el conocer humano - Seminario de Antropología

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EL CONOCER HUMANO
Juan Fernando Sellés
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ÍNDICE
Introducción. Los 4 hitos fundamentales del conocer humano: sensible, racional,
intelectual y personal
PARTE I. LOS NIVELES DEL CONOCER HUMANO
CAPÍTULO I. EL CONOCIMIENTO SENSIBLE
a) Nociones preliminares
b) Sentidos externos
c) Sentidos internos
CAPÍTULO II. EL CONOCIMIENTO RACIONAL
a) Abstracción y pensamiento formal: actos y hábitos
b) Razón teórica: actos y hábitos
b) Razón práctica: actos y hábitos
CAPÍTULO III. EL CONOCIMIENTO INTELECTUAL Y PERSONAL
a) El conocimiento intelectual; los hábitos innatos: sindéresis, primeros principios y sabiduría
b) El conocer personal natural: el “intelecto agente”
c) El conocer personal sobrenatural: la fe
PARTE II. VERDAD Y ERROR EN LAS PRINCIPALES
PROPUESTAS NOÉTICAS
CAPÍTULO IV. LA VERDAD
a) Errores contra la verdad y rectificaciones
b) Errores contra el conocimiento de la verdad y correcciones
c) ¿Qué es la verdad? El amor a la verdad
CAPÍTULO V. DEFECTOS NOÉTICOS FUNDAMENTALES
a) Escepticismo
b) Relativismo
c) Subjetivismo
CAPÍTULO VI. EXAMEN DE LAS PROPUESTAS NOÉTICAS FUNDAMENTALES
a) Nominalismo–empirismo–materialismo
b) Racionalismo–idealismo–fenomenología
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c) Realismo
EPÍLOGO
CAPÍTULO VII. LOS NIVELES DE LAS CIENCIAS, FILOSOFÍA Y TEOLOGÍA
a) Ciencias experimentales y ciencias formales
b) Materias filosóficas
c) Disciplinas teológicas
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INTRODUCCIÓN
Los 4 hitos fundamentales del conocer humano:
sensible, racional, intelectual y personal
El conocimiento humano no es simple, porque el hombre tampoco lo es
(simple sólo es Dios). Si el conocer humano admitiese un solo nivel, siendo el
hombre compuesto de muchos, dicho conocer no estaría en consonancia con su
modo de ser, pues tal conocer había que colocarlo sólo en uno de los planos humanos, de modo que los demás no serían cognoscentes. Ahora bien, de no serlo,
tales niveles no sólo tendrían menos valor que el cognoscitivo (puesto que es mejor conocer que no conocer), sino que, además, en modo alguno se parecerían al
nivel cognoscitivo, es decir, en el hombre existiría una radical heterogeneidad entre sus diversas dimensiones.
Pero no es así, porque, si bien en el hombre no todo vale lo mismo ni está en
el mismo plano, su conocer se encuentra en los diversos niveles del compuesto
humano. No obstante, la distinción noética entre los distintos planos cognoscitivos
es jerárquica. Lo que precede indica que los niveles noéticos superiores conocen
más que los inferiores; precisamente aquello que los inferiores no pueden conocer. Del mismo modo, los hombres y las corrientes de pensamiento que usen, sobre todo, los niveles inferiores conocerán menos que aquellos otros hombres y corrientes de pensamiento que ejerzan en mayor medida los superiores. Con todo, no
se trata de elegir entre un nivel cognoscitivo u otro, porque ninguno de ellos es superfluo, es decir, todos cumplen su papel.
Lo que precede es un planteamiento sencillo y fácil de aceptar por todo
hombre, porque todos tenemos experiencia al respecto. Los filósofos lo han explicado usualmente sosteniendo que hay dos niveles en el conocimiento humano: el
sensible y el racional, y que éste es superior a aquél. Ésta es una somera división
que no ofrece dudas al sentido común. Sin embargo, algunos pensadores y corrientes de filosofía han invertido la jerarquía natural entre estos dos planos del
conocer humano, pues han sostenido que el conocimiento sensible es superior,
más cognoscitivo, que el racional. Por tanto, unos han atendido, sobre todo, al conocer sensible. Por reacción a ellos, otros han centrado su atención preponderantemente en el conocer racional hasta despreciar prácticamente el sensible.
Sin embargo, el conocer sensible y el racional no son los únicos en el hombre, y desde luego, no son los superiores modos humanos de conocer. De modo
que detectar sólo esos dos niveles y polarizarse en alguno de ellos es quedarse con
un planteamiento inicialmente sesgado. Lo que precede puede chocar al lector
que, desde un planteamiento clásico, esté acostumbrado a definir al hombre como
“animal racional”, pues seguro que preguntará: ‘¿acaso el hombre –de acuerdo
con tal definición– no tendrá un conocer sensible, que responda a su naturaleza
animal, y otro racional, que responda a la racionalidad?’. Asimismo, nuestra propuesta chocará también al lector más versado en la filosofía moderna y contemporánea, pues ésta suele ser una simetrización de la propuesta noética clásica, sólo
que más radicalizada, pues no acostumbran a buscar la “y” o enlace entre lo sensible y racional, sino que prefieren la disyunción, y así, “o bien” encumbran al conocer sensible (empirismo, sensismo, materialismo, pragmatismo, voluntarismo,
etc.), despreciando el racional; “o bien” ensalzan el racional sin prestar prácticamente atención al sensible (racionalismo, ilustración, idealismo, fenomenología,
etc.).
Pero volviendo al punto de nuestra indagación, podemos volver a preguntar:
‘¿acaso no dispone el hombre de un conocer sensible y de otro racional?’ La respuesta es, desde luego, afirmativa: el hombre puede conocer de un modo sensible
y de otro racional irreductible al primero. Sin embargo, a esta respuesta hay que
añadir que el conocer humano no se reduce a los dos planos mencionados. Por
eso, hay que ampliar el espectro cognoscitivo humano desde el inicio (desde la introducción), y también por eso, se ha visto conveniente redactar esta nueva teoría
del conocimiento humano que –al margen de los usuales manuales– ofrezca desde
el comienzo una perspectiva más amplia y ajustada a la realidad noética humana.
Si el lector sigue preguntando ‘¿cuáles son esos otros niveles cognoscitivos
humanos superiores a la razón (y a los sentidos)?’, se puede responder de un
modo que experiencialmente le permita detectarlos en su propia vida. En orden a
caer en la cuenta de ellos, se ofrecen a continuación estas dos indicaciones: una,
se refiere al conocer inmediatamente superior a la razón y que permite conocerla;
la otra se refiere al conocer personal o íntimo, es decir, no al que mira hacia el exterior o hacia lo menor, sino hacia el interior y superior.
a) Darse cuenta de que disponemos de razón, es decir, que tememos en
nuestras manos o bajo nuestra disposición esa facultad (potencia, potestad, aptitud, capacidad o como se quiera llamarla) no es conocimiento racional alguno,
pues es un conocer que está mirando a la razón –por así decir– desde arriba de su
propio tejado o límite. En efecto, saber que disponemos de razón, saber si está
más o menos desarrollada en un área u otra, saber que la podemos desarrollar en
una vertiente u otra, o no desarrollarla, no es un conocer interno a la razón, sino
un conocer que mira en directo y de modo global a la razón. A este conocer –siguiendo la advertencia de los pensadores medievales al respecto– se puede denominar intelectual, porque no es discursivo o raciocinativo, sino inmediato, directo,
experiencial, intuitivo y, como se puede apreciar, superior al conocer de la razón,
porque la conoce de modo global y da cuenta de su estado y de cada una de sus
vertientes sin ninguna dificultad.
b) La razón no es persona ninguna, no es un quien (como tampoco lo son la
voluntad, la imaginación, la vista, o cualquier otra facultad), sino que es de la persona. Desde luego, ser persona es superior a no serlo. Por tanto, darnos cuenta de
que somos personas no puede ser un conocer racional, sino otro de índole superior, íntimo, al que se puede llamar personal. Con lo que precede se quiere decir
que la persona sólo se puede conocer personalmente, es decir, a su nivel, no con
un nivel noético inferior. Desde luego que con los sentidos, por ejemplo, podemos
conocer asuntos que pertenecen o que son de la persona (la corporeidad, sus componentes biológicos, sus movimientos, acciones, manifestaciones, etc.), y asimismo podemos notar que muchas de esas cualidades conocidas son comunes a las
que realizan otros hombres, mientras que otras notas son matices peculiares de tal
persona. Asimismo, mediante la razón podemos conocer que la persona tiene tales
o cuales opiniones que son comunes a otros hombres, y que posee alguna otra opinión que es muy propia suya, o también, que dispone de un conocer en tal ciencia
u oficio común a sus colegas, con distinciones peculiares que son suyas propias.
Pero ni por los sentidos ni por la razón alcanzamos a conocer la novedad irrepetible e irreductible de cada persona, esto es, el sentido personal de cada quién. En
suma, por tales niveles noéticos no podemos saber qué es una persona, o por mejor decir, quién es cada persona.
De modo que a los dos niveles usualmente considerados en teoría del conocimiento –tanto por la tradición clásica griega y medieval como por la moderna y
contemporánea– es pertinente añadir otros dos niveles superiores: el intelectual y
el personal. Como se verá, ambos tipos de conocimiento–como también los sentidos y la razón– admiten muchos grados, que tendremos oportunidad de describir
sencilla y brevemente. Con todo, puede que alguien no acepte que el conocimiento intelectual y el personal sean distintos y superiores al racional. Quien defienda
esa hipótesis se vera forzado a incluirlos dentro de la razón, como vertientes o dimensiones suyas. Sin embargo, de defender esa tesis, además de argumentar en
orden a su justificación, topará con otras dificultades difícilmente solucionables.
Una de ellas ya la vislumbro Aristóteles, a saber, si la inteligencia o razón es nativamente pura potencia (tabula rasa), o se admite un conocer en acto previo y superior a ella (noción de intelecto agente), o no hay modo de activar mediante lo
sensible una potencia que de suyo es inmaterial.
Tras caer en la cuenta de la precedente aporía, tal vez se responda con una
solución materialista, a saber, que la inteligencia no es inmaterial, sino que su soporte orgánico es el cerebro. Pero este remedio es todavía peor que la enfermedad,
porque choca con demasiadas verdades manifiestas en teoría del conocimiento.
Por ejemplo, ¿cómo identificar las ideas, que son universales, con asuntos biológicos, que son particulares?, ¿cómo explicar que, teniendo umbral todo conocer biológico, la inteligencia carezca de él?, ¿cómo aclarar que nada de lo biológico niega, mientras que la inteligencia sí lo hace?, ¿cómo dar cuenta que lo biológico no
es autoreferente, mientras que la inteligencia conoce algo de sí misma, por ejemplo, sabe que piensa, es decir, conoce sus actos o, de otro modo, por qué lo inerte
(un computador) y biológico (los animales) carecen de conciencia superior?
Tras ello, se daremos cuenta –también someramente– de otros temas centrales de la teoría del conocimiento: la verdad, el error y sus modalidades; asimismo
de los defectos noéticos fundamentales: el escepticismo, el relativismo (que campea a sus anchas en nuestra sociedad), y del subjetivismo (no menos aireado que
el precedente). Atenderemos también a las corrientes de la filosofía principales
que han hecho escuela en el modo de describir el conocer humano: realismo, nominalismo e idealismo, las cuales han sido seguidas, de un modo u otro, por muchas otras filosofías. Por último, se intentará discernir los distintos niveles que
ocupan las diversas ciencias, tanto experimentales como humanas y filosóficas.
Todas ellas son jerárquicamente distintas y –como se verá– siguen a diversos niveles cognoscitivos naturales al hombre. Pero éste también puede ejercer, si libremente quiere, otro nivel noético superior a los naturales, a saber, el sobrenatural,
el que le permite la fe, que un nuevo modo de conocer otorgado por Dios.
Por lo demás, si alguien desea profundizar en la exposición de cada uno de
estos aspectos de la teoría del conocimiento, en los respectivos capítulos y secciones se le ofrecerán unas sucintas referencias bibliográficas, tanto del autor como
de otros pensadores. El autor debe estas directrices a Leonardo Polo, cuya teoría
del conocimiento está en sintonía con la de Aristóteles y Tomás de Aquino, aunque las corrige en algunos puntos y, sobre todo, las desarrollo y detalla mucho
más que aquéllos pensadores, a la par que corrige ciertas tesis de los principales
pensadores modernos y contemporáneos.
Juan Fernando Sellés
Diciembre de 2010
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PARTE I
LOS NIVELES DEL CONOCER HUMANO
CAPÍTULO I. EL CONOCIMIENTO SENSIBLE
A. NOCIONES PRELIMINARES
Objeto sentido y acto de sentir
Los sentidos, o facultades sensibles, son muchos: oído, vista, imaginación,
etc. Se distinguen entre sí por varias cosas: órganos, actos, objetos, etc. No sólo se
distinguen por los diferentes órganos: oídos, ojos, cerebro, etc. También se distinguen por los actos (oír, ver, imaginar, etc.), y asimismo, por los objetos sentidos
(sonidos, colores, imágenes, etc.). Los objetos sentidos no son las realidades externas (árboles, casas, etc.), sino lo que conocemos de la realidad externa por los
sentidos (sonidos, colores, etc.). A los objetos de los sentidos se les denomina
sensibles. La realidad material afecta, inmuta al órgano del sentido (al ojo, no al
color visto, ni al acto de ver, ni a lo que sobra de la facultad de la vista que no se
emplea para dar vida al órgano del ojo). Pero el objeto sentido no es la realidad,
sino una forma que remite aspectualmente a ella (ej. lo visto no es la ‘materia’ de
la casa, sino sus ‘formas’ coloreadas. Lo que está en el acto de ver –no en el ojo–
no es el cemento de la casa, las piedras, maderas, hierros, etc., sino el colorido
que la vista percibe de esas realidades).
El objeto sentido no es aquello que se siente, sino aquello por lo que se siente. Lo que se siente es la realidad. Aquello por lo que se siente es una ‘forma inmaterial’ que remite a un aspecto de lo real. Ese ‘por’ indica que el objeto sentido
es intencional respecto de lo real. ‘Intencional’ quiere decir que es puramente remitente a la realidad física. El objeto sentido es una ‘forma’ desligada de la materia; una forma que se agota siendo referente a la realidad física. No tiene, pues,
naturaleza física, sino intencional. El objeto es objeto al sentirlo el acto de sentir,
no antes ni después. En cambio, la realidad material es física antes, después y al
margen de sentirla. Por eso hay que distinguir entre la inmutación del órgano (ej.
las radiaciones que afectan al ojo) y lo visto (ej. las manchas de colores percibidas), pues cabe que se den unas sin las otras (ej. cabe que se estimule el ojo, pero
que éste no vea).
El acto de sentir y el objeto sentido no se pueden dar por separado, pues el
objeto lo forma o presenta el acto. Si no se siente, no hay nada sentido; si hay
algo sentido, es porque se ejerce un acto de sentir. El objeto sentido es ‘formal’,
no material, y por ello, no tiene los componentes materiales de la realidad física,
sino que es una ‘forma’ que forma el sentir para conocer un aspecto de la realidad
física. Por tanto, aunque la realidad externa sea causa del sentir, en cuanto que
afecta el órgano, tal realidad no forma el objeto sentido, porque tal objeto no es
material. En la dualidad acto–objeto no cabe separación, pues sentir es sentir algo
(algo es el objeto sentido; lo sentido por el acto de sentir); y si se siente algo es
porque se está sintiendo (ejerciendo un acto de sentir).
Componentes necesarios de la sensación
En el sentir hay que diferenciar estos componentes: a) La realidad externa
física que inmuta, afecta, al órgano del sentido. b) El medio real (gases, líquidos,
sólidos) por medio del cual lo afecta, aunque estos medios también son realidad
física externa. c) El soporte orgánico de la facultad, potencia o sentido que es
afectado (oído, ojo, etc.). d) La facultad sensible entera, que no es sólo material,
orgánica, sino que posee un sobrante formal (ej. la facultad de la vista no se reduce a lo biológico del ojo, sino que da para más: precisamente para ver). e) Lo que
los clásicos llamaban especie impresa, que es la afectación parcial del estímulo
externo sobre el órgano, porque el órgano no es afectado enteramente (ej. los rayos del sol afectando en parte sobre el ojo). Si lo afectara de modo completo se
corrompería el órgano (ej. se produciría la ceguera). f) El objeto sentido, que no
es la realidad física, ni la especie impresa, sino la forma intencional que remite a
lo real, es decir, lo conocido de la realidad por el sentido (ej. los colores). f) El
acto de sentir, que conoce lo real según el objeto (ej. el acto de ver).
En la sensación intervienen, por tanto, varios componentes materiales y varios inmateriales. Materiales son 1) la realidad física externa, 2) el medio, 3) el
soporte orgánico de la facultad y 4) la especie impresa. Son inmateriales: 1) lo
formal de la facultad, pues sin su sobrante formal no se daría conocimiento; 2) el
acto y 3) el objeto conocido. La facultad sensible es orgánica, es decir posee soporte orgánico, pero ella no se reduce a él, ya que es capaz de sentir, porque no se
agota informando, vivificando, organizando al órgano, a su soporte orgánico, sino
que es capaz de más. ¿De qué? Precisamente de hacerse con, de poseer, las formas de las realidades sensibles sin su materia. Las formas de lo real sensible sin
materia poseídas por la facultad son los objetos y los posee mediante sus actos
cognoscitivos. Los actos son posesión intrínseca de objetos. Como el objeto es fin
del acto –no en sentido de término sino de perfección–, se dice que el acto es posesión inmanente de fin. Contrarios a lo dicho son 2 errores:
1) El materialismo o empirismo cognoscitivo. Esta filosofía sostiene que en
el conocer humano todo es material (ej. suele decir que el acto de conocer, el objeto conocido, etc. son neuronas, conexiones neuronales, etc.). Pero no es así, porque ni el objeto ni el acto ni el sobrante formal de la facultad son materiales. Por
ejemplo, la realidad es coloreada, pero el color visto de ella, como visto, no es material; tampoco el acto de verla es material, pues el ver no se ve, ni se pesa, ni
mide, etc. La facultad de la vista tampoco es enteramente material, porque no se
reduce al ojo, ya que cabe ojo sin ver (ej. el de un animal muerto). En efecto, en
los sentidos no todo se reduce a cuerpo o a materia, porque caben cuerpos con los
mismos componentes físicos que los seres vivos sensitivos, que no sienten: los
cuerpos muertos, y éstos, obviamente, son materiales.
2) El idealismo y el nominalismo. Estas filosofías desconocen que el objeto
conocido es intencional. a) El idealismo es una filosofía que defiende que no podemos conocer la realidad externa tal cual ella es, porque lo único que conocemos
son los objetos conocidos, ‘las ideas’, y como éstas son internas, no podemos saber cómo es lo externo. No es así, porque el objeto o forma poseída por el acto es
enteramente intencional, es decir, pura remitencia aspectual a lo real. b) El nominalismo es una filosofía que mantiene que sólo conocemos lo real singular por
intuición y que, por tanto, las ideas u objetos son inventos mentales, universales,
que nada tienen que ver con lo real. Tampoco es así, porque el objeto es pura remitencia a la realidad externa.
Clases de sensibles
Sensibles son los objetos o formas sentidos. Hay tres tipos de sensibles: propios, comunes y por accidente. Sensible propio es el que se percibe por un sólo
sentido y no puede ser conocido por los otros (ej. los colores por la vista). Sobre
él, el sentido que lo capta en exclusiva, no se equivoca. Sensible común es el que
puede ser conocido por varios sentidos y, en algunos casos, por todos (ej, el tamaño se capta por la vista, el tacto, etc.). Los sensibles propios son los siguientes: lo
caliente y lo frío, lo seco y lo húmedo, lo duro y lo blando, etc., para el tacto; los
sabores para el gusto; los olores para el olfato; los sonidos para el oído y los colores para la vista, en los sentidos externos.
Los sensibles comunes a todos los sentidos externos, según el elenco de
Aristóteles son cinco (aunque podrían ser más): el movimiento, el reposo, el número, la figura y el tamaño. Todos ellos están correlacionados, de modo que uno
no es posible sin el otro (ej. no hay figura de la casa sin tamaño en la misma; no
se capta el avión en movimiento sin la cierta quietud del cielo azulado). Los sensibles comunes no son homogéneos (ej. el espacio que ve la vista no es el mismo
que oye el oído). Ello se debe al sensible propio de cada uno. A la par, sin los comunes no sería posible la distinción entre sensibles propios de cada facultad. En
efecto, sólo conociendo sensiblemente lo común por varios sentidos, podemos separar lo propio de cada uno de ellos.
El sensible por accidente (per accidens) no es un sensible de los sentidos
externos, sino lo conocido por el sensorio común, a saber, la diferencia entre los
distintos actos de los sentidos externos (ej. percibir que el acto de oír no es el de
ver).
B. SENTIDOS EXTERNOS
Aristóteles y Tomás de Aquino distinguen nueve géneros de objetos diferentes en los sentidos, que comportan diversidad en los actos, y en consecuencia, potencias o facultades diversas. Los sentidos externos son cinco: tacto, gusto, olfato, oído y vista, siendo el tacto plural, y el gusto una especie de tacto. El criterio
de su jerarquía estriba en la separación. Más se conoce cuanto más separadamente se conoce. En los internos distinguen cuatro: el sensorio común, la imaginación
o fantasía, la memoria y la estimativa o cogitativa (según se trate del animal o del
hombre). La distinción entre las diversas operaciones y objetos es jerárquica. Un
acto es diverso de otro en la medida en que conoce más que el anterior. Ese más
es, sencillamente, lo que de ninguna manera podía conocer el inferior.
Los sentidos externos inferiores
El inferior o menos cognoscitivo es el sentido del tacto. No es una facultad
única sino plural y, por ello lo tangible no es una cualidad única sino múltiple.
Los sensibles propios suyos son lo caliente y frío, lo seco y lo húmedo, lo duro y
lo blando, lo rugoso y lo liso. Fisiológicamente hay distintos receptores para cada
uno de esos sensibles. No usa de medio alguno para percibir, puesto que el medio
es el propio órgano; por eso, conoce por contacto, sin distancia. Es el sentido más
básico y necesario, presente en el animal menos perfecto (ej. hay animales como
la ameba que sólo disponen de este sentido). Es el menos cognoscitivo porque permite conocer menos diferencias; no vence ni el espacio ni el tiempo. ¿Cuál es su
soporte orgánico? Está repartido en todo el cuerpo, tanto en la superficie como en
el interior.
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El sentido del gusto parece una especie de tacto, pero es diferente del tacto
porque no es convertible con él, puesto que puede conocer objetos sensibles que
son incognoscibles para el tacto (ej. lo amargo, lo dulce, etc.). Su soporte orgánico es la lengua. Como el tacto, tampoco usa de medio, sino que conoce por contacto, con el propio órgano, aunque ha de contar con la humedad (la segregación
de la saliva) como de requisito imprescindible para gustar. Como conoce por contacto tampoco vence el espacio, la distancia, ni el tiempo. Es más cognoscitivo
que el tacto, pues detecta más matices que él. Su objeto propio son los sabores.
Los sabores extremos parecen ser lo dulce y lo amargo. Entre los intermedios, lo
picante, lo áspero, lo agrio, lo ácido, etc.
El superior de los sentidos externos inferiores es el olfato. Su soporte orgánico, en sentido amplio, son las terminaciones nerviosas que se encuentran en la
nariz. Su objeto propio son los olores. En nosotros está menos desarrollado que en
muchos animales. El medio que utiliza es el aire y el agua (entendiendo por tales,
gases y líquidos). Conoce a distancia, porque todos los animales que respiran rastrean al respirar. Vence en cierta medida, por tanto, el espacio. Es un sentido superior a los precedentes. En los animales esto parece claro, porque su olfato es
más fino que el humano; pero en el humano también se nota, porque capta a distancia, asunto vetado para el tacto y el gusto; por tanto, conoce más, puede más
que ellos.
Los sentidos externos superiores
El inferior es el oído. Su soporte orgánico está constituido por todo el oído.
Su objeto propio son los sonidos. También en él hay muchos animales que aventajan a los hombres. El medio a través del que puede percibir es el aire y agua
(gas, líquido). Vence más la distancia, el espacio. Es más cognoscitivo, pues capta, además, la tonalidad de los sonidos, muchos matices. Su término medio son los
diversos sonidos mediales de la escala acústica, siendo sus extremos, lo agudo y
lo grave, perjudiciales ambos para la audición: los excesivamente graves por no
ser audibles, y los excesivamente agudos por corromper la naturaleza del órgano.
Un sensible especial del sonido es la voz. La voz, además, posee cierta significación, con lo cual los animales dotados de voz poseen imaginación, porque se representan las cosas y las designan con la voz.
El superior es la vista. Su soporte orgánico es, en sentido amplio, el ojo. Su
objeto propio, los colores. En él nos aventajan también algunos animales (muchas
aves por ejemplo). El medio, al igual que el de los dos anteriores, es el aire y el
agua (gases-líquidos). Vence más que ningún otro la distancia, el espacio, y vence
más el tiempo, porque juega con lo más veloz del mundo físico: la luz. Es el más
alto de todos los sentidos externos por este motivo, pero también porque es el que
más diferencias capta en lo real físico, y, por ello, lo preferimos a los anteriores.
Está en correlación con la luz, pues sin ésta, que es lo más formal (lo menos material) del mundo físico, los colores no son tales, y no son, por tanto, visibles. La luz
no es visible por sí, sino que es visible lo iluminado por ella, el color anejo a ella,
que ella ilumina. Aristóteles señaló que la luz es acto respecto lo transparente, y
lo que más vence la distancia y el tiempo en lo físico. Todo lo cual indica que la
luz es para la vista, que la luz es física y que el ver no lo es.
Los sensibles comunes y los sentidos externos
Los sensibles comunes se perciben por varios sentidos externos. Comunes a
todos los sentidos son el movimiento, el reposo, el número, la figura y el tamaño.
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No hay más sentidos externos porque toda cualidad conocida sensiblemente por
los actos de los sentidos externos es reducible a uno de ellos, si es sensible propio,
o a varios, si es común. Se puede decir, además, que hay otros aspectos comunes
en los sentidos externos, como es el medio, pues o bien se puede conocer por contacto (tacto y gusto), o bien por medio del aire y agua (olfato, vista, y oído). Existen esos sentidos; pero no se ve por qué no puede haber más o menos. Sí se ve la
conveniencia de que no haya uno sólo. ¿Por qué? Para captar los sensibles comunes, que pasarían inadvertidos más fácilmente, porque asociaríamos los comunes
al propio del sentido. ¿Qué pasaría si con un sólo sentido captáramos colores, sonidos, olores…? No habría jerarquía entre objetos sensibles, pero ¿podríamos diferenciar entre color y movimiento, por ejemplo? Obviamente no. ¿Qué ventaja
tiene esta distinción? Que nos permite conocer la realidad física tal cual es. No
son, pues, lo mismo el color que el movimiento.
¿Captan los sentidos por igual los sensibles comunes? ¿Se capta por igual el
movimiento del vuelo de un avión por la vista que por el tacto? Por suerte no. Se
capta mejor por unos que por otros. ¿Qué significa ese "mejor"? Sencillamente
que hay jerarquía; que unos sentidos son más cognoscitivos que otros. Sin sensibles comunes no podríamos saber que por los colores conocemos más que por los
sonidos. Entonces, ¿cuál es la finalidad de que sintamos sensibles por varios sentidos? La respuesta no puede ser más que ésta: para darnos cuenta que por unos los
captamos más y mejor que por otros. Los sensibles comunes manifiestan, por tanto, que los sentidos externos son jerárquicamente distintos.
C. SENTIDOS INTERNOS
Los sentidos internos son aquellas facultades con base orgánica que permiten conocer lo que era desconocido para los sentidos externos. La base orgánica
de los sentidos internos más altos es especial, porque crece también orgánicamente (se trata de las interconexiones neuronales). Lo primero que no conocen los
sentidos externos son sus propios actos de sentir, tema que conoce el sensorio común. Los sentidos externos no conocen tampoco los objetos a menos que lo real
físico esté presente. Conocer lo físico concreto ausente, reobjetivarlo, recordarlo,
transformarlo, realizar nuevos proyectos en concreto, es propio de otros sentidos
internos, la imaginación, la memoria y la cogitativa. Actualmente a la sensibilidad
interna se la denomina percepción sensible. Todos estos sentidos conocen más
que los externos, lo cual supone que el crecimiento es en una interioridad más
profunda que la del organismo −en este caso, el cerebro−. ‘Internos’ indica que
conocen lo que no es físico, material.
El sensorio común
El sensorio común es la facultad por la que conocemos los actos de conocer
de los sentidos externos. Notamos, sentimos, que vemos, oímos, etc. (no vemos
que vemos, ni oímos que oímos, etc.). A ese conocimiento también se le llama
conciencia sensible. Su soporte orgánico es el sistema nervioso, incluso a nivel
cerebral, aunque no todo el cerebro. Su "objeto propio" no es ningún "objeto" sino
los actos sensitivos de los sentidos externos. Siente los actos de modo común, de
modo vago, pero los siente como distintos, pues nota que el acto de ver no es el
acto de oír, etc. Conoce, pues, las diferencias entre uno y otro, pero no de modo
perfecto, sino con cierta vaguedad, que es selectiva, porque de lo contrario, no podría conocer lo que de común hay entre ellos. Sentir que se ve no es ningún ver, ni
ningún color. Sentir que se oye no es oír alguno o algún sonido. El ver no se ve,
sino que se ven los colores; el oír no se oye, pues se agota oyendo sonidos. Los
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sentidos externos no se refieren a sí mismos, precisamente por constar de base orgánica, que impide la autorreferencia, pues la materia no es autorreferente.
Al sentir un acto como distinto de otro el sensorio común siente lo que tienen en común, pero como cada uno de esos actos forma objetos distintos, el sensorio común percibe la diferencia entre actos y, correlativamente, entre objetos
sentidos. No se perciben el color y el sonido como diferentes sino su diferencia.
Como los actos (ver, oír, etc.) de los sentidos externos no se dan separados de sus
objetos (colores, sonidos), el sensorio común percibe a la vez que siente los actos,
la diferencia entre los objetos. Es imposible conocer objetos distintos como distintos por los propios sentidos externos. El sensorio común vence ese límite, pues
conoce la diferencia entre cualidades distintas a la vez en un único sentido. Por
eso se puede decir que el objeto propio suyo es la diferencia sensible.
La aludida diferencia es el llamado sensible por accidente, es decir, lo que
no capta como propio ningún sentido externo. Esa diferencia no es ningún objeto
(color, sonido, movimiento, etc.), pues lo que capta directamente no son objetos,
sino la distinción de los actos. Un acto no es un objeto y no se conoce a modo de
objeto. Sí la diferencia entre actos no es realidad alguna que inmute o afecte a la
facultad, tampoco es objeto como tal. Si su "objeto" propio no es ningún objeto,
sino que son los actos de la sensibilidad externa ¿cuál es la especie impresa que
afecta a su órgano? La respuesta no puede ser más que ésta: ninguna. En efecto,
los actos no son físicos ni biofísicos ni afecciones orgánicas, sino inmateriales.
Por tanto, no pueden inmutar orgánicamente al sensorio común. El sensorio común no es antecedido por especie impresa.
Sentir, percibir, que se ve, oye, etc., no es sentir ni la facultad (de ver, oír,
etc.) ni los objetos directamente (colores, sonidos, etc.) sino los actos. Los actos
no son nada físico, pero son más reales que lo que se capta de la realidad física
por medio de los objetos de los sentidos externos. Más reales porque lo más real
es lo más activo. Por eso, este sentido es superior a los precedentes, porque conoce más de lo real. Además, es una única potencia, que pese ello, conoce los actos
de todos los sentidos externos, lo cual es otro síntoma de jerarquía. No guarda
memoria, es decir, sólo conoce los actos cuando los actos se ejercen. Se puede
comparar con los sentidos externos como el punto a los diversos radios de una circunferencia que en él confluyen como en su centro. Es el término de ellas, o el
fin.
Al conocer el acto de los sentidos externos, se conoce por primera vez cómo
es la vida sensitiva, cosa que no conocen los sentidos externos. Esto indica que la
sensibilidad externa no es fin en sí, sino que ella conoce para que el sensorio común conozca más. El sensorio común es, pues, fin gnoseológico de los sentidos
externos. Además, no vemos, oímos, etc., si no sentimos que vemos, oímos, etc.
Esto indica que el sensorio común es como la raíz o principio de los sentidos externos. En efecto, unas potencias nacen de otras (no los actos), y los sentidos externos nacen de éste.
A la par, al sensorio común sigue el conocimiento de los sentidos internos
superiores (imaginación, memoria y cogitativa); no hay conocimiento en ellos si
no hay conocimiento en el sensorio común. Aquellas facultades son superiores,
más cognoscitivas que éste. Ahora bien, si tales sentidos internos son superiores al
sensorio común, no tendremos conciencia sensible de ellas. En efecto, no sentimos que imaginamos, recordamos o trazamos proyectos concretos de futuro. Somos conscientes de ejercer esos actos, pero no se trata de una conciencia sensible,
sino superior. Esto indica que a nivel sensible la conciencia no es el conocer superior.
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La imaginación
La imaginación también se llama fantasía. Lo suyo propio es retener los objetos conocidos por los sentidos externos. Por eso se la llama también tesoro (thesaurus). Es superior a la conciencia sensible (sensorio común) porque el conocer
superior a sentir que vemos no es sentir que sentimos que vemos, es decir, no es
‘la conciencia de la conciencia sensible’. En ese caso se abriría un proceso al infinito: conciencia de conciencia de conciencia... Pero en ese proceso no subiríamos
de nivel cognoscitivo, sino que se reiterarían actos iguales sin añadir más conocimiento. El paso superior no es un proceso al infinito en actos de conocer del mismo nivel, sino precisamente el conocer (acto) la posibilidad de proceso al infinito,
lo cual es un objeto de la imaginación. En efecto, la imaginación reobjetiva lo conocido y lo reduplica indefinidamente (ej. el espacio y el tiempo infinitos son de
ese tipo de imágenes). Es evidente que conocer esto es superior a lo que conoce el
sensorio común, que conoce puntualmente y no una serie infinita.
Por otra parte, ni la sensibilidad externa ni el sensorio común tienen un conocimiento reglado, sino cambiante, panorámico. La imaginación humana conoce
reglas, proporciones, y, por tanto, conoce más orden, perfección (ej. de una casa
la imaginación no conoce sus colores tan nítidos como la vista, pero sí sus proporciones, la altura, anchura, profundidad, etc.; una pieza de música tiene más proporción entre sus acordes que los sonidos meramente naturales, y no cabe partitura sin imaginación).
La imaginación es una facultad que nos permite conocer imágenes. Su objeto propio es, pues, la imagen. Todas las imágenes son elaboradas a partir del conocimiento de la realidad física, pero se pueden imaginar sin que las realidades físicas estén presentes. Unas imágenes son remitentes a la realidad física (ej. hombre, caballo, mujer, pez, etc.); otras, en cambio no (ej. centauro, sirena, etc.). El
soporte orgánico de la imaginación es la corteza cerebral, al menos algún campo
o área de ella. Característico de ella es que reobjetiva, es decir, que vuelve a poner
el objeto en presente, pero no tal cual ha sido visto, oído, etc., sino mejorado, reglado, proporcionado. Por eso se puede hablar de representación, en el sentido de
‘volver a presentar’, evocar. El objeto-imagen no es exactamente el mismo que el
objeto-visto, pues sería superfluo, por no añadir conocimiento alguno sino reiteración de lo mismo. La imaginación no se limita a presentar lo mismo, sino que
compone, asocia, etc. Su intencionalidad es atemporal, pues no evoca el pasado ni
tampoco proyecta al futuro.
A diferencia de los sentidos externos y del sensorio común su soporte orgánico (las interconexiones neuronales) no está enteramente constituido. Crece biológicamente durante mucho más tiempo que los órganos de aquellas facultades.
Las neuronas existen tras la embriogénesis, pero la fijación de sus circuitos neuronales crece especialmente durante la pubertad y la adolescencia. De modo parecido al sensorio común, no tiene una realidad (especie impresa) que inmute al órgano (la realidad física no pincha o estimula –por suerte– al cerebro). Como no hay
realidad física que inmute, pero hay objeto conocido −imagen− que es presentado
al imaginar, ello indica que la imagen la forma el propio acto, que no viene de
fuera; la imaginación forma sus propios objetos, sin necesidad de la inmutación
real presente.
La imagen difiere del objeto sentido por los sentidos externos (colores, sonidos, etc.) en que puede darse sin que se den aquéllos, como cuando se imagina sin
los sentidos (con los ojos cerrados, por ejemplo), o sin sensorio común (como en
los sueños), es decir, sin conciencia sensible. La imagen es siempre particular.
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La memoria
La memoria sensible es más cognoscitiva que la imaginación, porque añade
a ésta la intención de pasado. Si la imaginación reobjetiva (vuelve a presentar objetos ya conocidos anteriormente), la memoria es la facultad sensible que permite
conocer que eso se ha sentido antes. Al igual que la imaginación, su soporte orgánico es la corteza cerebral. Los clásicos aludían a la parte posterior del cerebro al
hablar del soporte orgánico de ella, a la frontal para la imaginación y a la zona
media para la cogitativa, pero dado que existen interconexiones entre todas las
partes del cerebro no es caso el zonificar excesivamente.
Su objeto propio son los recuerdos, pero no todos, sino los de asuntos sensibles y particulares. No es suyo propio, por ejemplo, recordar pensamientos de la
razón o asuntos que se han querido por la voluntad. Esa otra memoria es intelectual. Si al acto propio de la imaginación cabe llamarlo imaginar, al de esta facultad se puede designar como recordar. La memoria conserva lo que los sentidos
inferiores (externos y el común) no pueden. Es el tesoro de las intenciones sensibles tenidas. No conoce el pasado concreto en pasado, sino en presente. Ni ella ni
ningún sentido interno es temporal en su actuar. Afecta el tiempo, el movimiento,
a su soporte orgánico, pero no a sus actos y objetos. Por ello, conocer el tiempo y
el movimiento no es ser tiempo ni movimiento. Como la imaginación, los objetos
que forma son aquéllos que antes han sido conocidos por los sentidos externos.
Dado que el sentido más cognoscitivo de los externos es la vista, se recuerdan más los objetos vistos, aunque también se recuerdan olores, sonidos, etc. la
memoria no conoce los objetos externos con la misma nitidez, colorido, etc., con
que se presentan en los actos de los sentidos externos. ¿Por qué? Porque es selectiva, recoge lo más importante y representativo, no lo anecdótico. Esa es, además,
la diferencia entre una memoria cultivada y otra coloreada, es decir, pegada a la
sensibilidad externa. La educada recoge lo que mejor servirá al pensamiento.
La cogitativa
La cogitativa es superior a la imaginación y a la memoria. Añade a éstas la
intención de futuro, el proyecto. Acertar en el futuro es más difícil que recordar el
pasado, y conocer el pasado es superior a no conocer el tiempo. La cogitativa o
proyectiva es la facultad sensible humana que valora acciones realizables en el futuro. Su soporte orgánico también es la corteza cerebral. Su objeto propio, los
proyectos concretos de futuro. Su intención es, por tanto, de futuro. En ella también se ve muy claro que conocer el tiempo no es tiempo, porque proyecta hacia
el futuro, y eso todavía no es; no pasa de ser un objeto conocido. El futuro no es
tiempo real todavía. Debido a la gran distinción entre el hombre y el animal en
esta potencia, los medievales la llamaron estimativa en los animales. Se denominaba así, porque en ella se da una ‘estimación’, una valoración, del bien concreto
a perseguir. Sin su mediación las tendencias apetitivas sensibles no se desencadenarían. Esa valoración implica un juicio particular que se puede referir a todo lo
sensible; también a la memoria, porque es capaz de consolidar una experiencia, es
decir, fraguar un experimento. El experimento se forma teniendo en cuenta objetos singulares guardados en la memoria, pero comparándolos, o sea, valorándolos.
Puede referirse a la imaginación, porque dispone de las objetivaciones de
las otras facultades preparándolas para que la acción de la razón verse sobre ellas
y se forme un abstracto. Es, por tanto, manifiesto que sin su mediación la razón
no puede conocer. Posee una referencia al futuro, porque esa referencia nace por
comparación de objetos presentes y pasados. Por tanto, puede referirse a la me-
18
moria. Juzgar acerca del resto de las potencias implica superioridad respecto de
ellas.
Además, si en ella hay una valoración del bien concreto a conseguir, y la razón, que se apoya en ella para conocer el bien es la llamada razón práctica, es claro que la clásica distinción entre razón teórica y razón práctica parte de la alusión
de la razón a esta potencia. La razón práctica conoce el bien y termina en el juicio
particular de la cogitativa. También se servirá de ella la voluntad, porque la cogitativa conoce el bien real físico en concreto, y el objeto de la voluntad es el bien
real en sí.
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CAPÍTULO II. EL CONOCIMIENTO RACIONAL
Nociones preliminares
La razón es la potencia o facultad cognoscitiva humana superior. Pero no es
el conocimiento humano superior, porque por encima de las facultades en el ser
humano existen actos cognoscitivos superiores. A la razón también se la llama inteligencia, entendimiento posible o paciente, etc. Inicialmente la razón es una potencia pasiva (Aristóteles dijo de ella que es como una ‘tablilla de cera’ –tabula
rasa– en la que no hay nada escrito), lo cual significa que al comienzo no conoce
y que no puede activarse espontáneamente por sí sola. Por tanto, requiere de la
ayuda de algún conocer activo previo que la ponga en marcha. A ese principio el
Estagirita –su descubridor– lo llamó entendimiento agente (del que se tratará más
adelante).
Por otra parte, la razón es una potencia inmaterial, es decir, carece de órgano (no está, como los sentidos internos, en la cabeza). Su inmaterialidad se comprueba de varios modos: 1) Por sus objetos pensados: las ideas son inmateriales y
universales, mientras que en la realidad física las realidades son materiales y particulares. 2) Carece de ‘umbral’, es decir, puede conocer objetos cada vez más altos, y ello sin restricción. En cambio, si los sentidos intentan conocer un objeto
que es excesivo para ellos, perjudican a su órgano, y la consecuencia es que conocen menos que antes (así pasa cuando se intenta mirar de frente la luz del sol). 3)
La inteligencia puede negar sus objetos, pero no por negarlos ella niega su conocer, sino que sigue conociendo más que antes (ej. puede conocer el nº 1, pero también el nº – 1; en cambio, la vista puede conocer el color “rojo”, pero no el “no
rojo”; si la vista pudiera conocer además del “un color” el “no color” no conocería; pero la razón piensa el “ser” y la “nada” y en ambos casos conoce; es más, es
mejor conocer esas dos ideas que sola una). 4) Por su cierta referencia. La inteligencia conoce, pero también conoce que conoce. Eso indica que no es material,
pues los sentidos, por tener base orgánica, no son autoreferentes (ej. no se ve el
ver; no se imagina el imaginar, etc.). 5) Su capacidad de conocimiento puede crecer irrestrictamente. Se trata de los hábitos intelectuales, de los que se tratará más
abajo. En cambio, los sentidos sólo crecen cognoscitivamente hasta cierto punto
(ej. los sentidos internos mejoran, sobre todo, en la juventud).
La razón es inicialmente pasiva, y no conoce, pero luego, cuando es actualizada, puede conocer cada vez más. Al actualizarse ejerce actos de conocer, operaciones inmanentes y, asimismo, adquiere unas perfecciones cognoscitivas superiores a dichos actos que se llama hábitos. Cuando la razón es activada ya no se
puede denominar potencia pasiva, sino, más bien, potencia activa.
A. ABSTRACCIÓN Y PENSAMIENTO FORMAL: ACTOS Y HÁBITOS
La abstracción y el hábito abstractivo
1) El acto de abstraer. Es el primero e inferior que ejerce la razón. Como
ésta es potencia pasiva, para activarse y poder ejercer éste acto, requiere la ayuda
de un acto previo y superior, al que Aristóteles llamó entendimiento agente. Abstraer es presentar. La presencia es exclusivamente mental, no física. En la realidad
física no existe la presencia, porque presentar es un acto cognoscitivo. En la realidad física lo que existe es la sucesión, el fluir del tiempo, el movimiento, la potencialidad, pero no los actos, y menos aún, los abstractivos. La presencia mental está
al margen del movimiento. La abstracción toma sus contenidos de los objetos de
los tres sentidos internos superiores, y así articula el tiempo que conocen la memoria y la cogitativa. Conoce el tiempo pero no es temporal. Los abstractos son
articulaciones del tiempo, pero ni los abstractos (objetos) son tiempo, ni el acto de
abstraer es temporal.
Abstraer es presentar los objetos de los sentidos internos pero desparticularizándolos, es decir, universalizándolos. El abstracto es universal; una forma inmaterial que remite a lo sensible de donde tal forma se ha abstraído. El abstracto es
uno sólo para cada acto de abstraer; es inmune al cambio y separado de las condiciones materiales. Se da siempre unido al acto de conocer u operación inmanente,
y siempre conmensurado con él: a tanto acto, tanto objeto; ni más ni menos.
Como el acto abstraer permite conocer el tiempo sin ser temporal, con él detenemos el curso de los acontecimientos físicos y podemos cambiar su curso. Por eso,
este acto es tan útil para nuestra vida práctica, pues en vez de someternos al modo
de transcurrir de la naturaleza (como los animales) la cambiamos. En efecto, éste
es el modo más básico y común de conocer para el hombre, pero no es el superior
suyo. Notar esto implica conocer que el acto de abstraer es limitado, y que su límite es precisamente que conoce formando un objeto pensado (una forma, una idea),
y éste, por definición, es siempre limitado, aspectual pues con tal objeto, por
ejemplo el de perro, no conocemos la realidad entera de le perro. Pero conocer
que el acto de abstraer es limitado es un conocer que no depende del mismo acto
de abstraer, sino de un conocer superior a él, a saber, el hábito cognoscitivo que se
describe a continuación.
2) El hábito abstractivo. No es el mismo el acto de abstraer que el acto por
el que conocemos, nos damos cuenta, que abstraemos. Este segundo acto de conocer es el hábito abstractivo. ‘Hábito’ significa tener, disponer. Lo que se tiene se
puede usar de él. La prueba de que tenemos este hábito es que abstraemos cuando
queremos. Al acto de abstraer se agota conociendo el objeto abstracto. Conocer el
acto de abstraer es propio de un conocer superior a tal acto: el del hábito abstractivo. Como el abstracto es una articulación del tiempo, y el hábito nos permite darnos cuenta de que el acto de abstraer articula el tiempo, el primer nivel −no el único− que permite formar el lenguaje es este hábito, porque el lenguaje es una articulación temporal. Se trata del lenguaje sin predicación y sin conectivos, o sea,
del lenguaje elemental conformado por nombre y verbo unidos (ej. “perro perrea”,
“lluvia llueve”, “ente es” etc.).
El hábito se posee al iluminar un solo acto de abstraer, pues al darnos cuenta
de que abstraemos un objeto pensado (ej. casa), sabemos que como ese objeto podemos abstraer otros muchos de realidad física (ej. árbol, mesa, silla, etc.), y hacerlo sin ninguna dificultad. Por tanto, abstraído un objeto, adquirida la perfección
de abstraer para siempre sin perderla nunca. ¿Qué conocemos con este hábito?
Los actos de abstraer. Por tanto, conocemos unos actos de la razón, es decir, unas
realidades que no son físicas y que permiten conocer lo físico con mucha ganancia, pues no las conocemos una por una, sino en universal, todas las de una misma
especie. Por tanto, este hábito permite darnos cuenta de que ese nivel de la razón
humana 8el primero y más sencillo) transciende lo físico. Por eso, el materialismo, empirismo, sensismo, etc., no pueden explica la abstracción. El hábito abstractivo conoce el acto de abstraer, pero no a sí mismo. ¿Cómo conocemos este hábito, esta perfección interna de la razón? Con un conocer superior a la razón que
permite darnos cuenta de todos los hábitos que la razón tiene. Ese conocer superior, no racional sino intelectual, fue llamado “sindéresis” en la filosofía medieval
y “yo” en la moderna. Lo explicaremos más adelante.
La generalización y los hábitos generalizantes
Al darnos cuenta de que abstraemos, merced al hábito abstractivo, nos percatamos de que el abstracto es susceptible de una doble consideración, a la que
Tomás de Aquino llamó doble abstracción: se puede comparar el abstracto con la
capacidad cognoscitiva que tiene la razón, o se puede comparar el abstracto con la
realidad de donde se ha abstraído. A la primera forma de proceder el de Aquino la
llamó abstracción formal, y a la segunda, abstracción total. Pero hoy se han llamado, respectivamente, generalización y razón.
1) Los actos generalizantes. Estos actos son progresivos en el conocer y lo
que conocen son objetos pensados cada vez más generales. Así, si se piensa perro,
se puede pensar algo más general, por ejemplo, mamífero; tras esto, se puede pensar algo todavía más amplio: animal; después, algo aún más abarcante: viviente,
etc. Esta vía operativa procede según especies y géneros. Con ella se hacen definiciones, pues para definir se requiere conocer el ‘género’ y la ‘diferencia específica’. Actos de conocer propios en esta vía son, por ejemplo, el definir, preguntar,
juicio lógico, silogismo, etc. Lo peculiar de esta vía es que cada vez se separa más
de la realidad física y conoce ideas cada vez más generales (ej. indeterminado, infinito, máximo, todo, etc.). Esta vía ha sido muy usada en la filosofía moderna, en
especial, en el idealismo. Los actos posteriores a la consideración del abstracto
terminan prioritariamente en el abstracto, no directamente en lo real de donde éste
se ha abstraído, sino sólo indirectamente, captando de la realidad sensible sólo lo
accidental. Esta vía desconoce los principios reales (las causas: material, formal
eficiente y final). Y asimismo, desconoce lo que realmente es separado de lo físico
(ej. los seres espirituales). Las ideas de esta vía son intencionales respecto de los
abstractos, y entre sus actos y sus objetos se da siempre conmensuración: a tanto
acto de conocer, tanta generalidad de idea pensada.
2) Los hábitos generalizantes. Un acto de conocer es el que forma una idea
general, y otro es el que nos permite darnos cuenta de que generalizamos. Este segundo es un hábito, una posesión, una perfección intrínseca de la inteligencia en
este uso formal. Darse cuenta de este modo de operar que versa sobre entes de razón es un hábito. Tal hábito arroja luz sobre los actos que conocen objetos generales. Ese modo habitual de operar es el propio de algunas disciplinas formales: lógica, dialéctica, retórica, sofística, etc. Buena parte del trabajo de las ciencias positivas actuales proceden usando este hábito. Asimismo, esas disciplinas humanísticas que usan el llamado ‘método del caso’ siguen esta vía operativa. Los hábitos
generalizantes no generalizan, sino que permiten conocer los actos que generalizan, es decir, los actos que forman ideas cada vez más generales. Percibir que se
opera por géneros es lo propio de estos hábitos. Tales hábitos adquieren también –
como el hábito abstractivo– con un sólo acto. Por ejemplo, desde que sumamos,
aprendemos qué es sumar de una vez por todas.
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B. RAZÓN TEÓRICA: ACTOS Y HÁBITOS
El concepto y el hábito conceptual
1) El acto de concebir. El concepto es el primer acto de la vía de la razón
que permite descubrir progresivamente la índole de la realidad física. En esta vía
no es pertinente sostener que la razón proceda abstrayendo cada vez más, sino
que, más bien, procede justo al revés, conociendo cada vez más lo real tal como
es. El primer acto de esta vía se llama simple aprehensión o concepto, y lo conocido por este acto son dos principios o causas físicas: la material y la formal, las
cuales conforman las sustancias. Para considerar las realidades físicas la razón tiene que abajarse, porque ella es inmaterial. Para la inteligencia es muy cómodo
considerar el objeto conocido tal cual está en la mente, porque está según el modo
de ser de ella. Pero cuando tiene que conocer cómo es lo real, eso le resulta más
difícil.
No es pertinente "materializar" la razón (empirismo), pero tampoco "idealizar" la realidad física (idealismo). El acto de concebir es uno de los actos menos
cognoscitivos de la razón, porque los superiores a él cuentan con lo conocido por
él y añaden conocimiento sobre él. Con todo, el concepto sigue a los actos precedentes (a la abstracción –el preliminar– y a los de la vía generalizante), de modo
que es superior a aquéllos. Concebir es confrontar lo inmaterial e intemporal (el
acto de abstraer) con aquello que es material, temporal, cambiante, etc., (la realidad física). El concepto no es el abstracto. El abstracto es una forma universal
mental y remitente a lo real. El concepto no es ninguna forma mental, sino el conocimiento de la causa formal real (ej. la “perreidad”) que se encuentra distribuida en los muchos individuos materiales o causa material (Boby, Tazán, etc.). Se
trata del engarce de lo uno (forma) en lo múltiple (materia) –unum in multis–. Se
conoce la forma que está informando las muchas materias individuales. En suma,
concebir es conocer las sustancias físicas.
2) El hábito conceptual. Una cosa es concebir lo real y otra darnos cuenta de
que la concebimos. Este segundo conocer es el propio del hábito conceptual. Es
una perfección intrínseca de la razón que nos permite conocer los actos de concebir de la razón. La iluminación del acto que conoce las sustancias de la realidad física depende de este hábito. Manifestar (hábito) que concebimos (acto) es conocer la índole de dicho acto cognoscitivo. Ello implica notar que el acto es una realidad superior a la realidad física y que puede conocerla. Por medio de él conocemos que nuestros actos de concebir no son físicos, sino superiores, y por ello, pueden conocer lo físico.
El juicio y el hábito judicativo
1) El acto de juzgar. Es juicio es el acto racional más estudiado en la teoría
del conocimiento a lo largo de la historia de la filosofía. Con todo, los pareceres
sobre él han sido muy divergentes. Para Descartes, por ejemplo, el juicio es acto
de la voluntad. Para algunos neotomistas mantienen que es un acto ‘reflexivo’, es
decir, que se conoce a sí mismo. Otros sostienen que este acto conoce el ‘acto de
ser’ (actus essendi). Sin embargo, el juicio no conoce el acto de ser. El juicio
compone y divide, afirma o niega algo (accidentes) de algo (sustancia). Une y separa conceptos, pero como éstos son conocimientos de realidades físicas, el juicio
sólo une o separa con verdad lo que en la realidad física está unido o separado.
Por eso, es el primer acto de esta vía que conoce que el fruto de su acto es verdad,
porque se adecua a lo real confrontando con ella la unión o separación de conceptos. La verdad que conoce es la que se llama ‘formal’, no la ‘trascendental’ o verdad en toda su amplitud.
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Los actos de juzgar no sólo predican algo de algo (ej. el perro ladra), sino
que, por conocer el movimiento (ej. el ladrar del perro), con él conoce el tiempo
(ej. el perro ladró, ladrará). Conocer el movimiento es conocer la causalidad eficiente. Además, cuando ejercemos pluralidad de juicios acerca de la realidad física (ej. la vaca come hierba; la hierba crece con el agua y el sol; la vaca requiere
del agua y sol…), nos damos cuenta por medio de esos juicios verdaderos que en
la naturaleza hay una compatibilidad entre las realidades y sus movimientos. Notar la compatibilidad entre los movimientos físicos es descubrir que éstos están
vinculados entre sí según un orden, esto es, conocemos la causa final, la unidad
de orden del universo físico. Por tanto, con el juicio conocemos los cuatro principios o causas de la realidad física. Con este acto conocemos qué o cómo son las
cosas, aunque no sabemos por qué son, es decir, desconocemos su fundamento.
2) El hábito judicativo. El acto de juzgar permite conocer lo real si es verdadero, es decir, si se ‘adecua’ a la realidad física (ej. en Kenya hay leones). Pero no
todo juicio en verdadero, pues también los hay falsos, porque no se ajustan a lo
real (ej. el fantasma rosa se pasea por la universidad). Pues bien, para distinguir
entre los juicios verdaderos y falsos tenemos un hábito adquirido que conoce todos los actos de juzgar: el hábito judicativo o de ciencia. Ningún acto se conoce a
sí mismo. El conocimiento de los actos intelectuales depende de los hábitos. Los
actos conocen objetos o realidades extramentales; los hábitos, en cambio, conocen
actos de pensar. El hábito judicativo es una perfección intrínseca de la inteligencia
que nos permite conocer los actos de juzgar de la razón teórica.
En el acto de juzgar se conoce por primera vez de modo explícito la verdad,
pero no es lo mismo la verdad que conoce el juicio que la verdad del propio juicio.
Esta segunda es la verdad que conoce el hábito. ¿De qué asunto humano nos damos cuenta por medio de este hábito? De que en nuestras manos está la verdad, y
podemos hacer un uso recto de ella, pero también podemos mentir. El hombre
puede mentir a sabiendas. El engaño de un animal que simula es instintivo, pero
en el hombre no hay engaño instintivo, tampoco verdad instintiva, porque nativamente no disponemos del hábito judicativo, sino que lo adquirimos. ¿Qué pasa si
se miente? Que se usa mal del hábito judicativo. Pero usar mal de algo bueno es
éticamente malo. En suma, este hábito dota de claridad a los juicios racionales.
El acto de fundamentar y el hábito de los axiomas lógicos
1) El acto de fundamentar. Al tercer acto de esta vía de la razón la filosofía
medieval la llamaba demostración y, asimismo, razonamiento. Esta operación
busca lo primero, el fundamento de la realidad física, es decir, el principio de las
cuatro causas (material, formal, eficiente y final) conocidas en el acto de juzgar.
Ese principio debe responder al por qué de las cuatro causas. En definitiva, tras
conocer la esencia del universo (las cuatro causas), este acto racional busca el
acto de ser del universo físico. Con todo, el acto de ser es un acto real extramental
de índole superior a un acto de conocer de la razón. Por eso, el acto de conocer no
puede conocerlo. Por eso, este acto de conocer lo conoce como una base de lo físico, pero no puede explicar o desvelar su carácter interno.
No debe confundirse este acto de la razón con el silogismo (tampoco el
‘concepto’ con la definición, ni el ‘juicio racional’ con el juicio lógico y su expresión lingüística, la enunciación). A diferencia de lo que sucede en la vía generalizante, en la que siempre caben más actos y hábitos, tras el acto de fundamentar ya
no caben más actos en esta vía operativa, porque se topa con una realidad que el
acto racional no puede desentrañar.
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2) El hábito de los axiomas lógicos. Una cosa es buscar el por qué de la realidad física –conocimiento propio del acto de fundamentar–, y otra es darnos
cuenta de que ejercemos ese conocer racional. Esto último es el conocer propio de
un hábito cognoscitivo, poco estudiado en la historia de la filosofía. Se puede llamar hábito de los axiomas lógicos, e ilumina la operación de fundar. Se puede llamar “de los axiomas lógicos” porque este hábito manifiesta el modo de proceder
de nuestra razón de cara a fundamentar. ¿Cómo procede? Sin contradecirse. Para
ello cuenta, por así decir, con tres ‘reglas’: la de la identidad, la de la no contradicción y la de causalidad. La de identidad se suele exponer con esta fórmula lógico-lingüística: “A es A”. La de no contradicción, así: “A no es no A”, y se explica usando la anterior: “A no es no A porque es A”. La causalidad, de este
modo: “A es causa de sí”, y viene a ser la explicación de los anteriores: “A es A
porque es causa de sí”; “A no es no A porque es causa de sí”. Las tres reglas que
marcan el modo de proceder de la razón están unidas; por eso no se puede explicar una sin las otras.
C. RAZÓN PRÁCTICA: ACTOS Y HÁBITOS
Tras la abstracción, se pueden distinguir cuatro actos en la razón práctica:
el concepto práctico, el consejo o deliberación, el juicio práctico y el precepto,
imperio o mandato. Y, asimismo, sus respectivos hábitos: el hábito del concepto
práctico, el hábito del consejo, al que Aristóteles llamó eubulia, el hábito del juicio práctico, llamado por el Estagirita synesis (y su uso en casos especiales: gnome), y los hábitos de prudencia y arte o saber hacer.
El concepto práctico y su hábito
1) El concepto práctico. Estriba en el conocimiento de la dimensión de bien
presente en lo real. Lo propio de la razón no es sólo conocer la verdad, sino asimismo el bien. Además, la razón cuenta con el precedente de la cogitativa, cuyos
actos implican una valoración de lo sensible.
2) El hábito del concepto práctico. Una cosa es concebir que las sustancias
de la realidad física son buenas, y otra darnos cuenta que conocemos de ese modo.
Este segundo conocer es el propio del hábito del concepto práctico. Este hábito
permite conocer el acto por el que concebimos el bien. Si no hubiera esa dimensión práctica, la voluntad no podría impulsar a la razón para que ordenase lo concebido hacia lo exterior, porque en esa ordenación no se busca saber por saber,
sino saber para actuar: razón práctica. Se conciben varias realidades, medios,
como buenos en orden a un fin, por medio del acto de concebir práctico.
Los hábitos prácticos de la razón permiten conocer si nuestros actos de conocer que versan sobre nuestra actuación son correctos o corregibles. En rigor, estos hábitos garantizan al hombre saber actuar bien. Ahora bien, si mediante el acto
de concebir no conocemos sólo las realidades naturales como buenas, sino también las posibles artificiales, culturales, las éticas, las políticas, por medio del hábito notamos que nuestros actos de concebir engendran los bienes posibles, factibles o agibles (otros los llaman ideas ejemplares).
El consejo o deliberación y su hábito
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1) El consejo práctico o deliberación. No se trata de pedir consejos a unos y
a otros, sino de darle vueltas a un asunto práctico para esclarecerlo, es decir, ver
su posible solución. En sentido estricto el consejo es un acto de la razón práctica,
de cada quién, que sopesa el bien presente en los diversos medios apropiados para
conseguir un fin. Se distingue de la simple aprehensión práctica en que añade
cierta comparación (collatio), mientras que el concepto práctico considera de
modo absoluto una realidad física que ve como buena. Implica, por tanto, más
perfección que concebir, más conocimiento. Es un acto de la razón práctica que
versa sobre bienes reales transformables por nosotros, es decir, sometidos a nuestro poder. Son pues realidades contingentes, no necesarias. Por eso, no cabe deliberar acerca del pasado, de lo necesario o sobre los asuntos divinos. Sí, en cambio, sobre el futuro, sobre lo que puede o debe ser hecho por nosotros, sobre aquello que redunda en beneficio propio. En consecuencia, se delibera acerca de asuntos éticos y culturales. Este acto versa sobre medios, pues éstos son probables, no
sobre el fin, que implica necesidad.
Ese conocimiento se describe como una búsqueda (inquisitio o quaestio, no
demostrativa) abierta a múltiples posibilidades. Su fundamento también lo constituyen los primeros principios prácticos, que impelen a actuar, pero necesita, además, partir de principios comunes, (ej. usar pinceles; cincel y martillo, etc.). No
cuenta, pues, con lo evidente en sí, porque en lo realizable por nosotros se presenta mucha incertidumbre. La deliberación se refiere a lo posible para la acción humana, a lo útil, pero no hay una posibilidad única ni última, pues los medios posibles son incontables. Lo útil tiene razón de bien y lo que en tal plexo busca el consejo es el mejor bien. Por lo demás, a este acto cognoscitivo sigue un acto de la
voluntad, el consenso, que consiente (o no) en los diversos medios hallados por el
consejo o deliberación.
2) El hábito de saber deliberar (eubulia). Darse cuenta de que ejercemos actos deliberativos es el conocer propio de este hábito. Mediante él se sabe qué acto
ha concebido más bien que otro y, por tanto, se conocen los diversos actos de deliberar sobre el bien. Es un perfeccionamiento de la razón al que Aristóteles llamó
eubulia. Permite evitar la proliferación de consejos infundados que en modo alguno perfeccionan a la razón. Asiste, pues, conociéndolos, a los actos de deliberar,
de aconsejarse, distinguiendo los consejos apropiados de los que no lo son. El
consejo es cierta búsqueda, y el hábito del consejo el conocimiento de la misma,
que permite valorarla y rectificarla con un nuevo acto si es el caso.
Sin este hábito, el hombre no aprendería a discernir entre las diversas situaciones de la vida ordinaria, no sopesaría lo importante, se dejaría llevar por lo
anecdótico o por lo urgente; perdería el tiempo, y sería difícil que llegase a juzgar
con acierto prácticamente. Por tanto, sería ineficaz, y lo zarandearían los acontecimientos que no ha previsto y no sabe como enfrentar.
El acto del juicio práctico y su hábito
1) El juicio práctico. Hay una doble modalidad judicativa, teórica y la práctica. El modo de juzgar de la razón puede darse derivado. Disponemos de juicios
sobre verdades evidentes, pero también juzgamos de lo no enteramente evidente,
de lo probable. Es el acto del juicio práctico. Este juicio versa sobre lo particular,
contingente, posible y verosímil. La índole de los asuntos prácticos es particular.
Pero quien versa sobre lo particular son los sentidos, de ahí que este acto tenga en
cuenta el testimonio de la cogitativa y, por eso, se abre por la comparación (collatio) de esa facultad a asuntos concretos opuestos, y a la valoración del bien de los
mismos.
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No es el acto de ser la causa de la verdad práctica, sino la disposición (el orden de las cosas), conocida como tal por primera vez en el juicio práctico. El acto
de la voluntad que sigue al juicio práctico es la elección. Otros lo llaman decisión.
Después de haber juzgado, destacado racionalmente como mejor, más conveniente, una posibilidad entre varias acerca de lo que se debe hacer (juicio práctico), se
pasa a elegirla, a decidirse por ella (elección de la voluntad), a quererla destacándola de las demás.
2) El hábito de juicio práctico (synesis y gnome). Así el hábito judicativo o
de ciencia versas sobre los actos de juzgar teóricos, así el hábito de saber juzgar
en lo práctico dirime entre los actos prácticos de juzgar. A este hábito Aristóteles
le llamó synesis, que podemos traducir por sensatez. Una persona sensata es la
que dirime correctamente en lo práctico, el que sabe cuál es el camino a recorrer
para solucionar un problema concreto. El tener este hábito permite conocer la validez de los juicios en lo práctico. Permite sentenciar bien acerca de lo práctico,
que es plural. Caben muchas sentencias prácticas porque lo particular es susceptible de muchas soluciones. Mediante este hábito sabemos qué juicios o sentencias
prácticas son más verosímiles que otros, cuáles más certeros para dar en el clavo
en lo práctico.
Si no supiéramos qué actos de juzgar bienes son más certeros que otros, nos
daría igual decir, por ejemplo, “el cemento es bueno para edificar” que “el barro
es bueno para construir”. Los dos juicios son verdaderos, pero uno es más verosímil, probable, que el otro, el que habla del cemento. Si no tuviéramos este hábito
no seríamos capaces de ver que uno es mejor, más correcto, que el otro. Este hábito cuenta con la experiencia, y se forma en nuestra razón a base de repetir actos
judicativos correctos. Es, como todos los hábitos prácticos, incrementable, y se
acrecienta al ir descubriendo entre varias posibilidades la más buena, no la mejor
teóricamente, sino la más factible en una determinada situación práctica. Le conviene al hombre disponer de esta perfección racional, pues su ausencia o debilidad
conlleva indecisión, dado que no tiene claridad en la acción conveniente a realizar, esto es, se puede acabar siendo un indeciso o un irresoluto, con la consecuente abulia, desgana, o debilidad en la voluntad. Si se trata de saber juzgar en casos
excepcionales que no se ajustan a una regla, acertar en ellos implica todavía más
conocimiento, es decir, una intensificación de este hábito a la que el Estagirita llamó gnome.
El acto del imperio y la prudencia
1) El acto precepto, imperio o mandato. Es acto propio de la razón práctica
que no guarda paralelismo con ninguno de la teórica, y se describe como el acto
que induce de modo preciso a obrar, pues prescribe hacer algo en orden a algo, a
un fin. La razón que manda es práctica, porque nadie manda sobre lo necesario,
sobre las cosas que no dependen de nosotros, que no sean factibles (de agendis).
Este acto versa, por tanto, sobre medios que miran al fin, no acerca del mismo fin,
pero versa sobre ellos moviendo a obrar. Los medios tienen razón de bien, y en
este sentido, el precepto versa sobre los bienes concretos a perseguir y los males a
evitar.
¿Qué cae bajo el mando del acto de imperio? Es notorio que bajo el precepto
no subyace la disposición corporal. Tampoco las potencias naturales vegetativas,
nutritivas y generativas. Sí, en cambio, los órganos de los sentidos externos, pero
no los miembros de los internos. Las pasiones del alma subyacen en parte a su influjo. No está en nuestra potestad aprehender algo por el sentido externo a no ser
que el sensible esté presente, pero de los sentidos internos, tanto la memoria, la
imaginación como la cogitativa, se mueven a obrar por el imperio de la razón. En
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cuanto a las potencias apetitivas sensibles, el imperio las manda, como señala
Aristóteles, con ‘principado político, no despótico’. El precepto entra en relación
con los actos de la voluntad que miran a los medios, y se encuadra entre la elección y el uso. En efecto, al precepto racional sigue el uso voluntario, es decir, el
empleo que hace la voluntad de diversas potencias para llevar a cabo una acción.
En la razón teórica el concepto es inferior al juicio, porque éste conoce más
que aquél; a su vez el juicio, por la misma razón, es inferior a la demostración.
Dado que el orden y la jerarquía en la razón práctica se toma del fin, ésta es inversa a la teórica. En efecto, el precepto es superior a los actos precedentes, pues es
el más cercano al fin. El orden, por tanto, entre ellos de menos a más es como sigue: concepto práctico, consejo o deliberación, juicio práctico y precepto, imperio
o mandato.
2) Los hábitos de prudencia y arte. La descripción clásica de la prudencia es
“recta razón acerca de lo agible”. Recae sobre el último acto de la razón práctica,
el precepto o imperio, y dice relación a la voluntad, pues sigue a la elección y es
seguido por el uso voluntario. Es “razón”, porque este hábito es de la razón práctica. Es “recta” porque es virtuosa, es decir, se da una perfección de la potencia, un
hábito. Es acerca de lo “agible” (realizable intrínsecamente, es decir, en bien de
uno), porque versa sobre las acciones nuestras, y eso es el tema de la ética, de
nuestro obrar. No conoce el fin ni la rectitud de la voluntad en orden a él, que supone, sino que manda acerca de los medios justos que conducen al fin. Por eso,
este hábito media entre los hábitos intelectuales y los morales. No caben virtudes
morales sin la prudencia, y tampoco cabe esta virtud sin aquéllas. La prudencia es
necesaria para vivir bien, porque nos perfecciona en nuestro modo de actuar. Es
prudente la persona que después de haber ejercido los actos de la razón práctica
precedentes al imperio o precepto, es decir, el concebir bienes, aconsejarse respecto de ellos, juzgar o destacar uno como mejor que los demás, no se queda, sólo
en propósitos, sino que manda ponerlos por obra, es decir, impera se realice la acción; pone manos a la obra lo acordado, que es bueno y debe hacerse sin demora.
Se aprende a ser prudente siéndolo, mejorando cada vez más. Si alguna vez
nos equivocamos, corregimos nuestro modo de actuar. Esto último es propio de la
razón práctica, y así incrementa su saber. En este punto ser testarudos es firmar un
contrato con la ignorancia e ineficacia. Razón recta es razón correcta, que se va
corrigiendo. ¿Por qué podemos corregir nuestro modo de actuar? Porque disponemos de este hábito por el que nos damos cuenta de nuestros actos que mandan
nuestras acciones. Al conocerlos distinguimos, por ejemplo, entre el que dice respecto de un asunto concreto “voy a ser un poco astuto” del que dice “voy a ser
leal”. Tras distinguirlos, prescinde del primero y pone por obra el segundo, con
las consecuencias que ello conlleva en la práctica. ¿Cómo aprender la prudencia?
Es aconsejable preguntar al hombre prudente, al que tiene esta perfección. Es bueno especialmente preguntar en asuntos dudosos o éticos, pues nadie es buen juez
en causa propia (así se justifican las nociones de Asesor Académico, de Director
Espiritual, de Preceptor, de Orientador Familiar, etc.).
Por otro lado, el hábito de arte se describe como “recta razón acerca de lo
factible”. “Recta” porque es un hábito que perfecciona la razón práctica. De la
“razón”, porque esta potencia es su sujeto. “Acerca de lo factible”, porque es un
conocimiento en orden a la producción de las cosas que pueden ser hechas, transformadas, por nosotros. Con la prudencia se mejora el hombre en su actuar ético.
Con el arte se perfeccionan las acciones humanas que producen obras externas.
Advierte Aristóteles que es mejor actuar mal a sabiendas en el hábito de arte que
en el de prudencia, ya que la rectitud de la voluntad es esencial para la prudencia,
pero no para el arte. Con todo, si bien arte y prudencia son en cierto modo independientes (ej. un pintor puede hacer alguna obra bueno aunque sea vicioso), tam-
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bién van unidos (ej. difícilmente puede ser siempre buen pintor si es constantemente vicioso).
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CAPÍTULO III. EL CONOCIMIENTO INTELECTUAL Y PERSONAL
A. EL CONOCIMIENTO INTELECTUAL; LOS HÁBITOS INNATOS:
SINDÉRESIS, PRIMEROS PRINCIPIOS Y SABIDURÍA
La persona humana dispone de un conocer intelectual superior al de la razón. Sólo se conoce que la razón es una ‘potencia’ o ‘facultad’ si se la conoce
desde una instancia superior a ella. La razón conoce lo inferior a ella, y algo de
ella (sus ideas con sus actos, y sus actos con sus hábitos), pero no se conoce a sí
misma de modo entero, es decir, como facultad, ni menos aún lo superior a ella.
Además, lo que la supera es ontológica y gnoseológicamente previo a la activación de la razón, pues la razón es inicialmente potencia pasiva. Por eso requiere
de un acto que la active. A tal acto Aristóteles lo llamó entendimiento agente.
Como este acto es radical en el ser humano, se puede hacer equivaler al acto de
ser personal humano, visto éste como ‘ser cognoscente’ o como ‘conocer a nivel
de acto de ser’.
Con todo, este acto cognoscitivo –el intellectus agens–, raíz de todo conocer
humano, no activa directamente a la inteligencia, sino que se sirve de un instrumento cognoscitivo innato. Además, cuenta innatamente con otros dos instrumentos cognoscitivos para diversos menesteres: uno de ellos le permite conocer los
primeros principios o fundamentos de lo real extramental; otro, conocer la propia
intimidad humana. El instrumento inherente del que se sirve el intelecto agente
para activar a la razón, el instrumento inferior de los indicados, es el hábito innato
de la sindéresis, con lo llamó San Jerónimo. Otro, el intermedio, es el hábito de
los primeros principios, denominado así por Aristóteles. El superior, coincide con
el conocimiento que, según Tomás de Aquino, el alma tiene de sí misma, conocer
al que se se puede llamar originario; éste es, en cierto modo, equivalente a lo que
Aristóteles llamaba hábito de sabiduría.
La sindéresis o el “yo”
El nombre medieval de este hábito es “sindéresis”. En cambio, la filosofía
moderna, que desconoce los hábitos, suele hablar de “yo”. Se trata de un hábito
innato, es decir, de una dotación creatural recibida de Dios, no adquirida. ‘Hábito’
indica posesión, perfección natural. Por eso, este hábito no puede pertenecer a la
razón, porque ésta es nativamente tabula rasa. Lo que se posee a través de la sindéresis es el conocimiento y dominio de todas las potencias humanas. Es la puerta
abierta de nuestra intimidad personal a lo menor que es nuestro o nos pertenece.
Por tanto, por medio de esta apertura conocemos cómo es y como debe desarrollarse nuestra naturaleza humana, es decir, qué sea lo que se denomina derecho
natural. Como es un hábito cognoscitivo, e innato, es la fuente de todo conocer
adquirido racional posterior. En efecto, es el instrumento del que se sirve la persona humana para activar y desarrollar la razón en todas sus vías operativas (for-
mal, teórica y práctica). No sólo para activarla o conocerla, sino también para dotarla de más capacidad cognoscitiva mediante los hábitos adquiridos.
La sindéresis también se requiere para activar, conocer y perfeccionar a la
voluntad, porque la voluntad también se conoce y se desarrolla, pero no por ella
misma, pues no es espontánea, sino, asimismo, potencia pasiva. Además, no es
ella la que se conoce, ya que no es cognoscitiva. Tampoco la conoce la razón, porque la razón no puede abstraer ni la voluntad, ni sus actos ni sus virtudes, ya que
estas realidades no son sensibles. Por eso, la voluntad también requiere de un
principio activo que la ponga en marcha, la conozca y refuerce perfectivamente su
querer conformando en ella las virtudes.
Por otra parte, la sindéresis también conoce las potencias o facultades sensibles. Esta hábito innato es, pues, la puerta abierta con que cuenta inicialmente la
persona humana para hacerse cargo, activar, iluminar y desarrollar su naturaleza
humana. Es, por tanto, una luz que ilumina lo inferior a ella, aquello que pertenece –no es– a la persona humana. En efecto, la sindéresis es el “yo”, pero el “yo”
no es la “persona”, sino inferior a ella. Nadie se reduce a su “yo”. El “yo” es la
puerta abierta de la persona a lo inferior humano que le pertenece. En efecto, las
facultades sensibles e inmateriales no son la persona, sino de la persona. Mediante
la sindéresis o el “yo” cada persona conoce y gobierna dichas potencias; las ‘personaliza’. Si no lo hace, tales potencias no se desarrollan y, en consecuencia, le
son menos útiles a la persona. Tomás de Aquino advirtió que este hábito activa a
la razón práctica formando hábitos en ella, y asimismo, a la voluntad, conformando virtudes en ella. En efecto, el “yo“ refuerza el querer de la voluntad, pues una
cosa es el “querer” de la voluntad, y otra superior es el “querer querer”, propio de
la sindéresis, pues si el “yo” no quiere, no cabe querer en la voluntad.
A lo que precede hay que añadir que la sindéresis o el “yo” también conoce
las demás vías operativas de la razón, así como todas las potencias sensibles. Las
conoce directa y experiencialmente, es decir, sin razonamiento. El darnos cuenta
de cómo está, por ejemplo, nuestra vista, oído, imaginación, memoria sensible, la
razón en tal o cual área de conocimiento, es un conocer debido a esta luz. La sindéresis es la mirada abierta que descubre el sentido, la verdad, de las potencias
humanas. Como las facultades o potencias conforman la naturaleza humana, mediante la sindéresis sabemos qué es el hombre. Por ella no conocemos ‘quién es’
la persona, es decir, no conocemos el sentido personal de cada persona novedosa
e irrepetible, sino su naturaleza humana, que es ‘común’ a los hombres, y que
acompaña por herencia natural (debida a los padres) a cada persona. Por eso, mediante este hábito innato estamos abiertos a conocer que los demás son ‘hombres’,
es decir, a conocerlos en su ‘humanidad’, no en su ‘intimidad’ personal.
Entonces, ¿por qué se decía en la filosofía medieval que lo propio de la sindéresis es conocer los ‘primeros principios prácticos’? Porque las potencias o facultades que conforman la naturaleza humana no son estáticas, sino vivas, activas, y, por tanto, diseñadas para actuar. Por eso, cuando la sindéresis conoce a dichas potencias sabe cómo deben actuar y cuál es su fin y, en consecuencia, qué
sea para ellas actuar bien o mal, es decir, cuáles son los principios correctos de actuación. Por eso, en atención a lo que precede, hay que indicar que la sindéresis es
la clave de la ética. En efecto, la ética no puede darse sin bienes reales, sin normas en la inteligencia y sin virtudes en la voluntad. Si falta alguna de estas tres
bases, la ética que resulta es defectuosa. Como la sindéresis activa a la inteligencia, para que ejerza normas, y a la voluntad, para que desarrolle virtudes, la sindéresis favorece, respectivamente, que una conozca y que otra se adapte a bienes reales cada vez mejores; es decir, promueve la ética. La ética estudia el obrar humano, no el ser. El obrar es segundo respecto del ser. Por eso, la sindéresis conoce la
ética, no la intimidad personal humana. Y, también por eso, la ética no es la antropología. A temas distintos, niveles cognoscitivos diversos.
El hábito de los primeros principios
En la filosofía medieval se le llamó “intellectus”, y se distinguía el conocimiento intelectual del racional. Al primero se le designaba como directo, intuitivo,
experiencial; al segundo, en cambio, mediato, procesual, discursivo. El tema de
este hábito son los primeros principios. ¿Qué son los primeros principios? Son las
realidades fundamentales, de las que principian las demás. Son los actos de ser
reales extramentales. ¿Cuáles son? Son el acto de ser del universo, el acto de ser
divino y la dependencia de uno respecto del otro. A esa dependencia también se la
llama causalidad trascendental, para distinguirla realmente de las cuatro causas
físicas, que se llaman predicamentales (material, formal, eficiente y final). Los
primeros principios reales los conocemos sin discurso, es decir, por intuición.
Pero como esas realidades son superiores al hábito, éste, que intuye su existencia,
no las desentraña. Por eso, aunque por medio de este hábito estamos abiertos nativamente a conocer que Dios existe, lo vemos como el Origen del ser, pero no sabemos en qué consiste el Origen. Asimismo, aunque por este conocer sabemos
que el universo existe, no sabemos todavía en qué consiste su ser como distinto de
los demás. También sabemos por él que el ser del universo depende del ser divino, pues como decía Tomás de Aquino, “el ser que inhiere en las cosas creadas no
se puede entender sino como deducido del ser divino” (De Pot., q. 3, a. 5, ad 1);
pero todavía no sabemos bien en qué radica esa dependencia.
Como se puede apreciar, este hábito no mira hacia lo inferior nuestro, ni a
nuestro interior, sino hacia lo superior externo. A distinción de los temas propios
de la sindéresis, que son inferiores a dicho hábito, los actos de ser extramentales
son superiores al hábito de los primeros principios, porque este hábito no es un
primer principio. Tampoco la persona humana lo es, pues el ser humano no es el
fundamento de otras realidades. Al ser inferior a sus temas, el hábito de los primeros principios se subordina a sus temas; su luz no los patentiza, sino que los sigue.
Este conocimiento es el fundamento del conocimiento cierto de toda la realidad.
En efecto, cuando conocemos la índole de las cosas intramundanas suponemos
que el universo existe de modo persistente, es decir, que no deja de ser, que el ser
divino existe y que el universo depende de Dios. Negarlo equivale a no ejercer
este hábito, a olvidarlo y ceñirse al conocer que nos permite la razón, que es un
conocer inferior a éste y que forma ideas de esas realidades. Entonces, se empieza
a dudar, por ejemplo, que Dios exista, porque, evidentemente, la idea de Dios no
es Dios.
El progresivo ejercicio de este hábito permite conformar una disciplina filosófica muy alta: la metafísica. Ésta tiene tres partes: a) Por un lado, el estudio del
acto de ser del universo, como distinto realmente de su esencia (las cuatro
causas), estudio al que se puede llamar ontología. b) Por otro lado, el estudio del
acto de ser divino, que es simple o idéntico, es decir, que no es realmente diverso
de su esencia. A esta parte se la suele llamar teología natural. c) Por otro, la dependencia del acto de ser creado respecto del acto de ser divino. Este estudio se
puede llamar tratado de la creación. Con todo, muchos autores no disciernen el
nivel cognoscitivo propio del hábito de los primeros principios de otros propios de
la razón. Por eso incluyen dentro de lo que ellos llaman ‘metafísica’ temas propios de ‘filosofía de la naturaleza’ (las causas), de ‘teoría del conocimiento’ (objetos, actos, hábitos), de ‘psicología’ (facultades o potencias), de ‘ética’ (actos, virtudes), de ‘antropología’ (acto de ser personal humano), y de otras muchas realidades. Por eso hablan, por ejemplo, de ‘metafísica de la familia’, ‘del trabajo’,
‘del juego’, ‘de la historia’, etc. Pero esas denominaciones no son correctas, pues
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a cada nivel de conocimiento le corresponden sus temas propios y no conviene
mezclar niveles y temas, pues si se conocen realidades con niveles cognoscitivos
inadecuados, se conocen menos.
El hábito de sabiduría
En la filosofía medieval, siguiendo a Agustín de Hipona, se distinguía entre
razón superior (ratio superior) y razón inferior (ratio inferior). Las llamaban así
porque los pensadores advirtieron que un modo de conocer humano mira a realidades superiores y otro a las inferiores. Se decía que el hábito de los primeros
principios y el de sabiduría pertenecían a la razón superior, mientras que el de
ciencia, por ejemplo, pertenece a la inferior. La sabiduría es el hábito humano superior; el instrumento más cognoscitivo del intelecto agente. Su tema propio es la
intimidad personal humana. Por medio de él sabemos que somos persona; una
persona distinta a las demás, novedosa, irrepetible, sin precedentes ni consecuentes, con un sentido propio. Es la luz interna en la misma intimidad humana. De
modo semejante al hábito de los primeros principios, el tema del hábito de sabiduría, la intimidad personal, es superior al propio hábito. Por eso, mediante este conocer no alcanzamos a saber enteramente quién somos, pues nuestro sentido personal desborda lo que de nosotros alcanza a conocer este hábito. La persona tiene
conocimiento habitual de sí por el que conoce que existe, y, en parte, por el que
conoce quién es y quién está llamada a ser.
Este hábito permite conformar una disciplina filosófica superior todavía a la
metafísica: la antropología, pero no cualquier versión de ésta, sino la que mira a
desentrañar la intimidad humana. En efecto, hoy existen varios tipos de antropología: a) Cultural, muy moderna, que estudia en mayor medida las manifestaciones
humanas, las costumbres, ritos y productos que elaboran los hombres. b) Filosófica, más clásica, que parte señalando que el hombre es un compuesto de alma y
cuerpo, y luego explica las diversas facultades o potencias sensibles e inmateriales
que conforman el compuesto humano. c) Trascendental, que estudia el acto de
ser personal humano abierto a la trascendencia divina.
Lo que el hábito de sabiduría alcanza a conocer del acto de ser personal humano es que es compuesto, es decir, que no es simple (simple sólo es Dios), sino
conformado por diversas dimensiones, cuya distinción entre ellas es jerárquica.
Un ser que careciera de alguna de esas características no sería persona. Esas propiedades están vinculadas entre sí, de modo que no cabe una sin otra, pero las inferiores se subordinan a las superiores. Tales notas son nativas, es decir, no se adquieren; no se llega a ser persona, sino que se es persona desde el instante de la
fecundación. Si un ser no fuera nativamente persona, no lo llegaría a ser nunca,
porque el acto de ser personal es superior a cualquier otra perfección que éste
puede adquirir durante su vida (ética, de hábitos racionales, de virtudes de la voluntad, de capacidad lingüística, laboral, técnica, económica, etc.). Las notas de la
persona son, por tanto, como la raíz de todas las demás, que son menores que éstas.
Una de esas perfecciones es la libertad personal. Cada persona es una libertad personal distinta. La persona es espíritu, y la libertad es la actividad del espíritu. Otra, superior a la precedente, y a la que se debe orientar la libertad personal,
es el conocer personal. Esto significa que cada persona es una ‘verdad’, un ‘sentido’ personal distinto; pero esa verdad o sentido no son pasivos, sino activos, y
esto indica que la persona es un acto de ser cognoscente. Si la libertad es inferior
a la verdad personal, tiene que tener a ésta como norte. Por eso, la libertad personal no es absurda o alocada, sino que tiene una dirección, un sentido: el de la verdad que cada persona es y será. Por eso, seguir libremente esa verdad (y las de34
más, que dependen de ésta) libera. La noción clásica de entendimiento agente
equivale dicha verdad activa, al conocer personal humano; no al conocer de una
facultad (como la razón), sino al conocer a nivel de acto de ser. La perfección
personal superior de la intimidad personal es el amor personal. Cada persona es
un amor distinto. Nótese que no se trata del querer de una potencia (ej. la voluntad), sino del amar personal. La distinción es neta, porque las potencias quieren
aquello de que carecen; en cambio, el amor personal no es carente, sino desbordante. Tal amor tiene varias dimensiones: la superior es aceptar; la segunda es
dar. Es así porque la persona humana es criatura, y lo primero en una criatura no
puede ser dar, sino aceptar. ‘Aceptar’ no significa ‘recibir’, pues aceptar es activo,
mientras que recibir es pasivo. La tercera dimensión del amar personal es el don,
porque la persona humana muestra con obras que ama, es decir, que acepta y da.
El amar personal atrae al conocer personal. Por eso, un amar que no descubre el
sentido personal del amado no es personal. A la par, un amar que no es libre, tampoco es personal. Y como la persona es exclusiva, irrepetible, el amar a la persona
como tal comporta exclusividad.
B. EL CONOCER PERSONAL NATURAL: EL “INTELECTO AGENTE”
Descripción
El hábito de sabiduría nos permite conocer que somos un conocer distinto e
irrepetible, y que éste es fuente de todo otro conocer inferior. Pero como este conocer o verdad activa y personal es superior al propio hábito de sabiduría, mediante tal hábito no podemos conocer enteramente quién somos como seres cognoscentes, ni tampoco cuál es el tema personal propio de este conocer personal.
Algo similar advirtió Aristóteles cuando dijo que el intelecto agente es ‘acto’ respecto del posible, pero a la hora de describir su naturaleza, lo hizo escuetamente:
es ‘separable, sin mezcla e impasible, en acto, eterno, anterior a la razón, inconsciente’ (De anima, III, 5). ‘Separable y sin mezcla’, porque es inmaterial y no se
mezcla con el cuerpo, es decir, no tiene soporte orgánico; ‘impasible y siempre en
acto’, porque no es una potencia (como lo es la razón), sino que está permanentemente en acto; ‘anterior a la razón’, porque es acto desde el inicio, y lo es respecto
de ella; ‘inmortal y eterno’, porque perdura tras la muerte; ‘inconsciente’ porque
la conciencia de que existe llega tarde y es inferior a él, pues lo conoce, por así
decir, por sus ‘efectos’, uno de los cuales es la abstracción. Tal conciencia es el
hábito de sabiduría.
Interpretaciones del intelecto agente
El descubrimiento aristotélico del intelecto agente es tan admirable como
mal interpretado a lo largo de la historia de la filosofía. En efecto, se han dado, al
menos, las siguientes versiones erróneas: 1) sustancialismo: el intelecto agente es
una sustancia separada: el mismo Dios o un ángel que ilumina a los hombres; 2)
monopsiquismo: el intelecto agente es el alma de la humanidad, una para todo el
género humano; 3) hilemorfismo: el intelecto agente es la forma del alma; la razón
es la materia. 4) potencialismo: el intelecto agente es una ‘potencia’ del alma humana; 5) habitualismo: el intelecto agente es un ‘hábito innato’; 6) formalismo–
nominalismo: el intelecto agente no es realmente distinto de la razón, sino sólo
‘formalmente’, es decir, son actos distintos de la misma potencia; más aún, uno y
otro se distinguen sólo ‘nominalmente’; 7) virtualismo: el intelecto agente es una
fuerza o ‘virtud’ del alma.
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Frente a estas versiones equivocadas del intelecto agente cabe otra correcta:
es el acto de ser personal humano (esse hominis). Resulta inusual o desacostumbrado identificar el ser del hombre con el intelecto agente. La mayoría de manuales de gnoseología lo reducen a su función de abstraer, o sea, hacer inteligibles en
acto las imágenes de la imaginación. Alguno, incluso, le priva de su actividad
cognoscitiva puesto que quien conoce −dicen− es la razón, no él. Otros lo identifican con una virtus causativa o factiva, sin caer en cuenta de que el conocer no
efectúa nada, y menos aún a este nivel. Es verdad que el intelecto agente se sirve
de un hábito innato –la sindéresis– para activar a la razón a la par que universaliza
las imágenes de la fantasía, pero ni las imágenes particulares, ni los objetos o ideas universales, ni la misma razón son su tema propio. En efecto, lo inferior no
puede ser el fin o tema del conocer personal humano, porque si lo fuera, se subordinaría la persona a lo impersonal. De otro modo: un conocer personal no puede
tener como tema una realidad impersonal. Además, si el intellectus agens es sumamente activo, su tema no puede ser pasivo. Lo que precede indica que si el intelecto agente es el conocer personal, su tema tiene que ser una persona distinta,
puesto que ningún conocimiento es reflexivo respecto de sí, es decir, en todo conocer hay que distinguir siempre entre método cognoscitivo y tema conocido.
Ahora bien, ¿qué ser personal es el tema propio del intelecto agente?
El tema del intelecto agente
El tema del intelecto agente tiene que ser un ser personal cognoscente, pero
no cualquier persona. ¿Cuál, entonces? Aquel ser personal que conozca por entero
al intelecto agente, a saber, su Creador. Su tema es, pues, el ser divino, un Acto de
Ser cognoscente que conoce nuestro ser personal cognoscente. Con todo, es claro
que nuestro conocer personal no desvela al Ser divino, porque su Acto es desbordante respecto del intellectus agens. En efecto, el conocer activo del intelecto
agente respecto de Dios es más bien un ‘buscar’ que un patentizar, porque el tema
desborda la capacidad noética del método. Ahora bien, si el intelecto agente está a
nivel de acto de ser personal humano, se puede describir a la persona humana
como un ‘buscador’. En consecuencia, la clave del conocer humano no radica en
constatar por los sentidos la realidad externa (empirismo), ni formar ideas claras y
distintas (racionalismo), ni pretender la identidad entre el sujeto pensante y la totalidad de los objetos –ideas– pensados (idealismo), sino en ‘buscar’ en Dios el
propio sentido personal. Como es claro, rastrear un tema que desborda la luz cognoscitiva natural del cognoscente es propio de un conocer más parecido a la fe
que a la claridad; sólo que en este caso se trata de una fe ‘natural’, no ‘sobrenatural’. Por tanto, si el intelecto agente es el nivel cognoscitivo humano superior, y es
natural, el conocer natural más elevado es el de la fe natural.
C. EL CONOCER PERSONAL SOBRENATURAL: LA FE
La fe sobrenatural como elevación
En consonancia con lo que precede, un conocer personal más alto que el del
intelecto agente, pero de índole ‘sobrenatural’ es la fe sobrenatural (lumen fidei),
y este nuevo modo de conocer consiste, precisamente, en la elevación del intelecto agente por parte de Dios en esta vida. Como es claro, tal fe no significa carencia de conocimiento, sino un nuevo y superior modo de conocer. Por eso, ni la fe
es ceguera o ignorancia, ni sus temas pueden ser absurdos, sino desbordantes de
luz.
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Pero, según la revelación cristiana, la fe sobrenatural no es ni la única ni la
más alta elevación cognoscitiva posible que la persona humana puede alcanzar,
pues, al que en esta vida sea fiel en la búsqueda de su propio sentido personal tal
como Dios se lo otorga, se le promete el Cielo, en el que se conocerá –según se
indica– mediante la ‘luz de la gloria’ (lumen gloriae), que consistirá en conocer al
Dios personal tal como él ‘nos’ conoce, no tal como el ‘se’ conoce, puesto que en
esa nueva situación tampoco seremos Dios. Si el intelecto agente se dedicara durante toda esta vida a iluminar cosas menores que él y luego él no fuera iluminado
sería sencillamente absurdo; un trabajo perfectamente inútil. El intelecto agente
está siempre tácito hasta la visión, hasta la contemplación de Dios. He aquí la sugerencia que la teoría del conocimiento aporta respecto de que esta vida no es la
definitiva, sugerencia, que lo es de nuestra inmortalidad y, también de que el fin
del hombre es ser iluminado por Dios.
Agustín de Hipona decía que nuestro conocimiento depende de la iluminación divina. Tomás de Aquino sostuvo que el intelecto agente es una luz humana
recibida directamente de Dios. ¿Cuál tiene razón? Los dos, pero si bien se entienden. Naturalmente Dios no nos ilumina, sino que no hace ser luz, es decir, nos
otorga una luz nativa: el intelecto agente. De ese modo no somos como la Luna
respecto del Sol (como pensaban los pensadores árabes), sino que somos soles:
nuestro conocer nativo no es pasivo, sino activo. En este sentido tiene razón Tomás de Aquino, que sigue la teoría del conocimiento ‘natural’ de Aristóteles. Pero
Dios no se conforma con la luz nativa que nos ha dado en nuestra creación, sino
que la eleva, es decir, añade la luz de la fe al intelecto agente. Y en este sentido
tiene razón Agustín De Hipona. En cualquier caso, Dios no ilumina directamente
nuestras ideas (lo conocido), sino que ilumina nuestra luz (el conocer), porque el
conocer radical es la persona, y con la iluminación divina, Dios crea y eleva la
dignidad personal humana, que es activa y cognoscitiva.
El sentido personal humano
En suma, el intelecto agente está a nivel de acto de ser personal, o mejor, es
la persona humana vista desde el punto de vista del conocer. Es el conocer como
ser personal humano, porque la persona humana es conocer. No es que ‘tenga’ conocer, sino que es conocer. El intelecto agente es el núcleo del saber. En definitiva, no es, por ejemplo, la razón la que conoce, ni el hábito de sabiduría el que
sabe, sino la persona, por medio de esa potencia y hábito. Por otra parte, preguntar cómo conocer al intelecto agente no es otra cosa que preguntar quién es uno.
Es lo más difícil de conocer en esta vida, porque aunque sabemos –por el hábito
de sabiduría– que existe y que es el conocer personal, la respuesta completa al
sentido personal sólo está en manos de Dios. Lo que uno conoce de sí es lo que
permite el hábito de sabiduría, pero ese saber deja tácito en su mayor parte el núcleo personal o del saber. ¿Quién puede revelar, pues, el conocer que la persona
humana es, el quién que cada uno es? Sólo Dios.
Si el intelecto agente está a nivel personal, y la persona humana es apertura,
libertad, no sólo somos abiertos nativamente a lo inferior a nosotros, sino también
a lo superior. El ser humano se abre a lo inferior, a su intimidad personal, y también a Dios. La persona humana o núcleo personal humano está abierto cognoscitivamente a Dios, y sólo se conoce a sí conociéndose en o desde Dios. Sólo mirando a Dios se va descubriendo el sentido personal (la vocación). Sólo conociendo a Dios sabe la persona humana quién es, porque ese conocer procede de Dios.
Y a la inversa, sólo se conoce al Dios real personal desde la intimidad personal
humana y en la medida en que ésta se conoce.
37
Además, la persona humana no es sólo abierta a Dios nativamente, sino que
esa apertura también puede ser destinal. Si se destina a Dios, va conociendo la
que Dios quiere que sea. De la persona humana, más que decir que es, es mejor
decir que será. Es cierto que todavía no se nos ha revelado enteramente quien seremos, pero nada impide que el conocer radical que cada uno es esté abierto a conocer como es conocido. La apertura cognoscitiva al destino es libre. La persona
humana sólo puede destinarse a Dios libremente. Sólo destinándose a Dios la libertad que la persona es alcanza su pleno sentido, porque ésta alcanza el sentido
personal que busca.
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PARTE II
VERDAD Y ERROR EN LAS PRINCIPALES
PROPUESTAS NOÉTICAS
CAPÍTULO IV. LA VERDAD
A. ERRORES CONTRA LA VERDAD Y RECTIFICACIONES
Las críticas contra la verdad son múltiples. Pero su rectificación es sencilla,
y pasa por tener en cuenta la siguiente tesis: Cualquier crítica contra la verdad
conocida es siempre una autocrítica. Si esto es así, tal crítica se disolverá a sí
misma, pues lo que defienda un postulado falso será contrario a su supuesta validez. Se registran a continuación las algunas críticas actuales contra la verdad. Se
ejemplifican con las tesis centrales de algunos de sus defensores. A ellas se añaden sucintas y netas propuestas de rectificación. Con todo, los tres embates más
fuertes contra la verdad se estudiarán en el capítulo siguiente.
1) Eclecticismo. El eclecticismo sostiene que “como las teorías son tantas y
tan diversas, el criterio de verdad pasa por seleccionar entre ellas”. La selección
puede ser más o menos fundada, pues en unos casos se puede tomar de cada doctrina lo que parezca mejor; en otras, en cambio, lo más guste o convenga, o aquello en que se esté más habituado; en ocasiones, lo que sea más usual o de moda;
otras veces, lo más fácil; etc. Además, de ordinario, los eclécticos no se preocupan de compatibilizar las distintas piezas tomadas en préstamo de diversas fuentes; En efecto, no es frecuente que la multiplicidad de pareceres y opiniones que
la muchedumbre sostiene sean coherentes entre sí.
El eclecticismo tiene a su favor que ante la observación de varias teorías
contrarias, no se quiere ceder a la perplejidad, situación mental que aboca a la parálisis noética. Denota pues, cierto interés por la verdad y, asimismo, cierto esfuerzo por buscarla aquí y allá en la medida de las propias posibilidades. Conoce,
asimismo, que ningún hombre tiene, ni puede tener, la verdad completa, de modo
que lo que le falta a alguno se puede encontrar en otros. El ecléctico advierte, en
el fondo, que de todos se puede y se debe aprender, tesis no solo verdadera sino
recomendable en la práctica.
Pero el ecléctico no es capaz de cribar los diversos pareceres que recoge, ni
tampoco ponerlos en su respectivo lugar. Por eso, tiene en su contra que no soluciona por elevación la perplejidad que pretende conjurar, es decir, no la remedia
pensando y descubriendo qué teoría sea más verdadera que otra, sino cambiando
de método. En efecto, adjudica la tarea de señalar qué sea verdad a una instancia
ajena al conocer, pues es manifiesto que elegir (decidir o escoger) es un acto de la
voluntad. Es la filosofía típica de los momentos históricos de falta de inspiración
y, consecuentemente, de copia y selección de teorías ya habidas.
Punto de luz: si “el criterio de verdad es la selección”, esta tesis sólo podrá ser tenida como verdadera en caso de ser elegida. Pero, ¿y si no se elige?, ¿y
si se elige la contraria?, ¿sigue siendo verdadera?
2) La verdad como lo hecho. Se puede dar la denominación de “productivismo veritativo” a la orientación filosófica según la cual “la verdad es lo hecho”.
Según esta hipótesis la verdad no es ni la realidad ni lo conocido, sino lo que se
hace. Recuérdese que, por ejemplo, para el marxismo, algo es verdad en la medida en que se practica.
Estas hipótesis tienen su parte de verdad, que consiste en que las realidades
prácticas (sociales, económicas, culturales, etc.) realizadas por el hombre también
son verdad, en la medida en que esas realidades se ajustan a los planes o proyectos mentales humanos. Tiene también otras ventajas: una, que el hombre no puede
vivir sin verdades prácticas, no sólo porque las piense, sino porque sin la producción laboral humana el hombre es biológicamente inviable; otra, porque muchas
verdades culturales a las que llamamos ‘prácticas’ son superiores a las naturales.
Por ejemplo: ¿qué es más verdad, nuestro usual conocer el trigo, o nuestro conocimiento del pan?, ¿el de la uva o el del vino?, ¿el del petróleo o el de la multiplicidad de aplicaciones que se educen de él?
Pero el error de este postulado radica en reducir toda verdad al ámbito de lo
productivo (verdad práctica). No toda verdad se puede producir, hacer. Por ejemplo, el amor que una madre tiene por un hijo que ha muerto es, sin duda, verdad;
pero ese amor no produce nada, a menos que por “producir” se entienda en este
caso lágrimas, gemidos, lamentos, gestos, etc. Aún así, si esas manifestaciones de
pena materna se entendiesen como “productos” de su amor, habría que preguntar
si su amor se reduce o agota en esas “hechuras”. Seguramente la madre no lo vería así.
Punto de luz: la tesis de que “la verdad es lo hecho” es una teoría, un
asunto pensado; no es ningún hecho, ninguna práctica, ningún artefacto, ningún
producto.
3) Materialismo – fisicalismo. El materialismo es muy antiguo, aunque en
la antigüedad tenía muy pocos defensores, pues se ha difundido, sobre todo, en los
ss. XIX y XX. Su postulado noético se puede formular así: “sólo es verdad lo que
se conoce de la realidad material, física”. Los tipos de materialistas son diversos:
marxistas, pragmatistas, evolucionistas, etc.
Esta tesis tiene su apoyatura en la apreciación de que las cosas no se reducen a ser conocidas por el hombre, lo cual es verdad. Pero como esa tesis supone
que el hombre es el único cognoscente (o el superior), dado que hay más realidad
que conocimiento, se acepta que la realidad material supera al hombre. Como se
puede apreciar, cree que toda realidad es material, también la del conocer humano. Por eso considera que éste es inferior al volumen cósmico de lo real material.
No obstante, en contra del materialismo, hay que notar, al menos, que ni el
‘acto’ de conocer humano es material ni tampoco el ‘objeto pensado’ en cuanto
tal. En efecto, el acto de conocer humano (operación inmanente) es, precisamente, acto, sin potencia ninguna. En cambio, la realidad material, precisamente por
material, es potencial. Tampoco el objeto pensado es material, pues si lo fuera, no
sería enteramente intencional respecto de lo real. Es una forma sin materia, sin
potencialidad. En rigor, la verdad no es material. Por lo demás, el hombre no es ni
el único, ni el superior cognoscente, pues si su conocer no deriva de la realidad
material, debe su origen a un conocer Originario.
Punto de luz: si “sólo es verdad lo conocido de la realidad física”, ¿a qué
realidad física, material, concreta, se refiere la supuesta verdad universal de esa
frase?
4) Nihilismo – irracionalismo. El nihilismo, y también el irracionalismo, se
han predicado de la filosofía de Nietzsche, que hoy sigue influyendo. Su tesis central respecto de la verdad es ésta: “La verdad no existe”. Por su parte, Freud calificó de paranoica la actitud de adherirse férreamente la verdad, porque ésta es –según él–, ilusión. Son posiciones propias del llamado irracionalismo, que al final
de su recorrido acaban en el nihilismo, gran amenaza de nuestro tiempo que carcome la esperanza humana.
Estas actitudes también son comprensibles histórica y noéticamente. Históricamente, porque constituyen una oposición visceral, desmedida, al panlogismo
de Hegel, que pretendía absorber toda la realidad dentro de un peculiar esquema
lógico férreo. Noéticamente, porque perciben que cada hombre (y no sólo el superhombre o el psicoanalista) está por encima de las verdades objetivas que puede
conocer con su razón.
Sin embargo, desconocen que ese hombre también es una verdad, no inventada por él mismo, verdad que puede alcanzar a conocer. En suma, el que no todo
se pueda conocer racionalmente (según la razón) no justifica la actitud de pactar
con la desesperanza e incurrir en la irracionalidad, porque el hombre dispone de
niveles cognoscitivos superiores a la razón. Se trata del ‘conocer personal’, pues
la persona o intimidad, que es superior a su razón, es cognoscente.
Punto de luz: si “la verdad no existe”, lo afirmado por esa tesis tampoco es
verdad.
5) Provisionalismo. Esta denominación, derivada del adjetivo “provisional”,
significa que la verdad no se puede tomar como algo definitivo. En el s. XX se ha
formulado del siguiente modo: “La verdad es un ideal a alcanzar”. Es la sentencia
que defendió Popper, para quien la verdad es una “búsqueda sin término”. Según
este postulado, toda “verdad” sería provisional, susceptible de ser ratificada, pero
también apta para ser falsada. Es decir, ninguna “verdad” se podría tomar de
modo absoluto, sino sólo como una “hipótesis” más o menos acertada, idónea a
mantener sólo de manera transitoria. Como se puede apreciar, se trata de la sustitución de la verdad por la “conjetura”, una especie de objetivo tendencia que nunca alcanzará su meta. No se toma, pues, la verdad como un punto de partida seguro, ni tampoco como una seguridad con la que uno se tope a medio camino o al final.
El punto fuerte de esta hipótesis radica en que así son nuestros descubrimientos experimentales: siempre aproximados, pues nunca podemos conocer cosa
alguna de la realidad física de manera absoluta, porque no somos Dios; ni tampoco de forma exacta, sencillamente porque la realidad física no lo es (como lo son,
por ejemplo, ciertas matemáticas). Otra ventaja que posee este postulado es que,
pese a notar que nunca tocaremos fondo en el saber acerca que cualquier realidad
física por minúscula que sea, este enfoque anima a seguir persistiendo en la “búsqueda” de más saber, actitud encomiable, pues comporta buena dosis de trabajo
sacrificado, constancia, paciencia, etc., a la par que cierta ilusión por ir a más.
Sin embargo, esta hipótesis tiene en su contra varios puntos, a saber, que no
todas las verdades son del estilo de las descubiertas por las ciencias experimenta43
les. Por ejemplo, no son así las verdades humanas referidas al pensamiento y al
querer humanos, las referidas a la índole de la persona, etc. Así, no es correcto decir, por ejemplo, que aceptamos que todo hombre sea persona sólo provisionalmente, o sea, a menos que se demuestre lo contrario. Además, esa hipótesis parece olvidar que la verdad también es un punto de partida y una compañía constante
durante el trayecto cognoscitivo. En efecto, comenzar a conocer es toparse necesariamente con verdades, la primera, que se está conociendo. Y además, precisamente porque durante el trayecto cognoscitivo se conocen verdades, la inteligencia advierte que puede seguir conociendo más, asunto que le va muy bien a ella,
porque crece. Desde luego que siempre se puede conocer más, pero eso no significa que lo conocido no lo sea según verdad, y que deba tomarse como algo dudoso
o provisional, sometido a sospecha.
Punto de luz: darse cuenta de lo que dice la frase “la verdad es un ideal a
alcanzar” no es un ideal a alcanzar, sino un significado ya alcanzado. De lo contrario nadie se daría cuenta del sentido de la frase. Pero ese darse cuenta es ya
una verdad, si bien es un darse cuenta verdadero de que la tesis es errónea, por
contradictoria.
6) Verificacionismo. Esta teoría propia de la filosofía contemporánea también se ha denominado empiriocriticismo – experimentalismo – externalismo, etc.
Son diversos términos que describen una misma actitud: la de someter toda verdad conocida por la inteligencia a un criterio extrínseco a ella. El verificacionismo
se formula diciendo: “algo es verdad en la medida en que se puede ratificar empíricamente”. Según este postulado la verdad no está en el pensamiento, sino que
depende de que sea contrastada con una instancia externa.
La parte de verdad de este enfoque radica en que, sin duda, hay verdades de
experiencia, y no sólo científica, sino también ordinaria. Las verdades ordinarias
son aquéllas con las que se topan con más frecuencia todos los hombres en su
vida cotidiana; las científicas, las que con mayor asiduidad rozan la mayor parte
de las ciencias. De modo que esas verdades no son ni pocas ni triviales.
El punto desfavorable de esta perspectiva está en que no toda verdad es de
ese estilo y, por tanto, que no debe exigirse a toda verdad que cumpla ese requisito. Además, esta misma hipótesis es injustificable porque constituye un enunciado
filosófico universal que no se puede ratificar experimentalmente.
Punto de luz: si “algo es verdad en la medida en que se puede verificar”,
esa tesis no es verdad, puesto que no se puede ratificar empíricamente.
7) Culturalismo. Algunos autores actuales suscriben la tesis de que “la verdad depende o se subordina a la cultura”. Para muchos defensores de este postulado, no se trataría sólo de que las verdades culturales dependan de la cultura (por
ejemplo, si es mejor medio de comunicación el teléfono móvil o el mail), sino de
que toda verdad, también las físicas, biológicas, humanas, trascendentes, etc., dependan de ella.
Lo que tiene a su favor este enfoque es la importancia capital que concede a
la cultura, que verdaderamente es relevante. También asume que las verdades culturales dependen en buena medida del hombre, asunto que es verdadero, ya que es
el hombre quien, por medio de su razón práctica forma la cultura, que es relevante porque soluciona la vida ordinaria, y porque engendra belleza.
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Sin embargo, la parte débil del culturalismo radica en considerar que toda
verdad sea de índole cultural. Frente a esta posición, se puede decir que si toda
verdad se subordina a la cultura, en rigor, no hay verdad, puesto que la verdad es
conocida, y lo conocido no es un producto cultural hecho por el hombre. Pensar
no es hacer. Además, dentro de lo que se piensa hay asuntos necesarios, mientras
que las realidades culturales son siempre contingentes. Como se puede apreciar el
intento de subordinar la verdad a la cultura supone una reducción del ámbito de la
verdad pues, en rigor, no acepta que las verdades necesarias lo sean. Sin embargo,
esa tesis sólo se puede mantener si se acepta de modo necesario, lo cual es contradictorio.
Punto de luz: si “la verdad depende de la cultura”, tampoco esta tesis sería
necesariamente verdad, sino que dependería de una determinada cultura, sólo
aceptable si se asumiese la determinada forma cultural en que sus defensores la
profiriesen.
8) Convencionalismo – decisionismo – consensualismo. La sentencia que
suscriben estos pareceres se puede formular así: “La verdad se toma por acuerdo
voluntario”. A esa sentencia suele añadirse: “… de la mayoría”, “… de los que
tienen competencia para ello”, “… de los expertos en el tema”, “… de la comunidad científica”, “… de los afectados por el problema”, “… de los votantes”, etc.
El término “convencionalismo” indica que los asuntos sociales se aprueban por
convención o pacto. De acuerdo con esto, la verdad dependería de que algo –cualquier asunto– fuese aceptado por cierta asamblea. Algo similar expresan las palabras “decisionismo” y “consensualismo”, pues la primera se toma de “decidir” y
la segunda de “consentir”, que designan actos de la voluntad. En la actualidad es
una tesis defendida, por ejemplo, por algunos representantes del pragmatismo
(por ejemplo, Putnam).
Lo que tiene a su favor esta opinión es que, en el fondo, percibe que el sujeto humano, la verdad personal, es superior a las verdades pensadas que descubre
la razón, por eso éste se ve capaz de no subordinarse a ellas. También nota que la
voluntad es superior a la razón y a las verdades que ésta conoce, pues puede ponerlas en duda, negarlas, o ponerse al margen de ellas.
No obstante, lo deficiente de este postulado estriba en su intento de manipular subjetivamente las verdades objetivas. Tal actitud pretende forzar la verdad
objetiva para que ésta no sea tal. Con todo, es claro que una verdad no cambia en
falsedad porque se acepte o deje de aceptar voluntariamente por uno sólo hombre
o por la mayoría de los ciudadanos.
Punto de luz: la misma tesis de que “algo es verdad si se acepta por acuerdo voluntario”, ¿es verdad porque se haya aceptado por acuerdo voluntario?
Sólo sería verdad en el caso de ser aceptada por tal acuerdo. De manera que no
se puede tomar como una verdad absoluta, al margen de determinadas decisiones
voluntarias.
9) Neurologismo – biologicismo – organicismo – corporalismo. Su tesis
central sería: “La verdad son neuronas, segregados de ellas, sinapsis entre las mismas, redes de interconexión neuronales, el mismo cerebro, productos del cuerpo
humano, etc.”. Aunque a esta posición se ha llamado biologicismo, bien se le podría denominar neurologismo, cerebralismo, etc. Lo suelen defender en la actualidad algunos neurólogos (Crick, F., Koch, Ch., Edelman, G., Gazzaniga, M., Baars, B., Damasio, A., McGinn, C., Kandel, E., etc.), y también algunos filósofos
45
(Quine, Ryle, Searle, etc.). Se trata, en rigor, de un sutil materialismo que se autocalifica de cientificista.
Sus fortalezas teóricas residen en el intento de buscar la vinculación entre el
cerebro y la mente que, indudablemente, existen, y también en estudiar cada vez
mejor el cerebro humano, su modo de proceder, sus zonas de asociación, sus enfermedades, etc.
Sin embargo, a la hipótesis del “neurologismo” se le pasa por alto algo sencillo que fue descubierto por la filosofía clásica, a saber, que el cerebro es el soporte orgánico de los sentidos internos (sensorio común o percepción sensible,
imaginación, memoria y cogitativa), pero en modo alguno lo es de la inteligencia,
facultad distinta y superior a las precedentes y que carece de soporte biológico. La
filosofía clásica mostró que la inteligencia requiere de esos sentidos internos (más
que de sus órganos o de sus facultades, necesita de los objetos por ellos conocidos), pues es de los objetos de tales sentidos –imágenes, recuerdos, proyectos
concretos– de donde se abstrae, universaliza. De modo que esa filosofía aceptaba
la vinculación entre ambos niveles del conocimiento humano. Sin embargo, en
modo alguno aceptó la identificación entre lo material, neuronas, y lo inmaterial,
ideas, en la que incurre el “neurologismo”.
El error de este neomaterialismo se puede rectificar por la conciencia. En
efecto, si la idea fuera una neurona, un segregado, una sinapsis, una red interneuronal, o el cerebro mismo, esos asuntos fisiológicos aparecerían claros ante la mirada al conocer cualquier idea, pero obviamente no aparece ninguno de ellos en la
idea conocida: no somos conscientes de ello. No puede objetarse que la conciencia sea un filtro que deje pasar las ideas pero no las interconexiones. Esto sí que
sería un mero postulado incomprobable, porque no se sabría nunca qué función
cerebral detentaría esa misión. Se abriría, además, un proceso al infinito, porque
¿a esa función qué actividad orgánica la explicaría?, ¿y a esta última?…
Punto de luz: si “la verdad se identifica con lo neuronal”, ¿por qué distinguimos entre la verdad y las neuronas?
B.
ERRORES CONTRA
CORRECCIONES
EL
CONOCIMIENTO
DE
LA
VERDAD
Y
Si los pareceres del capítulo precedente eran contrarios a la verdad conocida, los que en este apartado se revisarán son refractarios a la adecuación del conocer humano. Mientras los anteriores se referían al objeto conocido, los que siguen suponen una falta de comprensión del acto de conocer. En este apartado se
tratará de algunas insuficiencias actuales en torno al modo de concebir la naturaleza del conocer humano. Estas deficiencias teóricas admiten pluralidad de formas.
Frente a ellas se puede formular la siguiente tesis: Cualquier crítica contra la verdad del conocer humano es siempre una falta de conocimiento. La tesis que precede indica que cualquier error en teoría del conocimiento es siempre por defecto
de conocimiento, nunca por exceso; es decir, no nos equivocamos nunca por pensar demasiado, sino por pensar poco.
1) Asimilación de los actos cognoscitivos a sus expresiones lógicas o lingüísticas. Hay cierta tendencia a confundir el acto de concebir con la definición,
el de juzgar con la enunciación y el de razonar con la demostración. A su vez, es46
tas expresiones lógicas de tales actos de pensar tienden a confundirse con sus expresiones lingüísticas: los conceptos con las palabras, la enunciación con la proposición y la demostración con el silogismo. Estas tendencias se observan en ciertas variantes de la filosofía analítica y del pragmatismo, e incluso en manuales de
gnoseología y lógica que se encuadran a sí mismos dentro del realismo.
Este intento tiene una vertiente útil, pues sirve para formalizar la lógica e incluso para conformar aparatos que operen de modo lógico. Asimismo, la ganancia
en exactitud de ese modo de proceder es indudable.
Pero el proceso de reducción de los actos cognoscitivos a representaciones
sensibles tiene como punto desventajoso que compota un intento de ‘materialización’ del pensamiento, aunque se tenga la pretensión de poderlo estudiar más rigurosamente en un elemento sensible como es el lenguaje. Con esta reducción se
pierde la índole de los actos de conocer –que son realidades inmateriales– y, asimismo, la naturaleza puramente intencional de los objetos conocidos –que son
formas inmateriales enteramente remitentes a la realidad–.
Punto de luz: si “los actos de pensar son asuntos lógicos o lingüísticos”,
conocer esta tesis también será un asunto lógico o lingüístico, en concreto una
enunciación o una proposición. Pero entonces, ¿por qué distinguimos entre esta
sentencia y el conocimiento de ella? Y de no distinguirlos, ¿acaso las enunciaciones y las proposiciones son cognoscitivas? Los libros están, desde luego, llenos
de proposiciones; pero ¿conocen?
2) Agnosticismo. Este término se puede referir a muchos campos temáticos:
en algunas ocasiones, a Dios; en otras, a cualesquiera otras realidades. En el primer caso su tesis diría: “no se puede conocer la existencia de Dios”; en el segundo: “no se puede conocer la existencia de tales o cuales realidades”. En la actualidad esta tesis está muy extendida en no pocos foros intelectuales, y también en la
vida ordinaria de muchas personas. Usualmente, el agnosticismo se declara ciego
respecto de verdades transcendentes. El agnosticismo radical sostiene que no podemos conocer con certeza ninguna realidad, por pequeña que ésta sea.
La afirmación del agnosticismo radical parece dramática, pero tiene a su favor que sospecha un descubrimiento no pequeño acerca del conocer humano, a saber, que éste no se puede consumar nunca; por eso, no cabe jamás un conocimiento exhaustivo o completo acerca de nada. En rigor, percibe que no somos el conocer divino. Si este descubrimiento lleva a cejar en el empeño de seguir conociendo, puede darse un estado de ánimo subjetivo de decaimiento. Por eso es explicable que este movimiento sea solidario de la falta de admiración, del aburrimiento,
etc.
Tiene, sin embargo, en su contra, que sostener que el conocer humano no
puede conocer de modo suficiente ya es, sin duda, conocer. Por tanto, la limitación del conocer humano no justifica la actitud de tirar por la borda todo conocer.
Por otra parte, es curioso que una versión de cierto agnosticismo mantenga como
un conocimiento absoluto la hipótesis de que no podamos conocer al Absoluto.
¿No es esto contradictorio? Por lo demás, en el agnosticismo el propio sujeto se
considera a sí mismo en extremo difícil de conocer, e incluso, sin sentido.
Punto de luz: si el agnosticismo consiste en una falta de conocimiento, y
declara que “no podemos conocer a Dios”, ¿en virtud de qué “sabe” que nuestro
conocimiento no puede conocer a Dios? Si declara que nuestro conocimiento no
puede penetrar en nuestra intimidad, ¿en virtud de que “sabe” eso? Si declara
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que no se puede conocer esto o lo otro o, en rigor, nada, ¿en virtud de que “conoce” que no podemos conocer nada? ¿No se contradice?
3) Fenomenismo. La palabra “fenomenismo” se ha empleado en la modernidad para designar a cierta tesis filosófica que sostiene que la razón humana no
puede conocer nada más allá de lo sensible. Esta hipótesis queda referida a nuestro alcance noético y se puede formular así: “la razón humana sólo alcanza lo fenoménico”. Por “fenómeno” en la modernidad se entiende aquello que los pensadores de la tradición griega y medieval llamaban accidentes de la realidad física.
Recientemente estos asuntos se describen como “lo que aparece” en la realidad
sensible.
El fenomenismo cuenta con la verdad indudable de que nuestros sentidos
perciben los ‘accidentes’ o ‘fenómenos’ de la realidad física (colores, sabores,
olores, etc.), y asimismo, que nuestra razón puede hacerse cargo de ellos; tesis
que admitiría cualquier realista.
Ahora bien, el descuido del fenomenismo radica en no advertir que conocer
que un fenómeno es fenómeno no es un conocer fenoménico, sino un conocer que
trasciende el fenómeno. Darnos cuenta de que tenemos este tipo de conocer, no es
un conocer fenoménico, sino superior al fenoménico. De otra manera: si nuestro
conocer sólo pudiera conocer según objetos pensados (que son intencionales aspectualmente respecto de la realidad física), estaría en cierto modo justificado el
fenomenismo, pero no es así, porque el mero hecho de preguntar si se puede conocer extrafenoménicamente implica conocer más allá del conocer fenoménico.
Punto de luz: si “la razón humana sólo alcanza lo fenoménico”, ¿se conoce
fenoménicamente la supuesta verdad de esta frase? Entonces, ¿por qué se mantiene como una verdad?
4) Behaviorismo – conductismo – costumbrismo. El vocablo ‘costumbrismo’ deriva del sustantivo ‘costumbre’; el de ‘behaviorismo’ es un nombre derivado del sustantivo inglés ‘behavior’ que significa comportamiento; el de ‘conductismo’ deriva de ‘conducta’. Con estas denominaciones sinónimas se designa a la
corriente de filosofía del s. XX que, en nuestro punto, afirma que “el conocer humano depende de las costumbres y, en rigor, es una conducta”. El conductismo
defiende que el conocer humano depende del aprendizaje, y éste de la repetición
de acciones. En esta corriente de pensamiento se tienden a asimilar de modo implícito los “actos” y “hábitos” cognoscitivos a las costumbres, es decir, a las acciones transitivas.
Las fortalezas de esta hipótesis parecen cifrarse, por un lado, en la educación, pues si se admite que todo conocer humano depende de los usos conductuales, en la medida en que iniciemos a los niños en las buenas maneras o costumbres, dispondremos de una sociedad más educada, más culta. Por otro lado, otro
punto a favor es que nota implícitamente la afinidad que existe entre de los hábitos de la razón práctica y las virtudes de la voluntad con las conductas prácticas.
Sin duda que tienen cierta vinculación, pues los hábitos de la razón práctica y las
virtudes de la voluntad dirigen nuestros usos manifestativos humanos, aunque sin
identificarse con ellos.
Sus debilidades, en cambio, radican en que pretende entender lo superior, el
conocer racional, asimilándolo a lo inferior, a los usos sociales. En rigor, se trata
del desconocimiento del modo de crecer propio de la razón, a saber, la índole de
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los hábitos adquiridos, algunos de los cuales los adquiere –como notó Tomás de
Aquino– con un solo acto. Si el conocer fuera una conducta, y ésta se adquiriese
por repetición de actos, aprender el sentido de esta tesis requeriría la repetición de
muchos actos. En cambio, nos damos cuenta de su sentido con un solo acto. Además, cuando entendemos su sentido, no nos damos cuenta de que esta tesis sea
una costumbre incorrecta, sino de que es falsa.
Punto de luz: si “el conocer es una costumbre adquirida por repetición de
actos”, esta tesis, fruto del conocer, también será una costumbre. Por tanto, sólo
la podrá entender quien la haya usado repetidamente, no con una simple mirada.
Por lo demás, como de las costumbres no se dice que sean verdaderas o falsas,
sino buenas o malas, mejores o peores, ¿por qué esta costumbre se supone mejor,
por ejemplo, que su contraria?
5) Hermeneuticismo. La palabra “hermenéutica” designa a una corriente de
filosofía actual caracterizada por usar como método cognoscitivo la interpretación. Usar de ese método para todos los campos del saber por sostener que es el
más fiable tal vez se pueda llamar “hermeneuticismo”. Con ese término se pretende designar la difundida tendencia actual a considerar que la interpretación es el
método cognoscitivo no sólo más socorrido, sino también el más solvente. De
acuerdo con esa disposición, se tienden a interpretar todas las cosas. Esta tesis se
podría formular de varias maneras más o menos drásticas: “el mejor modo de conocer es interpretar”, “todo es interpretable”; e incluso, “todo conocer es interpretar”. Éste ha sido un método aplicado, desde su inicio y sobre todo, a los textos,
para interpretarlos en su contexto cultural, social, histórico, político, etc. Es, por
tanto, un método referido al pasado.
Sin duda alguna, la hermenéutica es un método conveniente, útil, y descubre muchas verosimilitudes que ayudan a entender mejor lo que se interpreta. Es
ineludible para los textos, los cuales, obviamente, se refieren al pasado. Es un método propio de la razón práctica, porque está referido a asuntos contingentes.
Por lo mismo, no es pertinente usarlo en los temas propios de la razón teórica: los necesarios. No es correcto generalizar el uso de este método. En efecto,
respecto de lo que es necesario y obvio, sobra el interpretar, porque hacerlo no
sólo es perder el tiempo, sino tratar mal a las verdades indiscutibles, pues es considerarlas como si no lo fueran. Por ejemplo, carece de sentido interpretar si estamos vivos. Respecto de verdades como ésta, lo mejor no es interpretar, sino centrar la atención en la realidad pensada.
Punto de luz: si “todo conocer es interpretar”, también esta tesis será interpretable, es decir, no será una verdad necesaria, sino una verosimilitud que
admite contrario.
6) Negación de la jerarquía cognoscitiva. Este modo de enfocar la teoría
del conocimiento admite formulaciones diversas, según las instancias cognoscitivas a que se atribuya: “los distintos actos cognoscitivos son del mismo nivel”,
“los diversos hábitos cognoscitivos son del mismo nivel”; en consecuencia, “las
ciencias son del mismo nivel”, etc. Las primeras afirmaciones son inusuales, pero
esta última tiene muchos defensores y está muy vigente en nuestra sociedad. En
efecto, se sospecha que si no se mantiene que todas las ciencias valen lo mismo,
se empieza a poner separaciones clasistas entre las diversas profesiones –como
antaño (ej. ‘artes liberales’ y ‘artes serviles’)– y, consecuentemente, se mide a las
personas según el oficio que desempeñan.
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A la negación de la jerarquía noética hay que concederle que lleva a cabo
esa actitud, de seguro, por defender a las personas. En efecto, juzgar al ser personal por su operatividad no es correcto, pues el obrar sigue al ser, no a la inversa.
No es, pues, pertinente clasificar a los hombres en tontos y listos, sino en personas
dignísimas más dotadas de inteligencia y personas tanto o más dignas con menor
dotación intelectual. Esto es así porque la persona o intimidad humana es superior
a sus facultades; superior, por tanto, a la razón y a sus distintos niveles cognoscitivos.
Sin embargo, por defender tal dignidad, esta propuesta doblega el modo
propio del conocer humano, y esto no es correcto. De ser coherente con el planteamiento de la negación de la jerarquía noética, habría que sostener que el conocer
que permite formular esta tesis estará a la misma altura que el que permite formular su contraria. Por tanto, ambos tendrán el mismo valor. Pero ¿no es contradictorio afirmar y negar algo sobre algo a la vez y bajo el mismo respecto?
Punto de luz: si “no hay distinción jerárquica de niveles cognoscitivos”,
¿por qué se mantiene que esta tesis sea superior a su contraria?
7) Neurologismo cognoscitivo – biologiscismo. En el capítulo precedente se
ha aludido a la hipótesis del neurologismo veritativo, según la cual las ideas se reducen o identifican con neuronas. Ahora hay que registrar una tesis parecida, pero
referida a los actos de conocer, no a lo conocido. Se puede formular así: “el conocer humano es una actividad cerebral”. En la actualidad sostienen este parecer
ciertos estudiosos de las neurociencias, en concreto, algunos que centran su atención en los problemas mente–cerebro, así como algunos filósofos que parecen haber olvidado la fundamentación clásica acerca de la inmaterialidad de la inteligencia. A esta opinión también se la puede llamar naturalismo, biologiscismo, etc.
La prueba que aportan sus defensores dice así: ‘si se lesiona el cerebro, se
acabó el pensar’. La parte de verdad de esta hipótesis está en que, como la inteligencia humana requiere para ponerse en marcha de la maduración de los sentidos
internos, y éstos tienen su soporte orgánico en el cerebro, de tener lesiones en este
órgano no se puede conocer racionalmente.
Pero lo que precede no significa que abstraer o pensar se identifique con el
cerebro, como tampoco los actos y los objetos conocidos por los sentidos internos
se identifican con él. Relación no significa identificación, sino justo lo contrario:
sólo se puede relacionar lo diverso. La cuestión de fondo es que esta tesis no advierte que la materia no se conoce a sí misma, porque todo conocer es translúcido,
mientras que la materia necesariamente conlleva opacidad.
Punto de luz: si “el conocer intelectual humano es cerebral”, ¿qué parte
del cerebro conoce el sentido de esa frase? Si se responde que una concreta, la
pregunta siguiente surge de inmediato: ¿qué parte del cerebro conoce a esa
otra? Y así, sucesivamente. Se abre un proceso al infinito, y las sucesivas respuestas dejan la cuestión abierta. Si, por ansias de cerrar la cuestión, se responde que es la totalidad del cerebro el que conoce, la objeción es inminente: si a
toda parte cerebral la conoce otra, a un cerebro lo deberá conocer otro distinto,
y así hasta el infinito, pero obviamente el cerebro no se duplica.
8) Sustitución del conocer veritativo por el estadístico. Esta anomalía acepta
el implícito de que “la estadística es el método cognoscitivo más fiable”. Que esta
sustitución está vigente hoy en los medios de comunicación de masas es patente.
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Ahora bien, ¿es la estadística un buen método cognoscitivo?, ¿tal vez el mejor?,
¿se puede aplicar a toda la realidad? En la ciencia experimental la estadística declara que si se aplica la hipótesis X a un número determinado de realidades del
tipo Y, surge tanto porcentaje de fenómenos Z. En asuntos humanos, enseña qué
porcentaje de hombres X opina, sobre un tema en cuestión Y, una determinada
opinión Z.
La estadística es un conocimiento útil, y ahorra mucho tiempo. Sirve, por
ejemplo, para saber cual es el estado de opinión de un grupo de ciudadanos respecto de un tema. Por estadística alcanzamos, pues, una verosimilitud sobre algo,
a saber, que cierto porcentaje de personas tiene tal opinión (que, desde luego, admitirá muchos matices en cada uno de los que opinan) sobre un determinado
tema.
Pero la estadística no enseña por qué tales realidades que estudia la ciencia
experimental son o responden así a los experimentos. Tampoco por qué los hombres opinan de una determinada manera, si han dicho la verdad, si su respuesta es
correcta, etc., es decir, estadísticamente no se sabe nada desde el punto de vista
causal, o sea, con este método se desconoce el por qué y el para qué. Además, no
podemos saber por estadística si la opinión de un determinado grupo es verdadera, o más o menos correcta. Por tanto, aunque el 100% de los X sostenga, sobre el
tema Y, la opinión Z, no necesariamente Z es verdad. Estamos, pues, ante un conocimiento probable, no necesario. Por tanto, es claro que es la razón práctica la
que actúa en este método; no la teórica. Esta advertencia nos da pie para notar a
qué temas se debe aplicar este método, a saber, los contingentes, y en que temas
carece de sentido utilizarlo, los necesarios.
Punto de luz: sustituir la verdad por la estadística ¿es aplicar la estadística? Es decir, ¿se somete la tesis de que “el método de la estadística es el modo
de conocer más fiable” al método estadístico?, Y si se somete, ¿cuál es el resultado? Y aún sabiendo el resultado, ¿es éste verdadero o probable?
9) “Todo es opinable”. ¿Quién no ha oído esta sentencia a la que también
se podría llamar ‘filodoxia’ u ‘opinionitis’? Estos nombres son neologismos inusuales, pero pueden reflejar bien la doctrina que también se podría llamar opiniomanía. Se puede describir con una sentencia: “todo conocer se reduce a opinión”.
La opinión pertenece a la razón práctica; es el ámbito del diálogo, que tiene
como tema lo probable. Los hombres deben opinar, pues así aprenden unos de
otros, favorecen la sociabilidad, se educan en el mutuo respeto, etc. Todos los
asuntos prácticos de la vida humana están sometidos a este parecer. Repárese en
que las opiniones versan sobre lo contingente y accidental y por esto pueden ser
plurales. En efecto, en las opiniones no cabe determinación en una única dirección
(ad unum) que sea manifiesta. De modo que la opinión favorece el pluralismo, un
valor en alza en las sociedades democráticas. Es bueno opinar, pero en los ‘asuntos opinables’, porque en ellos cuatro ojos ven más que dos.
Pero reducir todo el saber a opinión es una pretensión excesiva que no respeta la índole de ciertos niveles cognoscitivos humanos, justamente los más altos
y los que son condición de posibilidad de la opinión. Por otra parte, lo probable
debe decirse en orden a lo verdadero, no a la inversa. Esto indica que el fin de la
opinión es la verdad, no al revés. Añádase, que la opinión debe tener como origen
un conocimiento verdadero. En suma, el origen y el fin de la opinión no es la opinión, sino la verdad. Por lo demás, en los asuntos necesarios suele suceder lo inverso a lo que acaece en los prácticos, pues en ellos dos ojos pueden ver más que
dos mil.
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Punto de luz: si “todo es opinable”, también esta sentencia lo será. Por
tanto, ¿es una actitud honrada intentar imponerla como una verdad indiscutible?
C. ¿QUÉ ES LA VERDAD? EL AMOR A LA VERDAD
1) La verdad está en la mente. La verdad es el objeto del entendimiento. Se
advierte que se da en cualquier nivel operativo de la inteligencia, pero no sólo se
da a nivel operativo, sino también a nivel habitual. La verdad no es ni lo real extramental ni el acto de pensar, sino lo que de lo real conoce el acto. La verdad es
el objeto conocido, al menos en el primer acto: abstracción. No es el acto el que
depende del objeto abstracto sino al revés, por eso, a ese nivel, la verdad es lo que
forma o presenta el acto. La verdad, por tanto, en sentido estricto, está en la mente. Sin mente que la conozca la verdad no se da. El fundamento de la verdad (el
ser real) no es la verdad. La verdad no es ontológica, sino gnoseológica. En los
actos de la razón la verdad no es ni lo real, ni el acto, sino lo que de lo real conoce el acto al confrontar con lo real lo abstraído. Lo real es real, es causa de la
verdad que está en la mente, pero lo real no es verdadero ni falso, sino simplemente real. La semejanza se da entre lo conocido (objeto) y lo real. Más aún, la
semejanza es lo conocido, que es ‘intencionalmente’ lo mismo que lo real. La verdad estriba en la comparación cognoscitiva, confrontación, adecuación, entre lo
conocido y la realidad. En lo real no está la verdad, porque lo real no es semejante
a sí, ni se compara a sí.
El objeto pensado es una ‘forma inmaterial’ que forma el acto de pensar, es
decir, una forma iluminada por el acto de conocer. Caben mayores iluminaciones.
El objeto es semejanza de lo real tanto en la razón teórica como en la práctica. En
la primera, la realidad externa es causa, medida, del objeto pensado; en la segunda, el objeto es causa de esa semejanza (objeto modelo, boceto o causa ejemplar)
y es medida, en cierto modo, de las cosas artificiales. El conocer, en su primera
operación, no conoce explícitamente la índole distintiva de lo físico, recuperándola en otros actos. Por lo demás, lo neto en el conocer es el poseer, pero no posee
lo real tal como lo real es, sino su semejanza (ej. el objeto pensado es como una
fotografía sin cartulina o como un espejo sin vidrio).
2) Las verdades se distinguen jerárquicamente. Como disponemos de distintos niveles cognoscitivos, la verdad conocida en unos es inferior a la lograda por
otros. La verdad es adecuación, concordancia, del entendimiento con lo real. La
semejanza se da entre lo conocido (objeto) por el acto y lo real. La verdad es el
objeto, lo conocido, pero no sólo él, es decir, considerado como si de un término
se tratase, sino la misma adecuación en cuanto que conocida. Es el conocimiento
del objeto en tanto que éste se adecua a lo real. La verdad, por tanto, no es explícita (conocida como verdad) en la abstracción, porque en ella no hay adecuación
del acto con lo real, sino pura semejanza del objeto pensado. Tampoco en el concepto, porque en él no se conoce la correspondencia de su adecuación a lo real. El
juicio conoce dicha confrontación y es la primera sede de la verdad, pero no la
única, y además, el juicio, al igual que todas las demás operaciones de la razón
son dependientes de instancias cognoscitivas superiores.
La verdad no se da en un sólo acto de la razón, sino en muchos. En otros se
da la verosimilitud, esto es, la opinión. En los que se da la verdad, se da en unos
más que en otros, porque los actos son jerárquicos, unos conocen más que los
otros, y en los que se da la opinión, unos son más verosímiles que otros. De entre
aquéllos en los que se da la verdad sólo en algunos se conoce que se da la verdad.
Además, la verdad es más intensa en el conocimiento de los hábitos adquiridos. Y
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cabe conocer, asimismo, verdades más altas por encima del conocimiento racional: las verdades que conocen los hábitos innatos y el conocer personal.
Por otra parte, la verdad no es reflexiva porque ningún objeto pensado se refiere a sí mismo, sino a lo real. Tampoco el objeto se refiere al acto, porque el
acto no aparece en el objeto pensado, ya que un acto no es un objeto, y no se puede conocer a modo de objeto, porque, por ser inmaterial, no se puede abstraer. El
acto no es un objeto, una forma, sino una realidad de otro orden que no es físico,
sino superior, inmaterial. El acto no se conoce a sí mismo, porque se agota presentando el objeto pensado, o confrontándolo con lo real físico. Los actos se conocen de otro modo, con actos superiores a ellos mismos: los hábitos.
3) La verdad humana no es temporal o eterna, sino presente. La verdad conocida por los actos de la razón humana no es ni temporal ni eterna, sino presente
mientras se piensa, mientras la razón la presenta. No está ni antes ni después, sino
presente al acto de pensarla. La verdad es lo conocido por el acto. Sería temporal
o eterna si el acto que la presentara lo fuera, pero el acto no es ni de una ni de otra
índole. El objeto se conoce en presente; es lo presentado por la presencia mental,
que es el acto de conocer, pero el presente no es ni tiempo ni eternidad. En efecto,
por una parte, a lo pensado no le afecta el tiempo; es decir, la verdad lo es independientemente del tiempo en que se piense, y por ello es intemporal. Por otra
parte, si no se piensa, esto es, si no la presenta ningún acto de pensar, no es verdad ninguna. En consecuencia, la verdad humana tampoco es eterna, puesto que
no siempre se piensa.
4) El amor a la verdad. “Todos los hombres desean por naturaleza saber”,
escribió Aristóteles al inicio de su Metafísica, pero es verdaderamente filósofo (lo
sea o no por profesión) quién se toma en serio su condición humana: la de ser
buscador de la verdad. La filosofía es la búsqueda de la verdad, si es verdadera filosofía. Es ese saber que permite curar nuestra inteligencia de la ignorancia, del
error, del aburrimiento, y también sanar nuestra voluntad del vicio, de la anemia,
de la abulia. En efecto, la filosofía lleva consigo –para quien la ejerce– los más altos sentimientos en su inteligencia: el optimismo de encontrarla y la admiración
cuando la alcanza; los mejores sentimientos o estados de ánimo en la voluntad: el
anhelo de ella cuando se la busca, y el entusiasmo y exultación cuando se la posee. Y comporta también el mejor sentimiento para la intimidad o acto de ser personal: el gozo en la verdad (gaudium de veritate). Por contraste, la tristeza personal es el sucio poso que queda en el interior de quien renuncia a conocer y corresponderse personalmente con la verdad, por pequeña que sea.
La filosofía es ese saber en torno a la verdad, sobre todo, de las trascendentales. Ahora bien, la verdad como trascendental no es un asunto que implique sólo
a la inteligencia, sino también a la persona que conoce. La inteligencia cuando
conoce cada vez más verdad comienza a sospechar que la verdad le trasciende, es
decir, que cada vez hay más verdad por conocer que verdad racionalmente conocida. Unas verdades que inspiren la vida creciente de la inteligencia sólo pueden
estar fundadas en realidades transcendentes que existen separadas de la propia inteligencia y que son superiores a ella. La búsqueda intelectual (no racional) de
esas realidades es el motor de la filosofía.
Sirven mejor al hombre las filosofías que descubren la verdad humana, es
decir, la propia de quien indaga, a saber, las que se alcanzan tras poner en práctica
del consejo de Agustín de Hipona: “no vayas fuera, vuelve hacia ti mismo. En el
interior del hombre habita la verdad”. Estas filosofías son las que se ejercen con
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entero compromiso personal. Sin él, no se puede hablar de verdadera filosofía (y
tampoco, de verdadera teología). Si la clave de la filosofía es la búsqueda de más
verdad, de crecer en el conocer (y también la de la teología –ejercida desde la fe
sobrenatural–), es absurdo despreciar un conocimiento tan connatural al ser humano (como lo es asimismo desdeñar un saber superior que se nos ofrece gratuitamente). Por lo demás, permanecer siempre abierto a conocer más verdad es ser
cada vez más libre.
“Humildad es andar en la verdad”, escribió Teresa de Avila. Como la verdad es el norte de la libertad personal, la humildad abre ella. Por el contrario, la
soberbia enturbia, encapota el conocimiento y esclaviza a la persona que conoce,
porque la cierra u obceca sobre lo ya sabido, e inhibe la esperanza de saber más.
Por tanto, si el riesgo del filósofo es la soberbia, su remedio es tener la humildad
de seguir siendo filósofo, en decir, seguir buscando más verdad. Sólo así el filósofo se encamina al fin último, que no es el éxito, el cual siempre es prematuro, sino
–como decían los pensadores medievales– la bienaventuranza. Téngase en cuenta
que tales pensadores –por contraposición a buena parte de intelectuales de nuestro
tiempo– describían al hombre por correlación a la felicidad.
5) Consejos antiguos a tener hoy en cuenta. Lo que nuestra sociedad busca
es el disfrute que proporcionan los placeres sensibles y el poder que ofrece el dinero o el poder. Con todo, tras estas ansias, la felicidad acorde con el ser humano
no comparece. ¿No será que nos estamos olvidando de la verdad? Por eso no está
de más recordar unos adagios medievales debidos a Tomás de Aquino. El primero
dice que si se comparan por sus efectos el placer que causa el vino, el placer sexual, el del poder de gobernar y el de la verdad, “de modo simple la verdad es
más digna, excelente y fuerte, porque las fuerzas corporales subyacen bajo las animales, las animales bajo las intelectuales, y las intelectuales prácticas a las especulativas” (Quodl. XII, q. 14, a. 1, co).
Nuestra sociedad camina, asimismo, demasiado deprisa por estrés laboral,
multiplicidad de gestiones a resolver, inquietudes, pero en definitiva, parece no
saber a dónde va. Ante dichas crisis nuestra sociedad tiende a refugiarse en las
minorías: pocos amigos, reducidos grupos de instituciones deportivas, gastronómicas, culturales, partidos, etc. Pero también estas instituciones intermedias están
aquejadas por la crisis. Seguramente porque “la verdad debe ser preferida a los
amigos. Especialmente, pues, les conviene tener esto en cuenta a los filósofos, que
son los profesores de la sabiduría, que es el conocimiento de la verdad” (In Ethic.,
l. I, lec. 6, n. 3). Conviene que nuestra sociedad (en la que se valora la verdadera
amistad, precisamente porque escasea), y en especial los filósofos, prefieran la
verdad a los amigos, al menos por dos motivos: uno, porque los amigos no pocas
veces dejan de serlo, no son fieles, mientras que la verdad no cambia, permanece
fiel siempre; otro, porque la amistad es un símbolo de la sabiduría, pues de quien
hay que ser amigo, ante todo, es del saber.
Tras las crisis familiares y de amistad, la tendencia al individualismo parece
ineludible. Pero las personas tampoco encuentran la felicidad tras la escisión y el
atrincheramiento solipsista, seguramente porque la verdad se debe preferir incluso
a uno mismo: “más se ama a sí mismo que a la verdad el que no quiere defender
la verdad contra sí; así, es manifiesto que más se ama a sí que a la verdad el que
no defiende la verdad frente a los adversarios, porque quiere la paz para sí” (Contra Impugnantes, pars 4, cap. 2, ad 5). Conviene, por tanto, que el filósofo no pierda de vista este objetivo, al menos en dos ámbitos: uno, ante un panorama intelectual como el nuestro en el que se defiende que uno no está obligado a manifestar
la verdad cuando ésta perjudica los propios intereses; otro, ante la mentalidad generalizada de contemporizar con cualquier opinión para no oponerse a nadie y
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evitarse pasar un mal trance. Pero en ambas situaciones no sólo se perjudica a la
verdad, sino a uno mismo y a los demás, porque las inteligencias y las intimidades
personales sólo crecen en la medida en que se adhieren a la verdad, pues sin esa
conformidad no cabe felicidad.
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CAPÍTULO V. DEFECTOS NOÉTICOS FUNDAMENTALES
A. RELATIVISMO
Los relativismos son signos de periodos de crisis en el pensamiento. En la
actualidad es una doctrina que ha hecho fortuna en el común sentir de la gente.
Los diversos tipos de relativismo suelen ser tantos como negaciones posibles de
los temas más relevantes del conocer humano. Se esboza a continuación un elenco
de ellos y sus sucintas rectificaciones.
1) El relativismo ético. Este relativismo admite muchas modulaciones, pues
afirma que la ética carece de bases, que es subjetiva, que no existe nada parecido
a una presunta ‘naturaleza humana’ a la que deba seguir una actuación correcta; o
que tal naturaleza es enteramente cambiante; que, en consecuencia, no cabe formular elenco alguno de ‘derechos humanos’, etc. En rigor, este relativismo afirma
que en la actuación humana todo vale, que no hay una ética única, sino que caben
multitud de formulaciones éticas, y que no es posible dilucidar objetivamente de
entre ellas cual es mejor o peor. En el fondo mantiene que no se justifica decir, a
menos que sea subjetivamente, que una ética sea superior a otra.
Para salir al paso de esas hipótesis, hay que reparar un poco en la precedente formulación. En ella se advierte la defensa de la primacía, por encima de las demás tesis, de una, a saber, la que declara que “toda ética vale lo mismo”. Esa proposición ya implica una valoración. La valoración radica en que ésta se toma
como superior a las demás alternativas, inclusive su contraria. Obviamente, esa
valoración acepta la jerarquía. De modo que pretendiendo anular la jerarquía entre
las diversas versiones éticas, cede a la entronización de una de ellas, actitud que
no deja de ser paradójica. Advertida la contradicción, hay que proceder, por tanto,
a la fundamentación de la ética, y no de cualquiera propuesta ética, sino de aquélla que sea superior a las demás. Esa será la que respete las únicas bases posibles
de la ética y consiga aunarlas respetando su jerarquía.
Es pertinente advertir que las únicas bases posibles de la ética son tres: los
bienes reales, las normas de la inteligencia y las virtudes de la voluntad. La razón
de ello estriba en que, por una parte, todo lo real es bueno (ser y bien sunt idem in
re, decían los medievales), y, por otra, en que las dos únicas aperturas humanas al
entero ámbito de lo real donde se ejercen las acciones humanas son la inteligencia
y la voluntad. Mediante la primera podemos conocer todos los bienes, y al conocerlos formamos normas de actuación en nuestra razón práctica. Por medio de la
segunda podemos querer todos los bienes, y al adaptarnos a ellos formamos las
virtudes en nuestra voluntad.
El bien último es el ser divino, el único que puede dotar de completa felicidad a la voluntad humana. Los demás bienes son medios que nos acercan o alejan
de él, por eso debemos usarlos con prudencia, con normas de la razón práctica. A
la par, debemos consolidar virtudes en la voluntad para ser fiel a ese bien último.
Por eso, en última instancia, no cabe ética sin Dios y, seguramente por eso, es por
lo que la ética resulta molesta, en último término, al relativismo ético.
2) El relativismo social. Este relativismo advierte que, tras haberse formulado recientemente multitud de propuestas en orden a descubrir cuál sea el vínculo
de cohesión social, todas las opiniones parecen tener parte de razón, pero al fin y
al cabo no se encuentra el modo de aunarlas, ni tampoco de destacar una por encima de los demás. De modo que debemos advertir en qué radica el déficit de las diversas propuestas sociológicas, e indicar, asimismo, cuál es el único vínculo suficiente de cohesión social y por qué.
Las propuestas de vinculación social, son numerosas. En efecto, unos han
sostenido que la unión de la sociedad debe basarse únicamente en la posesión de
los bienes naturales bien repartidos (tierras, materias primas, frutos, etc.). Otros
añaden a los precedentes los bienes culturales, pues éstos ofrecen más alternativas. Algunos han defendido que la clave de la unión social reside en la educación.
Por su parte, los teóricos del lenguaje han propuesto a éste como mejor nexo de
engarce societario. Otra opinión es la que ha sugerido a la administración como
mejor conectivo. Asimismo, hay quienes consideran que son las instituciones intermedias el vínculo social fundamental. También hay quien ha visto en el gobierno (en cualquiera de sus formas posibles) la el más sólido link social. Por su
parte los agentes de la comunicación han pensado que la información, en su progresiva acumulación, es el cohesionante social en su justa medida. Otros consideran como nexos sociales fuertes el poder (incluso mediante el conflicto armado),
la fama o el liderazgo, la ciencia, la técnica, la igualdad, etc.
Sin embargo, ninguna de las precedentes propuestas es suficiente vínculo de
unión social, porque todas ellas se pueden usar bien o mal. Si se usan bien, vinculan a los ciudadanos; si mal, se atomiza la sociedad. Ahora bien, el único saber
que estudia el bien y el mal ‘objetivos’ es la ética. De modo que el único vínculo
posible de la sociedad es éste. Lo bueno es objeto de la ética, pero no considerado
estáticamente, sino en su incremento, pues la mejoría social es paralela al incremento del bien común. No sólo cada quién, sino la sociedad es susceptible de mejorar o empeorar. La prosperidad no es algo a lo que estemos necesariamente abocados, pues las decadencias y crisis también surcan la entera historia humana.
Pues bien, si el único vínculo de cohesión social es la ética, el mayor enemigo de
la sociedad no es la carencia de alguno de los elementos que más arriba se han indicado, sino el relativismo ético, difundido hoy en demasía. El incremento social
del bien común tiene un norte, pues se debe trazar en orden al bien último, supremo, Dios. De ello cabe deducir que, en rigor, una sociedad no abierta a Dios se disuelve. Por eso el actual laicismo es asocietario. De modo que si, en definitiva, la
ética no cabe sin Dios, tampoco la sociedad.
3) El relativismo histórico. Este relativismo sostiene, en el fondo, que la
verdad depende de cada época histórica; que se circunscribe a ella. De modo que,
según este postulado, la historia sería superior a la verdad, y ésta sería temporal,
intrahistórica. Sin embargo, la crítica a este postulado es interna, pues esa tesis no
sería válida en cualquier tiempo histórico, sino únicamente en el momento y contexto histórico en que se formulase.
Advertida esta contradicción interna, es aconsejable pasar a esclarecer el
sentido del curso histórico. La historia es la situación temporal en la que se en-
cuentra cada persona humana, que es radicalmente libre. Pero la persona humana
no se reduce ni a la historia ni a su biografía. Por eso la historia depende del hombre y no al revés. El hombre no culmina en la historia. La historia no culmina desde sí, porque desde sí es interminable.
El historicismo abre directamente pluralidad de interpretaciones respecto
del pasado; pero, indirectamente, también abre la posibilidad de múltiples interpretaciones respecto del futuro. Así se abre paso al mito del progreso indefinido
que, obviamente, se considerará interminable y, que también erradica, como los
precedentes relativismos, la acción divina dentro del marco histórico, pues el historicismo también niega la providencia divina en la historia y sobre su término escatológico. Por tanto, en la entraña de este relativismo también se capta, como en
los precedentes, su incompatibilidad con Dios.
4) El relativismo cultural. La ‘cultura’ es todo lo que produce el hombre con
su actuación práctica. La cultura no culmina, porque los productos culturales son
insaturables. En efecto, las notas intrínsecas de la cultura son la multiplicidad inagotable de productos factibles y el carácter no definitivo de ellos. Por eso, la cultura no tiene un valor absoluto. La cultura no puede culminar porque su origen, el
pensamiento humano, es susceptible de crecimiento irrestricto, y porque la cultura
no es fin. El fin de la cultura es la persona humana, no a la inversa.
El relativismo cultural admite que cualquier forma cultural es igualmente
válida, correcta, buena. Pero de ser coherente con esta posición, se debería admitir
que este enunciado, al menos como producto cultural, tiene tanta validez como su
contrario. Ahora bien, si se admite esto, el postulado se niega a sí mismo y esta tesitura imposibilita seguir pensando, pues la mente entra en contradicción. De manera que si no se quiere incurrir en la perplejidad y poder seguir pensando, será
oportuno descubrir cuál es la clave de la cultura y por qué una cultura es superior
a otra.
Si lo que en el hombre se corresponde con lo cultural (que por ser real es un
bien) es la inteligencia y la voluntad humanas, habrá que estudiar qué manifestaciones culturales facilitan más el incremento de éstas según hábitos y virtudes. En
rigor, es mejor la cultura que favorece más a la ética. La ética no es la cultura,
porque la perfección intrínseca de las facultades superiores (inteligencia con hábitos y voluntad con virtudes) no equivale a la perfección de la realidad externa.
Si el hombre es la raíz y el fin de la cultura, y no a la inversa, subordinar el
hombre a la cultura acarrea la despersonalización del hombre y la deshumanización de la cultura. La cultura es de y para el hombre; no a la inversa. Pero el hombre no es de ni para sí, porque no es un invento propio, sino del Creador. En este
sentido, la confusión del ser del hombre con una supuesta culminación de su actividad cultural es mero ateísmo. El fin de la persona creada sólo puede ser el Dios
personal. Por eso, la historia, y con ella la cultura, sólo puede finalizar por intervención divina. También desde esta perspectiva se aprecia que este relativismo es,
en el fondo, incompatible con Dios.
5) El relativismo gnoseológico. Este relativismo sostiene que “la verdad es
relativa”, o que sobre un tema no cabe una verdad, sino muchas, es decir, diversas
perspectivas incluso contrarias. La crítica a este postulado es simple, pues esa frase presenta una contradicción interna, ya que si la verdad es relativa, lo que afirma
esa opinión también lo será, aunque se intente imponer de modo categórico como
la única válida.
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Para rizar el rizo, actualmente hay personas que dicen admitir que lo que
ellas afirman, a saber, la tesis precedente que defiende el relativismo gnoseológico, también es relativa. ¿Cómo hacerles caer en la cuenta, de modo fácil, de que
en lo que afirman se contradicen a sí mismas? Con una sencilla pregunta: ¿está
usted afirmando una tesis (sea ésta relativa, categórica, opinable, etc.) o no?, ¿o
también es relativo que usted se dé cuenta de que está afirmando cierta tesis? De
ser coherentes, a esa pregunta sólo cabe una respuesta no relativa. En consecuencia con esta contestación, se sale del relativismo. Ese ‘darse cuenta’ lo facilitan
los hábitos intelectuales, que arrojan luz sobre los propios actos de pensar. Si la
clave de la ética es la virtud de la voluntad, la de la teoría del conocimiento humano es la noción de hábito de la inteligencia.
La teoría del conocimiento es contraria al relativismo, porque es susceptible
de formulación axiomática. “Axiomático” significa que nuestro conocer alcanza
verdades sin vuelta de hoja, es decir, necesarias, y que se puede demostrar de
modo evidente que cualquier tesis contraria a esas verdades es errónea. Esto, por
lo demás, es lo más opuesto al “dogmatismo”, porque éste pretende imponer sus
‘postulados’ sin esclarecer la supuesta verdad de sus afirmaciones. Los axiomas
de la teoría del conocimiento se fundan en la realidad del acto de conocer y son
los siguientes: a) todo conocer es activo; b) la distinción entre los actos es jerárquica, es decir, unos conocen más que otros; c) los distintos actos son insustituibles, porque cada uno conoce un tema distinto; d) todos ellos están unificados,
porque los actos superiores conocen los inferiores. Añádase que los actos de que
es susceptible la inteligencia son ilimitados, porque esta potencia puede crecer sucesivamente sin restricción mediante los hábitos.
6) El relativismo metafísico. Al parecer, la metafísica anda en crisis o, más
bien, no logra remontar la que le aqueja desde hace tiempo. De hecho es la disciplina filosófica en la que menos se ha trabajado en los últimos decenios. Además,
es la disciplina en la que más se confunden sus temas propios con los de otros de
otras materias filosóficas. Sus temas son los actos de ser reales extramentales; los
primeros principios. Por tanto, el relativismo metafísico es el que defiende, en el
fondo, la nada.
Sin embargo, este relativismo también es contradictorio, pues sólo se puede
negar el ser suponiéndolo. Además, ese negar no es real, sino mental, racional.
De modo que, se quiera o no, el acto de ser existe, es fundante de esas realidades
a las que llamamos esencia, y no hay manera de que el hombre lo aniquile. A la
par, el conocer humano está abierto al ser, y por mucho que lo niegue, el pensar
no hace sino afirmar que el ser es.
Por lo demás, la metafísica no es menos opuesta al relativismo que la ética o
la teoría del conocimiento, porque no es menos axiomática. Sus axiomas son los
actos de ser reales. Éstos se advierten o no, pero si se conocen, se axiomatiza esta
disciplina. Existe el acto de ser del universo, que es creado, y existe su Creador,
el acto de ser divino, y existen previamente y al margen de la voluntad humana.
Existen, además, de tal manera que uno depende inexorablemente del otro, el creado del Creador, no del hombre. Si esto no es necesario… ¿qué puede significar
necesidad? Como es obvio, negar estos primeros principios o relativizarlos también es oponerse al ser divino.
7) El relativismo antropológico. Para muchos el hombre es un animal más,
con pequeños matices o diferencias de grado respecto de los demás. Para otros, ni
siquiera eso, sino menos, porque, dada su versatilidad, a distinción de los anima60
les, no parece tener esencia fija. Estas actitudes relativizan el ser del hombre. Pero
de ser verdad las tesis precedentes, quien afirme que el ser humano es relativo, sin
rasgos radicales, cambiantes, etc., se verá a sí mismo como tal. En consecuencia,
lo que afirma esa tesis, por humana, también será variable. Pero ¿no es esto una
contradicción?
Por tanto, si es incorrecta la hipótesis de que el hombre es un ser relativo,
debemos descubrir cómo es el acto de ser personal humano. Si se descubre, la antropología también tiene que tener sus axiomas, es decir, sus modos estrictos de
describir el ser personal. Tales axiomas son los radicales personales que conforman el co−acto de ser personal. Uno de ellos es la coexistencia libre; otro, el conocer personal, y el superior es el amar personal. No se trata de que la persona los
tenga, sino de que los es. Éstos tres rasgos indican los siguiente: a) ‘Persona’ indica ‘relación personal’, correspondencia, por tanto, con otra persona. De modo que
es imposible la existencia de una única persona. Además, a distinción de los seres
no personales, tal relación es ‘libre’. b) Cada persona es un sentido o verdad personal distinto. c) Cada persona es un amar personal distinto, es decir, una ‘aceptación’ y una ‘entrega’ irrepetibles.
Como uno de estos rasgos capitales es precisamente la libertad personal,
aunque toda persona humana esté llamada a ser tal persona, ninguna lo llega a ser
por necesidad, sino que puede aceptar serlo, pero puede también rechazarlo. De
empeñarse permanentemente en este segundo caso, puede acabar perdiendo definitivamente su sentido personal. Obviamente, a distinción de los ‘axiomas’ de las
disciplinas precedentes, los de la antropología no son necesarios, sino libres, de
tal manera que se puede acrecentar esa libertad personal o incluso perderla. Pero
es claro que la libertad es superior a la necesidad. Ahora bien, la libertad se expande en orden a un norte; es decir, tiene un para, una finalidad. Este fin debe ser
de tal índole que pueda aceptar irrestrictamente la libertad personal de cada persona humana, y tiene que ser tal que la libertad humana se pueda emplear irrestrictamente respecto de él. Obviamente ese fin sólo puede ser Dios, porque respecto de
nada creado agotamos nuestra libertad personal. De modo que la libertad personal
(también los demás radicales personales) demuestra la existencia de Dios. Consecuentemente, el desconocimiento de estos trascendentales personales humanos, su
olvido o relativización, también se opone a Dios, en este caso, al Dios personal.
8) El relativismo religioso. Este relativismo puede tener diversas formulaciones: a) decir que todas las religiones ‘naturales’ son iguales; b) decir que todas
las religiones ‘reveladas’ son iguales; c) decir que las ‘naturales’ son iguales a las
‘reveladas’. Sobre lo que precede todavía cabe una actitud peor: d) decir que da lo
mismo ser religioso que no serlo (indiferentismo), e incluso, que es mejor no serlo
que serlo (laicismo). Es claro que las precedentes actitudes son muy actuales y están en exceso difundidas.
Ahora bien, es manifiesto que tal relativismo sólo se puede aceptar a modo
de fe, no por claridad mental, y en menor medida por revelación sobrenatural.
Pero esa fe, distinta de la natural y de la sobrenatural, no respeta la libertad personal humana, ya que si se acepta, se pierde el para de dicha libertad y con él, su
sentido. Además, este relativismo se suele defender por imposición. De manera
que ni su hipótesis, ni tampoco la actitud que la suele acompañar, parecen muy
coherentes. Detectadas estas incoherencias, hay que descubrir cómo la persona
humana está abierta en su intimidad al Dios personal, y cómo puede libremente
relacionarse con él.
La persona humana no culmina desde sí, porque no encuentra en su intimidad el sentido personal completo que está llamada a ser, y eso es para ella un lími61
te ontológico. Dicho sentido le tiene que ser manifestado, y cada quién aceptarlo,
si libremente quiere. El único que puede manifestar ese sentido es el Creador, porque el único que lo sabe y otorga. Es lo que se llama ‘vocación’. Cada persona es
una vocación distinta. Por eso, la apertura personal humana sin Dios es incomprensible. Pero ese decir divino no se manifiesta de cualquier manera, sino que
tiene sus modos: uno natural y otro sobrenatural. Si bien todo hombre es naturalmente religioso (a menos que cierre esa apertura nativa de su intimidad a Dios),
no todo hombre es sobrenaturalmente religioso. Sólo lo es quien acepta la revelación divina. Esa manifestación de Dios al hombre puede ser particular y directa o
a través del testimonio de otros en la historia. A la revelación sigue –si es aceptada– la elevación del hombre. Esta elevación transforma al ser humano de criatura
espiritual en hijo.
La revelación divina debe respetar tres axiomas: el ser personal divino, el
ser personal humano y los temas revelados. a) El ser divino debe manifestarse
personalmente como quien es, como persona. b) El ser humano, cada quien, debe
ser manifestado personalmente como quien está llamado a ser, tal persona. c) Lo
manifestado no debe ser de índole natural sino sobrenatural. En consecuencia, el
conocimiento de esa revelación, la fe, no puede ser natural sino sobrenatural. Es
claro, por tanto, que el relativismo religioso se opone a Dios.
***
9) Conclusión. Unas últimas cuestiones y sus respuestas: ¿por qué todo relativismo tiene una crítica interna? Porque aunque el conocimiento humano no es
absoluto, tiene una dimensión absoluta: se corresponde con la verdad. ¿Por qué
todo relativismo implica, en último término, un rechazo de Dios? Porque se incurre en relativismo cuando se absolutiza lo relativo, es decir, cuando lo relativo
ocupa el lugar del Absoluto.
B. ESCEPTICISMO
‘Escéptico’ viene de ‘sképsis’, que en griego significa ‘mirar’; pero se trata
de una mirada similar a lo que nosotros entendemos por “mirar en blanco” o “mirada perdida”, es decir, un mirar que, en rigor, por no centrar la atención en ningún tema concreto, no sabe lo que está viendo, aunque sepa que esté viendo. El
escéptico ejerce un acto de conocer, pero desestima lo conocido. Escepticismo es
la actitud de que quien suspende el juicio, es decir, no da crédito a lo pensado.
Duda o no se fía de ningún objeto pensado.
Esta actitud es negativa para el conocimiento. Con todo, es ventajoso pensar
en el escepticismo porque ofrece un reto primordial, que se puede formular con
dos preguntas: a) ¿el conocimiento objetivo (con objeto pensado) es nuestro único
modo de conocer? b) ¿el conocimiento objetivo puede culminar, es decir, se puede ejercer un acto que forme un objeto pensado que englobe todo lo escible?, o, al
menos, ¿el tema de la felicidad humana que constituye el fin del hombre se puede
conocer ejerciendo un acto que presente tal fin como un objeto pensado? La gran
prerrogativa que ofrece el estudio del escepticismo es que, si detectamos que el
conocimiento objetivo es limitado, y podemos superar su límite, podremos ejercer
otros modos de conocer superiores que nos permitan crecer cognoscitivamente sin
límite.
1) El límite del conocimiento objetivo. El primer acto de la inteligencia, el
más básico o menos cognoscitivo, es la abstracción. El objeto mental por ella pre62
sentado es el abstracto. Ese objeto pensado se conmensura con el acto de pensarlo
(operación inmanente). El objeto es intencional respecto de lo real de donde se ha
abstraído. Ese acto de pensar es un conocer limitado, precisamente porque sólo
conoce el objeto abstracto y no profundiza en la realidad de donde ese objeto se
ha abstraído. Es, pues, un conocer detenido, pues al formar o presentar el objeto
supone la realidad y, por eso, detiene el avance en su conocimiento.
Este tipo de conocimiento es el usual o común entre los hombres; es el que
empleamos ordinariamente en la vida práctica. Al formar un objeto mental en presente, éste está exento de las condiciones espacio−temporales (ni el acto de pensar
ni el objeto pensado son tiempo físico). Ese conocer es superior a lo real sensible
y puede conocerlo. Por eso puede conocer el tiempo físico y cambiar los procesos
temporales de la realidad física. Sin este tipo de conocer el trabajo y la cultura serían imposibles. En efecto, tal modo de conocer permite solucionar los problemas
de la vida ordinaria, es decir, los que comportan espacio y tiempo. Por tanto, no es
que este modo de conocer sea negativo o perjudicial para el hombre, sino muy humano y favorecedor del desarrollo de la vida cotidiana.
Pero hay que notar que para conocer los temas que trascienden la vida práctica y su temporalidad, es menester detectar que tal modo de conocer es un límite.
Para proseguir conociendo más de lo que permite ese nivel, se debe detectar, por
tanto, que ese tipo de conocimiento es limitado; y se debe detectar dicho límite en
condiciones tales que quepa superarlo por alguna de las maneras posibles. Es claro que no se puede conocer con un abstracto lo que no es sensible, porque esto no
se puede abstraer. Así son, por ejemplo, el propio acto de pensar, la intimidad humana, Dios, etc.
2) Fases históricas del escepticismo. El escepticismo es un modo de pensar
que ha seguido siempre, en periodos de crisis, a momentos álgidos de la filosofía.
Podemos destacar estas tres fases: a) El escepticismo griego antiguo siguió a los
grandes socráticos: Platón y Aristóteles. b) El escepticismo medieval siguió, sobre
todo, a San Agustín y a Santo Tomás de Aquino; su mejor representante fue
Ockham. c) El escepticismo moderno siguió, primero, a Spinoza y Leibniz
(Hume, Kant), y en segundo lugar a Hegel (Heidegger, Wittgenstein, etc.).
Rasgo común a todos los escépticos es su desconfianza en el conocimiento
racional, hasta el punto de que creyeron imposible conocer la realidad tal como
es, por lo que suspendieron el juicio. Actualmente, el escepticismo se da no sólo
en filosofía (postmodernidad), sino también en la ciencia, porque las ciencias tienen puntos de vista fragmentarios sobre la realidad y carecen de una orientación
global; y se da, asimismo, en el ámbito de la vida práctica ordinaria, porque ésta,
para muchos, carece de sentido.
3) La sustitución del pensar por la duda. Los escépticos ponen en duda los
conocimientos objetivos alcanzados por los autores precedentes. Ahora bien, dudar no es ninguna operación cognoscitiva, sino voluntaria. Como se ve, el escepticismo se debe a una disposición de ánimo: sustituir la actividad natural del pensamiento humano por elementos ajenos a él (voluntarios, pragmáticos, etc.). El escéptico no parte, pues, del ejercicio natural del pensar, sino que busca un modo de
conocer estricto, una mirada cuidadosa, escrupulosa. Lo que caracteriza, por tanto, al escepticismo es el exceso de crítica noética.
¿Por qué el escepticismo suele seguir a los pensadores cumbre de la filosofía
(Aristóteles, San Agustín, Tomás de Aquino, Hegel, etc.)? Porque los pensadores
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que siguen a un genio filosófico, arrastrados por su ejemplo, quieren ir más allá
que él, es decir, pretenden conocer enteramente lo real, de modo más rápido, y
con mayor facilidad. Pero como lo intentan apresuradamente, es decir, no respetando los distintos niveles del conocer humano, fracasan en su intento.
4) La raíz de la actitud escéptica. ¿De dónde deriva esta tendencia filosófica? El escepticismo no es una actitud cognoscitiva natural; no surge tras haber conocido una pluralidad de asuntos, sino después de haberse empeñado en alcanzar
un conocer absoluto de modo intuitivo y no haberlo logrado. El escéptico presupone que la verdad existe, pero no se satisface con verdades pequeñas, sino que
anhela un saber completo, y lo busca con el método de la intuición. Supone que
existe una verdad absoluta, pero sostiene que el conocer objetivo humano es incapaz de alcanzarla. Esto indica que al escéptico no le interesan las mediaciones racionales (los objetos pensados o ideas), sino que pretende alcanzar su propósito
con una mirada directa, onmiabarcante.
El escepticismo es la actitud contraria al relativismo, pues éste considera
que todo lo conocido es relativo, o sea, que da lo mismo un objeto pensado que
otro, pues todos los objetos pensados, como tales, son del mismo nivel: en el fondo, ideas. En rigor, el relativista no admite ninguna verdad. En cambio, el escéptico no se conforma con ninguna verdad parcial, sino que desea conocer de una
manera indiscutible una verdad y completa. El relativista es “pluriobjetualista”; se
conforma con cualquier objeto pensado y cambia de unos a otros con suma facilidad. En cambio, el escéptico es “monoobjetualista”; quiere alcanzar un objeto absoluto, pero como éste no se da de modo objetivo, se queda con la mirada vacía.
5) O todo o nada. Tras el fracaso de no alcanzar su objetivo, al escéptico le
acompaña el desánimo. En efecto, como el escéptico no alcanza su propósito con
ningún acto de conocer, se puede disuadir a sí mismo de seguir conociendo. No se
da cuenta de que el tema que pretende conocer es superior al método cognoscitivo
que emplea. Desea que el tema definitivo comparezca de una vez por todas bajo
el dominio del método. Pero la infinitud real no se puede alcanzar de modo ideal,
sencillamente porque dicha realidad ni es ni se puede conocer con una idea, ya
que no cabe abstracción de ella. En el fondo, es la actitud de quien desearía que el
conocer operativo humano fuese el divino, es decir, pleno, directo, omnicomprensivo, intuitivo. Y como no lo es, el escéptico se desilusiona. De ese modo su mirada humana se abre al vacío veritativo.
Como se ve, esta actitud no consiste sólo en un modo de conocer, sino sobre
todo en una actitud personal acerca del conocer humano que lleva a no fiarse en
general de lo conocido de modo limitado y, derivadamente, a desistir de seguir
conociendo. El escéptico, por poner entre paréntesis lo conocido, detiene el conocer. El escéptico nota el límite que supone el conocer objetivo humano, pero
como no logra superarlo, se abandona al desencanto. En cambio, si se nota dicho
límite y se logra superar, se puede seguir conociendo de un modo más intenso. El
conocimiento objetivo es siempre aspectual, parcial, nunca absoluto. Si se supera, se puede conocer de una manera más penetrante, creciente.
6) Remedio contra el escepticismo. El remedio frente al escepticismo es, seguramente, el estudio paciente. La salida de la perplejidad ante la multitud de teorías no estriba en “optar” por una u otra, ni menos aún por clausurarse inicialmente en una sin atender a otras propuestas. La solución tampoco pasa por olvidarse
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de la filosofía y dedicarse a la literatura, historia, u otros saberes humanísticos, es
decir, no radica en el “cambio de actividad”. Tampoco se trata de “descalificar” o
prescindir de muchos conocimientos menores, por intentar, sin lograrlo, alcanzar
el extraordinario. Y en menor medida todavía se trata de “atenerse a los hechos” y
olvidarse de cualquier teoría.
Si se “opta” por una faceta, vertiente, escuela o autor de la filosofía, se pasa
a conceder la solución de esta dificultad a la voluntad. Sin embargo, la voluntad
no conoce. De manera que no puede solucionar los problemas y perplejidades a
que aboca el conocimiento. Esta actitud es propia del voluntarismo (Ockham,
Descartes, Kant, Schopenhauer, Nietzsche, etc.), y éste suele incurrir en la falta de
fundamentación de sus propios postulados. Por otra parte, si se abandona la filosofía, la “opción” por la literatura, historia, u otras facetas humanísticas, que son,
sin duda, muy atractivas, también prima a la voluntad sobre la inteligencia (es el
problema de la postmodernidad). No obstante, esta actitud acaba preguntando por
el fundamento del discurso que emplea, lo cual le impele a retomar la filosofía.
Obviamente, tampoco es solución suficiente “desestimar el conocimiento objetivo” por considerarlo parcial, aspectual, limitado, sin encontrar ningún sustituto a
ese modo de conocer (por estos derroteros suele marchar el nihilismo). Por otra
parte, si para eludir la mirada escéptica, se ensaya el olvido de la teoría y se adopta la actitud de “atenencia a los hechos”, (empirismo, materialismo, utilitarismo,
sensismo, positivismo, pragmatismo, etc.), también se suele incurrir en faltas de
fundamentación.
7) Del escepticismo al representacionismo. Lo propio del escepticismo es el
intento de que comparezca el saber absoluto de un modo objetivo en presente.
Como esto no acaece, la mirada del escéptico respecto del futuro se vuelve apagada, pesimista, pues si el saber absoluto no se da ahora, ¿qué garantiza que se dé en
el futuro? La actitud escéptica detiene el pensar, inhibe la prosecución cognoscitiva. En efecto, si el saber absoluto no comparece en presente, ¿en virtud de qué se
puede confiar que se dará en el futuro, si éste parece todavía más vacío que el presente? Además, si se diese el saber absoluto en el futuro, también se tendría que
dar de modo presencial y como objeto pensado? Por otra parte, el escéptico nota
asimismo que carece de sentido refugiarse melancólicamente en el pasado, por
una parte, porque critica las posiciones filosóficas anteriores; por otra, porque si
en el pasado se hubiese dado el saber absoluto, como el pasado ya pasó, el saber
absoluto ya no asistiría en el presente.
La clave del problema radica, pues, en el conocimiento objetivo, el que forma objetos pensados o ideas en presente: se trata de la pretensión de que el absoluto comparezca de modo patente como un objeto pensado ante la presencia del
pensar. Como se puede apreciar, este intento está primando al pensar que presenta ideas. En el fondo, esta posición es la propia del idealismo. Todo idealismo es
presencialista, y por ende, intuitivista. Pero si el objeto pensado es limitado,
¿cómo alcanzar lo absoluto con lo limitado? Al notar este extremo, el escéptico
tiende a distinguir entre lo pensado, que es lo accesible a nuestro pensar, y lo “en
sí”, que supone extracognoscitivo. De la hipótesis precedente surge el representacionismo, o sea, el atender a los objetos pensados según su estatuto mental e intemporal y el olvido de su intencionalidad. Pero con esta interpretación de las ideas no se vence el escepticismo, sino que se lo consagra, de paso que se consolida
la separación entre la ‘cosa en sí’ y nuestro conocer.
8) Escepticismo versus esperanza. Al topar con el precedente problema, hay
que preguntar lo que sigue: ¿cómo abrir espacio a la esperanza?, ¿tal vez apagan65
do el conocer y abriendo cauce a la afectividad?, Pero si se deja atrás el conocer
¿cómo conocer los afectos? No parece que esta “sustitución” sea una solución correcta. ¿Y si la solución del problema se relega a la voluntad? Se trata de otra
“sustitución”, del conocer por el querer. Ahora bien, ¿cómo conocer la voluntad,
si a ésta no acompaña el conocer? En cualquiera de estas posibles soluciones se
nota que no es pertinente el abandono del conocer intelectual humano.
Si lo que busca el escéptico es un saber que culmine en el presente, cabe
preguntar: ¿todo nuestro conocer es presencial, o disponemos de otros modos de
conocer que están abiertos al futuro histórico y metahistórico? Y si disponemos
de ellos, ¿por qué primar tanto a la presencia mental cuando el hombre es un proyecto? En suma, frente a la pretensión del “todo ya y de modo indudable”, raíz del
escepticismo, ¿no será más acorde con el hombre el crecer cognoscitivamente
siempre? La cuestión de fondo es la siguiente: si al hombre, mientras vive, siempre le acompaña la esperanza, la culminación sapiencial en un momento histórico
determinado no puede ser propia del ser humano, sencillamente porque la esperanza es el anhelo personal de lograr la felicidad que todavía no se ha alcanzado.
Si la culminación sapiencial en el tiempo se opone a la esperanza, y ésta es positiva, tal pretensión de culminar será negativa, pues atenerse al presente detiene las
energías humanas y acarrea pesimismo. Por el contrario, abrirse al futuro fomenta
el optimismo.
La esperanza implica inconformidad, insatisfacción respecto de lo dado y alcanzado. Perder la esperanza es perder de vista el sentido dinámico del propio
acto de ser personal, y el modo de ser propio de nuestro conocimiento superior.
En suma, pesa en exceso en nuestra vida el presente y, en consecuencia, nos mueven poco los grandes ideales a largo plazo. De manera que nuestro optimismo y
esperanza personales son endebles. La meta y cima de la existencia humana la solemos colocar demasiado cerca. Tal vez esta característica sea definitoria de nuestra altura histórica, que es época de crisis.
9) Propuesta de superación. Lo natural en el hombre es conocer y seguir conociendo. Lo que no es natural ni acorde con el conocer humano es pretender conocer lo absoluto de un modo objetivo, en presente y de modo inmediato. El escepticismo no es una actitud primaria y natural del hombre, sino secundaria y derivada de un intento de alcanzar un conocer omniabarcante. No es natural porque
ese modo de conocer es contrario a la naturaleza del conocer superior humano,
pues de ser posible alcanzar el absoluto de modo objetivo (como una idea), ello
detendría el crecimiento del conocer humano. En rigor, lo que no acepta el escéptico es que el conocer humano sea susceptible de crecimiento irrestricto. El escéptico nota que el conocimiento intuitivo es superior al racional, pero pretende que
ese conocer sea, como el racional, según objeto conocido, lo cual es imposible.
El conocer intuitivo no forma objetos pensados, porque no abstrae de lo sensible, sino que conoce directamente actos. Los actos son reales y son de diversa
índole: unos son actos de conocer (o de querer) y otros son actos de ser reales (o
bien extramentales o bien el propio acto de ser personal íntimo). Los actos de conocer se conocen mediante los hábitos adquiridos. Precisamente por eso, los hábitos son un conocimiento superior a los actos; o si se quiere, los hábitos son actos
cognoscitivos superiores a las ‘operaciones inmanentes’. Por tanto, si se conoce la
operación con un conocer superior a ella, ya no se puede mantener que la operación que presenta un ‘objeto pensado’ sea el único y el más alto modo de conocer.
Con ello se detecta que el conocer operativo es limitado y que ese límite se puede
superar ejerciendo los hábitos cognoscitivos adquiridos.
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También se puede superar ejerciendo los hábitos que la filosofía clásica llama innatos, que de menos a más son la sindéresis y el hábito de los primeros
principios. A ellos hay que sumar el hábito de sabiduría. Caben, por tanto, al menos, cuatro modos de abandonar el conocimiento limitado que ofrecen nuestras
operaciones inmanentes abstractivas: el propio de los hábitos adquiridos y el distintivo de cada uno de los tres hábitos superiores a la los adquiridos por la razón:
el de la sindéresis, que permite conocer nuestras potencias y sus hábitos; el de los
primeros principios, que permite conocer los actos de ser de la realidad externa; y
el hábito de sabiduría, que permite alcanzar a conocer nuestro acto de ser personal, nuestra intimidad. Pero tampoco éstos son el conocer más alto del hombre,
porque éstos son de la persona, no la persona, y ésta es cognoscente. Por tanto, a
ellos hay que añadir un conocer todavía superior: el conocer personal o conocer a
nivel de acto de ser, cuyo tema es el Dios personal.
C. SUBJETIVISMO
Frente a la filosofía clásica, se dice que la moderna es subjetivista, porque
pone el centro de atención en el sujeto. Pero como considera que la razón es el
modo más alto del conocer y admite que ésta es inferior al sujeto, su intento de
conocer a la persona humana topa con una seria dificultad: ¿cómo conocer con lo
menor –la razón– lo que es superior –el sujeto–, si la razón no es la persona y carece de vida personal? Por este motivo la antropología deviene problemática.
Tras notar este extremo, quienes siguieron manteniendo la centralidad del
sujeto, intentaron llegar a su conocimiento por otros caminos no racionales. Unos
pensaron que el sujeto se puede conocer por medio de los ‘sentimientos’ (fenomenología); otros consideraron que sólo se conoce por ‘relación intersubjetiva’ (personalismo); algunos creyeron que sólo se alcanza a conocer por ‘revelación sobrenatural’ (filosofía del diálogo). Pero estos intentos de conocer al sujeto no han
dado el fruto esperado. Otros consideraron que, como no se puede conocer por la
razón, el sujeto es incognoscible e incluso absurdo (existencialismo). Como colofón de estos ensayos frustrados, la postmodernidad ha dado un paso más y mantiene que carece de sentido buscar la verdad del sujeto, porque éste no existe.
1) La negación del sujeto. La negación postmoderna del sujeto es una crítica
a la totalidad de la filosofía moderna que, como se ha dicho, ha estado centrada en
el sujeto. En este sentido la postmodernidad es antimodernidad. Al negar el sujeto, lo que le queda al pensamiento postmoderno es únicamente un mundo de objetos culturales, en el que el sujeto no sería más que el producto de diversos factores. Con este muestreo de privaciones, el hombre tiende a ser equiparado al animal, con la única diferencia que al primero acompaña la cultura; mejor dicho, se
supone que el hombre es un invento que acompaña a la cultura como fruto de ella.
Se incurre así en el culturalismo biologicista o biologicismo culturalista.
Con la disolución del sujeto, se han perdido también los temas más altos que
han alimentado secularmente la indagación filosófica: la libertad, el amor personal, la apertura a la trascendencia divina, etc. Tras el olvido de estos temas humanos, también se han malogran otros que dependen de aquéllos, como, por ejemplo,
la ética, la fundamentación de la sociedad, etc. Esto es así, porque si la negación
del sujeto es la negación más grave, pues a esta negación acompaña siempre el
abandono del ser divino, no es extraño que tras ella pierdan sentido los demás temas humanos.
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2) Lo comprensible de la actitud. La negación del sujeto es una reacción
crispada. Pero la actitud de este antipersonalismo es en cierto modo comprensible, porque supone una crítica a multitud de interpretaciones de la persona humana habidas en la filosofía moderna que no son correctas. También es explicable
que la nueva filosofía no acepte diversas versiones modernas del sujeto, porque
éstas han subjetivizado el conocer humano. En efecto, el subjetivismo es netamente una tesis filosófica moderna mantenida a fuerza de afirmar el sujeto y de entrometerlo en la explicación de toda la realidad. Si la postmodernidad niega el sujeto,
se asiste a la muerte de la filosofía subjetivista, lo cual puede resultar positivo.
Asimismo, este antisubjetivismo es una reacción frente al conciencialismo, pues si
se elimina el sujeto, ya no se lo identifica con la conciencia, como lo llevaron a
cabo algunos pensadores modernos. Esta tesis no es positiva, porque si el sujeto
fuera la conciencia, no existiría sujeto cuando carece de ella (antes de comenzar a
tenerla, cuando permanece dormida, o cuando se pierde). Asimismo, si se niega el
sujeto, ya no se lo identifica –como algunos pensadores– con la voluntad, el sentimiento, el lenguaje, sus acciones, etc.
Pero la postmodernidad, como la filosofía de Nietzsche, Heidegger o Sartre
termina en el nihilismo. La nada ya no es externa, sino interna; no sólo anida en el
corazón del ente como un gusano, sino en el corazón del hombre hasta el punto de
constituir enteramente su radicalidad. Derivado de ello, el hombre carece de sentido. La consecuencia práctica de esta actitud pasa por la falta de esperanza, el pesimismo, la tristeza, la angustia.
3) Nihilismo antropológico. El nihilismo que sostiene la postmodernidad no
es psicológico, es decir, ese que es fruto de no encontrar sentido a los actos psíquicos humanos; tampoco ético, como el de esa parcela de la filosofía nietzscheana que propone la transmutación de todos los valores. Tampoco es el nihilismo
del yo, es decir, ese que criticaba Kierkegaard en quienes no querían ser un yo, y
cuyo desenlace era la desesperación. Se trata, más bien, de un nihilismo radical,
íntimo, porque la persona no coincide con yo, ya que el yo es lo que alcanzamos a
saber de nosotros mismos, pero lo sabido no es la persona que sabe (el yo pensado
no piensa).
Para la nueva filosofía el interior de la vida humana es nada; mejor dicho, no
existe tal interior. El sujeto se disuelve en la cultura: culturalismo. En esta situación el hombre postmoderno se queda radicalmente solo, inmerso en el nihilismo,
pero dice que se queda en esa situación sosegadamente, sin angustia ni desesperación, porque ni la soledad tiene sentido, ni tampoco la rebeldía. ¿Para qué la alegría o el enfado si sólo existen fragmentos de estructuras culturales? Sin embargo,
¿esta situación garantía de felicidad?, ¿cabe felicidad sin amor personal?, ¿cabe
amar personal sin sentido personal?, ¿cabe libertad sin sentido personal? En suma,
se pierde el ser personal porque no se quiere ser la persona que se es y se está llamada a ser. Esa pérdida es libre, porque la libertad es interna al ser personal. Si no
se quiere ser quién se es, se pierde progresivamente el ser personal. La persona
humana no es fija o detenida (como una idea), sino desbordante o menguante, y
ambas disyuntivas están en su propio poder. Pero con la pérdida personal también
se pierde la libertad personal. La filosofía postmoderna es en esto también antimoderna, porque la libertad era el gran tema reivindicado por aquélla.
4) Breve discusión del antipersonalismo. Si, en lo radical, el sujeto es nada,
da lo mismo vivir que no vivir. La reacción antisubjetivista lleva consigo que el
sujeto (no el de los demás o en general, sino el propio) es negado, pero no teóricamente, sino en la propia vida real. Es comprensible que no se quiera ser sujeto si
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se vive la presente vida sin sentido, problematizada, infeliz. Ahora bien, nadie es
infeliz sin culpa propia, y la culpa siempre recrimina a conciencia. La tendencia a
la nada es todavía más acusada cuando desde la revelación sobrenatural se declara
que se debe sufrir castigo interminable por las propias culpas.
Sin embargo, la tesis postmoderna que niega al sujeto es incorrecta porque
es contradictoria. En efecto, si da lo mismo vivir que no vivir, lo mismo da afirmar esa tesis que su contraria. En rigor, la tesis postmoderna referida al sujeto no
vale nada en términos de realidad. En suma, no hay que recuperar al sujeto moderno, sino a la persona, descubrimiento netamente cristiano. Ésta sólo se alcanza
íntimamente, es decir, no en general o en los demás, sino cada quién la propia, y
no por la razón, porque ni ésta es persona, ni está a la altura de ella, sino a su propia altura, porque a la intimidad personal le asiste un conocer solidario: el hábito
de sabiduría.
5) Corrección del yo culturalista. Algunos postmodernos mantienen que el
yo es un invento de la cultura. Pero la persona real ni es cultural, ni un producto
de la cultura. El hombre no se reduce a cultura tomando a ésta por el hacer humano efectivo y lo hecho, pues el hombre no se identifica con sus acciones, pues es
superior a ellas y por eso las puede corregir. Por lo demás, las acciones humanas
no se reducen a las realizaciones culturales. De esto se deduce que el hombre no
puede hacerse a sí mismo ni a los demás. Por eso, la entera comprensión del hombre no es cultural. Si así fuese, siempre quedaría algo del hombre por hacer, porque la cultura no culmina. Añádase que ésta se da siempre en la historia y ésta no
cierra.
En consecuencia, se debe pasar de un estudio “cultural” del yo a una investigación de tipo “personal”, pues sin ella no se conoce el acto de ser humano. Pretender descubrir esa raíz humana desde las manifestaciones culturales es (como
reza el refrán castizo) intentar arrancar el rábano tirando de las hojas. En efecto, el
hombre no es ni tiempo ni mundo, sino que está en el tiempo y en el mundo; no
es lo que hace ni sus obras, sino que hace obras. Lo que en el hombre se corresponde con las cultura son sus manifestaciones, no su ser. El hombre posee cultura,
pero no es cultura. La clave de cada persona humana es la novedad; en cambio, la
cultura, pese a sus peculiaridades regionales, es común para los hombres.
6) Distinción entre ‘yo’ y ‘persona’. Esta distinción es vertical o jerárquica,
porque la persona es novedosa, irrepetible. En cambio, caben tipologías del ‘yo’.
Además, el yo pasa por fases de maduración a lo largo de la biografía humana,
pero uno no es más persona por tener 80 años u 8 días. Si alguien no fuera persona desde el inicio, no lo sería nunca. La persona puede madurar al yo, así como a
la inteligencia, a la voluntad y a las demás potencias, pero puede existir la persona
sin ningún desarrollo o maduración en aquéllas. Es claro que puede existir la persona sin desarrollo racional, lo cual indica que no cabe reducir la persona a su razón o conciencia (como pretendió la filosofía moderna), o a la voluntad (como se
quiso en la filosofía contemporánea).
Por otra parte, es claro que conocemos biográficamente nuestro yo, y no menos claro que no acabamos de saber quién somos como persona, lo cual denota
que el yo no es la persona que uno es. El yo activa, domina lo inferior a él: ilumina la razón, la voluntad, las potencias sensibles, pero no las ilumina siempre. El
yo es luz respecto de la inteligencia cuando ejerce tal iluminación, no antes; y así
con las demás facultades. En cambio, la persona siempre es, desde el inicio de su
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existencia, la persona de las facultades humanas y, además, es persona aunque carezca de algunas de ellas (tras la muerte).
7) La distinción de niveles cognoscitivos reales. Dicho lo que precede, se
advierte que ninguna de las citadas dimensiones del conocimiento humano es aislada; que todas ellas son método cognoscitivo respecto de un tema inferior; que
son, a su vez, tema respecto de un método superior; que, por tanto, deben ser explicadas en dualidad, porque realmente son duales, es decir, se dualizan. La unión
corre a cargo del miembro superior, pues es éste el que conoce el inferior. El yo es
el mirar de la persona humana a la naturaleza humana propia. Ello indica que el
yo no es una sustancia, un sujeto, sino un método cognoscitivo, un conocer. Aislarlo y entenderlo como sustancia es perder de vista su actividad cognoscitiva.
Por lo demás, el yo no es reflexivo, es decir, no se conoce a sí mismo. Tampoco es directamente iluminado por la persona. Si lo fuese, la luz de ésta sería iluminante y, en consecuencia, el fin (tema) del acto de ser personal sería lo menor
que ella e impersonal, lo cual es contradictorio, porque ¿cómo puede ser el tema
del conocer personal humano inferior a él, si el ser personal es superior a aquello
de lo que el dispone? Por su parte, la persona, espíritu o intimidad tampoco es autocognoscente, pues su conocimiento completo está en manos de Dios. Por eso, es
pertinente indicar que buscar satisfacer la felicidad que pide la intimidad humana
intentando madurar el yo sería y las facultades humanas es imposible. Con ello se
produciría el olvido del ser personal, y la persona se obcecaría en su yo, en su razón, voluntad, sentidos, etc.
8) Libre propuesta de solución. El antipersonalismo desconoce la intimidad
o acto de ser personal humano. La respuesta al antipersonalismo debe indicar, por
tanto, que la persona existe, sencillamente porque se puede conocer, y ese conocimiento puede ser expuesto. No se trata de un conocer racional y, por ende, necesario, sino de un conocer personal y, por tanto, libre. Ahora bien, lo libre es superior a lo necesario. La “persona” no es el cuerpo humano; tampoco el “todo” humano. ‘Persona’ es lo más neurálgico del hombre, el cada quién, la intimidad humana, el espíritu o, con expresión clásica, el acto de ser.
Una dificultad para la exposición del acto de ser personal estriba en que éste
es superior a lo que alcanzamos a conocer de él, porque el conocer con el que lo
alcanzamos, sin ser racional, es inferior al acto de ser: se trata del hábito de sabiduría. Eso indica que nos desbordamos a nuestro propio conocimiento. Revela
asimismo que de alguna manera el conocer mediante el que lo alcanzamos no es
ajeno al ser personal, es decir, que ninguna persona está privada de su propio saberse. En el fondo, esto revela que es inexcusable no saberse persona para quien
lo es, y que, si el conocimiento propio es solidario al ser personal, el no saberse
persona conlleva aparejado renunciar a serlo. Testifica también que la persona sea
cognoscente; no que “tenga” conocer, sino que lo “sea”. Ser un conocer y no conocerse por entero indica que el tema de nuestro ser personal cognoscente no somos nosotros mismos, sino que nos trasciende personalmente. Lo que precede
muestra que el ser personal humano no es aislado, sino abierto, coexistente. También señala que si se pierde la coexistencia, se pierde el sentido de ser personal.
Esto muestra que es nativamente imposible la existencia de una persona única.
Para ser aislada o en soledad, tiene que dejar de ser persona. Como ninguna otra
persona humana se corresponde coexistencialmente con la intimidad de una persona humana, hay que decir que la apertura de la coexistencia íntima humana se
refiere a Dios.
70
9) Una prueba de que el sujeto existe. Lo que precede indica que el acto de
ser personal humano es abierto hacia el futuro. La novedad es posible por el futuro. Si se niega éste, no cabe nada radicalmente nuevo. Por eso, a Dios se le puede
designar como el Futuro metahistórico, o como el Novum por excelencia. Nadie
se da el ser, máxime si se trata del ser personal. La mejor objeción a los que pretenden negar el ser personal, no es ningún argumento, sino el propio ser personal
de quienes se saben personas y aceptan serlo.
Con todo, si se pide un argumento para saber si existe o no el sujeto, se puede ofrecer uno: el error. Hay sujeto porque hay errores. En efecto, ni los animales
ni las plantas se equivocan. Por eso ni rectifican ni pueden pedir perdón. Sólo se
equivoca el que es sujeto, porque los errores no son propios del conocer, pues el
conocer conoce en la medida que se ejerce. El conocer no se equivoca. Quien se
equivoca es la persona que conoce, pues le pide a su conocer más que lo que éste
le ofrece, o le pide otra cosa que no le da. De manera que sin sujeto no cabe error.
Pero como hay error, existe el sujeto. Además, como hay superabundancia de
errores, hay que concluir que el sujeto es superabundante, no sólo porque su capacidad de cometer errores es ilimitada, sino porque no se agota al cometerlos, ya
que los puede rectificar todos.
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CAPÍTULO VI. EXAMEN DE LAS PROPUESTAS
NOÉTICAS FUNDAMENTALES
Planteamiento
La raíz del nominalismo, empirismo y materialismo, así como la del racionalismo, idealismo e incluso la fenomenología (al menos en su origen) es el mismo, y tiene un nombre propio: Ockham. Repárese en que las corrientes de pensamiento mencionadas –y sus variantes– han sido las más duraderas e influyentes en
la historia de la filosofía moderna. El Venerabilis Inceptor de la modernidad, Guillermo de Ockham, pensador del s. XIV, consideró que nuestro conocimiento sensible es intuitivo, es decir, conoce directamente la realidad física. Sostuvo, en
cambio, que la razón no conoce las realidades físicas tal como ellas son, sino que
forma (finge) unas representaciones mentales que no se ajustan a lo real, sino que
‘suponen’ por sí mismas. A estas ‘ideas’ –añadió– los hombres les ponen ‘nombres’ (de ahí la denominación de nominalismo) por medio de los cuales construyen el lenguaje para comunicarse.
Lo que olvidó esta filosofía fue la intencionalidad propia del conocimiento
racional humano. En efecto, Aristóteles descubrió que el objeto pensado es ‘puramente intencional’ respecto de lo real de donde se ha abstraído. Esta intencionalidad la admitieron durante el s. XIII –tras la recuperación de la filosofía aristotélica– los grandes pensadores escolásticos. Pero en el s. XIV, con Ockham, se perdió. Con todo, tras él quedó claro, por una parte, que el hombre tiene ‘ideas’ y relaciones entre ellas a las que llamaron verdad, y, por otra, que existe la realidad física, donde está el bien, la cual se puede conocer mediante los sentidos y se puede
querer por la voluntad. Ahora bien, como se creyó que las ideas no se refieren a la
realidad física, se rompió el puente de unión entre el pensamiento humano y la realidad, entre la razón y los sentidos. Además, como Ockham supuso que la voluntad sí se ajusta a la realidad física concreta, también se rompió la precedente armonía entre la razón y la voluntad. Por eso, aunque parezcan antagónicos, los modernos racionalismos y voluntarismos tienen su inspiración en la filosofía de este
autor. Los primeros buscaron la necesidad de la verdad; los segundos, en cambio,
la contingencia del bien.
Como se ha estudiado en los capítulos precedentes, el nivel de conocimiento
que forma objetos pensados para conocer es el inicial e inferior de la razón: la
abstracción. Se ha reiterado que lo intencional en el conocer es el objeto pensado
o idea, no el acto de conocerlo (en la voluntad lo intencional son los mismos actos, que se inclinan a los bienes reales). Ahora conviene añadir que, la bipolaridad
en la que se dividió la filosofía moderna –nominalismo–racionalismo– arranca de
una incorrecta interpretación del mínimo nivel racional: del olvido de la naturaleza inmaterial del acto de conocer y de la intencionalidad del objeto conocido. Si
se tiene en cuenta que los niveles del conocer humano superiores a la abstracción
–a los que también se atendido en las lecciones anteriores– son múltiples y de mucho alcance, se puede concluir que la filosofía moderna, por estar atorada en la
planta baja del rascacielos cognoscitivo humano, desconoce el amplio panorama
que se puede vislumbrar desde la terraza superior. En suma, los autores no se han
equivocado por pensar demasiado, sino escasamente.
Ockham, el padre de la filosofía moderna, ofreció a la posteridad una alternativa irreconciliable: por una parte, razón, ideas universales y verdad y, por otra,
voluntad, bien singular, sentidos y realidad física. Tras esa drástica escisión, los
pensadores posteriores se vieron forzados a alinearse en una u otra parte de la disyuntiva. Los que primaron a la razón, y consecuentemente a las ideas y a la verdad, fueron racionalistas, y destacaron en los ss. XVII y XVIII. Los que, sobresaliendo en las mismas fechas, dieron preponderancia a la voluntad, y por consiguiente al bien concreto y a la experiencia sensible, fueron empiristas. Históricamente, los primeros dieron lugar a otras corrientes de pensamiento que encumbrarían todavía más las ideas: el idealismo en el s. XIX y la fenomenología a principios del XX. Los segundos derivaron, con el paso del tiempo, en multiplicidad de
variantes dentro del mismo supuesto teórico: sensismo, utilitarismo, materialismo,
voluntarismo, pragmatismo, filosofía analítica, etc., en los ss. XIX y XX. Por eso
no es extraño que en la radicalización racionalista se persiguiese una “verdad total”, el panlogismo (Hegel), mientras que la crispación voluntarista terminara en
el nihilismo (Nietzsche) y en sus epígonos actuales.
En el primer epígrafe de este capítulo se revisarán las hipótesis centrales del
voluntarismo. En el segundo, las del racionalismo. En el tercero, se ofrecerá la
rectificación que, avant la letre, realizó el realismo a estas corrientes modernas.
En rigor, la distinción entre las tres corrientes de pensamiento radica en la prioridad concedida a los llamados trascendentales metafísicos. Ésos son perfecciones
puras de irrestricta amplitud. El realismo admite, al menos tres trascendentales, y
añade que éstos siguen el siguiente orden: primero el ser; segundo la verdad; tercero el bien. En la fundamentación de su tesis argumenta así: el ser real es la causa de la verdad en la razón; y la verdad es previa al bien, porque nada se quiere a
menos que previamente sea conocido. En cambio, el racionalismo sostiene que la
verdad es lo primero. Por tanto, que no dice referencia ni al ser ni al bien, sino
que se autofunda. En consecuencia, no puede admitir más que éste trascendental,
y ello, si lo logra fundamentar aisladamente. Por su parte, el voluntarismo mantiene que el bien es lo primero, e independiente de la verdad y del ser, si logra justificar tal primacía. Sin embargo, ni el racionalismo ni el voluntarismo lograron la
fundamentación de la verdad y del bien como lo primero. De modo que, al final,
esas corrientes tampoco han podido defender la verdad y el bien como trascendentales, es decir, en toda su amplitud. Por tanto, sus representantes se quedaron
con un ámbito reducido de verdades (formales, lógicas, matemáticas, etc.) o de
bienes (materiales, útiles, sensibles, etc.).
De entre estas tres corrientes de pensamiento, la que suele atenerse a lo sensible, a los hechos, el voluntarismo, suele ser menos intelectual que las demás.
Con todo, tiene una ventaja en la que no siempre reparan las otras dos: afirmar la
hegemonía de la voluntad sobre la razón, porque realmente es superior. Por su
parte, el racionalismo ha ofrecido desarrollos de la razón que, obviamente, no ha
tenido en cuenta el voluntarismo, y que no siempre ha comprendido el realismo.
Por tanto, para ser realistas tras los avances modernos del racionalismo y del voluntarismo hay que serlo no sólo en la explicación de la realidad externa, sino
también en la realidad de la razón, de la voluntad, y aún en lo humano que es superior a esas facultades.
A. NOMINALISMO–EMPIRISMO–MATERIALISMO
1) Un poco de historia. Tras Ockham, fueron nominalistas en puntos centrales autores que conocían la filosofía aristotélica y la escolástica. En el s. XIV, si
bien son poco conocidos, transmitieron la nueva filosofía a la posteridad, por
ejemplo, Juan de Buridán, Nicolás Oresmes, Biagio Pelacani de Parma, etc. Del
mismo estilo fueron en los siglos XV y XVI, por ejemplo, Nicolás de de Amsterdam y el discípulo de Lutero, Felipe Melanchton. De semejante perfil fueron los
naturalistas del Renacimiento.
De entre los renombrados pensadores modernos que guardan mayor o menor
afinidad con los planteamientos de Ockham hay que considerar, dentro del racionalismo, a Descartes y a Malebranche en ciertos puntos, al menos en su voluntarismo; dentro del empirismo a Hobbes, Locke y, sobre todo, a Hume; en la Ilustración del s. XVIII a Kant, y en el s. XIX a Marx, Comte, Stuart Mill, Schopenhauer, Nietzsche, Freud, al pragmatismo, psicologismo, modernismo, etc. En el s.
XX guardan relación con ciertos puntos de la filosofía ockhamista, por ejemplo,
Heidegger, que dio un viraje desde el idealismo al voluntarismo; asimismo Sastre,
en su interpretación nihilista del hombre y de lo real; el neomarxismo y la Escuela
de Frankfurt, en la medida en que son materialistas y reducen el ser a hecho (material o social); el conductismo y la filosofía analítica, en tanto que son positivistas, la filosofía postmoderna, etc.
2) ¿Qué es el nominalismo? Es la doctrina filosófica que sostiene los siguientes postulados:
1. Lo real es meramente empírico, numérica y localmente singular e incomunicado (es decir, sin remitencia a nada).
2. Lo real es contingente.
3. Lo real singular no es verdad, pues la verdad, las ideas universales, son
ficciones mentales.
4. El conocer es un hecho psíquico y, por tanto, una realidad empírica, singular e incomunicada.
5. Lo que en el hombre se corresponde con lo real singular es la voluntad.
6. La voluntad es superior y al margen de la razón –que es hipotética, es decir, finge hipótesis posibles, ninguna necesaria– (voluntarismo).
7. La nota distintiva de lo real es la diferencia.
8. El acceso humano a Dios no es cognoscitivo, sino voluntario; no es natural, sino por fe sobrenatural (fideísmo).
9. El atributo divino por excelencia es la omnipotencia voluntaria (aislada de
la razón divina), con la que el Creador marca su diferencia de la criatura
(arbitrismo).
Como se puede apreciar, el nominalismo supone una reducción en dos ámbitos: a) en el de lo real, pues reduce el ser a hecho; b) en el del conocimiento, pues
reduce la verdad a ficción, a posibilidad lógica o juego lingüístico. Pero si no hay
verdad, no hay ciencia en sentido estricto, es decir, conocimiento por causas o regularidades. Consecuentemente, lo único que cabe es constatar empíricamente lo
aleatorio de la realidad.
De lo anterior se comprende por qué los racionalistas confíen tan poco en
los nominalistas, pues éstos niegan de plano la verdad. Se comprende, asimismo,
por qué los nominalistas no suelen combatir a los racionalistas en su terreno, es
decir, usando argumentos racionales, sino más bien con argumentos retóricos, iró-
75
nicos, empleando ejemplos tomados de la realidad física, etc. Si la realidad física
es cambiante, aleatoria, no cabe ciencia exacta de ella. Lo real es relativo. En
suma, quienes están más pendientes de lo pragmático que de lo teórico –como
ocurre en nuestra época– son más bien nominalistas que racionalistas. A la par,
los nominalistas interpretan las diversas teorías mentales de los racionalistas como
hipótesis, no como verdades. Para ellos hay muchas posibilidades lógicas, mentales, pero ninguna es necesaria. Además, unas son inconmensurables con otras, es
decir, no hay sistema lógico unitario.
3) Rectificación del nominalismo. Si el nominalismo es el solipsismo de lo
singular, este postulado nominalista es falso: ‘la voluntad se corresponde con la
realidad singular’. Si la voluntad es un hecho y el bien otro, no hay engarce entre
hechos, porque son singulares e incomunicables. Por otra parte, si la realidad física es azarosa, este mismo postulado será un una realidad física. Por tanto, ¿por
qué no admitir que la tesis propia del nominalismo también sea contingente? En
efecto, de ser coherente con su propio postulado el nominalista tampoco podrá tomarlo como ciencia. La contradicción es manifiesta.
Cabe preguntar, entonces, por qué el nominalismo ha tenido y sigue teniendo tanto éxito. En efecto, han sido y son muchos más los seguidores de las corrientes nominalistas que los de las racionalistas. Tal vez la respuesta correcta sea
porque es la hipótesis más sencilla, al menos, la más pragmática. Esto último indica que en el nominalismo también se da una reducción del bien a lo útil. Las teorías de los racionalistas son, en efecto, más complejas, porque exigen mayor desarrollo racional, y más aún la de los realistas, porque la realidad es más compleja
que lo que la razón suele suponer.
B. RACIONALISMO–IDEALISMO–FENOMENOLOGÍA
1) Un mínimo de historia. Reaccionaron contra el nominalismo de Ockham
autores del Renacimiento como Galileo, para quien la realidad está escrita en lenguaje matemático, y asimismo Newton, cuya física matemática es más perfecta
que la realidad física. Son intentos de racionalizar lo empírico. También combatieron el nominalismo, abriendo paso al racionalismo, pensadores modernos como
Spinoza o Leibniz. Recuérdese que para el primero 'todo lo real es racional y todo
lo racional es real'. De modo semejante, pare el segundo este mundo es el mejor
de los posibles al que rige una armonía preestablecida. La hegemonía de la razón
y de las ideas se exaltó también en el idealismo de los ss. XVIII y XIX por autores
como Fichte, Schelling, y, sobre todo, Hegel.
Dentro de la llamada filosofía contemporánea, se puede encuadrar dentro del
idealismo el origen de la fenomenología a fines del s. XIX y principios del XX
con Husserl, así como el neoidealismo de Croce, Gentile, etc. Tiene cierta afinidad con las pretensiones idealistas el llamado estructuralismo del s. XX, en la medida en que busca un sistema lingüístico completo.
2) ¿Qué es el racionalismo? Es la doctrina filosófica que admite, al menos,
los siguientes postulados:
1. La verdad es lo absoluto. Caben múltiples verdades, pero hay un sistema
lógico completo que las aúna.
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2. La verdad no es real, sino posible, mental. La posibilidad completa es la
necesidad.
3. La realidad física, los hechos, carecen de importancia en términos de verdad.
4. La verdad ni es un hecho, ni se puede reducir a hecho.
5. Lo que en el hombre se corresponde con la verdad es la razón.
6. La razón es superior y al margen de la voluntad –que es arbitraria, es decir, sin reglas necesarias– (racionalismo).
7. La nota distintiva de lo real es la identidad. Por eso hay que tender a la
identidad sujeto–objeto.
8. El acceso humano a Dios no es volitivo, sino racional; no es sobrenatural,
sino natural, a modo de máximo pensable, posibilidad lógica completa,
verdad total (panlogismo).
9. El atributo divino por excelencia es el saber absoluto (aislado de la voluntad), con el que Dios marca su vinculación necesaria con la criatura
(necesitarismo).
Obviamente, estas hipótesis, por opuestas a las nominalistas, indican que el
racionalismo no se entiende sin el nominalismo, pues constituye una reacción
frente a él, pero admitiendo sus reglas de juego. El racionalista pretende salvar la
verdad, cuando el nominalista se aferra en exclusiva a los hechos. Pero como el
nominalista le echa en cara al racionalista la parcialidad de las supuestas ‘verdades’ que éste inventa, el racionalista responde con un esfuerzo denodado para formar un sistema veritativo completo, necesario, porque de logarlo, el nominalista
no podrá acusarle de perder el tiempo trazando hipótesis mentales aleatorias. Lo
que está en discusión es, pues, esta disyuntiva: contingencia–necesidad. Ambas
corrientes están trabajando en lo que en la modernidad se ha venido a llamar 'lógica modal', una vía operativa formal de la razón distinta a la que ejerce el realista
para conocer la realidad extramental.
Por lo demás, el racionalismo se distingue del nominalismo en su preferencia por algunos temas. En efecto, el racionalista prefiere las ideas al lenguaje,
mientras que el nominalista intenta reducir el pensamiento a lenguaje. El racionalista da preferencia a la matemática sobre otros modos de saber, hasta el punto
que convierte a esa ciencia en el paradigma de las demás. Así intenta explicar, por
ejemplo, la ética 'more geometrico demonstrata', o los sentimientos humanos con
una rigurosa clasificación distinguiendo los básicos de los secundarios o derivados, la vinculación entre ellos, etc. También es común a los racionalistas el afán
de sistema o completitud, es decir, de engarzar todas las áreas del saber con un
mismo vínculo, mientras que los nominalistas tienden a ser más fragmentarios,
dispersos, no vinculando unas dimensiones con otras y dejando incluso cabos
sueltos en cada una de ellas. El aprecio por lo pragmático en la ciencia experimental, sociedad, política, economía, etc., típico de los nominalistas es bastante
descuidado por los racionalistas. Asimismo, los racionalistas suelen estar más
abiertos a Dios que los nominalistas, aunque sea un acceso racional, lógico.
3) Rectificación del racionalismo. Si el racionalismo es el solipsismo de la
verdad, al menos este postulado es falso: no se puede decir que la verdad sea lo
absoluto a menos que se identifique el decir con lo dicho, o sea, el conocer y lo
conocido, el método cognoscitivo y el tema conocido, pero el racionalismo, aunque pretenda la identidad entre sujeto cognoscente y objeto conocido, no lo logra
porque al fin tendrá que considerar al sujeto pensante como una idea, pero es cla-
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ro que el yo pensado no piensa, es decir, no es el yo real; por tanto, no cabe dicha
identidad. Lo opuesto a la identidad es la pluralidad –tanto real como noética–, y
eso es precisamente lo que defiende el realismo.
C. REALISMO
1) Una pincelada histórica. La mayor parte de la filosofía griega y medieval
fue realista. Más aún, algún pensador como Platón consideró que también las ideas son reales y que existen en el Mundo de las Ideas. Este error se ha llamado a
veces hiperrealismo. El filósofo realista más destacado de la antigüedad fue Aristóteles; en la Edad Media, Agustín de Hipona, y en la escolástica, Tomás de Aquino, aunque de su mismo tiempo cabe destacar a otros muy relevantes (Alejandro
de hales, San Alberto Magno, San Buenaventura, etc.). Tras Ockham fueron realistas algunos pensadores del Renacimiento como Tomás Moro, Juan Luís Vives,
y muchos pertenecientes a la llamada Escolástica Renacentista (Silvestre de Ferrara, Cayetano, Vitoria, Cano, Soto, Báñez, Juan de Sto. Tomás, etc.).
En el s. XIX fue de perfil filosófico más bien realista Kierkegaard, aunque
en la drástica separación que establece entre filosofía y teología es netamente
ockhamista. En esa centuria fueron asimismo realistas Maine de Biran, Ravaisson,
Rosmini, Brentano, Bergson, etc. De impronta realista fueron en el s. XX algunos
fenomenólogos como Stein, Hildebrand, Scheler, etc. También lo fue Nicolai
Hartmann, aunque su realismo es reductivo. Afines al realismo han sido en el s.
XX pensadores que se encuadran dentro del existencialismo, como Jaspers o Marcel, o de la hermenéutica, como Ricoeur. Han sido asimismo realistas los mejores
representantes de la llamada filosofía neoscolástica (Gilson, Maritain, Fabro, Pieper, etc.), y también otros pensadores pertenecientes a la filosofía del diálogo
como Levinas, Buber, o al personalismo, como Mounier. También has sido realistas algunos pensadores españoles como Julián Marías, Zubiri, Millán Puelles,
Polo, etc.
2) ¿Qué es el realismo? Es la filosofía que descubre las diversas realidades
existentes tal como son. ¿Cómo son? Plurales, pero aunadas, es decir, vinculadas
según un orden. Asimismo, las descubre según un método cognoscitivo plural, o
sea, conoce las superiores con un nivel noético superior y las inferiores con otro
inferior. A esa diversidad responden, por ejemplo, las denominaciones medievales
de 'ratio superior' y 'ratio inferior', 'intellectus' y 'ratio', etc. Si la realidad y el conocer humano admiten muchos niveles, cualquier explicación que considere lo
real aisladamente será reductiva. Asimismo, lo será cualquier filosofía que use de
un solo método para estudiar las diversas las realidades.
Si bien se mira, los postulados del nominalismo y del idealismo son explicaciones aislantes. Por ejemplo, en el primer caso se afirma que lo real es exclusivamente empírico; en el segundo, en cambio, que la verdad es lo absoluto. Como se
ve, en el primer caso se intenta explicar la realidad física desde sí, sin vínculos; en
el segundo, se intenta exponer la verdad desde sí, sin referencia. En ambos casos
la soledad se toma como un requisito. En cambio, el realismo es la doctrina filosófica que intenta explicar las cosas aunadamente, porque éstas son así. Por eso
sostiene, por ejemplo, que la realidad es causa de la verdad en la razón, que la
verdad es la adecuación de la razón a lo real; que la voluntad se adapta al bien
real. En rigor, sostiene que al ser acompaña la verdad y a ésta el bien o, visto des de el otro punto de vista, que no cabe bien sin verdad, ni verdad sin ser.
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De esto se puede deducir una conclusión: es realista el que procede según
dualidades aunadas. En cambio, el nominalista y racionalista son univocistas. Por
eso, el nominalista intenta fusionar, por ejemplo, el pensamiento con el lenguaje
(filosofía analítica), y éste con las acciones transitivas (pragmatismo). Por su parte, el racionalista también intenta ciertas fusiones, por ejemplo, la de materia y espíritu (racionalismo-idealismo), la de sujeto y objeto pensado (idealismo), etc. Lo
que precede indica que –tanto en el tiempo como en su naturaleza– el realismo es
explicable sin el nominalismo e idealismo, y que le conviene progresar en sus propios descubrimientos sin entrar a polemizar con unos y otros en el terreno ajeno
de la univocidad. ¿De donde surge el problema de la univocidad? De la atenencia
al objeto pensado, pues en ese primer nivel racional –como advirtió Aristóteles–
sólo se conoce ‘lo uno’.
El realismo ha descubierto, hasta ahora, cómo son las realidades físicas inertes y vivas (filosofía de la naturaleza); cómo es la vida humana y sus facultades
en estado nativo (psicología); cómo es el conocimiento humano (teoría del conocimiento); cómo es la voluntad (teoría de la voluntad); cómo es y debe ser el actuar humano (ética, política, sociología, etc.); como son las realidades fundantes
(metafísica y teología natural); cómo es la intimidad humana (antropología trascendental); etc.
3) Avanzar en el realismo. Como se ha visto, el realismo ha descubierto muchas realidades, pero ¿qué falta por descubrir? Obviamente en los campos aludidos siempre se puede seguir descubriendo más. Pero en la actualidad se requiere
poner la atención en otros temas tan importantes como discutidos, para descubrir
sus claves y, si se puede, sus ‘axiomas’: la familia, la educación, la fundamentación del derecho natural, la empresa, el gobierno, la estética, la cultura, el trabajo
y el descanso, la distinción varón–mujer, etc. Desde luego que se ha trabajado y
trabaja mucho en estos campos, pero todavía queda mucho por esclarecer y, asimismo, para enseñar hasta que la gente tenga posibilidad de alcanzar un saber
adecuado de ellos.
Si, como se ha visto, lo propio del realismo es el engarce entre la pluralidad
jerárquica de realidades y, asimismo entre la pluralidad de los niveles del conocimiento humano, no son realistas esos estudios que para estudiar un determinado
tema lo aíslan completamente de los demás, como a veces ocurre incluso en las
tesis doctorales. A su vez, serán poco recomendables para el realista esos métodos
filosóficos que sean aislantes, por ejemplo, el analítico, que trocea la realidad al
investigarla, o el dialéctico, que al final quiere conocer el 'todo' con un solo golpe
de vista, o sea, decir la última palabra. El primero dice: ‘sólo esto’; el segundo
dice: ‘todo ya’. Frente a ello el realista debe decir siempre: esto ‘y’ aquello; esto y
‘también’ lo otro, pero descubriendo el orden jerárquico entre lo diverso, orden
que juega a favor de todas las realidades, y descubriendo qué nivel cognoscitivo
es el adecuado para conocer un nivel de realidad.
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EPÍLOGO
CAPÍTULO VII. LOS NIVELES DE LAS CIENCIAS,
FILOSOFÍA Y TEOLOGÍA
¿Clasificar los saberes?
La dignidad de la persona humana no se mide por la profesión, saber, cargo
laboral que desempeña o posición social que ocupa. Pero los diversos saberes responden a diversos niveles del conocimiento humano. Por tanto, hay que distinguirlos según jerarquía. Con todo, los saberes menores pueden ser subsumidos en
los superiores y adquirir el valor de aquéllos.
La mayoría de las personas, incluso filósofos, prefiere sostener de los diversos tipos de saber, son simplemente ‘distintos’; no que unos sean superiores a
otros. Sostienen también que las diversas opiniones dentro de una misma ciencia
son asimismo ‘distintas’ pero no unas más mejores, más fundadas, que otras. Esta
actual actitud lleva la ‘democracia’ al plano de lo intelectual. Se trata de la hipótesis según la cual todas las posiciones valen lo mismo, cada cual escoge a su gusto
la que prefiere, y todos se deben respetar mutuamente.
Pues bien, lo que aquí intentará sostener es que no hay democracia intelectual. En esta época llamada postmoderna esto puede sonar a ‘dogmatismo’; incluso a ‘fundamentalismo’, pero no es ni lo uno ni lo otro, sino una verdad, que se
conoce o se ignora. No hay ‘democracia intelectual’ precisamente porque mantener esta opinión es contradictorio y, en consecuencia, falso. En efecto, sostener
que todas las tesis tienen el mismo valor no es ‘democrático’, pues esa opinión no
admite a la tesis contraria como de igual valía a ella. Esa opinión presuntamente
‘tolerante’, admite implícitamente la jerarquía, pues sostiene como tesis de mayor
valor la de la pretendida ‘democracia’ a la contraria, la de la ‘jerarquía’, y obviamente eso es admitir la jerarquía.
Con lo cual, admitiendo la graduación de los saberes o intentándola rechazar, por fuerza se debe caer en la cuenta de que los saberes son de distinto nivel.
No todo está en el mismo plano y no todo vale lo mismo. ¿Cómo se mide la superioridad de un saber respecto de otro? La única medida es el mismo conocimiento
humano. Éste es plural y jerárquico. Conoce más con unos actos que con otros,
con unos hábitos que con otros. Por lo tanto, las diversas ciencias dependen del
tipo de actos o hábitos cognoscitivos que se ejercen para conocer sus temas. A
más conocimiento, más realidad conocida.
A. CIENCIAS EXPERIMENTALES Y CIENCIAS FORMALES
1. ¿Por dónde empezar? Las artes prácticas. ¿Cuál es el nivel más bajo de
conocimiento? El de los sentidos. Los saberes que se ciñen, o por lo menos hacen
mayor hincapié, en los sentidos son los inferiores. Como disponemos de dos tipos
de sentidos, los externos y los internos, las disciplinas que basculen más sobre los
internos que sobre los externos serán superiores.
Hay artes, en el sentido de prácticas artesanales, que no pueden prescindir
de los sentidos externos, como la gastronomía, la perfumería, la música, la pintura, etc. Si bien en todas ellas el componente de racionalidad es neto, pues ningún
animal conforma estas artes, todas ellas miran a la sensibilidad. Sin embargo su
fin no es meramente corporal o sensible, sino que se usa de ellas para facilitar la
vida ordinaria de cara a que el hombre se humanice más. Todas esas artes parten
de la experiencia singular repetida, pero su fin no queda sólo en agradar al paladar, al olfato, al oído, etc. El fin del arte culinario, por ejemplo, no es comer por
comer, sino educar, formar al hombre para que mejore como tal aprovechándose
de ese deber ineludible de su naturaleza.
Las artes que tienen una mayor vinculación con los sentidos internos son superiores temáticamente a las anteriores. Piénsese, por ejemplo, en la arquitectura
o en la geometría. Sin facultades cognoscitivas sensibles internas (imaginación,
memoria y cogitativa) estas disciplinas son imposibles. Evidentemente en ellas
hay mucho de cálculo; por eso, el componente racional es obvio. Ahora bien, ese
cálculo está vertido a la elaboración de planos y diseños imposibles sin la sensibilidad interna. Las personas que ejercen esos oficios no tienen como fin imaginar
por imaginar, sino que estas materias las ponen al servicio del hombre para que su
vida sea más humana (ej. de nada servirían los diseños geniales de una vivienda
familiar si no facilitaran la intimidad de la familia).
¿Cómo subir de nivel? El conocimiento humano que sigue a los sentidos internos es el racional. Pero la razón tiene varios usos. La distinción entre ellos,
aunque no es exclusivista, también es jerárquica. Los pensadores clásicos diferenciaban entre la razón práctica y la teórica. El conocimiento práctico es el que forma nuestra razón al cambiar los medios contingentes de la realidad externa, es decir, el que nos sirve para solucionar o mejorar cada vez más los asuntos de la vida
cotidiana. El teórico, en cambio, es el uso de la razón que nos permite conocer
verdades necesarias. El práctico es inferior al teórico porque alcanza sólo una verosimilitud en lo sabido, mientras que el teórico logra la verdad. Debido a esa inferioridad, el conocimiento práctico debe subordinarse al teórico.
Ciencias prácticas son aquéllas que dependen, por ejemplo, del hábito de
arte o del hábito de prudencia, es decir, del ‘saber hacer’ o del ‘saber actuar’. Es
este un saber que sin operatividad, sin el uso de las manos, por ejemplo, no cuaja
en obras. Así se construyen utensilios, casas, muebles, automóviles, puentes, edificios, etc., que deben ser usados por el hombre también para hacer más humano
su habitar.
¿Todas las artes prácticas son igualmente importantes? Aristóteles, al inicio
de la Ética a Nicómaco, dijo que no, sino que las que se subordinan a otras como
a su fin son inferiores a aquéllas. Así –ejemplificó– el saber construir naves es inferior al arte de la navegación, es decir, al del marino que sabe conducir la nave.
Añadió, además, algo que a muchos hoy resulta difícil de entender, a saber, que
todas las artes prácticas se subordinan a una, a la política, pues es la que pone orden –debería al menos–, en todas las demás, ya que ésta busca el bien común de la
sociedad entera, que es superior a los distintos bienes particulares.
2) Saberes formales. Disponemos de un uso de la razón por el que podemos
pensar objetos mentales y considerarlos como tales, es decir, sin referencia a la realidad física. De este estilo son, por ejemplo, la lógica y las matemáticas.
La lógica no es unitaria, sino que hay diversos tipos irreductibles de lógica.
Aristóteles distinguió varias. Hay una que versa sobre lo necesario, es demostrativa y más afín a la lógica clásica del silogismo, es decir, la elaborada por el Estagirita y desarrollada extensamente por los pensadores medievales. Hay otra lógica
que es de lo contingente, de lo que puede ser de un modo u otro, pero que sin embargo se acepta de modo común por la gente. Es la lógica de los ‘lugares comunes
o Tópicos’, según la denominación aristotélica. Son opiniones compartidas, bastante seguras, basadas en las convicciones de un grupo de personas. Los grupos
pueden ser variados (el vulgo, los científicos, los matemáticos, etc.). Esta lógica
suele denominarse dialéctica. Tiene un uso teórico, y es un criterio de aplicar lo
observable a lo inobservable. Se basa en la convicción de que las regiones de la
realidad no son demasiado diferentes. Por eso de cosas conocidas saca conclusiones para las desconocidas.
Cabe otra lógica, otro modo de pensar, la retórica. Es el uso de la mente según signos, indicios (como la de los médicos, que a través de la observación de
diversos síntomas sacan conclusiones verosímiles y pueden acertar en el diagnóstico). Ésta es también una lógica del modo usual de hablar, de discutir, de convencer, persuadir, etc. De este tipo es el modo de argumentar propio de la opinión pública, de la teoría de la comunicación, de los políticos, etc. Otra lógica es la del
silogismo condicional, esto es, aquella argumentación –más imaginativa que racional–, que dice: ‘si pasa esto, entonces pasará seguramente lo otro’. Desconoce
la índole de ‘esto’ y de lo ‘otro’; además, el antecedente es contingente, y el resultado inseguro. La conducta animal y la pragmática humana la usan en abundancia.
Una lógica distinta es la que procede por analogías, es decir, formando comparaciones; y otra diferente es la de la inducción, a saber, aquélla que permite inferir
alguna verdad universal partiendo de diversos casos particulares. En síntesis, los
diversos usos del pensar se pueden agrupar en dos tipos: la lógica de lo necesario,
y la de lo contingente. De entre estas dos lógicas parece superior la primera, la
que versa sobre lo necesario. La superior parece ser la de la inducción, porque
permite un saber cada vez más ajustado a lo real.
Junto a las precedentes, que son aristotélicas, tenemos la lógica moderna,
que es lógica-matemática y lógico-lingüística. Esta lógica no es ni el saber superior ni la mejor lógica, porque no se ajusta a lo real tal cual lo real es, pues lo real
no es puramente formal como ella. La lógica actual se somete ella misma a la discusión de los expertos, como la ciencia, y por ello procede por medio de debates.
Por este hecho, parece claro que esa lógica no versa sobre lo necesario, porque sobre ello no cabe discusión.
La matemática, por otra parte, es una ciencia difícil y a la par útil, porque la
mayor parte de lo que hoy se llaman ciencias positivas se apoyan en cálculos matemáticos. Para los expertos de esta materia que se consideran más radicales, sólo
existe lo que se puede medir, aunque para ello tengamos que construir unos aparatos muy complejos. Ahora bien, todo lo real no se reduce a la cantidad. Por ejemplo, la sentencia ‘sólo es verdad lo que se puede medir’ no mide cantidad ninguna; tampoco ella se puede medir y, en consecuencia, según ese prisma no sería
verdad. La autocrítica es palmaria. En suma, hay más contenido en lo real que no
es medible cuantitativamente, y hay mucho más conocimiento humano que no se
agota o cifra en el cálculo o la medida.
Como parte de la matemática actual no se reduce a cálculo, no es válida para
ella la crítica a la concepción moderna de la matemática. Si se aplica la matemática cuantitativa a lo real, se observa parte de lo real, pero no la realidad entera. Por
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ejemplo, si considero cuantitativamente la energía, puedo afirmar con Lavoisier
que ésta ni se crea ni se destruye sino que se transforma. Pero de ahí no deduzco,
a menos que salga de ese tipo de matemática, que la energía se depaupera, y que
usar esa energía empobrecida es sumamente problemático y costoso. Esta es una
concepción cualitativa, no cuantitativa, de lo real. Si se puede hacer matemática
referida a lo cualitativo, tenemos otra distinta a la ceñida al cálculo. Pero para conocer esas cualidades, la matemática se tiene que referir más a lo real.
B. MATERIAS FILOSÓFICAS
1) Filosofía de la naturaleza. Caben, asimismo, saberes teóricos acerca de la
realidad física, que son superiores al uso de la razón que permite los precedentes
saberes. Destaquemos algunos ejemplos. La física de corte clásico, es decir, tal
como la legó Aristóteles, –hoy la llamaríamos filosofía de la naturaleza– es un
conocimiento de este tipo. Es superior a las ciencias experimentales porque no conoce sólo parte de la realidad, sino los ‘principios’ de ella, lo que los pensadores
clásicos llamaron causas. Se trata de una vía de la inteligencia que ni es práctica
ni es formal, a la que se puede llamar racional. Las cuatro causas de la realidad
física, buscadas por los presocráticos y distinguidas y aunadas por Aristóteles, son
la material, la formal, la eficiente o del movimiento y la final o del orden del universo.
La física que se inicia en la Edad Moderna (F. Bacon) y que se incrementa
con el mecanicismo (Newton) prescinde de la causa final, y en buena medida de
la eficiente, esto es, del movimiento o cambio, pues sólo se interesa por el movimiento local. Por eso, esta física es una visión parcial de la realidad externa. Con
el correr del tiempo, en los ss. XVII-XIX, esa física-matemática siguió despreciando la causa final. Además, el sentido de las demás causas aparece en ella empobrecido. En efecto, la eficiente se entiende como fuerza espontánea, la formal
se mira como simple regla extrínseca, y de la material sólo se atiende a los aspectos cuantitativos, a la cantidad.
La física actual intenta recuperar las cuatro causas tal como Aristóteles las
vio, pues explican por la final el orden y compatibilidad de las diversas energías
(ej. nociones de ecosistema, código genético, organismo, ecología, etc.); concibe
la formal como algo intrínseco a lo material (ej. la estructuración de las partículas
elementales); la eficiente como una energía, no como una fuerza espontánea; y de
la material no se atiende sólo a la cantidad. Las ramas derivadas de la esta disciplina moderna son ingentes: mineralogía, astronomía, cosmología, etc.
La biología posee principios físicos, pero no se agota en ellos. Añade a ellos
algo más: la noción de vida. Poseen vida los seres que tienen automovimiento.
Esos movimientos son un caso especial de causa eficiente: la ‘intrínseca’. Además, la forma en estos seres es mucho más compleja que en los inertes, y lo es
también su respecto con la causa final, el orden cósmico que los rige y estructura.
La realidad de la vida es mucho más compleja que la que estudia la física y, por
tanto, su conocimiento es superior. Además, la biología debe admitir un principio
vital sin el cual no puede explicar al ser vivo: se trata del alma. Un ser vivo es sumamente más complicado que uno inerte, sea éste natural o artificial. Dentro de la
biología caben muchas ramas, según que la atención se dirija a determinados seres
vivos. Por eso se habla, por ejemplo, de microbiología, de botánica, de zoología,
etc.
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2) Saberes humanísticos. La sociología estudia el comportamiento humano
externo. La historia investiga los hechos humanos, pero no al hombre, autor de tales hechos. La literatura, en cambio, aborda no pocas veces diversas facetas humanas, de modo que algunos poetas, por ejemplo, devienen filósofos, metafísicos,
e incluso, teólogos. Las humanidades, en general, centran la atención –desde diversos ángulos– en el hombre. Aludamos a algunas de ellas que reparan en las
manifestaciones fundamentales del hombre.
La psicología, tradicionalmente considerada, es el estudio de la vida humana
(alma) y de sus facultades o potencias. La deriva reduccionista de corte experimental sufrida por esta disciplina ha provocado que se tenga actualmente una idea
muy sesgada de esta materia. No era así entre los pensadores clásicos que estudiaban dentro de ella la naturaleza del alma humana, sus facultades o potencias vegetativas, las sensitivas, las intelectuales y apetitivas humanas. En rigor, se trataba
del estudio de la naturaleza de la vida humana y de sus manifestaciones naturales.
La actual deriva experimental relega al olvido lo más importante de la vida humana: lo que no es sensible. Estudiar la vida humana no es estudiar nada sensible,
sino un estudio superior al de la física y al de la biología, porque la vida humana
no se reduce al universo físico, aunque es compatible con él.
Dentro de esas facultades, dos resaltan sobre las demás, porque son las superiores, ya que no poseen soporte orgánico, y, en consecuencia, porque pueden crecer irrestrictamente como potencias: la razón y la voluntad. La teoría del conocimiento, también llamada gnoseología o epistemología, se ocupa del estudio de
nuestro modo de conocer, no sólo el de la razón, sino también el inferior a ella y
el superior a esa potencia, ya que la persona es cognoscitiva por encima del nivel
de esa facultad. También se puede hacer un estudio de la voluntad, pero si se trata
a fondo del querer de esta potencia, en ese estudio hay que incorporar, por encima
tal querer voluntario, la vinculación de éste con la persona humana, que es más
que querer: es amor.
3) Los saberes prácticos: técnica, ética y política. La educación como ayuda. ‘Para saber lo que debemos hacer, hemos de hacer lo que queremos saber’, escribió Aristóteles. Los saberes prácticos sin la actividad humana son imposibles.
No son saberes a parte ante de la experiencia y del desarrollo de la acción, sino
que se inmiscuyen en ellas de modo que las conforman. No son sólo su origen,
sino también su cauce y su fin. Como es obvio, hay diversos tipos de actividades
prácticas. Sin embargo, el entrelazamiento en ellas es sistémico hasta tal punto
que una no se puede dar desligada de otra. Por eso carece de sentido la clásica distinción entre ‘trabajos liberales’ y ‘serviles’. Suelen distinguirse tres tipos de saberes prácticos: la técnica, la ética y la política. Aunada con ellas se da también la
educación. Técnica, ética y política, son, en primer lugar, saberes prácticos y,
consecuentemente, actividades prácticas. Son del ámbito de las manifestaciones
humanas.
La técnica es del ámbito del hacer humano, resultado del saber hacer. Es
plural, puesto que caben muchas versiones de esta disciplina. La técnica es un
proceso mediante el cual se producen artefactos culturales, muchos de los cuales
sirven para confeccionar otros productos.
La política es el servicio al bien común. Suele decirse, con acierto, de ella
que ‘es el arte de dirigir la ciudad (el país, la comunidad internacional, cabría
añadir) de tal modo que los hombres alcancen en ella una vida mejor. La política
para Aristóteles era el saber culminar de entre los prácticos, pero no hay que olvi-
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dar que este pensador considera que los saberes teóricos son superiores a los prácticos.
La ética es un saber práctico, el más alto, el superior y el que debe informar
a los demás. La política y la técnica engarzan con el hombre precisamente a través de la ética. Si ésta no dirige a la técnica, ésta última se deshumaniza, y se
vuelve contra el hombre. Si la ética no informa la política, el fin de ésta deja de
ser el bien común y se persiguen los intereses individuales. En consecuencia, se
corrompe la natural dimensión política y social del hombre, yendo lo convencional en detrimento de lo natural. En suma, si la ética no asiste a la técnica y a la política, ambas se deshumanizan. El nivel cognoscitivo humano que permite conocer
las diversas dimensiones humanas que posibilitan la ética es un hábito innato superior a la razón: la sindéresis.
La educación es precisamente la ayuda que requiere la naturaleza humana
para crecer. Es un saber práctico en su laborar, aunque no en su raíz, pues debe
partir de cierto conocimiento de la persona humana, de cada quien, y eso es propio de la antropología. Se crece, sobre todo, a través de los hábitos intelectuales y
de las virtudes de la voluntad. Sin la educación, la persona humana difícilmente
llega a ser ética, porque su inclinación natural cuenta con deficiencias. La ignorancia es el peor mal para la inteligencia, y ésta sólo se rectifica con educación.
También el error es pernicioso para ella, pero éste lo puede corregir el mismo
educando. La voluntad también posee varias enfermedades rectificables educativamente: la falta de veracidad, es una de ellas. Educar es hacerlo íntegramente,
esto es, no sólo formar la ‘cabeza’ o sólo el ‘querer’, sino todas las potencias o facultades de que el hombre dispone. El progreso humano de las sociedades pasa
inexorablemente a través de la educación, de la extensión e índole de ésta. Por eso
uno de los fundamentos de la sociedad, tras la familia, es la educación. Es natural
que los padres sean los primeros educadores.
C. DISCIPLINAS TEOLÓGICAS
1) Saberes filosóficos que estudian el fundamento de la realidad física. Superior a los saberes que versan sobre lo real físico es aquél que centra la atención
en el fundamento de lo real. Desde Aristóteles se ha considerado a la metafísica
como la filosofía primera, es decir, ese saber hegemónico contemplativo, teórico,
acerca del fundamento o primer principio. La metafísica se distinguía de las llamadas ‘filosofías de’, es decir, esos saberes filosóficos vertidos hacia las diversas
disciplinas: derecho, arte, política, etc. La metafísica, se decía, es el saber acerca
del ser, no de unos u otros entes. La razón como potencia permitía explicar unos u
otros entes, pero no de lo que fundamenta a dichos entes.
El nivel cognoscitivo humano que permite conformar la metafísica es el hábito de los primeros principios, hábito natural que permite conocer aquellos temas
que son el fundamento real de los entes reales. El modo de conocer de este hábito
no es racional, argumentativo, es decir, propio de la facultad de la razón, sino intuitivo, superior al de la razón. Los temas de ese hábito son plurales. Uno de ellos
es el ser de lo creado, es decir, el acto de ser del universo, y el estudio de éste corresponde a la ontología. Otro es el ser divino (la identidad real), y la disciplina
que versa sobre tal tema es la teología natural, denominada así en contraposición
al conocimiento sobrenatural que permite la fe, porque su luz cognoscitiva de la
realidad divina es natural, no un don sobreañadido a la naturaleza. Es ese saber
que considera la simplicidad divina. Se trata del conocimiento de la existencia y
de la esencia divina como Acto Puro, en terminología aristotélica. Lo que tradicionalmente se denominan atributos entitativos divinos derivan de ese estudio.
Otro principio es precisamente el nexo de dependencia entre el ser de la criatura y
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el del Creador. Se trata de la causalidad transcendental, esto es, del poder creador
divino, y en consecuencia, de la creación. A esta disciplina se suele llamar tratado de la creación. De ordinario aparece vinculada a la teología natural explicitando alguno de los atributos operativos divinos.
2) La averiguación sapiencial del núcleo personal: la antropología trascendental. A la metafísica se le escapa la índole del ser humano, la persona, el cada
quien y, también, la esencia humana hombre. El ser humano no se reduce, no es
de la misma índole, que el ser del universo. A la ética, que conoce la esencia humana, pese a saber como actúa y debe actuar el hombre, se le escapa el quien del
que actúa. A la psicología, pese a conocer las manifestaciones humanas naturales,
se le escapa la persona que se manifiesta, la irreductibilidad de cada quién.
La antropología es ese saber que estudia ante todo el quién del hombre: la
persona humana; el espíritu que cada uno es. Trasciende a los anteriores saberes e
investiga la apertura de la persona humana a la trascendencia divina. La persona
es ‘además’ porque su acto de ser no es fijo, sino desbordante, lo cual indica que
dice referencia de a su Creador. Por este motivo, se puede llamar antropología
trascendental. El hábito de sabiduría, en lenguaje de los pensadores clásicos, es
el nivel cognoscitivo natural (inescindible del ser personal) que permite el acceso
a este conocimiento experiencial de la intimidad humana. Este hábito es superior
al hábito de los primeros principios, a la sindéresis, y, por supuesto, al saber propio de la razón.
Ser persona no sólo indica que uno se abre a su naturaleza corpórea humana
y que puede hacer crecer su esencia: su yo y sus facultades inmateriales (inteligencia y voluntad). No significa sólo que uno está abierto a su intimidad, sino que
la persona misma es abierta a una persona distinta, y a quien radicalmente se abre
es a la persona que da razón de su apertura, a la que la ha constituido como tal, al
Dios personal. La réplica a esta apertura permite a cada persona conformar su
destino. La apertura natural a ese destino es la libertad radical de la persona, y la
respuesta a él es su responsabilidad, perfectamente compatible, por tanto, con su
libertad.
El conocimiento que de Dios se tiene por medio de la antropología trascendental es más rico que el alcanzado por la teología natural, pues sabemos que
también Dios es persona; que la persona humana es coexistencia libre, cognoscente y amante con el ser divino. La persona es coexistencia porque existe con
Dios, con los demás, con el ser del universo. Es libre porque se abre a las demás
personas. Y es apertura cognoscente porque la persona humana se conoce en su
apertura a Dios en cuyas manos está el ser y destino de cada persona. la persona
humana es amante porque es, en primer lugar, aceptación y donación respecto del
ser divino, y en segundo término, respecto de las demás personas. La antropología
con esta apertura irrestricta ocupa la cúspide del saber natural humano, ¿pero cabe
un saber superior al que el hombre tiene acceso?
3) La ayuda de la luz de la fe: la teología sobrenatural. A la pregunta que
cierra el epígrafe anterior se responde afirmativamente si la persona humana es
susceptible de ser elevada. En la relación humana con Dios entra en juego el ser
personal entero, y el saber que permite está en el núcleo de la persona. Investigarlo es misión de la antropología trascendental. Pero cabe un conocimiento todavía
superior: el conocimiento que de sí y del resto de lo real otorga Dios a alguien por
encima de sus posibilidades. Durante esta vida a este conocimiento se le denomina luz de la fe (lumen fidei), es decir, lo que la fe sobrenatural nos permite saber,
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como nuevo modo de conocer que es. Las llamadas virtudes sobrenaturales, una
vocación específica, etc., forman parte de esta elevación.
Tales dones son tan radicalmente poderosos que no mejoran sólo a una facultad o potencia del hombre, sino que inhieren en el núcleo mismo de la persona
humana elevándola. Lo que se conoce mediante la fe va más allá del conocimiento natural de la persona humana, reforzándolas. La fe, pues, no es incertidumbre,
oscuridad, ceguera, duda, etc., sino ante todo, un nuevo modo de conocer, que
permite acceder a aquello que sin la elevación estaba velado para la persona humana. En la vida futura, la fe afirma que contaremos con otro don cognoscitivo
aún más poderoso: la de la gloria (lumen gloriae), es decir, una visión directa de
Dios que permitirá conocernos a nosotros mismos en Él.
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GLOSARIO
Abstraer: es universalizar, despojar a lo conocido de la índole material y particular propia de lo realidad física.
Acto: (enérgeia en griego; actus en latín). Significa operación inmanente, acto de conocer. Indica perfección.
Acto de ser humano: (actus essendi o esse rei, en latín). Es la persona humana, el espíritu; cada quien como ser
cognoscente, con un nombre o sentido personal distinto que es activo, buscador.
Acto Puro: denominación aristotélica (usada por los medievales y comentadores tomistas) que designa al ser que carece de
potencia, es decir, de imperfección o restricción en su ser. Desde la teoría del conocimiento Acto Puro designa al
ser que es idéntico, es decir, que no admite una dualidad entre método cognoscitivo y tema conocido.
Además: designando a la persona humana, es adverbio que indica que lo nuclear de la persona es que es un ser
desbordante. La persona o acto de ser es irreductible a su esencia. Ese desbordamiento del acto de ser personal es
cognoscente (método) y remite a Dios (tema).
Agnosticismo: (de a y gnosis, no conocimiento) es la doctrina que admite que no hay posibilidad de conocimiento teórico
de ciertas realidades, en especial, de Dios.
Alma: (psique en griego, anima en latín) es sinónimo de vida. El alma humana es, además de la vida del cuerpo, la esencia
humana, no su acto de ser, que es acto respecto de esa esencia, la cual puede ser perfeccionada irrestrictamente. La
cima del alma es lo que la psicología moderna llama “yo”, que es cognoscente y conoce todas las potencias o
facultades humanas. Las laderas de la esencia humana son el perfeccionamiento irrestricto de la inteligencia
mediante los hábitos y de la voluntad con las virtudes. El alma es inmortal.
Analogía: significa comparación entre dos cosas que son en parte igual y en parte distintas. Por ejemplo: aunque no se sabe
racionalmente como son los ángeles, se puede, sin embargo, atribuirles propiedades tales como la inteligencia y la
voluntad que se descubren en los hombres.
Aporía: (del griego a y poros: sin apertura) significa literalmente camino sin salida. En teoría del conocimiento designa a
los problemas a los que no se les ve solución. Sin embargo, todos ellos la tienen y se la puede encontrar.
Aprendizaje: son acciones humanas que logran adquirir un conocimiento que fragua una conducta por medio de repetición
de actos. En eso se parece a los hábitos prácticos de la razón y a las virtudes de la voluntad. Pero se distingue de
ellos en que no necesariamente lo aprendido perfecciona la naturaleza del sujeto que aprende.
Averroísmo: es la doctrina sostenida por el filósofo árabe Averroes (s. XII) que mantiene que existe una única inteligencia
separada –intelecto agente–, que hace coincidir con Dios, y del cual se dice que ilumina a todos los hombres, sin
que éstos tengan luz cognoscitiva originaria en sí mismos, sino que son puros espejos pasivos respecto de esa luz.
Añade que tras la muerte cada uno de los hombres se funde en el ser divino como una gota en el océano.
Ciencia: (de scire, saber) es el conocimiento propio de un hábito de la razón que se llama “de ciencia” y que permite
conocer las causas de la realidad física. Las causas son los coprincipios de la realidad física, a saber, la materia, la
forma (o estructuración interna de las materias), los diversos movimientos y el orden del universo.
Cogitativa: es el sentido interno superior que tiene soporte orgánico en el cerebro, y cuyo objeto propio son los proyectos
concretos de futuro. No sólo implica un conocimiento, sino también una valoración de lo real sensible, tanto en sí
como para el sujeto.
Comunicación: es la manifestación de la aceptación y de la donación entre las personas. Es segunda respecto del
pensamiento, y éste lo es respecto de la intimidad personal.
Conciencia: en la razón, designa a los hábitos racionales, por medio de los cuales conocemos nuestros actos de pensar, y
distinguimos entre ellos. Por encima de tales hábitos, hay una conciencia superior, la que nos permite conocer que
disponemos de muchas potencias o facultades y cómo se encuentran éstas. Se trata de lo que en la filosofía
medieval se llamó sindéresis y en la moderna yo. Y la conciencia humana más alta es la que nos permite saber que
somos una persona distinta, conocimiento que alcanza el hábito superior: el de sabiduría.
Conciencia moral: es el conocimiento valorativo de nuestro modo de actuar práctico. Se refiere a lo cometido en el pasado
o a lo que se proyecta realizar en el futuro. Depende fundamentalmente de la sindéresis.
Conductismo o behaviorismo: (del inglés behavior, conducta) es una corriente de psicología, iniciada a principios del s.
XX, que atiende sólo al comportamiento humano externo, usando el método de las ciencias experimentales para
describir las regularidades de la conducta. Sin embargo, como es un método cognoscitivo sensible, desconoce las
realidades noéticas humanas que no lo son (ideas, actos, hábitos, facultades, etc.).
Conocer personal: es el ser que uno es, pero visto desde el punto de vista del conocimiento. No es una propiedad de la
razón o un acto o hábito suyo, sino el conocer a nivel de ser, o la persona como ser cognoscente. Equivale al
intelecto agente que descubrió Aristóteles.
Conocimiento intuitivo o intuición: es un conocimiento directo de lo real, sin discurso y sin objeto intencional (abstracto o
idea), es decir, sin su mediación. El conocimiento intuitivo es propio de los hábitos. Unos de ellos son adquiridos
en la razón: los que permiten conocer directamente nuestros actos de pensar. Otros son innatos, y permiten conocer
directamente, bien nuestras facultades (sindéresis), bien los primeros principios reales extramentales (hábito de los
primeros principios), o bien nuestra intimidad (sabiduría).
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Conocimiento práctico: es el conocer humano que ilumina las realidades sometidas bajo el poder humano y el propio
actuar del hombre.
Conocimiento teórico: es el que permite conocer verdades universales y necesarias no sometidas a nuestro poder.
Constructivismo: es una corriente de pensamiento que entiende el conocer humano como una construcción al modo físico,
es decir, de modo fisicalista, esto es, procesual, cinética, temporal. Por tanto, no como el conocer humano es, es
decir, según acto u operación inmanente. Respecto de la verdad, sostiene que ésta se construye. Sin embargo, la
verdad se descubre, no se construye.
Convencionalismo: consiste en formular por convención un postulado general deducido de repetidas experiencias
particulares. A pesar de la autocrítica inherente a esta doctrina, pues si todo es convencional esta tesis también lo
será, esta formulación deja traslucir, aunque no quiera, que el espíritu es superior a la naturaleza, a la ciencia
experimental, porque la convención es la que manda sobre aquélla, porque no es experimental.
Crecimiento irrestricto: hay dos tipos de crecimiento humano, el orgánico y el espiritual. El primero se diferencia del
segundo en que tiene límite. El crecimiento espiritual es irrestricto. Éste es el propio, por ejemplo, de la
inteligencia, que puede crecer sin coto por medio de los hábitos y, asimismo, de la voluntad, que crece mediante
las virtudes.
Curiosidad: es un vicio de la razón que consiste en el afán por conocer asuntos superfluos.
Deconstruccionismo: es la filosofía actual que consiste en admitir que todo discurso tiene igual valor. Por eso sus
defensores suelen buscar intencionadamente temas marginales, evitando los centrales, pues su pretensión es
“vomitar la filosofía”. Sin embargo, la autocrítica de esta posición es manifiesta, pues admitir que todo discurso es
de igual valía es contradictorio, pues supone que se acepta el discurso que permite formular esa tesis como
superior al que defiende la tesis contraria.
Deísmo: (del latín Deus, dios) es la doctrina que sólo admite una religión natural para el hombre, aceptando sólo aquello
que la razón humana puede admitir con independencia de la Revelación sobrenatural. No obstante, es un
conocimiento natural de Dios reductivo, porque niega la Providencia, la intervención divina en la historia de los
hombres, etc.
Dialéctica: desde Hegel, designa el paso mental de un tema a su opuesto, de un momento a otro contrario dentro de un
proceso temporal; al final, se pasa a la reconciliación de los opuestos. Esos tres momentos han recibido los
nombres de tesis, antítesis y síntesis. Pero este método no es correcto por varios motivos: porque la razón no
procede necesariamente por oposiciones; porque su proceder no es con movimiento y, sobre todo, porque nunca
termina, es decir, siempre es susceptible de crecimiento irrestricto.
Dogmatismo: implica afirmar de modo fuerte una tesis que no ha sido suficientemente esclarecida.
Eclecticismo: (del griego eklegein, seleccionar), es, en sus inicios, una escuela que recoge y selecciona opiniones de
diversos autores precedentes. Su fundación parece debida a Potamón. Tiene hoy el mismo significado que en su
origen, pues designa a aquellos que aceptan toda tesis por carecer de criterio claro para dirimir entre la verdad y la
opinión.
Empirismo: (de empeiria, experiencia) es una corriente de filosofía moderna que admite como único conocimiento válido
el que deriva de los sentidos, de la experiencia. Pero este postulado noético es contradictorio, puesto que es
universal, no empírico.
Empirismo lógico, positivismo lógico o neopositivismo: es una radicalización de la filosofía analítica nacida en el Círculo
de Viena con una marcada actitud antimetafísica y de rechazo de toda filosofía especulativa. Se denomina “lógico”
por su atención a la lógica y a las matemáticas. El criterio de verdad de las proposiciones lo cifra en la
verificabilidad empírica de éstas. Pero esta tesis es contradictoria, porque es universal y, en consecuencia, no se
puede verificar en la experiencia.
Entendimiento agente: (nous poietikós en griego), es el descubrimiento aristotélico que designa a la luz intelectual humana
superior, ínsita en el hombre, nativamente activa y raíz de la activación de todo nuestro conocer racional.
Entendimiento, razón, entendimiento posible (nous patéticos en griego): es la inteligencia, razón, mente, conocimiento,
pensamiento, etc., nombres todos ellos sinónimos que designan a la facultad o potencia por la cual pensamos. A su
vez, según el modo de operar, este entendimiento es susceptible de varios usos: el teórico (nous theoretikos) y el
práctico (nous praktikós).
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Error o la falsedad en la razón: se da al pronunciarnos acerca de lo que ignoramos. Es la afirmación del juicio al margen
del orden real. Cuando se afirma judicativamente ignorando la armonía entre las diversas realidades aparece el
error. Es, pues, afirmar en falso, actitud que obedece a una precipitación de cuya culpa la voluntad y la persona
humana que a ésta respalda no están libres.
Escepticismo: (del griego skepsis, mirar) significa tener la mirada abierta pero sin centrar la atención en nada. El
escepticismo es una actitud que no sólo suspende la validez del conocimiento, considerándolo como incierto, sino
también a la realidad, considerándola cambiante, aparente, y, por tanto, indiscernible.
Esencia del hombre: “esencia” indica perfección. Si se refiere al hombre, designa al yo más a la inteligencia humana
perfeccionada por hábitos y a la voluntad desarrollada con virtudes. El término designa el disponer, aquello según
lo cual disponemos, no la persona que somos, porque la intimidad personal es superior al yo, a su inteligencia y
voluntad desarrolladas.
Especie: (del griego eidos) es una forma o idea universal. Es el centro de atención de la fenomenología.
Especie expresa: “especie” significa forma; “expresa”, indica que tal forma ya no está oculta sino patente, conocida.
‘Especie expresa’ es la forma conocida por la facultad. Por ejemplo, los colores que puede ver la vista humana (no
los ve todos). Tal especie no está, pues, en el orden de la naturaleza de la facultad, como la impresa en el soporte
orgánico (no son las radiaciones que sufre el ojo), sino en el orden del conocimiento de dicha facultad.
Especie impresa: “especie” significa forma; “impresa” indica que hay afección, inmutación de un órgano. Por ejemplo, las
radiaciones que afectan al ojo, aunque éstas no sean vistas.
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Especie retenida: “especie” indica forma; “retenida” designa que tal forma permanece en el orden del conocimiento, es
decir, que no se pierde. ‘Especie retenida’ es la afección recibida en el órgano que no inmuta ahora, sino que se
retiene (noción latina de thesaurus) de cuando afectó. Pero si no afecta ahora, quiere decir que no afecta al órgano,
sino a lo formal de la facultad. Tal especie se da en la memoria sensible.
Espíritu: (pneuma en griego, spiritus, en latín, soplo, aliento) es sinónimo de persona. Es la realidad personal, vital e
inmaterial irreductible a lo biológico. Es el ser cognoscente, el conocer a nivel de acto de ser o conocer personal.
Existencialismo: es una corriente filosófica de la primera mitad del s. XX que sostiene que la persona (y lo que a ésta
trasciende) es incognoscible y, por tanto, absurda. Defiende esta tesis porque considera que el conocer humano
superior es el de la razón, pero como la razón no es persona, y como la persona es superior a la razón, ésta será
incognoscible. Su planteamiento está equivocado, porque la razón no es el conocer superior humano, ya que la
persona dispone de conocer a su nivel y, además, su ser es cognoscente.
Facultad cognoscitiva: (del latín facultas) es el principio potencial de los actos u operaciones inmanentes cognoscitivas.
También se denomina potencia. Las facultades cognoscitivas pueden ser orgánicas (los sentidos externos e
internos), o inorgánicas (la razón). Las facultades necesariamente son muchas porque son plurales los modos de
abrirse cognoscitivamente el hombre con lo real, dado que en lo real hay muchos aspectos diversos. La diversidad
entre las facultades es jerárquica, es decir, una es capaz de conocer más que otra. Las facultades orgánicas reciben
el influjo de lo real en su órgano, pero no conocen ese influjo por el órgano, sino por lo que en la facultad hay de
más que no se limita a organizar o vivificar el órgano. Además, no conocen la inmutación externa entera, sino sólo
un aspecto de ella.
Falsacionismo o falsabilismo: es una corriente de pensamiento del s. XX que sostiene el carácter conjetural de todas las
teorías. Las admite sólo como válidas mientras no sean falsadas. Ello implica que la veracidad de una teoría se
admite siempre sólo como hipotética. Aparte de que esta tesis se autocrítica, porque sólo se puede sostener como
hipótesis y nunca como verdad inamovible, la ratificación o falsación experimental de una teoría no le añade nada
como teoría. La verdad o falsedad de las teorías se descubre teóricamente, no empíricamente.
Fe sobrenatural: es un nuevo modo de conocer, superior al natural humano, cuyo tema es Dios. Esa fe es distinta a la fe
humana, es decir, aquélla mediante la cual confiamos en las demás personas humanas y en lo que ellas nos dicen.
Fenómeno: (de phainomenon, apariencia), dentro del marco del positivismo y empirismos afines, significa ‘lo que aparece
ante el testimonio de los sentidos’. A la opinión según la cual nuestro conocer sólo es susceptible de captar los
fenómenos se le denomina fenomenismo. Pero esta hipótesis es contradictoria, porque su postulado no es un
fenómeno y, en consecuencia, no se puede conocer por los sentidos.
Fenomenología: es, al menos en su origen (Husserl), un “método” de pensamiento consistente en atenerse exclusivamente
a los contenidos de conciencia, considerados como ideas (eidos). Se pone entre paréntesis (epojé) la realidad
natural. Los contenidos de conciencia son lo dado, el correlato de la conciencia. El método se limita a describir lo
dado. Lo conocido es sometido a una “reducción eidética”, y su resultado son las “esencias” o ideas, que son dadas
a una “intuición eidética”. Los fenomenólogos posteriores a Husserl son tan variados como sus temas de estudio,
pero les caracteriza una nota común, el uso del método.
Fideísmo: es una doctrina moderna que arranca del s. XIV y que defiende la impotencia de la razón para alcanzar lo divino;
asunto que relega exclusivamente a la fe sobrenatural.
Filosofía analítica: deriva de ‘análisis’, y queda referida a la división del lenguaje en elementos para proceder a su estudio.
De ahí también su denominación de filosofía del lenguaje. Parte del postulado de que el pensamiento no puede
conocerse directamente sino a través de su estructura lógica expresada en el lenguaje. Es la corriente que hace del
análisis del lenguaje el punto central de su estudio, e intenta buscar los vínculos entre pensamiento, lenguaje y
realidad.
Filosofía de la ciencia: también llamada “teoría de la ciencia”, es una parte de la teoría del conocimiento, que tiene por
objeto de estudio las teorías científicas.
Filosofía del Diálogo: es una corriente de pensamiento del s. XX (Levinas, Buber, etc.) de corte personalista que sostiene
que las personas sólo se pueden conocer mediante el diálogo.
Fundamentalismo: es el postulado de quien defiende sus opiniones (políticas, por ejemplo) más por autoridad, por fe,
convicción subjetiva, etc., que por la verdad, claridad o evidencia que conocer en ellas.
Gnosticismo: es un planteamiento noético, opuesto al agnosticismo, que admite que el hombre lo puede conocer todo, es
decir, tener un saber total, completo, divino. Un defensor de esta hipótesis en la filosofía moderna es Hegel.
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Hábito cognoscitivo: es un acto de conocer más cognoscitivo que las operaciones inmanentes. Hay dos tipos de hábitos: los
adquiridos (ej. el de ciencia), y los innatos (ej. el de los primeros principios). Los adquiridos están en la razón y
constituyen el crecimiento de esta potencia. En el lenguaje cotidiano a ese conocimiento de la razón lo solemos
denominar ‘memoria’, si bien, se trata de la memoria de la razón, no la de la memoria sensible (sentido interno así
llamado), porque las facultades sensibles no son susceptibles de hábitos. Por ellos conocemos nuestros actos de
pensar racionales, y pueden ser teóricos o prácticos. Los innatos se dan en el intelecto agente y son instrumentos
cognoscitivos naturales con las que cuenta la persona humana nativamente para conocer directamente temas reales
muy relevantes.
Hábito de los primeros principios: es un hábito natural humano que permite conocer los primeros principios reales: los
actos de ser reales extramentales; los temas de la metafísica.
Hábito de sabiduría: es el hábito que permite alcanzar a conocer en cierto modo la persona que uno es como persona
novedosa, irrepetible, distinta de las demás. Es la abertura cognoscitiva a la propia intimidad.
Hábito natural o innato: significa perfección cognoscitiva que no es adquirida, sino dotación noética innata, es decir, de
índole creatural con la que contamos nativamente.
Hablar: es el puente entre el pensar y el hacer.
Hermenéutica: es una corriente filosófica del s. XX cuyo objeto es, sobre todo, la interpretación de los textos. Su método
se refiere al pasado. Precisamente por tratarse de interpretación, no puede llegar jamás a ser ciencia rigurosa,
porque en este modo de pensar no cabe verdad necesaria sino verosimilitud. En rigor, en esta corriente hay una
marcada reducción de todo el pensar a razón práctica.
Historicismo: es la doctrina que subraya en exceso el carácter histórico del hombre y, por tanto, también el de su
conocimiento y el de la verdad. Pero esta opinión se contradice, porque si la verdad es histórica, lo que afirma esa
tesis sólo sería verdad en un tiempo determinado de la historia.
Idealismo: (derivado de idea) es un sistema filosófico moderno (ss. XVIII y XIX) que se atiene a las ideas pensadas como
a lo más relevante. Admite que la primera perfección es la verdad, por encima del ser. En efecto, la verdad es,
según esta corriente, más importante que el ser y antes que él. La verdad -dice- se autofunda. Sostiene esto, porque
desconoce la intencionalidad del ‘objeto pensado’ o idea, que es de pura remitencia, semejanza, a lo real. Por eso,
entiende la verdad como coherencia interna del pensar consigo mismo.
Ideología: es cierto ideario político, unas tesis con las que se intenta persuadir a los demás acerca de su verosimilitud. Sin
embargo, tales tesis, como opiniones que son, admiten contrario, pues no son verdad.
Ilustración: (en alemán Aufklärung) deriva de luz, esclarecimiento, pues pretendía “ilustrar” a la sociedad frente a las
supuestas tinieblas o prejuicios que supuestamente la oscurecían. Es una corriente filosófica moderna (s. XVIII)
cuyo objetivo fue la abolición de todas las estructuras, socio-políticas y religiosas, L ́ Ancien Régime, del pasado,
esto es, la monarquía y la Iglesia. Gnoseológicamente, su lema de usar la razón sin límite alguno, emanciparla, lo
cual conlleva la despersonalización de la razón.
Imaginación: es una facultad sensible –sentido interno– que nos permite formar imágenes, remitentes o no a la realidad
física (elaborados a partir de ella) sin que tales formas estén presentes en las realidades sensibles.
Inabarcabilidad: indica que la persona humana remite a Dios, pero que el ser divino no es un conocimiento directo,
intuitivo. Sostener lo contrario sería caer en el error del ontologismo.
Inmanencia: (del latín manere in, permanecer en) significa, propia y específicamente, un acto cuyo fin reside en él mismo,
porque al ejercer el acto de conocer, éste ha alcanzado su fin, es decir, ya ha conocido algo, ya tiene en sí el
‘objeto’ conocido o idea. Por extensión designa que tal acto permanece en el agente, o sea, que no pasa a una
materia exterior.
Inmanentismo: (del latín manere in, permanecer en, más el sufijo -ismo) designa a las corrientes de pensamiento modernas
de influencia kantiana (ss. XIX y XX), que sostienen como únicamente válidos aquellos contenidos de conciencia
que responden a fenómenos sensibles.
Inmutación: es la afección corpórea que un órgano recibe causada por el estímulo externo de cualquier realidad física.
Intelecto: en la filosofía medieval se designaba así especialmente al hábito natural de los primeros principios, que no es de
la razón sino superior a esa potencia. El intelecto es el fundamento de la razón, un instrumento del que se sirve el
entendimiento agente.
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Inteligencia, entendimiento o razón: es la facultad espiritual humana que es susceptible de conocer lo real y de crecer
irrestrictamente mediante la adquisición de hábitos cognoscitivos.
Intencionalidad: (de in tendere, tender hacia) indica remitencia. La remitencia cognoscitiva es propia de los ‘objetos’
conocidos o ideas, no de los actos de conocerlos. Además, esa remitencia es entera o pura, es decir, no hay en ella
algo que no remita. Como el objeto conocido es semejante a la realidad extramental conocida, a su intencionalidad
se la denominó en la Edad Media “de semejanza”. En cambio, el representacionismo moderno, que desconoce esa
intencionalidad, tiende a quedarse en las ideas como tales, sin advertir que remiten a lo real.
Interdisciplinariedad: es la comunión armónica o síntesis de los diversos saberes específicos. Dado que la unión definitiva
de todo saber se logra al correlacionar los hallazgos parciales con el hombre, que es el que hace ciencia, y de
aquéllos saberes a través del hombre con la Verdad, la interdisciplinaridad se conquista, sobre todo, mediante la
filosofía y la teología.
Interés: es el modo de mirar lo real desde el uso práctico de la razón. Que no todo se reduce a interés es evidente. Por
ejemplo, pensar el interés no es interés ninguno. El pensar trasciende el interés, porque es lo interesante en sí. Es
decir, tiene sentido en sí, no en función de otra cosa. Es fin en sí, no medio para. Además, el interés no es posible
sin el pensamiento.
Intuicionismo: es la opinión que en el campo de la teoría del conocimiento defiende que la intuición (visión directa) se da
en los diversos niveles cognoscitivos (sensible, racional, etc.). Sin embargo, la intuición, que es el modo de
conocer más alto, debe ser reservada sólo a su ámbito, no al de los sentidos o al de la razón, sino al conocimiento
habitual e intelectual.
Irracionalismo (o antirracionalismo): es la tendencia filosófica que admite que la forma más alta de vida no es -como
decía Aristóteles– la teoría, sino aquélla que no es conforme a la razón. Nietzsche es ejemplo de ello.
Lenguaje: es un descenso del conocimiento hacia la práctica. En este sentido es instrumental. Por eso, tiene sentido decir
que el lenguaje humano es efectivamente pragmático, o que hay que construirlo. El lenguaje es del orden de del
hacer (poiesis). Como en el hacer también interviene la voluntad, sin una voluntad de comunicación no hay
lenguaje.
Lógica: (de logos, conocimiento) son los diversos modos de conocer de la inteligencia. Tradicionalmente se la considera
como ese saber que versa acerca de ‘entes de razón’.
Lógica matemática: es la formalización simbólica del uso de la inteligencia que versa sobre ‘entes de razón’. La lógicalingüística es la desarrollada por Frege, los analíticos, el pragmatismo, etc., y versa sobre el análisis del lenguaje.
Matemática: es, como la lógica, parte de la teoría del conocimiento. Su diferencia respecto de otros usos de la razón estriba
en que no se refiere directamente a lo real como tal (aunque caben aplicaciones), sino a lo pensado en tanto que
pensado.
Materialismo: (derivado de materia) es la doctrina que admite por real sólo lo material. En teoría del conocimiento
defiende que todo el conocer humano es sensible y tiene soporte orgánico.
Memoria sensible: es la facultad con base orgánica (cerebro) cuyo objeto propio son recuerdos referidos a realidades
particulares y concretas del pasado.
Mentira: es disponer del lenguaje no según es él, sino de él según se quiere. Con ella se destruye el lenguaje, porque si éste
es manifestación personal y vínculo de unión, la mentira impide tal manifestación y la sociedad. Si mentir se
convierte en una actitud reiterada entonces se adquiere un vicio, una imperfección, que impide la virtud de la
veracidad.
Método natural: equivale a los distintos actos intelectuales que se emplean para conocer los distintos temas reales o
mentales. Hay otros tipos de métodos que no son naturales al conocer humano, sino inventados e incluso forzados,
por ejemplo, el de la dialéctica hegeliana.
Modernismo: es un movimiento de fines del XIX que defiende, entre otras doctrinas, estas dos caras de la misma moneda:
el agnosticismo respecto de Dios, y el inmanentismo vital.
Neoescolástica: contemporánea (distinta, por ello, de la Escolástica Renacentista de los ss. XVI y XVII) es el movimiento
filosófico, con mucho desarrollo durante la primera mitad del s. XX, que estudia y continúa las doctrinas de
algunos autores centrales de la Edad Media y de sus comentadores, como por ejemplo, Escoto, Tomás de Aquino,
Suárez, etc. En teoría del conocimiento defiende el realismo, es decir, que el conocer humano se adecua a lo real.
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Neomarxismo o marxismo revisionista: es, como su nombre indica, una corriente de pensamiento inspirada en la filosofía
de Marx. Su influjo y aplicación ha sido muy amplio. Tras Marx hay que distinguir dos tipos de marxistas: a) Los
materialistas, que siguen las tesis centrales de Marx, llamados por ello “ortodoxos”. b) Los que critican algunos
postulados centrales de Marx, denominados por eso “heterodoxos” o también revisionistas.
Neotomismo: es el movimiento filosófico, muy desarrollado durante la primera mitad del s. XX, que recupera, comenta y
amplía la doctrina de Tomás de Aquino. Representantes fueron Gilson, Maritain, Fabro, Pieper, etc . Defienden la
capacidad de humana de conocer la realidad, inclusive a Dios.
Nihilismo: (de nihil, nada) indica ‘nada’ de realidad. La filosofía precedente para Nietzsche es como el Mundo de las Ideas
de Platón: el nihilismo de la metafísica, en expresión de Heidegger, porque son las ideas las que suponen por las
realidades. Nihilismo también indica ‘nada’ de contenidos ¿Por qué? Porque se prescinde del pensar, que es el que
los forma, porque se quiere (voluntarismo), y a lo que se abre la voluntad nietzscheana es a la ‘nada’: la metafísica
del nihilismo, según la glosa heideggeriana.
Nombre personal: es el sentido personal de cada quién, la persona, el ser cognoscente. No puede ser convencional porque
la persona está por encima del lenguaje.
Nominalismo: (del latín nomen, nombre), terminismo (de término) o también ockhamismo (del autor) es una corriente
filosófica inaugurada por Ockham (s. XIV) caracterizada por defender que sólo podemos conocer lo real singular,
y esto, por intuición. En consecuencia, las ideas universales no serían sino inventos de la razón a los que les
ponemos nombres para entendernos entre nosotros. Por lo demás, no podríamos conocer nada de orden
trascendente, por ejemplo, a Dios.
Objeto: es lo conocido a cualquier nivel en tanto que conocido. El objeto conocido no es la realidad, sino lo que de ella
conoce el acto de conocer al conocerla. A veces se denomina idea; otras, abstracto.
Objetualismo: (del latín obiectum, objeto) es la teoría que mantiene que todo nuestro conocer es según objeto pensado,
entendiendo por éste, no lo real, sino lo conocido, la forma, la idea, el abstracto, que presenta el acto racional de
conocer. Ahora bien, se forman objetos de aquello que se abstrae, es decir, de lo que es sensible. Por tanto, de lo
que no es sensible (por ejemplo: los actos de conocer, los de querer, los hábitos, las virtudes, la inteligencia y
voluntad, el espíritu, Dios) no hace falta formar objetos para conocerlos, sino que se conocen de otro modo.
Ontologismo: es la doctrina que defiende que el conocimiento inmediato de Dios, por lo menos habitual, es esencial al
entendimiento humano, de suerte que sin él nada se puede conocer, como que es la misma luz intelectual. O dicho
de otro modo, es la postura que defiende la evidencia inmediata de la existencia de Dios.
Operación inmanente: es el acto de conocer de una facultad o potencia cognoscitiva, sea ésta sensible o inmaterial. Tal acto
no es físico, sino inmaterial y, al conocer, presenta (forma) un ‘objeto’ conocido el cual es intencional respecto de
lo real.
Órgano: de una facultad cognoscitiva corpórea es una estructura vital. Es el soporte biofísico de una facultad que posee
determinadas capacidades (nutrirse, respirar, ver, etc.). Los diversos órganos constituyen la fisiología del cuerpo.
Los órganos, debido a su corporalidad, reciben influjos del exterior (es lo que en los órganos de las facultades
sensitivas los clásicos denominaban inmutación de la ‘especie impresa’).
Pasión humana: es la redundancia o consecuencia sensible que permanece en la facultad orgánica tras ejercer actos.
Pueden ser positivos o negativos. Los positivos siguen a los actos de la facultad cuando ésta se encuentra bien
dispuesta, con salud; los negativos, lo contrario.
Persona: es el espíritu, el ser cognoscente, cada quien, no la naturaleza biológica y el yo y las facultades inmateriales
según las cuales conoce o dispone cada quien.
Personalismo: es una corriente filosófica que, en sentido estricto, tiene su origen en el s. XX en Francia (Mounier), y
mantiene el valor superior de la persona sobre el individuo o la comunidad. Sin embargo, sus defensores no
aciertan a desvelar cuál es el método adecuado para conocer la intimidad de la persona humana.
Positivismo: es la corriente filosófica iniciada en la primera mitad del s. XIX por Comte que admite que nuestro único
objeto de conocimiento son los hechos, los fenómenos de la experiencia. Además, no tiene en cuenta el
perfeccionamiento intrínseco del hombre. Admite, pues, que sólo podemos poseer asuntos externos, no hábitos.
Positivismo lógico: es el intento de reducir toda filosofía a filosofía del lenguaje, entendiendo ésta como lógica del
lenguaje. Su denuncia a la metafísica tradicional consistía en que aquélla adolecía de un riguroso análisis del
lenguaje, pues se entiende que éste es el instrumento natural para la expresión del pensamiento.
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Postmodernidad: es una corriente actual de la filosofía que defiende que la persona humana no existe, es decir, que no
subyace ningún ser cognoscente debajo de las diversas actividades cognoscitivas el hombre realiza.
Posthegelianismo: son aquellas corrientes de pensamiento posteriores a Hegel, que suponen un rechazo a una parte o a la
totalidad de la filosofía hegeliana y a su método cognoscitivo, bien sea la tesis, la antítesis, o la síntesis. Como la
filosofía de Hegel es racionalista a ultranza, las filosofías antihegelianas son tendentes al voluntarismo.
Postulado: es un pensamiento, una tesis, que admite contrario, porque no es verdad. Por eso no se puede admitir de modo
necesario, sino que, aun admitiéndolo, se pueden admitir otras fórmulas, incluso opuestas al postulado. Si se
admite que es mejor postular que atenerse a lo evidente, porque no podemos alcanzar la verdad, entonces, se
postula porque se quiere (elección), se elige entre los postulados el que se quiere (elección), y se rechaza el
postulado porque y cuando se quiere (elección). En rigor, se incurre en un voluntarismo injustificable.
Potencia: (dínamis en griego), sinónimo de ‘facultad’, es una capacidad cognoscitiva susceptible de ser activada,
perfeccionada. Por tanto, no puede darse al margen de un acto, pues el acto es previo a la potencia y es el que la
activa. Hay dos tipos de potencias cognoscitivas: las orgánicas (sentidos) y la inmaterial (razón). Todas ellas son
potencias reales, que difieren netamente de la ‘posibilidad lógica’, es decir, de lo pensado que no implica
contradicción.
Potencias cognoscitivas sensibles: son las facultades cognoscitivas con soporte orgánico que permiten conocer
sensitivamente. De esa dotación disponen los animales y también el hombre. Pero no todos los animales las tienen
todas y tampoco en el mismo grado. El hombre en cambio, dispone de todas ellas, y de modo distintivo respecto de
los animales.
Potencia cognoscitiva inmaterial: en el hombre sólo hay una, la razón, que permite conocer de modo superior al
conocimiento sensible.
Pragmatismo: es un movimiento filosófico, iniciado en el s. XIX (Peirce) y extendido en el s. XX, que tiende a subordinar
el conocer teórico al práctico, y éste a los intereses de la voluntad. Con esto, el conocer ya no se toma como fin en
sí, sino como un instrumento o medio, y se empieza a hablar de él como de un proyecto para.
Praxis: (del griego praxis) significa acción. Las acciones pueden ser imperfectas, esto es con movimiento, o perfectas, es
decir, sin él. A las primeras pertenecen, por ejemplo, las acciones laborales, lúdicas, etc. A las segundas ( praxis
teleias, praxis con fin poseído) las cognoscitivas, es decir, los actos de los sentidos y de la inteligencia.
Principio: referido al conocimiento, esta palabra designa a las facultades o potencias cognoscitivas, ya sean sensibles
(vista, percepción, imaginación, etc.) o inmaterial (razón). Se las llama así, porque se dice de ellas que son
‘principios próximos de actos cognoscitivos u ‘operaciones inmanentes’.
Problema de los universales: con antecedentes medievales en Porfirio y Boecio, fue ampliamente debatido en la dialéctica
medieval. Consiste en la diversidad de opiniones que sobre qué sea lo universal se han dado a lo largo de la
historia de la filosofía. En síntesis las posiciones son las siguientes: a) Realismo exagerado, que afirma que el
universal es en sí (Platón) o en la mente divina (San Agustín). b) Realismo inmanente, que declara que lo universal
son sustancias reales o posibles (Escoto Eriúgena, G. de Auxerre, G. de Champeaux, San Buenaventura, etc.). c)
Nominalismo, que asegura que los universales no son reales (Roscelino, Ockham, Quine, Martin, etc.). d)
Conceptualismo, que expone que los universales son conceptos (Pedro Abelardo, Cassirer, etc.). e) Realismo
moderado, que sostiene que los universales son conceptos; pero concebir es conocer la realidad física tal como ella
es, es decir, que son el conocimiento de algo universal existente en la realidad física, esto es, que en lo real existe
lo universal para muchos singulares: la causa formal (Aristóteles, San Alberto Magno, Sto. Tomás de Aquino,
etc.). Esta última es la solución adecuada.
Psicoanálisis: (literalmente, análisis de la psique) es la doctrina iniciada por Freud consistente en interpretar la psique, el
alma. Es una doctrina que se considera a sí misma la única válida. Interpreta todo lo humano desde un único punto
de vista: el éros. Su método consiste, como su nombre indica, en desintegrar la psique para curarla. Defiende que
lo inconsciente, los impulsos, son superiores a la conciencia, y que de debe acallar ésta para liberar aquéllos.
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Psicología: (de psyché, alma, vida) es la ciencia que estudia la vida humana natural, un “movimiento” suficientemente
distinto de todos los demás. Del hombre estudia su vida y sus potencias o facultades tal como están en estado de
naturaleza, no según el rendimiento libre que de algunas de ellas la persona humana puede educir (ética). Lo que
de ordinario se entiende por “psíquico” no puede ser objeto distintivo de esta ciencia, porque ese término designa a
muchas realidades humanas: lo biológico o fisiológico (psicologismo), lo eidético (idealismo), lo subjetivo
(subjetivismo), lo conductual (conductismo), lo social (sociologismo), lo terapéutico (psiquiatría), lo pedagógico
(pedagogía), etc. Su objeto propio es la vida humana y sus facultades. “Vida humana” no significa “vida
personal”, por eso no se puede confundir la psicología con la antropología, pues es inferior a ella.
Psicologismo: es una corriente de pensamiento de algunos psicólogos y lógicos del s. XIX, que estriba en la reducción de
nuestro conocer a procesos psico-físicos o bio-psíquicos. Tanto el acto de pensar como el objeto pensado no serían
más que asuntos cerebrales, hechos humanos. Subordina, pues, la verdad y el pensar a condiciones de hecho,
cayendo por ello, tras el materialismo que acepta, en un craso relativismo y escepticismo.
Racionalismo: es la doctrina filosófica moderna (ss. XVI-XVIII) que defiende la emancipación de la razón humana
respecto de todo otro fundamento (autoridades, tradición, moral, de la fe, etc.). Postula no sólo la desvinculación
de la razón respecto de persona humana, sino también respecto de Dios. En teoría del conocimiento entiende que
lo racional en el hombre es lo más elevado, lo absoluto. Sin embargo, el hombre, cada quien, es más que su razón,
porque ésta es una potencia suya.
Radicales personales: es expresión derivada de raíz, y alude al núcleo personal, al ser cognoscente, no a sus potencias
cognoscitivas. ‘Radicales’ son esos rasgos nucleares de la persona humana; distintos aspectos de su acto de ser
personal. No se trata, por tanto, de asuntos pertenecientes a la esencia humana, es decir, no son cualidades de que
la persona humana dispone, sino aspectos que ella es. Tales radicales están presentes es toda persona, no sólo en
las humanas; también en los ángeles y en las personas divinas. Uno de ellos es el conocer personal.
Razón práctica: es el uso de la razón que permite conocer y transformar las cosas reales contingentes, particulares,
verosímiles, que están sometidas a nuestro poder.
Razón teórica: es el uso de la razón que permite descubrir verdades necesarias en la realidad.
Razón teórica y razón práctica: son una única potencia, puesto que las potencias del alma sólo se distinguen por razón de
la diversa formalidad de sus ‘objetos’. Lo particular y universal distingue a los sentidos de la razón, pero no a la
razón misma, ni tampoco lo contingente y lo necesario establecen una distinción en la potencia aunque lo hagan en
sus actos y sus hábitos.
Realismo: es la filosofía que mantiene que podemos conocer lo real tal cual es; y ello en sus diversos ámbitos: físicos,
metafísicos, humanos, trascendentes, etc. Admite que el ser es la primera perfección real trascendental, es decir,
presente en toda la realidad Señala que hay más trascendentales, pero defiende que el ser es previo a los otros, por
tanto, anterior a la verdad, al bien, etc., porque el ser es causa la verdad en el entendimiento, permite que la
voluntad se adapte a él como bien, etc.
Reduccionismo: es una opinión que hace recaer el peso de un tema en cuestión en un asunto menos importante o colateral.
Reflexión: es la opinión de quienes defienden que un acto de conocer se conoce a sí mismo a la par que conoce otras cosas.
Pero que esto no es correcto es claro, pues de ser así, el acto incurriría en equivocidad, pues no podría distinguir
entre el acto y el objeto conocido.
Relativismo: es una posición que admite que no se puede decir que algo es verdadero o falso absolutamente. Más aún, que
los conceptos de verdad y error son sencillamente dependientes de condiciones, circunstancias, etc. Esa posición se
contradice a sí misma, porque según su tesis, tampoco se la puede tomar de modo absoluto como verdadera.
Representacionismo: es la opinión de ciertos autores de la Filosofía Moderna que, dentro del ámbito de la teoría del
conocimiento, sostienen que el ‘objeto’ conocido es una ‘representación’ que nosotros nos formamos de lo real, es
decir, algo así como una copia, pintura, mapa, esquema, etc., de la realidad, que nos construimos en nuestra mente,
pero que no remite a la realidad. Tales autores, desconocen la índole del acto de conocer, porque éste no construye
o produce, sino que sólo ilumina. Y desconocen también la intencionalidad del ‘objeto’ conocido, que es pura o
enteramente intencional, pues se agota remitiendo a lo real.
Secularismo o laicismo: es una corriente de opinión nacida en el s. XIV y expandida en el pensamiento actual, que dice que
no se puede conocer lo sobrenatural sencillamente porque no existe. Otras veces, defiende un indiferentismo,
agnosticismo o ateísmo solapados.
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Sensismo o sensacionismo: (del latín sensus, sentido) es la doctrina que admite que todos nuestros conocimientos se fundan
enteramente en los sentidos, es decir, que no cabe conocimiento humano alguno al margen de ellos. Se trata, pues,
de una tendencia filosófica que admite como únicas realidades existentes las que podemos conocer por medio de
los sentidos.
Sensorio común o percepción sensible: es la facultad sensible con soporte orgánico en el cerebro por medio de la cual
sentimos los actos de los sentidos externos (ej. el acto de ver, oír, etc.). No debe confundirse con lo que
usualmente se llama “sentido común”, que es un uso de la razón práctica.
Sentidos externos: propios de animales y humanos, son aquellos que permiten conocer asuntos sensibles presentes en la
realidad física. Son de dos niveles: inferiores (tacto, gusto y olfato) y superiores (oído y vista).
Sentidos internos: propios de los animales y del hombre, son aquéllos sentidos con soporte orgánico en el cerebro que
permiten conocer asuntos sensibles ausentes en la realidad física (ej. actos de ver, oír, imágenes, etc.). Su ‘objeto’
es interno a la sensibilidad, no al cuerpo. Ello implica que la ‘especie impresa’ no viene del medio. En el hombre
se llaman intermedios, porque por una parte conectan con los sentidos externos, y, por otra, con ellos se une la
razón. Además, en el hombre estos sentidos presentan una distinción esencial, y no solo de grado, respecto de los
animales. Son cuatro, el inferior: el sensorio común o percepción sensible; y los superiores: la imaginación,
memoria sensible y la cogitativa o proyectiva.
Sentimiento sensible: pasión o emoción, es el conocimiento que tenemos del estado de nuestras facultades sensibles tras
que éstas hayan ejercido actos. Pueden ser positivos o negativos.
Silogística: es el estudio del silogismo, un modo inferencial de la inteligencia que no versa directamente sobre lo real, sino
sobre lo pensado, pero al volver sobre los abstractos, versa sobre lo real.
Símbolo: es un signo que sirve para conocer algo que está más allá de él; consiste en remitir a una realidad; esa remitencia
expresa un significado sobreañadido convencionalmente al signo. Hay algo en el símbolo que remite y algo que no
remite. Remite el significado añadido por convención al signo; no remite la materialidad sonora o gráfica del
signo. En cambio, lo pensado es pura o enteramente remitente.
Sincretismo: es el intento de reunir diversos fragmentos explicativos, no sólo parciales y heterogéneos sino también
opuestos e irreconciliables, en orden a la construcción de una doctrina que pretende evitar el reduccionismo. No
hay que confundir esta actitud con la síntesis filosófica.
Sindéresis: es el hábito natural que nos permite conocer nuestras potencias o facultades humanas, su estado y cómo deben
actuar y mejorar. De otro modo: es el conocer directo que nos permite desvelar la naturaleza humana ( derecho
natural) y su desarrollo perfectivo (ética). Tal hábito está ligado al ser personal, a la persona como ser
cognoscente.
Sobrante formal: es la sobra de forma (acto) que no usa una facultad cognoscitiva sensible para informar o vivificar a su
órgano, y que le sirve para ejercer actos de conocer.
Sofística: (del griego sophistés, sabio) significa “maestro del saber”. Sin embargo, como indicó Aristóteles, a la ciencia de
los sofistas griegos de su tiempo le cabe el apelativo de “sabiduría aparente”. En efecto, mezclan la habilidad
política con una retórica elocuente produciendo argumentos aparentes para defender su propio interés por encima
de la verdad. Lo propio de la sofística –que también es actual– es la actividad de convertir el argumento más débil
en el más fuerte con fines pragmáticos (como se ve en muchos anuncios publicitarios).
Subjetivismo: es la teoría que hace depender el valor de la verdad de cada sujeto. La autocrítica es manifiesta, porque esa
tesis también sería subjetiva.
Teología natural: también denominada teodicea, es el conocimiento filosófico de Dios a la luz natural de nuestro conocer.
Teología sobrenatural: también llamada teología de la fe, es la profundización del conocer personal humano en el
conocimiento de la verdad revelada.
Teoría del conocimiento: es el conocimiento de nuestro modo de conocer referido a los objetos, los actos u operaciones y
los hábitos. No estudia sólo el conocer sensible, sino también el de la razón, e incluso el conocer que excede a la
razón (el personal). Al modo de conocer humano se le puede llamar método. A lo conocido por él tema.
Tomismo: es la corriente filosófica influida por el pensamiento de Tomás de Aquino. Consta de tres periodos principales:
a) s. XIII-XIV, de defensores e impugnadores de sus tesis centrales; b) s. XVI-XVII, de grandes comentadores; c)
s. XIX-XX, de neotomismo. En teoría del conocimiento es realista y sigue los puntos clave de Aristóteles.
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Tradicionalismo: (de tradición) es una corriente filosófica del s. XIX, fundamentalmente francesa, que, frente a los
movimientos revolucionarios y al racionalismo vigente, propugna una vuelta a los valores tradicionales, aceptando
como único criterio de verdad lo recibido por tradición, ya que por ella también se nos transmite el lenguaje, y éste
–según defiende– no es humano, sino otorgado por Dios.
Transitivo: (de trans e ire, pasar a través de) designa a aquel movimiento en el que la acción no tiene el fin en ella misma,
sino en un objeto externo al que perfecciona o empeora. Por ejemplo: pintar, edificar, etc. Se distingue, por tanto,
de los actos u operaciones cognoscitivos, puesto que éstos son inmanentes.
Trascendental: (de transcendere, trascender) es el conocer humano abierto a la totalidad de lo real. Existen dos tipos de
conocimientos trascendentales: a) el metafísico, que permite conocer la realidad no personal. b) el antropológico,
que nos abre a conocer la realidad personal.
Umbral: es la determinada apertura que ofrecen los sentidos para conocer sus objetos, más allá de cuyo límite tales sentidos
no pueden conocer, pues los asuntos que permanecen al margen de esa apertura propia de cada sentido son
imperceptibles. Además, los sentidos ni siquiera sospechan que tienen límites.
Universal: es palabra que designa lo conocido por el concepto, que no se refiere a una realidad física singular concreta,
sino a todas las que caen bajo su misma forma. En rigor, lo universal no es sólo la verdad pensada (universal
lógico), sino la forma real, presente en multitud de realidades singulares (universal real). Es la causa formal tal
como fue descrita por Aristóteles.
Veracidad: es la virtud de la voluntad que inclina a la inteligencia a buscar la verdad, y a decirla una vez descubierta
cuando es oportuno, aunque cueste esfuerzo defenderla.
Verdad: es la adecuación de nuestro conocimiento a lo real. No es una suerte de conformidad de las cosas consigo mismas,
ni tampoco de la mente consigo misma. A la primera de esas dos posibilidades se la ha denominado ‘verdad
ontológica’; a la segunda, ‘lógica’. Pero, éstas son distintas de la verdad que se halla en la inteligencia cuando ésta
se adecua a la realidad, a la que se llama ‘verdad gnoseológica’.
Verdad práctica: aparece antes de la acción como un boceto o idea ejemplar; durante, como regla o plan de constitución de
la acción; y después, de modo acabado. La verdad práctica se conoce en la medida que se van realizando unas
acciones que modifican lo real. Se da (como la teórica) en la medida del acto de conocer, pues todo acto práctico
tiene por objeto la verdad, de lo contrario, no sería cognoscitivo. Pero unos la tienen más que los otros, en la
medida de su proximidad al fin, y –a distinción de la razón teórica– no hay ningún acto de la razón práctica que la
tenga, por así decir, al 100%.
Yo: Hay dos tipos de yo: el real y el ideal. El primero es la apertura cognoscitiva natural de que dispone la persona humana
para conocer y desarrollar todas sus potencias o facultades (inteligencia, voluntad, imaginación…). A ésta realidad
noética se la llamó sindéresis en la Edad Media. El segundo es un constructo, una macroidea o proyecto o ideal
que nos trazamos de nosotros mismos y con la cual barnizamos todo lo que hacemos. Este yo no es la persona que
somos (no es el ser pensante, sino un yo pensado), y en la medida en que la persona quiere reconocerse en él, no
sólo se desconoce como la persona que es, sino que esa atenencia al yo es origen de patologías psíquicas.
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