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Revist a de pensament m usical
De músculos y quimeras
(A propósito de un libro de Peter Sloterdijk)
> Ramón Andrés
Extrañamiento del mundo
Autor: Peter Sloterdijk
Traducción: Eduardo Gil Bera
ISBN: 84-8191-213-1
Editorial: Pre-Textos
Has de cambiar tu vida
Autor: Peter Sloterdijk
Traducción: Pedro Madrigal
ISBN: 978-84-15297-54-3
Editorial: Pre-Textos
1
Torso arcaico de Apolo
No conocimos su cabeza inaudita,
donde maduraba el globo del ojo. Pero
su torso sigue ardiendo como un candelabro,
en el que se mantiene y brilla, sólo que reducida,
su contemplación. Si no, no podría deslumbrarte
la proa de su pecho, ni podría ir
en el leve contoneo de su cadera una sonrisa
hacia aquel centro de procreación.
Si no, esta piedra estaría desfigurada y corta
bajo la caída transparente de la espalda
y no centellearía como una piel de animal de
presa;
y no estallaría desde todos sus bordes
como si fuera una estrella: pues no hay ahí sitio
alguno
que no te mire a ti. Has de cambiar tu vida.
Cambiar tu vida. No, no es lo que estaban pensando algunos
de los lectores que en su momento se acercaron a la librería
para comprar un libro con un título tan sugerente. En realidad,
el enunciado exacto es, si cabe, más tentador: Has de cambiar tu
vida, obra de Peter Sloterdijk, publicada en español en 2012, de
interpretación más imperativa con ese Has de que lo completa,
que lo remacha, que presupone un decidido ejercicio de voluntad,
la sugerencia de un asedio a lo que hasta ahora ha sido nuestra
existencia, la vida personal, la de cada uno, casi nunca colmada. El
rótulo podría pertenecer, a simple vista, al vasto y desconsolador
género de libros de autoayuda, donde se concitan los autores y
los consejos más renegridos y ñoños de las últimas estrategias
editoriales. De ahí el éxito de ventas que esta obra obtuvo en
Alemania. Sin embargo, se trata de una cosa bien distinta: el título
obedece a un verso de Rainer Maria Rilke, concretamente el final
de un poema donde, al admirar un escultórico torso de Apolo en
el Louvre, cuando el poeta vivía en París, algo le reveló que, tras
esa figura mutilada «que arde como un candelabro», piedra no
contemplada, sino que nos contempla, se proclama un designio
y, digámoslo con más acierto, una obligación: Has de cambiar tu
vida (Du musst dein Leben ändern).1 ¿Cambiar? Por qué, para qué.
El libro está espoleado por la lectura e interpretación que
en un tiempo hizo de la Carta al Humanismo de Heidegger, a partir
de la cual Sloterdijk ha formulado lo mejor y más radical de su
filosofía: Aviso de una época final; toma de conciencia de las
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©Miriam Subirana. Aguas en movimiento óleo sobre tela 114 x 146 cm
falaces ideas redentoras; alerta ante la penetración de la teopolítica; pensar la deriva
posmoderna; desconvocar las malintencionadas ilusiones inoculadas a través de una
cultura que, con redoblada intensidad a partir de la Ilustración, ha prometido, nos ha
prometido, la conquista de lo imposible. Y los encargados de cumplir con esa empresa
y culminación de la imposibilidad somos, precisamente, nosotros.
Este solo punto, esta acción, supone ya, para su acometida, un destierro del
mundo, un extrañamiento, que nos sitúa por defecto en el campo de la irrealidad. Cuando
Sloterdijk habla de las fuerzas verticales o verticalidades en las que nos instalamos,
verticalidad social pero también individual, está diciendo que todo está programado,
dispuesto para perpetrar esa huida o fuga ascendente hacia no se sabe qué lugar,
pero que, en el fondo, no está en la tierra. La esperanza, las utopías, las proclamas
de salvación, las religiones y neorreligiones, tanto da, promulgadas por las creencias
trascendentes o por la economía, las promesas de una vida feliz y depredadora de los
fracasos, la creación de sistemas inmunológicos donde el ser humano está a prueba
de cualquier estallido de lo real, forman parte de esta escalera que tiene su apoyo en el
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piso más resbaladizo de la superstición.
No es casual, argumentando la paradoja de este ascenso que no nos deja levantar
cabeza, que el autor recurra, en el que sin duda es un memorable capítulo [I, 3], a la
figura de Carl Hermann Unthan para referir nuestra inconmesurable necesidad de fe,
ese ejercicio, como lo denomina, de «autoadiestramiento» sin término, que condujo
a dicho personaje, pero también, bajo otras formas, a cada uno de nosotros, a ser
un aplicado contorsionista, un acróbata, un equilibrista que no sabe estarse quieto
en el suelo de lo común y que necesita, como justificación y motivo de su propia
existencia, la pirueta. Ésta, la de Unthan, es en buena parte la historia del devenir de
Occidente, un caldero donde bullen desde hace dos milenios los ingredientes más
tóxicos y apropiados para la toma de otra realidad, de otro mundo inexistente pero en
cualquier caso hecho para la conquista.
Unthan fue un violinista que se dedicó a recorrer los escenarios de Europa
para mostrar en ellos su pericia. Hasta aquí nada hay de asombroso; el detalle estriba,
sin embargo, en que el esforzado virtuoso carecía de brazos. Con el pie y la ayuda de
un punzón mecanografió su odisea en Das Pediskript, cuyas páginas cuentan cómo de
niño tuvo la idea de fijar el violín en un soporte, una especie de cajón instalado en el
suelo, y de este modo tocarlo con los pies. La visión que esta «proeza» sugiere no es
únicamente una metáfora, sino toda una revelación de nuestra voluntad preparada,
dirigida a culminar empresas que están por encima de lo humano; ni una ventaja a
la debilidad, ni un milímetro cedido a lo cabal o vulgar. La anomalía no la constituye
el hecho de no tener brazos, sino el rendirse. Para cumplir este cometido, Unthan
necesitó instituir una anormalidad y ofrecerla como «algo más» que normal a un público
asimismo «normal», malabarista y hombre hecho a sí mismo, o, más aún, autoforjado en
la creencia de que, siendo un ser distinto, conforma la norma. Una verticalidad más,
una nueva pirueta, una oda a lo descomunal, exhibicionismo vitalista y terapéutico
dirigido, en términos de Sloterdijk, para el deleite de gente «normal» pero impedida.
Es tal el rechazo a lo común, a aquello que es corriente, que la historia occidental
resulta sumamente prolífica en esta suerte de ejemplos heroicos pero a la vez cotidianos,
de «personas-que-se-exhiben-a-sí-mismas», tenaces buscadores de distinción ―el amor
a la diferencia, tan de nuestros días, no deja de tener un fondo perverso, porque la
primera diferencia es creerse uno distinto del resto― que convierten su existencia en
un campo de ejercitación, en un virtuosismo. Y todo esto, claro está, es aplicable a
todos los terrenos, ya fuere el político, tan urdidor de entelequias, ya fuere el del arte
o el de la filosofía, o, por resumir, lo que cabe en ese «espantajo» de término, así lo
define, como lo que llamamos «cultura».
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De modo que no es casual que el capítulo inicial de Has de cambiar de vida lleve
por título El planeta de los seres ejercitantes, a los que uno puede imaginar encerrados en
un gimnasio de imposibles, haciendo pesas y flexiones hasta potenciar la esperanza
y la intrepidez a punto de esguince. El autor ve la realidad del mundo como una
inconmensurable palestra, como una concentración de atletas. Siendo así, se corre
sobre el estrecho firme de ideas aceleradas como cintas continuas, interminables
como discursos; se hace un spinning afrontando una revolución muscular y utópica,
abdominales que a cada impulso dan más fibra a la convicción, tan definitiva, de que
uno no está hecho para sobrepasar el límite. Puede con todo. Pequeña unidad que
debe reinar sobre todo aquello que ha sido programado para el éxito, y no menos para
superar los dominios de uno mismo, ya sea ayudado de un trainer que ha elaborado
un programa personalizado de musculatura y rendimiento de autoengaño, ya sea llevado
por un fervor de transformación inculcado por esa voz que le repite, obstinada: Has de
cambiar tu vida. Este lenguaje atlético de marcas y superaciones ya lo empleó en uno de
los capítulos de En el mismo barco (1994), El atletismo de Estado, donde refiere a los atletas
del Estado como a los que se entrenan para «convivir con lo grande», inscritos en las
pruebas del decathlon estatal, que desde niños se sienten llamados a ocupar los mejores
y más altos cargos, sea en un ministerio de defensa o en un decanato universitario, sea
en una multinacional, en el cardenalato de las artes y la literatura o en las oenegés más
exaltadas. Ello siempre requiere, en expresión suya, de un despiadado y férreo ejercicio
megaloatlético.
No se le escapa al autor, desde luego, que esa teodicea de la superación personal,
que esa repugnancia a sospecharse lisiado como Unthan, ya corporal o psíquicamente,
que ese rendido amor a una existencia sin muletas y continuamente atento al pistoletazo
de salida, es la que, queriéndose «sacudirse el yugo de lo real», llevó al nazismo a sus
sueños crematorios y de alambrada. O, lo que es lo mismo, a las fosas de los Gulags y
aún a las posteriores depravaciones de la economía que en el último tercio del siglo XX
empezaron a capturar rehenes y llenar con ellos unos incontables vagones de deudores
hacia un exterminio tan implacable como calculado.
De manera que aquello que creyó oír Rilke, que emanaba del mármol museístico
como un designio, no era precisamente lo que pensaron los miles de lectores que
se precipitaron a adquirir el libro. Unos cuarenta mil ejemplares en Alemania. Lo
que anhelaban sus compradores era que algo, cualquier estrategia, cualquier pretexto,
cualquier técnica, cualquier secreto revelado, una frase siquiera, les evitara vivir como
viven, o mejor aún, ser como son. Ciertamente, las continuas alusiones gimnásticas
o atléticas, su lenguaje próximo a la jerga deportiva como enseña de superación,
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crean las figuras que sirven a Sloterdijk de magnífico ejemplo para transmitir el fondo
vocacional de nuestros espejismos, esto es, el de los ejercitantes-acróbatas en que
nos hemos convertido, tan necesitados de distinción y centrados en proceder a la
sistemática configuración –formateo― de una biografía que no se conforma con lo
que es, ya que nosotros, sus propietarios, la consideramos, al menos de partida, una
dimensión trivial del existir.
Si algo nos espolea es, al cabo, reparar en que esa biografía ha nacido, que existe
y es porque está dirigida –diseñada, entrenada― para ser única y, cosa importante,
testigo de sí misma. Una vida, en realidad, de ascesis, de entrega a una causa de lo
imposible, pero causa al fin. No es difícil extrapolar este microproyecto vital al devenir
de las grandes proclamas, de las quimeras que nacen añorantes de un futuro que, se
sobreentiende, no llegará nunca; he ahí su núcleo, porque, para nuestra mentalidad, la
culminación es un simple paso hacia otro estadio de afirmación y dicha, de cumplimiento
continuado de no se sabe qué promesas o deseos. No es necesaria demasiada sagacidad
para comprender que la religión ha tenido siempre su veta más preciada en estos
mecanismos de superación y rebasamiento de las fronteras personales, el via crucis de
ejercicios por los que el ejercitante busca, desea acceder a su propio Gólgota y, una
vez en él, redimirse y aspirar al metafísico encuentro con lo in-encontrable y lo inalcanzable. Eso mismo sirve, por supuesto, para los raptos visionarios de las políticas,
democráticas o no.
Lo que Sloterdijk define como preparación de los ecosistemas mentales de los
pueblos, sobre todo a partir de la Europa del siglo XIX, no podía tener mejores semillas
que esos gérmenes de voluntariosos volatines y de entrega a lo desmedido, y con ello,
de paso, afirmar el rechazo a aquello que resulta accidental, azar: la predilección de
la metafísica por un mundo proyectado y ordenado más allá de sí mismo, no es sino
un pensamiento religioso, profundamente religioso, aunque muy a menudo, no cabe
olvidarlo, surgido en las formas más radicales del laicismo, en los socialismos utópicos,
que piensan la esencia como irrevocable avance. El progreso es no dar tregua. No darse
tregua. La fatalidad denunciada por Nietzsche, sobre la suposición y falsedad de que
«el hijo es más que los dos que lo engendraron», suministra unos resistentes eslabones
a esa desazonadora cadena que no encuentra su eje, que jamás termina, como en
los dibujos de Roland Topor. Así, con esta adicción a la celeridad, a lo urgente y lo
quimérico, nace la Era de la neolatría, esto es, la Edad Moderna.
Con la sazón de estas razones, y no podía ser de otro modo, las religiones, los
idearios políticos, el fondo moral y la complicidad entre el platonismo, el cristianismo
y el utopismo, los monumentos, en fin, encaminados a la implantación del amor
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propio y del culto a lo improbable, unidos a esa «base de perentoriedad» que busca
ofrecer «una base natural al antinaturalismo», están marcadas, o son lo mismo, que ese
inyectado deseo de verticalidad del que hablábamos, que ese rendirse a lo desmedido
y a la dura devoción de lo propio. Siempre, o casi siempre, en Has de cambiar tu vida
subyace una penetrante y a veces desesperada mirada nietzscheana, porque fue el autor
de La genealogía de la moral quien avisó de esa brutal pedagogía instaurada, en sus más
mínimos detalles, para adiestrar y convencer al hombre-alumno de que es superior,
no únicamente al resto, sino a sí mismo, y de que el suyo es un pensamiento propio
y distinto al de sus semejantes ―oh Heráclito―. Así, antes que un ser humano se es
un cometido, una finalidad, un dardo hacia la feliz diana del vacío. Tú puedes, tú eres
capaz, querer es poder, y otras atroces consignas de esa misma ralea son los lemas
comunes a todos los acróbatas, anarquistas o lepenistas, centralistas o nacionalistas,
ecologistas o aznaristas, demócratas o maoístas; comunes a todos los amantes de una
disciplina de resentimiento que, bien que soterradamente, y ellos lo saben, les considera
inferiores a sí mismos, como individuos y como pueblos.
Por eso, y como toda respuesta, la contorsión, la fe en los absolutismos que, de
una vez, nos alojen en el recinto de una vida nueva y mejor, un parque temático de lo
indoloro donde podamos ser propietarios, granjeros para cultivar unos jardines claro
está colgantes, en cuya tierra abonada florezca una moral de talla única y bien arrapada
que permita nuestros movimientos, hasta los más violentos, sin roce con el exterior.
Si estos jardines son colgantes es porque están en alto, en alto como se suele situar al
espíritu –por qué no considerarlo, de una vez, en su dimensión horizontal―, como se
acostumbra a emplazar una afirmación, un grito patriótico o una identidad, cuya carta
de naturaleza se apoya en la aspiración de algo mejor-que-lo-mejor, más-natural-quelo-natural, y hasta más-verdadero-que-lo-verdadero. Sloterdijk, no por otra cosa, nos
recuerda, en referencia a estas regiones de altura, que la etimología de acróbata procede
de las voces griegas akro, «alto», lo «más alto», y bainein, «ir», «marchar». Caminar por
arriba, por lo más alto.
Si al principio del libro alerta de un nuevo regreso de la religión, y más todavía,
de un retorno y nacimiento de religiones y neorreligiones, no se está, por supuesto,
refiriendo únicamente a los nuevos deseos de los radicales apostolados monoteístas,
sino también a la macroeconomía y al taladro neoliberal, a los políticos y hommes d’action
que hablan vehementemente por boca de la comunidad y trazan caminos para guiarla,
ya sean pacifistas o malversadores, inversores o cabecillas sindicales, nostálgicos de
un papa dimitido o fervientes seguidores del zazen, tarotistas o meditadores new age,
pedagogos de reverdecidos brotes rousseaunianos o ateístas que se idolatran en el que
creen su libre albedrío, que todo viene a ser creencia.
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En medio de estos fervores no puede quedar al margen el arte, o lo que se
ha entendido como arte, por tratarse de un ejemplo inmejorable de competición y
desdicha, a menudo protagonizado por nuevos saltimbanquis, «enganchados» a
aquello que aparece siempre con visos de novedad y juramento de que su propuesta
va a formar parte de lo eterno, vanguardias –o contravanguardias― que entienden
muy bien el virtuosismo sin brazos del violinista virtuoso Untham, y por eso sienten
una tirria abominable por las formas, por las formas no lisiadas quiero decir, porque,
una vez más, el artista se ve en la obligación-condición de ser único y, por lo tanto,
completo en sí, con todos sus miembros, ni uno mutilado, así lo ha planificado su
trainer para anabolizar la musculación de su genio, por que él puede, puede conseguirlo,
hacerlo posible, acaso solo él es capaz de batir el récord de la novedad, por la cual
será recompensado, así en la tierra como en el cielo, ya abstracto o figurativo, sea
estampando cruces o tejiendo unos calcetines gigantescos para admiradores gigantes;
ya sea en instalaciones con montones de papeles estrujados y arrinconados, ya sea con
sacos de escombros que han costado un dineral a los contribuyentes. Trasgresiones las
más de las veces kitsch, que nunca llegan a decir lo que una viñeta de El Roto.
Cuando habla de la «catástrofe del arte», consumada a partir de 1910, Sloterdijk
lo hace sabiendo que cada generación, a partir de esa fecha, ha desconectado, «en un
grado sin precedentes», con el nivel de exigencia de la anterior. Así, según explicita,
las tres generaciones artísticas ―la de 1910 a 1945; la de 1945 a 1980; la de 1980 a
2005― han abominado del proceso de imitación y predominio de una técnica que
durante milenios había formado parte de un oficio para convertir, en unos pocos años,
el arte en una pura ideología de la creatividad «tan sospechosa como sugerente», un
experimento de megalomanía que, con increíble frecuencia, está en manos inexpertas.
Si esta caída libre del arte se produce, entre otras cosas, es porque casi toda obra
responde a un riguroso ejercicio de autorreferencialidad; y, paradójicamente, porque
en el rechazo de la imitatio, de lo que es figurativo y normal, subyace un perverso training
gracias al cual la obra ya no representa al mundo, sino que se representa a sí misma.
El lector, no sólo respecto a las páginas de Has de cambiar tu vida, sino también en
relación con aquellas generadas, sobre todo, a partir de Extrañamiento del mundo (1999),
y con determinado acento desde el dictado de las Normas para el parque humano (2000),
comprobará la desenvoltura y exactitud del autor a la hora de analizar los avatares
del Humanismo y lo que define como secesión de las artes frente a las profesiones
artesanales, el definitivo éxodo del artesano hacia las exclusivas rutas del artista y su
espectáculo estrenado en las tablas de la Edad Moderna, un acontecimiento amenizado,
entre otras cosas, por la negativa de éste a ser uno más, destinado a constituirse,
no ya como autor de una obra perfecta, sino de un fruto salido de una mano casi
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divina que durante quinientos años ha dado un interminable catálogo, por decirlo en
palabras suyas, de estrategas de la genialidad y teólogos de la creatividad, necesitados
de una cohorte de diáconos –los críticos― y de un sin cuento de simpatizantes de
la autosuperación. Se les admira por su capacidad de «condensación existencial», de
«concentración interior», y no menos por su implicación en la decisión de un «cambio
de orientación» y, sin duda, por su «aptitud para el sacrificio», manifestaciones todas
ellas tan semejantes a las concebidas en el seno de la historia de las religiones.
Los radicalismos ascéticos llevados a término por los artistas que se sienten
empujados a una novedad sin término y a desmentir a sus antecesores inmediatos, lo
que supone todo un homenaje de voluntad al barón de Coubertin, han patrocinado
las más pintorescas revoluciones y hasta secularizado los esfuerzos de los abnegados
ejercitantes que, en tiempos contemporáneos, apenas si tienen algo que envidiar a
los eremitas de antaño. La fe ha sido cambiada por el asombro, y «la plegaria [lo ha
sido] por la admiración». Pasear por un museo de arte contemporáneo no siempre
permitirá acercarse a obras extraordinarias, como es de sentido, pero con demasiada
frecuencia el visitante percibirá un sinnúmero de extravagancias, materiales de desecho
dispuestos con más o menos intención, ejercicios de alambre, descomunales colgantes que
antes parecen abalorios, piezas que se repiten hasta lo insospechado en su presunta
originalidad, conjeturas de plástico, que, al cabo, ya son el perfecto objeto de su única
finalidad: ser exposición.
Sí, también el artista, el escritor, el músico, ascienden por esa escalera de Job al
encuentro de jerarquías celestes, donde hay atletas y ángeles, empresarios y espectadores
(ahora se llaman consumidores, porque la cultura queda en nada, se consume, y así se
desecha como en el gimnasio el envase de bebida isotónica), críticos y aprendices.
Siempre encaramados en su autorrepresentación, hasta el punto que uno llega a ser
un dato exterior, únicamente eso, la vida propia planteada como dato del afuera.
Por eso, citando a Helmuth Plessner y su formulación del hombre situado en una
posición excéntrica respecto de sí mismo, aprovecha el autor, Sloterdijk, para hablar
del hombre-fuera-de-sí, de ese activista de la huida que siente la misión de sucederse a
sí mismo, y que, para actuar en consecuencia, se ubica fuera de sus posibilidades.
La certidumbre o presentimiento de que quizá no pueda culminarse esta
sublime empresa hasta el fondo ha sido la fuente, lejana ya, de los fatalismos que tanta
y varia fortuna han conseguido en el repertorio de las mentalidades y la filosofía
de Occidente. Claro que esta ubicación fuera de uno ha generado diversas formas de
secesión, técnicas de soledad como las llama el filósofo de Karlsruhe, resumidas en el
cuidado establecimiento de un diálogo consigo mismo, de una supuesta vida interior
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pensada, eso sí, desde fuera. Porque la soledad, tal como la entienden muchos de
nuestros contemporáneos, y cada vez más, exige un desdoblamiento, una escisión que
genera una especie de testigo, un observador, tenaz y juez, que nos mira fijamente. La
soledad, la ilusión de la contemplación y lejanía de todo, contribuye a una «subjetividad
retirada» que por su condición misma no cesa de dar conversación a nuestro interior,
hasta el punto de convertirnos nosotros mismos en un intenso y acalorado foro, en
un senado de argumentos y debates, de mociones y autoexámenes no distintos de los
ejercicios religiosos. De este coloquio interno, una especie de tertulia endógena, el
psicoanálisis ha sacado un extraordinario provecho.
Con estos mimbres, es fácil de ver que los fatalismos aseguran la victoria de
las distintas especies de nihilismos que, por su misma esencia, han manifestado su
desprecio por el presente –el cristianismo a la cabeza, seguido muy de cerca, con final
foto finish, de los movimientos sociales de la izquierda―, ya que todo, para que sea pleno,
debe superar el mundo, porque, de lo contrario, nos espera el destino de ese ser-parala-muerte, hasta las últimas consecuencias. El presente no es más que un despojo, una
carroña del futuro. Acostumbrados a ello, este desprestigio del ahora, de lo que es –y
se es― en este momento, se debe a la mencionada verticalidad que nos catapulta hacia
otro estadio supuestamente superior, y de esta manera avanzamos ingrávidos y tensos,
como impulsados por la pértiga en el salto, cuanto más fuertemente hincada más apta
en sus promesas de altura.
Sí, puede hablarse de una constante evasión, de un tiempo personal cada vez
más ajeno al tiempo del mundo, porque la necesidad de rapidez, o mejor dicho, de
inmediatez, desbanca todo flujo natural del devenir, cualquier tiempo real, cualquier
tiempo de aprendizaje de las cosas, que son, por definición, de lento cimiento. Y a
eso, a esa carrera sin tregua hacia ningún lugar (ούτοπία) se le llama liberación, la misma
que cumplían los ermitaños al entrar en la desolación del desierto e idéntica a la que
el individuo moderno se entrega a su condición de ser único en medio de un entorno
extraño y desapacible.
Como todo en este libro gira en torno a las metáforas inspiradas por gimnastas
y ejercitantes, forzudos y acróbatas, aspirantes y entrenadores, alumnos y maestros,
el pensador propone el de Europa como un campo de entrenamiento total donde se
practican las mejores y más vistosas acrobacias, un terreno de estrés diseñado para
«ascensiones humanas en múltiples frentes», no importa si éstas acontecen en la escuela
o en los cuarteles, si en la bolsa o en los museos, si en los senados o en los lobbies,
si en los polígonos industriales o en las universidades. Se trata de poner en marcha
todas las potencias de la antropotécnica, mediante la cual se construyen seres exactos,
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hombres nuevos para un único fin, «producción del productor», planificación de
individuos, una auténtica clonación con el objeto de satisfacer un servicio comunitario
a las órdenes del Estado: una especie de anestesia general que, una vez administrada,
impide despertarse y obliga a la intubación que nos conecta con lo que no somos.
No olvida señalar, desde luego, que la verdadera catapulta ideológica de los
siglos XIX, XX y XXI no ha sido el imperialismo tal como se entendió en los años 70,
sino el haber inducido a otras civilizaciones a llevar a cabo esos arduos ejercicios de
aspiración, las anillas y las paralelas de los atletas que a cada vuelta niegan lo que está
debajo suyo, exigidos por el estímulo de cambiar de vida, una prueba de alto rendimiento
en los dominios de la fe, ahora practicados en Corea del Sur, China o India. De hecho,
las quimeras expansivas de Occidente han requerido de una estrategia de obnubilación
que ha sometido a las poblaciones mundiales a una asfixia difícil de sobrellevar, ya
que se las conmina a estar-en-forma, a mantenerse-en-su-línea, para, de este modo,
abordar los ideales surgidos de una minoría que siempre ha necesitado de la irrealidad.
Nadie mínimamente avisado, a estas alturas, podrá decir que los argumentos aquí
trazados son reaccionarios, porque, bien al contrario, lo que pretenden es atajar las
alucinaciones ―personales y colectivas― que han conducido ya varias veces, y en
un solo siglo, a los hornos crematorios y los campos de trabajo. A esta macabra
excursión han colaborado tanto el esperpéntico crecimiento de los mercados como
las utopías pedagógicas, los relamidos universalismos, los resurgimientos militares, las
anquilosadas doctrinas revolucionarias, las aviesas globalizaciones y demás ratoneras
dispuestas, no en un rincón, sino en medio de la historia europea con el mayor de los
sarcasmos.
Todo eso comporta la creación de una sociedad enfebrecida, necesitada de
esfuerzos por encima de sus posibilidades, una sociedad que ya no puede imaginar
otra manera de proceder, mutilada de ambas manos, coaccionada por una máquina
fresadora que suelta virutas de marginados, de gentes solitarias que no han encontrado
la tabla de ejercicios para dar lustre a sus bíceps. Cuando Sloterdijk dice, literalmente,
que «el macroegoísmo no prospera sin que florezcan los microegoísmos», se está
refiriendo precisamente a eso, a la inoculación de una identidad única y aspirante,
inconforme consigo misma porque tiene una brújula interior, inapelable, que señala
siempre un camino distinto, una senda que permita, por fin, cambiar de vida y dejar
atrás al que se es. Esos microorganismos son los que florecen, y cómo, en los jardines
colgantes de los que hablábamos.
A fin de que ello sea posible, y para que la masa crezca en la más sibilina de las
ilusiones, resulta perentorio disponer un plan, una producción de hombres fabricados
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con unos mismos caracteres, miembros de aquellas granjas en las que se lleva a cabo
la cría de humanos de la que habló Nietzsche, y que forma parte esencial de los
argumentos esgrimidos en las mencionadas Normas para el parque humano. Estudiar los
vaivenes de la demografía, analizar sus oscuros vericuetos en relación con lo diseñado
por los Estados, demuestran bien a las claras el perfil final de las sociedades, limadas
a base de guerras, de epidemias voluntariamente atajadas a destiempo, emigraciones
e inmigraciones, proletarizaciones, amenazas proferidas desde los púlpitos y el FMI,
obras de una «biopolítica absolutista» que ha terminado por constituir una sociedad
lineal, sin esquinas, dispuesta a aceptar rendidamente la verticalidad, el salto hacia el
yugo de lo que no se es ni será nunca.
Para que este propósito de unificación de credulidades pueda llevarse a cabo
con suficiente éxito, resulta ocioso decir que uno de sus fundamentos estriba en el
papel designado a la escuela. Los capítulos al respecto están entre los mejores y más
lúcidos del libro. Ningún estudiante que lo lea podrá entrar, no importa, si en el grado
inicial, el instituto o la universidad, sin experimentar una fuerte repugnancia, como el
animal que se retuerce en las mismas puertas del matadero porque adivina que no entra
allí para nada bueno. Uno de los problemas, siguiendo la exposición del autor, reside
en que los propios maestros, sin otra posibilidad, deben impartir ―porque es lo que
tienen más a mano― aquello que ha surgido tanto de las rancias tradiciones clericales
como de las socialistas, de la extrema derecha o de los movimientos filantrópicos y
ególatras del Mayo del 68 y sus variantes, todos ellos, no cabe olvidarlo, ingredientes
básicos para esa producción de seres humanos u hombres máquina, ciudadanos que
ya no conciben su intervención política más que con un voto, autómatas destinados
a mejorar el mundo, cueste lo que cueste, y a base de disponer enormes andamios para
levantar entre todos una gran, demoledora y definitiva verdad.
La escuela es desde la época humanista la palanca que mueve la ambición de
cambiar el mundo (porque el mundo también ha de cambiar de vida), o de enmendarlo
por lo menos, una vez destituido Dios de tal cometido y, desde entonces, este
entregado oficio dejado en manos de los ideólogos. Pocos han reparado en que la
dirección tomada es errónea, porque, entre otras muchas cosas, esa querencia de
cambio es indisociable de la velocidad que se imprime a lo enseñado, de la asimilación
comprimida en pequeñas dosis de efectividad, cuya respuesta, incluso a complejas
proposiciones, ya puede satisfacerse en los exámenes a través de simples test. Todo
está trazado para impedir a toda costa el reposo del conocimiento, el poso del saber,
porque no hay tiempo, tiempo literal, para reflexiones horizontales, de forma que todo
debe surgir en estampida. Salvar, salvarse, pero deprisa y corriendo. Y se conseguirán
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de esta suerte alumnos-atletas, de nuevo acróbatas que sueñen otro salto sobre la lona
del mundo, técnicos, especialistas prontos a intervenir en la gran solución; así se crea
el alumno fracasado, es decir, el que no sabe –o no quiere― saltar.
En todo ello, y es reincidencia, se descubre la honda estela de la Ilustración, que
dio pie a los pregones muchas veces proclamados a los cuatro vientos por quienes tenían
más de taumaturgos que de filósofos, adelantados a Internet, porque también ellos
veían que a través de una red de buenas intenciones podría conseguirse la panharmonia
de la superación. Lo que un grueso de intelectuales no supo calibrar en aquellos
momentos cruciales –y tampoco después, salvo excepciones― está apareciendo ahora
de la forma más catastrófica, cuando incluso se habla de nihilismo industrializado y de
una aniquilación masiva pero silenciosa de almas, fenómenos tan consonantes y bien
rimados con la crisis que arrancó en 2008. Qué otra cosa iba a suceder, pues, zarpando
del puerto del que partíamos. Eso da pie al decidido Sloterdijk a pasar revista, en lo
filosófico, a una en ocasiones despiadada relación de nombres contemporáneos, todos
ellos, o casi todos, hijos del delirio hegeliano, y todavía otros, entre los cuales están,
para escándalo de sus devotos, Foucault, Derrida y Wittgenstein, al que censura, entre
otras cosas, sus deducciones y comentarios sobre el silencio y, lo que le parece todavía
peor, el rosario de interpretaciones místicas y pseudoespirituales que éste suscitó. No
es necesario aquí entrar en el capítulo destinado al acróbata del descontento o budista
de París, tal como denomina a Cioran. No sobrará decir aquí que el empuje desatado
del pensamiento hace que Sloterdijk se lo lleve todo por delante de una manera feroz
y un tanto sañuda, con un fortissimo continuado, sin matices, y un desmedido crescendo a
trechos burdo, como ocurre en los párrafos de acoso y derribo a Simone Weil, llenos
de sarcasmo y a menudo de incomprensión, un sarcasmo, por cierto, no tan corrosivo
como el que reduce a san Agustín, y todavía más a Francisco de Asís, a pura anécdota.
Las cosas no son enteramente así, tan planas como a veces las plantea. Se comprende,
sin embargo, que tres mil años de evasiones espirituales le parezcan muchos, porque
en verdad lo son.
Por todo lo comentado, es lógico que termine el libro con una defensa de
lo horizontal, con una loa de aquello que no exige el artificio de ninguna voltereta
que acaba por enviar al ejercitante a un malentendido sin posible retorno. Ahora
bien, después de haberle dejado hablar a través de casi seiscientas tupidas páginas
de infrecuente fortuna, llenas de pensamientos que son sajaduras, deslumbrantes
análisis y deducciones memorables, cabe preguntarse otras cuestiones de fondo, muy
de fondo, acaso no del todo contempladas aquí. Es razonable que, tras este despliegue
de errores humanos, tanto individual como colectivamente, afirme que «Así no se
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puede continuar». Eso está claro; es algo que no llega a la categoría de deducción. Y
qué entonces. No seguir como hasta ahora. Pero qué, podemos pensar. En realidad, su
propuesta no es otra que dar una violenta sacudida, proferir un golpe demoledor en la
línea de flotación de esta sobrecargada nave de la sociedad neoliberal.
Lo que hace Sloterdijk es denunciar y rebatir, como pocos lo han conseguido
en la filosofía de las últimas décadas, las paredes maestras de una cultura, de una
civilización muy bien avenida con las estrategias que promueven la confusión o engaño
de lo real. Sin embargo, la maniobra exigida para combatir la milenaria tendencia de ese
engaño no está tan clara. Entre otras cosas, y siendo honestos, porque uno sospecha,
pese a lo que se diga, que en el orden genético humano hay algo, esencial sin duda, que
tiende a hacernos como somos, más allá de la intervención de los sistemas ideológicos
y morales, más allá de las religiones y las estructuras de dominio y condena de las
poblaciones. Pensar lo contrario sí supondría una fe tan ilimitada como maratoniana
en el devenir humano. No se trata de volver a formular lo ya tantas veces formulado
en torno a la categoría de hombre-trascendente, o la que refiere, directamente, a la del
homo religiosus. El propio autor manifiesta que desde el siglo XVIII la antropología, de
la que no puede hablar sino con sorna, ha sido una ciencia del «filosofar moderno»,
cuya finalidad estriba en demostrar que el hombre debe ser explicado de nuevo, y que
no existe sin más, sino que de continuo dirige su vida a lo que debe ser un proyecto,
olvidando de dónde salió, de qué lugar de la naturaleza, lo cual «reviste solamente un
interés etnológico». Pero la antropología quiere más, no se conforma con eso. Así que
la historia del hombre es observada únicamente por esta ciencia rousseauniana –así la
llama― como un relato de superación, lo que exige se tenga a uno mismo como un
espectador de lo que hace. ¿De nuevo el desdoblamiento?
No sé la razón por la cual señala las regiones mesopotámicas y mediterráneas
para indicar las culturas, como dice, donde se produjeron «las primeras articulaciones
de la perplejidad humana». Y efectúa la siguiente correlación que justifica el núcleo de
la civilización occidental: del lado judío y cristiano, la narración bíblica de la expulsión
edénica, que clava todavía más ―siguiendo su metáfora― el aguijón en la carne de los
hombres «crónicamente abrumados», subrayando la asunción de éstos de una merecida
desgracia; del lado grecorromano, la doctrina de la Edad de Oro, emergida de un
mundo entre sombras, maligno. Ambos relatos enfatizan «la normalidad de lo malo»,
pero sobre todo actúan como funesto recordatorio de que los vivientes están en un
terreno peligroso y abyecto, y que, por lo tanto, la especie humana es miserable y, en
consecuencia, se la insta a abandonar el mundo. Todo esto es cierto, pero también lo
es que muy anteriormente a los lindes cronológicos señalados por Sloterdijk el miedo,
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el malestar, el tedio, la inquietud, la necesidad, la espera, abonaban la médula humana.
Es verdad que el Homo sapiens ha sido continuamente avasallado por lo desmedido, y
que el primer cazador de la sabana que comprendió que el horizonte no era un límite,
sino «una puerta de entrada de los dioses y los peligros», ya estaba contaminado por
ese aire de trascendencia, por ese «parásito del mundo» que es el más allá. Sin embargo,
nada hace suponer que en otro tiempo no fuera así, que en otra época o período la
intranquilidad resultara menor; la espera es lo que nos ha conformado y definido como
especie, la espera de un animal al que se quiere dar caza; el aguardar a que pase una
lluvia devastadora; el esperar a que solidifique un hueso, a que cierre una llaga.
Espera y más espera. Los humanos hemos crecido con eso, y por esta causa,
pasados los milenios, quizá no seamos más que esto, espera; y todo ello unido al
deseo de descollar y de estar en la mirada del otro. Lo que han hecho las culturas es
formalizar ese sentimiento de espera e intranquilidad y dar pautas para llevar a cabo,
con el mayor rendimiento y éxito posibles, el impulso de verticalidad. No recuerdo
dónde, en qué libro, el propio Sloterdijk reprocha a Heidegger el no haber tenido
en cuenta, al menos en su justa medida, el pasado ancestral humano. Cabría pensar
si el autor de Has de cambiar tu vida no incurre a veces en lo mismo. Hay demasiadas
evidencias acerca de ese desasosiego milenario, de esa desorientación sin término del
hombre, que ha necesitado orientarse a causa de su condición de perdido crónico,
cuando sólo lo presidía el miedo y la incertidumbre primarios, que mucho, mucho más
tarde, adquirieron una categoría divina.
Sí, la Humanidad vista como un violinista sin brazos, como el atleta de la
voluntad llamado Untham, más acróbata y exhibicionista cuanto más avanza la
Historia, cuyo vértigo estimula sus ambiciones de ejercitante y sus humillantes diseños
antropotécnicos. Es un cuadro exacto. Pero lo previo a este proceso de neurosis hoy
globalizada estaba ya seguramente la inquietud de quien cruzaba vastísimas llanuras en
busca de comida, de aquel que oía despavorido el estrépito del eco en la garganta de
las montañas. Hace no mucho tuve la oportunidad de ver un documental de Werner
Herzog, La cueva de los sueños perdidos (2011), rodado con motivo del descubrimiento en
1999 de un espacio ciertamente monumental, el de la cueva de Chauvet, en Ardèche, al
sur de Francia. En ella aparecieron las pinturas rupestres más antiguas conocidas hasta
ese momento, acaso plasmadas hace 35.000 años. Caballos, ciervos, leones, manos;
hay un bisonte cuyo cuerpo está encastado en el de una mujer. En una piedra, situada
a modo de ara, se ha fosilizado la cabeza de un oso. Hay algo de inquietante en aquel
lugar, donde el fuego debía reflejar en las paredes sombras extrañas, con un efecto de
movimiento y grandiosidad.
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Se siente allí, y con estupor, la presencia de un ser ya acostumbrado a mirar, un
observador que se ha decidido a trasladar un impulso, una figura que es deseo de lo
que está en el mundo. No vamos a hablar de trascendencia, tampoco de embriones
protorreligiosos. Es el silencio de un transporte de lo real, una especie de operación
de ósmosis del exterior respecto al interior, la admisión de dos planos. Cuando uno
contempla este escenario y repara en que faltaban 33.000 años para que ardiera Troya,
para que tomaran cuerpo las migraciones hacia el Indo, para que se levantaran las
estructuras escalonadas y arcillosas de los zigurats y se machacara el pigmento rojizo
de Micenas, piensa que la mente humana no puede reducirse únicamente a estos tres
milenios de evasiones espirituales, que, efectivamente, son muchos.
Tantos vaivenes, tantos esfuerzos de superación y neurosis, de impotencia y
anhelo, comportan un gran cansancio. Precisamente, a causa de esta milenaria huida
hacia delante y sin término, la interpretación acerca del silencio y las proyecciones
místicas que, por ejemplo, pudo suscitar Wittgenstein, tienen, claro está, su razón de
ser. Si el lector de Has de cambiar tu vida atiende a la lectura de Los latidos del mundo (2008),
un libro de conversaciones mantenidas entre Alain Finkielkraut y el propio Sloterdijk,
quedará un tanto sorprendido, acaso desconcertado, al reparar en afirmaciones como
la siguiente, debida a éste último: «Si vuelvo a algo, es a una nueva definición del
saber contemplativo. Quedé convencido de que había un elemento de salvación en la
contemplación pura, en el simple hecho de que pensar no es actuar». Esta reflexión
no debe pasarnos por alto. Hemos hablado de la cueva de Chauvet, pero más
recientemente en la de Nerja el profesor José Luis Sanchidrián ha descubierto unas
pinturas todavía más pretéritas, cuya antigüedad puede oscilar en torno a los 43.000
años, y, cosa impensable hasta ahora y verdadera revolución académica: no parecen
obra del Homo sapiens, sino del Homo neanderthalensis, al que hasta ahora no se le atribuía
la capacidad de estas artes. Una herencia de verticalidades que se baña en nuestros
cromosomas.
Pero volvamos, finalmente, a esa aseveración de «Así no se puede continuar».
Si ante este enunciado no cabe discusión, su propuesta esgrime por de pronto el
aviso de no caer en la tentación de elaborar más ficciones a espaldas de mundo, y
recuerda que cuando la Ilustración empezó a desvencijar la metafísica para liberar
a las personas «adoctrinadas con el más allá», lo hizo pensando que la felicidad real
pasaba por renunciar a la felicidad imaginada, la que está en un estadio superior del
que nadie sabe, por cierto, su paradero exacto. Sin embargo, los movimientos que
llevaron a que el siglo XVIII fuera conocido como el de las Luces no hicieron más
que volver a sembrar quimeras de proporciones incalculables. Como quiera que en el
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devenir de la técnica, la aniquiladora expansión del mercado y el cada vez más duro y
refinado control de la población han provocado, en pleno corazón del siglo XX, que
la humanidad sea «masivamente controlada», modificada a antojo de los sistemas y
embarcada hacia nuevas y tenebrosas metas, la resultante es la de un hombre exigido
hasta cotas exterminadoras, no dispuesto ya en las anillas de una rueda de tortura sino
en las fuerzas castigadoras de la tensión de la verticalidad.
Si fue un torso de Apolo el que sugirió a Rilke ese Has de cambiar tu vida, hoy esta
voz marmórea proviene de la crisis generalizada, que posee autoridad porque «invoca
algo irrepresentable»: la catástrofe global, la diosa del siglo que ha obrado desde lo
oculto ―como lo hacen todas las divinidades― y, de paso, marcado un nuevo destino
a los súbditos, un páramo de excedentes y rapiñas. Sus apóstoles van adoctrinando por
caminos de fondos monetarios y consultorías de Wall Street, por los campos minados
de hipotecas y bancos restaurados por los propios estafados. Incluso se ha avisado
prudentemente, como lo ha hecho hace unos pocos meses Christine Lagarde, de que
vivimos demasiado, lo cual no resulta rentable ni por asomo. Todo esto terminará
cuando aparezca lo que Sloterdijk denomina la estructura de una incoimunidad, de formato
planetario, donde el romanticismo de la fraternidad, así lo llama, se vea reemplazado
por una lógica cooperativa, más allá de las ideologías. Los grandes y cómplices
partidos no tendrán lugar ni taponarán la salida. En efecto, la cooperación entre las
gentes predispone un mundo horizontal, un plano de lo real donde las operaciones de
la economía, pero también del pensamiento, parten, precisamente, de una realidad sin
intermediarios. Este giro hará que la «totalidad desvalida» se transforme en una unidad
capaz de proteger: «La humanidad se convertirá en un concepto político». Expresiones
como las aquí expuestas son las que ofrecen argumentos para una verdadera civilización,
cuyas reglas, las de la incoimunidad, se han de redactar ahora mismo, «o no se harán
nunca», porque se trata de supervivencia y no del diseño de nuevas quimeras pensadas
malévolamente para el fracaso y en beneficio de los acróbatas del sueño.
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