta y se pregunta este hombre que llegó de Alepo tras el bombardeo de su barrio con su mujer embarazada, su madre y cuatro niños. Hassim espero paciente que esta periodista terminara de conocer y entrevistar a una familia a cargo de una joven viuda, su suegra, una viejita ciega y seis niños, la más grande de siete años. Se acercó repitiendo “please journaliste, please” y rogó que fuera a conocer su casa y su historia. La barbarie de la guerra dibujada en cada una de ellas. Este campamento de refugiados en Bekka es el más pobre entre los pobres. Los carpones se levantan sobre el piso de tierra con lonetas que mezclan el distintivo de la ONU o UNICEF con arpilleras de café de Brasil y cartones. Así viven ellos. Son 200 familias, a una media de 10 integrantes, durmiendo, comiendo, sobreviviendo en una carpa de cuatro metros cuadrados. El dueño del campo les cobra entre 150 y 200 dólares al año por el alquiler de la fracción donde se instalan y aparte la carpa, cuyo precio incrementará según cuántas personas vivan en ella. No tienen saneamiento alguno y eso empieza a dejar secuelas en la piel de los niños por la contaminación de un pequeño cauce de aguas servidas que rodea el predio. Tienen un par de casetas que hacen de baño público. Cocinan con fogones sobre la tierra. Instalaron una carpa para uso de todos como una especie de cocina general que es la única que tiene garrafas. El agua está contaminada, tienen dos pequeñas potabilizadoras, la colocan en un tanque y de allí consumen cuando el dinero no da para comprar agua potable embotellada. Primero la salida de Siria y luego la realidad como refugiadas, han hecho cambiar a la fuerza el rol y el protagonismo de las mujeres. En el barrio Ain el Remmaneh, en Beirut, funciona el Amel Center, un centro comunitario que trabaja con mujeres refugiadas de varios países cercanos. Allí aprenden diferentes oficios, el manejo informático, idiomas y venden sus productos colectivos como una forma de “parar la olla” en sus casas. Quizás lo más importante para estas mujeres esté en el cambio interno. Otro espejo para poder mirarse y reconocerse más allá de lo establecido culturalmente como mandato: ser hijas, madres y esposas. Los hombres están abatidos, impotentes por no poder sostener a sus familias y por quienes han quedado en Siria. Se quedan todo el día “en casa” dicen y eso aumenta la violencia doméstica y la desintegración familiar. Otras son viudas y las pérdidas las obligan a salir al mercado laboral por primera vez en su vida. La situación de los niños es un tema aparte. La mayoría de ellos tenía la vida de cualquier niño en su Siria natal. Sus amigos, la escuela y el liceo, su familia entera. Hoy, sólo algunos concurren a clases y la mayoría trabaja desde la madrugada en la siembra y la cosecha. Ahmad es un adolescente de 15 años con una mirada húmeda, vidriosa. Hace seis meses llegó de Siria con su madre y cinco hermanos. Su papá y otros seis hermanos se quedaron en su país. No tienen noticias de ellos desde hace tres meses. Le pregunto a Ahmad en qué trabaja y contesta casi sin pensar, “en cualquier cosa, levantando cosechas de papas y remolachas. Cargando cajones de verduras. En la construcción. En cualquier cosa”. Se levanta antes de que salga el sol para iniciar su jornada de niño agricultor. Ahmad dice que le gustaría volver a estudiar, sin preocupaciones por ganar un jornal, terminar de estudiar para ser médico y “curar a la gente que en este campamento y supongo que en todos los otros, no pueden pagarse un doctor y sufren enfermedades”. Esta realidad se repetirá en varias de las familias que visitamos también en otros campamentos. En el asentamiento en Faour, cerca de Zahle, conocemos a Hassan, de 9 años, que trabaja en la agricultura levantando cosecha de papas y a su hermano Alí, de 12 años, que lo hace en un taller mecánico. Algunos de esto niños continuarán su educación y otros quedaran por el camino. “El declive del acceso de los niños y niñas sirios a la educación ha sido impresionante. En la actualidad hay tres millones de niños y niñas en Siria y en países vecinos que no pueden asistir a la escuela con regularidad. Esta cifra representa la mitad de la población siria en edad escolar” (1) Para aquellos que están en Bekka, la comunidad Intersos instaló un centro educativo y recreativo en Al Marj. El pasado lunes fue el primer día de clases y la emoción que transmite su director, contagia. Explica que van a buscarlos a los campamentos en un ómnibus para que al menos, durante unas horas, sientan que pueden ser y hacer. Les enseñan árabe, matemáticas, ciencias e inglés. 125 niños de entre siete y doce años concurren a clase. “Necesitamos dinero, más recursos para llegar a más niños”, dice el docente. En otra escuela, coordinada por el centro de la comunidad Amel en Kamed El Loz, y respaldada por Acnur, siete clases se llenan en dos turnos con estos niños. La escuela está impecable. Limpia. Llena de colores fuertes como en un contraste necesario con esa otra vida que los espera en el campamento. Según las últimas cifras de ACNUR, de los 355.000 niños sirios en edad de escolarización (entre los 5 y los 17 años) que están registrados como refugiados, solo 90.000 concurren a algún centro educativo. Más allá de la importancia de la educación desde lo académico, está también la contención de cada niño. La psicóloga Fátima Kaddura trabaja junto a Mariam Jeha, asistente social, en estos temas. Fátima explica que el primer rasgo común al ingresar a la escuela es el miedo, el temor al otro. “Los niños no te miran a los ojos, están metidos en su propio mundo y es un mundo de terror. Vienen de ver a sus familiares muertos, de ser víctimas de bombardeos y piensan que eso continuará también aquí. Hay que trabajar mucho esos temas, en lo grupal y en lo individual”, afirma. La psicóloga dice que el arte es motor para sacarlos de su aislamiento y ganar confianza. Tienen clases de teatro, de música, de dibujo, de cine y ahí es donde expresan sus miedos y también sus sueños. “Hay que insistirles en que no solo es posible, sino que es imprescindible soñar” dice. 1 “Las consecuencias devastadoras de tres años de conflicto sirio” Informe de Unicef, marzo 2014.