SUZANNE ENOCH El Canalla

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El Canalla
SUZANNE ENOCH
1° de la Serie Lecciones de Amor
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SUZANNE ENOCH
1° de la Serie Lecciones de Amor
SUZANNE ENOCH
El Canalla
1° de la Serie Lecciones de Amor
The Rake (2003)
ARGUMENTO:
Tres bellas jóvenes deciden darles su merecido a tres de los más atrevidos seductores de
Londres. Si ellos consiguieran girar las tornas de la situación, ¿quiénes recibirían verdaderas
«Lecciones de Amor»?
Hace tiempo, el famoso Vizconde Tristan Dare conquistó a Lady Georgiana Halley y le robó su
inocencia para ganar una apuesta, ahora; ella ha decidido hacerle pagar su atrevimiento. El plan es
muy sencillo: la joven usará todas sus armas de seducción para conquistar el corazón del
aristócrata, y cuando lo consiga, se lo partirá en mil pedazos. Sin embargo, la ardiente mirada del
vizconde hará que Georgiana caiga de nuevo en la tentación.
La propuesta de matrimonio de Dare pilla a su amante por sorpresa. ¿Será una nueva treta o
habrán encontrado al fin el amor verdadero?
SOBRE LA AUTORA:
Suzanne Enoch nació en el Sur de California y, desde que aprendió a leer,
quiso escribir. Sus sueños de la infancia de trabajar en zoología y escribir
libros acerca de sus aventuras en África, se truncaron cuando vio un
documental del National Geographic que hablaba de las serpientes más
venenosas del planeta. Después de aquello, sus intereses se centraron en
una profesión mucho menos peligrosa: escribir novelas de ficción.
Después de licenciarse en la Universidad, estuvo escribiendo un par de
años dentro del género romántico-fantástico sin obtener mucho éxito. Pero un buen día, y gracias
a su adoración por el romance ambientado en la Regencia, se decidió a escribir, sólo por
divertimento, una novela que tratara sobre ese tema. Después de varios rechazos por parte de las
editoriales, consiguió captar la atención del mejor y más paciente agente literario del mundo, el
cuál le ayudó a revisar su novela. Todo esto la condujo a la publicación de su primer libro.
Suzanne, soltera y sin compromiso, sigue viviendo en California, con su perrita Katie (nombre
que le puso en honor a su primera heroína romántica) y su enorme colección de figuras de "La
Guerra de las Galaxias" y naves espaciales. Aún continúa buscando a su “particular” héroe, que le
gustaría que fuera guapo, con título y un poquito perverso. Pero, mientras aparece, Suzanne se
dedica a imaginárselo y plasmarlo en los héroes de sus novelas.
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PRÓLOGO
Las puertas del salón se abrieron de golpe y por ellas entró una furiosa lady Georgiana Halley.
—¿Os habéis enterado de lo que ha hecho ese hombre?
Lucinda Barrett y Evelyn Ruddick intercambiaron una mirada que ella no tuvo ningún problema
en descifrar. Sus dos amigas sabían perfectamente de quién estaba hablando. ¿Cómo no iban a
saberlo si era el peor granuja de toda Inglaterra?
—¿Qué ha hecho ahora? —preguntó Lucinda, dejando a un lado las cartas que estaba
barajando.
Georgiana dejó un reguero de agua a su paso y se sentó en la silla que todavía quedaba libre
frente a la mesa de juego.
—Esta mañana, la lluvia ha pillado desprevenidas a Elinor Blythem y su doncella. Ambas iban
camino de casa cuando ese hombre ha pasado con su carruaje a toda velocidad por su lado,
dejándolas completamente empapadas. —Se quitó los guantes y golpeó la mesa con ellos—. Ha
sido una suerte que apenas llevara unos minutos lloviendo, porque si no, ¡podría haberlas
ahogado!
—¿Ni siquiera se ha detenido? —Evelyn le sirvió una taza de té caliente.
—¿Y correr el riesgo de mojarse? No, por supuesto que no. —Georgiana se echó una cucharada
de azúcar y empezó a remover el té frenética. ¡Los hombres eran unos impresentables!—. De
haber hecho sol, seguro que se habría detenido y habría invitado a Elinor y a su doncella a subir al
carruaje. Como para la mayoría de los hombres, la nobleza no forma parte de su carácter, ni
tampoco los modales. Todo es cuestión de comodidad.
—Y también de dinero —añadió Lucinda—. Cuidado no derrames el té.
Evie se volvió a llenar la taza.
—Sois un par de cínicas, pero la verdad es que tengo que admitir que gran parte de la sociedad
está dispuesta a hacer la vista gorda ante la arrogancia si el caballero en cuestión tiene fortuna y
poder. La verdadera nobleza ha desaparecido. En la época del rey Arturo, que un caballero se
ganara el respeto de una dama era tan importante como su habilidad para matar a un dragón.
En la optimista imaginación de la señorita Ruddick, casi todo tenía que ver con las leyendas
medievales, aunque en esa ocasión no andaba equivocada.
—Sí, eso es —convino Georgiana—, ¿desde cuándo son más importantes los dragones que las
princesas?
—Los dragones suelen ser guardianes de grandes tesoros —intervino Lucinda siguiendo con la
analogía—, así que las damas con generosas dotes deberían merecer como mínimo tanta
consideración como ellos.
—Nosotras deberíamos ser el verdadero tesoro, no nuestras dotes —insistió Georgiana—. El
problema creo que es que somos más difíciles de entender que una carrera de caballos.
Comprender a una dama queda fuera del alcance de muchos hombres.
Lucinda mordió un poco de pastel de chocolate.
—Estoy completamente de acuerdo. Para que yo me fije en un hombre, éste tiene que hacer
algo más que blandir su espada en mi dirección —comentó riéndose.
—¡Lucinda! —Con las mejillas encendidas, Evie se abanicó el rostro—. ¡Por todos los santos!
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—No. —Georgiana se inclinó hacia adelante—. Luce tiene razón. Un caballero no puede
pretender ganarse el corazón de una mujer del mismo modo en que ganaría... una carrera de
canoas en el Támesis. Tienen que saber que las reglas del juego son distintas. Por ejemplo, yo no
querría tener nada que ver con un caballero que fuera famoso por ser un rompecorazones,
aunque fuera guapísimo, o tuviera mucho dinero, o poder.
—Por Dios, tendrían que darse cuenta de que las mujeres tenemos criterio propio. —Evelyn dio
más énfasis a sus palabras dejando la taza encima de la mesa con un pequeño golpe.
Lucinda se puso en pie y fue hacia el escritorio que había en el otro extremo del salón.
—Deberíamos escribir todo esto —dijo, sacando varias hojas de papel de un cajón para luego
repartirlas entre sus dos amigas—. Nosotras tres gozamos de cierta influencia, en especial entre
los, por así llamarlos, caballeros a los que podrían aplicarse todas estas reglas.
—Y les prestaríamos un servicio al resto de las damas —añadió Georgiana, diluyendo su mal
humor en el nuevo plan que estaba tramando.
—Pero una lista sólo nos serviría a nosotras —objetó Evelyn cogiendo el lápiz que Lucinda le
daba—. Y eso ya es decir mucho.
—No, claro que servirá, lo único que tenemos que hacer es ponerla en práctica —insistió
Georgiana—. Propongo una cosa: cada una de nosotras tiene que elegir a un hombre y enseñarle
lo que una dama verdaderamente quiere.
—Sí, muy bien dicho. —Lucinda levantó un puño en señal de acuerdo.
—Podríamos publicar un libro —añadió Georgiana riéndose por lo bajo mientras empezaba a
escribir—. Lo llamaríamos Lecciones de amor, por Tres Damas Distinguidas.
La lista de Georgiana
1.
2.
3.
4.
Nunca rompas el corazón de una dama.
Dile siempre la verdad, sin importarte lo que creas que ella quiera oír.
Nunca hagas una apuesta que implique los sentimientos de una dama.
Las flores siempre son un detalle bonito; pero asegúrate de que son las preferidas de la
dama. Las azucenas son especialmente adorables.
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CAPÍTULO 01
Por el hormigueo de mis dedos sé que la infamia se aproxima.
Macbeth, acto IV, escena I
Lady Georgiana Halley vio a Dare entrar en el salón y se preguntó cómo era posible que
viniendo como venía del infierno, las suelas de sus botas no echaran humo. Todo él era
diabólicamente seductor, peligrosamente atractivo, y lo observó mientras se dirigía hacia la sala
de juegos. El vizconde ni siquiera se dio cuenta de que Elinor Blythem le dio la espalda.
—Odio a ese hombre —murmuró Georgiana.
—Perdón, ¿decía usted algo? —preguntó lord Luxley antes de hacerla girar en medio de la
danza que estaban ejecutando.
—Nada, milord. Estaba pensando en voz alta.
—Entonces, comparta sus pensamientos conmigo, lady Georgiana. —Le tocó la mano, se dio
media vuelta y, durante unos instantes, desapareció detrás de la señorita Partrey, poniéndose en
hilera junto a los demás—. Nada me complace más que oír el sonido de su voz.
«Excepto quizá el tintineo de mi dote», pensó Georgiana. Se estaba volviendo demasiado
cínica.
—Es usted muy amable, milord.
—En lo que a usted concierne, milady, no es cuestión de amabilidad.
Dieron otra vuelta y Georgiana frunció el cejo al ver a Dare alejarse; seguro que iba a fumarse
un habano, o a beber con su grupo de amigos. La noche era de lo más agradable hasta que él
había aparecido. La tía de Georgiana era la anfitriona de la fiesta, así que no podía imaginar quién
había invitado al vizconde.
Volvió a encontrarse con su compañero de baile, y recibió al guapo y rubio barón con una
sonrisa. No tenía más remedio que dejar de pensar en el canalla de Dare.
—Esta noche está muy animado, lord Luxley.
—Usted me inspira —respondió él casi sin aliento.
El baile tocó a su fin y, mientras el barón buscaba un pañuelo en el bolsillo de su chaleco,
Georgiana vio a Lucinda Barrett y a Evelyn Ruddick de pie junto a la mesa de los refrescos.
—Gracias, milord —le dijo a su acompañante, haciendo una leve reverencia antes de que él se
ofreciera a acompañarla—. Me ha dejado agotada. Si me disculpa.
—Oh, sí, por supuesto, milady.
—¿Luxley? —preguntó Lucinda, oculta tras las varillas de marfil del abanico al ver a Georgiana
—. ¿Cómo te has dejado atrapar de ese modo?
—Quería recitarme un poema que ha escrito para mí —respondió ella con una sincera sonrisa
—, y, después de escuchar los primeros versos, lo único que se me ha ocurrido para hacerlo callar
ha sido aceptar bailar con él.
—¿Te ha escrito un poema? —Evelyn la cogió por el brazo y la guió hasta la hilera de sillas que
había junto a la pared, en un lado del salón.
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—Pues sí. —Aliviada al ver que el barón escogía a otra debutante como próxima víctima,
Georgiana aceptó la copa de madeira que le ofreció uno de los lacayos. Después de tres horas
bailando cuadrillas, valses y danzas populares, le dolían enormemente los pies—. ¿Y sabes qué
rima con Georgiana?
Evelyn frunció el cejo, y sus ojos grises brillaron con humor.
—No, ¿qué?
—Nada. Se ha limitado a terminar en «iana» todas las palabras. En rima consonante,
imagínatelo: «Oh, Georgiana, tu belleza es celestiana, tu pelo más suave que la sediana, tu...».
Lucinda se atragantó.
—Dios mío, para de una vez. Georgie, tienes un don innato para conseguir que los caballeros
hagan y digan las cosas más ridículas.
Ella negó con la cabeza, apartándose de los ojos un rizo dorado que se le había soltado del
recogido.
—Todo el mérito es de mi dinero. Yo no tengo nada que ver con ello.
—No deberías ser tan cínica. Al fin y al cabo, el pobre se ha esforzado en escribirte un poema,
aunque le haya quedado horrible —opinó Evelyn.
—Sí, tienes razón. Es muy triste que con veinticuatro años sea ya así, ¿no os parece?
—¿Vas a elegir a Luxley como destinatario de tus lecciones? —preguntó Evelyn—. A mí me
parece que le iría bien aprender unas cuantas cosas; en especial que las mujeres no somos nada
débiles.
Georgiana sonrió y bebió un poco.
—A decir verdad, no estoy segura de que valga la pena perder el tiempo con él. De hecho... —
Un movimiento en la escalera captó su atención y vio que Dare entraba de nuevo en el salón con
una mujer del brazo. Y no una mujer cualquiera, pensó frunciendo el cejo: Amelia Johns.
—De hecho ¿qué? —Lucinda siguió la mirada de su amiga—. Oh, Dios. ¿Quién ha invitado a
Dare?
—Yo no, eso seguro.
La señorita Johns no debía de tener más de dieciocho años, doce menos que Dare. Pero si la
edad se medía por los pecados, entonces el vizconde era siglos más viejo que ella. Georgiana había
oído rumores acerca de que estaba cortejando a alguien y seguro que, con el dinero de su familia y
su inocencia, se trataba de Amelia. Pobrecilla.
Dare cogió las manos de la joven entre las suyas y Georgiana apretó los dientes. Vio cómo él le
decía algo y luego, con una graciosa reverencia, la soltaba y se alejaba de allí. Amelia se sonrojó
para palidecer al instante y salió del salón a toda prisa.
«Bueno, al menos esto ha servido para hacerme ver las cosas claras.» Georgiana se puso en pie
y miró a sus amigas.
—No, no voy a elegir a Luxley —declaró con tranquila determinación que la sorprendió incluso
a sí misma—. Tengo a otro candidato en mente, uno que de verdad necesita una lección.
—¿No estarás pensando en lord Dare? —preguntó Evie con los ojos muy abiertos—. Le odias.
Apenas le diriges la palabra.
Desde el otro extremo del salón, se oyó la ronca risa del vizconde y Georgiana se sintió hervir la
sangre. Era obvio que a él no le importaba haber herido los sentimientos de aquella muchacha, o,
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mucho peor, haberle roto el corazón. Oh, sí, necesitaba una lección. Para empezar, él era el
motivo por el que Georgiana había escrito la lista, y sabía exactamente qué tipo de lección iba a
darle. De hecho, no se le ocurría nadie mejor cualificado que ella para dársela.
—Sí, Dare. Y es evidente que, si quiero enseñarle algo, tendré que romperle el corazón, aunque
no estoy segura de que tenga uno. Sin embargo...
—Chsst —le chistó Evelyn haciéndole gestos con las manos para que se callara.
—¿Quién no tiene qué?
Georgiana se enderezó al oír aquella voz tan profunda y se dio media vuelta.
—No estaba hablando con usted, milord.
Tristan Carroway, vizconde Dare, la miró, y sus ojos azules parecían divertidos. Era imposible
que tuviera corazón y pudiera sonreír de aquel modo después de haber hecho llorar a una dama.
—Y pensar que me había acercado a usted para decirle lo hermosa que está esta noche, lady
Georgiana —dijo él.
Ella le sonrió a pesar de estar furiosa. Allí estaba él, halagándola, mientras la pobre Amelia
debía de estar llorando en algún rincón.
—Elegí este vestido pensando en usted, milord —replicó Georgiana alisándose la falda color
borgoña con las manos—. ¿De verdad le gusta?
El vizconde no era tonto, y a pesar de que su expresión no se alteró, dio un paso atrás. Esa
noche, Georgiana no llevaba su abanico, pero tenía el de Lucinda a mano por si decidía cambiar de
opinión y golpearle los nudillos.
—Mucho, milady. —Con la mirada, la recorrió de la cabeza a los pies, dejándole claro que sabía
perfectamente qué se escondía bajo todas aquellas capas de seda.
—Entonces, me lo pondré de nuevo para su funeral —le respondió ella con una sonrisa.
—Georgie —murmuró Lucinda, cogiéndola del brazo.
Dare enarcó una ceja.
—¿Quién dice que estará invitada a él? —Con una atrevida sonrisa, Dare giró sobre sus talones
—. Buenas noches, señoritas.
«¡Oh, este hombre necesita que le den una lección!»
—¿Cómo están sus tías? —le preguntó Georgiana cuando el vizconde estaba ya dándole la
espalda.
Dare se detuvo y, después de dudar unos instantes, se dio media vuelta.
—¿Mis tías?
—Sí. Esta noche no las he visto. ¿Se encuentran bien?
—La tía Edwina está bastante bien —respondió él con cautela—. La tía Milly se está
recuperando, pero no tan rápido como nos gustaría. ¿Por qué?
«¡Aja!»
Georgiana no tenía intención de explicarle los motivos que se escondían tras su pregunta.
Mejor dejar que él sacara sus propias conclusiones.
—Por nada. Deles recuerdos de mi parte, por favor.
—Lo haré. Señoritas.
—Lord Dare.
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Tan pronto como se alejó de su vista, Lucinda soltó el brazo de Georgiana.
—De modo que así es como consigues que un caballero se enamore de ti. Y yo que me estaba
preguntando qué hacía mal.
—Oh, déjalo. No puedo arrojarme a sus brazos sin más. Dare se daría cuenta de que pasaba
algo raro.
—Y entonces, ¿cómo piensas conseguirlo? —Incluso la siempre optimista Evelyn parecía algo
escéptica.
—Antes de hacer nada más, tengo que hablar con alguien. Mañana os contaré cuanto pueda.
Y dicho eso, Georgiana se fue en busca de Amelia Johns. Dare no estaba a la vista, pero ella
siguió buscándolo con los ojos de todos modos. Una de las características más irritantes de él era
que no se sabía cuándo o dónde iba a aparecer.
Maldición, se había olvidado de preguntarle si lo habían invitado o si había decidido colarse sin
más en la fiesta.
Después de buscar sin éxito a la joven debutante, Georgiana regresó junto a su tía y retomó sus
deberes de anfitriona. Vivir con su tía Frederica comportaba ciertos privilegios y obligaciones, y
pasarse la noche siendo encantadora con todo el mundo en vez de subir a su habitación y
maquinar sus planes.
Conseguir que Tristan Carroway se enamorara de ella era muy arriesgado por más de una
razón, pero alguien tenía que darle un escarmiento. El vizconde había jugado con demasiados
corazones, y ella se encargaría de que no volviera a hacerlo. Jamás.
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CAPÍTULO 02
Lo bello es feo, y feo lo que es bello.
Macbeth, acto I, escena I
Tristan Carroway, vizconde Dare, apartó la vista del London Times al oír que alguien llamaba a
la puerta principal. El precio de la cebada había vuelto a caer, justo dos meses antes de que su
cosecha estuviera lista para ser recogida.
Suspiró. Seguramente las pérdidas se comerían el poco beneficio que había conseguido de la
siega de finales de primavera. Había llegado el momento de volver a reunirse con su abogado y de
plantearse vender al mercado americano.
Volvieron a llamar.
—Dawkins, la puerta —gritó, antes de beber un poco del caliente y fuerte café. Al menos algo
bueno llegaba de las colonias. Y al precio que pagaba su café y su tabaco, bien podían los
americanos comprarle su cebada.
Al oír que volvían a llamar, Tristan dobló el periódico y se levantó. Las excentricidades de
Dawkins tenían su gracia, pero en esa ocasión más le valdría estar limpiando la plata y no echando
una cabezadita en algún salón, como tenía por costumbre. En cuanto al resto de los sirvientes,
seguro que con toda la familia en casa debían de estar muy ocupados. Eso, o habían desertado en
masa sin avisar.
Con la suerte que tenía últimamente, seguro que los que estaban aporreando la puerta eran un
batallón de abogados y acreedores para llevárselo a la cárcel por deudas.
—¿Sí? —dijo al abrir—. ¿Qué...?
—Buenos días, lord Dare. —Lady Georgiana Halley le hizo una reverencia. Llevaba un vestido
verde oscuro, a juego con el sombrero que adornaba su dorada cabellera.
Tristan cerró la boca de golpe. En circunstancias corrientes, el hecho de que una mujer tan bella
estuviera de pie en su puerta sería algo bueno. Pero no había nada corriente en Georgiana Halley.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —preguntó Tristan, percatándose de que la doncella de
Georgiana estaba a unos pasos de su señora—. No irás armada, ¿no?
—Sólo con mi ingenio —contraatacó ella.
Un ingenio que lo había herido en más de una ocasión.
—Te lo repito, ¿qué haces aquí?
—Vengo a ver a tus tías. Hazte a un lado, por favor. —Cogiéndose la falda, lo esquivó y entró en
el vestíbulo. Olía a lavanda.
—¿Quieres pasar? —preguntó él demasiado tarde.
—Eres un mayordomo pésimo —dijo la joven a su espalda—. Acompáñame a ver a tus tías, si
eres tan amable.
Tristan se cruzó de brazos y se apoyó en la puerta.
—Ya que soy un mayordomo pésimo, te sugiero que vayas a buscarlas tú sola.
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A decir verdad, se moría de ganas de saber por qué Georgiana había decidido ir a la mansión
Carroway. Hacía años que sabía dónde estaba, sin embargo, era la primera vez que se dignaba
visitarlos.
—¿Te han dicho alguna vez que tienes muy malos modales? —contraatacó ella, mirándolo de
nuevo.
—Sí, tú. En múltiples ocasiones, si no me falla la memoria. Pero veo que por fin has venido a
disculparte. Cuando lo hagas, te acompañaré con gusto a donde quieras.
Un sonrojo tiñó la pálida piel de Georgiana.
—Jamás te pediré disculpas —soltó Georgiana—. Así que puedes irte directamente al infierno.
Él no esperaba que lo hiciera, pero no podía evitar caer en la tentación de sugerírselo de vez en
cuando.
—Muy bien. Están arriba, primera puerta a la izquierda. Si necesitas algo más, estaré en el
infierno. —Girando sobre sus talones, Tristan enfiló el pasillo hacia el salón y de vuelta a su
periódico.
A medida que el sonido de los pasos de Georgiana se iba alejando, Tristan podía oírla
refunfuñar por lo bajo. Se permitió una sonrisa y volvió a sentarse con el periódico sin abrir
delante de él. Georgiana Halley había atravesado todo Mayfair para visitar a sus tías, a pesar de
que hacía menos de dos semanas que las había visto en su propia casa, justo antes del último
ataque de gota de tía Milly.
—¿Qué diablos estará tramando? —murmuró.
Dado su común pasado, Tristan no confiaba lo más mínimo en la joven. Volvió a ponerse en pie
dejando lo que quedaba de su desayuno encima de la mesa, por si algún sirviente se dignaba
aparecer y quería llevárselo. Maldición, ¿dónde se había metido todo el mundo esa mañana?
—¿Tía Milly? —llamó mientras subía la escalera, antes de girar a la izquierda. Tres años atrás,
cuando invitó a sus tías a que fueran a vivir con él, les entregó el salón de las mañanas que ellas
habían inundado con todas las sedas y encajes imaginables—. ¿Tía Edwina? —Entró en la colorida
y adornada habitación—. Vaya, no sabía que teníais visita. ¿Quién es esta dama tan encantadora?
—Oh, cállate de una vez —musitó Georgiana dándole la espalda.
Millicent Carroway, envuelta en un espantosamente chillón kimono que no pegaba con
ninguno de los estampados de la salita, levantó el bastón y señaló a Tristan con él.
—Sabes perfectamente quién ha venido a visitarnos, niño malo. ¿Por qué no nos dijiste que
anoche te dio recuerdos para nosotras?
Tristan esquivó el bastón y le dio a su tía un beso en la mejilla.
—Porque cuando regresé estabais dormidas, y le dijisteis a Dawkins que esta mañana no os
molestara, mi preciosa mariposa.
Una risa encantada salió del generoso pecho de la anciana. —Es verdad. Pásame una galleta,
Edwina querida. La angulosa figura que estaba sentada en una esquina fue a levantarse.
—Por supuesto, hermana. Y tú, Georgiana, ¿has desayunado?
—Así es, señorita Edwina —respondió Georgie, con tanta dulzura que Tristan se quedó
boquiabierto. A él no solía hablarle así—. Y, por favor, no se mueva. Ya serviré yo a la señorita
Milly.
—Eres un encanto, Georgiana. Siempre se lo digo a tu tía Frederica.
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—Es usted muy amable, señorita Edwina, pero si de verdad fuera un encanto, habría venido a
verlas antes, en vez de hacer que ustedes atravesaran todo Mayfair para visitarnos a mi tía y a mí.
—Se levantó, y, de camino a la bandeja de las galletas, le dio un pisotón a Tristan—. ¿Cómo le
gusta el té, señorita Milly? ¿Señorita Edwina?
—Oh, deja lo de señorita esto, señorita aquello, por favor. No hace falta que nadie me recuerde
que soy una solterona. —Milly volvió a reírse—. Y la pobre Edwina es incluso más vieja que yo.
—Tonterías —intervino Tristan con una sonrisa, conteniéndose por no agacharse y frotarse el
pie. Al parecer, la joven llevaba tacones de hierro, pues era imposible que pesara más de
cincuenta kilos, si es que llegaba. Era alta, pero delgada, de sensuales caderas y pechos turgentes,
tan deseables en cualquier mujer y que a él tanto le gustaban. Especialmente en Georgiana... lo
que había sido la causa de sus problemas con ella en primer lugar—. Las dos sois tan jóvenes y
bellas como la primavera.
—Lord Dare —dijo lady Halley con educación mientras servía el té y las galletas, sin ofrecerle a
él ninguna de las dos cosas—, me da la impresión de que no te apetece mucho estar con nosotras.
Así que quería deshacerse de él. Un motivo de más para quedarse, aunque no tenía intención
de permitir que creyera que estaba interesado en lo que había ido a hacer allí.
—Estaba buscando a Bit y a Bradshaw —improvisó—. Se suponía que iban a acompañarme a
Tattersall esta mañana.
—Creo que antes los he oído en la sala de baile —comentó Edwina. Con su eterno vestido
negro, y sentada en una de las esquinas de la salita donde no daba el sol, parecía uno de los
famosos espectros de Shakespeare—. Por algún motivo todos los miembros del servicio estaban
también allí.
—Vaya. Espero que Bradshaw no intente hacer saltar otra vez algo por los aires. Si me
disculpan, señoritas.
De regreso a su silla, Georgiana trató de pisarlo de nuevo, pero esa vez Tristan estuvo alerta y la
esquivó. Tenía toda la intención de averiguar por qué la joven quería charlar con sus tías, pero
sabía que tenía más probabilidades de averiguarlo después de que ella se fuera. Por el momento,
tenía que informar a sus hermanos de que iban a acompañarlo al mercado de caballos.
Desde el rellano del tercer piso, que era donde estaba la sala de baile, oyó unos aplausos. Eso
explicaba dónde se había metido todo el mundo, aunque no saber qué estaba tramando Bradshaw
lo tenía de lo más intranquilo. Abrió las puertas sin ningún ceremonial y una flecha casi se le clavó
en mitad de la frente.
—¡Maldición! —gritó, agachándose en un acto reflejo.
—¡Jesús! Tristan, ¿estás bien? —Soltando un arco, el segundo teniente de la marina real de su
majestad la reina, Bradshaw Carroway, atravesó corriendo la habitación, esquivando a todos los
sirvientes, y cogió a su hermano por el hombro.
Tristan le apartó la mano.
—Al parecer, cuando te dije que no quería que hicieras explotar nada dentro de casa, me olvidé
de dejarte claro que tampoco quería que utilizaras armas mortales en la sala de baile. —Señaló
con un dedo a la figura inmóvil sentada en el alféizar de una ventana—. Y a ti, más te vale no
reírte.
—No me río.
—Bien. —Por el rabillo del ojo, vio cómo los sirvientes se escabullían de allí—. ¡Dawkins!
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—¿Sí, milord? —El mayordomo se detuvo en seco.
—Ocúpese de la puerta principal. Mis tías tienen una invitada.
—¿Quién ha venido a verlas? —preguntó Bradshaw arrancando la flecha de la puerta para
inspeccionar la punta.
—Nadie. Esconde tu nuevo juguete en alguna parte donde no pueda encontrarlo el renacuajo y
ven conmigo. Nos vamos a Tattersall.
—¿Vas a comprarme un pony?
—No, voy a comprarle un pony a Edward.
—No podemos permitirnos comprar un pony.
—Tenemos que mantener las apariencias. —Miró hacia el fondo de la sala—. ¿Vienes, Bit?
Para su sorpresa, la sombría figura negó con la cabeza.
—Tengo que repasar la correspondencia con Maguire.
—Pues al menos sal a dar una vuelta esta tarde con Andrew.
—No creo.
—O a cabalgar.
—Tal vez.
Tristan seguía preocupado cuando bajó la escalera con Shaw.
—¿Cómo está?
Su hermano se encogió de hombros.
—Tú estás más unido a él que yo. Si no habla contigo, ¿crees que lo hará conmigo?
—Me consuela pensar que yo he hecho algo mal y que con otra gente se comporta de otro
modo. Shaw negó con la cabeza.
—Por lo que yo sé, con los demás es como una esfinge. Si te sirve de algo, creo que ha sonreído
cuando casi te atravieso con la flecha.
—Algo es algo, supongo.
Preocupado como estaba por la continua reticencia de su hermano mediano, la presencia de
Georgiana Halley en su casa seguía inquietándolo. Algo estaba pasando, y Tristan tenía la
sensación de que cuanto antes lo averiguara, mejor para él.
Fuera como fuese, en esos momentos tenía que ir a comprar un caballo para su hermano
pequeño con un dinero que no tenía. Pero si de algo podía sentirse orgullosa su familia era de su
pericia con los caballos, y Edward ya llevaba demasiado tiempo esperando su propia montura.
—¿Quién está con las tías? —volvió a preguntar Shaw.
Tristan suspiró. Tarde o temprano terminarían por enterarse.
—Georgiana Halley.
—Geor... oh. ¿Por qué?
—No tengo ni idea. Pero no descarto que quiera prender fuego a la casa, así que será mejor
que nos vayamos de aquí. —Era una exageración, pero cuanto menos hablara de la joven, mejor.
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Aunque se había esforzado muchísimo por mantenerse lo más alejada posible de todos los
Carroway, a Georgiana siempre le habían gustado Milly y Edwina.
—Ahora que Greydon se ha casado —les dijo a las ancianas—, mi tía ya no me necesita como
acompañante. Ella y su nuera, Emma, se llevan estupendamente, y no quiero meterme en medio.
—¿No estarás pensando en regresar a Shrophsire, querida? Estamos a mitad de la Temporada.
—Oh, no. Mis padres todavía tienen otras tres hijas esperando ser presentadas en sociedad. No
creo que quieran que regrese allí y les dé tan mal ejemplo. Incluso Helen les sobra, y eso que está
casada.
Edwina le dio unas palmaditas en el brazo.
—Tú no eres un mal ejemplo, Georgiana. Milly y yo nunca nos hemos casado, y jamás hemos
echado en falta un marido.
—Y no es que no tuviéramos pretendientes —añadió su hermana—. Lo que pasó fue que nunca
encontramos al adecuado. Yo nunca me he arrepentido de no haberme casado, pero tengo que
reconocer que echo de menos bailar.
—Por eso precisamente estoy aquí. —Georgiana se echó un poco hacia adelante e inspiró
hondo. Había llegado el momento de hacer el primer movimiento y empezar la partida—. Pensé
que quizá les gustaría tener a alguien que les hiciera compañía, y a mí me iría muy bien sentirme
útil, así que...
—¡Oh, sí! —la interrumpió Edwina—. ¡Sería maravilloso tener otra mujer en casa! Créeme, con
los muchachos Carroway aquí instalados hasta final de verano, será un alivio poder mantener una
conversación con alguien civilizado.
Georgiana sonrió y le cogió la mano a Milly.
—Bueno, Milly, ¿y usted qué opina?
—Estoy convencida de que tienes cosas mejores que hacer que pasarte el día haciendo
compañía a una vieja carcamal como yo.
—Tonterías. Mi misión a partir de ahora será volver a verla bailar —respondió la joven con
convicción—. Será un auténtico placer.
—Oh, di que sí, Milly. ¡Lo pasaremos muy bien!
Milly Carroway sonrió y sus pálidas mejillas se sonrojaron.
—Está bien, sí.
Georgiana se cogió las manos para tratar de controlar su entusiasmo.
—¡Fantástico!
Edwina se puso en pie.
—Le pediré a Dawkins que te prepare una habitación. Me temo que ahora que todos los
muchachos están en la ciudad, todas las del ala oeste están ocupadas. ¿Te molesta el sol por las
mañanas?
—En absoluto. Me gusta levantarme temprano. —Además, no tenía intención de dormir
demasiado estando bajo el mismo techo que el diablo de Tristan Carroway. Todo aquello era una
locura, pero si no lo hacía ella, ¿quién iba a hacerlo?
Mientras su hermana salía de la habitación, Milly permaneció sentada en el mullido sillón,
entre un montón de cojines. El pie que tenía vendado descansaba encima de un taburete tapizado.
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—Estoy muy contenta de que vayas a quedarte con nosotras —le dijo, bebiendo un poco de té.
Sus ojos oscuros la observaron por encima del borde de la taza de porcelana antes de proseguir—:
Pero tenía la impresión de que tú y Tristan no os llevabais bien. ¿Estás segura de que quieres hacer
esto?
—Es cierto que su sobrino y yo tenemos nuestras diferencias —admitió Georgiana, eligiendo las
palabras con mucho cuidado. Seguro que, más tarde, Dare trataría de sonsacar a sus tías sobre su
visita, y necesitaba plantar los primeros elementos de su trampa—. Pero ésa no es razón para que
no esté con usted y Edwina.
—Si estás segura, querida...
—Sí lo estoy. Ustedes me han hecho sentir útil de nuevo. Odio pensar que no sirvo para nada.
—¿Tienes que escribirle a Frederica para pedirle permiso para mudarte?
Georgiana tomó aire.
—No, por supuesto que no. Tengo veinticuatro años, Milly. Y a mi tía le encantará saber que
estoy viviendo con usted y Edwina. —Con una última sonrisa, se puso en pie—. De hecho, iré a
decírselo esta misma mañana, y así me ocuparé de unas cuantas cosas que tengo pendientes.
¿Quiere que regrese esta noche?
Milly se rió.
—Estoy convencida de que no sabes dónde te metes, pero sí, me encantaría que vinieras esta
noche. Le diré a la señora Goodwin que ponga otro plato en la mesa.
—Gracias.
Georgiana fue en busca de su doncella y juntas montaron en el carruaje de su tía.
Milly Carroway cojeó hasta la ventana para observar cómo el coche de la duquesa viuda partía.
—¡Siéntate, Millicent! —exclamó Edwina al volver a entrar en la habitación y ver a su hermana
—. Lo echarás todo a perder.
—No te preocupes, Winna. Georgie se ha ido a buscar sus cosas, y Tristan está en Tattersall.
—No me puedo creer que haya sido tan fácil.
Milly volvió a sentarse, y no pudo evitar sonreír al ver la expresión satisfecha de Edwina, a
pesar de sus propias reservas.
—Reconozco que Georgiana nos ha ahorrado tener que pedirle a Frederica que nos la prestara
durante la Temporada, pero todavía no podemos cantar victoria.
—Oh, tonterías. Tristan y ella llevan ya seis años peleados. ¿Acaso quieres que nuestro sobrino
se case con una de esas bobas debutantes? Esos dos están hechos el uno para el otro.
—Sí, igual que la pólvora y una cerilla.
—Ja. Ya lo verás, Milly. Ya lo verás.
—Eso es exactamente lo que temo.
Todo había ido tan bien que a Georgiana le costaba creer que de verdad se hubiera atrevido a
hacerlo. Apenas había tenido que sugerir que quería mudarse allí y las dos ancianas habían hecho
el resto. Pero ahora, de regreso a la mansión Hawthorne, empezaba a asimilar el alcance de su
decisión.
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Había aceptado mudarse a la mansión Carroway, donde vería a Tristan a diario. Había puesto
en marcha un plan que no estaba convencida de poder llevar a término. Uno que pretendía poner
a Dare en su lugar, darle una lección, y enseñarle lo que pasaba cuando a uno le rompían el
corazón.
—Bueno, nadie se lo tiene más merecido que él.
Su doncella, sentada en el otro extremo del carruaje, se quedó mirándola. —¿Milady?
—Nada, Mary. Estoy pensando en voz alta. ¿No te importa cambiar de casa durante un tiempo,
no? —No, milady. Será como una aventura.
Convencer a su doncella de que le siguiera la corriente era una cosa, pero convencer a su tía,
iba a ser otra muy distinta.
—Georgiana, te has vuelto loca.
Frederica Brakenridge, duquesa viuda de Wycliffe, dejó la taza con tanta fuerza encima de la
mesa que derramó el té.
—Pensaba que Milly y Edwina Carroway te caían bien —replicó su sobrina, tratando de
mantener su expresión de inocente sorpresa.
—Y así es. Y yo pensaba que tú no soportabas a lord Dare. Te has pasado los últimos seis años
quejándote de un beso que te robó por una apuesta, o una tontería por el estilo.
Georgiana tuvo que recurrir a todo su control para no sonrojarse.
—Ahora que han pasado tantos años, eso parece muy trivial, ¿no crees? —preguntó con
ligereza—. Además, tú ya no me necesitas, y mis padres todavía menos. A la señorita Milly en
cambio, le irá bien tener compañía.
La mujer suspiró.
—Tanto si te necesito como si no, disfruto de tu compañía. Confiaba en tenerte a mi lado hasta
que te casaras; con tu dote, no hay motivo que justifique que vayas haciendo de dama de
compañía una vez tras otra.
Sí lo había, pero no tenía intención de decírselo a nadie.
—No deseo casarme, y digamos que no puedo alistarme en el ejército, ni dedicarme a una
carrera eclesiástica. Tener tanto tiempo libre no es lo mío. Proporcionar compañía a una amiga me
parece la mejor solución, al menos hasta que alcance una edad en que la sociedad acepte que voy
a quedarme soltera, y pueda por fin dedicar todo mi tiempo y mi dinero a las obras de caridad.
—Está bien, al parecer, lo tienes todo planeado. ¿Quién soy yo para entrometerme? —
preguntó entonces Frederica—. Ve con ellas, y dales recuerdos de mi parte a Milly y a Edwina.
—Gracias, tía Frederica.
Para su sorpresa, su tía le cogió la mano y se la apretó. —Ya sabes que aquí siempre serás
bienvenida. Puedes regresar cuando quieras. Recuérdalo, por favor.
Georgiana se puso en pie y le dio un beso en la mejilla. —Lo haré. Gracias.
Todavía le quedaba hablar con Amelia Johns el jueves en el baile de los Ibbottson, pero por el
momento, su plan estaba en marcha.
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CAPÍTULO 03
¡Oh, Dios! Qué maldades traman los perversos.
En sus mentes reina la confusión.
Enrique VI, parte II, acto II, escena I
Mientras Tristan bajaba la escalera para ir a cenar pensó que la casa estaba inusualmente
tranquila. Toda su familia estaba reunida en el comedor, pero aquel silencio no se parecía al que
solía producirse cuando cesaba el caos. Era más bien como si la mansión Carroway al completo
estuviera conteniendo el aliento.
O quizá lo único que le pasaba era que la visita de lady Georgiana Halley había trastocado sus
percepciones, pensó al ponerse bien la chaqueta antes de abrir las puertas del comedor. Dio un
paso... y se detuvo en seco.
Allí estaba, sentada a su mesa, riéndose de algo que había dicho Bradshaw. Su rostro debió de
reflejar su sorpresa, porque la joven levantó la vista y enarcó una ceja al verlo.
—Buenas noches, milord —saludó sin alterar su sonrisa, a pesar de que sus ojos verdes
perdieron toda calidez.
Tristan dudaba de que nadie fuera de él se hubiera percatado del cambio y apretó la
mandíbula.
—Lady Georgiana.
—Llegas tarde —le dijo su hermano menor, Edward—. Y Georgie dice que eso es de muy mala
educación.
Aquel renacuajo acababa de conocerla, y ya utilizaba su nombre de pila. Tristan se sentó a la
cabecera de la mesa y se dio cuenta de que algún idiota había colocado a Georgiana a su derecha.
—Y también lo es quedarse a cenar sin haber sido invitada.
—Sí ha sido invitada —señaló Milly.
Tristan reparó entonces en que, por primera vez en varios días, sus dos tías estaban sentadas a
la mesa. Maldiciendo interiormente a Georgiana por haber conseguido que no se fijara en ello,
volvió a ponerse en pie.
—Tía Milly, bienvenida de nuevo al caos. —Rodeó la mesa y le dio un beso a la mujer en la
mejilla—. Pero deberías haberme mandado llamar. Habría sido un placer traerte hasta aquí.
—No digas tonterías —respondió su tía sonrojándose—. Georgiana ha traído ese artilugio con
ruedas junto con sus cosas, así que ella y Dawkins sólo han tenido que empujarme hasta el
comedor. Ha sido divertido.
Tristan se puso tenso y miró a la joven.
—¿Sus cosas? —repinó.
—Sí —contestó ella inocente—. Me he mudado aquí.
Estuvo a punto de quedarse boquiabierto, pero consiguió cerrar la boca a tiempo.
—No, ni hablar.
—Sí.
—No.
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—Eres...
—Se ha mudado aquí —los interrumpió Edwina—. Ha venido a ayudar a Milly, así que calla y
siéntate, Tristan Michael Carroway.
Ignorando las muecas de sus hermanos volvió a mirar a Georgiana. La muy descarada le estaba
sonriendo.
Al parecer, Tristan había cometido tantas maldades que su castigo iba a empezar en vida. La
eternidad no le bastaba para expiar todo lo que había hecho. Obligándose a sonreír, se sentó de
nuevo en su silla.
—Comprendo. Si de verdad crees que puede serte útil, tía Milly, no tengo ningún
inconveniente.
Georgiana frunció el cejo.
—¿No tiene ningún inconveniente? Nadie le ha preguntado, milord...
—No, pero me gustaría señalar, lady Georgiana —la interrumpió él—, que vas a instalarse en
una casa en la que viven cinco caballeros, tres de los cuales son adultos.
—Cuatro —intervino Andrew sonrojándose—. Tengo diecisiete años. Soy mayor que Romeo
cuando se casó con Julieta.
—Pero sigues siendo menor que yo, y eso es lo que cuenta —replicó Tristan advirtiendo a su
hermano con la mirada. Normalmente, la falta de disciplina no le molestaba, pero no quería darle
más munición a Georgiana. Tenía ya más que suficiente.
—No se preocupe por mi reputación, lord Dare —dijo la joven, y él se dio cuenta de que evitaba
sus ojos—. La presencia de sus tías me aporta toda la respetabilidad que necesito.
Por algún maldito motivo, estaba decidida a quedarse. Tristan ya averiguaría más tarde el
porqué cuando no tuviera media docena de pares de ojos observando atentamente lo que sucedía
entre los dos.
—Pues bien, quédate —le dijo mirándola furioso—. Pero no digas que no te lo advertí.
A pesar de estar lejos de ser inmune a los muy considerables encantos de Georgiana, Tristan
había desarrollado la capacidad de aparentar indiferencia a la perfección. En cambio, Bradshaw,
dos años menor que él, y con una reputación casi tan discutible como la suya, no tenía tal talento.
En el otro extremo, Robert, de veintiséis años, bien podría haber estado cenando solo, a juzgar por
su expresión. A Andrew, por su parte, se le caía la baba, y Edward, de repente, parecía dispuesto a
utilizar bien todos los cubiertos.
Tristan consiguió acabar la cena sin sufrir una apoplejía, y luego se refugió en la sala del billar,
para poder fumar y maldecir a gusto. Cualquier cosa que hubiera podido haber entre él y
Georgiana había terminado; ella se lo había dejado claro en múltiples ocasiones. Fuera lo que
fuese lo que estaba pasando, no le gustaba lo más mínimo. Y tampoco le gustaba tener que
recurrir a ella para obtener las respuestas que tanto ansiaba. Tendría que sonsacarles la
información a Milly y a Edwina, que seguro estaban también prendadas de la muchacha, y
probablemente no tendrían ni idea de lo que ésta estaba tramando.
—Se ha ido a la cama.
Tristan dio un respingo. Bit estaba apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados
sobre el pecho. Tristan se quedó mirándolo, y se preguntó cuánto rato llevaba allí su hermano.
—¿Qué es esto? ¿Robert la esfinge ha decidido hablar sin que le pregunten? ¿Es un milagro o
estás buscando pelea?
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—He pensado que te gustaría saberlo, por si ya estabas harto de esconderte. Buenas noches. —
Robert se apartó de la pared y desapareció por el pasillo.
—No me estoy escondiendo.
Simplemente, tenía ciertas normas en lo que a lady Georgiana Halley concernía. Si ella le
atacaba, él respondía con amabilidad; si se acercaba a un grupo del que él ya formaba parte, no se
oponía. Y bien podía seguir rompiendo sus condenados abanicos en sus nudillos; Tristan tenía la
teoría de que lo hacía porque quería tocarlo. El contacto entre sus manos duraba un segundo,
pero a él le daba una excusa para seguir regalándole abanicos, cosa que a ella la ponía furiosa.
Sin embargo, el hecho de que Georgiana insistiera en irse a vivir bajo su mismo techo era algo
muy distinto. Para eso no tenía ninguna norma prevista, y necesitaba dar con alguna antes de que
sucediera algo grave.
Resignado, apagó el puro y fue hacia la escalera.
Georgiana estaba sentada frente a la chimenea que había en su habitación, con un libro sin
abrir en el regazo. La noche anterior no había dormido nada, ultimar los últimos detalles de su
plan la había mantenido despierta hasta el amanecer. Y esa noche iba a ser peor. Él estaba en la
misma casa, quizá sólo los separase un piso, tal vez un pasillo.
Un leve golpe sonó en su puerta haciendo que casi se cayese de la silla.
«Cálmate, por todos los santos», se dijo a sí misma. Le había pedido a Dawkins que le subiera
un vaso de leche caliente. Si era impensable que Dare fuera a visitarla en su habitación a plena luz
del día, mucho más lo era de noche.
—Adelante.
La puerta se abrió y entró Tristan.
—¿Estás cómoda? —le preguntó, deteniéndose frente a la chimenea.
—Qué... ¡Fuera de aquí!
—He dejado la puerta abierta —contestó él en voz baja—, así que cálmate si no quieres que
tengamos público.
Georgiana respiró hondo. Tenía razón; si tenía un ataque de pánico por estar sola con él, su
reputación quedaría destruida y no podría darle la lección que tanto se merecía.
—Está bien. Te lo repetiré más calmada: fuera de aquí.
—Antes dime qué diablos estás tramando, Georgiana.
A ella jamás se le había dado bien mentir, y Dare no era ningún tonto.
—No sé por qué crees que estoy tramando algo —se defendió—. Mis circunstancias personales
han cambiado mucho a lo largo del último año, y...
—Y has decidido seguir los dictados de tu corazón y venir a cuidar de mis tías —la interrumpió
él, apoyando una mano en la repisa de la chimenea.
—Sí. —Ojalá no estuviera tan relajado, y ojalá no lo viera más tentador a cada minuto que
pasaba—. ¿Qué sugerirías que hiciera, dadas las circunstancias?
Él se encogió de hombros.
—Cásate. Tortura a tu marido y déjame a mí fuera de todo esto.
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Georgiana dejó el libro a un lado y se levantó. No quería seguir hablando del tema; a decir
verdad, le gustaría que él no volviera a sacarlo nunca. Pero si no tenían aquella conversación de
una vez por todas, Tristan no se creería nada de lo que le dijera, por no mencionar que no se
enamoraría de ella.
—El matrimonio, lord Dare, no es una opción que pueda plantearme, ¿o sí?
El se quedó mirándola durante largo rato, con sus ojos oscuros e inescrutables.
—Seamos francos, Georgiana, a la mayoría de los hombres les importará más la cuantía de tu
dote que el hecho de que no seas virgen. Podría darte el nombre de más de cien que estarían
dispuestos a casarse contigo sin pensárselo dos veces.
—No necesito, ni quiero, a un hombre al que sólo le interese mi dinero —contestó ella furiosa
—. Además, he llegado a un acuerdo con tus tías. Y yo siempre cumplo mi palabra.
Dare se alejó de la chimenea e irguió la espalda. Le pareció más alto de lo que lo recordaba, y
sin poderlo evitar, Georgiana dio un paso atrás. A él le tembló un músculo de la mandíbula y se
dirigió hacia la puerta.
—Pásame el recibo de la silla de ruedas —dijo, ya de espaldas—, y te reembolsaré el dinero.
—No hace falta —respondió ella, tratando de recuperar la compostura—, es un regalo.
—No acepto caridad. Dame el recibo mañana.
—Está bien —suspiró irritada.
Después de que Tristan cerrara la puerta, Georgiana se quedó donde estaba durante un rato.
La noche en que él le había quitado la virginidad, ella creía estar enamorada. Cuando a la mañana
siguiente descubrió que lo había hecho para ganar una apuesta, y que además dicha apuesta
consistía en hacerse con una de sus medias, Georgiana sintió un dolor inimaginable.
Independientemente de sus motivos para no vanagloriarse de dicha conquista ante la buena
sociedad, ella jamás le había perdonado. Y ahora iba a demostrarle lo mucho que dolía ser
traicionado. Quizá entonces entendería lo que significaba ser honorable, y tal vez llegar a ser un
marido decente para una pobre chica inocente como la joven Amelia.
Pensando en eso, Georgiana se tumbó en la cama y trató de dormirse. Tenía que contarle a
Amelia Johns lo que tramaba, si no sería tan culpable como Tristan Carroway de engañarla. Y quizá
debería hacerlo lo antes posible; esperar al baile de los Ibbottson sólo serviría para que Dare
tuviera tres días más de margen para arruinarle la vida a la señorita Johns.
A la señorita Amelia Johns pareció sorprenderle que lady Georgiana Halley fuera a visitarla a su
casa. La joven, con un elaborado moño que dejaba sueltos algunos rizos castaños que le caían
sobre la nuca y las mejillas, y un vestido de muselina anaranjado, era la viva imagen de la
inocencia.
—Lady Georgiana —dijo, haciendo una reverencia con los brazos ocupados por un montón de
flores.
—Señorita Johns, gracias por recibirme esta mañana. Veo que está ocupada. Por favor, siga con
lo que estaba haciendo.
—Oh, gracias —respondió la chica sonriendo, mientras dejaba la carga junto al jarrón más
cercano—. Estas rosas son las preferidas de mamá. No me gustaría que se marchitaran.
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—Son preciosas.
Su anfitriona no le había dicho que se sentara, pero Georgiana no quería que pareciera que
tenía prisa, así que, despacio, se dirigió al otro extremo de la espaciosa salita y tomó asiento en un
mullido sofá.
Amelia seguía de pie frente al jarrón; con el cejo fruncido iba colocando los capullos amarillos,
buscando el ángulo perfecto. Dios santo, aquella muchacha no tenía la más mínima posibilidad de
enfrentarse a Dare.
—¿Puedo ofrecerle un poco de té, lady Georgiana?
—No, gracias. La verdad es que me gustaría hablar con usted de cierto asunto. Algo de
carácter... personal. —Y miró a la doncella que estaba colocando bien unos almohadones.
—¿De carácter personal? —Amelia se rió—. Cielos, suena de lo más intrigante. Hannah, eso es
todo por ahora.
—Sí, señorita.
Una vez la doncella se hubo ido, Georgiana se sentó en una silla más cerca de Amelia.
—Sé que le parecerá de lo más inusual, pero tengo motivos para preguntarle una cosa —
empezó ella.
—¿El qué? —Amelia dejó el ramo y la miró.
—¿Hay alguna relación entre usted y lord Dare?
—¡Oh, no lo sé! —Sus enormes ojos azules se llenaron de lágrimas y la señorita Johns gimió
consternada.
Georgiana se puso en pie al instante y rodeó los hombros de la joven con un brazo.
—Vamos, vamos —dijo con voz suave—. Esto es exactamente lo que me temía.
—¿Lo... lo que se temía?
—Sí. Lord Dare es famoso por ser de lo más complejo.
—Sí, sí lo es. A veces pienso que está a punto de declararse, y luego da un giro a la
conversación y ni siquiera sé si le gusto.
—Pero usted confía en que le pida matrimonio, ¿no es así?
—Él siempre dice que necesita casarse, y baila conmigo más que con las demás, y me llevó a
pasear por Hyde Park. Por supuesto que confío en que me pida matrimonio. Toda mi familia confía
en que lo haga. —Era como si el hecho de que Georgiana hubiera insinuado otra alternativa la
hubiera irritado.
—Sí, supongo que es de lo más razonable —dijo, y frunció las cejas.
Tristan había hecho lo mismo con ella seis años atrás, y ella había esperado exactamente lo
mismo. Al final había terminado sin su virtud, una media menos y el corazón destrozado.
—Y dado que ése es el caso, tengo que contarle una cosa —prosiguió.
Amelia se secó las lágrimas con un precioso pañuelo bordado, a juego con el vestido. —¿Ah, sí?
—Sí. Como quizá ya sabe, lord Dare es uno de los mejores amigos de mi primo, el duque de
Wycliffe. Por ese motivo, a lo largo de los años he tenido oportunidad de observar el
comportamiento del vizconde con las mujeres. Y puedo decir sin miedo a equivocarme, que
siempre me ha parecido horrible.
—Completamente de acuerdo.
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«Por ahora todo va bien.»
—Por ello, he decidido que necesita que le den una lección y que le enseñen a comportarse
como es debido con el sexo femenino.
El inocente rostro de Amelia mostró la confusión que sentía.
—¿Una lección? No lo entiendo.
—Verá, resulta que voy a pasar una corta temporada en la mansión Carroway para ayudar a la
tía de lord Dare a recuperarse de un ataque de gota. Tengo intención de aprovechar la
oportunidad para dejarle claro al vizconde lo mal que se está comportando con usted. Tal vez le
parecerá raro. Quizá incluso alguien pueda llegar a pensar que él siente algo de cariño por mí, pero
le aseguro que mi único objetivo es darle un escarmiento, animarlo a que se le declare y
convertirlo en un buen marido para usted.
Tenía lógica, al menos para Georgiana. Se quedó mirando la cara de Amelia para ver si la
muchacha opinaba igual.
—¿Haría eso por mí? Pero si apenas nos conocemos.
—Ambas somos mujeres, y a las dos nos horroriza el comportamiento de Dare. Y a mí me
proporcionaría una satisfacción enorme saber que al menos un hombre aprende a tratar a una
dama.
—De acuerdo, lady Georgiana —dijo Amelia despacio, volviendo a concentrarse en colocar las
rosas—. Si la lección que pretende darle implica que luego él va a querer casarse conmigo,
entonces me parece muy bien. —Hizo una pausa y frunció el cejo—. Porque ahora que estamos
siendo sinceras la una con la otra, tengo que reconocer que la actitud del vizconde me confunde.
—Sí, suele pasar.
—Usted le conoce mejor que yo, y tienen la misma edad, así que supongo que tiene más
experiencia. Me alegraré de que le dé ese escarmiento. Cuanto antes, mejor, porque estoy
decidida a convertirme en vizcondesa.
Ignorando la ofensa en lo relativo a su edad, Georgiana sonrió.
—Entonces estamos de acuerdo. Tal como le he dicho, al principio quizá vea cosas que le
parezcan raras, pero tenga paciencia, al final, todo tendrá sentido.
Georgiana subió muy contenta al carruaje que había alquilado y regresó junto con su doncella a
la mansión Carroway. Tristan no sabría lo que pasaba hasta que fuera demasiado tarde. Cuando
terminara con él, jamás volvería a plantearse mentir a ninguna joven sobre sus sentimientos, ni
robarle una media mientras durmiera. Cuando todo acabase, Dare se casaría con Amelia Johns y
no se atrevería a mirar a ninguna otra.
—Bueno, Beacham, ¿qué novedades tiene?
Visiblemente incómodo, el abogado se sentó en la silla que había frente al escritorio de Dare,
pero él no se lo tomó como una mala señal. Jamás había visto a Beacham relajado.
—Hice lo que me pidió, milord —respondió el hombre, pasando las hojas hasta dar con la que
estaba buscando—. Según mi último informe, en América la cebada se vende siete chelines más
cara que aquí.
Tristan hizo números mentalmente.
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—Eso son ciento cuarenta chelines la tonelada, y mandar una tonelada hasta allí en barco
cuesta cien chelines. Creo que no vale la pena tanto esfuerzo para ganar como mucho doce libras.
El abogado hizo una mueca.
—Las cuentas no son exactamente ésas...
—Beacham, ahora vamos a cambiar de asunto.
—Por supuesto, sí, milord. ¿De qué asunto quiere hablar?
—De la lana.
El hombre se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo. Ese gesto solía ser buena señal.
—Exceptuando las ovejas Cotswold, el mercado de la lana es muy lento.
—Mis ovejas son Cotswold —objetó Tristan.
Las gafas volvieron al puente de la nariz del abogado.
—Lo sé, milord.
—Todos lo sabemos. Vayamos a lo que importa. Dígame el beneficio de una aventura
americana con la lana, descontando los gastos.
Esa vez, las gafas siguieron en su sitio, y Tristan se dio cuenta de que dedicaba mucho tiempo a
analizar a sus oponentes, a descubrir sus signos de debilidad. No en vano el año anterior había
ganado más dinero apostando que mediante las vías habituales.
—Anticipo un beneficio de ciento treinta y dos libras, más o menos.
—Más o menos.
—Sí, milord.
Tristan soltó el aire que estaba conteniendo, para en seguida volver a quedarse sin respiración
al ver la figura envuelta en seda rosa y amarilla que cruzó por delante de la puerta abierta de su
despacho.
—Bien. Entonces, póngalo en marcha.
—De acuerdo, pero sigue siendo arriesgado, milord. Tenga en cuenta que el tiempo y la
distancia también intervienen en la ecuación.
Con una leve sonrisa, Tristan se puso en pie.
—Me gusta correr riesgos. Soy consciente de que lo que gane no será suficiente para ayudarme
a salir de la situación actual, pero al menos estaré ganando algo de dinero, que es igual de
importante.
El abogado asintió con la cabeza.
—Si me permite serle franco, milord, ojalá el anterior vizconde hubiera tenido el criterio que
tiene usted a la hora de invertir.
Ambos sabían que su padre había malgastado en una época en la que se tenía que ahorrar, y
que había malvendido algunos objetos; los suficientes como para hacer sonar la alarma y poner en
alerta a sus acreedores y al resto de los nobles. El resultado fue un absoluto desastre.
—Y yo le doy gracias por ser el único abogado que ha atendido a la familia Dare sin propagar
rumores. —Tristan lo acompañó a la puerta—. Por eso sigue trabajando para mí. Ocúpese de la
correspondencia, si es tan amable.
—Sí, milord.
A continuación fue tras Georgiana, a la que encontró frente a la sala de música.
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—¿Adonde has ido esta mañana? —le preguntó.
Ella se sobresaltó y su precioso rostro delató que ocultaba algo.
—No es asunto tuyo, Dare. Vete.
—Estoy en mi casa. —La reacción de ella lo intrigó, y optó por decir algo distinto a lo que iba a
decirle—. Dispongo de un carruaje y una calesa. Ambos están a tu disposición. No tienes que
alquilar uno.
—No me espíes. Haré lo que me venga en gana. —Georgiana dudó unos instantes, como
queriendo entrar en la sala de música, pero sin desear que él la siguiera allí—. Estoy ayudando a
tus tías como amiga, no soy tu empleada, por tanto, no es asunto tuyo ni dónde ni cómo ni con
quién pase la mañana, milord.
—Excepto cuando estés en mi casa —le espetó él—. ¿Qué vas a hacer a la sala de música? Mis
tías no están aquí.
—Sí, sí lo estamos. —La voz de Milly sonó desde el interior—. Haz el favor de comportarte.
Para su sorpresa, Georgiana dio un paso hacia él.
—¿Decepcionado, Dare? —murmuró—. ¿Tenías ganas de seguir atormentándome un rato
más?
Tristan también sabía jugar a ese juego.
—Las ganas que pudiera tener de hacerte nada ya se me han pasado. —Levantó un dedo y le
acarició uno de los rizos que tenía cerca de la cara.
—Entonces tendré que encontrar el modo de que vuelvas a tenerlas —replicó ella con la
mandíbula apretada.
Tristan apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que llevaba un abanico en la mano antes de que
Georgiana le golpease los nudillos con él.
—¡Maldita sea! Eres una arpía —gritó, apartando la mano al tiempo que el montón de varillas y
tela caían al suelo—. No puedes ir por ahí golpeando a los caballeros.
—Nunca he golpeado a un caballero —contestó ella, y desapareció en la sala de música.
Tristan bajó la escalera a gran velocidad, negándose a frotarse los nudillos. Tendría que acortar
la comida en White's si quería tener tiempo de ir a comprarle un abanico. Sonrió con tristeza. A
pesar de lo justo que era su presupuesto se negaba a dejar de comprárselos. Nada la ponía más
furiosa que el hecho de que él le hiciera regalos.
Tristan miró el batallón de jóvenes damas solteras que había en una de las esquinas del salón
de los Ibbottson. La cuadrilla, formada por las más mayores, permanecía cerca de la mesa de
refrescos, como si la comida pudiera hacerlas más atractivas ante la manada de hombres que las
acechaban como lobos. Nunca había visto a Georgiana formar parte de ese mercado de carne, a
no ser que estuviera charlando con alguna dama que hubiera tenido la desdicha de terminar allí.
Ni en la peor de sus pesadillas se habría imaginado que la preciosa hija del marqués de Harkley
se resignaría a convertirse en una solterona. La idea de que ella se viera obligada a ello por culpa
de lo sucedido seis años atrás era ridícula. Georgiana era muy inteligente, bien educada, divertida,
alta, preciosa. Y también extremadamente rica, lo que bastaba para alentar a la mayoría de los
pretendientes.
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Diablos, si por aquel entonces hubiera sabido lo vacías que su padre iba a dejar las arcas de la
familia Dare, tal vez se habría tomado sus sentimientos hacia Georgiana más en serio. Y si ella no
hubiera descubierto aquella estúpida apuesta, y convencido a sí misma de que ése había sido el
único motivo por el que Tristan se había interesado por ella, ahora sus circunstancias serían muy
distintas.
—¿No es ésa tu Amelia? —le preguntó tía Edwina desde atrás.
—Ella no es mi nada. Dejemos las cosas claras, por favor. —Lo último que necesitaba era otro
malentendido entre él y una potencial esposa. Con sus problemas financieros, estaba a punto de
convertirse en incasable. De hecho, tenía más probabilidades de terminar aparcado junto a la
mesa de refrescos él que Georgiana.
—¿Así que tienes a otra candidata en mente? —Su tía le rodeó el brazo con los dedos y se puso
de puntillas—. ¿Quién es? —susurró.
—Por Dios santo, tía, no es nadie. Deja de jugar a la celestina. —Ella bajó la vista afligida y él
suspiró—. Probablemente será Amelia, pero me gustaría inspeccionar toda la cesta de la fruta
antes de elegir un melocotón en concreto.
La mujer se rió.
—Veo que te has reconciliado con la idea del matrimonio.
—¿Por qué lo dices?
—El mes pasado lo comparaste con la tienda de un boticario llena de venenos. Ahora en
cambio es una cesta llena de fruta, y con melocotones y todo.
—Sí, pero los melocotones tienen hueso.
Una silla de ruedas se deslizó pasándole por encima del pie y deteniéndose allí.
—¿Qué es lo que tiene hueso? —preguntó Milly.
Milly Carroway era una mujer fornida, y su peso, combinado con el de la silla de ruedas, bastó
para que su sobrino viera las estrellas. La que llevaba la silla le sonrió con unos brillantes ojos
verdes llenos de picardía. Sin apartar la vista, Tristan colocó la mano encima de la de Georgiana,
enredó los dedos con los de ella, y echó la silla hacia atrás.
Ella se tensó como si la hubiera golpeado, pero la rueda se alejó del pie de Dare y éste pudo
volver a respirar. A priori, supuso que era mejor que lo pisara que no que le golpeara los nudillos
con otro abanico, pero al pensar eso no había tenido en cuenta el peso de su tía, ni de la enorme
silla de ruedas.
—Los melocotones —respondió.
—¿Y qué tiene que ver eso con nada? —insistió.
—Tristan va a casarse con un melocotón —explicó Edwina—. Pero tiene miedo a los huesos.
—No le tengo miedo a los huesos —aclaró él—. Es sólo cuestión de sentido común.
—¿Así que las mujeres somos piezas de fruta? —preguntó Georgiana—. ¿Y eso en qué lo
convierte a usted, lord Dare?
El enarcó una ceja.
—Será mejor que consideremos que ha sido una pregunta retórica, ¿no? —replicó Tristan.
—No, no sería ni la mitad de divertido.
Georgiana estaba de buen humor. En otras circunstancias, a Tristan le habría encantado seguir
con la discusión, pero dado que tenía intención de pasarse el resto de la noche convenciéndose de
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que era capaz de soportar a un melocotón llamado Amelia Johns, no quería malgastar sus energías
enfrentándose a la mujer que tanto lo atormentaba.
—¿Por qué no sigo entreteniéndola más tarde? —sugirió, dando unos golpecitos a su tía Milly
en el hombro—. Si me disculpan, señoritas.
Se dirigió entonces hacia el grupo mujeres expectantes. Entre ellas había varias herederas
dispuestas a ofrecer su dote a cambio de un título nobiliario. Amelia Johns parecía la menos
desagradable del lote, aunque todas compartían mediocridad.
—Milord.
Al oír esa voz femenina a su espalda, se quedó inmóvil.
—Lady Georgiana —respondió, dándose media vuelta.
—Yo, bueno, recuerdo que hace unos años había una cosa que se te daba muy bien —dijo en
voz baja, con las mejillas sonrojadas.
Era imposible que estuviera hablando de lo que él creía.
—¿Disculpa? —dijo, pues le pareció mejor asegurarse que arriesgarse a recibir un nuevo golpe.
—Bailar —aclaró la joven al instante, sonrojándose todavía más—. Me acuerdo de que bailabas
muy bien.
Tristan ladeó la cabeza y trató de descifrar su expresión.
—¿Estás sugiriendo que te invite a bailar?
—Por el bien de tus tías, creo que al menos deberíamos aparentar que somos amigos.
Eso sí que no se lo esperaba, pero por el momento estaba más que dispuesto a seguirle la
corriente.
—Está bien. A pesar de que corro el riesgo de que me rechace, lady Georgiana, ¿quiere bailar
conmigo?
—Será un placer, milord.
Tristan le tendió la mano y vio que la de ella temblaba.
—¿Prefieres esperar a que no suene un vals? Cualquier otra danza bastará para fingir nuestra
amistad.
—Por supuesto que no. No te tengo miedo.
Dicho eso, Georgiana posó su mano en la de él y permitió que la guiara hasta la pista de baile.
Tristan titubeó al mirarla, pero luego le apretó los dedos con fuerza y, despacio, le deslizó su otro
brazo alrededor de la cintura. Ella se estremeció, pero levantó la mano que tenía libre y la colocó
sobre su hombro.
—Si no me tienes miedo —murmuró él al empezar a bailar—, ¿por qué tiemblas?
—Porque no me gustas, ¿te acuerdas?
—Tú nunca has dejado que lo olvidara.
Durante un segundo, ella lo miró a los ojos, para desviar de nuevo la mirada hacia el nudo de su
pañuelo de cuello. En el otro extremo de la sala, el primo de Georgiana, el duque de Wycliffe, los
miró sonriente, pero su única reacción ante lo que veía fue encogerse de hombros.
—Creo que Wycliffe se desmayará de la impresión —comentó Tristan, buscando algo qué decir.
—He dicho que debíamos bailar para convencer a tus tías de que podemos llevarnos bien —
replicó la joven—. Eso no implica que quiera hablar contigo.
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Si no podían hablar, al menos podía disfrutar del placer de bailar con ella; Georgiana era ágil y
sensual, y Tristan disfrutó tanto como seis años atrás. Parte del problema de que viviera en su casa
era que él nunca había dejado de desearla. Hacer el amor con Georgiana había sido
increíblemente apasionado, y a una parte perversa de sí mismo le encantaba saber que había sido
el primero, aunque ella pareciera empeñada en torturarlo durante toda la eternidad por ello.
—Si se supone que somos amigos, permite que te diga que no debes apretar los labios con
tanta fuerza —murmuró.
—No me mires los labios —le ordenó mirándolo.
—¿Quieres que te mire los ojos, la nariz? ¿Tu precioso escote?
Ella se sonrojó de la cabeza a los pies y levantó la barbilla.
—Mírame la oreja izquierda —dijo.
Tristan se rió.
—Está bien. Es una oreja bastante bonita, lo reconozco. Y está a la misma altura que la derecha.
Sí, bastante aceptable.
Georgiana se mordió los labios para no reír, y él fingió no darse cuenta. Al fin y al cabo, le
estaba mirando la oreja. Y aunque no veía el resto de su cuerpo, sin duda podía sentirlo. La falda
azulada de su vestido se le enredaba entre las piernas, los dedos de ella lo apretaban y se
aflojaban al instante, y al girar, las caderas de ambos se rozaron.
—No me acerques tanto —susurró la joven, apretándole de nuevo los dedos.
—Lo siento —dijo él, dejando de nuevo la correcta distancia de separación—. Es la costumbre.
—Hace seis años que no bailamos, milord.
—Eres imposible de olvidar.
Unos helados ojos esmeralda se clavaron en los suyos.
—¿Se supone que eso es un cumplido?
Dios santo, iba a conseguir que lo matara.
—No. Es sólo un hecho. Desde que... nos separamos, tú has roto diecisiete abanicos
golpeándome los nudillos, y tengo dos dedos del pie medio rotos. Todo eso es imposible de
olvidar.
El vals terminó y Georgiana se apartó al instante.
—Bastará con este baile para que crean que somos amigos —comentó, y con una reverencia se
alejó de allí.
Tristan observó el vaivén de sus caderas al irse. Tanto si bastaba con aquel baile como si no,
había conseguido que se olvidara de que se suponía que tenía que bailar el primer vals de la noche
con Amelia. Seguro que, ahora, la joven heredera le ignoraría durante el resto de la velada.
Miró a Georgiana hasta que ésta desapareció, oculta por unas parejas que estaban bailando.
Un dedo del pie medio roto y un vals. Y si sus sospechas eran acertadas, aquello no había hecho
más que empezar.
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CAPÍTULO 04
Noble dama, la maldad del hombre reside en el acero,
sus virtudes las escribimos en agua.
Enrique VIII, acto IV, escena II
Las amigas de Georgiana se abalanzaron sobre ella tan pronto como llegó al otro extremo de la
pista de baile.
—¡Así que es verdad!
—He oído que...
—¿De verdad lo has hecho, Georgie? No me lo puedo creer...
—Por favor —protestó ella—, necesito un poco de aire.
Lucinda y Evelyn prácticamente la llevaron en volandas hasta la ventana más cercana. Tras
abrirla, Georgiana hizo una profunda inspiración.
—¿Mejor? —preguntó Evelyn
—Casi. Dadme un momento.
—Tómate todos los momentos que quieras. Yo misma necesito uno o dos después de verte
bailar un vals con Dare. ¿Sabes?, he visto cómo te sonreía.
—Yo también lo he visto. ¿Ya se ha enamorado de ti?
—Silencio —advirtió Georgiana, cerrando la ventana para sentarse en el alféizar—. Y no, por
supuesto que no. Todavía estoy intentando llamar su atención.
—Cuando Donna Bentley me dijo que te habías mudado a la mansión Carroway, no me lo podía
creer. Nos dijiste que nos contarías lo que tenías planeado.
Georgiana oyó el reproche implícito en las palabras de Lucinda, pero no podía hacer nada para
remediarlo.
—Lo sé, pero todo sucedió más rápido de lo que pensaba —explicó.
—Eso está claro. Pero ¿qué pasará cuando la gente empiece a hablar?
—Las tías del vizconde son muy buenas amigas de la duquesa —respondió Georgiana—. Estoy
ayudando a la señorita Milly mientras se recupera de su último ataque de gota.
—Visto así tiene sentido —comentó Evie, visiblemente aliviada—. Y todavía no he oído ningún
rumor al respecto.
Lucinda se sentó al lado de Georgiana.
—Georgie, ¿estás segura de que quieres seguir adelante con esto? Sé que hemos
confeccionado esas listas, pero las cosas se están poniendo muy serias.
—Y, además, todo el mundo sabe que odias a lord Dare.
Sí, y todos creían que ese odio se debía a que él la había besado y luego ella había descubierto
que lo había hecho por una apuesta. Nadie sabía la verdad; ni su tía, ni sus amigas, ni los nobles de
la buena sociedad, sólo Tristan Carroway. Y Georgiana tenía intenciones de que siguiera siendo así.
—¿No crees que eso me da más motivos que nadie para querer darle una lección? —preguntó.
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—Supongo que sí, pero podría ser peligroso, Georgiana. Él es vizconde, y tiene muchas
propiedades. Y ya conoces su reputación.
—Y yo soy prima del duque de Wycliffe, e hija del marqués de Harkley.
Dare habría podido destrozar su reputación seis años atrás y no lo había hecho. Pero que no se
planteara vengarse de ella después de descubrir su actual plan, era harina de otro costal.
Georgiana se estremeció. Si Tristan tenía un ápice de sentido del honor, seguro que no pasaría
nada.
—Tengo que reconocer —dijo Evelyn, cogiéndole la mano—, que es muy emocionante. Eso de
saber qué estás tramando cuando nadie más lo sabe.
—Y nadie más puede saberlo, Evie —recalcó Lucinda, mirando por encima del hombro,
temerosa de que alguien pudiera oírlas—. Si alguien descubre que todo esto es un juego, la
reputación de Georgiana quedará arruinada.
—Yo no diré nada —protestó Evelyn—. Deberías saberlo.
—Eso no me preocupa —dijo Georgiana, apretándole la mano—Sois mis mejores amigas.
—Es sólo que lo de engañar y mentir no es lo nuestro —prosiguió Evelyn.
En eso tenía razón.
—No os olvidéis de que después os toca a vosotras dos.
—Georgiana les sonrió.
—Primero esperaré a ver si tú sobrevives a esto —replicó Lucinda con mirada seria a pesar de
su sonrisa—. Ve con cuidado, Georgie.
—Lo haré.
—Lady Georgiana.
El caballero que apareció en la puerta del salón era el polo opuesto a Dare, gracias a Dios. No
estaba lista para otro enfrentamiento verbal.
—Lord Westbrook —lo saludó sonriendo con alivio.
El marqués hizo una reverencia.
—Buenas noches, señorita Barrett, señorita Ruddick.
—Lord Westbrook.
—Veo que ha decidido asumir otra tarea —comentó el joven mirando a Georgiana—. Seguro
que los Carroway le están muy agradecidos por su ayuda.
—Le aseguro que es mutuo.
—¿Peco de optimista si confío en que le quede algún hueco en su carnet de baile para mí?
Ella miró al atractivo marqués durante unos segundos. Puesto que se suponía que Dare tenía
que enamorarse de ella, Georgiana tendría que fingir estar a su vez enamorada de él, pero le
gustaba John Blair, lord Westbrook. Era el más caballeroso de todos sus pretendientes, muy
distinto a los que acompañaban al vizconde Dare.
—Resulta que tengo libre la siguiente cuadrilla.
El sonrió.
—Entonces, regresaré a buscarla dentro de unos segundos. Mis disculpas, señoritas, por haber
interrumpido su conversación.
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—Ese hombre sí que no necesita lecciones de nada —comentó Lucinda, observándolo
desaparecer entre la multitud.
—Entonces, ¿por qué sigue soltero? —preguntó Evelyn.
Lucinda miró a Georgiana.
—Tal vez tenga sus miras puestas en alguien en concreto, y esté esperando a que ese alguien
entre en razón.
—No digas tonterías —soltó Georgiana, poniéndose en pie para ir en busca de Milly y Edwina.
—Entonces, ¿por qué te sonrojas?
—¡No me sonrojo! —Y, además, Westbrook no necesitaba su dinero. Así que, sin el atractivo de
su dote, probablemente al marqués no le parecería demasiado bien su indiscreción pasada con
Dare—. Venid conmigo y charlad con la señorita Milly y la señorita Edwina. Dicen que están
desesperadas por tener una civilizada conversación femenina.
—Ah, nuestra especialidad —exclamó Lucinda, cogiéndola del brazo.
—¿Adonde vais?
Georgiana trató de no sobresaltarse mientras acomodaba a Milly en la silla de ruedas. A su
lado, un par de lacayos exhaustos intentaban recuperar el aliento después de bajar el artilugio,
con Milly sentada en él, por la escalera. Terminó de colocar la manta en el regazo de la anciana
para cubrirle bien el pie enfermo, y luego se incorporó para enfrentarse al vizconde.
—Vamos a dar un paseo por el parque —respondió, dándole las gracias a los sirvientes y
dirigiendo la silla hacia la salida.
Vestida como siempre de negro, Edwina cogió el chal y la sombrilla del mismo color que le
ofrecía Dawkins.
—Y creía que ya habíamos dejado claro que no ibas a estar espiándome —añadió Georgiana.
Él la recorrió con la mirada de arriba abajo, de prisa pero a conciencia, como si no pudiera
reprimir sus instintos masculinos y mirarla sólo a los ojos.
—Toma —le dijo tras unos segundos, sacando una caja alargada y delgada del bolsillo interior
de su chaqueta—. Es para ti.
Ella sabía de sobra qué era: Tristan llevaba seis años regalándoselos.
—¿De verdad crees que es acertado seguir dándome armas? —le preguntó, cogiendo la cajita
con mucho cuidado de no tocarle los dedos.
El abanico era azul claro, y al abrirlo vio en él el dibujo de una paloma. A Georgiana le
molestaba que siempre supiera qué cosas le gustaban.
—Al menos así sé con qué voy a encontrarme —contraatacó él, mirando a sus tías y luego de
nuevo a ella—. Por cierto, ¿no sería mejor que fuerais en la calesa?
—Queremos hacer ejercicio nosotras, no que lo hagan tus caballos.
—Podríamos hacer ejercicio juntos.
Georgiana se puso de color escarlata. Con las ancianas damas presentes no se atrevió a darle la
respuesta que se merecía, y él lo sabía, maldito fuera.
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—Para ti podría ser demasiado peligroso —fue lo mejor que se le ocurrió, y frunció el cejo
mientras abría y cerraba el abanico un par de veces.
—Tal vez estaría dispuesto a correr el riesgo —Se apoyó en el marco de la puerta del salón, y
sus ojos azules reflejaron su diversión—. Tú en cambio quizá te canses antes de lo que crees.
Empujar una silla de ruedas por Hyde Park tiene que ser agotador.
—Gracias por tu preocupación —replicó ella—, pero no es necesario que nos ayudes. —Tenía
que hacer un esfuerzo y ser amable con él, se recordó.
El vizconde se apartó de la pared.
—Iré con vosotras. El hecho de que no sea necesario sólo hace que tenga más mérito.
—No, no es...
Edward, el hermano de ocho años de Dare, bajó entonces saltando por la escalera.
—Si vais a Hyde Park, os acompaño. Quiero montar mi caballo nuevo.
A Tristan le tembló un músculo de la mandíbula.
—Eso lo haremos en otro momento, Edward. No puedo enseñarte a montar y empujar la silla
de tía Milly al mismo tiempo.
—Ya le enseñaré yo —intervino Bradshaw desde el rellano del piso de arriba.
—Creía que te habías alistado a la marina, y no a la caballería.
—En efecto. Y lo hice porque ya sé todo lo que es preciso saber sobre caballos.
Dare empezó a mostrar irritación, así que Georgiana le sonrió con sinceridad.
—Cuantos más mejor —dijo, y se hizo a un lado, dejándole libre el lugar detrás de la silla.
Cuando llegaron a los peldaños de la entrada, donde tenían que reunirse con Edward, su
caballo y Bradshaw, la expedición la formaban ya ocho personas, incluidos los cinco hermanos
Carroway. Tristan observó de reojo a Andrew saltando de su montura, y a Robert siguiéndolo
cojeando un poco.
—Bradshaw va a dar lecciones de equitación a Edward —farfulló, empujando a su tía por la
calle adoquinada—, pero vosotros ¿qué diablos se supone que estáis haciendo aquí?
—Yo ayudo a Bradshaw —respondió Andrew alegremente, colocándose al otro lado de Edward.
—¿Y tú, Bit?
Su hermano mediano se mantenía apartado del resto del grupo.
—Yo estoy dando un paseo.
—Oh, qué bonito —exclamó Milly, aplaudiendo—. La familia al completo disfrutando de una
mañana en el parque; igual que cuando erais unos traviesos niños pequeños.
—Yo no soy travieso —protestó Edward montado en su pony—. Y tampoco lo es el príncipe
George.
—Hay mucha gente que no está de acuerdo con eso, Edward —dijo Tristan con una sonrisa—,
pero estoy convencido de que su alteza te agradecerá el voto de confianza.
—Príncipe George es el nombre de mi caballo —le aclaró el menor de los Carroway.
—Creo que harías bien en reconsiderarlo. Tal vez podrías llamarlo simplemente George.
—Pero...
—O quizá podrías llamarlo Tristan —sugirió Georgiana, tratando de no reír—. ¿Es un caballo
castrado? Bradshaw casi se atragantó.
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—Dare tiene razón, Edward —dijo al recuperarse—. Poner el nombre del monarca presente o
futuro a un animal no está muy bien visto.
—¿Y cómo lo llamarías tú entonces?
—¿Rey? —sugirió Andrew.
—¿Demonio?—dijo Bradshaw.
—Nube de tormenta —contribuyó Georgiana—, al fin y al cabo es gris.
—Sí. Y parece un nombre indio, de las colonias. Me gusta Nube de tormenta.
—¿Por qué será que no me extraña? —farfulló Dare en voz baja.
El humor de Georgiana iba mejorando por segundos, y se agachó para colocarle bien la manta a
Milly.
—¿Está cómoda?
—Más que cualquiera de vosotros —se rió la mujer—. Creo que incluso dormiré una siesta.
—No, insisto en que disfrutes al máximo de la excursión —le dijo Tristan, agachándose para
darle un beso en la mejilla—. El sol y el aire fresco te irán bien. Dormir es para los lagartos.
Georgie miró a Tristan largo rato. Se comportaba de ese modo sin pensar, era
espontáneamente cariñoso con sus ancianas tías. Ella nunca lo habría imaginado; no se le había
pasado por la cabeza que no fuera tan cínico, arrogante y egoísta como creía.
Pero eso no tenía sentido. Si él tuviera sentimientos jamás la habría utilizado como lo hizo. Sin
embargo, la idea de que hubiera podido cambiar era incluso más absurda.
Debían de ofrecer todo un espectáculo en Hyde Park: tres hombres jóvenes extremadamente
atractivos en compañía de dos muchachos, uno de ellos a lomos de un pony negro, dos ancianas, y
una dama de compañía. Con un perro saltando a través de unos aros y un elefante, habrían podido
montar un circo.
—¿Georgie, tú tienes caballo? —le preguntó Edward.
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—Es una yegua —contestó ella—, se llama...
—Sheba. Es una preciosa yegua negra, de raza árabe. —Dare terminó la frase por ella.
—Genial. ¿Está aquí, en Londres?
Georgiana se cruzó de brazos y miró a Tristan.
—Eso pregúntaselo a tu hermano. Al parecer, no tiene ningún problema en responder por mí.
Él dirigió la silla hacia el camino de Rotten Row y dijo:
—Sí, Sheba está en la ciudad. La tiene en el establo de la mansión Brakenridge, con los caballos
del duque de Wycliffe. Mientras estés en nuestra casa —añadió entonces dirigiéndose a Georgiana
— podrías pedir que te la trajeran.
—Sí —exclamó Edward entusiasmado con la idea, saltando encima de su silla—. Podrías salir a
cabalgar, y yo sería tu acompañante.
—¿Y quién sería el tuyo, renacuajo?
—Yo no necesito acompañante. Soy un jinete experto.
Tristan rió con los ojos.
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—Si sigues saltando así, se te va a quedar el trasero morado.
—Espera —intervino Bradshaw—, deja que te afloje un poco las riendas. Si alguna vez quieres
salir a cabalgar, Georgiana, Edward y yo te acompañaremos encantados.
Ella vio cómo Tristan fulminaba a su hermano con la mirada, a pesar de que se esforzó por
disimular.
—Sí, eso sería genial —farfulló acto seguido—, un hombre, una mujer y un niño paseando
juntos. Seguro que nadie chismorrearía. Segurísimo.
—Oh, atadme a un caballo e iré con vosotros —sugirió Milly en broma—, así os daré la
respetabilidad necesaria.
Al imaginarse la escena, Georgiana no pudo evitar reír.
—Agradezco que esté dispuesta a sacrificarse por el bien del decoro, Milly, pero estoy aquí
para ayudarla, no para ponerla en peligro.
A pesar de que todos se rieron, a Georgiana le sorprendió ver que Dare se preocupaba por su
reputación. Lo más probable era que no quisiera que su familia se viera mezclada con ella más de
lo necesario. Bueno, la joven no quería perjudicar en absoluto a la familia de Tristan; le gustaban.
Su objetivo era únicamente él.
Durante el camino de regreso de Hyde Park, Tristan observó cómo Georgiana charlaba
animadamente con su tía Edwina, a la que cogía del brazo, y cómo se reía de vez en cuando con el
resto de su familia. A lo largo de los últimos años, él siempre había tenido la impresión de que la
joven se esforzaba por no divertirse, al menos en su presencia. Ese día en cambio irradiaba buen
humor.
No tenía ni idea de lo que estaba pasando. La noche anterior, un vals. Y ahora, cuando tenía
intención de averiguar qué estaba tramando, toda su familia se había auto-invitado a dar un paseo
por el parque y le habían fastidiado el plan.
Si Georgiana buscaba únicamente un modo de estar ocupada, la buena sociedad estaba repleta
de damas más necesitadas de compañía que sus dos tías. Por otra parte, era imposible que
estuviera cómoda en su casa; al fin y al cabo, provenía de una de las familias más ricas de
Inglaterra. La mansión Carroway era respetable, pero cualquier atisbo de lujo había desaparecido
tras la muerte del parte de Tristan.
Este decidió tentar la suerte.
—Casi se me olvida. El marqués de St. Aubyn me ha ofrecido su palco de la ópera para esta
noche. Tiene cuatro butacas, si a alguno de vosotros le apetece ir. Creo que representan La flauta
mágica.
Andrew resopló.
—Entiendo perfectamente que Saint no quiera ir, pero ¿vas a ir tú? ¿Sin que te obligue nadie?
—¿Has perdido una apuesta o algo por el estilo? —añadió
Bradshaw.
Maldito Shaw por pronunciar esa palabra ante Georgiana.
—Que levante la mano el que quiera ir, por favor.
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Tal como esperaba, Bradshaw y Andrew las levantaron en seguida, seguidos por Edwina y Milly.
Georgiana no, a pesar de que Tristan sabía que le gustaba la ópera. Pero no era la única que podía
jugar a los fingimientos.
—Está bien, iréis los cuatro. Procurad no portaros demasiado bien, o daréis al traste con mi
reputación.
—¿Y tú no vas a ir? —le preguntó Georgiana, empezando a comprender.
Él enarcó una ceja, disfrutando de la sensación de haberle ganado esa partida.
—¿Yo? ¿A la ópera?
—Pero Milly necesitará que alguien...
—Andrew puede hacerlo perfectamente —intervino Bradshaw tan tranquilo—. Podemos atar
la silla detrás del carruaje y tirar de ella y de la tía.
—¡Cielo santo! —Milly se rió de nuevo—. Chicos, terminaréis por matarme.
A pesar de sus protestas, la mujer tenía las mejillas sonrosadas y sus ojos castaños
resplandecían. Al llegar a casa, Tristan no pudo evitar sonreír al ver que Bradshaw la cogía en
brazos y la subía hasta la salita, seguido por Andrew y un lacayo, que se ocuparon de la silla. El
invento había sido una idea fantástica y, aunque sólo fuera por eso, se alegraba de que Georgiana
hubiera decidido instalarse allí.
Mientras las damas permanecían en su salita, Tristan bajó a la planta de abajo para volver a su
despacho. Odiaba hacer cuentas, pero en la situación tan precaria en la que estaban, tenía que
vigilar hasta la última moneda que gastaban. Comprar el pony de Edward y pagarle a Georgiana la
silla de rueda habían consumido el dinero destinado a imprevistos de ese mes, y sólo estaban a día
siete. La venta de lana ayudaría, pero no daría beneficios hasta al cabo de dos o tres meses, como
mínimo.
Ofrecerse a alojar el caballo de Georgiana había sido una estupidez. Ya pagaba la manutención
del pony de Edward, por no hablar de los cuatro caballos de tiro, de su montura y de la de sus
hermanos. Una yegua árabe seguro que comía el doble que Nube de tormenta.
—Maldición —farfulló, apuntando el coste estimado de los gastos.
Por ese motivo había acabado escuchando a sus tías y había empezado a buscar una rica
heredera que quisiera comprar un título. Por eso estaba cortejando a Amelia Johns a pesar de que
lo que él más deseaba era salir huyendo.
Frunció el cejo y se levantó de su escritorio. En los últimos días, apenas había hablado con la
joven, y la última vez que lo había hecho había sido para decirle que, bajo ninguna circunstancia,
asistiría a su maldito recital de canto. Tenía que ser más atento, o algún conde arruinado se la
quitaría de las manos y entonces tendría que empezar a cortejar a otra heredera que quizá fuera
peor que Amelia.
Dawkins llamó a la puerta.
—El correo, milord —dijo, tendiéndole una bandeja de plata con la correspondencia.
Tristan se lo agradeció y, mientras el mayordomo abandonaba el despacho, él empezó a mirar
lo que había llegado. Además del habitual montón de cartas que Andrew recibía de sus amigos del
colegio, el encargado de Dare Park le había mandado el informe de la semana, igual que había
hecho Tomlin, el de Drewbsbyrne Abbey. Sólo había dos facturas, ambas previstas, gracias a Dios,
y una carta perfumada para Georgiana.
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1° de la Serie Lecciones de Amor
No, no era perfume, decidió después de olfatearla más de cerca; era colonia de hombre. ¿Qué
clase de imbécil perfumaba su correspondencia? Le dio la vuelta a la misiva y el potente aroma
casi lo hizo estornudar, pero por desgracia no había remitente.
No le sorprendió que las amistades de Georgiana supieran que tenían que enviarle el correo a
la mansión Carroway; después de lo de la noche anterior, seguro que toda la buena sociedad
londinense sabía hasta la cantidad de vestidos que lady Halley se había llevado a la casa y qué
habían tomado para desayunar. Pero él no tenía intención de entregarle en mano la carta de un
admirador.
—¡Dawkins! —El mayordomo, sin duda anticipando que iba a ser llamado de nuevo, asomó la
cabeza por la puerta—. Dígales a Andrew y a lady Georgiana que tienen correspondencia, por
favor.
—Por supuesto, milord.
Su hermano fue el primero en aparecer, y se esfumó al instante con su montón de cartas bajo
el brazo. Pasaron varios minutos hasta que apareció Georgiana. Al oírla entrar en el despacho,
Tristan levantó la vista de los pocos números en los que había podido concentrarse mientras daba
vueltas a quién diablos le habría escrito.
Si había algo que Tristan no quería era parecer demasiado interesado, así que empujó la
olorosa misiva con el lápiz y siguió escribiendo. Pero al ver que ella se disponía a irse, volvió a
levantar la cabeza.
—¿De quién es? —preguntó, esforzándose por aparentar que no le importaba lo más mínimo si
era de su hermano o del presidente de las Américas.
—No lo sé —contestó Georgiana sonriente.
—Pues ábrela.
—Lo haré. —Y diciendo eso, salió del despacho.
—Maldita sea —farfulló Tristan, y borró los garabatos que había escrito en el libro de cuentas.
Fuera, Georgiana se mordió el labio para no reírse mientras se guardaba el perfumado sobre en
el bolsillo. Lo de mandarse cartas a sí misma era tan... infantil, pero había funcionado.
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CAPÍTULO 05
¡Encerradla en un convento!
Hamlet, acto III, escena I
Cuando la familia terminó de cenar y los cuatro que iban a acudir a la ópera se fueron,
Georgiana estaba dispuesta a reconsiderar sus obligaciones para con las señoritas Carroway. Esa
noche no tenía ningún compromiso, pues había antepuesto las necesidades de Milly y Edwina a
cualquier posible asistencia a bailes o fiestas.
Y ahora eran las dos mujeres quienes se habían ausentado, con lo que Georgiana tenía toda
una velada por delante sin nada que hacer, excepto quedarse en una enorme casa vacía con
Tristan Carroway como único acompañante.
Era un hombre arrogante e imposible; y lo peor de todo era que era capaz de entender que
Amelia Johns estuviera enamorada de él. Si consiguiera olvidar durante un minuto lo mal que se
había portado, incluso podría imaginarse a sí misma de nuevo entre sus brazos, y sentir otra vez
sus cálidas manos, sus labios...
—Georgie —la llamó Edward, entrando de repente en la biblioteca, donde estaba refugiada—,
¿sabes jugar al vingt-et-un?
—Cielos, hace años que no juego.
—No molestes a lady Georgiana. —La profunda voz de Dare resonó desde la puerta—. Está
leyendo.
—Pero ¡necesitamos cuatro jugadores!
Ella se obligó a sonreír y notó cómo se sonrojaba.
—Pero tú y yo sólo somos dos.
—No. Bit, Tristan y yo somos tres. Te necesitamos.
—Sí, te necesitamos —repitió Tristan.
Georgiana trató de discernir si la frase tenía algún doble significado, para así poder
contraatacar, pero le fue imposible averiguar qué se escondía detrás de aquellos ojos azules.
Si declinaba la invitación de Edward, quedaría como una cobarde y una esnob; aún peor,
teniendo en cuenta la manera de ser de Dare, éste no dudaría en llamarla ambas cosas. Uno de los
dos tenía que empezar a comportarse, y más valía que fuera ella.
—Está bien —aceptó, cerrando el libro y levantándose—. Me encantará jugar con vosotros.
Georgiana acabó en el salón, sentada entre Edward y Robert, lo que significaba que iba a
pasarse el resto de la velada observando a Tristan.
Mientras Edward repartía las cartas, se volvió hacia Robert, principalmente para no tener que
mirar al vizconde. Sabía muy poco acerca del mediano de los Carroway, sólo que años atrás Robert
había sido un joven hablador, divertido e ingenioso. Todo el mundo sabía que habían estado a
punto de matarlo en la guerra, y desde que había regresado apenas se lo había visto en algún acto
público. Excepto por una leve cojera, tenía el mismo aspecto de siempre.
—¿Y a ti cómo han conseguido convencerte? —le preguntó con una sonrisa.
—Han tenido suerte.
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Georgiana se arriesgó a seguir con la conversación, a pesar de lo poco comunicativo que él
parecía estar:
—Espero que no te moleste que te lo pregunte, ¿qué significa tu apodo? Bit, ¿no es así?
—Se lo puse yo —contestó Edward, dejando encima de la mesa el resto de la baraja para luego
mirar las cartas que le habían tocado—. Cuando era pequeño pronunciaba así su nombre.
Seguro que al pequeño Edward tanto sus hermanos como ella le debían de parecer unos
ancianos.
—¿Tienes apodos para todos tus hermanos?
Edward entrecerró sus bonitos ojos grises para concentrarse.
—Veamos, Tristan es Dare, pero a veces lo llamo Tris; y Bradshaw es Shaw; a Andrew solemos
llamarlo Drew, pero no le gusta demasiado.
—¿Por qué no?
—Dice que es un nombre de chica, y entonces Shaw lo llama Drusilla.
—Entiendo. —Georgiana hizo esfuerzos para no reírse.
—Y ellos a mí me llaman renacuajo.
—¡Eso es horrible! —Georgiana miró a Tristan. Muy propio de él apodar a un miembro de su
familia con un apelativo tan insultante.
—¡Pero sí soy el renacuajo de la casa! ¡Me gusta! —Edward se levantó un poco y se arrodilló en
la silla para así ganar algunos centímetros y quedar a la altura de sus hermanos.
—Le gusta —repitió Tristan con voz ronca, cogiendo otra carta del montón que había en el
centro de la mesa y dejándola delante de Georgiana.
—No lo entiendo.
—Vingt-et-un —dijo Bit, esparciendo las cartas frente a él. Tristan frunció el cejo y miró a su
hermano. —Nunca te fíes de las aguas tranquilas.
Allí estaba otra vez, aquella mirada cálida y llena de cariño que Tristan reservaba para los
miembros de su familia. Georgiana carraspeó; la sorprendió sentirse incómoda entre aquellos
hermanos que obviamente compartían tantas cosas. Y estaba molesta con Dare por poseer
aquellas cualidades tan maravillosas.
De algún modo, eso lo hacía más... atractivo. Ella era la seductora, se recordó, no la seducida.
—Me sorprende que esta noche no hayas ido a uno de tus clubs, milord. Seguro que allí
sacarías más provecho de tu pericia con las cartas.
—Esto es más divertido —respondió Tristan encogiéndose de hombros.
Al parecer, jugar a cartas con un niño de ocho años y un joven prácticamente mudo era más
divertido que asistir a la ópera, pasear por los jardines de Vauxhall, visitar a una de sus amantes, o
hacer cualquiera de las cosas que hiciese por las noches. Si estaba tratando de impresionarla con
aquella escena doméstica estaba perdiendo el tiempo: ella sabía exactamente qué tipo de hombre
era en realidad.
—Bueno, ¿piensas decirme quién te ha mandado esa carta esta tarde? —le preguntó cuando ya
llevaban una hora jugando.
—No tenía firma —contestó ella, repartiendo de nuevo.
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—Entonces tenemos un misterio que resolver —insistió Dare, inclinándose para coger su copa
—. ¿Algún sospechoso?
—Tengo... alguna idea —insinuó Georgiana, colocando dos cartas boca arriba, frente a él, y dos
delante de ella.
Cielo santo, lo único que pretendía era sugerir que podía tener algún pretendiente lo bastante
osado como para atreverse a entrar en la masculina mansión Carroway, no sabía que fuera a tener
que enfrentarse a la Inquisición.
—¿Quién? —Tristan apoyó la barbilla en la palma de la mano y se quedó mirándola mientras
Robert pedía otra carta.
Georgiana estuvo tentada de decirle que no era asunto suyo, pero la finalidad de todo aquello
era conseguir que él se enamorara de ella, por lo que tenía que dejar de insultarlo cada vez que
abría la boca.
—No me gustaría implicar a nadie sin estar segura —respondió, tratando de no parecer redicha
—. Me reservo la opinión hasta tener más pruebas.
—Más pruebas —repitió él—. ¿Quieres decir que esperas que aparezca por aquí? Dile que
venga a visitarnos.
—Cielo santo, él no vendría aquí —replicó ella frunciendo el cejo.
—¡Vingt-et-un!—gritó Edward dando saltos—. Vosotros dos nunca ganaréis si seguís mirándoos
con ojos de enamorados toda la noche.
Robert carraspeó.
—Bueno —consiguió decir Georgiana, sintiéndose incluso menos elocuente que Bit—, veo que
contigo no tengo ninguna posibilidad de ganar, Edward. Creo que daré la noche por terminada,
caballeros.
Todos se levantaron cuando ella lo hizo, y Tristan le dedicó una envarada reverencia. Georgiana
rezó por salir de allí con dignidad, pero al llegar al pasillo, se cogió la falda y corrió hacia la
escalera.
—¡Georgiana!
La profunda voz de Tristan la detuvo en el rellano.
Se dio media vuelta, decidida a quitarle importancia al comentario de Edward.
—Vaya, eso sí que ha sido inesperado, ¿no?
—Sólo tiene ocho años —se limitó a decir Dare subiendo los escalones de dos en dos—. Y si
sigue así no cumplirá los nueve. No permitas que los comentarios de un niño te afecten.
—Yo... yo... —carraspeó—. Tal como te he dicho, sólo ha sido inesperado. No pasa nada. De
verdad.
—No pasa nada —repitió él, mirándola escéptico.
—No.
—Bien. —Tristan se pasó una mano por el pelo. Un gesto que en el pasado a Georgiana le había
parecido muy atractivo—. No es cierto. Quiero que lo sepas.
Al verlo tan serio, ella se apoyó en la barandilla.
—¿Qué es lo que quieres que sepa?
—Que no te miro con ojos de enamorado. De hecho, estoy pensando en casarme.
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«Aja.»
—¿En serio? ¿Con quién? Iré a felicitarla.
—No lo hagas —dijo Dare demasiado rápido, y la seriedad se convirtió en enfado.
—¿Por qué no? —Georgiana reprimió una sonrisa.
—Yo no, en fin, digamos que todavía no me he declarado.
—Oh, bueno, de todos modos, me alegro de que hayamos aclarado las cosas. Buenas noches,
milord.
Terminó de subir la escalera, consciente de la mirada de él fija en su espalda. Pobre Amelia
Johns. A Tristan Carroway le iría bien que le rompieran el corazón, aunque sólo fuera para
enseñarle que no se podía jugar con los sueños de los demás.
Cuando llegó a su habitación, Georgiana escribió corriendo otra carta para Lucinda y dentro
incluyó otro sobre, escrito con una letra distinta a la del primero, para que su amiga se la enviara.
Ojalá Lucinda utilizara un perfume más discreto. El olor del anterior todavía impregnaba el
ambiente, y juraría que cuando lo echó al fuego las llamas se volvieron azules.
Georgiana se despertó temprano. Debido al ejercicio que ella les hacía hacer, tanto Milly como
Edwina solían dormir hasta tarde. Después de una noche en la ópera, seguro que no las vería hasta
el mediodía. Llamó a Mary, su doncella, y después de ponerse el traje de montar bajó corriendo la
escalera. El lacayo que había mandado su primo estaba esperándola fuera, con Sheba ya ensillada
y lista.
—Buenos días, John —lo saludó sonriente cuando el joven la ayudó a montar.
—Buenos días, lady Georgiana —respondió él, subiéndose luego a su propio caballo—. Creo
que esta mañana Sheba tiene ganas de galopar.
—Me alegra oírlo, porque Carlomagno también está de humor para ello. —Dare apareció por la
esquina de la mansión a lomos de su impresionante semental y se colocó junto a Georgiana—.
Igual que yo. Buenos días, John.
—Lord Dare.
Georgiana tenía que reconocer que Tristan estaba muy atractivo. Casi podía verse reflejada en
sus botas negras, y su pelo oscuro, combinado con sus impresionantes ojos azul claro, y la
chaqueta abotonada hasta el cuello le daban un aspecto casi medieval. Los pantalones, asimismo
negros, no tenían ni una arruga, y montaba a Carlomagno como si hubiera nacido para ello. Según
los rumores, Dare había sido concebido en uno de esos animales.
—Te has despertado muy pronto esta mañana —comentó ella.
Maldita fuera. Quería estar sola un rato y tomar el aire para ver si así se despejaba un poco. Y
hacer eso con él al lado era imposible.
—No podía dormir, así que al final me he rendido y me he levantado. ¿Vamos? Podríamos ir a
Regent's Park.
—John me acompañará. No necesito que vengas tú.
—John también puede acompañarme a mí. No querrás que me caiga de la silla y me rompa la
crisma, ¿no?
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Georgiana tenía una ofensiva respuesta en la punta de la lengua, pero cuanto más discutieran
menos rato les quedaría para cabalgar.
—Oh, está bien. Si insistes, puedes venir.
Haciéndole una exagerada reverencia desde la silla de montar, Tristan se rió y le dijo a
Carlomagno:
—¿Cómo podría rechazar semejante invitación?
Se dirigieron a Regent's Park, iban cabalgando el uno al lado del otro, con el lacayo unos metros
detrás. «Coquetea con él —se dijo Georgiana—. Dile algo bonito.» Por desgracia, no se le ocurrió
nada.
—¿Tiene Bradshaw intenciones de seguir adelante con su carrera naval? —acabó por
preguntarle.
—El dice que sí, pero en realidad está impaciente por capitanear su propio navío. Si no lo
consigue pronto, estamos convencidos de que se convertirá en pirata y abordará el primer barco
que encuentre.
Lo dijo en un tono de voz tan conspiratorio que Georgiana no pudo contener la risa.
—¿Le habéis contado vuestra teoría?
—Edward, sí. El renacuajo quiere ser su contramaestre.
—¿Y Robert regresará al ejército?
El anguloso rostro de Dare perdió calidez de repente.
—No. No voy a permitírselo.
Aquel tono tan poco característico de él y la elección de esas palabras dejaron muda a
Georgiana. Le resultaba muy difícil casar esas dos facetas de Tristan Carroway: por un lado era
muy cariñoso con sus hermanos y sus ancianas tías, y por otro, cuando trataba con mujeres como
Amelia se comportaba como un desalmado canalla.
¿Cuál de los dos era el auténtico lord Dare? ¿Y por qué se lo estaba preguntando si ya sabía la
respuesta? A ella misma le había roto el corazón y le había arrebatado cualquier esperanza de
tener un futuro. Y ni siquiera se había disculpado por ello.
Tristan por su parte estaba diciéndose a sí mismo lo idiota que era. Estaban teniendo una
conversación de lo más agradable, incluso había conseguido hacerla reír, por Dios santo, y va y
tenía que soltar esa respuesta sobre Bit antes de poder morderse la lengua.
Fuera lo que fuese lo que Georgiana estuviera tramando, al parecer implicaba ser amable con
él, y Dare no tenía intención de oponerse. Pero por otro lado sabía perfectamente cuánto lo
odiaba, y no se le ocurría ningún maldito motivo que justificara aquel repentino cambio de
conducta.
Su juego sería mucho más fácil de descifrar si no siguiera deseándola tanto. Los seis años que
habían pasado no habían borrado el recuerdo de su piel ni el sabor de sus labios de su memoria. Y
hacía ya mucho que Tristan había asumido que ni el tiempo, ni una lista interminable de amantes,
conseguirían hacerlo. Era dolorosamente frustrante, y que ella durmiera bajo su techo sólo
empeoraba las cosas.
—La tía Milly ha mejorado mucho desde que llegaste —dijo, tratando de cambiar de tema de
conversación antes de que su subconsciente le hiciera decir algo de lo que pudiera arrepentirse.
—Me alegra oírlo...
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—¡Georgiana!, ¡lady Georgie!
Tristan miró hacia el otro extremo de la calle. Lord Luxley, el condenado y guapo caballero,
galopaba hacia ellos con tanta prisa que incluso tiró al suelo un carro de naranjas. Si ese idiota era
quien había mandado aquella carta de la que Georgiana presumía tanto, se comería su propio
sombrero. El barón destacaba por su considerable falta de inteligencia.
Observó cómo la mirada de Georgiana se desplazaba de las naranjas que estaban rodando por
el suelo hasta la cara de Luxley.
—Buenos días, milord —le dijo, con la misma frialdad que normalmente reservaba para Tristan.
—Lady Georgiana, hoy parece usted un ángel. Estoy tan contento de haber coincidido con
usted. Tengo... —empezó a rebuscar por sus bolsillos—... algo que quiero darle.
Sin cambiar de expresión, ella levantó una mano para indicarle que se detuviera.
—Creo que también tiene que darle algo a esa vendedora de fruta.
—¿Qué? ¿A quién?
Mientras Tristan seguía mirándola intrigado, ella señaló a la anciana que había junto al carro
volcado, y que se echaba a llorar cada vez que veía cómo un carruaje aplastaba una de sus
naranjas contra el pavimento de Park Road.
—Esa mujer de ahí. Lord Dare, ¿a cuánto están las naranjas últimamente?
—A dos peniques la pieza, creo —respondió Tristan triplicando el precio.
Ella lo miró, consciente de que estaba exagerando, y luego volvió a dirigirse al barón.
—Creo que, como mínimo, tiene que darle dos chelines a la vendedora, lord Luxley.
Por fin, el barón se dignó a mirar a su víctima.
—¿A esa frutera? —Adoptó una expresión de asco—. No creo. No debería haber dejado el
carro en medio de la calle.
—Muy bien, entonces no me interesa nada de lo que fuera a darme —declaró Georgiana con
frialdad.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó un soberano de oro.
Luego espoleó a Sheba y esquivó a un atónito y avergonzado Luxley para entregarle el dinero a
la mujer.
—Oh, que Dios la bendiga, milady —se lo agradeció la anciana, cogiéndole las manos
enguantadas para acercárselas al rostro—. Que Dios la bendiga —repitió.
—Lady Georgiana, debo protestar —exclamó Luxley indignado—. Le ha dado usted demasiado.
No puede pretender...
—Creo que lady Georgiana ha hecho exactamente lo que quería hacer —lo interrumpió Tristan,
colocando a Carlomagno entre la joven y el barón—. Buenos días, Luxley.
Y reanudaron su paseo dejando al otro furioso tras ellos. Pasados unos minutos de silencio,
Georgiana miró a Dare de reojo por debajo del ala de su sombrero.
—Has hecho bien en intervenir, Tristan, o habría terminado por darle un puñetazo.
—Sólo lo he hecho porque temía salir herido si tenía que separaros. Y, bueno, tampoco quería
que le hicieras daño al pobre Luxley.
La sonrisa de ella le iluminó los ojos.
—Claro.
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Cielo santo, ya le había sonreído dos veces en la misma mañana. Y lo había llamado por su
nombre de pila por primera vez en seis años. Gracias a Dios que había decidido salir de la casa
para intentar invitar a un picnic a Amelia, si no, no se la habría encontrado y no habrían podido
pasar el rato juntos.
Se preguntó qué pensaría Georgiana si supiera que tenía su media guardada en una caja de
caoba en el primer cajón de la cómoda de su habitación. En lo que atañía a sus amigos, había
ganado la apuesta al robarle un beso a lady Halley, aunque no había logrado la prenda solicitada.
El hecho de guardar silencio había salvado la reputación de Georgiana, pero no había conseguido
preservar lo que había entre los dos.
Tristan se sacudió esos pensamientos.
—¿Vamos? —Espoleó los flancos de Carlomagno. Georgiana soltó una carcajada y espoleó a su
vez a Sheba para ponerse a su altura.
—¡Hasta aquellos árboles! —le gritó, y el viento le echó el sombrero hacia atrás dejando al
descubierto sus rizos dorados.
—Dios —murmuró Tristan hipnotizado. Su caballo era más fuerte y más rápido que Sheba, pero
incluso Carlomagno parecía entender que esa mañana era más importante la carrera que obtener
la victoria.
Si ella estaba tramando algo, sin duda se trataba de algo condenadamente interesante.
Georgiana llegó la primera. Feliz con su victoria, se dio media vuelta y esperó a que Tristan se
detuviera a su lado.
—Mi querido lord Dare, creo que me has dejado ganar.
—No estoy seguro de cómo responder a eso —dijo él, golpeando cariñosamente la crin de
Carlomagno—, así que me limitaré a decir que tú y Sheba es como si estuvierais hechas la una
para la otra.
Georgiana enarcó una ceja.
—Un cumplido. Estoy a punto de desmayarme de la impresión. Pero la próxima vez que te rete
a una carrera, trata de esforzarte más.
El sonrió.
—Pues me temo que ésta será tu última victoria.
—Yo apuesto por lady Georgiana —dijo una voz desde detrás de los árboles, y acto seguido
apareció el marqués de Westbrook montado en su corcel gris. Se agachó para pasar por debajo de
las ramas.
—Yo nunca participo en apuestas, milord —respondió la joven con la voz algo temblorosa y
perdiendo la sonrisa.
—Entonces —añadió Westbrook sin pestañear siquiera—, digamos que depositaré toda mi
confianza en usted.
Tristan entrecerró los ojos al escuchar sus palabras. El marqués tenía que saber lo de su
apuesta sobre Georgiana; todo el mundo lo sabía. Y posiblemente había hecho ese comentario
adrede.
—Gracias, lord Westbrook.
—John, por favor.
—Gracias, John —se corrigió Georgiana haciendo una ligera mueca.
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Al parecer, ambos se habían olvidado de que Tristan también estaba allí. Éste aflojó un poco las
riendas y apretó la rodilla derecha. Carlomagno giró en esa dirección y se acercó al caballo de
Westbrook.
—Perdón —se disculpó, al ver que el corcel del marqués trastabillaba.
—Controla a tu animal, Dare —dijo el otro molesto, enderezando su montura.
—Creo que a Carlomagno no le ha gustado que dijera que Sheba podía ganarlo —sugirió
Georgiana. Cuando miró a Tristan, éste supo sin duda alguna que ella sabía que lo había hecho
adrede, pero no le delató.
—A Carlomagno no le gusta la falsa zalamería —la corrigió Tristan, dirigiendo ahora su mirada
hacia Westbrook.
—Entonces tienen que recordarle que es un caballo. Los animales tienen que saber cuál es su
sitio.
«Ah, tiene ganas de pelean>, pensó Tristan, sintiendo cómo le hervía la sangre tras escuchar el
insulto.
—Carlomagno sabe perfectamente cuál es su sitio. Tal como ha dicho lady Georgiana, a la
cabeza de los demás.
—Pues yo creo que lady Georgiana sólo estaba siendo amable. Seguro que se ha percatado de
la categoría inferior de tu animal.
—Si no le importa, lord Westbrook —lo interrumpió Georgiana—, prefiero ser yo quien diga lo
que pienso.
Pobre tipo, había pasado de John a lord Westbrook en cuestión de segundos. Tristan se habría
regodeado de ese triunfo, pero no quería que ella terminara también por enfadarse con él.
Cuando el marqués lo miró a los ojos, consciente de que había salido perdiendo, Dare se limitó a
sonreír. Pero tan pronto como la joven se volvió hacia ellos, borró la expresión de satisfacción de
su cara.
—Le ruego que me disculpe, lady Georgiana —dijo el marqués—. No pretendía ofenderla.
—Por supuesto que no. Lord Dare suele afectar muy negativamente a los que le rodean.
—Es verdad —reconoció Tristan. Su descripción era de las más amables que ella había hecho de
él últimamente.
Georgiana miró a ambos hombres, primero a Tristan y luego a Westbrook.
—Si me disculpa, milord. Tengo que regresar a la mansión Carroway. Las tías de lord Dare no
tardarán en despertarse.
—Entonces será mejor que me vaya. Buenos días, milady. Dare.
—Westbrook.
Tan pronto como el marqués desapareció de su vista, Georgie dirigió a Sheba hacia la salida del
parque.
—¿A qué ha venido eso? —le preguntó, con los ojos fijos en el camino.
—Soy malvado.
Ella notó el cosquilleo de la risa en los labios.
—Eso es evidente.
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CAPÍTULO 06
¿Acaso los santos y los devotos no tienen también labios?
Romeo y Julieta, acto I, escena V
—¿Todavía no os habéis matado? Estoy sorprendido. —El duque de Wycliffe estaba de pie
junto a un artístico grupo de macetas con palmeras.
Tristan observó a la diminuta esposa de Wycliffe bailar con el hijo del conde de Resdin, Thomas.
—Emma tiene buen aspecto —dijo—. Deduzco que ella y tu madre se han reconciliado, ¿no?
—Sucedió tan pronto como mi madre comprendió que íbamos a casarnos —contestó el duque
en voz baja—. Pero no cambies de tema. ¿Qué diablos está haciendo Georgiana en la mansión
Carroway?
—Se ofreció voluntaria para ayudar a la tía Milly. Y la verdad es que le estoy muy agradecido; la
mejora ha sido impresionante.
—Le estás agradecido. A Georgie. A mi prima. La misma que casi te atraviesa con una sombrilla
hace unos veranos.
Dare se encogió de hombros.
—Como tú mismo has dicho, Grey, por el momento no nos hemos matado. Ni tampoco hay
ningún herido. —Exceptuando sus nudillos y un par de dedos de un pie, Tristan había salido
relativamente bien parado de sus encuentros con Georgiana.
El duque se irguió y miró por encima del hombro del vizconde.
—No mires, pero mi prima se está acercando. Que empiece la batalla.
La habitual tensión que lo inundaba cada vez que Georgiana estaba cerca lo recorrió entero.
Ella la mantenía literalmente alerta. Pero ahora todo era más complicado, pues no quería discutir
cuando la joven por fin le había tendido una rama de olivo.
—Grey —dijo Georgiana, poniéndose de puntillas para besar a su primo en la mejilla—, no
estarías chismorreando, ¿no?
—De hecho —respondió Tristan antes de que el otro pudiera recordarle a Georgiana su antiguo
antagonismo—, estábamos admirando el corte de la chaqueta de lord Thomas. Casi se diría que
esta noche tiene hombros y cuello.
Ella siguió su mirada.
—Pobre hombre. No tiene nada que hacer, es la viva imagen de su padre.
—Resdin debería haber evitado perpetuar la especie —comentó Grey—, Si me disculpáis, voy a
rescatar a Emma.
Georgiana suspiró al ver cómo su primo se adentraba en la pista de baile.
—¿Se lo ve feliz, no crees?
—El matrimonio le sienta bien. Creí que estarías charlando con tus amigas.
—¿Acaso estás tratando de deshacerte de mí? Entonces te quedarás aquí solo, milord. ¿De
verdad me crees capaz de hacerte eso?
A Dare casi se le paró el corazón. Lady Georgiana Halley estaba flirteando con él.
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—Entonces, ¿tal vez te gustaría volver a bailar conmigo? —sugirió, preparándose para el
rechazo, o para recibir un rayo que lo fulminara allí mismo.
—Me encantaría.
Tristan la estudió con atención y la cogió de la mano para acompañarla a la pista de baile, pero
no vio nada que le indicara que fuera a atacarlo. El tono violeta de su vestido le realzaba el verde
de los ojos convirtiéndolos en exquisitas esmeraldas. Si Dios tenía algo de compasión, el siguiente
baile sería un vals.
La orquesta tocó entonces una cuadrilla. Al parecer, Dios tenía sentido del humor.
Tan pronto como se reunieron con el resto de los bailarines, otra docena de parejas apareció
en la pista. Antes de que se corriera la voz sobre el mal estado en que su padre había dejado las
arcas de la familia Carroway, Tristan habría pensado que él era el motivo de tal afluencia. En esa
época, las mujeres se disputaban su atención. Esa noche en cambio eran los hombres quienes
estaban al acecho; todos parecían tener su mirada fija en Georgiana.
Así había sido desde que ella cumplió los dieciocho. A lo largo de los últimos años, Tristan había
repetido a cualquiera que quisiera escucharlo que compadecía al pobre que terminara casándose
con ella. Sus verdaderos sentimientos estaban menos claros, incluso para sí mismo. Aunque sí
sabía que esa noche le molestaba muchísimo la expectación que la joven despertaba.
Georgiana apareció a su lado, lo cogió de la mano y cambiaron de dirección.
—¿Te ha pisado alguien? —le preguntó—. Pareces enfadado. —Sólo dejo que me pises tú —
contestó él, sonriéndole antes de volver a separarse.
Algo en él no funcionaba. Tristan sabía que Georgiana estaba tramando alguna cosa; a lo largo
de los últimos seis años no había sucedido nada que pudiera indicarle que ella lo hubiera
perdonado por engañarla y por haberse comportado como lo hizo, y sin embargo, allí estaba,
fulminando con la mirada al resto de los hombres presentes como si tuviera algún derecho. Y poco
antes había estado a punto de darle un puñetazo a Westbrook al oírlo decirle un cumplido.
Se dio media vuelta, cogió la mano de la dama con la que le tocaba bailar, y se quedó cortado.
—Amelia.
—Lord Dare. Tiene muy buen aspecto esta noche.
—Gracias. —¿No estaba enfadada con él? Tristan ni siquiera se había acordado de ella durante
la semana, y había olvidado además su picnic en Hyde Park—. Usted está preciosa.
La muchacha desapareció entre el resto de los bailarines, y Georgiana regresó a su lado. Tenía
las mejillas sonrosadas y parecía estar haciendo esfuerzos para no reír.
—¿Qué pasa? —le preguntó él.
—Nada.
No iba conformarse con esa respuesta.
—¿Qué pasa? —insistió, sosteniéndole la mirada mientras bailaban alrededor de los demás.
—Si tanto te interesa —contestó ella, recuperando el aliento—, lord Raymond se me ha
declarado.
Dare se dio media vuelta y vio al viejo bastardo del brazo de una mujer la mitad de años más
joven que él.
—¿Ahora?
—Sí. No te sorprendas tanto. Me sucede muy a menudo.
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1° de la Serie Lecciones de Amor
—Pero yo creía...
La sonrisa se desvaneció del rostro de Georgiana.
—No te atrevas —consiguió decir.
—Pues tendrás que explicármelo más tarde. —Todo aquello era condenadamente confuso. Ella
le había dicho que nunca se casaría, y ¿ahora resultaba que se le declaraban hombres
continuamente?
El baile terminó y él le ofreció el brazo. Para su sorpresa, aceptó. Sus tías estaban reunidas con
sus amigas frente a la chimenea que había en un extremo del salón, y Tristan se dirigió hacia allí.
—Explícamelo —le dijo tan pronto como vio que la multitud se dispersaba.
—¿Por qué debería hacerlo?
—Porque me has estado culpando de algo que...
—Podría casarme ahora mismo con alguien que sólo quisiera mi dinero —contestó en voz baja
—. Y ya te he dicho que no pienso casarme por ese motivo. En cambio no puedo casarme por
amor.
—Si te ama, lo entenderá.
Georgiana se detuvo de golpe, sus mejillas palidecieron a una velocidad alarmante, y le soltó el
brazo.
—Jamás confiaré en quien me diga que siente algo por mí. Ya lo he oído antes.
Y sin más palabras, se fue junto a las tías de él dejándolo solo frente a la mesa de los refrescos.
Al parecer, Tristan le había arrebatado mucho más que su virginidad. Había destrozado la
capacidad de la joven para confiar en su corazón... y en el de los demás.
—Necesito una copa —farfulló.
Dare parecía muy sombrío cuando se acercó a pedir que le sirvieran un whisky. Georgiana
frunció el cejo sin dejar de observarlo. Esa noche sólo había tenido intenciones de flirtear, y, en
vez de eso, había vuelto a discutir con él. A esas alturas, estaba tan acostumbrada que le resultaba
difícil dejar de hacerlo.
—Tú y Tristan hacéis una pareja encantadora, querida —dijo Edwina, cogiéndola del brazo para
que se sentara en una de las sillas que había junto a la chimenea—. No quiero entrometerme, ni
mucho menos, pero ahora que os lleváis bien, cualquier cosa sería posible.
—No creo —contestó ella, forzando una sonrisa y deseando no haberse sentado tan cerca del
fuego. Después del vigoroso baile, resultaba un poco agobiante.
—Oh, ya sé que os peleasteis hace unos años, pero entonces erais sólo unos niños, y él andaba
algo descontrolado.
—Sí, sí, así era —se unió Milly a la conversación—. Eso fue antes de que Oliver muriera,
dejándole tantos problemas.
—Yo... —Vio que desde el otro extremo del salón, Amelia le hacía señas—. ¿Me disculpan un
momento? —preguntó Georgiana al instante, levantándose y dando gracias por la interrupción.
—Por supuesto, querida. Ve con tus amigas.
—En seguida vuelvo.
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Miró hacia Dare para asegurarse de que no la estaba observando, y se deslizó luego por el salón
siguiendo a Amelia hacia el pasillo. Después de todo, la señorita Johns tenía algo de sentido
común. Si el vizconde las pillara juntas sospecharía algo, y Georgiana no podía permitir que eso
sucediera, no entonces, cuando finalmente parecía estar ganando terreno.
—¿Señorita Johns?
—¿Así es como me está ayudando? —preguntó la muchacha haciendo una mueca mientras
jugueteaba con uno de sus rizos—. Prácticamente me ha ignorado durante toda la semana.
—Estoy haciendo que se dé cuenta de que la gente tiene sentimientos, y de que no puede
pisotearlos cuando le apetezca. —Georgiana dio un paso hacia la chica y bajó la voz—: ¿Cuando ha
bailado con él, le ha parecido que se comportaba de un modo diferente?
—Bueno, durante unos instantes me ha parecido que se sentía culpable. Tengo que reconocer
que eso no había sucedido antes.
—Entonces, señal de que mi plan ya está funcionando. Confíe en mí, señorita Johns. Cuando
termine con el vizconde, lo único que éste querrá será casarse con usted y ser un marido ejemplar.
—De acuerdo —aceptó la muchacha—. Pero tal vez usted pudiese fingir que no se lo pasa tan
bien en su compañía.
Georgiana se quedó helada. Santo Dios. ¿Parecía que estuviera pasándolo bien? Si era así, algo
estaba haciendo mal. O tal vez, en su inocencia Amelia lo había malinterpretado. Sí, seguro que
era eso.
—Haré lo que pueda —le respondió, y con un rápido apretón de manos regresó al salón.
Tristan iba por la mitad del que parecía su segundo whisky. Las cosas no podían seguir así.
Georgiana había dicho demasiado, cuando lo único que pretendía era decirle lo mucho que la
había herido. Sin embargo, no quería que él viera la profundidad de sus sentimientos. Enderezó
los hombros y se encaminó hacia la mesa de refrescos.
—Milord, creo que después de la actividad de los últimos días, tu tía Milly está muy cansada.
Él asintió y le entregó el vaso al lacayo.
—Voy a acompañarla a casa. Tú quédate si quieres. Edwina y yo nos apañaremos solos.
—Reconozco que yo también tengo ganas de irme —dijo Georgiana, siguiéndolo hasta donde
estaban sus tías.
Tristan aminoró el paso.
—¿Estás segura? No quisiera que te perdieras nada por mi culpa.
—No seas tonto. Me voy porque quiero.
—Tonto. Ese adjetivo es nuevo.
Si había algo que Georgiana tenía que reconocer, era que él siempre prestaba atención a sus
palabras.
—Ya sabes que odio repetirme.
Milly pareció muy contenta de abandonar el baile, y Georgiana se sintió culpable. Aquellas
mujeres nunca le habían hecho daño, y debería estar más atenta a sus necesidades. Si llegaban a
convertirse en sólo una excusa, aunque fuera por un instante, entonces el corazón de ella no sería
menos negro que el de Dare.
Al llegar a la puerta principal, Georgiana miró cómo Tristan cogía a Milly en brazos y la llevaba
hasta el carruaje. Su tía no era una mujer pequeña, pero él jamás parecía tener ningún problema
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para llevarla de un lado a otro. Y el modo en que se le marcaban los músculos de la espalda bajo
aquella chaqueta negra... Georgiana se quedó sin aliento y tuvo que apartar la vista.
Era evidente que esa noche también ella estaba exhausta. De lo contrario, jamás se habría
quedado mirando sus músculos, ni pensando en sus ojos azules, tan serios mientras la escuchaba
decir que no confiaba en nadie.
—Después de ti, querida.
Georgiana se movió al notar que Edwina la empujaba suavemente hacia la puerta abierta del
carruaje. Tristan bajó y le tendió la mano.
—¿Estás segura de que no quieres quedarte? —murmuró.
Georgiana asintió, y todas sus alarmas se dispararon en su mente. Había visto antes aquella
seductora mirada. Era una mirada muy peligrosa; por su culpa había perdido la virginidad. Sentada
en una de las esquinas del carruaje, se cogió las manos sobre el regazo. Dare estaba delante de
ella, junto a Edwina. Durante el trayecto de regreso a la mansión Carroway, Tristan permaneció
extrañamente callado y, en medio de la oscuridad, Georgiana podía sentir su mirada fija en ella.
¿Qué había hecho para merecer tanta atención, aparte de flirtear más de lo habitual y luego
perder los papeles? Se suponía que él tenía que sentirse halagado, e interpretar que su relación se
dirigía hacia derroteros más agradables. Pero nada de eso justificaba la boca seca de Georgiana, ni
por qué le latía tan rápido el corazón.
—Confío en que no te hayas cansado demasiado, tía Milly —dijo él cuando el carruaje se
detuvo frente a la mansión.
—Oh, un poco, pero me parece como si hubiera estado encerrada durante años. Ha sido
maravilloso. —Se rió—. Estoy convencida de que terminaréis hartos de mí antes de que me
recupere del todo.
—Qué tontería —exclamó Georgiana—, ¿no se acuerda de que le dije que quería verla bailar de
nuevo?
Mientras los lacayos subían la silla de ruedas, Tristan cogió a Milly en brazos y la llevó dentro de
la casa. Georgiana esperó a Edwina, pero la mayor de las Carroway se detuvo en el vestíbulo.
—Yo no estoy cansada —le dijo—. Ven conmigo un rato a la biblioteca, Georgiana. Le diré a
Dawkins que nos traiga un té.
Eso sonaba mucho más tentador que ir a esconderse a su habitación y rezar por que Tristan no
fuera a pedirle explicaciones. Él no se atrevería a sacar ningún tema delicado con su tía presente.
—Es una idea espléndida. Bajaré tan pronto como haya ayudado a Milly.
—No, no vas a hacer tal cosa —exclamó ésta por encima del hombro de su sobrino—. Tengo
una doncella, querida. Tú tómate el té con mi hermana. Te veré por la mañana.
—Buenas noches entonces.
Georgiana y Edwina se sentaron en la biblioteca, a pesar de que la joven tardó un rato en
serenarse lo suficiente como para poder leer el libro que tenía entre las manos. Tristan no había
dicho nada acerca de ir a hacerles compañía. Probablemente se iría a uno de sus clubs a pasar el
resto de la velada. Seguro que, según sus horarios, para él todavía era temprano. Cuando se fuera,
Georgiana podría irse tranquilamente a su habitación sin miedo a topárselo por el pasillo.
De repente frunció el cejo. Se estaba portando como una tonta. Todo estaba saliendo según lo
previsto. Esa misma noche el vizconde había sido de lo más amable, lo único que pasaba era que
ella aún no estaba preparada.
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—Me parece que no estás leyendo nada.
La voz fue apenas un cálido susurro que le acarició el pelo. Georgiana dio un respingo, y tuvo
que taparse la boca para no gritar, antes de darse media vuelta y enfrentarse a Dare.
—¡Qué haces!
—Chis, despertarás a tía Edwina —se rió él.
Georgiana se volvió y vio que, en efecto, la mujer estaba dormida, con la cabeza echada hacia
atrás y la boca abierta; un leve sonido surgía de ella con cada respiración.
—Deberías irte —le dijo a Tristan muy seria.
—¿Por qué? —Él rodeó la silla y se dirigió hacia ella.
—Porque nuestra carabina está dormida.
—¿Crees que necesitamos una carabina? Suponía que ya no me tenías miedo.
—Yo nunca te he tenido miedo, Dare.
Él se cruzó de brazos.
—Me alegro. Así podemos charlar un rato.
—No quiero charlar —se negó ella, poniéndose en pie y retrocediendo hacia la puerta—.
Quiero irme a la cama.
—Lo siento, ¿sabes?
Ella detuvo su huida. El corazón le latía descontrolado.
—¿Qué es lo que sientes?
—Haberte engañado. Había cosas que yo no...
—No quiero oírlo. Llegas seis años tarde, Tristan.
—Hace seis años no me habrías escuchado. Y entonces yo era un estúpido. Así que, ahora, lo
mínimo que puedo hacer es ofrecerte mis disculpas. No tienes por qué aceptarlas. En realidad, no
espero que lo hagas.
—Mejor.
Georgiana giró sobre sus talones y salió a toda prisa de la biblioteca. Apenas había dado dos
pasos cuando la mano de él la sujetó por el hombro haciéndole darse la vuelta.
—¿Que...?
Tristan inclinó la cabeza y le acarició los labios con los suyos, luego desapareció. Georgiana
apoyó la espalda en la pared, tratando de recuperar el aliento. A pesar de la brevedad del
contacto, todavía podía sentir su cálida boca sobre la suya.
Por algún motivo, estaba convencida de que si él jamás volvía a tocarla de ese modo sentiría
dolor. Pero ese beso había sido... agradable. Muy agradable. Hacía mucho que nadie la besaba.
Despacio, se apartó de la pared y subió la escalera que conducía a su habitación. Georgiana no
se había planteado el efecto que podía tener su plan sobre sí misma. Pero gracias a Dios, ahora
sabía que tenía que seguir los dictados de su cabeza en vez de los de su corazón. En especial en lo
que a Tristan Carroway atañía.
Aun así, antes de meterse en la cama cerró la puerta con pestillo. Un minuto más tarde volvió a
levantarse y empujó uno de los voluminosos sofás contra la madera.
—Mucho mejor —murmuró, y se metió de nuevo bajo las sábanas.
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En la biblioteca, Edwina esperó a que todo quedara de nuevo en silencio. Cuando se aseguró de
que Georgiana estaba sana y salva en su cama, volvió a sentarse derecha y siguió leyendo.
Quizá Milly tuviera sus dudas respecto a emparejar a Tristan con Georgie, pero ella no tenía
ninguna. Todos disfrutaban de la compañía de Georgiana, era cariñosa, lista y amable, mucho
mejor que todas aquellas tontas que Tristan se veía obligado a cortejar.
Edwina sonrió. Fuera lo que fuese lo que había sucedido entre aquellos dos años atrás, ahora
parecían estar superándolo. Si Milly pudiera quedarse en aquella silla de ruedas unos pocos días
más, tal vez consiguieran dar con una solución que los complaciera a todos.
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CAPÍTULO 07
Los dioses son justos, y hacen de nuestros vicios
placenteros un instrumento de tortura.
Rey Lear, acto V, escena III
A pesar de su reputación, a Tristan siempre le había gustado asistir a las sesiones de la Cámara
de los Lores. Era tranquilizador ver que, por poco que se hubiera preocupado por su vida privada
antes de heredar el título, en público y en política era capaz de plantar cara a aquellos idiotas que
intentaban determinar la trayectoria del país.
Aunque esa mañana, cuando se sentó entre el duque de Wycliffe y el pocas veces presente
marqués de St. Aubyn, no era capaz de concentrarse lo suficiente como para recordar para qué
país estaban a punto de votar un aumento de tasas. Confió en que no fuera América, dado que
estaba intentando venderles su lana. Levantó la mano y dijo «Sí» cuando Wycliffe le dio un codazo
en el costado, aunque su mente estuviera puesta en Georgiana.
Antes, se le había pasado por la cabeza acercarse a su casa y besarla sin más, pero por suerte la
razón había prevalecido. La noche anterior el recuerdo de su sabor, y su dulce y suave boca había
sido más fuerte que él. Por eso acabó besándola por primera vez en seis años. Pero lo más
sorprendente fue ver que ella le dejaba hacerlo.
—¿Y qué tal va el cortejo de la señorita Johns? —preguntó Wycliffe en voz baja, recostándose
en el asiento, cuando los conservadores empezaron a discutir sobre alianzas comerciales y St.
Aubyn comenzó a dibujar al viejo duque de Huntford vestido con un camisón de mujer.
—Sigo esperando que en algún momento se vuelva interesante —contestó con un suspiro.
La muchacha no parecía tan sosa cuando la conoció, pero ahora todas le parecían... sin vida.
Todas excepto una. Quizá ése fuera el problema; debía dejar de comparar a la pobre Amelia con
Georgiana. Era evidente que la correcta e inocente chica siempre salía perdiendo.
—Recuerda que no eres el único que la persigue, querido amigo. Es toda una heredera.
—Por eso es por lo que persisto. —Tristan frunció el cejo—. Si mi padre hubiera muerto dos o
tres años antes, podría haber sacado a mi familia de este barrizal sin tener que hacer algo tan
heroico y trágico a la vez.
St. Aubyn hizo un chasquido con la lengua y les mostró su dibujo.
—Puedes probar a vender a tus hermanos.
—No creas que no lo he pensado. Pero ¿quién compraría a Bradshaw?
—Tienes razón.
—¿Qué estás haciendo tú aquí, Saint? —preguntó, buscando algo que lo distrajera de sus
pensamientos sobre Georgiana—. No se te suele ver rondar por el Parlamento.
—Me he registrado para votar al inicio de la sesión. Si no aparezco de vez en cuando,
intentarán declararme muerto y confiscar mis propiedades. Eso sería muy enojoso.
—Esta tarde voy a ir a Jackson's —comentó Wycliffe—; ¿alguien se apunta?
Tristan negó con la cabeza.
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—Llevo una semana tratando de pedirle a Amelia que vayamos de picnic. Había pensado
volverlo a intentar hoy.
—¿Cuál es el problema?
«Georgiana.»
—Persistentes pensamientos de conservación.
—Si sientes tanto recelo, quizá deberías ser menos cauteloso. Si la pones en un compromiso, te
tendrás que casar con ella. No tendrás escapatoria posible.
—Lo tengo muy presente.
Wycliffe lo miró de una manera un poco extraña, pero si había alguien a quien Tristan no tenía
intenciones de explicarle su verdadera relación con Georgiana, ése era sin duda su gigantesco
primo, aficionado al boxeo. Qué raro que lo que Aubyn le aconsejaba no hubiera funcionado con
Georgie. Esta se había enfadado tanto cuando se enteró de lo de la apuesta, que él optó por no
contar nada. De no ser por eso, seguramente ahora la joven y él estarían casados. Claro que a esas
alturas, ella ya le habría disparado o envenenado, así que su triquiñuela tampoco habría servido
de nada.
Después de que la sesión matinal llegase a su fin, Tristan se detuvo en Bond Street y luego se
fue a casa para pedir que le prepararan un picnic. Seguro que no era el único soltero al que se le
había ocurrido ir a almorzar al parque esa mañana. Dawkins le abrió la puerta después de llamar
sólo cinco veces. El mayordomo de los Carroway dejaba la puerta cerrada con llave durante el día,
y en cambio olvidaba hacerlo por las noches.
—¿Están todos en casa? —preguntó, quitándose el sombrero y los guantes.
En realidad no le preocupaba si estaban «todos», sólo si estaba Georgiana, pero si quería evitar
que Dawkins sospechase algo, debía ser discreto.
—Los señores Bradshaw, Andrew y Edward han ido a cabalgar —contestó el hombre—. Los
demás están aquí.
O sea que el mejor jinete de todos los hermanos estaba en casa. Robert se dejaba ver sólo
cuando le apetecía. Y aún.
—Espléndido. ¿Le dirá a la señora Goodwin que prepare una cesta de picnic para dos?
—Por supuesto, señor.
Mientras, él subió la escalera para cambiarse. Y cuando salió de su habitación, casi chocó con
Georgiana, que se disponía a bajar al vestíbulo.
—Buenos días —la saludó, cogiéndola para evitar que chocase con la pared.
—Buenos días.
Si no estaba equivocado, ella se había puesto roja, y tenía los ojos fijos en sus labios. Santo
Dios, ¿acaso le había gustado su beso? El no podía pensar en otra cosa. Notó el abanico que
acababa de comprarle en Bond Street en señal de paz en el bolsillo. No había pensado que fuera a
necesitarlo tan pronto.
—¿Me estabas buscando?
Ella carraspeó y dio un paso atrás.
—Pues la verdad es que sí. He hablado con Milly esta mañana, y le gustaría ir a dar un paseo
por el parque. Había pensado que quizá un picnic sería... adecuado.
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Tristan frunció el cejo, pero inmediatamente borró esa expresión de su rostro, antes de que
ella pudiese verla.
—¿Y por qué se te ha ocurrido ir de picnic?
—Es que hace un día tan bonito.
Sus miradas se encontraron, y al cabo de un momento, ella desvió la suya hacia el jarrón que
había en la mesa del pasillo. Siempre había sido una pésima embustera.
—Así que esa idea que se te ha ocurrido, no tiene nada que ver con el hecho de que yo ya haya
organizado un picnic con alguien, ¿verdad?
—Por Dios, no —contestó ella enarcando una ceja—. No lo sabía. Si has quedado con alguien
más importante para ti que tu tía, no te entretengas y vete. Ya me encargaré yo de que la llevemos
de picnic aquellos a los que sí nos importa.
—Muy sutil. ¿Estás pensando en mi tía, o intentas alejarme de Amelia Johns?
—Yo... Así que es ella a la que estás cortejando. Pobre muchacha. Haz lo que te plazca, Dare. —
Giró sobre sus talones y se dirigió a la escalera—. Al fin y al cabo siempre lo haces.
Hmm... Todo aquello había sido muy obvio. Muy poco habitual en Georgiana. A esas alturas, ya
debía de saber a quién estaba cortejando; todo el mundo en Londres lo sabía. Quizá estaba
intentando alejarlo de Amelia, Conociéndola como la conocía, debía de considerar que era su
obligación proteger a la inocente muchacha de sus malvadas atenciones. Pero quizá, y sólo quizá,
podía ser que estuviera celosa.
—Dawkins —gritó mientras empezaba a bajar la escalera—, que el picnic sea para cuatro. Nos
vamos todos a Hyde Park.
—Muy bien, señor.
De todos modos, pasar la tarde con Amelia habría sido una tortura. En cambio, ir de picnic con
Georgiana sería una tortura de otro tipo, de uno que estaba deseando.
Fueron en el carruaje de Dare, el único vehículo que podía acomodar a las dos mujeres, a
Tristan, a Georgiana, una cesta de picnic, un lacayo y la silla de ruedas. Por un momento,
Georgiana se sintió culpable al pensar que Amelia se quedaría encerrada en casa, sin poder
disfrutar de aquella maravillosa tarde. Pero por otro lado, la estaba salvando de un tremendo
dolor y humillación a manos del vizconde Dare, un hombre sin escrúpulos. A cambio de eso,
pasarse sola una tarde parecía una buena alternativa.
Aunque el inescrupuloso Dare no era completamente malvado. Georgiana podía soportar uno o
dos besos suyos si eso era necesario para hacer que se enamorase de ella.
Lo miró, sentado con la cesta de su tía Edwina entre las piernas, y hablando entusiasmado con
ambas mujeres sobre la sesión en el Parlamento. Nunca lo había imaginado así; la vida doméstica
y Tristan Carroway parecían cosas contrapuestas. Había algo en ese contraste que resultaba
tentador, sobre todo cuando recordaba el cálido tacto de sus labios.
—Te decía, querida —dijo Edwina, captando su atención—, que no te había visto nunca este
vestido. Es precioso.
Se miró el traje de muselina verde y plata.
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—Vi la tela en Willoughby a principios de la Temporada, y casi se la arranqué de las manos a
lady Dunston. Madame Perisse hace maravillas, ¿verdad?
—No sé decir si es cosa de la costurera o de tu figura —opinó Milly—. ¿Verdad, Tristan?
Él asintió con una sonrisa en los labios. —Hace que resalte el color de tus ojos.
—Llevo tiempo deseando que madame Perisse me haga un vestido —suspiró Edwina—. Uno de
color azul, creo.
Georgiana miró a Tristan, quien se inclinó hacia adelante.
—¿Azul? ¿Has dicho «azul», tía Edwina?
—Bueno, mi querida Tigress hace ya un año que murió. Y Georgiana está siempre tan
estupenda, que me ha inspirado.
—¿Tigress? —murmuró Georgiana.
—Su gato —explicó Tristan en un murmullo.
Ella asintió.
—Edwina, la gata negra de Lucinda Barrett acaba de parir. Si lo desea, puedo preguntarle si
tiene algún gatito disponible.
La mujer permaneció callada un instante.
—Lo pensaré —dijo al fin.
El carruaje se detuvo.
—¿Estás preparada, tía Milly? —preguntó Tristan, pasándole la cesta de costura a Georgiana
para poder levantarse.
—Oh, querido. ¿Hay mucha gente ahí fuera?
El lacayo, Niles, abrió la puerta y colocó el escalón. Tristan salió y ayudó a bajar a Edwina.
—Le he dicho a Gimble que buscara un sitio tranquilo —respondió—. Sólo hay algunos
hombres a caballo y una institutriz con varios niños que le echan pan a los patos.
—Entonces supongo que estoy lista.
Georgiana la ayudó a levantarse, y Tristan y el lacayo la cogieron uno por cada brazo, bajándola
del coche.
—Quieta ahí, mi mariposa, yo voy a por Georgiana y el bastón —dijo Dare poniendo la mano de
su tía en la de Edwina.
Georgiana le acercó la cesta y el bastón. Mientras Tristan le daba la mano para ayudarla a bajar
le sonrió. Sin poderlo evitar, ella le devolvió la sonrisa.
—Espero que esto salga bien. —¡Vaya! Uno no sonreía por accidente—. No me gustaría que
Milly se desanimase.
—Es difícil que lo haga —contestó él, manteniéndole la mano cogida con suavidad.
—Siento haberte hecho cambiar de planes —se disculpó Georgiana soltándose.
—Yo no lo siento. No, estando en tan buena compañía.
Ella notó el calor en sus mejillas. Una o dos semanas atrás, le habría contestado al instante de
forma ingeniosa. Ahora no sabía qué decirle.
Habían estado enfrentados tanto tiempo que cuando Tristan decía algo bonito o un cumplido,
Georgiana sentía como si supiera lo que estaba tramando, y siguiera la corriente sólo para reírse
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luego de ella diciéndole que nunca lograría que se enamorase, y que debía de ser muy estúpida si
alguna vez había creído tal cosa.
—¿Georgie?
—¿Qué? —contestó.
La observaba con una mirada que nunca antes había visto en sus ojos.
—¿Dónde estabas? —preguntó. Ella se encogió de hombros, apartándose.
—Me estaba diciendo que debo intentar no cometer de nuevo los mismos errores.
—Igual que yo, Georgiana. —Antes de que pudiera descifrar a qué se refería, se volvió hacia su
tía—. ¿Vamos, querida?
Con el bastón en una mano y con la otra sujetándose del brazo de su sobrino, Milly dio un
inseguro paso en dirección a la hierba. Georgiana y Edwina, acompañadas por las exclamaciones
de ánimo de Niles y Gimble, la vieron dar un segundo y un tercero.
—¡Sabía que podías hacerlo! —rió Georgiana.
—Estoy encantada de que nos hayas sugerido salir, Georgie —dijo Edwina radiante—. Es un
milagro.
Tristan le dedicó una aguda mirada, y luego continuó caminando con su tía, describiendo un
círculo alrededor del carruaje. Cuando Milly dijo estar cansada, bajaron la silla de ruedas y la
ayudaron a sentarse debajo de un árbol. Niles extendió la manta y dispuso la cesta con la comida,
mientras Georgiana se ocupaba del resto.
—El almuerzo está servido, milord —dijo el lacayo con una reverencia.
Se sentaron en un semicírculo alrededor de Milly, mientras Niles les ofrecía madeira y
sándwiches. Gimble realmente había conseguido encontrar un lugar tranquilo donde detener el
carruaje en uno de los extremos del parque. Georgiana se alegró de poder estar allí sentados,
riendo y charlando sin que tres o cuatro docenas de hombres a caballo intentaran llamar su
atención pavoneándose.
—¿Y con quién será con el primero que baile cuando se recupere del todo? —preguntó,
aceptando una naranjada que le ofrecía Edwina.
—Creo que se lo pediré al duque de Wellington —contestó Milly—. También había pensado en
el príncipe George, pero no quiero que se encapriche de mí.
—Me gustaría tener un gatito, si todavía hay alguno disponible —anunció Edwina de repente.
—Le enviaré una nota a Lucinda esta misma tarde —prometió Georgiana.
Cuando Niles recogió el almuerzo y Milly y Edwina cogieron sus bordados, Tristan se levantó.
—Si estáis bien, creo que aprovecharé para estirar un poco las piernas —anunció, sacudiéndose
una hoja que se le había quedado pegada al pantalón gris—. Georgiana, ¿te apetecería
acompañarme?
Ella no había pensado en llevarse ninguna labor de costura ni ningún libro, así que si no quería
parecer una tonta, allí sentada, mirando la hierba, tendría que aceptar la invitación.
—Estaría bien —contestó, y dejó que Tristan la ayudara a levantarse.
Luego, Dare le ofreció el brazo y, aunque dudó un instante, acabó cogiéndose de él.
—No iremos muy lejos —les dijo a sus tías, y acto seguido se dirigió al camino que rodeaba el
estanque.
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—Espero que no te haya molestado que le haya comentado lo de los gatitos a Edwina —
empezó Georgiana, antes de que él le pudiera preguntar sobre el error que no quería volver a
cometer, o por qué lo había forzado a ir de picnic con ellas—. Habiendo tenido ya uno en vuestra
residencia, he pensado que otro no sería ningún problema.
—Con cuatro hermanos en casa, un gato es el menor de mis problemas. ¿Por qué has sugerido
salir hoy? —inquirió sin inmutarse—, ¿Quizá quieres que te pida disculpas por lo de ayer?
Georgiana sintió que se sofocaba.
—Apenas si me acuerdo. Era tarde, y ambos estábamos muy cansados.
—Yo no. Yo tenía ganas de besarte. Y creo que tú te acuerdas perfectamente. —Sacó una cajita
del bolsillo y se la ofreció—. Por eso he pensado que esto podría venirte bien hoy.
Lo abrió. Aquel abanico era todavía más bonito que el anterior, blanco, con pequeñas flores
amarillas pintadas en las varillas. Georgiana se preguntó si él se habría dado cuenta de que los
abanicos que destrozaba en sus nudillos no eran nunca los que le había regalado. Esos los
guardaba en un cajón, donde fingía ignorarlos.
—Tristan, esto es muy desconcertante para mí —dijo, feliz al poder ser sincera por una vez.
Tardó en darse cuenta de que estaban ocultos de sus tías tras una hilera de olmos. No había
nadie a la vista.
—No tiene por qué ser así —murmuró él, y le levantó la barbilla con los dedos.
El pánico se apoderó de ella al instante, y se echó hacia atrás. Del primer beso podía culpar a
Tristan, pero un segundo sería también culpa suya.
—Por favor, no lo hagas.
Él se quedó inmóvil un instante, y luego volvió a acercársele lentamente.
—Si te acuerdas de cómo bailaba el vals, también te acordarás de otras cosas.
Ése era el problema.
—¿Estás seguro de que quieres que recuerde...?
Él se acercó más y sus labios se posaron sobre los de ella, suaves como una pluma,
saboreándola como si nunca antes la hubiera besado. Georgiana suspiró y hundió los dedos en el
rizado pelo oscuro de él. Dios, cómo lo había echado de menos. Había echado de menos sentir sus
fuertes brazos alrededor de su cuerpo, y su excitante boca. Él la besó con más intensidad, y un
leve sonido escapó del fondo de su pecho.
«¿Qué estás haciendo?» Georgiana volvió a apartarse.
—¡Basta! ¡Tristan, basta!
El la soltó.
—Nadie puede vernos, Georgiana. Estamos solos tú y yo.
—Eso ya lo he oído antes —dijo jadeando, colocándose bien el chal y mirándolo. A pesar de lo
bonito que era el abanico, tuvo la tentación de clavárselo en la frente.
—Tú también tuviste algo que ver —contestó él con una ligera sonrisa—. No me puedes culpar
sólo a mí. Para eso se necesitan dos, y creo recordar que...
Georgiana soltó un furioso gruñido, se abalanzó sobre Tristan y lo empujó.
—¡Maldita sea! —Perdió el equilibrio y cayó en el estanque.
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Al levantarse, con los pies aún metidos en el agua y una hoja de nenúfar resbalándole por el
hombro, se lo veía tan furioso que parecía a punto de escupir fuego. Georgiana se recogió la falda
y echó a correr.
—¡Niles! —gritó al llegar donde estaba el grupo—. ¡Gimble! Su señoría se ha caído al estanque.
¡Ayúdenle, por favor!
Cuando Tristan consiguió salir del agua y alcanzar la embarrada orilla, sus sirvientes llegaban
corriendo por el camino.
—¿Está bien, milord? —gritó Gimble, y al detenerse estuvo a punto de resbalar y hacer que los
tres se cayeran al agua—. Lady Georgiana dice que se ha caído.
Todavía renegando entre dientes, Tristan se cogió de la mano que le tendían los sirvientes.
—Estoy bien —gruñó—. Nos vamos.
Realmente había conseguido apagarle su pasión, maldita mujer. Niles y Gimble lo seguían
mientras se dirigía directo al carruaje. Georgiana estaba allí de pie, al parecer explicando su
torpeza a sus tías. Cuando lo vio, palideció.
Su primer pensamiento había sido cogerla y lanzarla al estanque, así estarían en paz.
—Cargad las cosas—ordenó—. Nos vamos.
—¿Tristan estás...? —empezó a preguntar Edwina.
—Estoy bien. —Le lanzó una mirada a Georgiana—. Me he caído.
Los verdes ojos de la joven parecían sorprendidos mientras acompañaba a Milly al coche. ¿Qué
habría pensado que haría? No iba a pregonar a los cuatro vientos que había intentado besarla y
que ella lo había tirado al agua.
Tristan reflexionó un instante. Cualquier otra mujer habría disfrutado de su abrazo. Así que, de
alguna manera, lo que ella había hecho había sido... reconfortante. Si estuviera tramando algo, no
se habría arriesgado a hacerlo enfadar tirándolo al agua. Dada su historia de disputas, no le habría
sorprendido que Georgiana le hubiera clavado la rodilla en sus partes. Que lo hubiese empujado
probablemente era la reacción más suave que podía haber esperado. Estaba empezando a sentir
cariño por él, concluyó.
—Volvemos a casa —le dijo al cochero, ya con menos furia, y ayudó a Milly a subir al carruaje.
Georgiana se apresuró a subir mientras él acomodaba a su tía. A continuación, Tristan tomó
asiento, con la chaqueta gris chorreando.
—¿Seguro que estás bien? —preguntó Edwina, dando unos suaves golpes en la mojada rodilla
de su sobrino.
—Sí. Me lo merecía, supongo, por molestar a los patos. —Se secó unas gotas de agua que le
cayeron en el ojo—. Qué estúpidos, han creído que tenía malas intenciones.
Fue muy poco sutil, pero al parecer la frase funcionó. Georgiana abrió los puños, que había
mantenido firmemente cerrados, pero no lo perdió de vista en ningún momento, ni en el carruaje
ni en la casa, una vez llegaron.
Cuando Milly estuvo acomodada en la sala de estar, Tristan fue a cambiarse de ropa. Georgiana
estaba de pie en la puerta, y él ralentizó el paso al cruzarse con ella.
—Soy capaz de hablar —le murmuró al oído—. La próxima vez, te preguntaré.
Ella se volvió, siguiéndolo.
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—La próxima vez —dijo a su espalda, sorprendiéndolo y haciendo que se detuviera—, quizá te
acuerdes de que estás cortejando a otra persona. Amelia Johns, creo.
Tristan se le encaró.
—¿Ha sido ése el motivo? No me he declarado a Amelia. Todavía estoy ejercitando mi paciencia
con la manada de debutantes.
—¿Y qué crees que espera ella? ¿Has pensado en eso en algún momento, Tristan? ¿Has
pensando alguna vez en alguien aparte de en ti?
—Pienso en ti en todo momento.
A pesar del comentario, Georgiana no dijo nada, y él subió la escalera en dirección a su
habitación. Interesante. Y fuera como fuese, le había dado algo en lo que reflexionar.
Tristan sonreía mientras se quitaba la chaqueta y su ayuda de cámara entraba a toda prisa en la
habitación, lamentándose del estado de la ropa. ¿Quién habría dicho que ser lanzado a un
estanque de patos pudiera ser una buena cosa?
Milly se paseaba de un lado a otro de la sala de estar.
—¿Lo ves? Y decías lo romántico que era que fueran a pasear juntos.
Miró hacia la puerta con cautela, y Edwina le hizo un gesto indicándole que volviera a sentarse.
—Los dos han dicho que se trataba de un accidente. Además, tuvieron algún tipo de conflicto
hace unos años —le recordó a su hermana—. Cabe esperar que encuentren algún bache en el
camino.
—Parecía que las cosas iban bien, pero esto sin duda es un paso atrás.
—Uno pequeño. Dales tiempo.
—Hum... Empiezo a estar cansada de quedarme sentada todo el día.
—Milly, si no lo haces, Georgie no tendrá ningún motivo para quedarse aquí con nosotros.
Su hermana suspiró y volvió a acomodarse en el sillón.
—Lo sé, lo sé. Sólo espero no tener un verdadero ataque de gota antes de que esto acabe. ¿Y
qué hay de esas cartas anónimas que Georgiana está recibiendo?
—Bueno, nos tocará averiguar algo al respecto, ¿no crees?
A Milly se le iluminó la cara.
—Supongo que sí.
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CAPÍTULO 08
La más feroz no tiene un corazón como el vuestro.
Sueño de una noche de verano, acto II, escena I
Así que Tristan pensaba en ella. Bien. Eso era precisamente lo que pretendía. Pero Georgiana
dudaba de que esos pensamientos auguraran nada bueno. Y si alguien sabía que ese canalla no era
de fiar era ella.
Quizá Dare creyera no haberse declarado formalmente a Amelia Johns, pero ésta estaba
convencida de que había estado a punto de hacerlo. Y tanto si él mentía sobre la seriedad de su
relación con la muchacha como si no, seguro que el corazón de Amelia sería el próximo en
romperse. Así que, a pesar del escalofrío que sentía sólo de pensar en que el experimentado
vizconde la besara, Georgiana no iba a olvidar por qué había ido a la mansión Carroway. En lo que
se refería a los hombres, no volvería a dejarse guiar nunca más por su corazón.
Ya más calmada, fue a la salita para sentarse con Edwina y Milly. Si estuviera en la mansión
Hawthorne con su tía Frederica se habría dedicado a atender la correspondencia de la duquesa
viuda, y responder a la docena de invitaciones que llegaban a diario. Allí, poder dedicar dos horas
a la lectura le parecía de lo más tentador.
—Ya sabes que no hace falta que te pases todo el día aquí —le dijo Milly rompiendo el silencio.
Georgiana levantó la vista.
—¿Disculpe?
—Lo que quiero decir es que me gusta mucho que estés aquí, y tu compañía siempre es motivo
de alegría, pero comparadas con tus amigas, seguro que con dos viejas como nosotras te aburres
mucho.
—¡Qué tontería! Me gusta mucho estar aquí. Créanme, una puede llegar a aburrirse de pasarse
el día de compras y asistiendo a bailes. —Un alarmante pensamiento cruzó por su mente. Si se
habían enterado de que era responsable de la zambullida de Dare en el estanque, tal vez estaban
buscando el modo de echarla de allí con educación—. A no ser que ustedes se hayan cansado de
mí, por supuesto —dijo, tratando de bromear.
Edwina se puso en pie como un rayo y corrió a su lado para cogerle una mano.
—¡Oh, no, jamás! Es sólo que... —Miró a su hermana.
—¿Que qué? —preguntó Georgiana con el corazón en un puño.
—Bueno, Tristan nos ha dicho que has recibido correspondencia de un caballero. Con tantos
hombres como hay aquí, nosotras habíamos pensado que quizá tu... tu misterioso pretendiente
pudiera sentirse intimidado.
—¿Se refiere a que tal vez tema venir a visitarme? —preguntó Georgiana aliviada—. Si sus
intenciones son serias, estoy convencida de que vendrá a verme a pesar de las circunstancias.
—Entonces, ¿sólo está flirteando contigo? —sugirió Milly.
Durante unos segundos, se preguntó si serían ellas quienes querían saberlo o bien Tristan.
Mejor no arriesgarse.
—Sí, me temo que sí —suspiró.
—¿Quién es, querida? Tal vez podamos hacerlo entrar en razón.
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Georgiana miró primero a la una y luego a la otra. No podía contarles la verdad acerca de lo
que pretendía hacerle a su sobrino; no sólo les rompería el corazón, sino que saberlo podía hacer
que la odiasen, y ella sentía verdadero afecto por ambas damas.
—La verdad es que prefiero no hablar del tema, si no les importa.
—Oh, claro. Es sólo que... —Edwina se calló.
—¿Qué? —preguntó Georgiana, sintiendo cada vez más curiosidad.
—Nada. Nada en absoluto, querida. Un flirteo. Bueno, a todos nos viene bien un flirteo de vez
en cuando.
De repente, comprendió su juego. Estaban haciendo de celestinas, ¡con ella y Tristan!
—Claro que también puede ser el comienzo de algo más —dijo, antes de beber un poco de té
—. ¿Quién sabe lo que pueda suceder?
Ambas mujeres miraron al suelo.
—Sí, quién sabe.
Georgiana trató de no sentirse culpable. Aquel malentendido era culpa de Dare; él era quien
había empezado. Todo eso era culpa suya.
Incluso que a Georgiana empezara a gustarle un poco.
A la hora de la cena, le gustó un poco menos. A pesar de haberlo tirado al estanque de los
patos, la miraba con innegable superioridad. Y cuando le apartó la silla para que se sentara,
Georgiana estuvo tentada de preguntarle a qué se debía aquella cara de satisfacción, aunque
supuso que tendría que ver con el beso que se habían dado. Si era por ese motivo, el hecho de que
se recreara en ello en silencio era mucho mejor que no que presumiera en voz alta.
—Tendrías que haberme visto, Tristan —dijo Edward animado, mientras Dawkins y los lacayos
servían pollo asado con patatas—. ¡He hecho que Nube de tormenta saltara por encima de un
tronco! Ha sido magnífico, ¿a que sí, Shaw?
Su hermano terminó de masticar.
—Han saltado una mísera ramita, pero bueno, el renacuajo cuenta la historia como quiere.
—¡No era una ramita! Era una... una... —Miró a Andrew suplicante.
—Una rama de tamaño considerable —lo ayudó el segundo de los hermanos Carroway.
—Como un puercoespín —terminó Edward con el pecho henchido de orgullo.
—¡Eso es fantástico, Edward! —exclamó Georgiana sonriendo al ver la cara de alegría del niño
—. Y, hablando de puercoespines, Tristan también ha tenido una aventura con la naturaleza.
—¿En serio?
—Cuéntanoslo —pidió Bradshaw.
—Georgi...
—Bueno, íbamos paseando por Hyde Park —empezó ella, ignorando que Dare la estuviera
fulminando con la mirada—, y he visto a un pato atrapado en unos matorrales, junto al estanque.
Vuestro hermano ha ido a rescatar al pobre animal...
—Y se ha caído al agua en el intento —terminó tía Milly.
A excepción de Robert, toda la familia se echó a reír.
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—¿Te has caído en el estanque de los patos? —preguntó Edward entre carcajadas.
Lord Dare apartó la mirada de Georgiana.
—Sí, me he caído. ¿Y sabes una cosa?
—¿Qué?
—Georgie recibe cartas de amor perfumadas de admiradores secretos.
Ella se quedó boquiabierta.
—No lo digas como si fuera algo tan... tórrido —exigió. Tristan se metió una patata en la boca y
masticó.
—Es tórrido. Y muy apestoso.
—¡No lo es!
—Entonces dinos quiénes son tus admiradores, Georgiana.
Ella sintió cómo le ardían las mejillas. Los cinco hermanos Carroway la estaban mirando, cuatro
con una mezcla de humor y curiosidad, pero fue la expresión del quinto la que le llamó la atención.
Se le aceleró el corazón.
—Tristan Michael Carroway —intervino tía Edwina, mirándolo como si deseara que todavía
fuera un muchacho al que poder darle unos azotes—, discúlpate ahora mismo.
Él esbozó una media sonrisa sin dejar de mirar a Georgiana.
—¿Y por qué debería hacer tal cosa?
—La correspondencia de lady Georgiana no es asunto tuyo.
Esos segundos de ventaja le permitieron a ella pensar una respuesta.
—Tal vez el problema sea tu correspondencia, Tristan —dijo más tranquila—. ¿Te sientes
desplazado porque no recibes cartas de amor?
—Yo sí me siento desplazado —comentó Bradshaw cogiendo una galleta.
—Y yo —añadió Edward, aunque a juzgar por su expresión no tenía ni idea de lo que estaban
hablando.
—Puede que yo sepa resolver mis asuntos en privado —se defendió Tristan, su expresión
endureciéndose por minutos.
—Pero sientes la necesidad de chismorrear sobre mis cosas —contraatacó Georgiana, y luego
palideció.
Dare se limitó a enarcar una ceja.
—Dime un secreto que valga la pena mantener, y lo haré. —Repasó con la mirada a su absorto
público, y le hizo una señal a Dawkins para que volviera a llenarle la copa—. Hasta entonces, me
parecerá bien hablar de tu aromática correspondencia.
¿Estaba tratando de decirle que podía confiar en él, o quería provocarla? Georgiana no estaba
de humor como para tentar a la suerte, así que decidió cambiar de tema y dirigió la conversación
hacia el baile que se iba a celebrar en Devonshire a finales de semana, y que se consideraba el
evento de la Temporada.
—¿Piensan asistir? —les preguntó a Milly y a Edwina.
—Cielo santo, no. Con el poder de convocatoria que tiene el duque, nos pasaríamos la noche
atropellando a la gente con mi silla de ruedas.
—Yo me quedaré en casa con Milly —declaró Edwina con convicción.
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—¿Tú sí vas a ir, no? —le preguntó Tristan, perdiendo parte de su malévola expresión.
—Me quedaré con tus tías.
—No digas tonterías, Georgiana —la regañó Milly—. Edwina y yo probablemente nos
acostaremos antes de que empiece el baile. Tienes que ir.
—Yo sí asistiré —dijo Bradshaw—. Se supone que el almirante Penrose estará allí, y quiero
hablarle...
—De tu propio barco. —Andrew y Edward terminaron la frase a dúo.
Georgiana vio que Tristan tensaba la mandíbula, pero el gesto desapareció antes de que nadie
más pudiera verlo. Tanto si Bradshaw ganaba una capitanía como si compraba una, iba a necesitar
mucho dinero. Ella estaba al corriente de la situación económica de los Carroway; todo el mundo
lo estaba. Y todo el peso de la responsabilidad, así como la posibilidad de solución, recaía sobre
Dare.
Georgiana se reprendió a sí misma. Tal vez sí tuviera que casarse con una mujer rica, como
Amelia Johns, pero eso no era excusa para no comportarse bien. Hacer que la pobre chica se
sintiera como un mal necesario era cruel, aunque no sintiera genuino afecto por ella.
—Está decidido —dijo Tristan—, Bradshaw, Georgiana y yo iremos al baile de Devonshire. —
Miró a Robert, el más silencioso de sus hermanos, que estaba sentado al otro extremo de la mesa
—. ¿Y tú, Bit? También estás invitado, ¿sabes?
Con lo que pareció ser un movimiento de hombros, Robert negó con la cabeza.
—Estoy ocupado. —Se levantó de la mesa y, tras hacer una leve reverencia, abandonó el
comedor.
—Maldición —murmuró Dare, en voz tan baja que Georgiana casi no lo oyó. Tenía la mirada fija
en la puerta por la que había desaparecido el joven.
—¿Qué le pasó? —susurró, mientras el resto de los comensales hablaban de la fiesta.
Unos ojos azules la miraron.
—¿Además de que le disparasen hasta casi matarlo? No lo sé. No quiere contármelo.
—Oh.
Tristan señaló la galleta que quedaba en el plato de Georgiana.
—¿Vas a comértela?
—No. ¿Por qué?
Él alargó la mano y la cogió.
—Me alegro de que vayas a ir al baile. —Partió un trozo y se lo metió en la boca.
—No entiendo por qué —respondió Georgiana, mirando a ambos lados para asegurarse de que
nadie los oía—. Seguro que aprovecharé la ocasión para atormentarte.
—Me gusta que me atormentes. —Tristan también miró a los demás antes de volver a centrar
su atención en ella—. Y me gusta que estés aquí.
Así que su plan estaba empezando a funcionar. Georgiana decidió que si se le había acelerado
el pulso era por la satisfacción.
—A veces, a mí también me gusta estar aquí —dijo despacio. Si se rendía demasiado rápido, él
sospecharía algo, y entonces tendría que volver a empezar.
—¿A veces? —repitió Dare, cogiendo otro trozo de galleta.
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—Cuando no haces comentarios ridículos acerca de mi correspondencia, o sobre lo capaz que
eres de mantener un secreto.
—Pero tú y yo tenemos un secreto, ¿no? —murmuró.
Georgiana apartó la vista.
—Más te vale dejar de recordármelo.
—¿Por qué iba a hacerlo? Fue algo excepcional y memorable, y tú misma te niegas a olvidarlo.
Es tu excusa para no casarte.
Ella entrecerró los ojos.
—No, tú eres mi excusa para no casarme. ¿Por qué diablos iba a querer hacerlo después del
ejemplo que tú me diste? —soltó—. ¿Qué te hace pensar que le daré a ningún hombre poder
para...? —Se detuvo avergonzada
—¿Poder para...? —Tristan repitió sus últimas palabras.
Georgiana se puso en pie con torpeza.
—Disculpadme. Necesito tomar el aire.
Con la atónita mirada de los Carroway fija en ella, salió casi corriendo del comedor. Dawkins no
tuvo tiempo ni de abrirle la puerta antes de que lo hiciera ella misma y bajara corriendo los
escalones de mármol de la entrada. Sabía que no debía merodear por las calles de Londres de
noche, ni siquiera en Mayfair, así que se fue hacia el pequeño jardín de rosas que había en el ala
este de la mansión.
Maldiciendo en voz baja, se sentó en un banco de piedra que había bajo un olmo.
—¡Estúpida, estúpida, estúpida!
—¿Qué le dices a la gente cuando te preguntan por qué nos odiamos tanto?
La tranquila voz de Tristan llegó de entre las sombras de la entrada del jardín. Lo vio acercarse
despacio, y detenerse junto al árbol, donde se apoyó en el viejo tronco.
—¿Qué les dices tú? —contraatacó ella.
—Que sólo conseguí de ti un beso antes de que te enteraras de que había hecho una apuesta
para conseguir una de tus medias, y que no te hizo ninguna gracia ser objeto de ese juego de mal
gusto.
—Es más o menos lo mismo que cuento yo, excepto que añado que te di un puñetazo en la
cara cuando trataste de mentirme sobre el asunto.
Él asintió, su mirada se perdió bajo la luz de la luna.
—Fue hace seis años, Georgiana. ¿Qué probabilidades tengo de que me perdones?
—Muy pocas. Sobre todo si sigues hablando de probabilidades y apuestas delante de mí —
respondió ella cortante—. Es que no lo entiendo. ¿Cómo pudiste ser tan... insensible? Con
cualquiera. No sólo porque fuese yo.
Sus ojos se encontraron con los de ella durante un segundo, oscuros e indescifrables.
—Ven dentro. Hace una noche muy fría.
Georgiana tragó saliva. El gélido aire le atravesaba la tela del vestido y le cortaba la piel, pero
esa noche había sucedido algo, aparte de mantener una conversación sincera con Tristan por
primera vez en seis años. Algo que hizo que levantara la vista y observara su anguloso perfil
mientras él se acercaba para ofrecerle el brazo.
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Entrelazando los dedos para no caer en la tentación de tocarlo, se levantó y regresó a la casa.
Su cambio de conducta la tenía descolocada, y no sabía qué decirle.
—¿Serviría de algo —susurró él detrás de ella— que me disculpara otra vez?
Georgiana se dio media vuelta y lo miró.
—¿Disculparte por qué? ¿Por hacerme creer que sentías algo por mí, o por haber hecho
semejante apuesta?
Durante unos segundos, los ojos de Tristan se llenaron de rabia. Mejor. Para ella era más fácil si
no se portaba como un hombre sensible y considerado.
—Lo tomaré como un no —dijo él, indicándole que siguiera caminando—. Pero si sirve de algo,
esa noche... lo último que quería era hacerte daño. No quería actuar como lo hice, y ésa es la
verdad.
—Es un buen comienzo —replicó ella con voz temblorosa mientras subía los escalones—; o lo
sería si te creyera.
Al día siguiente, Georgiana recibió otra carta. Tristan la olisqueó de mala gana, pero aunque
seguía estando perfumada, no lo estaba tanto como las primeras misivas.
Miró hacia la puerta y rompió el sello de cera para abrirla: «Mi querida dama —leyó—, he
estado pensando en el contenido de esta carta durante días. A pesar de que...».
—¿Milord?
Tristan dio un respingo.
—¿Qué hay, Dawkins? —preguntó, escondiendo el papel. —La cesta del picnic está lista,
milord, y el carruaje espera en la entrada, tal como ordenó.
—Saldré en seguida. Cierre la puerta, por favor.
—Sí, milord.
Volvió a la carta de nuevo y buscó con la mirada la última línea: Westbrook. Así que era verdad
que recibía cartas de un caballero. Tristan estaba casi convencido de que Georgiana se escribía a sí
misma. Bueno, ya que la había abierto, bien podía terminar de leerla:
«A pesar de que usted aceptó tan amablemente mis disculpas por mi pésimo comportamiento
en Regent's Park, me siento en la obligación de explicarme mejor. Hace mucho que sé de su
animosidad hacia lord Dare, y me temo que me precipité en salir en su defensa cuando vi que él la
estaba insultando...».
Tristan entrecerró los ojos.
—¿Insultando? Estaba siendo amable, estúpido—farfulló. «... Por favor, comprenda que sólo
intercedí porque la tengo en muy alta estima, y así seguirá siendo. Su servidor, John Blair, lord
Westbrook.»
Así que Georgiana tenía un pretendiente que no estaba interesado en su dinero. Tristan no
conocía al marqués demasiado bien, a pesar de que había coincidido con él en White's y en actos
sociales en varias ocasiones. Las apuestas de Westbrook eran más conservadoras que las suyas, y
exceptuando dos o tres veces, sus caminos rara vez se cruzaban. Tampoco compartían las mismas
ideas políticas. Aunque, al parecer, sí tenían algo en común.
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Miró la carta durante un rato y luego volvió a meterla en el sobre. Se levantó y acercó un
extremo del mismo a la lámpara de su escritorio, por debajo del globo de cristal. La misiva pronto
empezó a echar humo hasta prender una llama. Cuando hubo ardido del todo, la lanzó a la
papelera y luego vació en ella el agua del jarrón más cercano.
Sonrió. Fuera lo que fuese lo que estaba pasando, no iba a permitir que Georgiana se saliera
con la suya. En el amor y en la guerra todo vale... y lo que pasaba entre los dos eran ambas cosas.
Tristan se paró junto a su calesa para ayudar a bajar a Amelia Johns. Le había llevado más de
una semana, y había tenido que esquivar a Georgiana un par de veces, pero al final había
conseguido ir a casa de los Johns y organizar un picnic con la joven.
—Oh, este lugar es precioso —dijo Amelia, arrastrando su falda de muselina amarilla por
encima del césped—. ¿Ha elegido usted este lugar en particular?
El cogió la cesta de la parte posterior del coche mientras su lacayo se ocupaba de los caballos.
—Por supuesto. Sé que le gustan las margaritas.
Ella miró el montón de flores que había en el extremo de un pequeño claro.
—Sí, son preciosas. Y hacen juego con mi vestido, ¿no cree? —La joven se rió—. Me alegro de
no haberme puesto el vestido rosa, porque entonces el efecto habría sido menos impresionante.
—En ese caso, la habría llevado a una rosaleda —respondió él extendiendo el mantel en el
suelo—. Tome asiento.
Ella se agachó con elegancia, y la falda se arremolinó a su alrededor, todo ello muy estudiado.
En ese instante, Tristan se dio cuenta de que aquella muchacha lo tenía todo previsto y nunca
hacía nada de manera espontánea.
—Espero que le gusten el faisán asado y los melocotones —dijo él, abriendo la cesta y sacando
dos vasos y el vino de madeira.
—Me gusta cualquier cosa que usted haya escogido.
Amelia siempre estaba de acuerdo con él, lo que era un cambio agradable después de estar con
Georgiana. Esta, si Tristan decía que el cielo era azul, le contestaría que eso era sólo resultado de
una ilusión causada por la refracción del sol. Sí, pasar la tarde con la señorita Johns sería sin duda
un descanso.
—Esta mañana, mamá me ha dejado confeccionar los ramos del piso de abajo —comentó ella,
aceptando la servilleta y la copa que él le ofrecía—. Dice que tengo talento para las flores.
—Estoy seguro de que es así.
—¿Quién prepara sus ramos?
—¿Mis ramos? —Lo pensó un segundo—. No tengo ni idea. Una de las doncellas, supongo, o la
señora Goodwin, el ama de llaves.
Amelia pareció decepcionada.
—Oh, debería tener a alguien con talento para que se los hiciera. Es muy importante.
Tristan bebió un poco de vino.
—¿Y eso por qué?
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—Un arreglo floral bien hecho indica que la casa en cuestión está bien organizada. Mamá
siempre lo dice.
—Tiene sentido. —Y también explicaba por qué él no tenía ni idea de quién confeccionaba los
ramos en su casa, y por qué no se lo pensaba dos veces antes de dejarlos sin agua para echarla en
una papelera en la que estaba ardiendo una carta. «Bien organizada» y «mansión Carroway» no
eran precisamente cosas compatibles.
—¿Utilizan rosas, lirios o margaritas como flor principal?
Tristan parpadeó y dio otro sorbo al vino, pero entonces se dio cuenta de que ya se había
terminado la copa.
—Azucenas —respondió sin pensar, llenándola de nuevo.
Georgiana había dicho una vez que eran sus flores preferidas, y ella tenía un gusto impecable,
así que supuso que con esa respuesta no podía fallar.
Amelia hizo un mohín, probablemente para atraer la atención de él hacia sus labios. Tristan
había aprendido ese truco el año anterior, cuando fue a visitar la academia para señoritas de
Emma Brakenridge, así que no le costó demasiado descifrar qué estaba tramando la muchacha,
—¿No son las margaritas? —le preguntó, parpadeando con exageración.
Otro movimiento estudiado, pero ése no le había salido tan bien.
—Bueno, usted lo ha preguntado.
—¿Le gustaría besarme?
Eso sí captó su atención.
—¿Perdón? —dijo Tristan, tratando de no atragantarse. Ya se había bebido otra copa de vino.
—Si quisiera hacerlo, le dejaría.
Por extraño que pareciera, él jamás había tenido ganas de besar a aquella joven. Supuso que si
llegaban a casarse tendría que hacerlo de vez en cuando, lo mismo que otros actos más íntimos,
pero... La miró durante largo rato. El sexo siempre le resultaba placentero, fuera quien fuese su
pareja de cama. Pero últimamente sólo le apetecía hacerlo con una mujer en concreto... una con
la que sólo había estado una vez. Y no era Amelia.
—Besarte no sería apropiado.
—Pero quiero gustarte, Tristan.
—Y me gustas, Amelia. No hace falta que te bese para saberlo. Cómete el faisán.
—Pero aceptaría que me besaras si quisieras. Eres muy guapo, ¿sabes?, y vizconde nada
menos.
Dios santo, Georgiana nunca había sido tan ingenua, ni siquiera a los dieciocho. Si quisiera
asegurar su matrimonio con Amelia, probablemente podría levantarle la falda allí mismo, en
medio de Regent's Park, y ella ni siquiera protestaría. Georgiana en cambio lo destriparía con el
trinchante y lanzaría sus restos al estanque de los patos.
Se rió, y cuando Amelia lo miró, fingió que se aclaraba la garganta.
—Discúlpame. Y muchas gracias. Eres muy guapa, querida. —Siempre trato de estar lo mejor
posible.
—¿Y eso por qué?
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—Para atraer a un marido, por supuesto. Esa es la misión de las mujeres. Las que prestamos
más atención a nuestro aspecto, somos las que conseguimos mejores parejas.
Era una teoría interesante, aunque también espeluznante.
—Si es así, las mujeres que no se han casado es porque...
—No se esfuerzan lo suficiente, o son de inferior calidad.
—¿Y si la mujer en cuestión escoge no casarse? —A pesar de que la joven acababa de insultar a
sus queridas tías, la verdad era que Tristan estaba pensando en Georgiana. Ella no era de inferior
calidad, ni mucho menos, y la idea de que quisiera conseguir marido porque ésa era la finalidad de
cualquier mujer... era ridícula.
—¿Que escoge no casarse? Eso es absurdo.
—Como sabes mis tías están solteras.
—Bueno, sí, pero son muy viejas —contestó, dando un mordisco a su melocotón.
—Sí, supongo que sí —reconoció él, pero sólo porque tratar de mantener una conversación con
Amelia era absurdo. Tendría más probabilidades de entenderse con un nabo.
Hasta entonces no le había parecido tan aburrida y simplona. Y el motivo de su cambio era
obvio: Georgiana. Hacía días que no era capaz de quitársela de la cabeza, y ahora estaba
comparando cada estúpida frase que decía la pobre Amelia con los estimulantes tête-à-tête que
mantenía con Georgie.
Sin embargo, el problema seguía siendo el mismo: tenía que casarse con una heredera antes de
la cosecha de otoño. De lo contrario, tendría que empezar a vender partes de la finca, y se negaba
a financiar su presente a costa del futuro de sus descendientes. Georgiana era una heredera, y,
definitivamente, mucho más interesante que cualquiera de las que había conocido últimamente.
Aunque claro, ella le odiaba.
A pesar de todo, siguió dándole vueltas a la idea. El no la odiaba; de hecho, el deseo que le
corría por las venas cada vez que la veía empezaba a resultarle difícil de ocultar. Por otra parte, la
actitud de la joven se había suavizado un poco, pero no podía permitirse el lujo de esperar más de
tres o cuatro meses para resolver sus asuntos.
—¿Tristan?
—¿Sí? —Sacudió la cabeza para despejarse.
—No pretendía decir que tus tías sean inferiores. Estoy convencida de que son muy agradables.
—Sí, lo son.
—A veces pienso que tal vez debería enfadarme contigo, ¿sabes?
—¿Enfadarte conmigo? —El comentario le pareció de lo más extraño, después del trabajo que
se había tomado para organizar aquel picnic.
—Sí, porque nunca me haces caso. Pero hoy pareces más atento. Creo que estás aprendiendo
tu lección.
El la miró y el aburrimiento que Amelia le inspiraba se disipó un poco. De repente estaba
diciendo algo interesante. ¿La lección? Ella parecía haber utilizado esa palabra adrede. Había dicho
que estaba aprendiendo bien su lección, no una lección cualquiera. ¿Tenía aquella chica algún
motivo para creer que alguien estaba enseñándole algo? Seguro que no era ella, al fin y al cabo, el
único objetivo de Amelia era casarse.
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Sospechaba quién podía ser, pero no tenía ni idea de cómo se habría enterado ella de las
maquinaciones de Georgiana cuando él había sido incapaz de descubrir nada. Tal vez Amelia se
había referido a una lección en general y había formulado mal la frase, y quizá él estaba siendo
demasiado suspicaz.
Por otro lado, recelar le había sido útil en más de una ocasión.
—Me estoy esforzando mucho —dijo entonces despacio, en un intento de sonsacarle algo más
— en aprender mi lección.
Ella asintió.
—Se nota. Creo que hoy me has escuchado, y casi nunca lo haces.
—¿Hay alguna otra cosa en la que hayas notado que he mejorado?
—Bueno, aún es pronto para decirlo, pero tengo grandes esperanzas depositadas en ti. Si
llegáramos a casarnos, me gustaría que fueras un poco más amable.
Tristan trató de reprimir un escalofrío. Era el momento perfecto para decirle que tenía
intenciones de ir a hablar con su padre sobre su compromiso. Era lo que tenía que hacer, por el
bien de su familia. Pero una parte de su cerebro no dejaba de decirle que todavía le quedaban tres
meses. Tres meses, además de tener a una mujer durmiendo bajo su techo que no lo aburría como
Amelia, y que lo excitaba y enfurecía muchísimo más.
—Entonces tendré que seguir aprendiendo amabilidad —desvió el tema como pudo.
Lo mejor sería no decir nada ni en un sentido ni en otro; hablar sobre matrimonio podía
suponer tanto como una oferta en firme. Si dentro de tres meses Amelia seguía siendo la mejor
opción, ya daría el paso.
—Sigo creyendo que sería agradable que nos besáramos.
Dios santo. Tristan se preguntó si la chica tenía alguna idea sobre su reputación de granuja, o
de lo que pasaría si alguien los pillaba besándose. Aunque claro, quizá era eso lo que pretendía.
—Respeto demasiado nuestra amistad como para correr el riesgo de echarla a perder, Amelia.
—Volvió a concentrarse en la cesta de comida—. ¿Un poco de pastel de manzana?
—Sí, por favor. —Lo cogió con la punta de los dedos y le dio un mordisco—. ¿Vas a ir al baile de
Devonshire mañana por la noche?
—Sí.
—Sé que es atrevido de mi parte, pero ¿bailarás conmigo? ¿El primer vals, tal vez?
—Será un placer.
Tristan había destinado dos horas al picnic, y supuso que debían de estar a punto de terminar.
Se sacó el reloj del bolsillo y lo miró. Habían pasado sólo treinta y cinco minutos desde que había
ido a recoger a la joven a la puerta de su casa. Se contuvo para no suspirar. No se veía capaz de
soportar una hora y media más. Confió en que su familia fuera consciente del sacrificio que estaba
haciendo por ellos. Y que Georgiana estuviera aburriéndose por alguna parte igual que él, y
preguntándose dónde estaba y con quién.
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CAPÍTULO 09
Mucho es todo el oro del mundo.
Premio generoso es para vicio tan pequeño.
Otelo, acto IV, escena III
—Tengo una pregunta. —Lucinda se tumbó en la cama de Georgiana con el mentón apoyado
en la mano. Parecía estar pasándolo muy bien.
Georgiana envidiaba su desenvoltura, a pesar de que nunca había visto a su amiga perder las
formas por nada. Seguramente se debía a que su padre era un brillante general, muy disciplinado,
que, después de la muerte de su mujer, decidió darle a su hija todos los beneficios de una buena
educación además de su riqueza.
En cuanto a Georgiana, tenía los nervios a flor de piel. Cualquier sonido la hacía saltar, e incluso
el roce de la seda en su piel la molestaba. Seguramente, haberse cambiado cinco veces de vestido
en veinte minutos tuviese algo que ver.
—¿Y cuál es esa pregunta? —le preguntó a Lucinda volviéndose para mirarse de espaldas en el
espejo del vestidor. El vestido azul era bonito, pero ya lo había llevado antes. Tristan ya se lo había
visto puesto.
—¿Hasta dónde vas a llegar con esto, Georgiana?
Una vez más, se sintió nerviosa a incómoda, y le hizo un ademán a Mary para que le
desabrochara el traje.
—Vamos a probar con el nuevo.
—El verde, ¿milady?
—Sí.
—Pero pensaba que había dicho que era demasiado...
—Descarado. Lo sé. Pero es que los demás no van... bien.
—¿Georgie?
—Te he oído, Luce. —Miró a través del espejo cómo su doncella la desabrochaba. Confiaba en
la chica, pero su único tesoro era su reputación—. ¿Mary, puedes ir a ver si la señora Goodwin
puede prepararnos una infusión?
—Por supuesto, milady.
Cuando la doncella cerró la puerta tras de sí, Lucinda se puso en pie y ayudó a Georgiana a
quitarse el vestido.
—Esto va en serio, ¿verdad?
—Si no aprende la lección, no habrá servido de nada. Me hizo daño, Luce. No dejaré que se lo
haga a nadie más.
—Eso ya lo sé —contestó su amiga sin dejar de mirarla—. Pero para darle una lección no tienes
que arriesgarte a que te vuelva a hacer daño.
Georgiana forzó una sonrisa.
—¿Y qué te hace pensar que eso es posible? En lo que respecta a Tristan Carroway, yo ya he
aprendido mi lección.
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—Simplemente, no pareces alguien lleno de odio y determinación.
—¿Y qué parezco entonces?
—Pareces... excitada.
—¿Excitada? No seas ridícula. Es el sexto año que voy al baile de Devonshire. Esa celebración es
siempre muy divertida, y sabes que me gusta bailar.
—¿Vas a ir en el carruaje de los Carroway, o tu tía enviará uno a buscarte?
—Mi tía Frederica, así como Milly y Edwina, no va a ir, y sabes muy bien que no puedo aparecer
acompañada de Tristan y Bradshaw.
—Hace unas pocas semanas sólo lo llamabas Dare. Veo que vuelve a tener nombre de pila.
—Intento que se sienta atraído por mí, ¿recuerdas? O, como mínimo, que quiera cortejarme.
Tengo que ser agradable.
—¿Cuál es su color favorito?
—El verde. ¿Qué tiene que ver eso con...? —Georgiana se miró en el espejo mientras Lucinda le
abrochaba el nuevo vestido. La seda color esmeralda brillaba con suaves irisaciones de un verde
más claro, y la falda y las mangas estaban cubiertas de una fina gasa del mismo color. El escote era
más bajo de lo que estaba acostumbrada a llevar, pero al volverse para mirarse de frente en el
espejo, se sintió guapa. Y su nuevo abanico amarillo y blanco quedaría perfecto—. También a mí
me gusta el verde.
—Mmm...
Georgiana se detuvo.
—Sé lo que estoy haciendo, Lucinda. Quizá creías que las listas eran una forma estúpida de
pasar la tarde, pero cada vez que pienso en la pobre Amelia Johns y el daño que Dare puede
hacerle con su insensibilidad y estupidez, créeme que voy muy en serio.
Su amiga se apartó un poco.
—Te creo. Pero todo esto es para darle una lección a él, Georgie, no para destrozar tu
reputación.
—No dejaré que eso pase. Conozco el paño. —Sonrió y volvió a girar sobre sí misma, mirándose
—. Creo que este vestido es perfecto.
—Se fijará en ti, eso seguro.
Más tranquila, después de que Lucinda se fuera, Georgiana se pasó aún media hora en su
habitación. A solas, le resultaba mucho más difícil convencerse de que Tristan no la afectaba. Con
dieciocho años, sus atenciones, encanto y belleza la habían abrumado. Pero gracias en gran parte
a eso, ella ya no era la misma chica de entonces.
A pesar de todo, su parte menos racional seguía sintiéndose atraída por el guapo vizconde.
Habían transcurrido seis años, y Tristan parecía más... considerado, más consciente de la gente
que tenía alrededor, y también más maduro. Y Georgiana nunca habría podido imaginarse la
calidez y el afecto con que trataba a su familia. Quizá lo peor de todo fuera que se hubiera
disculpado con ella. Dos veces ya, y hasta pareciera entender perfectamente el daño que le había
causado y sentirlo de verdad o, al menos, parecía como si quisiera que Georgiana lo creyera así.
A las ocho y media, un lacayo llamó a la puerta.
—Milady, su carruaje ya está aquí.
—Gracias. —Respiró hondo, salió de su habitación y bajó la escalera.
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Bradshaw, vestido con el uniforme de gala de la marina, de un intenso color azul oscuro y
blanco, estaba de pie en el vestíbulo, poniéndose el abrigo. Levantó la vista al oírla bajar y se
quedó de piedra.
—Dulce... Georgiana, por favor, no dejes que el almirante Penrose te vea antes de que yo
pueda hablar con él. No me hará ningún caso después de posar su mirada en ti.
Confiada, Georgiana sonrió.
—Haré lo que pueda. Tú estás muy bien.
Shaw le devolvió la sonrisa e hizo un amago de reverencia.
—No es lo mismo, pero gracias.
El aire se agitó detrás de ella. Resistiendo la tentación de tirarse de la falda, Georgiana se
volvió. Dare llevaba una chaqueta gris carbón, con unos pantalones negros como la noche y un
pañuelo de cuello blanco como la espuma; el conjunto terminaba con un chaleco brillante. No
llevaba ningún ornamento, pero tampoco lo necesitaba. Su cabello oscuro se le rizaba en el cuello,
y sus ojos azul claro brillaban como zafiros mientras él la repasaba de arriba abajo.
Notó un calor entre las piernas. No había esperado reaccionar físicamente ante él. Sí, todavía
disfrutaba con sus besos, pero se creía inmune a su apabullante masculinidad.
—Buenas noches —saludó para disimular su excitación.
Tristan deseaba humedecerse los labios. Pero en cambio, asintió con la cabeza, incapaz de
pronunciar palabra mientras contemplaba otra vez la espléndida figura de la muchacha. Estaba
resplandeciente; la tela de su vestido convertía la tenue luz del vestíbulo en brillantes esmeraldas.
No podía imaginarse el efecto que tendría en la bien iluminada sala de baile. El escote del vestido
se movía cada vez que respiraba, y la redonda y pálida curva de sus senos despuntaba, tentándolo
a cada movimiento.
Notó el calor subirle a las mejillas y trató de centrarse. Idiota.
Tenía que decir algo.
—Estás impresionante. Georgiana inclinó la cabeza.
—Gracias.
Dawkins carraspeó y a continuación le ofreció a la joven un chal de seda de color marfil. Tristan
se adelantó, cogiendo la prenda de manos del sorprendido mayordomo.
—Permíteme. —Los ojos de Georgiana lo siguieron mientras se acercaba, y él inspiró hondo—.
Date la vuelta —murmuró.
Como si se tratase de un sueño, ella se volvió. El vestido dejaba al descubierto sus hombros y
gran parte de sus omoplatos.
Tristan deseaba pasar las manos por su piel, para comprobar si todavía era tan cálida y suave
como recordaba. Pero en cambio, le puso el chal, apartándose de prisa mientras ella cogía los
extremos del mismo y se los colocaba sobre el pecho. Un rizo de pelo rubio colgaba sobre su
mejilla cuando lo volvió a mirar.
—Mi carruaje está ya aquí —dijo innecesariamente.
—Te acompaño fuera.
Le ofreció el brazo mientras Dawkins abría la puerta. Ella se cogió de él y, a pesar de la tela de
su delicada chaqueta, Tristan podía notar cómo temblaba mientras la acompañaba por la escalera
de entrada hasta su carruaje.
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—Georgiana, lord Dare —saludó una voz femenina desde el interior del vehículo—. Estaba
empezando a pensar que os habíais matado el uno al otro.
Tristan saludó.
—Su gracia, mis disculpas. No era consciente de que estaba usted esperando aquí fuera.
—Yo tampoco lo sabía, tía Frederica. —Georgiana entró en el carruaje, ruborizándose cuando
soltó la mano de él para subir—. De haberlo sabido, no te habría hecho esperar.
—Lo sé, querida. Culparé a Dare de ello.
—Hágalo por favor. —Se las arregló para lanzarle una mirada a Georgiana, que se había
sentado enfrente de la respetable duquesa—. Las veré dentro de poco.
Se quedó mirando el carruaje mientras se alejaba por el camino de acceso, luego entró a
recoger su abrigo y sus guantes. Bradshaw le dio el sombrero y se colocó el tricornio azul marino
sobre su pelo negro.
—¿De qué iba todo eso? —le preguntó su hermano en voz baja.
—¿De qué iba el qué?
—Vosotros dos. Se me ha puesto la piel de gallina.
Tristan se encogió de hombros.
—Quizá sea el tiempo.
—Si es así, espero que esa tormenta no me alcance.
Llegó el carruaje y ambos se subieron a él. Había intentado convencer a Edwina de que los
acompañara, pero su tía se negó. La amiga de Georgiana, Lucinda Barrett, le había llevado esa
misma tarde un gatito, cosa que había dado al traste con sus planes de que Georgiana viajase con
ellos. El asunto lo contrariaba, pero no podía discutir con su tía Edwina, cuyos ojos brillaron de
alegría cuando recibió a Dragón, que, por algún motivo, era el nombre que la mujer había decidido
darle a su nueva mascota. Tristan pensaba que la pequeña criatura parecía más bien una rata,
pero no iba a decirlo en voz alta. No cuando Georgiana había abrazado a la pequeña bola de pelo
arrullándola contra su pecho.
—El renacuajo dice que ayer fuiste de picnic.
Tristan parpadeó.
—Sí.
—Con Amelia Johns.
—Sí.
Bradshaw le sonrió burlón.
—Te pareces a Robert, con tanto monosílabo. ¿Qué tal fue el almuerzo? En más de dos
palabras, por favor.
—Muy agradable, gracias.
—Bastardo.
—Si lo soy, entonces tú deberías ser el vizconde y casarte con la señorita Johns. Sería
interesante.
—Más bien horroroso —replicó su hermano cruzando los tobillos—. Así, ¿estás cortejando a la
señorita Johns? ¿Es definitivo?
Tristan suspiró.
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—Es la candidata perfecta. Rica, guapa y obsesionada con tener un título.
—Lástima que Georgiana y tú no os llevéis bien. ¿O ahora sí? Las inclemencias del tiempo me
tienen confundido.
—¿Y Por qué es eso una lástima? —preguntó Tristan sólo para ver qué le contestaba Bradshaw
—. Georgiana es demasiado alta, tozuda, y tiene una lengua viperina. —Por supuesto, ésas eran
tres de las cosas que más le gustaban de ella.
—Bueno, estás buscando a una rica y guapa, y está claro que ella reúne esas cualidades. Dado
que su padre es un marqués, no debe de ir detrás de ningún título; ni me la imaginaría
deseándolo. —Jugueteaba con la cadena de su reloj—. Si Westbrook no la pretendiera, junto con
toda esa horda hambrienta de conseguir su dinero, quizá yo mismo intentaría cortejarla. Con su
riqueza e influencia, me convertiría en almirante antes de los treinta y cinco.
Westbrook otra vez. Debía de estar esperándole en el baile, maldito fuera.
—¿Crees que sería así de fácil? Si lo intentases, te diría que sí, porque, claro, eso es lo que
hacen las mujeres, y entonces viviríais felices para siempre.
Bradshaw lo miró desconcertado.
—¿Amelia te ha dicho que no?
—No se lo he preguntado todavía. Sigo esperando que... No sé. Un milagro, me imagino.
—Pues no los esperes en lo que se refiere al dinero. Padre se esforzó mucho por malgastar
todo el que ganó, pidió o robó.
Tristan suspiró.
—Hay que mantener las apariencias, ya sabes. —Ésa era la parte más complicada: gastarse un
dinero que no tenía para que pareciera que su familia tenía algo de dinero.
—No me digas que estás de acuerdo con él. No después del lío por el que has tenido que pasar
estos últimos cuatro años. Y por el que todavía estás pasando.
—No es que yo le fuera de mucha ayuda cuando estaba vivo. Podía haber mostrado más
interés por las propiedades.
—Hacías tu vida. Y yo no tenía ni idea de que estábamos tan cerca de la ruina hasta que fue
demasiado tarde. No, sé qué podrías haber hecho —lo tranquilizó Shaw.
—Sabía que era el heredero. Y no me lo tomé muy en serio.
—Pero ahora sí. Y eso es más de lo que él hizo jamás. Si sus acreedores no hubieran extendido
los rumores por doquier cuando murió, no creo que nadie hubiera sospechado nunca el lío en que
estaba metido.
—Era cuidadoso —dijo Tristan.
—No, no lo era. Tú sí lo eras. Todavía lo eres.
Su hermano sonrió.
—Cuántos cumplidos esta noche. Quieres que hable con Penrose, ¿verdad?
Bradshaw se rió entre dientes.
—No. Al contrario. Quiero que te mantengas lo más alejado posible de él. Todavía se acuerda
de las doscientas libras que le ganaste al faro. He perdido la cuenta de las veces que me ha
mencionado a mi «maldito afortunado hermano».
—La suerte no tuvo nada que ver, chico.
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Suspiró. Shaw le tocó la rodilla.
—Supongo que lo que quiero es que sepas que entiendo lo mucho que te disgusta la idea de
tener que casarte por dinero, y que te estoy muy agradecido.
—De hecho, yo pensaba que estás tan espléndido esta noche, que quizá fueras tú quien
pudiese pillar a una rica heredera, y así yo podría continuar persiguiendo a actrices y cantantes de
ópera.
—No creo —se burló su hermano.
—No crees qué: ¿que yo frecuente a cantantes de ópera, o que tú pudieras casarte?
—Ambas cosas.
Bradshaw quizá estuviera en lo cierto. Sin el aliciente de un título, sus posibilidades aún eran
muchas menos que las de él.
No es que a Tristan le faltasen las amistades femeninas, pero cada vez era más cauteloso al
respecto. No lo querían por su dinero, sino que, al parecer, seguían interesadas por él. Sin
embargo, a veces se sentía como un ciervo sin astas. Las mujeres estaban deseosas de compartir
su cama, pero no querían ser vistas a su lado. Lo comprendía, pero no le gustaba.
Por ese motivo lo aterrorizaba ir a sitios como el baile de Devonshire, al que ahora se dirigían.
Aunque esa noche se sentía impaciente por llegar allí. No tenía nada que ver con el vals que le
había prometido a Amelia, y sí mucho con la posibilidad de ver y abrazar a Georgiana, con su
maravilloso vestido esmeralda. Si ella le decía que tenía todos los bailes comprometidos, alguien
iba a resultar herido.
La vio en cuanto Shaw y él entraron en el salón. Tenía razón con lo del vestido, a la luz de las
enormes lámparas, parecía rodeada por una etérea luz que llamaba la atención de todos los
hombres de la sala. Aunque fuera vestida con harapos, lo habría dejado fascinado, pensó Tristan.
—Se acerca tu Amelia —le murmuró Bradshaw.
—Ella no es mi...
—Y allí está Penrose. Te dejo, hermano.
Tristan estaba acostumbrado a que una manada de solteros rodearan a Georgiana en cada
velada, y nunca había intentado formar parte del grupo. Sus contactos habían sido siempre muy
esporádicos. Intercambiar algunos insultos o comentarios sarcásticos era lo máximo que hacían
uno y otra, y bastaba para satisfacer el masoquista deseo de Tristan de verla de cerca. Pero esa
noche iba a tener que unirse al grupo. Esa noche quería bailar con ella.
—Tristan, te he reservado el primer vals —dijo Amelia, acercándose a él con un angelical
vestido rosa y blanco.
—¿Y cuándo van a tocarlo?
—Después de esta cuadrilla. ¿Verdad que todo el mundo está magnífico esta noche?
—Sí, magnífico. —Miró a la orquesta. En dos o tres minutos estaría en la pista de baile con
Amelia, y cuando ese primer vals terminara, el carnet de baile de Georgiana estaría lleno y con
decenas de candidatos esperando por si alguno se despistaba y no reclamaba su danza. Maldición.
—¿Me disculpas sólo un momento?
La preciosa cara de la muchacha mostraba desconcierto.
—Pensaba que querrías hablar conmigo.
Las lágrimas vendrían a continuación. Ya había visto antes esa progresión.
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—Por supuesto que quiero. Y también hablaré contigo después del vals. Pero lady Georgiana
está esperando a mis tías, y tengo que darle un mensaje de su parte.
—Oh. Está bien, entonces. Pero date prisa.
—Lo haré. —Por Lucifer. Todavía no había pedido su mano, y ya estaba decidiendo con quién
podía relacionarse y con quién no. Según cómo fuesen las próximas semanas, eso no iba a
consentirlo.
Sin mirar atrás, cruzó rápidamente la sala hasta llegar a la jauría de hombres que rodeaban a
Georgiana. Él era más alto que la mayoría de ellos, así que la joven lo vio al instante. Para su
sorpresa, le sonrió.
—Lord Dare, está aquí. Estaba a punto de darle su baile a otro.
«Se ha reservado un baile para mí.»
—Lo siento.
El marqués de Halford ocupó el poco espacio que quedaba entre los dos.
—¿Acaso tiene favoritos, lady Georgiana?
—Cuidado, milord, o voy a tener que darle su baile también a otro —dijo, mirando al marqués
—. Esta noche, todos somos amigos.
El fornido Halford miró a Tristan un momento, y luego esbozó una reverencia en dirección a
Georgiana.
—He aprendido que uno no debe discutir nunca con una mujer hermosa.
—Menuda tontería ha dicho —se mofó Dare—. Ahora ya no podrá discutir nunca con una
mujer, o ésta pensará que es fea.
Unas risas ahogadas se oyeron entre la multitud. Halford se puso rojo, pero antes de que
pudiera responder, Georgiana cogió el brazo de Tristan y lo empujó hacia la mesa de bebidas.
—Para.
—Ha sido un comentario bastante tonto, y lo sabes.
—Continuamente oigo comentarios bastante tontos de hombres —respondió en voz baja.
La cuadrilla acabó, y Tristan miró por encima del hombro cómo Amelia lo buscaba esperanzada
con la vista. Habría preferido pasarse el vals hablando con Georgiana, pero le había dado su
palabra a la chica.
—¿Estás listo? —preguntó Georgiana, cogiéndole el brazo.
—¿Listo para qué?
—Para nuestro vals.
Tristan maldijo entre dientes.
—Georgie, yo... —inspiró hondo cuando empezó la música—. No puedo.
La boca de ella se abrió un momento para cerrarse al instante.
—Oh.
—Ayer le prometí este vals a la señorita Johns.
Georgiana miró por encima de su hombro, con expresión indescifrable, y luego asintió.
—Pues entonces ve a bailar con ella.
Antes de que se diera media vuelta, Tristan la cogió por el brazo.
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—No te enfades —murmuró—. No quería desairarte. Sus ojos verde esmeralda mostraban
sorpresa.
—No estoy enfadada. Sólo quería...
—Bailar conmigo —acabó la frase con una sonrisa—. Y lo harás.
Ella sonrió burlona.
—¿Y qué te hace pensar que...?
—Me tengo que ir.
La soltó para acompañar a Amelia a la pista de baile, y Georgiana se los quedó mirando. La
joven bailaba muy bien, y Tristan siempre había sido uno de los hombres más atléticos y ágiles.
Hacían una buena pareja, rodando por la pista y manteniendo la distancia correcta el uno del otro.
Dare había mantenido su promesa con Amelia. Georgiana debería sentirse contenta, pero en
cambio se sentía frustrada.
Lord Westbrook se le acercó.
—Lady Georgiana, no me puedo creer que haya renunciado a bailar el primer vals de la noche.
—Es que le estaba esperando, milord —contestó ella, tendiéndole la mano y sonriendo.
—Entonces, ha aceptado mis disculpas. —El marqués le cogió la mano y se la besó.
Georgiana parpadeó.
—¿Sus disculpas? Oh, ¿por aquella estúpida discusión en el parque? Por supuesto que las
acepto. Fue Dare quien tuvo la culpa.
—En ese caso, me pregunto por qué sigue tolerando su presencia. —Ni ella misma lo sabía.
—Es el mejor amigo de mi primo —respondió—, y sus tías son encantadoras.
—No, Georgiana, tú eres encantadora.
A pesar de que estaba acostumbrada a los piropos y cumplidos, lord Westbrook no solía
decirlos habitualmente. Además, aparte de Tristan Carroway, era uno de los pocos hombres que
no habían pedido su mano. Bueno, todavía...
—Es usted muy amable, milord.
—Hace unos días me llamabas John.
—John, entonces. —Le sonrió sosteniendo la mirada de sus serenos ojos castaños—. ¿Y cómo
es que no tienes acompañante para el vals? —Con su dinero y su título tampoco a él le faltaban
candidatas.
—No tenía intención de bailar esta noche.
—Oh. Lo siento, pues. Yo...
—Porque pensaba que tendrías tu carnet de baile lleno. Me siento muy feliz de haberme
equivocado.
En el otro extremo de la pista, pudo ver cómo Tristan los miraba mientras giraba con Amelia. Su
sombría mirada la asustó. Estaba bailando con la mujer con la que se suponía que iba a casarse, y,
por amor de Dios, aún parecía a punto de pelearse con lord Westbrook por ella.
Verlo celoso era algo nuevo, si es que realmente lo estaba. En el parque lo vio con ganas de
discutir con el marqués, pero entonces ella lo atribuyó a su carácter.
Ahora, tuvo la sensación de que su plan tal vez estaba funcionando, e incluso mejor de lo que
habría esperado. Eso la estremecía y la aterrorizaba.
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CAPÍTULO 10
Bendito el oscuro velo de la noche,
pues no te permite ver el disfraz con que me oculto.
El mercader de Venecia, acto II, escena VI
Pasaban de las dos de la madrugada cuando el carruaje de la duquesa viuda de Wycliffe se
detuvo frente a la mansión Carroway. Georgiana se frotó los tobillos cansados y se levantó
mientras el lacayo le abría la puerta.
—Me alegro de que Milly se esté recuperando —dijo Frederica—. Dale mis recuerdos.
—Lo haré. —Georgiana besó a su tía en la mejilla—. Buenas noches.
—Ven a visitarme más a menudo, querida. La joven se detuvo y miró a la duquesa.
—No me quedaré aquí para siempre. Milly está a punto de valerse de nuevo por sí misma, y
luego podrás volver a cansarte de mí.
—Eso nunca, pequeña.
Si Dawkins era incapaz de mantenerse despierto durante el día, mucho menos lo iba a hacer de
madrugada, así que Georgiana entró sin llamar. Tristan y Bradshaw habían desaparecido a primera
hora de la noche, probablemente estuvieran jugando en una de la docena de mesas que el duque
de Devonshire había organizado para la fiesta. Se había pasado el rato esperando que Dare
apareciera, aunque sólo fuera para mirar con quién estaba bailando ella. Se preguntó si Amelia
también lo habría estado buscando, pero en seguida descartó la idea. Al menos, la chica había
bailado un vals con él.
Había una lámpara encendida en el vestíbulo, y otra en el rellano de la escalera, suficiente para
iluminar el camino hasta su habitación. Le había dicho a Mary que no la esperara despierta, así
que tendría que encontrar el modo de desabrocharse sola el vestido, eso, o dormir con él puesto.
De todos modos, dudaba de que pudiera quitárselo.
El modo en que Tristan la había mirado, prácticamente devorándola con los ojos, había
prendido la ya conocida llama en la boca de su estómago. Seis años atrás, esa mirada la había
fascinado. La sensación de saber que había captado su atención y que sólo tenía ojos para ella.
Dios, había sido una estúpida. ¿Qué decía de sí misma que un simple cumplido y una mirada
hambrienta pudieran volver a hacerle sentir todo eso?
—Georgiana.
El susurro llegó del salón a oscuras y la sobresaltó.
—¿Tristan? ¿Qué...?
—Ven aquí.
Ella frunció el cejo y cruzó el pasillo hasta donde él estaba, justo en el umbral de la puerta,
envuelto en sombras que sólo permitían ver el brillo de sus ojos. Gracias a Dios, Dare no podía
leerle la mente.
La cogió de la mano, tiró de ella hacia dentro y cerró la puerta a su espalda.
—No te muevas —murmuró, rozándole la sien con el aliento—. Voy a por una lámpara.
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Tras unos segundos, la luz de la mesa se encendió e inundó la habitación con su suave
resplandor dorado. Tristan todavía llevaba puesto el traje, aunque se había quitado los guantes y
el abrigo. Se apartó de la luz, sus ojos brillaron de nuevo en la oscuridad.
—Es muy tarde, Tristan —protestó Georgiana también en voz baja—. Dime lo que tengas que
decirme, porque tengo ganas de irme a la cama.
Él le sonrió despacio, una deliciosa sonrisa que a ella le secó la boca.
—¿Quién te ha hecho ese vestido?
—Madame Perisse. ¿Para eso querías verme?
—Es como si lo hubieran confeccionado hadas con telas de araña y gotas de rocío.
Georgiana no había dejado de recibir piropos durante toda la noche, pero ninguno la afectó
tanto como las palabras de Tristan.
—Eso es lo que pensé cuando lo vi por primera vez. Gracias.
Él dio un paso hacia ella.
—Baila conmigo. Te he prometido un vals.
—¿Y la música?
—Si quieres, puedo cantar, pero no te lo recomiendo.
Ella se rió.
—Si es preciso, puedo contar para llevar el ritmo.
Parecía estar de muy buen humor. Durante un segundo, Georgiana se preguntó si se habría
declarado a Amelia y si ésta habría aceptado, pero llegó a la conclusión de que eso no lo haría
sonreír de aquel modo. Habían bailado con demasiada frialdad para estar enamorados.
Sólo de pensar en él con la señorita Johns, sintió algo muy parecido al pánico. Inspiró hondo.
Todo aquello era ridículo. Aún no había pasado nada; Tristan todavía no estaba listo para casarse.
Georgiana aún no le había enseñado todo lo que necesitaba saber. Y no fue capaz de reconocer, ni
siquiera ante sí misma, que no estaba preparada para que él se casara con otra.
—Ven aquí —repitió Tristan, tendiéndole la mano.
—¿Cómo te ha ido el vals con la señorita Johns? —preguntó, y se cogió las manos a la espalda.
Con el tiempo, se había vuelto más sabia, pero si eso era así, ¿por qué no era capaz de
resistirse?
—Habría preferido bailar contigo —respondió él en voz baja—. ¿Vas a darme la mano,
Georgiana? Te he prometido que bailaríamos un vals.
—Ya antes has hecho promesas que no has sido capaz de cumplir.
Tristan entrecerró los ojos.
—Eso fue hace mucho tiempo. Ahora siempre las cumplo. O al menos lo intento. Me lo estás
poniendo muy difícil.
—Yo...
—Quiero bailar un vals contigo.
Dio otro paso hacia ella, ágil y seguro de sí mismo como una pantera. Oh, aquello era un error.
Tenía que irse de allí antes de echar a perder todo lo que había planeado, porque, al parecer, era
incapaz de seguir odiándolo.
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1° de la Serie Lecciones de Amor
—Quiero hacerte una pregunta —dijo Georgiana, esforzándose por poner su cerebro de nuevo
en marcha—. Deseo saber...
—¿Por qué? —terminó él la frase. No pareció sorprenderse en absoluto.
—Nada de excusas ni rodeos, Tristan —dijo ella seria—. Dime sólo la verdad.
Despacio, él asintió.
—Para empezar, tenía veinticuatro años, y era muy estúpido. Cuando oí que alguien en White's
había hecho una apuesta para ver quién conseguía besarte y hacerse con una de tus medias, me
lancé de cabeza. —La miró, y por primera vez, sus ojos carecían de arrogancia—. Pero no lo hice
por la apuesta en sí. Eso sólo fue una excusa.
—¿Una excusa para qué?
Levantó una mano y le acarició la mejilla con el dorso de un dedo.
—Para esto.
Georgiana tembló.
—En esa época, yo te habría dado una de mis medias. No hacía falta que...
—Eso era exactamente lo que pretendía hacer: pedírtela. Pero cuando te toqué quise más.
Estaba acostumbrado a conseguir todo lo que quería. Y te quería a ti, Georgiana.
Ella sabía a lo que se refería. Cuando Tristan la besó, incluso cuando la besaba ahora, era como
si un rayo la atravesara entera.
—De acuerdo, eso puedo entenderlo. Pero cuando me enteré de lo de la apuesta, ¿por qué no
me lo explicaste?
Tristan bajó la vista y la fijó en sus botas, igual que un niño que se sintiera culpable.
—Lo que hice estuvo mal —contestó, mirándola de nuevo a los ojos—. Fuera cual fuese el
motivo por el que participé en la apuesta, estuvo mal. Tenías toda la razón del mundo al enfadarte
conmigo.
A Georgiana se le secó la garganta.
—¿Dónde está mi media?
Por algún motivo, esa pregunta lo hizo sonreír.
—Puedo enseñártela, si quieres.
Así que él todavía la tenía. En algún rincón de su mente, Georgiana esperaba que así fuera.
Siempre le había preocupado que pudiera darle esa media a alguien, o que la dejara en algún sitio
donde cualquiera pudiera encontrarla, y, gracias a la dichosa apuesta, averiguar a quién
pertenecía. Llevaba años con miedo a perder su reputación, consciente de que podía suceder en
cualquier momento.
—Enséñamela.
Con la lámpara en una mano, Tristan le indicó que lo siguiera. Se dirigió hacia el pasillo que se
adentraba en el ala oeste de la mansión, y ella dudó unos instantes. Los aposentos privados de
Dare y su dormitorio estaban en esa dirección. Pero si él creía que estaba a punto de perdonarlo,
tal vez aún pudiera lograr que se enamorase de ella, y así ayudar a Amelia. Georgiana siguió sus
silenciosos pasos como si esa escapada en mitad de la noche no la inquietara en absoluto.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada. Él la miró fugazmente, como si quisiera asegurarse
de que todavía seguía allí, abrió y entró. Enderezando los hombros, ella lo siguió.
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—Es tu dormitorio —dijo, tragando saliva al ver que Tristan echaba el pestillo.
Sin responder, se encaminó a una cómoda de cajones que había en uno de los extremos de la
habitación y abrió uno de ellos.
—Toma —dijo, mirándola de nuevo.
En la palma de la mano, sostenía una pequeña caja de madera, parecida a las de los abanicos.
Frunciendo el cejo, Georgiana se acercó y levantó la tapa de caoba. Dentro descansaba su media,
perfectamente doblada. Sabía que era la suya porque ella misma había bordado las flores que
llevaba en la costura.
Levantó la vista y se encontró con la mirada de él fija en su rostro, observando su reacción.
—Perdiste la apuesta —susurró.
—Perdí mucho más que eso. —Dejó la cajita de nuevo en el cajón y, con cuidado, le cogió la
cara entre las manos—. Lo siento, Georgiana —murmuró—. No siento lo que hice esa noche,
porque no lo cambiaría por nada del mundo, pero siento todo lo que sucedió después, y cómo te
ha afectado. Si pudiera, eso sí lo cambiaría.
Antes de que ella pudiera responder, él le acarició los labios con los suyos. El calor inundó el
cuerpo de Georgiana, pero Tristan no profundizó el beso, como ella esperaba y deseaba. En vez de
eso, deslizó una mano por su espalda hasta la cintura, y, con la otra, buscó la suya.
—Y ahora —le dijo, sonriendo de nuevo—, te debo un vals.
Sujetándola por la cintura, le hizo dar una lenta vuelta alrededor de la cama y por delante de la
chimenea que estaba encendida. Georgiana nunca se había imaginado a sí misma bailando casi a
oscuras en la habitación de un hombre, y mucho menos en la de Tristan. Y cuando se quedó sin
aliento, supo que con ningún otro sería tan atrevida como con él.
Tristan volvió a hacerla girar, ejecutando los pasos de un vals que seguía el ritmo del corazón
de Georgiana. Su falda se le enredaba entre las piernas, pues la sujetaba más cerca de lo que
dictaban las normas de decoro. Podían hacer lo que quisieran. Nadie tenía por qué saberlo.
—Espera —susurró ella.
Tristan aminoró el paso y se detuvo. No preguntó nada cuando la vio apoyarse en él y,
agachándose un poco, quitarse primero un zapato y luego el otro, dejándolos luego frente a la
chimenea.
—Mucho mejor.
La cálida risa masculina prendió un fuego entre sus piernas.
—¿Cuándo fue la última vez que bailaste un vals descalza? —le preguntó.
—Cuando tenía diez años, en la sala de dibujo de Harkley. Grey estaba enseñándome los pasos
e insistió en que me quitara los zapatos para evitar que siguiera pisoteándole como un elefante.
Mi madre se escandalizó. —Apoyó la mejilla en el torso de Tristan y él volvió a girar. El corazón le
latía tan de prisa como a ella, acompasado con el suyo—. Creo que en esa época mi madre creía
que Grey terminaría por casarse conmigo. Como si yo fuera a casarme con alguien como él.
—Wycliffe hablaba a menudo de ti, en Oxford. —La ronca voz de Tristan retumbó mientras
bailaban.
Georgiana cerró los ojos, escuchando su corazón y la cadencia de su voz.
—Nada bueno, supongo.
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—Creo que mencionó algo sobre que te tiró al estanque de los patos para que dejaras de
seguirlo por todas partes.
—En verdad, me tiró de cabeza. Salí del agua con una sanguijuela pegada a la nariz. Después de
eso, se pasó días diciéndome que el bicho me había sorbido el cerebro. Yo tenía seis años, y él
catorce, así que durante unos días le creí. Hasta que la tía Frederica lo obligó a pegarse una
sanguijuela en la frente para demostrar que era mentira.
La risa de Tristan se hizo más profunda.
—Wycliffe siempre hablaba de ti con cariño; casi todas sus historias eran sobre lo tozuda, lista y
decidida que eras. No sé por qué, siempre te imaginaba con pantalones y con un cigarrillo entre
los labios. La primera vez que te vi... —Se quedó callado largo rato, mientras seguían dando
vueltas por la habitación—. Me dejaste sin aliento.
Él le había producido el mismo efecto. Georgiana echó la cabeza hacia atrás y siguió
moviéndose al ritmo del vals. Tristan se inclinó y le recorrió el cuello y la mandíbula con los labios.
Después de lo que había pasado la última vez, debería haberla puesto furiosa que tratara de
que volviera a acostarse con él
Pero estaba tan emocionada, que el enfado no cabía dentro de ella. Hacía tanto tiempo que no
estaba en sus brazos, y lo había echado tanto de menos, que casi se le llenaron los ojos de
lágrimas.
—Suéltate el pelo, ¿quieres? —sugirió Tristan con una voz baja y sensual—. Así estarás más
cómoda.
Si a Georgiana le hubiese quedado un ápice de sentido común, habría salido de allí tan rápido
como se lo hubiesen permitido sus agotados pies. Pero entonces él dejaría de besarla, y ella no
quería que eso sucediera. Se llevó las manos a la cabeza y se quitó las horquillas, que fue dejando
caer al suelo. Su melena se desparramó sobre su espalda, dorada y rizada a la luz de las velas.
El vals se fue ralentizando y ambos se detuvieron frente a la chimenea.
—Dios mío, Georgiana. Dios mío.
A Tristan le temblaban las manos y hundió los dedos en el pelo de ella, echándoselo sobre los
hombros. Antes de que perdiese el valor, Georgiana le sujetó la cabeza y acercó el rostro de
Tristan al suyo.
—Prométeme una cosa —dijo, con voz trémula, ocultando la cara en el hueco del cuello de
Tristan. Olía a jabón y a tabaco. La combinación era embriagadora.
—¿Qué? —preguntó él, recorriéndole la espalda con manos ahora ya más seguras. El vestido de
ella se deslizó al suelo antes de saber siquiera lo que Tristan estaba haciendo.
Georgiana tragó saliva. Cielo santo. Empezó a recordar cosas de aquella otra noche. Como por
ejemplo, lo bien que se había sentido entre sus brazos.
—Prométeme que no me prometerás nada.
Los labios de él volvieron a buscar los suyos.
—Te lo prometo.
Al quedarse sólo con la camisola y las medias, sintió el aire frío de la habitación en su piel,
excepto donde estaban las manos de Tristan. Planes, lecciones... nada importaba excepto él y lo
bien que la hacía sentir. El dulce recuerdo de las sensaciones de aquella vez llenó su mente.
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El se quitó la chaqueta, dejándola caer al suelo, junto con el montón de tela que había formado
el vestido de Georgiana. Seguía besándola cuando se desabrochó los botones del chaleco y
también se lo quitó.
—Te he echado de menos —murmuró él.
El ronco sonido retumbó en el interior de ella. Le aflojó el pañuelo en cuestión de segundos.
—Me ves todo el tiempo —contestó sin aliento, con las manos de él en la cintura,
acercándosela para besarla de nuevo.
—No de este modo.
La boca de Tristan le recorrió el escote con labios expertos que la hicieron estremecer. Su
pasión le daba un poco de miedo; hasta esa noche, había sido ella quien había dictado el ritmo de
su relación. Ahora Tristan era como una tormenta de verano, salvaje y poderosa, y a punto de
estallar sin que Georgiana pudiera hacer nada para impedirlo.
Tiró de la camisa de él hasta sacarla de los pantalones y le recorrió la cálida piel del estómago
con las manos. Sus fuertes músculos se estremecieron ante la caricia.
—¿Me recuerdas? —murmuró.
—Sí, y no. Esta vez te conozco.
Él levantó los brazos y ella le quitó la camisa por encima de la cabeza, lanzándola con el resto
de la ropa. Tristan volvió a besarla, empujándola con cuidado hasta el poste de la cama.
—Georgiana —murmuró, acariciándole la barbilla con la nariz, para luego recorrerle el cuello
con los labios.
A ella se le escapó un gemido, y cerró los ojos, deleitándose en la sensación de tener su boca y
sus manos sobre la piel. Tristan bajó la cabeza y, con los labios, le rozó el pecho por encima de la
camisola. Georgiana se excitó y el pezón se perfiló contra la fina tela. Incapaz de contenerse,
volvió a gemir, y hundió los dedos en el oscuro pelo de él para acercarlo más.
Tristan se arrodilló delante de ella. Sus dedos se deslizaron despacio entre sus piernas,
levantando la camisola al mismo tiempo. Durante un segundo, Georgiana sintió pánico. Otra vez
no. No iba a permitir que volviera a herirla.
—Tristan.
Él levantó la mirada.
—Te he prometido que no te prometería nada, Georgiana —dijo en voz baja—, pero...
—No. Está bien. —No quería oírle decir que la quería, ni que estaría allí por la mañana, ni que
no se arrepentiría de volver a estar con él. Esa noche le deseaba. Ya se preocuparía del mañana
cuando la noche terminara.
—¿Estás segura?
Sus palabras resonaron en su interior.
—Sí.
Los dedos de Tristan prosiguieron por su pierna derecha, acariciándola, tocándola. Al llegar a la
parte superior del muslo, le deslizó la media hasta abajo; luego le levantó el pie y se la quitó. A
continuación se la ofreció sin decir nada. Georgiana la aceptó con la respiración entrecortada y,
cogiéndola de entre los dedos de él, hizo con ella un ovillo. Luego, Tristan repitió el gesto con la
otra media.
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El intentaba dotar ese gesto de significado, pero Georgiana no se lo permitió. Aquella noche era
aquella noche. Ni el ayer ni el mañana tenían importancia. Sosteniéndole la mirada, lanzó ambas
medias al montón de ropa.
—Ahora te toca a ti —dijo entonces con voz temblorosa—. Quítate las botas.
Poniéndose en pie, Tristan se apoyó en los pies de la cama y se quitó primero una de sus
resplandecientes Hessian negras y luego la otra, y.las lanzó ambas a una esquina.
—¿Quieres que me desprenda de algo más?
Volvía a dejarla que tomara las riendas, lo que la tranquilizó un poco. Al mismo tiempo, eso
haría que luego le resultara más difícil justificarse sus acciones ante sí misma. Pero eso sería más
tarde. Dio un paso adelante y le desabrochó el primer botón del pantalón.
—Oh, sí.
Con ese pequeño gesto, la tormenta se desencadenó sobre ella. Tristan le sujetó la cara con las
manos y volvió a besarla de un modo profundo y salvaje, abordándola con la lengua y dejándola
con la respiración entrecortada y sin aliento. Georgiana le desabrochó entonces los dos botones
que faltaban y tiró de los pantalones hacia abajo.
Sintió que Tristan estaba al fin desnudo e, incapaz de resistirse, interrumpió el beso y bajó la
vista. Un suave vello oscuro le cubría el pecho y dibujaba una línea por encima de su musculoso
estómago. Miró más abajo.
—De esto sí me acuerdo.
A los veinticuatro era muy guapo. A los treinta resultaba arrollador. Más musculado, más
masculino, con el rostro anguloso y aquella inteligente mirada.
Georgiana tocó la cálida suavidad de su virilidad, y Tristan se estremeció. Con la seguridad que
le daba seguir vestida mientras él estaba completamente desnudo, rodeó su sexo con los dedos y
acarició despacio su erección mientras Tristan se mantenía completamente inmóvil delante de
ella, hermoso como una escultura de mármol, pero palpitante, vivo y fuerte.
—Tristan —susurró, levantando la vista para encontrarse con sus brillantes ojos azules—. Creo
que todavía estoy demasiado vestida.
—No por mucho tiempo. —Deslizó las tiras de su camisola por sus hombros y tiró de la prenda
hacia abajo.
Georgiana tuvo que dejar de tocarlo para permitir que se deslizara por sus brazos hasta caer y
arremolinarse junto a sus pies.
Tristan le recorrió las clavículas con los dedos, y luego fue bajando a acariciar sus pechos. Unos
segundos antes de apartarse, le tocó los pezones.
—Yo también me acuerdo de ti —murmuró, antes de inclinarse para atrapar el seno izquierdo
entre sus labios.
Georgiana gimió, y dio las gracias por tener el poste de la cama detrás, pues era lo único que
evitaba que se cayera al suelo. Él la besó y le mordió el pecho con delicadeza; las piernas dejaron
de sostenerla.
Tristan la cogió en brazos, besándola con pasión mientras la llevaba hasta la cama. Ella parecía
incapaz de soltarlo y se aferraba a su cuello con los brazos, besándolo con la misma intensidad que
él, que apartó las sábanas con una mano antes de tumbarla en el blando lecho.
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Se echó a su lado y volvió a atraparle el pecho. El cuerpo de Georgiana vibraba excitado; sabía
lo que iba a suceder. El siguió recreándose en su seno, deslizando lánguidamente las manos por su
estómago, trazando círculos, antes de proseguir más abajo.
Hundió un dedo en el interior de Georgiana, y notó cómo el cuerpo de ella se resistía un poco.
—Me deseas —murmuró, besándola de nuevo—. Deseas tenerme dentro de ti.
Volvió a mover el dedo y la joven gimió.
—Sí, te deseo.
La satisfacción y el deseo se mezclaron en los ojos de Tristan.
—No creí que fuera así.
Ella le acarició la espalda.
—No debería, pero te deseo.
Tristan le separó las piernas y se colocó entre ellas.
—¿No ha habido nadie más aparte de mí? —murmuró, incorporándose un poco sobre los
brazos y dándole otro beso.
—No, nadie.
La última vez, él había sido muy paciente y cuidadoso. Esa noche no hacía falta que lo fuera, y
Georgiana levantó las caderas yendo a su encuentro y notando cómo él se introducía en su
interior. Ella gritó, pero no de dolor, sino de placer. Tristan cubrió su grito con los labios y empezó
a gemir al ritmo de sus caderas. La cama se movía acompañando sus movimientos, un baile que
sólo podían bailar ellos dos.
La tensión en el interior de Georgiana creció hasta tal punto que creyó que iba a morir. Clavó
los dedos en la espalda masculina, pegándose a Tristan tanto como pudo, deseando formar parte
de su cuerpo, del fuego que los uniría para siempre.
—Di mi nombre —murmuró él con la respiración entrecortada, besándole la oreja.
—Tristan. Oh, Tristan. —Como si se hubiera roto una presa, Georgiana se estremeció y tembló
rodeándolo. Lo único que podía sentir era a él en su interior, encima de ella, abrazándola,
amándola.
—Georgiana. —Con otro gemido, la penetró con más fuerza, tensando su cuerpo al límite antes
de vaciarse dentro de ella y esconder su rostro en su cuello.
A Georgiana le encantaba la cálida sensación de Tristan sobre su cuerpo. Tenía la sensación de
que había pasado una eternidad desde la última vez que sintió eso, el sentimiento de que formaba
parte de otra persona, en vez de estar sola en el mundo. Pero en aquella otra ocasión se despertó
y descubrió que él se había ido, y que le faltaba una media. Un recuerdo, pensó entonces, hasta
que supo lo de la apuesta.
Tristan deslizó las manos hacia las nalgas de Georgiana y dio la vuelta sin salir de su interior. Se
quedó tumbado de espaldas, con ella encima. Permanecieron así tumbados mucho rato, él
acariciándole el pelo. Cuando Georgiana recuperó el aliento, levantó la cabeza para mirarlo.
—¿Y a mí, me recuerdas?
—Ahora tienes más curvas. —Con una lenta y picara sonrisa, deslizó de nuevo las manos hasta
sus nalgas.
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Georgiana suspiró. La realidad los esperaba tras las oscuras cortinas del dormitorio de Tristan,
pero la haría muy feliz poder quedarse allí un rato más. Le acarició el torso con las manos y se
detuvo al notar una pequeña marca en su clavícula izquierda.
—Esto es nuevo —dijo—. ¿Cómo te lo hiciste?
—Un caballo me lanzó por los aires hace tres años, y aterricé sobre una roca. Fue un dolor de
mil demonios. —Le apartó el pelo de los ojos y ladeó la cabeza para poder mirarla—. ¿Te acuerdas
tan bien de mí como para saber que esta cicatriz es nueva?
«Me acuerdo de todo», iba a contestar, pero no lo hizo.
—He pensado que tal vez te la hubiese hecho yo.
El se rió, contento y tranquilo.
—No será porque no lo hayas intentado. Todavía tengo los dedos del pie morados, y siempre
que hace mal tiempo me duelen los nudillos.
—Estás exagerando.
—Quizá algo. —Le dio un beso en la frente—. ¿Tienes frío?
—Un poco.
—Ven.
Saliendo de debajo de ella, cogió las sábanas y tiró de ellas hacia arriba, tapándolos a ambos.
Volvió a tumbarse a su lado y la abrazó, colocándole la cabeza sobre su hombro, mientras ella
descansaba una mano sobre su torso.
Estaba relajada, dispuesta a dormir con él, con su brazo rodeándola para mantenerla a su lado.
Pero...
—¿Qué pasará con Amelia Johns?
—Ya me ocuparé de eso más tarde. Ahora hablemos de otra cosa, cariño.
Ella quería hacerle más preguntas, pero empezaban a pesarle los párpados y se quedó dormida
escuchando la suave respiración de él y el latido de su corazón. Cuando Georgiana se despertó, la
luz grisácea del amanecer asomaba por los extremos de las cortinas azules. Se quedó quieta,
saboreando la sensación del subir y el bajar del pecho de Tristan bajo su mejilla.
No quería irse, pero tampoco podía quedarse. Con cuidado, le quitó el brazo de su hombro y se
levantó. Él se movió y volvió la cabeza en su dirección, pero no se despertó. Georgiana quería
darle un beso en la mejilla, pero se obligó a no hacerlo.
Por fin, Tristan la había dejado entrar en su interior, convencido de que ella lo había
perdonado. Bueno, en parte lo había hecho y en parte no. Pero eso no tenía importancia, porque
Georgiana jamás volvería a confiarle su corazón. Lo que había sucedido esa noche era sólo lujuria,
el estallido de la pasión reprimida durante seis años de antagonismo.
Moviéndose con cuidado, bajó de la cama y se puso la camisola. Había una media en el suelo, y
se quedó mirándola durante un rato. Tristan se lo tenía merecido; así aprendería a no jugar con
ella, ni con el corazón de ninguna otra mujer.
El escritorio de Tristan estaba abierto, y Georgiana cogió la pluma y escribió una nota, que,
junto con la media, dejó en la almohada, al lado de la cabeza de él. Después, cogió la cajita
guardada en el cajón y la abrió, y también la añadió a la nota.
Se lo tenía merecido, se recordó a sí misma, negándose a mirarle. Se lo merecía por lo que le
había hecho.
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Sin hacer ruido, cogió el vestido y los zapatos y salió del dormitorio, cerrando las puertas tras
de sí. Con algo de suerte, conseguiría abandonar la casa antes de que Tristan se despertara. Y si
tenía un poquito más, quizá pudiera incluso llegar a Shropshire antes de que él decidiera seguirla.
Y con muchísima suerte, tal vez lograse irse de la mansión Carroway sin llorar.
Se secó las lágrimas que le resbalaban por las mejillas. Al parecer, no tenía tanta suerte.
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CAPÍTULO 11
Puck.
Sueño de una noche de verano, acto II, escena I
Un ligero aroma a lavanda impregnaba las sábanas y la almohada en la que reposaba la mejilla.
Con los ojos cerrados, Tristan aspiró hondo e inhaló, Georgiana.
Haber pasado seis malditos años esperándola había sido demasiado, pero la habría esperado
todavía más. A medida que iba despertándose, le costaba más creer que ella lo hubiese
perdonado. Quería volver a darle las gracias... de hecho, varias veces antes de que los ocupantes
de la casa se despertaran y Georgiana tuviera que irse de su dormitorio.
Pero incluso entonces no iba a dejarla escapar de su cama durante mucho rato. Ahora que
había conseguido que le diera una segunda oportunidad no iba a echarla a perder. Gracias a Dios
que no le había pedido la mano a Amelia; con Georgie había encontrado una mujer con la que le
encantaba tener relaciones sexuales.
Se apartó con cuidado para evitar despertarla, y luego abrió los ojos. Su lado de la cama estaba
vacío. Preocupado, Tristan se incorporó un poco.
—¿Georgiana?
El silencio le respondió.
Volvió a moverse y algo se deslizó bajo su espalda. Alargó la mano y lo cogió. La cajita. Se
quedó mirándola durante largo rato, deseando que su atrofiado cerebro volviera a ponerse en
funcionamiento. Pasándose la mano por el pelo, miró la almohada donde había estado la cajita.
Encima de la misma vio una media perfectamente doblada, y debajo de ésta un papel.
Deseó con todas sus fuerzas no tener que leer esa nota. Pero no podía quedarse allí mirándola
desnudo todo el día, así que respiró hondo, la cogió y la abrió. Leyó la pulcra caligrafía de
Georgiana: «Ahora tienes un par de medias. Espero que te satisfagan, porque nunca volverás a
estar conmigo. Georgiana».
Lo tenía planeado desde el principio. Y él había caído en la trampa como un adolescente
enamorado. La rabia lo embargó, y arrugó la nota lanzándola a la chimenea. Una maldición escapó
de su boca, silenciosa y vehemente.
Saltó de la cama y cogió unos pantalones y una camisa limpia. Nadie iba a tomarle el pelo.
Había estado pensando en cómo se le declararía y recordando sus cuerpos entrelazados, mientras
ella seguro que estaba esperando a que se despertara para que se cumpliera su venganza. Había
esperado seis años, pero al final lo había conseguido.
Pero más profundo que la rabia era el dolor que le retorcía las entrañas, como si alguien le
hubiera dado una patada en lo más hondo. Trató de hacerlo a un lado, pero el dolor siguió allí,
impidiéndole respirar. Aquello era inaceptable. No le gustaba nada sentirse así.
Cogió las botas. Cuando se acostó con Georgiana, hacía seis años, no lo había hecho para ganar
la maldita apuesta, sino porque la deseaba. No pensó en nada más que en sentir el placer de su
cuerpo; no esperaba pasarse los seis años siguientes recordándola y deseándola.
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Se encaminó al armario y cogió un chaleco y una chaqueta, que se puso con movimientos
precisos, llenos de una ira fría y controlada. La noche anterior había sido distinto, incluso mejor
que la primera vez, porque en esta ocasión sí había pensado en lo que sucedería después.
Frunció el cejo y buscó un pañuelo limpio y planchado y se lo colocó alrededor del cuello.
Georgiana también había pensado en lo que sucedería después. Lo había planeado todo para
vengarse.
Ahora estaban en paz. Sí, estaban en paz. Eso debía de significar algo, pero Tristan estaba
demasiado furioso como para planteárselo. Se dirigió a la puerta y la abrió con tanta fuerza que
golpeó con ella la pared; luego recorrió el pasillo hasta el ala este de la casa. No se molestó en
llamar a la puerta de la habitación de la joven, sino que entró directamente.
—Georgi...
No estaba allí. Había ropa esparcida por el suelo y la cama no estaba deshecha. Los cajones
colgaban medio abiertos, con prendas derramándose por los lados, cascadas de seda y satén de
colores; la mitad de los artículos de tocador habían asimismo desaparecido.
Tristan contempló aquel caos. Georgiana había cogido unas cuantas cosas a toda velocidad, sin
importarle ocultar que tenía prisa. Eso significaba que no había hecho las maletas el día anterior,
en previsión de su pequeño coup de grâce.
Giró sobre sus talones y regresó al dormitorio. La nota estaba arrugada junto a la chimenea, se
agachó y la cogió; luego la estiró y le sacudió los restos de ceniza. La caligrafía de Georgiana no se
veía tan pulcra como era habitual en ella, y la tinta se había corrido por haber doblado el papel
antes de que se secara. Estaba claro que tenía prisa.
La cuestión era, ¿por qué? ¿Había querido terminar con todo antes de que él despertara, o
antes de perder el valor? Guardó la nota en el cajón de su mesita de noche, junto con ambas
medias, y volvió a salir al pasillo para ir a la planta de abajo. Dawkins estaba de pie en el vestíbulo,
bostezando.
—¿Qué hace despierto a estas horas? —le preguntó Tristan; la frágil rienda con que sujetaba su
rabia amenazando con romperse ante la primera persona que se encontrara.
El mayordomo se irguió.
—Lady Georgiana ha requerido mis servicios hace media hora.
—¿Para qué?
—Me ha pedido que le buscara un carruaje, milord, para ella y su doncella.
Se había llevado a Mary. Eso significaba que no pensaba regresar. Tristan estaba tan tenso y
lleno de ira que incluso tembló.
—¿Ha dicho adónde iba?
—Sí, milord. Yo...
—¿Adónde? —gritó dando un paso hacia adelante.
Dawkins retrocedió y se tropezó con el perchero.
—A la mansión Hawthorne, milord.
Tristan cogió el abrigo que colgaba detrás del hombre.
—Voy a salir.
—¿Quiere que le diga a Gimble que ensille a Carlomagno?
—Lo haré yo mismo. Muévase.
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El mayordomo tragó saliva y se apartó para que Tristan pudiese abrir la puerta. Este bajó los
escalones de dos en dos, poniéndose el abrigo al mismo tiempo. El establo estaba a oscuras y en
silencio, pues apenas había amanecido. Le sorprendió ver que Sheba seguía allí, junto a su caballo.
Georgiana no se habría dejado a su montura si hubiera tenido la cabeza fría. Para empezar, ni
siquiera se habría llevado allí a la yegua de haber tenido previsto irse de ese modo.
Se detuvo y apretó las cinchas de la silla de Carlomagno. Lo de la noche anterior no había sido
un juego. Él había sentido el calor y la pasión que emanaba de Georgiana, ella se había entregado
tanto como él. Fuera cual fuese la enseñanza que había pretendido darle se le había ocurrido
después. O, al menos, aquel método en concreto no había sido su primera idea.
Pero también podía ser que eso fuera lo que a Tristan le gustaría creer, para así justificar que
hubiera sido incapaz de resistir el deseo que ella le despertaba, sin importarle lo más mínimo las
consecuencias. Montó y espoleó a Carlomagno para salir del establo; inclinado sobre la crin del
semental, pasó por debajo del umbral y salió a la calle.
Aunque era muy temprano, Mayfair se estaba llenando ya de vendedores ambulantes que
transportaban leche y fruta fresca en sus carros. Se abrió camino hasta Grosvenor Square, donde,
entre los hogares de las familias más antiguas y ricas de Inglaterra, se hallaba la mansión de la
duquesa viuda de Wycliffe. Saltó del caballo sin ver aparecer a ningún lacayo; probablemente, los
sirvientes de la duquesa estuvieran todavía dormidos.
Pero alguien habría tenido que abrirle la puerta a Georgiana, así que llamó. Pasaron largos
segundos sin que obtuviera respuesta, de modo que golpeó otra vez, más fuerte.
Se oyó descorrer un cerrojo y la puerta se abrió. El mayordomo de la casa, con un aspecto
mucho más compuesto que Dawkins, apareció en la entrada.
—La puerta de servicio está... Lord Dare. Discúlpeme, milord. ¿En qué puedo servirle?
—Necesito hablar con lady Georgiana.
—Lo siento, milord, pero lady Georgiana no está aquí.
Tristan inspiró hondo y trató de mantener a raya su temperamento.
—Sé que sí lo está —dijo muy despacio—, y necesito hablar con ella. Ahora.
—Yo... por favor... —El hombre se hizo a un lado, dándole paso al vestíbulo—. Si es tan amable
de esperar en la salita, iré a preguntar.
—Gracias. —Tristan entró en la casa. Estuvo tentado de subir por la escalera e ir directamente
al dormitorio de Georgiana, pero no estaba seguro de que siguiera ocupando la misma habitación
que seis años atrás, y, a pesar de lo enfadado que estaba, era consciente de que no era lo más
adecuado que demostrara saber dónde estaban los aposentos de la joven.
Demasiado furioso como para sentarse, paseó de un lado al otro de la salita con los puños
apretados a los costados. La piel todavía le olía ligeramente a lavanda. Maldición. Debería haberse
tomado unos minutos para eliminar el aroma de ella de su cuerpo, antes de que eso lo volviera
loco del todo.
Según el reloj que había en la repisa de la chimenea, pasaban cuarenta y ocho minutos de las
cinco. Si ella se había ido de la mansión Carroway media hora antes de que él se despertara,
probablemente llevara allí unos quince minutos. Tristan había tardado menos de diez minutos en
atravesar Mayfair, pues iba a caballo y hecho una furia.
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Masculló una maldición. Si Georgiana no bajaba pronto, iría a buscarla. No le iba a resultar tan
fácil escapar de él. No después de lo que había habido entre los dos la noche pasada. No después
de todos los planes que había hecho para ellos.
—Lord Dare.
—Qué diablos... —Se detuvo al volverse hacia la puerta—. Su gracia —dijo, haciendo una
reverencia.
—Es muy temprano —dijo la duquesa viuda, mirándolo con unos gélidos ojos verdes—. ¿Le
importaría terminar la frase?
El se mordió la lengua para no contestar. Lady Frederica estaba vestida y peinada; seguro que
se había levantado al llegar su sobrina. ¿Acaso Georgiana esperaba que Tristan se presentara allí y
lo echara todo a perder? ¿Quería responsabilizarlo de su huida?
—No, su gracia, no voy a terminarla. He venido a ver a lady Georgiana.
—Eso me ha dicho Pascoe. Me parece que está usted muy agitado, milord; le sugiero que
regrese a su casa, se asee y recupere la calma, y que regrese a una hora más adecuada.
—Con el debido respeto, su gracia —contestó, balanceándose hacia adelante y hacia atrás
sobre los pies—. Necesito hablar con Georgiana. Esto no es ningún juego.
La mujer enarcó una ceja.
—No, ya veo que no. Pero se lo he preguntado a mi sobrina y ella no quiere hablar con usted.
Tristan inspiró hondo. Todo tenía su significado, se recordó. Sus días de jugador le habían
enseñado mucho, y él había aprovechado las enseñanzas.
—¿Está... bien? —se obligó a preguntar.
—Está en un estado idéntico al suyo. No voy a decirle nada más. Ahora tiene que irse, lord
Dare. Si no lo hace voluntariamente, les diré a mis lacayos que lo acompañen fuera.
El asintió con un movimiento brusco, los músculos empezaban a dolerle de tan tenso como
estaba. Una pelea a puñetazos con los lacayos de lady Frederica podía resultar relajante, pero no
lo ayudaría a la hora de hacer méritos.
—Está bien. Por favor, dígale a Georgiana que... he recibido y comprendido su mensaje.
La curiosidad que sentía la duquesa se reflejó en sus ojos.
—Así lo haré.
—Buenos días, su gracia. Hoy no regresaré.
—Que tenga un buen día entonces, lord Dare.
La mujer se marchó y él se dirigió fuera en busca de Carlomagno. Aquello no había terminado.
Y si sus crecientes sospechas eran ciertas, el camino que Georgiana había tomado era quizá lo
mejor que a él le había sucedido en los últimos seis años. Ahora, lo único que tenía que hacer era
controlar las ganas que tenía de matarla y tratar de averiguar las razones de su comportamiento.
—Ya se ha ido, querida —dijo la tranquila voz de lady Frederica desde el pasillo.
Georgiana tomó aire con un sollozo.
—Gracias.
—¿Puedo entrar?
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Lo último que le apetecía era hablar con su tía, pero se estaba comportando como una loca, y
la duquesa se merecía una explicación. Secándose las lágrimas, Georgiana trastabilló hasta la
puerta, descorrió el pestillo y la abrió.
—Si quieres...
La mujer le echó un vistazo y la apartó para entrar.
—¡Pascoe! ¡Haga que preparen una infusión!
—Sí, su gracia.
La duquesa cerró la puerta y se apoyó en ella.
—¿Te ha hecho daño? —le preguntó con calma.
—¡No! No, por supuesto que no. Nosotros... hemos discutido, eso es todo, y yo no... no quería
quedarme en la casa. —Tembló al coger aire y se sentó en el sillón de lectura que había junto a la
ventana, hecha un ovillo. Deseó con todas sus fuerzas poder ser invisible—. ¿Qué quería?
—Hablar contigo. Es lo único que me ha dicho. —Lady Frederica permanecía junto a la puerta,
dispuesta a impedir que la doncella que iba a subirles la infusión entrara en el dormitorio y viera a
su sobrina con el aspecto de acabar de huir del manicomio—. Además de un recado que me ha
pedido que te diera.
«Oh, no.» Estando tan enfadado lo creía capaz de destrozar su reputación.
—¿Qué... qué te ha dicho?
—Que te diga que ha recibido y comprendido tu mensaje.
Georgiana se incorporó un poco y casi se mareó del alivio que sintió.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
Llegó la infusión y la duquesa salió al pasillo para coger ella misma la bandeja. Georgiana
respiró hondo. Tristan no había destrozado su reputación. No le había devuelto las medias ni había
pregonado a los cuatro vientos que se había acostado con ella dos veces, y que era una fresca y
una descarada.
—Ah, también me ha dicho que hoy no iba a regresar. Ha recalcado el «hoy», así que supongo
que sí lo hará más adelante.
Georgiana trató de serenarse. Estaba demasiado aliviada con el presente como para permitir
que el futuro la asustara.
—Gracias por acceder a recibirlo.
La duquesa le sirvió la infusión, le echó dos cucharadas de azúcar y un chorro de leche, y se la
acercó.
—Toma, bebe.
Olía amargo, pero la leche y el azúcar suavizaban un poco el sabor, así que dio dos sorbos
seguidos. El calor se extendió por su estómago hasta el resto de su cuerpo, y bebió un poco más.
—¿Mejor?
—Mejor.
Su tía se sentó en el alféizar de la ventana, lo bastante lejos de Georgiana como para que ésta
no tuviera que mirarla si no quería. Si algo podía decirse de Frederica Brakenridge es que era
intuitiva.
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—Debo decir que no te había visto tan histérica desde hace... seis años. Dare también tuvo algo
que ver entonces, si no me falla la memoria.
—Es que me altera.
—Ya lo veo. Entonces, ¿por qué volviste a acercarte a él?
Georgiana se quedó mirando la infusión, los remolinos que la leche dibujaba en la taza.
—Yo... le estaba dando una lección.
—Pues parece haberla aprendido.
Ella consiguió aparentar el justo grado de indignación.
—Bueno, espero que así sea.
—En ese caso, ¿por qué estás llorando, pequeña?
«Porque no estoy segura de que se la mereciera, y porque no le odio y en cambio ahora él me
odia a mí.»
—Sólo estoy cansada. Y enfadada con él, por supuesto.
—Por supuesto. —Lady Frederica se puso en pie—. Voy a decirle a Danielle que suba y te ayude
a ponerte el camisón. Acábate la infusión e intenta dormir un poco.
—Pero si es de día.
—Acaba de amanecer. Y hoy no tienes nada que hacer, ninguna obligación, ni ninguna cita... Lo
único que debes hacer ahora es dormir.
—Pero...
—Duerme.
La infusión sin duda le estaba haciendo efecto, porque los párpados empezaban a pesarle.
—Sí, tía Frederica.
La duquesa viuda estaba sentada a su escritorio, contestando su correspondencia, cuando se
abrió la puerta.
—¿Qué diablos está pasando? —preguntó una voz profunda.
Ella terminó la carta y cogió un papel para escribir otra misiva.
—Buenas tardes, Greydon.
Vio que su hijo dudaba unos segundos y luego atravesaba la estancia para acercarse a ella.
Cuando se agachó para darle un beso, su pelo castaño le obstruyó la vista.
—Buenas tardes, madre. ¿Qué está pasando?
—¿Qué has oído?
Con un suspiro, Grey se sentó en la mullida butaca que quedaba junto a ella.
—Me he cruzado con Bradshaw Carroway en Jackson's. Cuando le he preguntado por
Georgiana, me ha dicho que se había ido y que había vuelto aquí, y que Tristan está furioso por
ello, o por alguna otra cosa.
—¿Bradshaw no te ha dicho por qué?
—Me ha dicho que no lo sabe y que su hermano se niega a hablar del tema.
Frederica siguió con su carta.
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—Eso es más o menos lo mismo que yo sé.
—El «más o menos» es lo que quiero que me expliques, madre.
—No.
—Está bien. —La tela crujió al levantarse—. Entonces se lo preguntaré a Dare.
Frederica ocultó su expresión de sorpresa y miró a su hijo.
—No, no lo harás.
—¿Y eso por qué?
—Mantente al margen. Sea lo que sea, es algo entre ellos dos. A nosotros no nos incumbe.
Grey no se esforzó en disimular su enfado.
—¿Dónde está Georgie?
La duquesa dudó unos segundos. A ella tampoco le gustaba no saber lo que pasaba, hacía que
resolver aquel embrollo fuera más difícil y... delicado.
—Durmiendo.
—Pero si son casi las dos del mediodía.
—Estaba alterada.
Greydon la miró a los ojos.
—¿Cómo de afectada?
—Mucho.
El joven se dirigió hacia la puerta.
—Decidido. Le arrancaré respuestas a Dare a puñetazos.
—No vas a hacer tal cosa. A juzgar por cómo lo he visto esta mañana, él también tiene ganas de
liarse a golpes con alguien. Si interfieres en esto, perderás su amistad.
—Maldición... Entonces, ¿qué se supone que tengo...?
—Nada. Ten paciencia. Eso es lo que yo intento.
Greydon ladeó la cabeza y miró a su madre.
—Realmente no sabes lo que está pasando, ¿verdad? No es que me lo estés ocultando por una
cuestión de principios.
—No, a pesar de mi reputación, no siempre lo sé todo. Vete a casa. Seguro que a estas horas,
Emma ya ha oído los rumores, y no quiero tener que volver a pasar por esto.
—No me gusta la solución, pero de acuerdo. Por ahora.
—Eso es lo único que te pediré.
—Y un rábano. —Con una breve y preocupada sonrisa, Grey se marchó de allí.
Frederica volvió a inclinarse sobre la carta y luego se echó hacia atrás con un suspiro. Fuera lo
que fuese lo que estaba pasando, era algo serio. Estaba convencida de que Georgiana había
empezado a perdonar a Tristan por el misterioso incidente de su pasado, pero ahora ya no estaba
tan segura. Si la joven fuera la única que lo estuviera pasando mal le habría dado permiso a
Greydon para intervenir. De hecho, habría insistido en que lo hiciera. Pero Dare también estaba
sufriendo. Un dolor profundo y evidente. Así que lo único que podía hacer era sentarse a esperar.
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—En realidad, no tengo ganas de salir esta noche —dijo Georgiana al encontrarse a su tía en el
vestíbulo.
—Ya lo sé. Por eso vamos a cenar con Lydia y James. Será algo íntimo, y regresaremos pronto.
De mala gana, Georgiana se acercó a la duquesa.
—No es que tenga miedo de verlo, nada por el estilo.
—Eso no es asunto mío —respondió la mujer—. Me alegro de que hayas vuelto a casa.
Ese era el problema, pensó Georgiana, que no había vuelto a casa. Ella no tenía una casa. Sus
padres estaban en Shropshire con sus hermanas, su hermano estaba en Escocia, Helen y su marido
Geoffrey en York, mientras ella vivía en la mansión de Frederica, y en la de Grey y Emma, si así lo
deseaba. Pero donde había sido más feliz era en la mansión Carroway; pasando la tarde charlando
con las tías de Dare y jugando a los conquistadores con Edward, hablando de países lejanos con
Bradshaw. Y, por supuesto, viendo a Tristan.
—¿Estás lista, Georgiana?
—Sí.
A pesar de lo que su tía le había asegurado, se pasó toda la noche nerviosa. Si Tristan estaba
tan enfadado como Frederica había intuido, no iba a dejar correr el asunto tan fácilmente. Ella no
lo había hecho cuando fue él quien le hizo daño. Georgiana se había portado fatal, le había dicho
cosas que la mayoría de la gente probablemente encontraba divertidas, pero que él sabía que eran
fruto del odio y el desprecio que le tenía. ¿Haría Tristan lo mismo con ella? Se había pasado
encerrada en casa los dos días siguientes a su huida, y él no fue a verla ni le mandó ninguna nota.
Georgiana se preguntó si habría ido a visitar a Amelia Johns, pero en seguida ahuyentó la idea. Si
lo había hecho, mejor para él. Al fin y al cabo, ése había sido el motivo de todo aquel embrollo.
Se suponía que tenía que asistir al baile de los Glenview, con Lucinda y Evelyn, y, aunque no
tenía ningunas ganas, tampoco quería convertirse en una ermitaña. Lo mejor sería que se fuera a
Shropshire, como había previsto en un principio. Pero eso significaría que era una completa
cobarde, pensó. Además, no había hecho nada de lo que tuviera que esconderse. Tristan había
sido discreto, y ella no tenía de qué avergonzarse. Bueno, sí lo tenía, pero excepto Dare nadie lo
sabía, y él se lo tenía merecido.
—Georgie —dijo Lucinda, acercándose y cogiéndole las manos—, oí decir que habías regresado
a casa de tu tía. ¿Va todo bien?
Ella la besó en la mejilla.
—Sí, todo va bien.
—Lo hiciste, ¿no es así? Le diste una lección.
Georgiana tragó saliva y miró a la multitud que las rodeaba antes de asentir.
—Así es. ¿Cómo lo sabes?
—De lo contrario, no te habrías ido de la mansión Carroway. Estabas muy decidida a hacerlo.
—Sí, supongo que sí.
Evelyn se acercó también.
—Todo el mundo comenta que Dare y tú os habéis vuelto a pelear.
—Sí, supongo que podría decirse así. —Aunque, dado que llevaba tres días sin verlo, era
imposible que nadie lo supiera. A no ser que lo dijeran porque siempre estaban discutiendo.
—Bueno, entonces deberías saber que...
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—Buenas noches, señoritas.
—... que está aquí —terminó Evelyn con un susurro.
Georgiana se quedó inmóvil. Deseó con todas sus fuerzas no darse la vuelta, pero al final no
pudo evitar hacerlo. Tristan estaba a unos pasos de distancia, lo bastante cerca como para tocarlo.
No podía descifrar su expresión, pero se lo veía pálido y le brillaban los ojos.
—Lord Dare —saludó con voz algo trémula.
—Me preguntaba si sería tan amable de hablar un momento con mis tías, lady Georgiana —dijo
serio y en un tono muy formal—. Están preocupadas por usted.
—Por supuesto. —Enderezando los hombros, y fingiendo no ver las miradas de preocupación
de sus amigas, lo acompañó.
El no le ofreció el brazo, y ella mantuvo las manos a los costados. Georgiana quería irse de allí
corriendo, pero entonces todo el mundo sabría que, en efecto, había pasado algo entre los dos.
Los rumores eran una cosa, pero si ella o Tristan hacían algo que los confirmara, no le quedaría
más remedio que regresar a Shropshire.
Lo miró de reojo. Tenía la mandíbula apretada, pero aparte de eso nada más delataba su
agitación. Georgiana estaba temblando, nerviosa, pero él no le recriminó ni le dijo nada, como ella
había temido, sino que se limitó a hacer exactamente lo que había dicho, y la acompañó junto a
sus tías.
—Oh, querida Georgie —dijo Edwina, abrazándola—. ¡Estábamos tan preocupadas por ti! Mira
que irte sin decirnos nada.
—Lo siento mucho —se disculpó ella, apretando la mano de la anciana—. Yo... me tenía que ir,
pero no debería haberlo hecho sin decirles nada. No quería que se preocuparan por mí.
—¿Tu tía está bien? —preguntó Milly acercándose más.
—Sí, ella... —Georgiana la miró un momento y, de repente, se dio cuenta de que no tenía que
bajar la cabeza para hablarle—. ¡Está caminando!
—Con la ayuda de un bastón, pero sí. Y ahora dinos, ¿qué te ha pasado? ¿Hizo Tristan algo para
que te enfadaras?
Ella notó los ojos de él fijos en su rostro, pero se negó a mirarlo.
—No. Es sólo que me tenía que ir, ¡Fíjese! Usted ya no me necesita para nada.
—Nos sigue gustando tu compañía, querida.
—Y a mí la suya. Iré a visitarlas muy pronto. Lo prometo.
Tristan intervino.
—Ven, Georgiana, te serviré un vaso de ponche.
—La verdad es que no me...
—Ven conmigo —repitió él en voz baja.
Esta vez, sí le ofreció el brazo, y con sus tías mirándolos, Georgiana no se atrevió a rechazarlo.
Tenía los músculos tensos como el acero, y a ella le temblaban los dedos.
—Milord, yo...
—¿Me tienes miedo? —le preguntó, asimismo en voz baja.
—¿Miedo? No... no. Por supuesto que no.
Tristan la miró a los ojos.
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—¿Por qué no? Deberías tenérmelo. Podría destrozar tu reputación en menos de un segundo.
—No te temo porque te lo merecías.
Él se acercó más a ella y en sus labios apareció una mueca.
—¿Qué es lo que me merecía exactamente?
Desde el otro extremo del salón, lady Frederica los estaba observando con expresión
preocupada. Grey estaba de pie a su lado, con actitud marcadamente agresiva. Georgiana volvió a
mirar a Tristan.
—No deberíamos hablar de esto aquí.
—Tú no accederías a verme en otra parte. Responde a la maldita pregunta. ¿Lo hiciste sólo por
venganza?
—¿Por venganza? No. Yo... yo...
—¿Sabes qué es lo que pienso? —susurró él, cubriéndole la mano con la suya.
Cualquiera que los viera, creería que era un gesto afectuoso; era imposible que nadie se diera
cuenta de que la sujetaba con una determinación de acero y que ella no podría soltarse aunque
quisiera.
—Tristan...
—Creo que tienes miedo —murmuró— porque disfrutaste al estar conmigo.
«Oh, no.»
—No, no es eso. Suéltame.
Él obedeció al instante.
—Decidiste hacerme daño antes de que yo pudiera volver a hacértelo a ti.
—Tonterías. Me voy. No me sigas.
—No lo haré... si me reservas un vals.
Georgiana se detuvo. Aquello no es lo que se suponía que tenía que suceder. Lo que ella había
esperado era que, después del incidente, él corriera hacia Amelia Johns y se convirtiera en un
buen marido. Tenía que asegurarse de que Tristan comprendiera que la lección que le había dado
no tenía que ver sólo con la venganza. Y si para eso tenía que bailar con él, lo haría.
—De acuerdo.
—Bien.
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CAPÍTULO 11
Troilo: Me habéis dejado sin palabras, señora.
Pándaro: Las palabras no originan deudas; dadle actos.
Troilo y Crésida, acto II, escena II
Tristan creía que Georgiana se regodearía, o que presumiría, o que se mostraría arrogante. En
vez de eso, la había visto temblar. Yendo más allá de su enfado por la presunción de la joven —ella
realmente había creído que iba a darle una lección—, tenía que reconocer que cuanto más se
entrelazaban sus vidas, más interesante le parecía todo.
Se quedó observándola cuando se reunió con sus amigas, estudiando sus gestos, el modo en
que se movía. Estaba dolida, lo que no tenía sentido, pues había sido ella quien lo había
abandonado. Había estado a punto de pedirle que se casara con él. Le había parecido la solución
perfecta; todos sus problemas de dinero desaparecerían, y tendría en la cama a la única mujer que
deseaba. Pero al parecer se le había pasado algo por alto, y Georgiana era la única que sabía qué
era.
Releyó la corta nota que le había escrito hasta que se la aprendió de memoria. Todo tenía su
significado, y él terminaría por averiguarlo.
—La miras como si quisieras comértela —le dijo Bradshaw acercándose a él—, y no lo digo en
el buen sentido. Por Dios santo, mira a alguien más.
Tristan parpadeó.
—¿Te he preguntado tu opinión? Ve a molestar al almirante o algo por el estilo.
—Así no conseguirás nada.
El se dio media vuelta y miró a su hermano menor.
—¿Qué se supone que debo conseguir exactamente? —le espetó enfadado.
Bradshaw levantó las manos en señal de rendición.
—Déjalo estar. Pero si esto te explota en la cara, recuerda que te lo advertí. Sé más sutil, Dare.
Antes de que Tristan pudiera responder, el otro desapareció hacia la escalera. Inspiró hondo y
trató de relajar los músculos de la espalda. Su hermano tenía razón; seis años atrás le había
costado un triunfo conseguir mantener los rumores a raya, y en cambio esa noche se estaba
comportando como un animal en celo.
—Buenas noches, Tristan.
Miró sobre el hombro
—Amelia. Buenas noches.
Ella le hizo una reverencia; llevaba un delicado vestido azul.
—He decidido ser más atrevida y he venido a pedirte que bailes conmigo —dijo la joven con
una sonrisa.
—Y yo te lo agradezco, pero esta noche no voy a quedarme al baile. Tengo... negocios que
atender.
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La excusa le sonó absurda incluso a él, pero no tenía ganas de pensar una mejor, ni tampoco de
escuchar la aburrida conversación de aquella muchacha. Así que, con una tensa reverencia, se
alejó de allí y fue tras el rastro de Georgiana.
Esta parecía esforzarse por mantenerse lo más alejada de él posible, y estaba charlando con sus
amigas en la esquina más alejada del salón, riéndose de vez en cuando, como si de ese modo
pudiera convencer al resto de los asistentes de que estaba pasándolo bien. Tristan sabía que no.
Por fin, lady Hortensia le pidió a la orquesta que empezara a tocar y las conversaciones se
centraron en lo que sucedía en la pista de baile. Tristan no sabía si alguien más le había pedido un
baile a Georgiana, pero suponía que sí. No le importaba, el primer vals era suyo.
Tuvo que esperar a que terminaran dos cuadrillas y una danza popular. Se pasó todo ese rato
mirándola girar en medio del salón con lord Luxley, al que al parecer había perdonado tras el
incidente del carro de naranjas, con Francis Henning y con Grey. La única buena noticia era que
Westbrook todavía no había hecho acto de presencia.
Cuando la orquesta tocó las primeras notas del vals, Georgiana estaba de pie con su primo y su
esposa, Emma. Tristan se obligó a avanzar hacia ellos sin apresurarse.
—Creo que éste es nuestro baile —dijo con voz ronca, tendiéndole la mano y esforzándose por
disimular las ganas que tenía de llevársela de allí a rastras y exigirle una explicación.
—Georgiana está cansada —dijo Grey—. Supongo que no te importará que...
—Sí, sí me importará. —No apartó la vista de ella, a pesar de que era perfectamente consciente
de que el duque lo estaba fulminando con la mirada. Si Grey quería pelea, Tristan estaba más que
dispuesto a darle el gusto—. ¿Georgiana?
—No pasa nada, Grey. Se lo prometí.
—Eso no importa, si no te apetece...
—Agradezco tu caballerosidad, primo —lo interrumpió ella con voz más aguda—, pero, por
favor, permite que me defienda sola.
Con un leve movimiento de cabeza, Greydon tomó la mano de su esposa y la acompañó hasta
la pista de baile.
—Como si pudiera hacer algo para impedírtelo —farfulló al irse.
Tristan los ignoró; toda su atención estaba centrada en Georgiana.
—¿Vamos?
Ella aceptó la mano de Tristan y recordó al instante el vals que habían bailado medio desnudos
en su dormitorio. Él le deslizó un brazo alrededor de la cintura y empezaron a girar.
Georgiana hizo todo lo humanamente posible para evitar su mirada, mantuvo los ojos fijos en
su pañuelo, en las otras parejas que bailaban, en la orquesta y en la decoración que colgaba de las
paredes. Tristan permaneció en silencio, tratando de decidir cuál era el mejor modo de formular
las preguntas que tanto lo atormentaban sin delatar lo afectado que estaba. Por otra parte, tenía
que reconocer que estaba lo bastante enfadado con ella como para disfrutar viendo lo incómoda
que se sentía.
Por fin, Georgiana suspiró y lo miró. Parecía cansada, tenía ojeras y sus ojos no brillaban como
antes.
—Se suponía que ibas a dejarme en paz.
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—Primero me das alas y luego me insultas. ¿Qué te hizo pensar que no iba a querer una
explicación?
—Le dijiste a mi tía que habías entendido el mensaje, pero no creo que lo hayas hecho. De lo
contrario, no estarías bailando conmigo.
—Entonces, explícamelo. —Tristan inclinó la cabeza y rozó la mejilla de ella con la suya. El
aroma a lavanda le hizo tragar saliva. Tanto si estaba enfadado como si no, volvía a desearla de
nuevo. Con desesperación.
—Sentí pasión, Georgiana. Y tú también. Así que, por favor, explícame por qué te fuiste de ese
modo.
Un ligero rubor tiñó las mejillas de la joven.
—Está bien. Se suponía que estabas cortejando a Amelia Johns; tú mismo me lo dijiste. Y, a
pesar de eso, te faltó tiempo para seducirme. Quería que supieras lo que se siente al esperar algo
de una persona y luego ver que te lo arrebatan. Quería enseñarte que no puedes ir por ahí
rompiendo corazones sólo porque te apetezca.
—Tú me sedujiste tanto como yo a ti, cariño.
—Sí, para darte una lección. —Se detuvo y miró a la pareja que tenían más cerca. Estaban
demasiado lejos como para oír su intercambio de susurros—. Con el beneficio añadido de quedar
en paz contigo.
—En paz —repitió él, la rabia y el deseo corriendo juntos por sus venas.
—Sí... tú me hiciste daño, y ahora te lo he hecho yo. La lección ha terminado. Vete con Amelia y
compórtate como un caballero, si es que eres capaz.
Él se quedó mirándola durante largo rato. En efecto, ahora estaban en paz, excepto por una
cosa.
—Tienes razón.
—Entonces ve, cásate y sé un buen marido. —Lo que quería decir es que tienes razón en lo de
que estamos en paz... pero sin embargo discrepo en un pequeño detalle. Ella lo miró cautelosa. —
¿Qué pequeño detalle?
—La última vez huiste de mí y yo te dejé escapar. Esta vez no tengo intenciones de permitírtelo.
—¿De... de qué estás hablando? ¿Qué me dices de Amelia? Ella espera que le pidas
matrimonio.
—Si tú y yo estamos en paz —prosiguió él, ignorando su interrupción—, entonces no hay
ningún motivo para que no podamos volver a empezar de cero; como si acabáramos de
conocernos.
A ella se le desencajó la mandíbula.
—¡No lo dirás en serio!
—Completamente. Tú me interesas mucho más de lo que Amelia Johns podría llegar a
interesarme jamás. Y, seamos francos, ya que de todos modos me lo echarás en cara, también
eres una heredera, y todo el mundo sabe que tengo que casarme con una mujer con dinero.
—No te creo —susurró intentando soltarse—. Nunca has sabido perder, así que te estás
embarcando en otro juego, convencido de que puedes ganar, y a mi costa nada menos. Pues no
pienso participar.
—No es ningún juego, Georgiana —se defendió él, estrechándola de nuevo.
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Ella dio un paso atrás para escapar de su abrazo, y casi hizo que el conde de Montrose y su
pareja de baile se les cayesen encima.
—Si es así, demuéstramelo, Dare.
Tristan le sonrió decidido. Le encantaban los retos, y cuanto más estuviera en juego, mejor.
—Lo haré. —Antes de que ella pudiera irse, le cogió una mano y le dio un beso en los nudillos
—. Lo haré, créeme.
A la mañana siguiente, Georgiana estaba sentada con su tía en el salón, tratando de bordar sin
demasiadas ganas. Estaba pensando en lo mucho que le gustaría poder escabullirse del silencio de
la mansión y del incesante tictac del reloj que había encima de la repisa cuando Pascoe llamó a la
puerta.
—Tiene una visita, lady Georgiana.
—¿Quién es?
—Lord Dare, milady.
El corazón se le subió a la garganta, y con mucho esfuerzo consiguió que le volviera bajar al
pecho.
—Esta mañana no recibo visitas, Pascoe.
—Muy bien, milady. —El mayordomo se fue.
—Si quieres solucionar esto de una vez por todas, Greydon se ha ofrecido a hablar con Dare —
dijo lady Frederica con la cautela que utilizaba para dirigirse a su sobrina desde que ésta había
regresado, como si temiera que volviera a perder los nervios si oía el comentario equivocado.
—Grey es amigo de Dare. Su amistad no debería verse afectada por todo esto.
—¿Milady? —El mayordomo reapareció en la puerta.
—¿Sí, Pascoe?
—Lord Dare ha venido a devolverle su caballo. Quiere saber si le apetecería dar un paseo y
hablar de cómo organizar el traslado del resto de sus cosas a la mansión Hawthorne.
Si Tristan había dicho eso, estaba haciendo verdaderos esfuerzos para ser diplomático.
—Por favor, dele las gracias a lord Dare, pero...
—Asimismo me ha dicho que le comunique que... el renacuajo también ha venido, y que le
gustaría salir a cabalgar con usted.
—Pascoe, lady Georgiana ha dicho que no. Por favor, no...
«El muy canalla.» Dejó a un lado el bordado y se puso en pie.
—Al menos debería ir a saludar a Edward. Estoy segura de que no tiene ni idea de por qué
desaparecí de ese modo.
—Ni yo —farfulló su tía, pero Georgiana fingió que no la había oído y salió de allí.
—¡Georgie! —gritó el niño, corriendo hacia ella en cuanto la vio entrar en la salita.
—Edward —le advirtió Tristan, y el pequeño se detuvo en seco—. Decoro.
Con el cejo fruncido, el chico asintió y le hizo una reverencia.
—Buenos días, lady Georgiana. Te he echado mucho de menos, y Nube de tormenta también.
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—Yo también te he echado de menos. Me alegro muchísimo de que hayas venido.
—¿Vas a venir a cabalgar con nosotros? Sería genial. Ya no necesito que nadie me sujete las
riendas.
Georgiana miró sus alegres ojos grises y sonrió.
—Estaré encantada de salir a cabalgar con vosotros.
—¡Hurra!
—Pero primero tengo que ir a cambiarme.
—Te esperaremos —dijo Tristan, enarcando una ceja al ver que ella lo miraba por encima de su
hermano.
Cuando minutos más tarde salió de su habitación, los hermanos Carroway estaban en la
entrada. Al verla aparecer, Tristan subió a Edward a lomos de Nube de tormenta y luego se le
acercó para ayudarla a montar a Sheba.
—Eres un tramposo —le susurró Georgiana, apoyando el pie con más fuerza de la necesaria en
las manos entrelazadas que él le ofrecía—. Y una víbora.
—Sí, lo soy. Y también listo. El renacuajo es la excusa perfecta y la carabina ideal, todo en uno.
—Cogiéndole el tobillo, Tristan se lo deslizó hasta el estribo.
—¿Y qué me dices de las apariencias? Un hombre, una mujer y un niño. ¿No fue ésa tu objeción
cuando Bradshaw se ofreció a acompañarme?
—Mis objeciones en relación con Shaw son múltiples y variadas. Y si una de ellas me sirve para
mantenerlo alejado de ti, a la vez que me permite acercarme, no tengo ningún reparo en utilizarla.
—¿Y qué es exactamente lo que estás haciendo aquí? —le preguntó. Tendría que ir con
cuidado con lo que decía delante de Edward.
—He venido a hacerte una visita. —Dio un paso hacia atrás—. ¿Te parece bien que vayamos a
Hyde Park?
—Sí, supongo que sí.
Tristan montó a Carlomagno y los tres salieron al trote hacia el parque. Georgiana observó
cómo Dare se inclinaba a un lado para corregir a su hermano pequeño y enseñarle a coger bien las
riendas. Era un jinete nato, lo había reconocido siempre; incluso en la época en que lo odiaba le
gustaba verlo cabalgar. Pero ahora no estaba admirando su pericia como jinete, sino a él.
—Para que lo sepas —dijo Tristan al regresar a su lado—, hoy no tengo intención de decir nada
desagradable o fuera de tono. He empezado a cortejarte, pero sólo me comportaré si tú también
lo haces.
Ella mantuvo la mirada fija entre la crin de Sheba.
—No te entiendo, Tristan —replicó despacio, sin estar segura de qué debía decir—. ¿Por qué
correr ese riesgo? Ya tienes a una heredera en el bolsillo.
—Jamás le he dicho nada a Amelia Johns que pudiera indicarle, ni remotamente, que iba a
pedirle que se casara conmigo —contestó como si estuviera enfadado—. Quítatela de la cabeza,
esto es sobre tú y yo, y sobre lo mucho que te deseo.
—¿Me estás cortejando o seduciendo? —No pudo evitar que la voz le temblara.
—Te estoy cortejando. La próxima noche que durmamos juntos, ninguno de los dos saldrá
huyendo.
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Georgiana se sonrojó. Se suponía que acababa de romperle el corazón y él ya estaba planeando
su próximo encuentro clandestino. Quizá Tristan no tuviera corazón.
—Estás muy seguro de ti mismo.
—Es una de mis mejores virtudes.
Era obvio que Georgiana se había equivocado en algo a la hora de hacer sus planes. Ahora él
estaba convencido de que podía decidir cuándo y cómo se encontrarían, y lo que tenía que
significar ese encuentro. Pero si estaban en paz, entonces tenía el mismo derecho que él a decidir
si lo dejaba salirse con la suya. Por no mencionar que era a ella a quien le correspondía decidir a
quién quería ver y a quién no.
—Por favor, acompañadme de regreso —pidió, haciendo dar media vuelta a Sheba mientras
hablaba.
—Pero si acabamos de llegar.
—Lo sé, pero he quedado dentro de una hora con lord Westbrook para ir de picnic, y todavía
tengo que cambiarme y refrescarme.
La expresión de Tristan se tornó sombría.
—Eso no es verdad. Te lo estás inventando.
—No es así. Espera hasta que él llegue, si quieres, pero parecerás más tonto de lo que ya lo
pareces ahora; yendo detrás de una mujer que es de todos sabido que te desprecia.
Tristan apretó los labios hasta formar una delgada y apretada línea.
—Así no es como van a ir las cosas.
—Sí, sí lo es. Tus tías ya no me necesitan, y he aceptado varias invitaciones de distintos
caballeros. Tú sólo eres uno de tantos.
Él dirigió a Carlomagno hacia ella.
—Me dijiste que no tenías intenciones de casarte —susurró, con una voz tan baja y ronca que
casi parecía un rugido.
—Sí, pero lo he estado pensando mejor. Fuiste tú, si no me equivoco, quien me dijo que podría
contraer matrimonio con cualquiera que estuviera interesado en mi dote. Y, dada la enorme
cantidad de dinero que poseo, estoy convencida de que habrá más de un candidato.
—Piénsatelo mejor. Westbrook es un aburrido, y no necesita tu dinero.
—Tienes razón, y por eso deduzco que le gusta de verdad estar conmigo. También dijiste que si
un hombre me amaba me perdonaría no ser... el primero. Das buenos consejos, Tristan.
—Reconsidéralo. Pasa el día conmigo.
Georgiana se enfadó consigo misma porque, durante un segundo, estuvo tentada de aceptar.
—No. Estamos en paz, Dare, así que tú no tienes preferencia ante los demás que quieran pasar
un rato conmigo.
—Creo que sí la tengo. Podría hacer que pasaras tiempo conmigo, Georgiana. De hecho, incluso
podría conseguir que te casaras conmigo.
Ella miró sus brillantes ojos.
—Si quieres utilizar eso para convencerme... te odiaré siempre. Mi reputación quedará
arruinada y yo me retiraré a Shropshire. Soltera.
Después de un largo rato, Tristan soltó el aire que estaba reteniendo en los pulmones.
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—Maldición. Sabes que no lo he dicho en serio.
El corazón de Georgiana volvió a latir.
—Sí, lo sé.
—Gracias a Dios que era capaz de mentir.
—¿Y eso no significa nada?
—Estoy aquí, cabalgando contigo —contestó ella, moviendo la mano entre los dos—. Así que sí,
supongo que significa algo. Pero el hecho de mantener en secreto tu mal comportamiento sólo te
servirá hasta cierto punto si pretendes conquistarme.
Para su sorpresa, Tristan se rió; una risa cálida y profunda que salió de lo más hondo de su
pecho. Edward giró la cabeza para mirarlos y sonrió. Georgiana se dio cuenta de que ella también
tenía ganas de sonreír, y a duras penas consiguió resistir la tentación.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —preguntó.
—Hace unas semanas, lo único que conseguí con mi mal comportamiento fue que me
machacaras un dedo del pie y me destrozaras los nudillos. Estoy haciendo progresos.
—No demasiados —replicó a la defensiva—. Y ahora acompáñame a casa.
Tristan suspiró.
—Sí, milady. Renacuajo, nos vamos.
—Pero ¿por qué?
—Georgie tiene una cita
—Pero si ha salido con nosotros.
—Nosotros no teníamos una cita con ella.
Georgiana lo fulminó con la mirada y él fingió no darse cuenta. Eso iba a ser un problema. Una
parte de ella se derretía cada vez que Tristan la miraba, y otra quería gritar y tirarle algo a la
cabeza. Quizá de momento él llevara ventaja, pero ella terminaría por averiguar qué estaba
tramando. Sabía que no era de fiar, en especial cuando decía que estaba siendo sincero. Tal vez no
pudiera evitar desearlo, pero jamás volvería a enamorarse de él.
Uno de los lacayos la ayudó a desmontar antes de que Tristan pudiera hacerlo, y ella sonrió al
joven con tanta exageración, que éste se fue de allí acalorado y prácticamente arrastrando a
Sheba tras él. Maldición. Quedar como una idiota no la ayudaría a defenderse de lord Dare.
—Gracias por este paseo tan agradable —le dijo a Edward.
—De nada.
—¿Vas a ir a ver los fuegos artificiales de Vauxhall este jueves? —le preguntó Tristan al
desmontar.
Georgiana supuso que a él no le costaría nada averiguarlo, y, bueno, en los jardines no iba a
haber baile.
—Sí, mi tía y yo estaremos allí.
—¿Puedo ofreceros mi carruaje y mi compañía para esa noche? Maldición, era tan astuto.
—Yo... no puedo responder en nombre de tía Frederica.
Tristan asintió.
—Entonces, ¿serías tan amable de comunicarle mi ofrecimiento, y de decirle que mis tías
también nos acompañarían? Te estaría muy agradecido. Milly lleva toda la Temporada esperando
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ver esos fuegos. No podía ir con la silla de ruedas, así que ahora que está recuperada, está
impaciente por asistir.
—No juegas limpio —masculló Georgiana apretando la mandíbula.
—No estoy jugando, ¿recuerdas? Y estoy decidido a ganar.
—Muy bien. Seguro que a la tía Frederica le encantará poder charlar con tus tías. Le diré que
nos has invitado. Pero conste que no me gusta.
Agachándose un poco, Tristan le atrapó una mano entre las suyas.
—Que tengas un agradable picnic, Georgiana —murmuró, y luego la soltó.
Mientras subía la escalera no era el picnic lo que ocupaba la mente de la joven, sino las largas
pestañas y los ojos azules de Tristan, y las promesas, o las mentiras, que se ocultaban en el fondo
de los mismos.
—Tristan —dijo Edward, mientras volvían de regreso a la mansión Carroway—. ¿Por qué me
has hecho venir hasta aquí? Ya te he dicho que iba a salir a cabalgar con Andrew y Shaw.
—Porque quería ver a Georgiana, y sabía que ella querría verte a ti.
—¿Y por qué no a ti? ¿Está enfadada contigo?
Tristan sonrió con tristeza.
—Sí, lo está.
—Entonces deberías mandarle flores. Eso es lo que hace Bradshaw, y dice que todas las chicas
quieren estar siempre con él.
—¿Flores, eh? —Cuanto más pensaba en ello más le gustaba la idea—. ¿Qué otras cosas hace
Shaw para que las chicas quieran estar con él?
—Les manda chocolate. Montones de chocolate. También dice que Melinda Wendell estaría
dispuesta a darse un revolcón con un ogro a cambio de una caja de bombones.
Él y Bradshaw iban a conversar acerca de lo que podía decirse o no delante de Edward; aquello
se estaba saliendo de madre.
—¿Todo eso te lo ha contado Shaw a ti directamente?
—No —respondió Edward con cara de pícaro—, se lo dijo a Andrew cuando trataba de
conseguir que Barbara Jamison se diera un revolcón con él. A mí también me gustaría darme un
revolcón. Suena divertido.
—Cuando seas mayor. Y jamás hables de revolcones delante de Georgiana, ¿de acuerdo?
—¿A ella no le gusta darse revolcones?
A juzgar por lo de la otra noche, sí le gustaba, y mucho.
—Los revolcones, renacuajo, son un tema del que sólo se habla entre hombres. De hecho, sólo
entre hermanos, ¿entendido?
—Sí, Dare. ¿Ni siquiera puedo hablarlo con las tías?
—Dios santo, no.
—Está bien.
—Gracias por la idea de las flores. Probaré a ver si funciona.
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—Creo que deberías intentarlo. Me gusta Georgiana.
—Y a mí. —Cuando no tenía ganas de estrangularla.
Discutir con ella había terminado por convertirse en una especie de preliminares. Sí, lo ponía
furioso, y sí, lo frustraba. Pero sobre todo lo que Tristan quería era darse un revolcón con ella. Uno
detrás de otro.
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CAPÍTULO 13
Nota de la autora: No va a haber capítulo trece. Creo que Tristan y Georgiana ya tienen
suficientes problemas como para añadir el número de la mala suerte a la mezcla.
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CAPÍTULO 14
Luchemos una vez más, queridos amigos, una vez más;
o tendremos que sellar nuestras murallas con muertos ingleses.
Enrique V, acto III, escena I
Georgiana Halley era inteligente y muy desconfiada, especialmente con él, así que la manera de
ganarle sería desconcertándola. Ahora iban en el carruaje de Tristan, recién lavado y encerado,
mientras él miraba por la ventana hacia la oscuridad. Aquello era la guerra, no cabía ninguna duda,
y tenía intención de vencer.
Y la victoria sería, por supuesto, casarse con ella. La misma Georgiana había sido quien había
puesto el listón a esa altura cuando, después de alcanzar el clímax en sus brazos, lo había
abandonado dejándole un regalo encima de la almohada; como si fuera un vulgar mantenido.
Hacerla su esposa lo convertiría en un auténtico ganador y así ella no podría volver a escaparse, ni
de él ni de su cama.
La única pregunta era cómo hacerlo. Disfrutaba de su compañía, y deseaba su cuerpo.
Georgiana, por su parte, lo deseaba a él, pero Tristan no tenía claro si realmente le gustaba.
Tendría que encontrar la forma de convencerla de que lo aceptara. Al menos, había consentido en
acompañarlo esa noche.
—No sabía que todavía quedara algún palco libre para alquilar en Vauxhall a estas alturas de la
Temporada.
La duquesa viuda de Wycliffe, todavía más distante que Georgiana, no le había quitado la vista
de encima desde el mismo instante en que Tristan llegó para escoltarlas, como si esperase poderlo
fulminar con la mirada. Él la necesitaba allí para asegurarse de la presencia de Georgiana. Si no
fuera por eso, apenas habría reparado en el reproche que transmitía la fría mirada de la mujer.
Incluso su velada insinuación de dónde habría sacado dinero suficiente para alquilar un palco
en esa época lo molestó sólo un poco.
—El marqués de St. Aubyn ha tenido que ausentarse de Londres una semana —improvisó—.Así
que me lo ha prestado.
—¿Se relaciona usted con St. Aubyn?
«Oh, oh.»
—Lo conozco.
Al parecer, para la duquesa eso no era un punto en su favor.
—¿Y se lo ha prestado así sin más?
—Sí. —Después de que Tristan le ganara cincuenta libras jugando al faro—. Y, por supuesto, en
las primeras en quienes he pensado han sido usted y Georgiana.
—Pero tenía la impresión de que sus tías nos iban a acompañar —prosiguió la duquesa en un
tono cada vez más acusador.
—Y lo harán. Vendrán después con mis hermanos.
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Georgiana había intentado no mirarlo a los ojos desde que habían llegado, pero él no podía
dejar de mirarla a ella. Llevaba un vestido azul marino, con un brillante chal plateado alrededor de
los hombros y un pasador plata y azul sujetándole la rubia melena.
Cuando la había ayudado a subir al carruaje, se quedó sin aliento sólo con tocarle la mano.
Quería volver a acariciar su piel, sentir sus manos en su cuerpo y notar su acelerada respiración
debajo de él.
—Georgiana —dijo lady Frederica, sobresaltándolo—, cuéntame qué tal fue el picnic con lord
Westbrook.
—No creo que lord Dare quiera oírlo...
—Quizá él no, pero yo sí. Dime
Tristan no necesitaba que le recordasen que tenía otros pretendientes. Estuvo tentado de
seguirla el día de ese picnic, sólo para asegurase de que ella no le había mentido sobre el mismo o
para cerciorarse de que no lo pasaba demasiado bien. De no haber tenido que ir a ver a St. Aubyn
para conseguir el palco, estaba seguro de que lo habría hecho.
—Estuvo muy bien. Trajo pato asado.
—¿Y de qué hablasteis?
—De nada importante. Del tiempo y de las funciones de esta Temporada.
—¿Se te ha declarado ya?
Esa vez, la mirada de la joven se posó por un instante en Tristan, y luego la apartó.
—Ya sabes que no. Por favor, deja de interrogarme.
—Sólo estoy ansiosa por verte feliz.
—Eso no sonaba como si...
—¿Esperas que se te declare? —la interrumpió Tristan, apretando los dientes.
—Oh, mira, ya hemos llegado.
El carruaje giró hacia los jardines de Vauxhall, uniéndose al resto de los vehículos que ya
estaban allí. El lacayo abrió la puerta y colocó los escalones, y Tristan bajó primero para ayudar a
las señoras a salir. La duquesa fue la primera, mirándolo todavía como si tuviera la peste.
—¿Por qué hemos venido aquí contigo? —preguntó.
—Tía Frederica. —Georgiana la avisó desde dentro del coche.
Dare miró a la duquesa a los ojos.
—Porque estoy cortejando a su sobrina —respondió—. Y porque soy encantador e interesante,
y usted no pudo resistirse a mi invitación.
Para su sorpresa, la mujer soltó una breve risa.
—Quizá sea ése el motivo.
—Georgiana —dijo entonces Tristan, mientras lady Frederica se adelantaba por el camino—,
¿vas a bajar o quieres que suba ahí contigo?
La mano de ella surgió del carruaje, y él se la cogió. Aunque llevase guantes, podía notar
perfectamente la tensión que había entre los dos. Una vez fuera del coche, él le mantuvo la mano
cogida.
—¿Dejaste que lord Westbrook te besara? —preguntó.
—Eso no es de tu incumbencia. Suéltame.
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La dejó a regañadientes.
—Quiero volver a saborearte —continuó en voz baja, ofreciéndole el brazo.
—Eso no va a pasar. —Y apartó la cara, cosa que le permitió contemplar la preciosa curva de su
cuello.
Tristan se excitó. Se acercó un poco más a ella.
—¿Westbrook te hace temblar? —le susurró.
Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para controlarse y no besarle la oreja.
—Basta ya. Una palabra más en ese sentido y te daré una patada tan fuerte que podrás unirte
al coro de chicos de Westminster.
—Di mi nombre.
Ella suspiró.
—De acuerdo. Tristan.
Él se paró, obligándola a hacer lo mismo.
—No, mírame a los ojos y di mi nombre.
—Esto es ridículo.
—Alégrame el día.
Con un profundo suspiro, cosa que hizo que su pecho se hinchara, levantó la cara para mirarlo
a los ojos con los suyos de un suave color verde musgo a la luz de la luna.
—Tristan —dijo con voz trémula.
Se podría ahogar en aquellos ojos. El problema era que sin duda ella deseaba que lo hiciera.
—Mucho mejor.
—¿Hay algo más que quieres que diga? ¿El nombre de tu caballo o las tablas de multiplicar?
Los labios de él esbozaron una sonrisa.
—Con mi nombre me basta, gracias.
Aceleraron el paso para alcanzar a la duquesa.
—No sé por qué persistes —dijo Georgiana, en una voz tan baja que nadie más podría oírla. Era
un tono de voz que con los años habían llegado a perfeccionar—. Te dije que jamás confiaría en ti.
—Cariño, ya lo haces.
—¿Y qué te hace pensar eso?
—Has dejado algunas cosas tuyas muy personales a mi cuidado. Sea lo que sea lo que pienses
de mí, sabes que yo jamás las utilizaría contra ti. —La cogió del brazo para hacer que lo mirase a la
cara—. Jamás.
Georgiana se ruborizó.
—De acuerdo, tienes una buena cualidad. Teniendo en cuenta las muchas malas, no me parece
que sea como para presumir.
—Estoy empezando a pensar que te tendría que haber traído un abanico.
—Yo...
—Ah, aquí estáis —dijo la duquesa, cogiendo a Georgiana del brazo y apartándola de Tristan—.
Me tienes que rescatar de lord Phindlin.
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—Eres una mujer atractiva, y viuda —le dijo ella a su tía, volviendo a mostrarse encantadora de
nuevo, ahora que ya no hablaba con él—. No puedes culparlo.
—Creo que lo que quiere es mi dinero —comentó lady Frederica, mirando a Tristan por encima
del hombro.
¡Estupendo! Ahora él era uno más de la multitud de hombres avariciosos.
—Podría ser, su gracia, que simplemente tenga buen gusto —respondió él—. Si sólo quisiera
dinero, podría acechar a otras mujeres más... dóciles.
La duquesa enarcó ambas cejas.
—Por supuesto.
Las tías de Tristan, Bradshaw, Andrew y, sorprendentemente, también Bit, ya estaban en el
palco cuando ellos llegaron. Georgiana los saludó a todos, especialmente a Milly y Edwina, a
quienes besó en ambas mejillas antes de sentarse entre ellas. Frederica empezó a conversar,
ignorando los fuegos de artificio y la orquesta que había empezado a tocar. Tristan se quedó
mirando a las cuatro mujeres frustrado. Sabía que Georgie se sentía afectada por él, si no, no se
molestaría en ocultarlo. Pero mientras la duquesa y sus tías estuvieran entre los dos, no podía
intentar cortejarla.
Esbozó una leve sonrisa. Nunca había pensado que pudiese usar las palabras «cortejar» y
«Georgiana» en la misma frase. No podía dejar de mirarla, y cada vez que ella le devolvía la
mirada, notaba cómo el calor le subía por todo el cuerpo. Hacía seis años se había enfadado tanto
con él, que quizá ahora todo aquello formase parte de otro juego; al fin y al cabo, seguía diciendo
que no había aprendido la lección. Pero Tristan llevaba más que ella practicando juegos de azar. Y,
aunque corriera el riesgo de perderlo todo, jugaría aquella partida hasta el final.
—Y además está el marqués, ¿no, Georgiana?
La joven apartó la mirada de Tristan para centrarse en su tía.
—Lo siento, ¿qué me decías?
Frederica frunció el cejo, pero se relajó al momento.
—Milly preguntaba sobre tus pretendientes.
—Oh. Entonces, sí, el marqués. Por supuesto.
Esa era como mínimo la tercera vez, desde que Tristan las había recogido, que lady Frederica
mencionaba a sus pretendientes, pensó Georgiana; y no le gustaba.
No iba a casarse con lord Luxley, ni con ninguno de los caballeros que cada semana se le
declaraban. Aunque no tuviera un motivo concreto para rechazarlos, no le despertaban ningún
interés. La mayoría la aburrían. Y la idea de que Tristan estuviera cortejándola con intención de
casarse era simplemente... absurda. Ella lo había humillado e irritado, y ahora él intentaba hacerle
lo mismo. Esperaba que Georgiana volviera a enamorarse de él, para poder reírse de ella y salir
victorioso. Cualquiera podía vadear el Támesis saltando sobre los corazones rotos que el vizconde
había dejado tras de sí. Lo que pasaba era que no soportaba que le diesen a probar su propia
medicina.
Su manera de buscar excusas para poderle coger la mano o rozarle el brazo podían
estremecerla y excitarla, pero eso era sólo pasión. Y sólo donde fuera su mente iría su corazón.
—Georgiana, deja de soñar despierta.
Se volvió a sobresaltar.
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—Lo siento, ¿qué pasa?
—¿Dónde estás esta noche? —preguntó su tía, mientras Milly y Edwina la miraban.
—Sólo estaba pensando. ¿Qué me he perdido?
—Hablábamos de las expectativas de lord Westbrook.
—Oh, por el amor de Dios, tía Frederica —dijo, irguiéndose y tirando del chal para colocárselo
bien sobre los hombros—. Por favor, déjalo ya.
—Es un honor que tantos hombres te quieran cortejar.
—Me siento como un gusano en un sedal, rodeado de truchas. ¿Soy yo quien los atrae o el
hecho de que sea una presa tan suculenta?
Bradshaw se rió a carcajadas.
—Siempre he pensado en mí más como un lenguado que como una trucha. —Miró a sus
hermanos—. ¿Qué clase de pez sois vosotros?
—Un gobio —dijo Andrew sonriendo.
—Un tiburón —murmuró Bit, completamente concentrado en los fuegos artificiales.
Tristan miró a su hermano, y Georgiana no pudo dejar de admirar la paciencia y comprensión
que traslucía. El simplemente estaba allí, por si Robert lo necesitaba.
—¿A alguien le apetece un helado? —Tristan se levantó, mirando a sus tías.
—Hace años que no tomo un helado de limón —contestó Milly sonriendo.
—Uno para mí, también —añadió Edwina.
Todos querían uno, y Tristan salió del palco.
—¿Algún voluntario para ayudarme a traerlos? —preguntó, mirando a Georgiana.
Andrew hizo ademán de levantarse, pero se sentó de golpe cuando Robert, sin una palabra,
cogió la cola de su chaqué y tiró de él hacia abajo. Bradshaw parecía entender que no estaba
invitado y, claro está, Milly y la duquesa no iban a ir. Antes de que Edwina se ofreciera, Georgiana
pasó detrás de su silla y bajó los escalones. Maldición. Por lo visto, su cuerpo y su corazón la
estaban traicionando.
—Ahora mismo volvemos —dijo Tristan, ofreciéndole el brazo.
Ella sacudió la cabeza, como si así pudiera hacer que su mente volviera a tomar el control.
—No podemos ir sin carabina —comentó.
Tristan farfulló algo por lo bajo que bien podía haber sido una maldición, y entonces miró a sus
hermanos. Andrew hizo ademán de volver a levantarse, pero Robert se lo impidió adelantándose.
El joven miró a Georgiana, y a ella le pareció ver un toque de humor en sus ojos azul oscuros.
—Vámonos.
Robert abrió la marcha, y ella y Tristan tuvieron que acelerar el paso para mantenerse
razonablemente cerca de él.
—Eso no ha sido muy sutil para conseguir un poco de intimidad —dijo Georgiana— Sobre todo
cuando Bit casi ha derribado a Andrew.
—No sabía que fuera a hacerlo. Le daré las gracias más tarde. Es una carabina magnífica. —
Miró hacia su hermano, que iba como diez metros más adelante—. Lo perderemos de vista en
cuestión de segundos.
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Georgiana rió, su mano descansaba sobre la manga de Tristan. Habría deseado que no le
gustara tanto tocarle, pero al parecer no podía resistirse.
—¿No hace un poco de frío para comer helados? —preguntó ella, cuando su mente empezó a
vagar recordando lo mucho que le gustaba acariciar su cuerpo desnudo.
—No se me ha ocurrido nada más inocente para apartarte de tu guardaespaldas.
Ella se sonrojó.
—Has sido tú quien ha invitado a la tía Frederica.
—Porque no habrías venido sin ella.
Los caminos que atravesaban los jardines entre los palcos y la glorieta principal eran oscuros y
resguardados, con árboles, arbustos y plantas que trepaban por las piedras y colgaban de ellas.
Robert aminoró el paso, y los miró.
—Bit —lo llamó Georgiana, dándose cuenta de que, sin él, ella y Tristan estarían
completamente solos—. ¿Estás bien?
El joven se detuvo un instante y miró por encima del hombro.
—Sí. Pero hay demasiada gente.
Robert desapareció en seguida.
Aunque Georgiana podía oír las risas y las conversaciones de los otros palcos, no se veía a
nadie. Tragó saliva, y levantó la vista para mirar a Tristan mientras caminaban hacia el centro del
parque.
—¿Estará bien?
—Como siempre. Ya te he dicho que es un excelente acompañante.
Georgiana suspiró. ¿Por qué no podía sentir ganas de tocar el cuerpo de Luxley, de Westbrook,
o de cualquier otra de las truchas que nadaban hacia ella? ¿Por qué, de entre todos sus
pretendientes, sólo le sucedía con Tristan, el menos aconsejable?
—¿Qué miras? —murmuró él, sin volverse hacia ella.
—Ojalá lo supiera —contestó, apartando la vista.
—Espero que no sea una trucha.
—Depende. ¿Seguiríamos jugando a este juego si yo fuera pobre?
Tristan se paró en seco, haciéndola detenerse a su lado. Para su sorpresa, no parecía enfadado,
sino serio.
—No lo sé. Me gustaría que fuera así. Yo... no quisiera verte con otro hombre. Nunca.
—¿Así que sólo son celos? ¿Me cortejas como medida de prevención, para mantener al resto a
distancia?
—No. —Frunció el cejo, pasándose la mano por el pelo—. Me encuentro en una situación
complicada. No me quejo, es la realidad. No pretendo evitar las obligaciones que tengo con mi
familia, pero lo que realmente deseo sólo lo sé yo. —Se acercó, inclinándose, y le levantó la
barbilla para que lo mirase directamente a los ojos—. ¿Te gustaría ser pobre? ¿Serías menos
desconfiada con los motivos de un pretendiente si fueras guapa y pobre?
El nunca antes le había hablado así, y la honestidad de su voz resultaba casi dolorosa.
—Yo... no lo sé.
—Entonces no especularemos sobre circunstancias que no son reales, ¿de acuerdo?
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Tenía razón.
—De acuerdo.
—Bien.
Miró fugazmente el camino, y rozó la boca de ella con la suya.
El más puro deseo la inundó. Clavó los dedos en el brazo de él, para evitar abrazarlo. Se forzó a
sí misma a quedarse rígida como una piedra, inmóvil como una estatua, pero sin poder dejar de
besarlo, diciéndole con sus labios lo que su cuerpo se negaba a reconocer.
Alguien rió, muy cerca de ellos. Tristan dejó de besarla justo cuando un pequeño grupo de
hombres y mujeres aparecieron ante su vista.
Continuaron recorriendo el camino, y, cuando se cruzaron con ellos, se saludaron. Algunos de
los del grupo los miraron con curiosidad, pero Georgiana pensó que sólo estaban sorprendidos por
verla con Dare sin que corriera la sangre entre los dos, más que especulando qué podrían haber
estado haciendo.
Tristan quiso volver a pararse una vez perdieron al grupo de vista, pero ella se negó, caminando
a paso rápido y dejándolo atrás. No podían acabar desnudos en un campo de rododendros. Y si
volvía a besarla de aquella forma, era lo que acabaría pasando.
—¿Por qué estamos corriendo? —preguntó él, riéndose.
Como mínimo uno de los dos lo estaba pasando bien.
—Porque así no puedes meterme la lengua en la boca.
—Podría hacerlo si me lo propusiera.
—No es lo que te propongas lo que me preocupa. —Lo miró a los ojos—. Y deja de reírte.
—Es que es divertido.
Bueno, tampoco hacía falta que lo remarcara.
— De todas formas, no tendrías que estar besándome.
—¿Porque ya me has dado mi lección?
Eso la hizo detenerse en seco.
—Lo necesitabas, Dare, antes de que le hicieras daño a otra persona.
—He aprendido la lección. Y quiero volver a estar dentro de ti otra vez.
Por Dios. Georgiana volvió a caminar de prisa.
—Si de verdad hubieses aprendido la lección —replicó cuando vieron aparecer el carrito de los
helados—, habrías traído aquí a Amelia Johns.
—Maldita sea. Por enésima vez: no quiero a Amelia Johns. —Suspiró, acercando su mejilla al
pelo de ella—. Te quiero a ti. Pueden colgar a las demás.
—Eso no es lo que se suponía que...
—No puedes controlarlo todo, Georgie. Estamos en paz ahora, ¿recuerdas?
Se suponía que él no debía utilizar su propia lógica contra ella. Georgiana había sido lo bastante
estúpida como para usar su propia debilidad por él para intentar darle una lección. Y ahora era
demasiado tarde. Debía intentar entender qué estaba tramando Tristan antes de que ocurriera un
desastre. Hasta entonces, tenía que mantenerse firme.
—¿No vas a comprar los helados?
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Con una lenta y perversa sonrisa, él los pidió. Le dio la mitad a Georgiana y ambos volvieron al
camino. Aquello estaba mejor. Con las manos ocupadas, él no podía tocarla ni besarla. No sin que
el helado se derramara sobre su preciosa chaqueta verde y sobre su blanco pañuelo de cuello.
Volvieron al palco sin más incidentes y, aunque Frederica la mirara con atención, Georgiana no
creyó que nadie pudiera darse cuenta de que Dare la había besado. Realmente tenían que dejar de
hacer eso, por muy embriagadores que fueran sus besos; tanto por el bien de Amelia como por el
suyo propio. Porque, dijera lo que dijese Tristan, no podía estar cortejándola en serio.
—¿Dónde está Robert? —preguntó Milly, mirando hacia el camino.
—Ha dicho una frase completa y se ha ido a casa para recuperarse —contestó Tristan entre
dientes mientras repartía los helados—. Ha estado incluso a punto de decir dos frases. Creo que
Georgie lo ha inspirado. —Se sentó justo detrás de ella, mientras la joven empezaba a comerse su
helado de limón—. Espero que lo estés pasando bien.
—Sí, mucho —contestó, aliviada de poder dar una respuesta sincera—. ¿Has dicho en serio lo
de que hubiese inspirado a Bit?
—¿Por qué? —preguntó Tristan serio.
—¿Estás celoso?
—Depende de lo que me preguntes.
Georgiana hizo una mueca.
—No importa. Pensaba que podría ayudarte, pero si lo que quieres es comportarte como un
prehistórico, olvídalo.
Tristan ladeó la cabeza, mirándola.
—Mis disculpas. A veces me olvido de que no eres tan cínica como pretendes.
—Tris...
—Si puedes hacer que mi hermano hable, por favor, hazlo. Pero ve con cuidado. Él...
—Él ha vivido algo muy grave —terminó la frase.
—Sí. —Sus ojos la miraban mientras ella tomaba otra cucharada de frío helado—. Me alegro de
que hayas decidido venir.
—No significa nada.
El sonrió.
—Todo significa algo.
Georgiana se ruborizó. En cuanto la conversación volvía a centrarse en ellos, su sentido común
se iba al traste.
—Bueno, pues ¿qué te parece si te digo que todavía no me fío de ti? ¿Qué significa eso?
—Has dicho «todavía» en vez de «nunca». Lo que significa que podrías llegar a hacerlo algún
día. —Le pasó un dedo por la comisura de los labios, y se lo metió después en la boca—. Limón.
La tía Frederica apareció a su lado, sentándose junto a ella. Por la mirada que le lanzó, había
visto el gesto de Tristan. Georgiana suspiró.
Estaba hecha un lío. Debería odiarlo o, como mínimo, estar enfadada con él por pensar que
podría salirse algún día con la suya. Pero en vez de eso, cada vez que la miraba, el pulso se le
aceleraba, y todo, incluida su determinación, parecía desvanecerse. Si ésa fuera la primera vez que
Tristan la cortejaba en vez de la segunda, a aquellas alturas ya estarían de nuevo en la cama.
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Georgiana frunció el cejo. Eso ya había pasado. Algo dentro de ella no funcionaba.
—¿Por qué esa mirada tan dura? —preguntó él.
—Estaba pensando en ti —contestó, aunque si le hubiera quedado algo de sentido común se
habría limitado a encogerse de hombros. Pero si algo tenía Dare de bueno era que con él
Georgiana no tenía que vigilar lo que decía.
—¿Y qué pensabas?
—En todas las veces en que no te das cuenta de que no eres bien recibido.
—Creo que es tu juicio el que debe ponerse en duda —contestó él comiéndose la última
cucharada de helado de cereza—. No el mío.
—Hum... estás equivocado.
La sonrisa de Tristan hizo que a ella se le acelerara el pulso.
—Siempre me he preguntado por qué...
—Georgiana —la interrumpió la duquesa poniéndose en pie—. Esta noche me siento fatigada.
Lord Dare, ¿cree que podría conseguir que alguien nos acompañase a casa?
—Yo mismo estaré encantado de hacerlo, su gracia. —Se levantó, tendiéndole la mano a
Georgiana.
Ella la aceptó, sintiéndose algo decepcionada. Era la primera vez en aquellos últimos días que
tenían una buena conversación, y ella empezaba por fin a relajarse un poco.
—Eso no será necesario, milord —dijo lady Frederica—. Estoy convencida de que deseará
quedarse aquí con su familia. Bastará con que nos deje su carruaje.
El asintió, con una expresión indescifrable.
—Entonces, las acompañaré hasta él.
Caminaron hasta el extremo de los jardines cada una a un lado de Tristan, y la tía Frederica
manteniendo una educada conversación. Su charla distraída e inteligente evitó que Tristan
pudiera mirar a Georgiana, y mucho menos hablar con ella. Fuera lo que fuese lo que la duquesa
había visto, era obvio que no le había gustado.
Dare silbó, y su carruaje se apartó de los demás que estaban esperando al otro lado de la calle,
deteniéndose frente a ellos. Ayudó a entrar a lady Frederica y, por fin, pudo centrar su atención en
Georgiana.
—Ojalá te pudieras quedar —le murmuró, cogiéndole la mano e inclinándose sobre ella.
—Mi tía está cansada.
Con una ligera mueca, Tristan se incorporó.
—Sí, lo sé. —La ayudó a entrar, manteniéndole la mano cogida algo más de lo necesario—. Que
pases una buena noche, Georgiana. Y dulces sueños.
«Hum. Suerte tendré si puedo dormir algo.». Georgiana se acomodó en el carruaje y éste
emprendió la marcha.
—¿A qué ha venido eso? —le preguntó entonces a su tía—. Nunca estás cansada a estas horas
de la noche.
La duquesa se estaba quitando los guantes.
—Mañana por la mañana le diré a Greydon que informe a lord Dare de que sus atenciones no
son bien recibidas, y que deben cesar de inmediato.
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A Georgiana se le heló la sangre.
—Por favor, no —soltó.
—¿Y por qué no? Está claro que quiere tu dinero, y tú has dicho en repetidas ocasiones que no
disfrutas de su compañía. Por lo que tenemos que acabar sin más demora con esta desagradable
situación.
—No quiero estropear la amistad que hay entre Grey y Dare —contestó, esforzándose por
elaborar un argumento más coherente, cosa difícil, cuando la lógica le decía que el planteamiento
de su tía era correcto.
—Por primera vez, eso no me importaría. Dare es una mala influencia. Me dan lástima sus tías.
—Se preocupa mucho por ellas... y por sus hermanos. —Ahora parecía que lo estuviera
defendiendo, ¡maldita fuera!—. Deja que yo me encargue de esto. No quiero que nadie tenga que
resolver mis problemas. Ya lo sabes.
La duquesa suspiró.
—Sí, lo sé. Tristan Carroway es un canalla y un jugador, y se sabe que lo es. Puede decir que te
está cortejando, pero dudo que sepa cómo se debe hacer correctamente. Por el amor de Dios, se
le cae la baba al verte. Cualquiera que lo vea sabrá lo que está haciendo. Y eso está muy lejos de
una forma correcta de cortejar a nadie.
—Antes de esta noche ya sabías que supuestamente me estaba cortejando —protestó—. ¿Por
qué de golpe te has vuelto tan inflexible?
—Porque te has ruborizado, Georgiana. Y le sonreías.
—¿Qué? ¡Estaba siendo educada!
—¿Con Dare?
—Sus tías estaban presentes. Y yo... Ya me encargaré de esto sola —dijo, haciendo a un lado
sus crecientes temores—. Por favor, prométeme que no mezclarás a Grey en el asunto.
Frederica permaneció en silencio.
—Tú y yo vamos a tener una conversación muy seria dentro de poco.
—¿Es eso un sí?
—Sí. Por ahora.
Su tía le había puesto en bandeja una manera de quitarse a Tristan cié encima, y Georgiana lo
había rechazado. Tendría que reflexionar muy seriamente sobre ello.
Cuando bajó la escalera a la mañana siguiente, después de otra noche soñando con Tristan, la
mitad del personal de servicio estaba alrededor de la mesa del vestíbulo, charlando tan alto que
serían capaces de despertar a los muertos.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
El grupo se separó. Un ramo con una docena de azucenas amarillas, envueltas en delicados
lazos amarillos y azules, ocupaba el centro de la mesa. Por un instante, lo único que pudo hacer
fue quedarse allí de pie y contemplar las flores. Azucenas.
—Son preciosas —exclamó finalmente, antes de que los sirvientes volvieran con sus
especulaciones.
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—Hay una tarjeta para usted —dijo Mary sonriendo.
Sabía de quién eran sin necesidad de mirarla. Sólo un hombre le había preguntado una vez cuál
era su flor favorita, y eso había sido hacía mucho tiempo. Su corazón se aceleró cuando cogió la
tarjeta de entre las hojas y los lazos.
El nombre de ella estaba garabateado en el sobre, con una letra que reconocía. Intentando que
no le temblaran las manos, sacó la tarjeta. «Entrelazados», era lo único que ponía, y estaba
firmada con una simple «T».
—Oh, Dios... —susurró.
Aquello empezaba a ser muy complicado.
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CAPÍTULO 15
La red de nuestra vida está tejida de bien y de mal. Nuestras
virtudes se alzarían orgullosas si nuestros defectos no viniesen
a fustigarlas; y nuestros delitos nos llevarían a la
desesperación, si no estuvieran compensados por nuestras
virtudes.
Bien está lo que bien acaba, acto IV, escena III
A Georgiana le gustaba salir a cabalgar temprano por la mañana. Consciente de ello, Tristan se
obligó a levantarse a las cinco y media y a ponerse el traje de montar. Luego bajó y pidió que le
ensillaran a Carlomagno.
Tenía que reconocer que tratar de conquistar a Georgiana lo estaba manteniendo alejado de
los clubs y las casas de juego que antes solía frecuentar. Asimismo, había recibido varias cartas,
tan perfumadas como las que le habían mandado a Georgiana, de unas cuantas damas quejándose
de que ya no visitara sus lechos. La verdad era que no tenía ganas de buscar consuelo a su
frustración con nadie que no fuera Georgiana.
Seis años atrás, Tristan no había dado ni un paso para conquistarla. Ella había ido a su
encuentro con los brazos abiertos. Hasta después de haberse acostado con ella, su mundo no se
había puesto patas arriba.
La mirada que vio en los ojos de Georgiana la noche siguiente, cuando se le acercó en el baile
de Asthon, era algo que no olvidaría jamás. Y tampoco se lo perdonaría. Para entonces ella se
había enterado de que él sólo había pretendido divertirse; con lo que un acto que había sido
apasionado y placentero se convirtió en algo sórdido. Fuera lo que fuese lo que Georgiana
pretendía hacer con él, y fuera cual fuese la lección que creía que se merecía, ellos dos jamás
estarían en paz.
Pero por primera vez, Tristan creyó poder obtener su perdón. Quería ganárselo, y, por primera
vez, quería también algo más. No estaba seguro de qué, pero cuando la miraba, cuando la tenía
entre sus brazos, sentía que todo tenía sentido.
La alcanzó a mitad de la Lady's Mile, en Hyde Park. Llevaba el traje de montar que a él más le
gustaba; uno verde oscuro que hacía que sus ojos parecieran esmeraldas. El aliento de Georgiana
y el de Sheba formaban pequeñas espirales en el frío aire matutino mientras cabalgaban, dejando
al lacayo que montaba con ella cada vez más atrás. Era gloriosa.
Con un leve toque en el costado de Carlomagno, Tristan salió tras ella. Se inclinó sobre la crin
para esquivar el viento, y así fue ganando terreno. Sheba era rápida, pero su semental era más
fuerte. Seguramente la yegua lo ganaría en una carrera de obstáculos, pero a campo abierto no
tenía ni la más mínima posibilidad. Georgiana miró por encima del hombro al oír que alguien se
estaba acercando y espoleó más al animal. Pero no fue suficiente.
—Buenos días —dijo Tristan al llegar a su altura.
Georgiana lo miró. La crin de la yegua le golpeaba la cara, y algunos mechones negros se
mezclaban con los rizos dorados de ella.
—A ver quién llega antes al puente y regresa —lo retó sin aliento.
—Ganaré yo.
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—Tal vez. —Sacudió las riendas, y Sheba salió a la carrera.
En Hyde Park estaba prohibido galopar a aquella velocidad, si los pillaban les pondrían una
multa, pero cuando le llegó la ronca risa de Georgiana a través del aire, Tristan pensó que no le
importaba.
Espoleó a su impaciente montura y salió disparado hacia adelante. Llegó al puente que
coronaba uno de los pequeños riachuelos del parque y volvió a atraparla. Georgiana trató de
cerrarle la curva, y como no tenía intenciones de terminar en el agua por segunda vez, Tristan se
abrió y obligó a Carlomagno a esquivarla.
La joven aprovechó la oportunidad para volver a ponerse en cabeza y con la fusta golpeó
levemente a Sheba para que se cerrara todavía más. Tristan vio la piedra en el mismo instante en
que la yegua tropezaba con ella, y casi se le paró el corazón.
—¡Georgiana!
La pata de Sheba se dobló y el animal cayó de cabeza, arrancando las riendas de las manos de
la muchacha y lanzándola por los aires. Maldiciendo, Tristan detuvo en seco su caballo y saltó de la
silla. Corrió hacia Georgie, que yacía en el suelo embarrado, mientras su montura cojeaba unos
metros más atrás.
Se arrodilló a su lado.
—Georgiana, ¿puedes oírme? —Había perdido el sombrero, y sus rizos dorados le caían sobre
la cara. Tristan se los apartó con dedos temblorosos—. ¿Georgiana?
Ella recuperó la respiración y se sentó, abriendo los ojos.
—¡Sheba!
Tristan le impidió levantarse.
—Estate quieta y veamos que no te hayas roto nada —le dijo.
—Pero...
—¿Estás bien? —le preguntó.
Ella parpadeó y se recostó contra él.
—Ay.
—¿Qué te duele?
—El trasero. Y la cadera. ¿Está bien Sheba?
Apareció su lacayo y corrió hacia el animal.
—Voy a ver, milady.
Tristan mantuvo su atención fija en la joven.
—Tendrás suerte si no te has roto nada.
—Bájame la falda —le pidió, alterada—. Cielo santo, lo estoy enseñando todo.
Suspirando aliviado, Tristan alargó la mano y le bajó el vestido hasta cubrirla.
—¿Puedes sentarte?
—Sí. —Hizo una mueca de dolor al intentarlo, pero lo consiguió.
—¿Y las piernas y los brazos? A ver, dóblalos. Cierra y abre los puños.
—Estoy bien. ¿Se ha hecho daño Sheba? ¿John?
—Se le han enredado las riendas, milady. Milord, le agradecería mucho que me ayudase.
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El corazón de Tristan empezó a latir a su velocidad normal, pero mantuvo la mano encima del
hombro de ella. No quería dejar de tocarla.
—Un segundo. Georgiana, si te levantas de aquí antes de que yo te lo diga, te juro que me
ocuparé personalmente de...
—Está bien. Me quedaré aquí.
Él se levantó y se sacudió el polvo de las rodillas. Después se acercó a Sheba y la sujetó
mientras John cortaba las riendas. La yegua se puso en pie y trastabilló, sacudiendo la cabeza.
Tristan la cogió por la brida para evitar que echara a correr y se agachó para examinarle la pata
que se había golpeado con la piedra.
Georgiana seguía sentada donde la había dejado, con la manga del vestido rasgada y el pelo
cubriéndole la cara. Dare le entregó la yegua a John y fue a ayudar a Georgiana a levantarse.
—Tiene una distensión en la pata —le dijo—, pero no se ha roto nada. Las dos habéis tenido
mucha suerte.
Cojeando, ella se acercó a Sheba y le acarició el hocico.
—Lo siento mucho, preciosa.
Por un momento perdió el equilibrio y se quejó, y Tristan la sujetó por el brazo.
—Voy a llevarte a tu casa —dijo, y a continuación se dirigió al lacayo—. John, síguenos con
Sheba.
—No pienso abandonar a mi caballo —protestó Georgiana.
—No puedes montar, y no voy a permitir que regreses caminando. John la llevará a pie hasta tu
casa. Le irá bien para la pata.
—Pero...
—Por una vez en tu vida vas a hacer lo que te diga. John, ¿le importa ayudar a lady Georgiana a
montar?
—Por supuesto, milord.
Soltándola, Tristan subió a lomos de Carlomagno y, agachándose, cogió a Georgiana en brazos
mientras el lacayo la ayudaba desde abajo. En cuestión de segundos la tuvo sentada entre sus
piernas; ella le pasó un brazo alrededor del cuello para mantener el equilibrio. Por fin las cosas
empezaban a mejorar.
Georgiana estuvo mirando por encima del hombro de Tristan, vigilando a su yegua, hasta que
se metieron entre los árboles.
—Ha sido una estupidez —se reprendió ella a sí misma—, No debería haberlo hecho.
—Sabes que saco lo peor de ti, Georgie. No es culpa tuya.
Con un suspiro, ella descansó la cabeza en su hombro.
—Gracias.
Él se esforzó por resistir la tentación de hundir el rostro en su melena.
—Me has asustado, cariño.
—¿De verdad? —Se echó hacia atrás para mirarlo. Sin atreverse apenas a respirar, Tristan
inclinó un poco la cabeza y la besó.
—Siento que te hayas hecho daño en el trasero, milady. Si quieres, te daré un masaje.
—Calla —le ordenó ella moviéndose un poco—. Alguien puede oírnos.
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—A esta hora sólo están despiertas las lecheras.
Georgiana volvió a recostarse en su hombro.
—Ahora que lo pienso, ¿qué estabas haciendo aquí? Dios sabe que no eres una lechera.
—Me apetecía disfrutar del aire matutino.
—En la Lady's Mile.
—Sí.
—Me estabas buscando, ¿a que sí?
—Me gusta verte por las mañanas, cosa que no sucede tan a menudo como me gustaría.
Ella se movió un poco, su cálido y dulce cuerpo empezaba a minar la capacidad de
concentración de Tristan. En el parque no había casi nadie, así que cualquier árbol les ofrecería la
intimidad necesaria para hacer lo que ambos deseaban.
—Ay —se quejó ella al moverse de nuevo.
Desprendiéndose de toda su lujuria, él se la acercó un poco más para ayudarla a soportar su
peso.
—Cuando lleguemos a tu casa, date un baño de agua caliente. Lo más caliente que puedas, y
quédate en la bañera tanto rato como te sea posible.
—¿Así que ahora eres un experto en caídas de caballo? —le preguntó con voz suave.
—Me he caído unas cuantas veces.
Con la mano que tenía libre, Georgiana le recorrió el hombro por encima de la chaqueta, justo
donde tenía la cicatriz.
—Me acuerdo. —Despacio, deslizó la mano hasta el rostro de él y hundió los dedos en su pelo
—. Parecías tan preocupado —murmuró, y se lo acercó para besarlo.
Seguro que estaba delirando. Debería haberle palpado la cabeza en busca de chichones. Pero a
pesar de todo, Tristan no pudo resistirse y le devolvió el beso, escapándosele un gemido al notar
su lengua acariciándole la boca. Carlomagno se detuvo de golpe y ladeó la cabeza al notar que
aflojaba las riendas, mientras él abrazaba a Georgiana profundizando el beso.
—¿Milord, le pasa algo malo a lady Georgiana?
Tristan se irguió al instante volviéndose, y vio que John, que los seguía llevando a Sheba, casi
los había atrapado.
—No, está bien. Ha perdido el conocimiento durante unos segundos y he temido que hubiera
dejado de respirar.
Georgiana ocultó el rostro en el torso de Tristan y se estremeció de la risa contenida.
El lacayo se asustó.
—¿Quiere que me adelante y pida ayuda?
—Sí, creo que será lo mejor. Ya llevaré yo a Sheba.
—Tú estate quieta —le murmuró a Georgiana, manteniéndole la cara pegada a su pecho. El
lacayo le entregó lo que quedaba de las riendas de la yegua y montó en su caballo para salir a toda
velocidad hacia la mansión Hawthorne.
—Le dará un susto de muerte a mi tía —dijo Georgiana cuando él la soltó.
—Sí, pero me hará quedar como un héroe, cariño.
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Ella volvió a reírse. Quizá sí se había dado un golpe en la cabeza. Tristan espoleó de nuevo a
Carlomagno y Sheba los siguió cojeando.
—¿De verdad está bien la yegua? Me siento tan idiota.
—No te tortures. Te prometo que cuando lleguemos volveré a echarle un vistazo y le prepararé
una compresa. La verdad es que no se queja, y no se le ha hinchado demasiado. Estará bien, mi
amor.
—Eso espero.
—A mí me preocupas más tú. ¿Te has dado cuenta de que te está sangrando el codo?
Ella bajó la vista.
—No, no lo había visto. Oh, te he manchado de sangre la chaqueta. Lo sien...
—No digas nada, Georgiana. La carrera ha sido idea mía y por culpa de eso te has caído. Cállate
y bésame otra vez.
Para su sorpresa, ella le hizo caso. Cuando Tristan volvió a levantar la cabeza para tomar aire,
estaba ansioso por encontrar un escondite donde poder seguir. Y no lo ayudó demasiado que ella
se diera cuenta de su estado y se moviera en su regazo.
—Lo estás haciendo a propósito —murmuró él.
—Pues claro.
—Para de una vez. Tu lacayo está de vuelta.
John apareció galopando con tres compañeros suyos detrás. Tristan no sabía que hicieran falta
cuatro sirvientes para atender a una yegua herida, pero desde luego, no tenía intención de
permitir que ninguno lo ayudara a llevar a Georgiana.
—Milord —dijo John con la respiración acelerada—. Bradley irá a buscar a un médico si usted lo
cree que necesario.
Tristan volvió a mirar a Georgiana. Seguramente estaba bien, pero ella no iba a dejar que le
inspeccionara el trasero y alguien tenía que hacerlo.
—Sí, que vaya —le pidió.
—Tris...
—Puedes haberte roto algo. No discutas.
Eso los dejó con tres sirvientes. Carlomagno empezó a mover la cabeza y a levantar las patas
delanteras, y Tristan tiró de las riendas para controlarlo. Lo último que quería era que Georgiana
volviera a caerse al suelo.
—Ocúpate de Sheba —le dijo a John devolviéndole las riendas—. Los demás, alejaos un poco.
Con un coro de «Sí, milord», todos le obedecieron. Cuando llegaron a la mansión Hawthorne,
Tristan se sentía como el cabecilla de un desfile. La duquesa viuda salió corriendo cuando los oyó
llegar, y él tuvo la sensación de que las cosas iban a ponerse feas.
—¿Qué diablos ha pasado? —exigió saber, bajando los escalones hasta tocar el pie de
Georgiana—. ¿Estás bien?
—Estoy bien —contestó ella, dándose media vuelta para que Tristan pudiera bajarla—. No hace
falta armar tanto jaleo.
Tan pronto como tocó el suelo, se le doblaron las rodillas y tuvo que agarrarse a las bridas para
no desplomarse. Dare saltó y la cogió de nuevo en brazos.
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—Permíteme.
—Por aquí —le indicó la duquesa, apartando a los curiosos sirvientes a su paso.
Tristan se veía capaz de encontrar la habitación él solo, pero permitió que lady Frederica lo
guiara. No tenía sentido que estropeara las cosas justo cuando parecía que fueran a mejorar. Con
cuidado, depositó a Georgiana en la cama y no se le escapó la mueca de dolor que ella hizo al
dejarla sobre el colchón.
—Gracias, lord Dare —dijo la duquesa—. Y ahora, ¿sería tan amable de dejarme a solas con mi
sobrina para que pueda atenderla?
Él asintió y Georgiana le cogió de la mano.
—Me has prometido que le echarías un vistazo a Sheba —le recordó.
Tristan sonrió.
—Y lo haré.
Georgiana lo observó hasta que salió de la habitación cerrando con cuidado la puerta. Él nunca
le había prometido nada antes, y para ella eso tenía mucha importancia. Igual que la mirada de
preocupación, y el modo en que le habían temblado las manos al abrazarla, justo después de la
caída.
—Será mejor que te quites el vestido —dijo su tía, sacándola de sus pensamientos.
—No es tan grave, de verdad. He aterrizado con fuerza, eso es todo.
—Te está sangrando el codo.
—Sí, lo sé. Me escuece. Pero lo tengo bien merecido, por retar a Dare a una carrera. Nadie le
gana nunca.
Su tía se quedó paralizada.
—¿Has corrido contra Dare? ¿Y puede saberse por qué?
—Porque quería hacerlo. No había nadie en el parque, y me ha parecido que podría ser
divertido. —Y lo había sido, muy divertido, hasta que Sheba la lanzó por los aires.
—¿Y esto tan divertido ha sido idea suya?
—No, mía. —Con otra mueca de dolor, Georgiana se deslizó hasta el borde de la cama,
haciendo esfuerzos por mantener el peso apoyado en el lado izquierdo, y trató de quitarse los
zapatos—. Cuando me he caído casi lo mato del susto, así que no vayas a recriminarle nada.
—No te entiendo —dijo la mujer ayudándola a desabrocharse—. Le odias, y te instalas en su
casa. Sales huyendo de allí, y te vas a cabalgar con él.
—Ay. Yo tampoco lo entiendo, tía.
—¿Dónde te duele?
—En el trasero. Tristan dice que es una suerte que no me haya roto el coxis.
Los dedos de su tía se detuvieron.
—¿Le has dicho a lord Dare que te habías hecho daño en las nalgas? —le preguntó en voz
queda.
Georgiana se sonrojó.
—Era bastante evidente.
—Oh, cielo santo, espero que no vaya contándolo por allí. Georgiana, deberías tener más
cuidado.
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1° de la Serie Lecciones de Amor
—No se lo dirá a nadie.
La duquesa siguió mirándola con una expresión extraña, pero ella fingió un ligero dolor de
cabeza y así pudo quedarse callada hasta que llegó el médico.
De una cosa estaba segura: Tristan sentía realmente algo por ella. Y, aunque le costara
reconocerlo, Georgiana tenía que admitir que también ella empezaba a sentir algo por él. Pero si
una cosa había aprendido era que sentir cariño por Tristan Carroway era el mejor modo de acabar
con el corazón roto.
El médico le dijo que si se daba baños de agua caliente, y procuraba acostarse boca abajo los
próximos días, sus dolores terminarían por desaparecer. Aunque Georgiana no sabía cómo podía
estar tan seguro, pues ni siquiera le había levantado la camisola para mirar debajo de la tela. Pero
bueno, Tristan le había dicho lo mismo.
Después de que el médico se fuera, se sumergió en agua caliente y notó cómo se relajaban sus
músculos, y también se lavó la herida del codo. Luego, con la ayuda de Mary se metió en la cama
boca abajo, cruzó los brazos y apoyó la barbilla en ellos.
Su tía volvió a entrar en la habitación.
—Lord Dare sigue aquí, y quiere verte.
—Deja que suba, por favor. Si no te importa.
—Sólo hasta la puerta.
Tenía razón. Iba a buscarse la ruina ella sola si no se andaba con cuidado.
—Por supuesto que sólo hasta la puerta.
—Se lo diré —murmuró Frederica, saliendo de nuevo.
Segundos más tarde, alguien llamó a la puerta.
—¿Georgiana? —Oyó la voz ronca de Tristan y a continuación abrió la puerta. Se quedó en el
umbral. Evidentemente, ya le habían advertido que no entrase—. Creo que a tu tía no le gusto lo
más mínimo —dijo, apoyándose en el marco.
Ella se rió.
—¿Cómo está Sheba?
—Tiene una lesión muscular. John y yo le hemos puesto una compresa, y le he dicho que
durante una semana la saque dos veces al día a pasear. Después, puedes tratar de montarla, pero
nada de galopes hasta dentro de un mes.
—Creo que yo tampoco seré capaz de galopar mucho antes —se lamentó.
Tristan miró a Mary, que se afanaba disimulando en una esquina de la habitación.
—Me alegro de que no te hayas roto nada.
—Y yo.
Sus luminosos ojos azules escrutaron su cara durante largo rato antes de apartar la vista.
—Me tengo que ir —le dijo, apartándose de la puerta—. Se supone que tenía que estar en el
Parlamento hace una hora. —Se quedó allí, mirándola, y no trató de disimular que marcharse no le
apetecía lo más mínimo—. Volveré esta noche.
Allí estaba de nuevo, decidiendo.
—Si me estás cortejando, tienes que pedirme permiso para venir a visitarme.
Él enarcó una ceja.
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—Está bien. ¿Puedo venir a verte esta noche?
—Sí. —Georgiana sonrió, esforzándose por ocultar el vuelco que le dio el estómago—. Creo que
para entonces estaré tan aburrida que incluso tendré ganas de verte a ti.
—Confiaré en que así sea.
La verdad fue que Georgiana recibió más visitas de las que esperaba. Lucinda y Evelyn se
pasaron por la casa antes de mediodía.
—Cielos —dijo Lucinda, cerrando la puerta después de que saliera Mary—. Esperaba verte
vendada de la cabeza a los pies.
Georgiana frunció el cejo.
—Sólo me he caído. Y, ahora que lo pienso, ¿cómo os habéis enterado vosotras?
—La doncella de la señora Grawtham coincidió en la sombrerería con la hija del doctor Barlow.
—Oh, no. —Georgiana escondió la cabeza bajo la almohada—. La señora Grawtham es incapaz
de guardar un secreto.
—Eso ahora ya no importa —intervino Evie, que se había sentado en el borde de la cama—.
Todo el mundo comenta cómo tu caballo te lanzó por los aires y lord Dare te llevó a casa.
«No es tan horrible.»
—Bueno, supongo que es la verdad —dijo, saliendo de debajo de la almohada para poder
respirar.
—Y también dicen que Dare estaba tan preocupado que no se ha apartado de tu lado hasta que
el doctor Barlow le ha asegurado que te pondrías bien y después de que la duquesa le prometiera
que lo avisaría si sucedía algo.
—Eso no...
—Todo el mundo dice que Dare está enamorado de ti —prosiguió entonces Lucinda mirándola
seria—. Georgiana, creía que le estabas dando una lección, pero ahora te has hecho daño. Si
sigues dándole esperanzas, esto podría volverse peligroso para ti.
—No estoy dándole esperanzas, y os aseguro que no está enamorado de mí. Si ni siquiera nos
soportamos, ¿o es que ya lo habéis olvidado?
—Por eso todo el mundo cree que es tan romántico. —Evelyn también parecía preocupada—.
Tú juraste que no te casarías jamás, y mucho menos con Dare, y ahora él te está cortejando, y tú
has cambiado de opinión.
—¡Por Dios santo! —Dio unas patadas por debajo de las sábanas, con lo que sólo consiguió que
le volviera el dolor—. Yo nunca he jurado nada, y no he cambiado de opinión, y... ¡maldición!
Lucinda y Evelyn se miraron la una a la otra.
—Si tengo que terminar así, desde luego no pienso dar ninguna lección a nadie —dijo Evelyn.
—No va a pasar nada —afirmó Georgiana, que empezaba a preguntarse a quién trataba de
convencer.
—¿Y qué me dices de que Dare te acompañara a los jardines de Vauxhall la otra noche? —
Lucinda apoyó la barbilla en una mano—. Y si fue él quien te acompañó a casa después del
accidente, señal de que habíais salido a cabalgar juntos.
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—Él dice que me está cortejando, pero no es verdad —replicó—. Dios, si sólo está intentando
vengarse de mí porque yo me he vengado de él.
Evelyn parecía todavía más confusa, pero Lucinda se puso aún más seria.
—Espera un segundo —dijo, inclinándose hacia adelante—. ¿Cómo que él dice que te está
cortejando? Dare te está cortejando, Georgie. Eso lo sabe todo el mundo.
Ella volvió a esconder la cabeza.
—Dejadme sola. No tengo ni idea de lo que quiero decir.
Lucinda le dio unas palmaditas en el brazo.
—Bueno, pues será mejor que lo averigües pronto, querida, porque nosotras no somos las
únicas que nos estamos haciendo preguntas, y eso que estamos de tu parte.
Menos de media hora después de que sus amigas se fueran, volvieron a llamar a la puerta.
Mary abrió, y Josephine, la doncella, hizo una reverencia.
—Lady Georgiana, he subido a decirle que lord Westbrook está abajo. Ha venido a verla.
—Cielo santo, me había olvidado de él. Se suponía que íbamos a salir de paseo. Por favor, dile a
Pascoe que le explique que estoy lesionada, y que le transmita mis disculpas al marqués.
Josephine le hizo otra reverencia.
—Sí, milady.
Unos minutos más tarde, la chica regresó.
—Lord Westbrook se ha quedado muy afectado al saber de su accidente, y dice que le escribirá
una carta.
—Gracias, Josephine.
Después del ajetreo, Georgiana se pasó horas tumbada en la cama pensando. Todo el mundo
creía que Tristan la estaba cortejando, y que ella aceptaba con gusto las atenciones del vizconde.
El problema era que era verdad. No podía evitar esperar ansiosa cada encuentro con él; todo su
ser reaccionaba al oír su voz o sentir sus caricias.
¿Y si todo aquello no formaba parte de un juego? ¿Y si Tristan estaba siendo sincero? ¿Y si de
verdad terminaba por pedirle que se casara con él?
Georgiana suspiró frustrada, se moría de ganas de ponerse en pie y pasear por la habitación.
Pensaba mejor en movimiento. Todo aquello era un completo desastre, y lo peor era que sólo ella
tenía la culpa.
—Está bien, me rindo —dijo Edwina, agachándose para atrapar a Dragón y poder así acariciarlo
—. Tengo que reconocer que tenías razón acerca de esos dos.
Milly deseó poder sentir algo de satisfacción al escuchar que su hermana por fin le daba la
razón en algo.
—Me dan tanta pena. Por unos momentos me pareció que de verdad estaban dispuestos a
resolver sus problemas.
Edwina suspiró.
—Entonces, supongo que la elegida será la señorita Johns, ¿no?
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—Probablemente. Maldita sea. Es rica, pero parece demasiado estirada como para convertirse
en una Carroway. Y cuando se casen, tú y yo tendremos que regresar a Essex. Más vale que nos
vayamos despidiendo; cuando ésa nos eche, dudo que les veamos fuera de las fiestas de Navidad.
Dragón saltó del regazo de Edwina y fue a atacar la cortina más cercana.
—Oh, ¿por qué no puede ser Georgiana? —se quejó.
Milly le dio unos golpecitos en la rodilla.
—Tristan todavía no se ha casado. Y yo no pienso despedirme de nadie hasta que la próxima
lady Dare me dé explícitamente la patada. Así que, por ahora, lo único que podemos hacer es
rezar para que todo salga bien.
—Y para que nadie retuerza el cuello de nadie —añadió Edwina, consiguiendo esbozar una
sonrisa.
—Así me gusta.
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CAPÍTULO 16
No te devanes más los sesos...
Hamlet, acto V, escena I++++++
—Y entonces, ella se desmayó y él la llevó en brazos hasta la mansión de su tía. Estaba tan
preocupado que no quería apartarse de su lado. —Cynthia Prentiss se metió otro bombón en la
boca.
Amelia Johns miró las delicias que había encima de la mesa de los postres, pero con menos
entusiasmo que antes.
—Sus familias están muy unidas. Me imagino que querría asegurarse de que ella estuviera bien.
¿Qué tiene eso de sorprendente?
—Humm —farfulló Felicity desde el otro lado de la mesa—. ¿Cuándo fue la última vez que
fuiste a cabalgar con lord Dare, Amelia?
—La semana pasada salimos de picnic —les recordó, decidiéndose por los gajos de naranja
caramelizados—. Y fue muy atento. —De hecho, lo fue tanto que cuando Amelia regresó a su casa
empezó ya a elegir la tela de su vestido de novia. Pero desde entonces no había vuelto a verlo, y
tampoco había recibido ninguna carta ni ninguna noticia de él.
—Dicen que le mandó un enorme ramo de flores —prosiguió Cynthia, confirmando lo que
Amelia ya había oído—. Y eso fue antes del accidente con el caballo.
Amelia se obligó a reír despreocupada.
—A vosotras dos os encanta chismorrear sobre cualquier cosa. Todo el mundo sabe que Tristan
y lady Georgiana ni siquiera se soportan. Estoy segura de que sólo estaba siendo amable en
atención a su amistad con el primo de ella, el duque de Wycliffe.
Era verdad que los acontecimientos de los últimos días no habían sucedido como ella esperaba,
pero Amelia sabía lo que el vizconde y lady Georgiana sentían el uno por el otro, él incluso le había
hecho algún comentario acerca de la obstinación y el carácter agrio de su eterna contrincante.
Dare estaba recibiendo una lección que conseguiría que terminara enamorándose de ella, y seguro
que se convertiría en vizcondesa antes de que acabara el verano.
—Bueno, supongo que tienes razón —reconoció Felicity—. Quiero decir, lord Dare es bastante
guapo pero todo el mundo sabe que no tiene dinero. Lo único que posee es su título, y lady
Georgiana ya es la hija de un marqués, además de prima de un duque. ¿Por qué iba a querer
convertirse en vizcondesa?
—Exacto. Y todo el mundo sabe que yo tengo una renta de tres mil libras al año, así que no
tiene sentido seguir hablando de esta tontería.
Tristan Carroway se casaría con ella. Había empezado a cortejarla por su dinero y porque le
parecía encantadora, y por esos mismos motivos le propondría matrimonio.
—Ahí está —susurró Cynthia—. Tal vez deberías aprovechar para recordarle lo de tu renta.
Amelia tomó aire y se dio la vuelta. Lord Dare acaba de entrar en el salón de Almack's. Iba solo,
vestido todo de negro, con un chaqué que le quedaba como un guante. Durante unos segundos,
se limitó a mirarlo, a admirarlo.
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Siendo él tan alto y moreno y ella tan pequeña y delicada formarían una pareja estupenda. Por
supuesto que iban a terminar juntos; la semana anterior, su padre le ofreció cincuenta libras más
al mes para gastos en caso de que anunciara su compromiso. Lady Dare... Sí, sería una vizcondesa
perfecta.
Tristan parecía preocupado por algo, así que Amelia miró a las cínicas de sus amigas y caminó
hacia la orquesta, tomando un camino que la llevaría directamente a él. Estaba contenta de
haberse puesto el vestido de seda amarillo, con mangas blancas; todo el mundo le decía que con
él parecía una muñeca de porcelana y que resaltaba el azul de sus ojos.
En el último segundo, se dio media vuelta para saludar a Cynthia con la mano y chocó de
espaldas con el vizconde.
—Oh, cielo santo —dijo, tropezándose para que él tuviera que sujetarla.
—Amelia, mis disculpas —contestó Dare, sonriéndole mientras la ayudaba—. Suelo caminar
con los ojos abiertos, pero al parecer esta noche ando algo distraído.
—No hace falta que te disculpes, Tristan —dijo ella, alisándose la parte delantera del vestido
para asegurarse de que él se fijara en su escote.
Tristan bajó los ojos un segundo, pero en seguida volvió a mirarla a la cara.
—Esta noche estás encantadora.
—Gracias. —Sonriendo, le hizo una reverencia para mostrarle de nuevo el escote. A pesar de
las complejas teorías de lady Georgiana, algunos hombres eran muy fáciles de comprender—. Si
sigues halagándome así, tendré que reservarte un vals.
—Si sigues siendo tan generosa, tal vez te lo pida. —Con una ligera reverencia, Dare dio un
paso atrás—. Ahora, si me disculpas, tengo que ir a hablar con alguien.
—Por supuesto. Ya charlaremos más tarde.
—O más pronto —dijo él con una sonrisa.
«Qué éxito.» El vizconde no solía ser tan amable. La sonrisa de triunfo que Amelia dirigió a sus
amigas se desvaneció tan pronto como vio con quién había ido a hablar él. Lady Georgiana Halley
estaba de pie entre el duque de Wycliffe y su esposa. La joven admiraba a Emma Brakenridge, que
había pasado de directora de una academia para señoritas a duquesa, un salto social enorme.
Amelia suspiró. Ella, que era nieta del hermano de un conde, sólo quería llegar a vizcondesa...
pero incluso eso parecía ahora menos probable que días atrás. De la manera en que Tristan
contemplaba a lady Georgiana en aquel momento nunca la había mirado a ella.
Lo mejor sería hacer frente a los hechos. Quizá lady Georgiana estuviera ayudándola o quizá
no, pero lo que estaba claro era que dependía de Amelia que Tristan siguiera el camino correcto. Y
según lo que ella sabía de los hombres, tenía una clarísima idea de cómo hacerlo.
Grey no pareció alegrarse demasiado de verlo, pero a Tristan le preocupaba más la presencia
de Luxley, Paltridge, y, en menor grado, Francis Henning, rodeando a Georgiana. Después del susto
que le había dado el día anterior, no podía soportar la idea de que otro hombre la mirase siquiera.
—Georgiana —dijo, dándole un codazo a Henning para apartarlo y poder coger la mano de ella,
para luego acercársela a los labios—. El brillo ha vuelto a tus ojos. ¿Te sientes mejor?
—Mucho mejor —le respondió con una sonrisa—, pero no lo suficiente como para bailar.
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Tristan supuso que el comentario iba destinado a sus otros acompañantes, pero al parecer
ninguno captó la indirecta y se fue, sino que los tres idiotas empezaron a decirle lo mucho que lo
sentían y a piropearla. Si en cambio ella había hecho ese comentario dirigido a él, mala suerte,
porque Tristan no pensaba irse a ninguna parte. Sin embargo, antes de que pudiera echar a
aquellos bufones, Emma lo cogió por el brazo.
—Por lo que he oído, ayer te comportaste como un héroe —le dijo, mirándolo con sus cálidos
ojos.
Con una irritada mirada a los admiradores de Georgiana, se alejó de ellos y contestó a la joven
duquesa:
—Sí, supongo que reaccioné antes de que mi sabia naturaleza pudiera hacerme cambiar de
opinión.
Ella se rió.
—No lo creo —dijo en voz baja—. Conozco tu buen corazón, Tristan.
—Te agradecería que no fueras comentándolo por ahí. Un buen corazón y unas arcas vacías
conseguirían que el bueno de Dare se quedara muy solo. —Miró en dirección a Georgiana—. En
especial, cuando cierta mujer se niega a creerse la parte del «buen corazón».
—Entonces, tendrás que convencerla. Si te sirve de algo, yo estoy de tu parte.
Él enarcó una ceja.
—¿Y qué opina el todopoderoso Wycliffe sobre eso?
—El se siente muy protector hacia su prima. Te aconsejo que seas paciente y constante.
—Tu consejo, querida Em, probablemente podría conseguir que me mataran. —Tristan le dio
un beso en la mejilla para suavizar sus palabras—. Pero te lo agradezco de todos modos.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que mantengas tus labios lejos de mi esposa? —gruñó
Grey acercándose con Georgiana del brazo.
—Como no dejas que te bese a ti —se burló Tristan—, no me queda otra alternativa.
—¿Te importaría acompañarme a la mesa de los refrescos?
—Georgiana le tendió la mano.
Grey había tenido todo un detalle al apartarla de aquella manada de lobos.
—Será un placer. Sus gracias, si nos disculpan.
—Oh, largo de aquí —replicó Wycliffe—. Cuida bien de ella. Casi se cae al bajar del carruaje.
—Me he tropezado con el vestido —se excusó Georgiana sonrojándose.
—La defenderé con mi vida.
Ella levantó la vista, y a pesar del escepticismo que Tristan vio en su mirada, se sorprendió a sí
mismo al darse cuenta de que lo había dicho en serio. Permitir que otro hombre tuviera a
Georgiana estaba fuera de cuestión. Ella sería su esposa costara lo que costase. Suya para siempre.
—¿Qué he hecho para destacarme de tus otros pretendientes? —le preguntó, guiándola a
través de la multitud que había en el salón.
—A ellos no puedo mandarlos al infierno cuando se ponen pesados —respondió ella—. A ti no
me importa decírtelo.
—Supongo que a lo largo de los años he desarrollado un alto grado de tolerancia a tus insultos
—reconoció él—. ¿Cómo tienes el trasero?
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Georgiana se sonrojó todavía más.
—Negro y azul, pero mucho mejor. Por suerte, casi todo el mundo cree que me torcí la rodilla,
y mi parte posterior no ha sido mencionada en ninguna conversación.
Tristan asintió. En el pasado tal vez le habría dicho que el mérito de ello era suyo, que había
sido él quien había propagado el falso rumor acerca de su rodilla, pero se sentía tan culpable de
que se hubiera hecho daño, que no quería que le diera las gracias por nada.
—Me alegro de que hayas venido esta noche —dijo en cambio, intentando cambiar de tema.
Ella lo miró a los ojos durante unos instantes.
—Y yo. Tristan...
—Ah, estás aquí —exclamó Lucinda Barrett cogiendo la mano de Georgiana—. Confiaba en que
te encontraras lo bastante bien como para venir.
Tratando de disimular su irritación, Tristan saludó a la entrometida amiga de Georgiana.
—Yo en cambio habría fingido estar enfermo con tal de no venir a Almack's —le dijo a la chica
de pelo castaño.
Georgiana lo miró incrédula.
—Entonces, ¿por qué has venido?
—Porque ibas a estar tú aquí.
—Chis —hizo ella—. Conseguirás que todo el mundo hable de nosotros.
—Todo el mundo está hablando ya de vosotros —les comunicó Lucinda con una sonrisa—. Sois
la comidilla de Londres.
Por primera vez, Tristan miró al salón. Al parecer, Georgiana y él eran objeto de todas las
conversaciones. Bueno, qué se le iba a hacer. La joven no iba a escapársele de nuevo, ni a causa de
su tontería, ni de la tozudez de ella. Y que circulara esa clase de rumores sólo podía beneficiarlo.
—No seas tonta, Luce. Tristan sólo quiere mi dinero.
Su amiga palideció y miró al vizconde.
—Georgie, no deberías decir esas cosas.
Él intentó refrenar su repentino ataque de furia. Ya había oído antes comentarios de ese estilo;
una vez, oyó por casualidad cómo unas cuantas damas discutían sobre si Tristan debería cobrar
por sus servicios en la cama.
Pero Georgiana jamás había mencionado el mal estado de sus finanzas, al menos no que él
supiera. Y ahora, incluso si lo había dicho en broma, a Tristan aquel comentario no le había hecho
ninguna gracia.
Con cuidado, sacó el brazo de debajo de la mano de Georgiana.
—Señorita Barrett, si es tan amable de acompañar a lady Halley, yo le he prometido este baile a
la señorita Johns. —Hizo una tensa reverencia—. Señoritas.
Pero antes de que él pudiera apartarse, Georgie se aferró a la manga de su chaqueta.
—Dare.
Él se detuvo y la miró con frialdad.
—¿Sí?
—Vete, Luce —murmuró Georgiana a su amiga.
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La señorita Barrett obedeció, feliz de poder escabullirse. Los murmullos alrededor de la pareja
se incrementaron, pero a Tristan no le importó lo más mínimo. La gente siempre iba a hablar, lo
único que podía hacer él era asegurarse de que no pudieran comentar nada más serio que una
discusión. Al fin y al cabo, Georgiana y él siempre discutían.
—Lo siento —susurró ella—. No lo he dicho en serio, y ha sido una crueldad por mi parte.
Él se obligó a encogerse de hombros como si no le importara.
—Es verdad... en parte. Pero el dinero no es lo único que quiero de ti, Georgiana, y tú lo sabes.
—Sé que eso es lo que dices, pero no sé qué creer. Ya me has mentido antes.
—Y tú también a mí, ¿no es así? —se defendió en voz baja—. ¿Qué puedo hacer para
demostrarte que soy sincero?
Mientras hablaban, Tristan se dio cuenta de repente de que tal vez era precisamente eso lo que
Georgiana estaba esperando; que declarase cuáles eran sus intenciones y que le confesara sus
sentimientos delante de todo el mundo, para así poder reírse de él y humillarlo en público. Y dada
su debilidad ante ella, Tristan había caído en la trampa.
Georgiana suspiró.
—A veces no sé qué pensar.
El relajó los hombros.
—No pienses demasiado. Yo nunca lo hago.
Ella se rió un poco.
—Maldición, hoy no llevo abanico. Si mi trasero estuviera en mejores condiciones, te daría un
puntapié.
Una lenta sonrisa apareció en los labios de Tristan.
—Si tu trasero estuviera mejor, te sugeriría cosas mucho más placenteras que ésa. —Inclinó la
cabeza para mirarla y a duras penas resistió la tentación de acariciarle la mejilla con un dedo—. Te
deseo —murmuró—. Mucho.
Georgiana tragó saliva.
—Sólo lo dices para que me sonroje. Pero no funcionará, así que para.
—No quiero que te sonrojes —continuó él en voz baja—. Quiero que grites mi nombre
mientras te hago el amor.
—Cállate —ordenó ella, alterada—. Es evidente que estás loco.
La sonrisa de Tristan se hizo más amplia. Su plan parecía estar funcionando, aunque él
empezaba a sentirse incómodo.
—Di que mañana saldrás a dar un paseo conmigo por Covent Garden y me callaré.
—Mañana voy a tomar el té con Lu...
—Quiero sentir tu piel bajo mis dedos, tu cuerpo bajo el mío, mi Georgi...
—¡Está bien! —Ruborizada, tiró de él hacia la mesa de los refrescos—. Ven a las diez en punto,
o la próxima vez que te vea, te juro que te daré una patada.
El asintió.
—Me parece bien.
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Teniendo en cuenta todo lo sucedido, la noche le estaba yendo bastante bien. Había
encontrado una estrategia que parecía funcionar. Georgiana le deseaba, y eso hacía que el paso
siguiente fuera mucho más fácil.
¿Se habría ido Tristan si ella no le hubiera cogido del brazo? Georgiana no sabía que tuviese
intención de detenerlo, pero cuando él se apartó, no pudo evitar hacerlo. Y él se había quedado, y
ella había accedido a salir a dar un paseo juntos. Seguía cogida de su brazo, en principio sólo para
que la ayudara a caminar, pero la verdad era que ansiaba sentir el fuego que sólo Tristan
conseguía encender en su interior. Le había bastado escucharlo decir aquellas cosas para excitarse
y empezar a temblar.
Y lo peor de todo era que Almack's al completo los había visto hablar durante largo rato. La
habían visto sonreír y sonrojarse como una tonta cuando él le devolvió la sonrisa. Pero si no
hubiera aceptado ir de paseo con él, Georgiana estaba convencida de que Tristan se la habría
llevado a rastras a la alcoba más cercana para desnudarla y hacerle el amor... Y, a pesar de su
dolorido trasero, a ella le habría gustado... demasiado para su propio bien.
A lo largo de los últimos dos años, doce hombres la habían pedido en matrimonio, y ella nunca
había sentido por ninguno lo que sentía por Tristan. Después de cometer la tontería de acostarse
con él por segunda vez, había tratado de imaginarse a sí misma desnuda con alguno de sus
pretendientes. Al fin y al cabo, si se casaba con alguno de ellos, de vez en cuando tendría que
acostarse con él.
Pero sólo de pensarlo se estremecía de disgusto. Alguno de esos caballeros tenía un aspecto de
lo más agradable, e incluso un par de ellos, Luxley y Westbrook, eran bastante guapos. Sin
embargo, no parecía bastar. No podía soportar la idea de que la tocaran o la besaran, y mucho
menos que...
—Milady —dijo el conde de Drasten acercándose—. Le ruego que me conceda este baile.
De pie a su lado, Tristan se puso a la defensiva. Georgiana sintió cómo se tensaban los
músculos de su brazo, y se obligó a sonreír. Nadie iba a pelearse por ella, y menos en Almack's. Le
prohibirían la entrada de por vida.
—Esta noche no voy a bailar, milord.
—Eso es una crueldad —se quejó el moreno conde, fulminando a Dare con la mirada—. No
puede privarnos del placer de su compañía y pasarse toda la velada con este canalla.
Georgiana sintió cómo la sombría y repentina ira de Tristan la envolvía.
—¿Estás sordo, Dra...?
—Lord Drasten —lo interrumpió ella, antes de que Dare retara a aquel idiota a un duelo—.
Ayer sufrí un pequeño accidente montando a caballo, así que esta noche no estoy de humor para
bailar. Pero me apetecería comer algo de chocolate.
Drasten le ofreció el brazo.
—Entonces, permítame que la acompañe.
Tristan miró al conde.
—No vas a hacer tal cosa.
—Vete a buscar otra heredera, Dare. A ésta ni siquiera le gustas.
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Georgiana se metió entre los dos y colocó la mano encima del torso de Tristan antes de que
éste levantara el puño que tenía ya cerrado.
—No —dijo Georgiana mirándolo a los ojos.
Él le sostuvo la mirada, con ojos furiosos y entrecerrados, pero ella no se apartó. Después de un
largo silencio, Tristan soltó el aliento y sonrió enfadado.
—No he matado a nadie desde hace un mes —murmuró, y un cierto humor reapareció en su
mirada—. No creo que nadie fuera a echar de menos a un conde.
—Oye, Dare, no puedes hablarme...
Moviéndose con la engañosa agilidad propia de él, Tristan esquivó a Georgiana y se colocó
frente al conde. Cogió la mano del sorprendido Drasten estrechándosela con fuerza, y se inclinó
hacia él.
—Lárgate de aquí —murmuró muy despacio—. Ahora mismo.
El otro debió de ver lo mismo que vio Georgiana en los ojos de Tristan, porque tras una leve
inclinación de cabeza, dio un paso atrás y se fue a toda velocidad a charlar con un grupo de
amigos. Georgiana respiró aliviada. A menudo se olvidaba de que, cuando lo conoció, el vizconde
Dare tenía fama de ser un gran bebedor y un jugador empedernido, además de letal con la pistola.
Tristan había cambiado, y Georgiana se preguntó si en parte habría sido por ella.
—Mis disculpas —dijo Tristan, colocando su cálida mano encima de la de ella.
Ya volvía a ser el mismo de siempre, amable y calmado. Por unos segundos, Georgiana pensó
que ése quizá fuera el cambio más significativo; ahora Tristan pensaba antes de actuar, y meditaba
las consecuencias de sus actos, para él y para los demás, y, en general, tomaba sus decisiones
basándose en eso.
—Me alegro de que te hayas deshecho de él —reconoció ella, preguntándose si podía sentir lo
rápido que le latía el corazón. Al parecer, lo único que Tristan tenía que hacer para que a
Georgiana se le doblasen las rodillas era mencionar que quería volver a estar con ella en la cama, y
después amenazar a un hombre con hacerle daño si volvía a acercársele—. Gracias.
—Ha sido un placer.
Georgiana podía notar la tensión que había entre los dos, la sensación de que si no lo tocaba o
besaba en cuestión de segundos, sentiría dolor físico. Al parecer, él sentía lo mismo, y miró
alrededor del salón como si pudiera hacer desaparecer al resto de los invitados de Almack's con la
mirada. Tal vez no estaba tan calmado como había creído.
—Georgiana —dijo en voz baja.
—¿Me acompañas a... a alguna parte? —Apenas podía respirar de lo mucho que lo deseaba.
—¿Al guardarropa? —sugirió Tristan—. Tienes cara de tener frío.
Estaba ardiendo de calor.
—Sí, perfecto.
Teniendo en cuenta las ganas que a Georgiana le entraron de echar a correr, consiguieron salir
del salón de un modo bastante digno. Un lacayo estaba de pie ante la habitación que hacía las
veces de guardarropa. A medida que iban acercándose, Tristan apartó el brazo de ella y ocultó las
manos detrás de la espalda.
—Sería tan amable... —se interrumpió—. Maldición, me he olvidado los guantes. ¿Sería tan
amable de ir a buscar a mi hermano Bradshaw y pedírselos? —le dijo al sirviente.
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—Por supuesto, milord—asintió el joven.
En cuanto el lacayo desapareció de su vista, Tristan metió a Georgiana dentro de la pequeña
habitación y cerró la puerta.
—Llevas los guantes puestos —dijo ella, mirándole las manos.
Tristan se los quitó en cuestión de segundos y se los metió en el bolsillo.
—Ya no.
Eliminando la poca distancia que los separaba, la empujó con cuidado contra la puerta y atrapó
sus labios en un apasionado beso. La tormenta estalló entre los dos; Georgiana gimió y acercó el
rostro de Tristan más al suyo, como si quisiera meterse en su interior.
Las manos de él le recorrieron la espalda y las caderas deteniéndose en sus nalgas y
empujándola contra su cuerpo.
—Ay —se quejó ella.
—Yo... Maldición. —La soltó al instante y apoyó las manos contra la puerta, a ambos lados de
sus hombros—. Lo siento.
—¿Qué me dices de Bradshaw? —le preguntó, mordiéndole el labio inferior—. El lacayo lo
estará buscando.
—Pues le costará encontrarlo, porque Shaw no está aquí.
Georgiana quería felicitarlo por su ingenio, pero con el poco tiempo del que disponían, le
pareció mejor darle otro apasionado beso.
—Ojalá esta maldita puerta tuviera cerrojo —farfulló él contra sus labios, besándola hasta que
Georgiana creyó que iba a desmayarse de deseo.
—Aunque lo tuviera, tampoco podríamos hacer nada. —Deslizó las manos hasta la cintura de
Tristan, por debajo de la chaqueta, y le acarició los músculos de la espalda—. ¿O sí?
Con un último y romántico beso, él dio un paso atrás.
—No, no podríamos —respondió con la voz impregnada de deseo—. Si quisiera acabar con mis
contrincantes echando por los suelos tu reputación, lo habría hecho hace mucho tiempo.
Georgiana se apoyó contra la puerta y trató de recuperar tanto la cordura como el aliento.
—Entonces, ¿cómo piensas derrotarlos?
Él le sonrió despacio, de aquel modo que hacía que Georgiana tuviera ganas de volver a
echarse en sus brazos.
—Con perseverancia y paciencia —contestó, acariciándole la mejilla con los dedos—. No sólo
quiero tu cuerpo, Georgiana. Lo quiero todo de ti.
Unas semanas atrás, ella habría dudado de su sinceridad. Esa noche, al mirar sus inteligentes y
hambrientos ojos, le creyó. Y eso la asustaba y la excitaba hasta un punto inconcebible.
Alguien trató de abrir la puerta y, soltando una maldición, Tristan se lanzó al suelo, sujetándose
una rodilla con las manos.
—Maldita sea, Georgie, sólo te he pedido que me besaras —soltó, y miró al lacayo que acababa
de entrar en la pequeña habitación—. ¿Ha encontrado a mi hermano?
—No... no, milord. Le he buscado, pero...
—No importa. Ayúdeme. Condenadas mujeres.
El joven se sonrojó y fue en seguida a ayudarlo.
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Haciendo un esfuerzo por cerrar la boca, Georgiana observó cómo Tristan, tras mirarla un
segundo, iba cojeando en busca de su chal.
—Supongo que querrás regresar junto a tu primo —le preguntó enarcando una ceja.
—S... sí. Cuanto antes, si no te importa.
El lacayo observó divertido cómo el vizconde le ofrecía receloso el brazo a lady Halley. Para
añadir más verosimilitud a la escena, ella tardó un poco en aceptarlo.
Mientras regresaban al salón principal, Georgiana no pudo evitar mirarlo. Si surgía algún rumor
de su pequeña aventura sería exactamente el que Tristan había orquestado: había tratado de
robarle un beso y ella le había dado una patada.
Después de hacer el amor con él la primera vez, y observar que no se convertía en la comidilla
de la buena sociedad, Georgiana supo que Dare había hecho algo para mantener los chismes a
raya. De lo que no se había dado cuenta hasta aquel mismo instante era de que lo había hecho
intencionadamente. Que había preferido dañar su propia reputación que la de ella.
—Gracias —le dijo en voz baja, mirándolo a la cara.
Él le sostuvo la mirada.
—No me las des. Si soy yo el que te hace cometer locuras, es mi obligación protegerte de
cualquier posible cotilleo.
Georgiana no estaba segura de que lo de esa noche hubiese sido culpa de Tristan.
—Aun así, ha sido todo un detalle por tu parte.
—Agradécemelo yendo a pasear conmigo mañana.
Durante un segundo, ella se preguntó si sería capaz de mantenerse alejada de él hasta
entonces.
—De acuerdo.
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CAPÍTULO 17
¡Fuera, mancha maldita! ¡Fuera te digo!
Macbeth, acto V, escena I
Amelia le dijo al conductor del carruaje que la esperara al final de la calle, y le dio una propina
de cinco chelines a cambio de que mantuviera en secreto su identidad y su visita... en caso de que
llegara a descubrirlos. Se cubrió la cabeza con la capucha y recorrió la distancia que la separaba de
la mansión Carroway. Ella sólo había visto la casa desde fuera, y la idea de que una residencia tan
magnífica pronto fuera a ser suya le provocó un agradable escalofrío.
La casa de sus padres era opulenta, pero no estaba en la calle Albemarle. Sólo las familias más
antiguas de la nobleza poseían mansiones allí, en la zona más exclusiva de Mayfair. Y ella pronto
formaría parte de tan elitista círculo, el único lugar donde el dinero de su padre no le había dado
acceso.
Faltaban dos horas para el amanecer y Amelia supuso que encontraría la casa a oscuras y a
todos sus ocupantes dormidos. Empujó despacio la puerta principal que, por suerte, estaba
abierta; sus suposiciones habían sido correctas. Había luna llena, lo que significaba que por las
ventanas entraba suficiente luz como para poder subir la escalera hasta el segundo piso.
Tristan le había dicho que él y sus hermanos ocupaban las habitaciones del ala oeste de la casa,
así que se dirigió en esa dirección. Iba a ser todo tan fácil, ojalá se le hubiera ocurrido antes. El
plan de lady Georgiana no parecía estar funcionando, así que había llegado el momento de que
tomara las riendas del asunto. Amelia se rió. Al final, sería ella quien saldría ganando.
Tras la primera puerta que abrió, sólo vio una habitación a oscuras y vacía, de modo que volvió
a cerrarla despacio y prosiguió hasta la siguiente. El leve subir y bajar de las sábanas le indicó que
alguien ocupaba la cama. Conteniendo la respiración, se adentró en el dormitorio e hizo una
mueca. El rostro que distinguió era demasiado juvenil y suave como para ser el de Tristan. Debía
de ser uno de sus hermanos... tenía tantos.
Identificó al que ocupaba la siguiente habitación como Bradshaw, que era teniente de la marina
o algo por el estilo. Era muy guapo, pero no tenía título, y tampoco posibilidades de adquirirlo, a
no ser que Tristan muriera sin heredero. Y eso no iba a suceder, si ella podía evitarlo.
El reloj del pasillo dio la hora y le recordó que tenía poco tiempo antes de que los sirvientes se
levantaran. Abrió la siguiente puerta y echó un vistazo.
«Por fin.»
Se alegró al ver que era Tristan y no Robert el que estaba tumbado en la cama. La única ocasión
en que Amelia había coincidido con Robert, su silencio y sus inquisitivos ojos la incomodaron y la
pusieron nerviosa. Y además no parecía dormir demasiado.
Moviéndose tan sigilosamente como pudo, Amelia cerró la puerta y se acercó de puntillas hasta
la cama, quitándose el abrigo por el camino. Si Dare era la mitad de hombre de lo que decían, esa
noche sería de lo más placentera.
Tristan entreabrió un ojo al notar que unos dedos le recorrían el pecho. Primero pensó que
estaba soñando con Georgiana de nuevo, y, como no quería despertarse, suspiró y volvió a
cerrarlo.
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Una lengua le lamió la oreja y los dedos se metieron por debajo de la sábana. Tristan frunció el
cejo. Georgiana olía a lavanda, y ahora estaba oliendo a limón.
Notó un peso sobre sus caderas y abrió los ojos de golpe.
—Hola, Tristan —susurró Amelia Johns, inclinándose para besarlo.
Estaba desnuda, y su largo pelo negro le cubría los hombros y los pechos.
Con una maldición, él la apartó y saltó de la cama.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —exigió saber despertándose de golpe.
Ella permaneció en el lecho, sus ojos brillaban a la luz de la luna. Con la mirada, la joven le
recorrió todo el cuerpo y se detuvo debajo de la cintura, sorprendiéndose mucho menos de lo que
cabría esperar de una debutante. Al parecer, no era tan inocente como le había hecho creer.
—He venido a decirte que estoy a tu disposición. —Se pasó la lengua por el labio superior.
Tristan cogió una sábana del respaldo de una silla y se envolvió con ella la cintura. Antes de que
Georgiana volviera a acostarse con él, le habría encantado recibir la visita nocturna de una mujer
hermosa, pero ahora las cosas habían cambiado. Además, podía oler una trampa a la legua, y
aquello tenía toda la pinta de serlo. Y muy bien planeada, por cierto. Desnuda como estaba, lo
único que tenía que hacer Amelia era gritar, y él se convertiría en un hombre casado.
Como hombre, reconocía que la joven era bonita y deseable, y, claro está, rica. Tragó saliva y la
miró a la cara.
—No sé de qué estás hablando —le dijo en voz baja, rezando para que nadie hubiera oído su
voz, y bastante sorprendido de que ella no hubiera traído conseguido a un testigo. Estaba
convencido de que lo habría hecho si se le hubiera ocurrido—. Pero será mejor que lo discutamos
mañana mientras almorzamos, ¿te parece?
Ella negó con la cabeza.
—Puedo satisfacerte tan bien como cualquier otra mujer.
Tristan lo dudaba, pero teniendo en cuenta las circunstancias, no estimó oportuno discutírselo.
—Amelia, mañana podemos hablar de lo que quieras, pero esto no es... apropiado. —Dios
santo, sonaba como todas aquellas mujeres a las que él solía seducir. Confió en obtener mejores
resultados que ellas.
La muchacha frunció el cejo.
—Sé que no es apropiado, pero no me has dejado elección. Últimamente casi no me haces
caso, y sé por qué.
Aquello no auguraba nada bueno. Fuera lo que fuese lo que se estuviera cociendo en su bonita
cabeza, Tristan tenía que asegurarse de que no saliera de las paredes de su dormitorio.
—Hablemos pues.
—Lady Georgiana Halley me advirtió que serías un pésimo marido.
—¿Eso hizo? —«La muy entrometida.» De hecho, Tristan ya lo sospechaba.
—Sí. Dijo cosas horribles de ti. Y luego me prometió que te daría una lección que te convertiría
en un marido ejemplar. —Salió de la cama y se acercó a él, su piel blanca resplandecía en la
oscuridad—. Lo único que lady Georgiana pretende es hacerte quedar como un tonto.
Él la esquivó, intentando poner la máxima distancia posible entre los dos, por si algún miembro
de su familia o del servicio los descubría juntos.
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—Yo podría decir lo mismo de ti, Amelia.
Ella negó con la cabeza y, al sacudir su melena, sus pechos quedaron al descubierto.
—Yo no quiero hacerte quedar como un tonto —replicó—. Lo único que quiero es que te cases
conmigo.
Gracias a Dios que Georgiana había sido sincera con él y le había contado lo de la lección, si no,
Tristan se habría sentido tan dolido que incluso habría sido capaz de acostarse con Amelia para
borrar el recuerdo de su piel.
—Eso es muy interesante —le dijo, agachándose para coger el vestido del suelo, mientras ella
seguía persiguiéndolo y él esquivándola—. ¿Por qué no te vistes?
—No quiero.
—Vístete, es muy tarde, y si tus padres se despiertan y descubren que no estás, se pondrán
frenéticos.
Tanto si eso era verdad como si no, Amelia se detuvo y meditó sus palabras. El aprovechó la
oportunidad y le ofreció de nuevo el vestido.
—Si no te importa —insistió—. Sí me distraes demasiado, Amelia —mintió. Jamás se había
esforzado en huir del sexo—. Una discusión tan importante debe tener lugar en un sido más
adecuado.
—No, no hablaremos, y me estoy impacientando, Tristan. Llevas semanas cortejándome. Creo
que deberíamos acostarnos, y...
—Para eso siempre hay tiempo —la interrumpió. Sus pantalones estaban en el respaldo de una
silla, así que dejó el vestido de Amelia y los cogió—. Y la verdad es que esta noche estoy muy
cansado.
—Podría gritar y despertar a todo el mundo —dijo ella con falsa dulzura.
Él entrecerró los ojos. «Maldición.»
—Entonces tendrías que explicar qué haces desnuda en mi habitación, y por qué no estoy yo en
la tuya. Todo el mundo diría que eres una fresca.
Ella se enfurruñó.
—Es normal que me comporte así y que se me haya acabado la paciencia. Llevo toda la
Temporada esperando que me pidas matrimonio.
Amelia trató de arrancarle la sábana. Por suerte, Tristan la vio venir y le sujetó la mano
manteniéndola alejada de él.
—Si me enfado —le dijo muy serio—, no me casaré contigo a pesar del escándalo. Mi
reputación sobrevivirá.
—Pero tu bolsillo no, porque nadie querrá casarse contigo después de tratarme de ese modo
tan horrible.
—Correré el riesgo. —Si conseguía que ella se creyera el farol tal vez conseguiría llegar soltero
al amanecer.
Dando golpecitos con el pie en el suelo, Amelia se agachó y cogió el vestido que él había dejado
caer.
—¿Sabes lo que creo? Creo que estás enamorado de lady Georgiana, y cuando te declares, ella
se reirá de ti. Entonces vendrás a suplicarme que me case contigo, pero te aseguro que no te
perdonaré.
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Dándose media vuelta, Tristan se puso los pantalones y se quitó la sábana.
—Ya te he dicho que podemos hablarlo mañana durante el almuerzo. Ambos estaremos más
calmados y descansados. —«Y vestidos.»
—De acuerdo.
—¿Dónde tienes los zapatos?
—Allí, junto a mi abrigo. —Se los señaló.
Él fue a cogerlos y aprovechó para encender una lámpara mientras la joven, enfadada y más
que insatisfecha tras ver el cuerpo de Dare, metía los brazos en las mangas de su vestido.
Cuando la luz de la lámpara iluminó el dormitorio, Amelia vio asomar la punta de una media del
cajón de la mesita de noche. Tristan seguía ocupado recogiendo el resto de su ropa, así que la
joven dio un paso y tiró de la prenda. Junto a ésta apareció una nota, que ella abrió y leyó.
No era de extrañar que el vizconde no quisiera renunciar a Georgiana Halley. Ella ya se había
acostado con él, e incluso le había dejado sus medias como recuerdo. Observó la espalda desnuda
de Tristan durante unos segundos y cogió la otra media y se las metió ambas, junto con la nota, en
el bolsillo.
Así que lady Georgiana le estaba dando una lección a Dare. La muy zorra tenía planeado
arrebatárselo desde el principio, y había utilizado aquella excusa para mantener a raya a la
competencia. Bueno, pues iba a llevarse una sorpresa.
—Ya lo tengo todo. Ponte los zapatos y el abrigo y salgamos de aquí —dijo él.
Durante un instante, Amelia volvió a plantearse la posibilidad de retomar su plan original y
despertar a la casa entera para así obligar al vizconde a casarse con ella, pero sus amigas se reirían
de ella si actuaba tan a la desesperada. Y más después de haberse pasado las últimas semanas
presumiendo de lo segura que estaba de él.
—No estoy nada contenta —sentenció para añadir dramatismo a la situación mientras se
calzaba los zapatos.
—Ni yo. —Tristan no la ayudó a ponerse el abrigo, pero se lo acercó; eso sí, manteniéndose lo
más alejado posible de ella.
—¿Cómo has venido? —le preguntó, mientras se ponía el suyo.
—Tengo un carruaje esperándome en la esquina.
—Te acompañaré hasta allí.
Amelia sabía que a él sólo le preocupaba que ella intentara alguna otra cosa, pero se iba de allí
con la nota y las medias. Metiéndose la mano en el bolsillo para asegurarse de que no se le
cayeran, lo siguió hasta el piso de abajo y luego hacia la calle.
—Acuérdate de que mañana nos vemos para almorzar —le dijo ella mientras se acercaban al
carruaje—. Te espero en casa de mis padres.
—Allí estaré. Pero esto no me ha hecho ninguna gracia, Amelia. No me gustan los engaños. Ni
las trampas.
—Sólo estaba pensando en nosotros —se defendió la joven, acercándose a él. Nunca antes
había visto ese aspecto de Tristan, y le resultaba bastante excitante—. Yo quiero tener un título, y
tú quieres mi dinero. Pero tengo también otros pretendientes. Piénsalo cuando vengas mañana a
mi casa.
—Estaré allí a la una.
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Ella se dirigió al carruaje.
—Te estaré esperando.
Tristan regresó a la casa y cerró la puerta. Tras suspirar profundamente, se apoyó contra la
pesada madera de roble y echó el cerrojo. Se había librado de una buena.
Pero la súbita aparición de la muchacha le ofreció la respuesta a la pregunta que lo
atormentaba desde hacía tiempo. Amelia era la elección más lógica como esposa: era joven,
complaciente, aunque no tanto como había creído en un principio, y tenía dinero. Y sin embargo,
no tenía ningunas ganas de casarse con ella.
Con una ligera sonrisa, se apartó de la puerta y se dirigió hacia la escalera. Se preguntó qué
diría Georgiana si simplemente se le declarara al día siguiente. Después de recuperar el
conocimiento, claro está.
Ellos dos iban a casarse. Quizá ella estuviera tramando otro plan para humillarlo, pero si ése era
el caso, Tristan no tendría más remedio que ganarle la partida. Si Georgiana le decía que sí, podía
enfrentarse a cualquier cosa.
Una oscura silueta apareció en lo alto de la escalera, y él se tenso y cerró los puños. Si era otra
mujer, se lanzaría por el balcón, a no ser que fuera Georgiana.
—¿Vas a casarte con ella? —preguntó Bit en voz baja.
Tristan se relajó.
—Gracias a Dios que eres tú. Y no, no voy a casarme con ella.
—Me alegro. —Su hermano giró sobre sus talones y desapareció en las sombras—. Buenas
noches.
Fuera lo que fuese lo que Robert hubiese visto u oído no iba a contárselo a nadie. Tristan
regresó a su dormitorio y pasó el pestillo. Después de pensarlo mejor, arrastró una silla hasta la
puerta para bloquearla. No más visitas antes del amanecer. Tenía que pensar.
Cuando a la mañana siguiente llegó a la mansión Hawthorne, exactamente a las diez en punto,
iba vestido con una conservadora chaqueta azul y pantalones grises a juego. Complementaba su
atuendo con un pañuelo elaboradamente anudado al cuello y sus botas Hessian recién enceradas.
Georgiana lo observó a través de la ventana y lo vio llamar a la puerta.
Todavía no podía creerse que hubiera ido a verla. Incluso en la época en que lo odiaba y
despreciaba, ver sus ojos azules y los rizos negros que se le formaban en la nuca, junto al cuello de
la camisa, bastaba para acelerarle el pulso. Se había dicho a sí misma que era a causa de la rabia,
igual que se decía que lo buscaba para insultarlo o hacerle daño. Ahora ya no estaba tan segura.
¿Qué significaría que se sintiera tan atraída por un hombre que le había hecho tanto daño y la
había humillado? ¿Tristan de verdad había cambiado o Georgiana se estaba engañando a sí
misma? ¿Era aquella visita otro engaño y ella volvería a terminar con el corazón roto, o estaba
siendo sincero?
—Milady, lord Dare ha venido a visitarla —la informó Pascoe desde la puerta de su habitación.
—Gracias. Bajaré en seguida —le dijo al mayordomo.
—Muy bien, milady.
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Georgiana cogió los guantes y la sombrilla y se miró por última vez en el espejo antes de bajar.
Tristan estaba en el salón, caminando de arriba abajo, como hacía siempre en aquella casa.
—Buenos días.
El se detuvo en seco.
—Buenos días.
Cuando sus miradas se encontraron, aquel calor tan familiar corrió por las venas de Georgiana,
y tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no acercarse a él y cogerle la cabeza para darle un
beso. Eso sí que era una novedad; en el pasado, cuando le hervía la sangre en su presencia, era
por las ganas que tenía de acercarse a él y clavarle un abanico en la cabeza.
Tal vez en eso radicaba parte de su atracción: desear a Tristan Carroway era peligroso.
Enamorarse de él podía ser letal.
—¿Cómo está tu...? —Desvió la vista hacia la parte posterior de Georgiana, justo donde estaba
Pascoe—. ¿Cómo te encuentras? —se corrigió.
—Mucho mejor. Sólo un poco dolorida, y algunas partes de mi cuerpo tienen unos colores muy
interesantes.
Tristan le sonrió.
—Me alegra saber que estás mejor. ¿Preparada?
Ella asintió.
—Mary nos acompañará.
—De acuerdo. ¿Tenemos que llevarnos también a un guardia armado?
—No, si tienes intenciones de comportarte.
La sonrisa de él se hizo más amplia.
—Entonces, será mejor que lo mandes llamar.
A Georgiana se le aceleró el pulso.
—Oh, para ya. Vámonos.
Mary los estaba esperando en el vestíbulo y los tres bajaron los escalones de la entrada hacia la
calle Grosvenor. Georgiana cogió a Tristan del brazo y deseó no tener que llevar guantes y poder
darle la mano. Le gustaba mucho tocar su piel desnuda, y el aroma a jabón, cuero y cigarros que
siempre parecía impregnarlo la embriagaba.
—¿Qué? —le preguntó él.
Ella lo miró.
—¿Qué significa «qué»?
—Te estabas inclinando hacia mí, como si quisieras decirme algo.
Georgiana se sonrojó y se enderezó.
—Pues...
—Ah, bueno, yo sí quiero decirte algo.
—Te escucho —respondió ella, rezando para que no se diera cuenta de lo mucho que la
afectaba su presencia. Tristan la miró y le sonrió con ternura.
—El gato de Edwina ha tomado posesión de la casa. Esta mañana, Dragón ha arrancado la
escarapela del uniforme de Bradshaw y se la ha llevado a las tías tan orgulloso como si hubiera
matado a un elefante.
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—Oh, no. ¿Y qué ha hecho tu hermano?
—Todavía no lo sabe. Milly ha arrancado un adorno de ese sombrero de plumas de avestruz
tan horrible que tiene, lo ha recortado, teñido y se lo ha cosido al tricornio de Bradshaw.
Georgiana se rió.
—¿Vas a decírselo?
—Se supone que es un brillante oficial de la marina. Por lo que a mí respecta, si no se da cuenta
por sí solo, se lo tiene bien merecido.
—¡Eres terrible! ¿Y si se da cuenta uno de sus superiores? —Conociendo a Shaw, lo pondrá de
moda entre toda la marina. Cuando llegue el otoño, todos llevarán adornos de sombrero de mujer
y pendientes.
Un carruaje pasó por su lado y Tristan desvió la vista de ella, así que Georgiana aprovechó para
observarlo.
—¿Es eso lo que querías decirme? —le preguntó.
—No, pero me imagino que constantemente te dicen cosas bonitas sobre tus ojos color
esmeralda y tu pelo dorado. Yo estoy tratando de ser más original. —Miró a Mary, que los iba
siguiendo—. Y deduzco que piropear tus increíbles pechos tampoco ayudará a mi causa.
Una oleada de calor recorrió la espalda de Georgiana.
—¿Y cuál es esa causa? —le preguntó en voz baja.
—Creo que ya lo sabes —respondió él—, pero todavía estoy tratando de conseguir que
reconozcas que de verdad confías en mí.
—Yo...
—¡Dare!
Una alegre voz sonó detrás de ellos y Georgiana se sobresaltó. Lord Bellefeld apareció de la
nada y estrechó la mano de Tristan.
—He oído un rumor de lo más sorprendente —dijo el jovial marqués haciéndole a ella una
reverencia.
—¿Y qué rumor es ése? —preguntó Tristan algo tenso—. Soy objeto de tantos últimamente.
—¡Ja! Tienes toda la razón, muchacho. El que he oído dice que estás cortejando a esta joven
dama. ¿Es eso cierto?
Tristan le sonrió a Georgiana y a ella le dio un vuelco el corazón.
—Sí, lo es.
—¡Excelente! Entonces, ahora mismo voy a apostar diez libras por lady Georgiana. Buenos días.
A Georgiana se le heló la sangre. Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo apartó la
mano del brazo de Tristan y sujetó al marqués por el hombro.
—¿Qué...? —Se le estranguló la voz y volvió a empezar—. ¿Qué quiere decir que apostará diez
libras por mí?
Bellefeld no pareció inmutarse.
—En White's se anotan apuestas acerca de con quién acabará casándose Dare. Por ahora van
dos contra uno a que será Amelia Johns la que termine echándole el lazo. Por usted casi no
apuesta nadie, pero ahora que tengo información privilegiada... —Le guiñó un ojo.
Georgiana palideció y se aferró a la chaqueta del marqués para no caer desmayada.
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—¿Quién... quién más aparece en esas apuestas? —consiguió preguntar.
—¿Eh? No me acuerdo de todos los nombres. Una tal Daubner, y una Smithee, o algo por el
estilo. Hay casi media docena, si no me equivoco. ¿No es así, Dare?
—No lo sé —contestó él tras unos segundos, en un tono extrañamente calmado—. A mí nadie
me ha consultado.
Por fin, Bellefeld pareció darse cuenta de que había dicho algo inoportuno. Y sonrojándose,
trató de arreglarlo.
—Estoy convencido de que nadie ha actuado de mala fe —dijo—. Ya sabes, todo es una broma.
—Por supuesto —dijo Georgiana soltándolo. El hombre aprovechó para escabullirse, pero ella
se quedó clavada donde estaba. No podía darse la vuelta y enfrentarse a Tristan. Quería irse de allí
corriendo y no volver a verlo jamás.
—Georgiana —dijo él despacio, y ella reaccionó como si la hubiese herido.
—No... no te atrevas.
—Vete a casa con Mary, por favor —dijo con una voz sombría y llena de rabia que ella no le
había oído antes—. Tengo algo que hacer.
Georgiana se obligó a mirarlo. Estaba pálido, probablemente tanto como ella misma. Por
supuesto que estaba furioso; lo habían descubierto, su plan había salido a la luz.
—¿Vas a apostar por mí? —le espetó—. Yo en tu lugar no lo haría. Tengo información
privilegiada, y no, no confío en ti. Nunca... lo haré.
—Vete a casa —repitió Tristan temblándole la voz. La miró a los ojos durante unos segundos y
se encaminó hacia Pall Malí; probablemente para cambiar su apuesta y escoger a una mujer más
dócil.
—Milady —dijo Mary al acercarse—, ¿le pasa algo?
Una lágrima le resbaló por la mejilla y Georgiana se la secó antes de que la doncella pudiera
verla. No podría soportar que creyera que lloraba porque Tristan se había ido.
—No. Vámonos a casa.
—¿Y lord Dare?
—Olvídalo. Yo ya lo he hecho.
Regresó a paso rápido a la mansión, con Mary apresurándose para tratar de seguirla. Le dolía el
coxis, pero era un dolor bien recibido, porque así tenía otra cosa en que pensar. Tristan había
vuelto a hacerlo. La había seducido, se había acostado con ella, y la había traicionado. Y esa vez,
ella era la única culpable.
Gracias a Dios que lo había descubierto antes de entregarle su corazón. Un sollozo se escapó de
su garganta cuando Pascoe le abrió la puerta. No, no le dolía, porque no le importaba. Cualquier
cosa que hubiera podido haber entre ellos dos era sólo lujuria, y eso podía olvidarlo.
—¿Milady?
—Estaré en mi habitación —le dijo al mayordomo al pasar por su lado—. No quiero que nada ni
nadie me moleste. ¿Está claro?
—S... sí, milady.
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Las apuestas de White's se anotaban en un libro en el que cualquiera de los miembros del
exclusivo club podía incluir la suya. La mayor parte eran entre dos individuos. En ocasiones, alguna
generaba más interés y se extendía a más caballeros.
Tristan entró en White's, haciendo caso omiso del portero, que le informó de que no servirían
el almuerzo hasta dentro de una hora, y se dirigió directamente a la sala de juegos, donde estaba
el atril con el libro de apuestas. De camino hacia allí se le habían acabado los insultos y las
maldiciones, pero soltó unos cuantos al ver el libro y la media docena de hombres reunidos a su
alrededor.
—Dare, tramposo —dijo uno de los más jóvenes con una sonrisa—, no puedes venir y apostar a
tu favor. No...
Tristan le dio un puñetazo en la mandíbula.
—Apártate —le dijo, cuando era ya demasiado tarde, pues el otro yacía inconsciente en la
alfombra.
Empezaron a llegar lacayos de todas partes, mientras Tristan iba apartando gente de su
camino. Sin perder un segundo, cogió el libro y lo abrió: «En lo que atañe a las expectativas de
matrimonio de Tristan Carroway, lord Dare —leyó para sí mismo—, la lista de candidatas es la que
aparece aquí abajo. Por favor, anoten sus apuestas junto al nombre de la mujer que elijan».
El nombre del promotor de la apuesta no aparecía por ningún lado, pero la lista de las mujeres
y de sus seguidores ocupaba ya dos páginas, y eso que se había iniciado el día anterior.
—¿Quién es responsable de esto? —gritó, dándose la vuelta para enfrentarse a los allí
presentes.
—Milord, por favor, si es tan amable de venir a tomar una copa en privado conmigo —le sugirió
Fitzsimmons, el director del club, con una voz pausada.
—He preguntado que quién ha hecho esto —repitió, hirviendo de furia. La mirada de
Georgiana, cuando Bellefeld se lo contó, casi lo mata. Ella había empezado a confiar en él; Tristan
había podido verlo en sus ojos. Pero ahora ya no lo haría jamás. Podría gritar su inocencia a pleno
pulmón, que ella siempre creería que él era el responsable, o que, como mínimo, estaba al
corriente. Alguien iba a pagar por aquello, y si tenía suerte, llegarían a los puños.
—Milord.
—¿Quién? —repitió, cogiendo las páginas para arrancarlas del libro.
Se oyó un grito de asombro. Nadie arrancaba las páginas del libro de apuestas de White's.
Sencillamente, era algo que no se hacía. Tristan bajó la vista hacia el ofensivo documento y lo
rompió en dos, y luego otra vez, y otra, hasta convertirlo casi en confeti que se deslizó entre sus
dedos.
—Lord Dare —dijo de nuevo Fitzsimmons, ahora más alto—, por favor, venga conmigo.
—No lo haré —se negó—. Esta apuesta ha terminado. ¿Está claro?
—Tendré que pedirle que se vaya...
—No se preocupe, no regresaré por aquí, a no ser que me entere de que hay otra apuesta
sobre lady Georgiana Halley. Si eso sucede, prenderé fuego a este lugar y que Dios les ayude. —
Antes de que los fornidos lacayos del club lo acompañaran a la puerta, Tristan se acercó al director
y lo agarró por el pañuelo—. Y ahora, dígame de una maldita vez quién es el impulsor de esta
apuesta.
—Fue... Lo hizo su hermano, milord. Bradshaw. Tristan se quedó helado.
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—Brad...
—Sí, milord. Y ahora, por favor, suélteme.
Lo soltó tan rápido que el hombre trastabilló. Dare salió del club a toda velocidad y detuvo el
primer carruaje que vio.
—A la mansión Carroway —dijo, cerrando la puerta de un portazo.
Era media mañana y había bastante tráfico, lo que le dio más tiempo para plantearse el alcance
del daño de la apuesta de Bradshaw. De todos los problemas que había creído que tendría para
conquistar a Georgiana, una nueva apuesta era lo último que esperaba.
Cuando el carruaje se detuvo, salió de un salto, lanzándole una moneda al conductor. Se acercó
a la mansión y, para variar, Dawkins estaba en su puesto. Tristan casi le rompió la nariz del ímpetu
con que abrió la puerta.
—¿Dónde está Bradshaw? —preguntó, quitándose el abrigo para dejarlo caer al suelo.
—El señor Bradshaw está en la sala de billar, creo... Tristan empezó a subir la escalera antes de
que Dawkins terminara la frase. La puerta de la sala de billar estaba medio abierta, y le dio tal
patada que uno de los cuadros del pasillo cayó al suelo.
—¡Bradshaw!
Su hermano se incorporó, taco en mano, en el preciso instante en que él le daba un puñetazo.
Ambos cayeron sobre la mesa y aterrizaron con fuerza en el suelo. Tristan fue el primero en
ponerse en pie y golpeó a Shaw en la mandíbula.
Su hermano rodó debajo de la mesa y salió por el otro lado, recuperando el taco mientras se
levantaba.
—¿Qué diablos te pasa? —preguntó, pasándose la mano por el labio partido.
Tristan rodeó la mesa, estaba demasiado enfadado como para hablar. Bradshaw también se
movió, tratando de mantener en todo momento la mesa de billar entre los dos. Al parecer,
Dawkins les había dicho a los demás ocupantes de la casa que pasaba algo, porque Andrew y
Edward aparecieron en seguida. Robert lo hizo un poco más tarde.
—¿Qué está pasando? —preguntó Andrew, entrando en la sala.
—Fuera de aquí —le gritó Tristan—. Esto es entre Bradshaw y yo.
—¿El qué?
—No tengo ni idea —jadeó Shaw, secándose de nuevo la sangre—. Se ha vuelto loco. Ha
entrado aquí y se me ha echado encima.
Tristan se lanzó por encima de la mesa en su dirección, y recibió un golpe de taco que lo
desequilibró e hizo que aterrizara encima del hombro de su hermano. No estaba seguro de lo que
estaba haciendo, lo único que sabía era que quería hacerle daño porque él se lo había hecho a él y
a Georgiana.
—¡Hay que detenerlo! —gritó Edward corriendo hacia Tristan. Robert sujetó al niño por el
cuello de la camisa. —Deja que los mayores nos ocupemos de esto —le dijo, y se lo pasó a Andrew
—. Llévalo abajo.
—Pero... —resopló Andrew.
—Ahora.
—Maldita sea.
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Robert entró en la sala de billar y cerró la puerta tras él, evitando así que los sirvientes
pudieran curiosear.
—Mantente al margen de esto —le advirtió Tristan, empujando de nuevo a Bradshaw.
—Lo haré. ¿Por qué le estás atacando?
—Porque —respondió Tristan, lanzando otro puñetazo en dirección a Bradshaw que éste
consiguió esquivar en el último momento—... ha hecho una apuesta.
—Hago apuestas todo el rato —exclamó su hermano—. ¡Y tú también!
—¡Apostaste sobre Georgiana, bastardo!
Bradshaw se tropezó con la pata de una silla y se cayó. Retrocedió entonces de espaldas,
colocando la silla delante de él.
—¿De qué estás hablando? Hice una apuesta acerca de con quién ibas a casarte. Eso es todo,
Tris. Por amor de Dios, ¿qué te pasa?
—Ella no confía en mí, eso es lo que me pasa. Y ahora, gracias a ti, jamás lo hará. Quiero que te
vayas hoy mismo de esta casa. No quiero volver a verte...
—¿Ella te echa la culpa a ti? —lo interrumpió Robert desde el otro extremo de la habitación.
—Sí, Georgiana cree que he sido yo.
—¿Esto tiene algo que ver con lo de la otra apuesta? —preguntó Bit.
Tristan se dio media vuelta para mirarlo.
—¿Desde cuándo has decidido volverte tan hablador? Déjame en paz y tú vete de aquí.
—Si echas a Shaw de casa —prosiguió Robert, cruzándose de brazos—, no podrá explicarle a
nadie lo sucedido. Así que, ¿qué prefieres: echarlo o que le cuente la verdad a Georgiana?
Considerando las pocas posibilidades que tenía con ella, le costó decidirse. Pero maldito fuera
Bit por hacerle pensar y replantearse lo que estaba haciendo. Bradshaw seguía sujetando la silla
frente a él, con las patas hacia arriba. Tenía la respiración entrecortada y los ojos fijos en el rostro
de su hermano.
Tristan le devolvió la mirada.
—Georgiana cree que yo he tenido algo que ver con la apuesta —dijo.
Shaw bajó la silla, pero sin soltarla. —Pues dile que no ha sido así.
—No es tan sencillo. Que yo supiera de su existencia es casi tan malo como si la hubiera
promovido. ¡Maldita sea, Bradshaw!
—Entonces dile que no lo sabías, y que has tratado de matarme al enterarte.
A ella eso probablemente no le importaría. Seguro que ya era demasiado tarde.
—Arréglate la ropa —le ordenó a su hermano, y salió fuera de la sala de billar.
Al pasar junto a Bit, intentó sujetarlo por el hombro, pero éste rehuyó el contacto. Tristan no
estaba de humor para hacer frente a nada más, pero no podía permitir que aquel milagro pasara
desapercibido.
—Explícate —dijo a Robert mientras seguía andando por el pasillo.
Tenía una manga desgarrada, y Bradshaw había conseguido darle como mínimo un puñetazo. Si
quería que Georgiana lo escuchara, debía parecer mínimamente civilizado.
Bit lo siguió.
—¿Qué te explique qué?
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—Por qué has decidido ponerte tan parlanchín. Eso es lo que quiero saber.
El silencio los acompañó todo el trayecto. Furioso de nuevo, Tristan se dio media vuelta y miró
a su hermano.
—¿Te estás burlando de mí, Bit?
El otro negó con la cabeza. Estaba pálido y tenía los labios muy apretados. Por primera vez,
Tristan se dio cuenta de que a Robert hacer aquello le había costado mucho. Volvió a mirar hacia
adelante y siguió andando hacia su habitación.
—Cuéntamelo cuando te sientas con ánimos. Pero asegúrate de que Bradshaw no se escapa.
—No lo hará.
Respirando hondo, Tristan trató de calmarse un poco y recuperar la calma. Por mucho que
odiara reconocerlo, Bit tenía razón; si quería recuperar la confianza de Georgiana necesitaba que
Bradshaw le explicara lo sucedido. Y luego, hacer algo que llevaba mucho tiempo sin hacer: rezar.
A cualquiera que estuviera dispuesto a escucharlo.
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CAPÍTULO 18
Y su virtud convertiré en negra, y una red construiré,
con su propia virtud, donde todos queden atrapados.
Otelo, acto II, escena III
Amelia estaba sentada en la sala de estar, bordando una preciosa flor en el extremo de un
pañuelo. Su madre estaba sentada al escritorio, contestando su correspondencia, y sabía que su
padre estaba en su oficina, repasando las cuentas.
Dada la importancia del día, pensaba que estaba manteniendo especialmente bien la
compostura. El vestido azul claro que había escogido para la ocasión era a la vez recatado y
sugerente, y hacía resaltar sus ojos mientras acentuaba la cremosa piel de su garganta y de sus
brazos. El doble collar de perlas que se había puesto era quizá excesivo para un almuerzo, pero
quería recordarle a Tristan Carroway lo que aportaría a su unión.
Él había tenido razón en una cosa, una declaración formal era algo mucho más satisfactorio que
un matrimonio a la fuerza para preservar su reputación. Y de esa forma, sus padres siempre
podrían decir que el vizconde Dare había ido a pedir su mano, y no que ella le había tendido una
trampa. Bueno, quizá sí le había tendido una trampa, pero nadie más tenía por qué saberlo.
El reloj de pared acababa de dar las doce y cuarto, y Amelia respiró hondo. No estaba excitada,
sino más bien expectante. Había estado trabajando para aquello desde hacía semanas, y sus
esfuerzos estaban a punto de materializarse en el portal de su casa para convertirla en vizcondesa.
Carruajes y personas pasaban por la calle, pero Amelia apenas los oía. No esperaba que Tristan
llegara temprano; había dicho a la una en punto, y sería puntual. Así se lo había dicho ella a sus
padres.
Ellos estaban incluso más excitados que ella, pero se guardaron mucho de comentar con nadie
lo que estaba a punto de suceder. El protocolo lo era todo, y ninguno de sus padres mencionaría la
palabra «boda» antes de que Dare la dijera. Pero ambos sabían, lo mismo que ella, que al final del
almuerzo sería una mujer prometida en matrimonio.
Cuando alguien llamó a la puerta de su habitación, unos minutos antes de la una, Georgiana
supuso que sería su tía Frederica con una taza de té.
—Por favor, vete —dijo, meciéndose en la silla del lado de la ventana, abrazada a un cojín.
Quizá tendría que dejarlo, porque estaba ya húmedo de tantas lágrimas.
—Milady —oyó la voz de Mary—. Lord Dare y su hermano están aquí para verla.
El corazón le dio un salto.
—Dígale a lord Dare que no quiero verlo nunca más —consiguió decir. El mero hecho de
pronunciar su nombre le dolía.
—Se lo diré, milady.
Evitar encontrarse con él en Londres sería imposible, ya que se movían en los mismos círculos.
No, esta vez volvería a casa, en Shropshire, como tendría que haber hecho en el momento en que
se fue de su cama. Allí nunca se encontrarían. Volvieron a llamar a la puerta.
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—Milady, lord Dare insiste en que él y su hermano quieren hablar con usted.
Por un instante, se preguntó a qué hermano habría arrastrado allí con él. Seguramente a
Edward, ya que sabía que ella tenía debilidad por el niño. Pero con eso no conseguiría hacerla
cambiar de opinión. Lo que Tristan había hecho esa vez era mucho peor, e imperdonable.
—Dile que no, Mary.
La doncella dudó.
—Sí, milady.
La siguiente vez que la joven reapareció en la puerta, dijo con voz agitada:
—Dice que no se irá, lady Georgiana. ¿Quiere que vaya a buscar a Gilbert y Hanley?
A una parte de ella le gustaría ver cómo los fornidos mozos del establo echaban a Dare, pero no
iba a ser tan fácil como Mary pensaba. Pero decírselo directamente a la cara sería todavía más
satisfactorio.
—Bajaré en un instante.
—Sí, milady. —Mary sonó aliviada.
Georgiana tembló cuando se puso en pie. Parecía que tuviera los zapatos llenos de plomo, y
cada paso le costaba un gran esfuerzo. Concentrarse en caminar la ayudaba, y mantenía su mente
ocupada en poner un pie detrás de otro mientras salía de la habitación y bajaba la escalera, con
Mary detrás de ella, con semblante preocupado.
—¿Dónde están? —preguntó.
—En la sala de estar de delante, milady. Pascoe no ha dejado que se muevan de allí.
Bien por Pascoe. Irguió los hombros y deseó no tener los ojos tan rojos e hinchados como se los
notaba; abrió la puerta de la sala, preparada para decir algo devastador y definitivo... y entonces
se olvidó de lo que era.
Tristan, con un morado en el lado izquierdo de la cara, estaba de pie, cerca de la puerta.
Bradshaw permanecía sentado en el sofá, con un ojo negro casi cerrado del todo, y con el labio
hinchado y amoratado. Ninguno de los dos se miraron cuando ella entró.
—Georgiana —dijo Tristan, con expresión extremadamente seria—, concédeme un minuto, y
después puedes hacer lo que quieras.
—Lord Dare, está usted asumiendo que se merece un minuto —dijo, sorprendida de tener la
voz tan firme y tranquila, cerrando la puerta y dejando a Mary y Pascoe fuera—. Yo no lo creo.
El abrió la boca, pero la cerró en seguida, asintiendo.
—Muy bien. Entonces por favor concédele un minuto a Bradshaw.
La mirada que dirigió a éste, sombría y llena de furia, la sorprendió. Nunca antes le había visto
mostrar por su familia nada que no fuera calidez y afecto.
—Un minuto.
Bradshaw se levantó.
—Ayer inscribí una apuesta en White's —dijo, en el mismo tono directo que había utilizado su
hermano—. Una sobre con quién acabaría casándose Tristan. Pensé que sería divertido. Él no
sabía nada del tema. De hecho —se tocó con el dedo el labio—, se ha molestado cuando se ha
enterado de lo que había hecho. Georgiana, te pido disculpas si he hecho algo que haya podido
hacerte daño. No era mi intención.
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A ella le cayó una lágrima y se la secó.
—¿Te ha obligado a decir esto? —preguntó, incapaz de mirar a Tristan a la cara.
—Me ha obligado a que lo acompañara aquí. Ha dicho que si no lo hacía, me echaría de casa. —
Miró a su hermano de reojo, con furia—. Aparte de eso, no, no me ha obligado a nada más.
—Georgiana —intervino Tristan—, he sido un idiota en el pasado, pero espero que sepas que
nunca habría hecho algo así... Ni a ti, ni a nadie. He aprendido la lección.
No le dijo explícitamente que podía confiar en él, pero a eso se estaba refiriendo. En contra de
su voluntad, ella lo miró. Tristan la contemplaba lleno de preocupación. ¿Realmente le
preocupaba tanto que lo echara de su vida para siempre? Quizá estaba a punto de tropezar por
tercera vez con la misma piedra, pero le creyó. Quería creerle, porque sería demasiado duro si
decidiera que, de una vez por todas, no podía hacerlo.
Asintió lentamente.
—Te creo.
Como si le hubieran quitado unas cadenas invisibles, Tristan se adelantó y la rodeó con sus
brazos, besándole la frente, las mejillas, la boca.
—Lo siento —susurró—. Lo siento.
Georgiana le devolvió el beso, buscando el calor de su cálido y fibroso cuerpo. Si había tramado
algo, no era aquello. Y, dada su reacción, empezaba a pensar que quizá no estuviese tramando
nada en absoluto. Y si no era así...
—Ejem.
Georgiana se apartó, jadeando, pero no fue demasiado lejos, porque Tristan la mantenía
sujeta. Shaw tenía una expresión de gran curiosidad y sorpresa.
—¿Me he perdido algo? —preguntó, con los brazos en jarras.
—Es obvio, ¿no? —contestó Tristan, sin dejar de mirarla.
Ver a Bradshaw allí de pie, le recordó a Georgiana que no debía de ser el único que estaría
especulando sobre ella. Se encogió de hombros.
—¿Y qué hay de la apuesta? —preguntó ella.
—Ya no está —contestó Tristan.
Bradshaw frunció el cejo.
—¿Qué quieres decir con que «ya no está»? Está en los libros de White's. Por mucho que odie
decirlo, esas apuestas no desaparecen así sin más, Tris.
—Pues ésta sí.
—¿Y cómo lo has hecho?
—La he arrancado del libro y la he roto. —Pasó los dedos por la mejilla de Georgiana—. Me han
expulsado de White's por ello. Seguramente es buena cosa, si lo pienso. A mí no me gustaría
formar parte de un club que admitiese a gente como yo.
Ella se rió, aunque sonó como un chasquido.
—En nombre de mí misma y de las otras mujeres afectadas, gracias. —Mirando a Bradshaw,
añadió—: Debería darte vergüenza.
—Yo también he aprendido la lección —contestó éste—. Y la recordaré durante mucho tiempo,
te lo aseguro. La próxima vez que me des una paliza, sácate el jodido sello del dedo, Dare.
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Su hermano seguía más enfadado que conciliador. Antes de que empezaran otra pelea,
Georgiana se apartó de Tristan y fue a darle instrucciones a Pascoe.
—Caballeros, ¿serían tan amables de quedarse a almorzar? —les preguntó.
Bradshaw empezó a asentir, pero Tristan de golpe pareció incómodo.
—¿Qué hora es?
—Las dos y cuarto, milord —contestó el mayordomo.
—¡Maldita sea! Me gustaría quedarme —dijo, volviéndose a la puerta—, pero tengo un
compromiso anterior al cual llego ya muy tarde. —Se detuvo, y miró a Georgiana otra vez—.
Wycliffe va a dar una cena esta noche. Estarás allí, ¿verdad?
—Sí, allí estaré.
Con expresión todavía seria, hizo una reverencia.
—Entonces te veré allí esta noche.
Bradshaw salió tras él con un andar todavía dolorido. Tocó el hombro de Georgiana al pasar.
—Nunca antes había visto así a mi hermano. Gracias por perdonarme.
Georgiana frunció los labios.
—Si él no te hubiera amoratado el ojo, lo habría hecho yo, Shaw.
—Me parecería justo.
La gente se seguiría preguntando por la apuesta, sobre todo ahora que Tristan había acabado
con ella de forma tan espectacular. Pero lo había hecho para proteger su honor... y porque a él
mismo le había molestado. Fuera lo que fuese lo que había sucedido en los últimos seis años, una
cosa estaba clara: Tristan había aprendido su lección.
El alivio que Georgiana sintió cuando Bradshaw le explicó lo de la apuesta, también dejó clara
otra cosa: su corazón, sus deseos y sus sueños habían dejado de obedecer al sentido común y la
razón. Lo único que podía esperar era que, esta vez, Tristan y ella hubieran empezado un nuevo
camino, y que acabara de alguna manera que no fuera catastrófica.
Cuando Tristan volvió a la mansión Carroway, le hizo jurar a Bradshaw guardar el secreto, se
cambió de ropa otra vez, montó en Carlomagno y se dirigió a la residencia de los Johns; eran casi
las tres en punto. Con suerte, si tenía el suficiente tacto con Amelia, nada de su visita de la noche
anterior saldría a la luz. Y él hacía lo posible para tener un extremo tacto.
El mayordomo de los Johns lo acompañó a una sala de estar que estaba en el piso de abajo,
cerca de la puerta. Parecía como si nadie en Londres quisiera dejarlo solo en el interior de ninguna
casa. Pero le daba igual; después de su último encuentro con Amelia, cuanto más cerca de una
salida estuviera, más seguro se sentiría.
La joven entró unos minutos después, y le hizo una profunda reverencia.
—Te debo una disculpa —dijo Tristan con una sonrisa. El encanto solía funcionar con las
jovencitas.
Ella ladeó la cabeza al verlo, y, por primera vez, él no fue capaz de descifrar su expresión.
Cuando la conoció, pensó que era una chica inocente, con poca gracia, poco más que una
muchacha deseosa de venderse a sí misma para conseguir un título. Como esposa no sería muy
conflictiva, guapa y fácil de llevar. Pero lo que había hecho la noche anterior requería
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planificación, coraje y determinación, algo que lo había hecho sentir incómodo. O había sido una
casualidad, o él se había equivocado por completo al juzgarla.
—Hemos almorzado sin ti —contestó, haciéndole un gesto para que tomara asiento.
—Esperaba que así lo hicierais. Una vez más, mis más sinceras disculpas. Me ha surgido algo
de... extrema gravedad.
Tristan se sentó, dejando que ella llevara el peso de la conversación por el momento. Aun así,
tenía el vello erizado, y no perdía de vista la puerta, para asegurarse de que seguía abierta. Lo
había pillado una vez desprevenido; no dejaría que eso volviera a pasar.
—Estoy muy enfadada contigo —prosiguió ella, sentándose en el sillón que había frente a él.
—Me lo imagino. Yo tampoco estoy demasiado contento contigo.
El mayordomo asomó la cabeza por la puerta.
—¿Desea que les traiga té, señorita?
Ella sonrió.
—¿Desea té, lord Dare?
Él habría preferido tomar whisky.
—Té estará bien. Gracias.
—Dese prisa, Nelson.
—Sí, señorita.
Continuaba sonriendo, y entrelazó las manos sobre el regazo, la perfecta imagen de la correcta
y formal debutante. De no ser porque la había visto desnuda con sus propios ojos la noche
anterior en su habitación, Tristan no se lo habría creído si alguien se lo hubiese contado. Y tuvo el
presentimiento de que eso podía convertirse en un gran problema.
—Quiero hacerte una pregunta directa.
—Dime.
—¿Vas a pedirme que me case contigo?
—No, no voy a hacerlo.
Ella asintió sin parecer en absoluto sorprendida.
—¿Por qué no?
—Hubo un momento en que consideré seriamente casarme contigo —contestó él lentamente,
intentando respetar los sentimientos de ella y dándose cuenta de que eso era consecuencia de la
maldita lección que le había dado Georgiana—, pero después de conocerte mejor, creo que sería
un mal marido para ti.
—¿No debería ser yo quien juzgara eso?
—No, de hecho no. Soy doce años mayor que tú y tengo mucha más experiencia. Yo...
—Creo que me lo deberías pedir igualmente —lo interrumpió ella, cerrando sus delicadas
manos formando un puño.
Tristan negó con la cabeza.
—Dentro de seis meses, cuando estés felizmente casada con uno de los centenares de
caballeros que estarían extremadamente encantados de tenerte como esposa, me lo agradecerás.
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Un lacayo llamó al marco de la puerta y entró llevando una bandeja de té. La sonrisa de Amelia
volvió como por arte de magia... y Tristan que había pensado que era una chica inocente y nada
complicada. Cuando el sirviente salió de la habitación, su sonrisa se borró al instante.
—Puedo entender por qué crees que sería feliz con algún otro, pero deseo de todo corazón
convertirme en la vizcondesa Dare. Suena bien, ¿no crees? Dare es un título de doscientos sesenta
años de antigüedad, y muy respetado.
—Veo que has hecho los deberes.
Ella asintió.
—Los he hecho, y de la mejor manera posible. Y después de meditarlo mucho, te he
seleccionado a ti.
En ese instante, Tristan empezó a preguntarse si la chica estaba bien de la cabeza. Observó la
tetera. Quizá le hubiese echado arsénico.
—Amelia, valoro mucho tu determinación y tu amistad, pero tú y yo no vamos a casarnos.
Siento que hayas malinterpretado mis atenciones. Ha sido culpa mía. Y ahora, creo que debo irme
y dejar que pienses en cosas más agradables. —Dicho esto, se levantó.
Ella levantó la voz.
—Tengo tu carta.
Tristan continuó hacia la puerta.
—Desafortunadamente, Amelia, en mi largo y lamentable pasado he escrito cartas a bastantes
jóvenes. En alguna ocasión, hasta algún poema ha llegado a salir de mi pluma.
—No una carta escrita por ti, sino una carta que te escribieron.
El se paró.
—¿Y qué carta es ésa?
—Bueno, no es precisamente una carta. Es más bien una nota, aunque está firmada. Está
también un poco arrugada, pero estoy...
—¿Y qué dice? —la interrumpió, furioso. No podía tener aquella nota. Aquélla no.
—Creo que sabes de sobra lo que dice —contestó con calma—. También tengo los pequeños
regalos que te dejó. Quizá a mí no me hayas dejado compartir tu cama, pero sé quién ha estado
allí, Tristan. Y mira por dónde, todo el mundo pensaba que erais enemigos.
Un centenar de reacciones pasaron por su cabeza, la mayor parte de las cuales lo llevarían a la
prisión de Newgate por homicidio.
—Te sugiero que me devuelvas cualquier cosa que hayas robado de mi casa, Amelia —dijo
rápidamente.
—¿Y no quieres saber qué quiero a cambio de devolverte objetos tan personales de lady
Georgiana?
—Estás yendo demasiado lejos —masculló, dando un paso hacia ella. Podía aceptar ir a
Newgate, si con ello le ahorraba más sufrimiento a Georgiana.
—Estaré encantada de devolvértelos —prosiguió la joven con el mismo tono calmado, y
mirando directamente a la puerta, añadió—: De la forma que quieras.
—Entonces, que sea aquí y ahora.
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—No hasta que estemos casados, lord Dare. Te aseguro que los mantendré a buen recaudo en
mi cómoda hasta ese día.
Por Dios, era una maldita pequeña arpía. Tristan necesitaba un plan, y debía ganar el tiempo
suficiente como para preparar uno.
—¿Y qué garantía tengo de que harás lo que dices?
Ella volvió a sonreír.
—La garantía de que seré la vizcondesa de Dare. —Se puso de pie, alisándose la falda—. ¿Les
damos la buena noticia a mis padres?
Él perdió la paciencia. La cogió por el brazo y tiró de ella con fuerza, acercándola a él.
—No me presiones demasiado, Amelia. Voy a cooperar hasta cierto punto. Pero si arruinas la
reputación de ella, yo arruinaré la tuya. ¿Te queda claro?
Por primera vez, no parecía tan calmada.
—Nos casaremos —dijo al fin, tirando de su brazo para soltarse— y anunciaremos nuestro
compromiso. Puedes escoger el momento, pero ambos sabemos que necesitarás mi dinero antes
del final del verano. Te daré tres días, lord Dare, para que pidas mi mano de la manera más
correcta y halagadora posible.
Tristan giró sobre sus talones y se fue. Mientras cabalgaba de vuelta hacia la mansión
Carroway, un pensamiento seguía dando vueltas en su cabeza: Georgiana tenía que saberlo,
aunque no se veía capaz de soportar verla sufrir de nuevo cuando se lo dijera. Pero esa vez iba a
hacerlo bien. Tenía que hacerlo, por ellos dos.
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CAPITULO 19
Jamás el camino del amor verdadero se vio exento de borrascas...
Sueño de una noche de verano, acto I, escena I
Después de pasarse media hora con rodajas de pepino sobre los ojos, a Georgiana le pareció
que ya podía salir de la habitación sin asustar a nadie. Se sentía el corazón también más ligero, a
pesar de las intenciones de Tristan y de la respuesta que ella pudiera darle, en el caso de que
llegara a formularle la pregunta. Pensar en ello le daba dolor de cabeza y ganas de tomarse una
copa.
Desde su regreso a la mansión Hawthorne, Georgiana había tratado de retomar sus tareas y
ayudar a su tía, pero lo había hecho de un modo deplorable. Eso tenía que terminar. Esa tarde, la
duquesa viuda iba a ocuparse de la correspondencia y de responder a las invitaciones que
recibían.
Tal como pensaba, Georgiana la encontró en la salita, pero no estaba contestando su
correspondencia. Y no estaba sola.
—Lord Westbrook —saludó, haciendo una reverencia—. Qué agradable sorpresa.
El marqués se puso en pie.
—Lady Georgiana. Su gracia me ha dicho que no se encontraba del todo bien. Me alegra ver
que se ha recuperado.
—Sí, tenía un ligero dolor de cabeza. ¿Qué le ha traído hasta aquí esta tarde?
—La verdad es que he venido a verla a usted, milady. —Dando un paso hacia ella, le cogió la
mano y se la llevó a los labios.
Tras asentir, Georgiana repasó mentalmente su agenda y no recordó tener ningún plan con el
marqués para esa tarde.
—¿Puedo ofrecerle un poco de té? ¿O una copa de clarete?
—El clarete sería estupendo.
Lady Frederica se puso en pie.
—Iré a pedir que lo traigan. Si me disculpa, milord.
Georgiana frunció el cejo suspicaz, pero al mirar a Westbrook esbozó una sonrisa. Su tía se
portaba como una madre sobre-protectora cada vez que Tristan estaba cerca, en cambio, había
aprovechado la primera excusa para irse y dejarla sola con Westbrook.
—Su gracia es muy generosa al acceder compartirla conmigo —dijo el marqués sonriendo.
El seguía sujetándole los dedos. Aquello empezaba a resultarle familiar, pero Georgiana no
podía incluir a Westbrook en la misma categoría que sus otros pretendientes. John no necesitaba
su dinero, y eso hacía que su presencia allí fuera mucho más problemática. A no ser que hubiera
malinterpretado sus intenciones, lo que era del todo posible. El hecho de que Tristan hubiera
puesto su mundo patas arriba era prueba suficiente de que Georgiana no tenía ni idea de lo que
estaba haciendo.
—¿Para qué querías verme, John? —le preguntó.
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—Porque ya no puedo resistirlo más. —Le apretó la mano y luego la soltó. Su atractivo rostro
enrojeció de repente—. No estoy seguro de cómo decir esto sin parecer... idiota, pero necesito
decirlo.
—Entonces adelante, hazlo.
—Sí. Georgiana, como sabes, soy un hombre soltero con una considerable fortuna. No lo digo
para presumir, sino porque es la verdad.
—Una verdad de todos conocida, milord.
—Lo sé. Dadas mis circunstancias, he tenido ocasión de conocer a muchas jóvenes damas
casaderas. Las he conocido a todas y he estudiado su carácter, sus aspiraciones y su aspecto. Lo
que estoy tratando de decir es que, yo... estoy desesperadamente enamorado de ti, Georgiana, y
te pido que seas mi esposa.
Ella esperó a ver si se le aceleraba el pulso, o si el corazón le latía más rápido. Pero lo único que
tuvo fue el presentimiento de que Westbrook no había estado desesperadamente enamorado en
toda su vida... y mucho menos de ella.
—John, yo...
—Sé que quizá no sientas lo mismo por mí, y estoy dispuesto a esperar. —Hizo una mueca de
desagrado—. También sé que Dare te ha estado cortejando durante las últimas semanas, y que
quizá te haya hecho sentir... confusa acerca del rumbo que debería tomar tu vida.
—No te entiendo.
—Estoy tratando de hablar sobre un caballero del modo en que se supone que debe hacerlo
otro caballero, pero por tu bien voy a ser franco. Sospecho que Dare sigue obsesionado con esa
apuesta que hizo hace seis años sobre tu virtud, y que está tratando de llevarte por el mal camino.
«Oh, vaya.»
Si Westbrook supiera cuán lejos había llegado en ese mal camino se horrorizaría. Y también
retiraría al instante su proposición de matrimonio.
—¿Tienes alguna prueba de ello?
—Sólo me baso en mi intuición y en mi conocimiento personal de Dare. Es sabido que es un
libertino y un canalla. Además, está prácticamente arruinado, lo que incrementa mis dudas acerca
de los motivos por los que anda detrás de ti.
—Lo que quieres decir es que crees que quiere arruinar mi reputación y luego casarse conmigo
por mi dinero —dijo ella.
—Eso es lo que me temo.
Si algo le había quedado a Georgiana de los últimos seis años era un profundo desprecio por los
rumores, en especial los que la concernían a ella y a Tristan.
—¿Estás propugnando tu causa, John, o saboteando la de lord Dare?
—Sólo me preocupa tu bienestar, y sé que, en lo que se refiere al vizconde, tu juicio está algo
enturbiado. Si lo piensas fríamente, verás que yo soy la mejor alternativa.
Georgiana sabía que Westbrook tenía razón, a pesar de que su corazón opinara lo contrario.
—John, has dicho que esperarías. ¿Me das unos días para considerar mi respuesta?
—Sí, por supuesto. —El marqués volvió a acercarse a ella—. ¿Puedo pedirte un beso para
demostrarte que mis intenciones son serias?
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1° de la Serie Lecciones de Amor
Sacudiéndose la incómoda sensación de que le estaba siendo infiel a Tristan, Georgiana asintió.
Dejando a un lado la noche en que le dijo que no sólo quería su cuerpo, Tristan nunca se le había
declarado directamente. Y si quería tomar una decisión, tenía que reunir todos los datos.
Con una leve sonrisa, Westbrook le sujetó la cara con las manos y se inclinó hacia ella para
rozarle los labios con los suyos. Fue un beso corto, civilizado y muy educado. Un beso casto, propio
de la dama casta que se suponía que era.
—¿Puedo volver mañana a visitarte, Georgiana?
—Puedes.
—Entonces, será mejor que me vaya. Buenas tardes, milady.
—Buenas tardes.
Unos minutos después de que el marqués se fuera, lady Frederica irrumpió en la habitación.
—¿Y bien?
—Muy sutil, tía.
—Y eso qué importa. ¿Se te ha declarado?
—Sí, lo ha hecho.
—¿Y?
—Le he dicho que lo consideraría.
La duquesa viuda se dejó caer en un sillón.
—Oh, Georgiana.
—¿Y qué esperabas? No le amo.
—¿Y eso qué tiene que ver? ¿Acaso sigues el consejo de tus pulmones, o de tus riñones? —
¿Qué?
—Pues entonces tampoco escuches a tu corazón. Una dama con tan excelentes perspectivas
matrimoniales no debe casarse con lord Dare.
Georgiana puso los brazos en jarras.
—¿Has tenido algo que ver con la proposición de lord Westbrook?
—Por supuesto que no.
—Me alegro. Porque si hay algo que no necesito es que una de las pocas personas en cuya
opinión confío, se convierta en mi casamentera.
—Ya sabes que sólo quiero que seas feliz.
Georgiana suspiró y recapacitó. En realidad, no quería enfrentarse a su formidable tía.
—Lo sé. Ven a ayudarme a elegir un vestido para la cena de Grey y Emma de esta noche.
La velada tenía el mismo aire mágico que las noches en que Tristan trataba de conquistarla por
primera vez; cuando ella era una debutante recién salida de la escuela para señoritas. Para
entonces esas cenas se habían celebrado en la mansión de lady Frederica, no en la de Grey, y en
esa época, los hermanos Carroway no estaban todos en la ciudad. Pero a pesar de las diferencias,
seguía teniendo una atmósfera familiar.
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Ella y su tía fueron las primeras en llegar a la mansión Brakenridge, y en el piso de arriba
encontraron a Emma tratando de enseñarle a Grey a tocar el arpa, según explicó éste. Por el color
de las mejillas de Emma, eso no era exactamente lo que estaban haciendo, pero dado su reciente
matrimonio, Georgiana no se atrevió a hacer ningún comentario. Al menos, ellos estaban casados.
Grey soltó a su esposa y el arpa y se acercó a ellas para darles un beso, primero a su madre, y
luego a ella.
—Dime —le dijo a Georgiana cogiéndola de las manos para apartarla de las otras dos damas—,
¿le permito la entrada a Tristan esta noche o no?
La mirada de su primo era curiosa y preocupada al mismo tiempo, y ella no pudo evitar
sonreírle.
—Por ahora somos amigos —contestó—. Si a la hora de los postres seguiremos siéndolo, no
tengo ni idea.
Grey la cogió del brazo y la acompañó hasta el ventanal que daba al jardín.
—¿Te has enterado de que lo han echado de White's?
—Sí, me lo dijo él.
—¿Y te dijo por qué?
Georgiana asintió.
—No te sientas con la obligación de protegerme de Dare, Greydon. Vuestra amistad no debe
resentirse por mi culpa. Y te aseguro que soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma.
—No eres tan dura como pretendes, querida. Ni yo tan obtuso como a ti y a mi madre os gusta
creer. —El duque miró con ternura a su esposa, que estaba charlando con Frederica—.
Pregúntaselo a Emma. Al final terminé por conquistarla.
—Sí, y de paso casi arruinas la reputación de cincuenta de sus alumnas.
—«Casi» es la palabra clave, Georgie. No cambies de tema.
—Lo único que puedo decirte es que si necesito ayuda te la pediré.
—Más te vale. No te olvides que soy más fuerte y malvado que tú.
—Cómo podría olvidarlo. Todavía tengo pesadillas en las que se me pegan sanguijuelas en la
nariz.
Él se rió, un sonido cálido y ronco que salió desde lo más profundo de su pecho. Georgiana no
pudo evitar sonreír y le dio un apretón en el brazo.
—Me alegro de que seas feliz —le dijo—. Te lo mereces.
La sonrisa de Grey se desvaneció.
—¿Y tú, eres feliz?
Ella se encogió de hombros.
—Ahora mismo, lo que estoy es confusa.
—Estar confuso no es del todo malo, primita. Estás demasiado acostumbrada a creer que
tienes respuesta para todo.
—Yo no creo que...
Con la precisión de un reloj suizo, Tristan entró en el salón. Llevaba a Milly del brazo, y el resto
de los Carroway iban detrás. Incluso Robert estaba allí, observó Georgiana sorprendida. Era cierto
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que sus familias se conocían desde hacía años, y que esa noche ellas eran las únicas invitadas, pero
aun así Georgiana sintió una agradable calidez al ver al joven Bit.
Sin embargo, cuando Tristan se le acercó, ese tibio sentimiento subió de temperatura.
—Hola —lo saludó.
—Hola.
Él le cogió la mano y le rozó los nudillos con los labios, para luego volver a incorporarse. Sus
miradas se encontraron, y junto con la leve excitación que Georgiana sentía siempre ante él, algo
helado le rozó el corazón.
—¿Sucede algo?
—Tenemos que hablar. —Emma y Bradshaw estaban acercándose, así que le soltó la mano—.
Pero no ahora.
Eso bastó para que la mente de Georgiana saliera disparada en todas direcciones.
Conociéndolo, podía haber pasado cualquier cosa. Que alguien hubiese rehecho la hoja del libro
de las apuestas de White's y todo hubiese vuelto a empezar, o que alguien se hubiese dado cuenta
de que la airada reacción de lord Dare se debía a algo más que la apuesta, y su reputación
estuviese a punto de ser destruida. O tal vez Tristan se había enterado de que Westbrook le había
propuesto matrimonio y lo había matado.
A lo largo de la cena y luego de los juegos de cartas y adivinanzas que la siguieron, la
preocupación de Georgiana fue en aumento. Tristan estaba tan encantador como siempre, amable
y divertido, e incluso había hecho reír un par de veces a lady Frederica. Todo era tan difícil. Se
suponía que enamorarse tenía que ser fácil. Claro que eso seguramente sólo era verdad cuando
las dos personas en cuestión no se conocían de antes y nunca habían discutido ni se habían hecho
daño. Georgiana suspiró. Westbrook le había ofrecido precisamente eso, y ella tenía el
presentimiento de que le resultaría mortalmente aburrido.
Estaba sentada en el suelo, ayudando a Edward a dibujar el futuro barco de Bradshaw, que
habían decidido bautizar como Nube de tormenta, cuando una mano le tocó el hombro. A pesar de
que llevaba toda la noche esperándolo, se sobresaltó.
—Discúlpame, renacuajo —dijo Tristan—, necesito hablar con Georgie un momento.
—Pero estamos dibujando el barco nuevo de Bradshaw —se quejó el niño.
—¿He perdido el viejo? —preguntó Bradshaw, agachándose para mirar el dibujo mientras
Tristan ayudaba a Georgiana a levantarse.
—Ésta es la nave que vas a capitanear —explicó su hermano menor.
—Entonces, ¿puedo sugerir que le pongas más botes salvavidas? —dijo Shaw, mirando de reojo
a Tristan mientras él se sentaba en el lugar que antes había ocupado Georgiana.
Al irse, ésta tuvo la sensación de que los ojos de todos los presentes estaban fijos en ellos. Se
preguntó hasta qué punto estaban al corriente de su complicada relación. A aquellas alturas
seguro que, como mínimo, sospechaban algo.
El corazón se le aceleró cuando Tristan la hizo entrar en la sala de billar de Grey y cerró la
puerta a su espalda.
—Por favor, dime qué ha pasado antes de que me dé una apoplejía —le pidió, tratando de
descifrar su expresión.
Él se le acercó y le colocó las manos en los hombros.
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—¿Qué...?
Entonces, Tristan inclinó la cabeza y la besó con pasión y ferocidad. Las caderas de Georgiana
toparon con la mesa de billar y recordó lo poco que hacía de su caída, pero no dijo nada, porque
no quería que el beso cesara. Nadie excepto Tristan la hacía sentir tan... poseída, y tan feliz de
sentirse así.
La devoró, la dejó sin aliento e hizo que le flaqueasen las piernas, como si la besara con todo su
ser en vez de sólo con sus labios. Cuando por fin se apartó, ella se apoyó en su torso, aferrando
con los dedos sus solapas.
—Dios mío —susurró—. Y yo que pensaba que algo iba mal.
—Algo va mal —contestó él, serio—. No te va a gustar, y yo tampoco te gustaré después de que
te lo diga, por eso al menos quería besarte por última vez.
—Ahora sí que estoy preocupada —dijo sin soltarlo. Sintiendo cómo una fría garra le atenazaba
el corazón—. Cuéntamelo.
Tristan respiró hondo.
—Anoche recibí una visita. De hecho, ha sido hoy de madrugada
—¿Una visita?
—En mi dormitorio.
—Oh. —El había encontrado otra amante. Unos celos profundos y desgarradores la atravesaron
y lo soltó—. Gracias por decírmelo. Al menos lo has hecho en privado, que es más de lo que
cabría...
—¿Qué...? ¡No! No. No es eso... —Volvió a coger aire—. Georgie, ha venido Amelia Johns. Se
me ha echado encima mientras yo estaba completamente dormido.
—¿Amelia? ¡No me lo puedo creer! Si es sólo una niña.
—No, no lo es.
—Pero...
—Hazme caso. Te aseguro que no tiene nada de niña. Está muy crecidita. —Tristan le deslizó
los dedos por el escote del vestido en un gesto inconsciente, como si no pudiera dejar de tocarla.
—¿Y qué ha pasado?
—Le he gritado de un modo nada caballeroso y la he echado de mi casa.
«Gracias a Dios.» Georgiana lo acercó y le dio un beso.
—Me alegro. —Nunca había creído tener demasiados puntos en común con Amelia, excepto
Tristan, y ahora se daba cuenta de que esa chica no le gustaba lo más mínimo. Se preguntó cómo
reaccionaría él si le contara lo de la declaración de Westbrook.
—Pero la historia no termina aquí. Amelia se ha llevado algo de mi dormitorio.
Georgie lo sacudió, pero habría tenido más posibilidades de mover una montaña que a él.
—¿Qué, dímelo, por todos los santos?
—Tu nota. Y tus medias.
—¿Mi...?
Parpadeó, y un zumbido tremendo empezó a retumbarle en los oídos, tan fuerte que no podía
oír nada más. No podía ni pensar. Le temblaron las rodillas.
Soltando una maldición, Tristan la cogió en brazos y la sentó encima de la mesa de billar.
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—Georgiana —susurró asustado—, no te desmayes. Por favor, no te desmayes.
Ella apoyó la cabeza en el hombro de él y tomó aire.
—No voy a desmayarme. Oh, no. Oh, no. ¿Por qué iba a coger eso Amelia, Tristan?
—Porque quiere que me case con ella.
Georgiana levantó la visa, mareada y aturdida, y empezó a pensar que quizá una historia de
amor aburrida podía tener sus ventajas.
—No lo entiendo.
—¿Quién iba a decir que al final acabaría siendo tan buen partido? —comentó él con media
sonrisa—. Amelia tiene intención de sacar a la luz nuestra indiscreción a menos que la convierta en
lady Dare.
—¿Y por qué cree que tiene que amenazarte para conseguirlo?
—Probablemente porque le he dicho que no tengo la más mínima intención de casarme con
ella. —Volvió a besarla, suave y despacio, como si ese beso fuese algo precioso—. ¿Cómo iba a
decirle otra cosa cuando tú y yo... cuando... no quiero estropear esto?
A Georgiana se le llenaron los ojos de lágrimas. Ahora ya sabía lo que tenía que responderle a
Westbrook.
—Tengo que darle una respuesta dentro de tres días, pero tú tenías que saberlo —prosiguió él.
Georgiana sacudió la cabeza intentando despertar, comprobar que aquello no estaba
sucediendo de verdad.
—Ella sabe que yo estaba tratando de ayudarla. Aunque tú hayas cambiado de opinión al
respecto, Amelia tiene que saber que yo estaba de su parte.
—No creo que eso le importe, Georgie.
—Por supuesto que sí —insistió ella—. Seguro que la has amenazado con algo, ¿no?
—Al principio no.
—¿Lo ves? Sólo está asustada. Seguro que se ha quedado con mis cosas sólo para asegurarse
de que no le haces nada. Tristan empezó a enfadarse. —Yo no...
—Iré a verla y le explicaré que las medias y la nota no significan nada. Y que necesito que me
las devuelva para protegerme de cualquier escándalo.
—¿Que no significan nada? —repitió él, levantándole la barbilla para poder mirarla a los ojos.
Georgiana tragó saliva.
—Eso es lo que le diré. Es una mujer, seguro que lo entenderá.
—Parece más un dragón que una mujer, pero supongo que no puedo hacer nada para
convencerte de que no lo hagas. —No, nada.
Él volvió a besarla. «Dios mío.» Georgiana podría acostumbrarse a que la tocara y abrazara de
ese modo a diario. Con un suspiro, le devolvió el beso y le rodeó la cintura con las manos, por
debajo de la chaqueta.
—¿No estás enfadada conmigo? —preguntó Tristan, dándole otro beso, más profundo.
—No estoy contenta, claro está, pero tampoco enfadada. Yo también tengo que contarte algo.
—¿Qué?
—Lord Westbrook me ha pedido que me case con él.
—¿Hoy? —Tristan se puso muy serio.
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—Esta tarde.
—Y tú le has rechazado.
—Tris...
Él la volvió a besar.
—Y tú le has rechazado —repitió, afirmándolo más que preguntando—. Dime que le has
rechazado.
Él le había dicho la verdad sobre Amelia, así que tenía que ser igual de sincera.
—No quería una respuesta. Quería que lo pensara.
—¿Y lo pensarás?
Georgiana tragó saliva.
—Por ahora, tengo otras cosas en mente.
Él le sonrió algo tenso.
—Tienes razón. Pero sigue sin gustarme.
—Sin embargo te has contenido y no has estallado. Casi pareces un caballero.
Tristan se rió.
—Tendré que hacer algo para remediarlo. —Le separó las piernas y se colocó en medio.
Sus familiares estaban dos puertas más allá, pero cuando él le subió la falda hasta las rodillas
no hubo ocasión de pensar nada más.
—Alguien nos oirá —le dijo, suspirando de placer al sentir sus cálidas manos en la parte interior
de sus muslos.
—No, si no hacemos ruido. —Le sonrió—. Y si vamos rápido. La puerta está cerrada con
pestillo. ¿Has visto lo cauto que me he vuelto?
—Eso no es ser cauto. Es...
—Muy buena idea.
Georgiana no estaba tan segura y quería protestar... decirle que no quería ir con prisas. Abrió la
boca para hacerlo justo cuando los expertos dedos de él se deslizaron en su interior. Ella arqueó la
espalda y su protesta se convirtió en un gemido.
—Me deseas —murmuró Tristan con la voz temblorosa.
—No puedo evitarlo.
Georgiana no había tenido intención de decir eso, era como si le hubiera confesando su mayor
debilidad, pero él le sonrió y llevó las manos a su espalda para desabrocharle los primeros botones
del vestido.
—No sé si será el sexo, o tú... —dijo Tristan, tirando de la parte delantera del vestido para así
bajárselo y poder acariciarle el pecho—, pero terminará por matarme, Georgiana Elizabeth.
Ella no podía ni respirar.
—Date prisa —le dijo, desabrochándole del pantalón.
Sin dejar de besarla, Tristan liberó su erección y se acercó a Georgiana hasta penetrarla. Ella
echó la cabeza hacia atrás; la sensación de tenerlo dentro era tan extraordinaria que se quedó sin
aliento. Apoyó los brazos en la mesa para no perder el equilibrio, y mandó bolas de billar por
todos lados.
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—Sí —gimió, entrelazando los tobillos detrás de las caderas de él—. Oh, Tristan.
—Chis —dijo éste, sujetándola por los muslos mientras se movía con fuerza en su interior—.
Oh, Dios. —La miró fijamente y Georgiana alcanzó el orgasmo.
Él la siguió en el placer con un profundo gemido, y escondió el rostro en el cuello de ella.
Temblando, Georgiana se enderezó.
—Dios santo —suspiró, pasándole los dedos por el pelo.
—Te he dicho que podíamos hacerlo si nos dábamos prisa —susurró Tristan sin apartarse—. Se
te da muy bien jugar al billar.
—Lo de ir de prisa ha estado bien —reconoció Georgiana—. Pero hace rato que no estamos con
los demás.
—No tanto. —Volvió a acariciarle el pecho con los dedos.
—No podemos volver a empezar —se lamentó ella. Le resultaba difícil mantenerse firme
cuando en lo único que podía pensar era en lo mucho que aquello le gustaba.
—Lo sé. —Tristan se apartó y volvió a abrocharle el vestido—. Les diremos que hemos estado
discutiendo.
Se subió los pantalones y remetió en ellos la camisa. Hacer el amor encima de la maldita mesa
de billar de Grey había sido una locura, pero se veía incapaz de lamentarlo. Jamás lamentaría estar
con Georgiana, fueran cuales fuesen las consecuencias.
Ella se volvió despacio, tratando de mirarse la parte posterior del vestido.
—¿Cómo estoy?
—Preciosa.
Sus mejillas, ya sonrosadas tras hacer el amor, se le pusieron color escarlata.
—No me refería a eso. ¿Se me ve arreglada?
—Lo suficiente —murmuró él. Volvía a desearla de nuevo, aunque en aquel instante prevalecía
la abrumadora necesidad de protegerla. Rindiéndose a ello, la rodeó de nuevo con sus brazos y
apoyó la cabeza de ella en su hombro.
Georgiana suspiró y se relajó junto a él, rodeándole la cintura con las manos.
—Me alegro de que me lo hayas contado —le dijo—. Si no lo hubieras hecho, yo...
—Tú jamás habrías vuelto a confiar en mí —terminó él la frase—. ¿Por qué me has contado lo
de Westbrook?
—Por el mismo motivo, supongo.
El siguiente paso era simple y evidente. Tenía que pedirle que se casara con él. Pero no quería
que creyera que lo hacía simplemente porque estaba celoso, o porque quería escapar de Amelia.
Así que, con gran pesar, la soltó.
—Deberíamos regresar, o nos perderemos el pastel de fresas. De repente, tengo mucha
hambre.
A ella le brillaron los ojos.
—Sí, al parecer tienes buen apetito.
—Sólo contigo.
Al menos, había conseguido hacerle olvidar durante un rato que otra persona estaba en
posesión de sus medias y su nota, pero tan pronto como lo cogió del brazo y salieron de la sala de
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billar, la felicidad desapareció de su mirada y su lugar lo ocupó la preocupación que con tanta
frecuencia aparecía en ella. Tristan lo sabía porque no dejó de mirarla ni un solo momento, ni
siquiera cuando se acercó a mirar cómo iban los progresos con el barco de Bradshaw.
Él quería hacer desaparecer esa mirada de preocupación de los ojos de Georgiana de una vez
por todas. Lo único que quería era despertarse cada mañana a su lado, y poder tocarla y besarla
sin necesidad de arrastrarla a otra habitación.
—¿Va todo bien? —preguntó Grey a su espalda.
Tristan se dio media vuelta y esbozó una sonrisa.
—Nada que un vaso de whisky no pueda solucionar —respondió—. ¿Por qué?
—Porque tú y Shaw parecéis haberos peleado a conciencia, y a ti te han echado de White's.
Digamos que no has tenido un día corriente.
—Y yo que pensaba que no había sucedido nada interesante.
—Está bien, no me lo cuentes. Pero te advierto que si le vuelves a hacerle daño a Georgiana te
arrepentirás —dijo el duque, dando un paso más hacia él y bajando la voz.
Después de todo lo que había soportado Tristan durante el día, ésa fue la gota que colmó el
vaso.
—Te aseguro —le respondió en el mismo tono amenazador—, que me estoy tomando esto
muy en serio. Y si vuelves a hablarme así, más te vale llevar encima una pistola.
Grey asintió.
—Sólo quería estar seguro de que nos entendíamos.
—Perfectamente.
Con un suave aroma a lavanda, Georgiana apareció entre los dos.
—Cielo santo —susurró—, parecéis dos toros. Comportaos o salid fuera, ¿queréis?
Grey resopló por la nariz y fue a reunirse con su esposa.
—Yo iba a decir lo mismo —replicó Tristan, e, incapaz de resistirse, le cogió la mano a
Georgiana—. ¿Estabas preocupada por mí?
Ella lo miró con ternura y a Tristan se le secó tanto la boca que tuvo que tragar saliva. Nadie
excepto Georgiana podía hacerlo sentir como un adolescente inexperto.
—Ven a ver el galeón que ha dibujado Edward —le dijo, tirando de él—. Va a ser grumete, ¿lo
sabías?
—Y seguro que el resto de nosotros seremos piratas, ¿no?
—¿En serio? —preguntó Edward poniéndose en pie de un salto.
Tristan enarcó una ceja.
—No.
—Oh, pues a mí me gustaría ser pirata —opinó Edwina—. Así podría llevar pantalones y soltar
maldiciones todo el día.
—¡Sí! —Edward corrió hacia su tía—. Y Dragón podría ser la mascota del barco.
—¿Dragón? —preguntó Emma riéndose.
—Mi gatito —le explicó Edwina.
—Y yo podría cabalgar mi pony por la cubierta.
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—Cielo santo. —Georgiana se atragantó de tanto reír—. Serías el terror de los siete mares.
—Querrás decir que seríamos el hazmerreír de los siete mares —la corrigió Tristan, cuyo
corazón se había acelerado al verla reír.
—Bueno, si el almirante se entera de que mi primera misión va a consistir en pasear gatos y
ponies, y mis tías van a acompañarme llevando pantalones, más vale que me haga pirata ahora
mismo —dijo Bradshaw serio—. Supongo que tú querrás bordar la calavera y las tibias de la
bandera, ¿no, tía Milly?
—No, por Dios. Una calavera no. Tal vez bordase una taza de té. Eso sería mucho más civilizado.
A esas alturas, incluso lady Frederica se estaba riendo.
—Deberías sugerírselo a la Compañía de las Indias.
—Casi puedo oír los gritos de terror al vernos izar nuestra bandera con su tacita bordada —
comentó Andrew, que estaba sentado junto a la tía Milly.
—Yo sí que estoy a punto de gritar. —Tristan se sacó el reloj del bolsillo y lo miró—. Niños,
piratas, son casi las doce y media. Creo que deberíamos irnos.
Si hubiera estado solo, se habría quedado toda la noche, al menos hasta que Georgiana se
hubiera ido. Después de aquellas últimas semanas, no le gustaba perderla de vista. Todavía había
demasiadas cosas que podían salir mal.
Ella y lady Frederica decidieron también irse, así que al menos pudo acompañarla hasta la
entrada.
—Ve con cuidado —le dijo, deseando poder darle un beso de buenas noches.
—Lo haré. Mañana iré a ver a Amelia.
—Buena suerte. —Le soltó la mano de mala gana y ella desapareció dentro del coche de lady
Frederica—. Hazme saber cómo te va.
—Oh, lo haré. Puedes apostar por ello.
—No en White's —añadió la duquesa viuda cuando el lacayo cerró la puerta.
Si el haber sido expulsado de White's fuera su único problema, Tristan sería un hombre feliz.
Con un suspiro, repartió a su familia en el par de carruajes que los estaban esperando. Edward
estaba tan dormido que dejó que Bradshaw lo llevará en brazos como un saco de patatas. A todos
les iría bien dormir. El en cambio tenía que ocuparse de las cuentas del mes aquella misma noche,
para así poder reunirse con su abogado por la mañana y determinar cuántos días le quedaban
hasta que tuviera que casarse o empezar a vender propiedades.
A pesar de lo mal que estaban las cosas, lo que más lo preocupaba era que Georgiana fuera a
ver a Amelia. La malevolencia de la muchacha lo había cogido por sorpresa. Confiaba en que
Georgie tuviera más suerte, pero tal como iban las cosas, lo dudaba. Tendría que pensar otro plan
cuanto antes.
Sonrió en medio de la oscuridad del carruaje. Después de esa noche, sabía exactamente lo que
tenía que hacer.
Frederica Wycliffe subía la escalera de la mansión Hawthorne delante de su sobrina. Alguien
tenía que decirle algo a la muchacha y, ante la ausencia de padres, esa tarea recaía en ella.
Se detuvo en la puerta de su habitación.
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—Georgiana —empezó.
Esta se detuvo, y una sonrisa medio ausente se dibujó en su rostro.
—¿Sí, tía?
—¿Va a pedirte que te cases con él?
—¿Qué? —Georgiana se sonrojó—. ¿Tristan?
—Westbrook ya te lo ha pedido y le has dicho que esperara. Dare ¿te lo va a proponer?
—No lo sé. ¿Qué te hace preguntar eso?
—Dios sabrá por qué, pero llevas años sintiendo algo por ese hombre. Y sé bien que te rompió
el corazón. ¿Vas a permitir que tenga la oportunidad de volver a hacerlo?
La joven se rió.
—Ahora soy mucho más mayor y sabia que entonces. Y todavía no he decidido si me gusta.
—¿En serio? —replicó la duquesa, incapaz de ocultar el escepticismo de su voz—. A mí me
parece que eso sí lo tienes claro.
La sonrisa de Georgiana se desvaneció.
—¿Estás tratando de decirme algo, tía Frederica?
—Hace apenas unos días, te llevaste un gran disgusto por culpa de Tristan. Tengo que admitir
que él parece haber madurado desde la muerte de su padre, pero ¿de verdad crees que es alguien
a quien se pueda entregar el corazón, querida?
—Es una muy buena pregunta. Te haré saber la respuesta cuando la averigüe. —Georgiana se
dio media vuelta y se dirigió a su dormitorio—. Pero me gustaría que mi corazón y mi cabeza
opinaran lo mismo al respecto.
Frederica frunció el cejo. Las cosas estaban mucho peor de lo que se temía.
—Eso es lo que queremos todos.
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CAPÍTULO 20
Os digo que quien la gane, conocerá la dicha.
Romeo y Julieta, acto I, escena V
Tristan quería darse cabezazos contra la pared.
—Sé lo mal que pinta —gruñó, mirando a su abogado por encima de la mesa—. Veo los
números tan claros como usted.
—Sí, milord, por supuesto que los ve —contestó Beacham en una voz tranquilizadora,
subiéndose las gafas con el dedo—. Lo que quería decir es que la situación es extremadamente
mala. Casi insostenible.
—Casi —repitió Tristan, aferrándose a esa palabra como si le fuera la vida en ello—. Entonces
se puede solucionar. —Sí, bueno, verá...
—¿Qué? —Dio un puñetazo sobre el escritorio.
El abogado dio un respiro y las gafas volvieron a resbalarle por la nariz. Tragando saliva, se las
colocó de nuevo en su sitio.
—La finca Glauden, en Dunborough, no está cultivada, milord. Sé de varios nobles, e incluso de
uno o dos comerciantes, que están buscando un pequeño trozo de tierra en Escocia. Para cazar, ya
sabe.
Tristan negó con la cabeza.
—Glauden ha pertenecido a mi familia durante doscientos años. No seré yo quien la pierda. —
Además, Robert había pasado allí el último invierno. Si su hermano se encontraba a gusto en
alguna parte, él no iba a dejarlo sin eso.
—Para serle sincero, milord, a pesar de que conozco su... habilidad con las apuestas e incluso
viendo los números, no sé cómo se las ha apañado para seguir siendo solvente. En mi opinión, es
realmente un milagro.
—Lo que importa es que no voy a ser yo quien empiece a vender las propiedades de la familia.
Deme otra alternativa.
—Ya ha vendido la mayor parte de sus posesiones personales. Su establo, a excepción de
Carlomagno, su yate, la casa de campo de Yorkshire, el...
—¡Dígame algo que me pueda ayudar, Beacham, por Dios! —lo interrumpió Tristan. Sabía
perfectamente a lo que había renunciado, y que con eso no era suficiente—. ¿Qué necesito para
poder seguir pagando los impuestos, al personal y las facturas de la comida durante, digamos, los
próximos tres meses?
—Otro milagro —murmuró el abogado, pasándose la mano por su cabeza casi calva como si
ese gesto pudiera estimular su actividad cerebral.
—En libras y peniques, por favor.
Beacham suspiró, inclinándose para abrir uno de sus, al parecer, cientos de libros de
contabilidad.
—Trescientas libras al mes.
—Eso es demasiado.
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—Sí. La mayoría de sus acreedores le mantendrán el crédito algunos meses más, pero sólo si no
contrae más deudas con ellos.
Tristan suponía que eso era una buena noticia, aunque se sentía como alguien que hubiera
llamado a un cura para recibir la extremaunción.
—De acuerdo. Puedo conseguir trescientas libras. No sabía cómo, pero lo haría, porque era
necesario.
—Sí, milord.
—Y ahora las malas noticias —prosiguió—. Pagar todas las deudas de mis acreedores, y
disponer de suficiente dinero para semillas, comida y todo el resto, ¿cuánto sería?
—Mucho, milord. ¿No quiere que nos pongamos una meta más... asequible?
—Estoy conteniendo la respiración a la espera de que, de una vez por todas, conteste a mis
preguntas sin añadir ningún comentario —dijo Dare, levantando la voz.
Si empezaba a destrozar cosas, el pobre Beacham se moriría del susto.
—De acuerdo, milord. Para que todas sus propiedades y usted mismo recuperasen la solvencia,
necesitaría aproximadamente setenta y ocho mil quinientas veinte libras.
Tristan parpadeó.
—Aproximadamente —repinó.
Cuando Beacham daba una estocada, no cabía duda de que lo hacía con fuerza y precisión.
—Sí, milord. Se podría hacer por partes, claro está, cosa que seguramente es más inteligente y
asequible, pero de esa forma seguiría incrementando la cantidad de dinero necesaria.
—Claro.
La cifra era más o menos la que él había supuesto, pero oírsela decir a otra persona hacía que
sonara más grave,
—¿Cuánto tiempo tengo para conseguir las trescientas libras de este mes? —preguntó,
recostándose en su vieja pero confortable silla.
—Una semana, estimo yo, o dos si usted se las apaña... para apostar contra la gente adecuada.
Y gana, claro está.
—Últimamente no he tenido mucho tiempo para las apuestas.
—También debía tener en cuenta que se le había prohibido la entrada en White's, donde
siempre encontraba a sus más ricos contrincantes.
Beacham carraspeó.
—Si puedo ser franco, milord, he oído que usted está cortejando a una joven con idea de
casarse con ella. Ya que se niega a vender ninguna propiedad, quizá ésa sea la única alternativa
viable que le queda.
—Sí, tengo a alguien en mente, pero antes debo convencerla.
El destino podía ser cambiante, pero parecía saber lo que se hacía. Lady Georgiana Halley tenía
unas rentas anuales de casi veinte mil libras, e, incluso sin su dote, Tristan sabía que ella había
invertido de manera muy inteligente su dinero durante los últimos seis años. Todas sus
propiedades quedarían a salvo un segundo después de que Georgiana pronunciase sus votos. El
problema era que él no sabía si conseguiría convencerla de que lo hiciera.
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Su determinación de convertirla en su esposa tenía más que ver con la necesidad y el deseo
que con el dinero, pero si ella fuera pobre, su obsesión por Georgiana seguramente habría
acabado con él en Old Bailey por bancarrota. Si ella le daba la espalda. .. No podía pensar en esa
posibilidad.
El abogado carraspeó de nuevo y Tristan volvió al presente.
—Gracias, Beacham. Reunámonos otra vez el martes, y veremos si estoy en mejor o peor
situación que hoy.
—Muy bien, milord.
Por la expresión del hombre, éste no parecía esperar que nada mejorase. Tristan también tenía
sus dudas al respecto.
Antes de pedirle matrimonio, le diría con toda claridad a Georgiana con cuánta desesperación
necesitaba su dinero. Llevaban años evitando los sentimientos y los problemas reales. Ya era hora
de enfrentarse a la verdad.
Lo peor de todo era que él realmente quería casarse con ella. Desde el momento en que Amelia
le contó lo de la carta y las medias, eso se había convertido en lo más importante. Tenía que
protegerla de cualquier rumor que pudiera surgir.
Por otra parte, la idea de vivir sin Georgiana era completamente inaceptable. Incluso aunque
eso supusiera vender todo lo que poseía, no podía concebir casarse con nadie más. Sería ella o
nadie. Y sería ella.
Una cosa que había aprendido de todo aquello era que él tenía que decirle siempre la verdad,
por mucho enfado o dolor que eso le provocase. Si tuviera tiempo podría ganársela, lo sabía. Ella
tenía que ver, una y otra vez, que Tristan había cambiado.
Pero tres meses no le parecían suficientes para demostrárselo, y mucho menos los dos días que
le quedaban del ultimátum de Amelia Johns. Con cuatro hermanos, dos tías y una multitud de
propiedades llenas de gente a su servicio que esperaban tener comida en la mesa y ropa que
ponerse, no tenía demasiadas alternativas.
Fue al piso de arriba a vestirse para ir a la Cámara de los Lores. Cuando pasó por la puerta
abierta de la habitación de Bit, miró dentro, esperando ver a su hermano sentado junto a la
ventana, leyendo. En cambio, lo vio poniéndose una chaqueta de montar.
—¿Bit? —dijo, parándose del todo.
Este lo miró por encima del hombro, mientras se calzaba un par de guantes.
—¿Qué?
—¿Qué estás haciendo?
—Vistiéndome. —Y continuó con ello. Se colocó un sombrero azul sobre su pelo negro,
demasiado largo.
—¿Por qué?
El antiguo Robert, el de antes de Waterloo, habría hecho algún comentario como que no quería
salir a la calle desnudo en un día tan frío. Aquel Bit, en cambio, sólo lo rozó al pasar por su lado.
—¿Estás bien, al menos?
—Sí.
Se tendría que conformar con eso, aunque Tristan habría deseado poder seguirlo para
asegurarse de que su hermano realmente estaba bien. Pero seguirlo seguramente tampoco
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confirmaría nada. Aparte de que no era muy buena idea, Bit necesitaba ayuda, y él no tenía ni idea
de qué tipo, o de quién podría dársela.
—A la mierda con todo —murmuró, continuando hacia su habitación.
Georgiana era la única con quien Bit parecía poder intercambiar frases enteras, y ella estaba de
camino para negociar con Amelia Johns. Menudo día maravilloso estaban teniendo todos.
—¿Adónde vas?
Georgiana casi se arrancó el botón del abrigo al volverse sobresaltada.
—Tía Frederica, me has asustado.
—Eso ya lo veo —replicó la duquesa viuda, que continuaba con una ceja levantada al ver el
atuendo de su sobrina.
Georgie bajó la vista para mirarse el vestido. Verde pálido y muy sencillo, quizá el más recatado
que tenía. Intentar parecer lo más inocente posible le había parecido una buena idea.
—Tengo algunos recados que hacer. —Eso no pareció convencer a su tía, así que sonrió—.
¿Necesitas algo de Mendelsohn?
—Ah. Tienen unas cintas nuevas que me gustaría mirar. ¿Te importa si te acompaño?
«Maldición.» No podía ir con su tía a casa de Amelia a pedirle a ésta que le devolviera las
medias. En fin, se lo tenía bien merecido, por intentar engañarla.
—Por supuesto que no me importa. Pero pensaba que lo encontrarías aburrido.
—En absoluto. Voy a por mis cosas. —Lady Frederica abandonó el vestíbulo cuando Pascoe
aparecía en él.
—Lady Georgiana —anunció el mayordomo—, preguntan por usted. ¿Quiere que le diga al
señor que ha salido?
«El señor.» Podía ser cualquiera aunque tenía claro que aquella tarde el marqués de Westbrook
iba a hacer acto de presencia. Sin embargo, su pulso se aceleró ante la posibilidad de que el recién
llegado fuera Tristan. Su tía se había detenido a la espera de su respuesta, y Georgiana lanzó un
suspiro. El subterfugio era algo mucho más difícil de lo que se había imaginado.
—Sí, discúlpese de mi parte, Pascoe.
—Muy bien, milady. —El mayordomo dio media vuelta para irse.
Maldiciéndose a sí misma, Georgiana lo miró alejarse.
—Pascoe, por cierto, ¿quién es? No me lo ha dicho —preguntó.
El hombre se detuvo.
—No tiene tarjeta, milady, o se la habría dado. Pero es Robert Carroway, creo. Lo único que el
caballero ha dicho es que desearía hablar con usted.
—¿Robert Carroway? —Georgiana bajó la escalera a toda prisa—. ¿Te importa esperar, tía? —
gritó por encima del hombro.
—No te preocupes, querida. Iré a almorzar con lady Dorchester. Tu agenda es demasiado
errática para mí.
—¡Gracias! —Sonrió mientras llegaba a la puerta de la sala de estar... y casi chocó con Bit al
entrar apresurada en la estancia.
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El dio un paso atrás para evitar la colisión, aunque parecía estar dirigiéndose a la salida. Eso no
la habría sorprendido.
—Bit, buenos días —saludó, echándose hacia atrás para darle más espacio.
—Mis disculpas —murmuró él, como si le costara hablar. Y pasó caminando por su lado hacia el
vestíbulo—. Ha sido un error venir.
—Iba a salir a dar un paseo —dijo a su espalda, lanzándole la bolsa a Pascoe, quien la cazó en el
aire y la ocultó a su espalda simplemente levantando una ceja—. ¿Te importaría acompañarme?
El joven aminoró el paso, asintiendo con la cabeza. Necesitaban una carabina. Mary estaba en
el piso de arriba, remendando el vestido que Georgiana se había puesto la noche anterior para ir a
casa de Grey y Emma y que, por causas misteriosas, había perdido dos botones. Una doncella
apareció entonces de golpe, con los brazos llenos de manteles.
—Josephine, deja eso por ahí y acompáñame a pasear.
—¿Yo, milady?
Pascoe se adelantó.
—Haz lo que te dice lady Georgiana, Josephine. Ya.
En un instante salían por la puerta. Bit caminaba tan de prisa que a Georgiana no le dio tiempo
de coger ni su sombrero ni su parasol.
—Robert —dijo, intentando atraparlo sin tener que echar a correr—, tu paso es demasiado
rápido para dar un paseo.
Él aminoró la marcha al instante, acoplándose a su ritmo, pero tenía la mandíbula tan apretada
que ella no creía que pudiera hablar. Bueno, si había alguna virtud que había aprendido de la
duquesa, era a hablar de cosas sin importancia hasta que la otra persona se sentía lo
suficientemente cómoda como para contestar.
—Ayer por la noche le dije a Edward que tendría que firmar y datar todos sus dibujos —
empezó ella—. Cuando los mire más adelante, le gustará saber cuándo los dibujó.
—A veces, yo también tengo problemas en recordar algunas cosas —dijo el joven en un tono
bajo y tranquilo.
«Un triunfo.»
—Y yo, aunque depende de lo que sea —contestó Georgiana, e hizo una pausa para darle la
oportunidad de reanudar la conversación—. Soy buena con las caras, pero para recordar lo que
pasó, quién lo dijo y dónde, mi memoria está llena de agujeros.
—Lo dudo, pero gracias por decirlo. —Inspiró hondo, soltando a continuación un suspiro—. ¿Te
pedí alguna vez que te casaras conmigo?
—No. Eres uno de los pocos que no lo han hecho.
—Fui un idiota.
Ella rió, aunque experimentó una cierta sensación de incomodidad. Estar liada con su hermano
ya era bastante difícil, y no quería herirle.
—Tú eras, y eres, extraordinariamente independiente.
—Tan independiente que hay días en que no me atrevo a salir de casa.
—Hoy estás aquí.
Lo que podría ser una sonrisa se dibujó en la boca de él.
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—A ti te gusta Dare hoy. No estaba seguro de que quisieras hablar conmigo mañana.
—Yo siempre querré hablar contigo, Robert. Pase lo que pase entre Tristan y yo.
El asintió.
—Bien. Y tú siempre podrás hablar conmigo. Dicen que soy bueno escuchando. —Bit le echó
una mirada de reojo entre sus espesas y negras pestañas, como si quisiera asegurarse de que se
había dado cuenta de que bromeaba.
—No has perdido tu sentido del humor, veo.
—No del todo.
Habían llegado al extremo este de Hyde Park, que estaba lleno de gente a caballo y carruajes a
aquella última hora de la mañana. Aunque Robert no dijera nada, ella pudo percibir que se sentía
cada vez más incómodo a medida que tenían más gente alrededor.
—¿Has probado alguna vez el pastel de Johnston? —le preguntó.
—No.
—Entonces te compraré uno. —Georgiana se dirigió hacia el sur, apartándose del parque.
—No. Me tengo que ir. —Un músculo saltó en su mejilla, y parecía cauteloso y enfadado...
consigo mismo, pensó ella.
Los Carroway eran hombres orgullosos, y Robert debía de odiar que Georgiana se diera cuenta
de su incomodidad.
Volvieron por Regent Street, caminando el uno al lado del otro, en silencio, mientras Josephine
los seguía detrás. Deseaba preguntarle al joven si había un motivo particular por el que hubiese
decidido visitarla ese día, o algo específico que quisiera contarle. Aun así, no querría que se fuera o
incomodarlo de manera que no quisiera volver.
Cuando estuvieron de regreso en la mansión Hawthorne, Georgiana pidió a un mozo que
acercara el caballo de Robert a la entrada.
—Me alegra que hayas venido —dijo—. Lo digo en serio; si en algún momento te apetece
hablar, yo estaré a tu disposición.
Sus profundos ojos azules la miraron largo rato, transmitiéndole la desconcertante sensación
de que podía ver lo que ella pensaba.
—Tú eres la única que no me hace sentir como si fuera Pinch —dijo finalmente. Frunció el cejo.
—¿«Pinch»?
—Ya sabes, de La comedia de los errores: «Con ellos traían a un tal Pinch, hambriento truhán
de rostro demacrado, puro esqueleto, un charlatán, un brujo vulgar y adivino, un menesteroso de
mirada apagada, muy desdichado; un muerto viviente».
La cita, y el tono profundo y llano con que la dijo, la sorprendió.
—Para ser alguien que dice tener problemas para recordar cosas, eso lo has recordado
bastante bien.
Aquella leve sonrisa volvió a dibujarse en su boca, y entonces el joven se encogió de hombros.
—Me pasé siete meses en una prisión francesa. He memorizado esa obra; un viejo libro que era
lo único que teníamos para leer. Nos... animaban a permanecer en silencio. En todo momento.
—Robert —murmuró, tocándole la mano.
Él se apartó.
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—No hay... nada peor. No dejes que nada te atrape, Georgiana, signifique eso estar con Tristan
o estar sin él. No aceptes algo porque sea lo más fácil. Si lo haces, no te quedará nada. Eso es lo
que he venido a decirte. —Montó en su caballo y se fue al galope por el camino de acceso.
Inquieta, ella se sentó en la escalera de entrada. Robert no decía muchas cosas, pero cuando lo
hacía...
—Dios mío —susurró.
Aunque lo que le hubiera dicho fuese espantoso, la ayudó a aclarar sus ideas. No dejaría que
nadie dictara cómo tenía que vivir su vida. Amelia Johns tenía algo que no le pertenecía... y
Georgiana estaba dispuesta a recuperarlo.
El mayordomo de los Johns acompañó a Georgiana a una sala de estar del piso de abajo, donde
una docena de jóvenes de la edad de Amelia estaban sentadas, soltando risitas y comiendo
sándwiches.
Amelia se levantó al verla para darle la bienvenida, con una sonrisa en su cara ovalada.
—Buenas tardes, lady Georgiana. No esperaba verla aquí.
—Bueno, necesitaba un momento para hablar con usted de una cosa, señorita Johns —dijo
Georgiana, incómoda.
Aparte de Tristan, aquella joven era la otra única persona que sabía lo que había hecho... y
tenía los medios para arruinar su reputación.
Aun así, mirando su bonita cara, su mirada inocente y a sus risueñas amigas, Georgiana no
pudo evitar pensar por un momento que Tristan se había equivocado, que había malinterpretado
sus motivos para esconder la carta y las medias. Quizá Amelia sólo estuviera celosa. Después de
todo, él había prestado atención a la chica, y era un hombre devastadoramente guapo. Por su
parte, Georgiana le había prometido ayudarla. De alguna forma, todo aquello era culpa suya.
—Sí, es cierto que tenemos que hablar —contestó Amelia—, pero ¿no desea tomar una taza de
té antes?
Georgiana forzó una sonrisa.
—Eso sería fenomenal. Gracias, señorita Johns.
—Oh, por favor, llámame Amelia. Todo el mundo lo hace.
—Muy bien. Amelia, pues.
La anfitriona se dirigió al resto de las chicas de la estancia.
—Seguro que conocéis a lady Georgiana Halley. Su primo es el duque de Wycliffe.
—Ooh. He oído que se ha casado con una institutriz —comentó una de ellas—. ¿Es cierto?
—Emma era la directora de una escuela de señoritas —respondió Georgiana. El ambiente en la
estancia era... extraño. Incluso hostil. Se le erizó el vello—. Y prima de un vizconde —añadió,
aceptando una taza de un sirviente.
—Y ahora es duquesa —remató Amelia, haciéndole una señal a Georgiana para que se sentara
a su lado—. Así que al final, el pasado no cuenta.
La mirada que dirigió a Georgiana parecía estar llena de secretos, como invitándola a decir algo.
Empezó a sentirse preocupada, y dio un sorbo a su té. Quizá estuviera en minoría, pero en
absoluto estaba desarmada.
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Aunque había coincidido con todas aquellas chicas en varios eventos de la Temporada, no
conocía demasiado a la mayoría. Eran hijas y sobrinas de barones y caballeros la mayor parte, y
había también una o dos nietas de algún noble de mayor nivel.
Ellas empezaron a hablar otra vez unas con otras de cosas estúpidas como la moda y el tiempo,
y Georgiana se relajó un poco. Quizá simplemente estaba nerviosa y malinterpretaba las cosas.
—Lady Georgiana —dijo Amelia en voz baja—. Me sorprende mucho verla aquí.
—Quería disculparme —contestó ella.
—¿De verdad? ¿Por qué?
—Por lord Dare. Me temo que mis planes se han descarriado de forma preocupante.
—¿Y cómo es eso?
Después de ver la nota, Amelia debía de saberlo. Pero si aun así quería oír su disculpa,
Georgiana estaba dispuesta a dársela. Mirando al resto de las chicas, dijo:
—Creo que esta conversación requeriría algo más de intimidad, si no le importa.
—Hum. Supongo que mis invitadas me disculparán unos minutos. —Se levantó—. ¿Nos
disculpáis un momento?
El tintineo y las risitas no cesaron mientras Georgiana seguía a la anfitriona fuera de la sala y a
lo largo del pasillo, hacia una sala más pequeña que daba a una calle tranquila.
—Su casa es realmente preciosa —comentó, observando la cara y elegante decoración.
—Gracias. Y ahora dime, ¿realmente has venido aquí a disculparte por tus... indiscreciones con
Tristan? No es necesario, te lo aseguro.
Georgiana se tragó lo que iba a contestar. Amelia tenía derecho a estar enfadada.
—Es necesario, porque te dije que haría todo lo posible para que pudieras casarte con él, y he
hecho de todo menos eso.
—No digas tonterías. Gracias a ti, voy a ganarlo como marido.
«Sé educada», se recordó Georgiana.
—Ha sido todo un gran malentendido, y me siento fatal. Yo sólo quería ayudarte. Debes
creerme.
—No me lo creo en absoluto —contestó Amelia, manteniendo la calma—. Pero como te he
dicho, no importa. Tengo a lord Dare en el punto de mira, y voy a casarme con él.
—¿Chantajeándolo? —le espetó ella, antes de poderse contener.
La chica se encogió de hombros.
—No seré tan idiota de no aprovechar algo que me he encontrado en el camino.
Las preguntas directas y la indignación parecía ser lo que mejor funcionaba con ella.
—Algo que robaste.
—¿Y cómo lo consiguió Tristan, te ruego que me lo cuentes?
Georgiana estuvo a punto de contestar, pero entonces cerró la boca. Hacerlo no serviría de
nada.
—Amelia, lo que pasó entre Tristan y yo fue completamente inesperado, pero no voy a dejar
que lo utilices para hacernos daño a ninguno de los dos. Estoy segura de que no querrás hacer algo
tan... innecesario, que destrozaría tanto la amistad que tienes con Tristan como conmigo.
—Tú y yo no somos amigas, Georgiana. Somos rivales. Y yo he ganado.
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—No creo que esto sea una competición...
—Y mis acciones sí son necesarias, porque Tristan ya me ha dicho que no tiene intenciones de
casarse conmigo. —Suspiró—. Así que pase lo que pase será todo culpa de él. Le dije que estabas
jugando con sus sentimientos y dándole una lección, así que, en estos momentos, tampoco creo
que te quiera a ti. Cuando él y yo nos hayamos casado, te devolveré tus asquerosos pequeños
objetos, y estaremos todos felices.
Y pensar que había creído que Amelia era una pobre chica ingenua e indefensa. Durante un
largo rato estuvieron mirándose la una a la otra, y entonces, Georgiana se fue.
Su primer instinto cuando subió al carruaje de su tía fue ir a ver a Tristan y decirle que tenía
razón, y preguntarle si se le había ocurrido algún plan. Pero mientras reconsideraba el problema,
se le ocurrió una cosa. Todo lo que le estaba sucediendo lo había orquestado ella misma. Primero,
había decidido que Tristan necesitaba una lección, y que ella era la única que podía dársela. En ese
momento se metió ella sola en la trampa, volviéndose a enredar.
Pero quería a Tristan Carroway. Tal como Robert había dicho, no podía cruzarse de brazos y
aceptar el futuro que otros hubiesen decidido para ella. Tenían que hablar, y una vez más se
preguntó si podría fiarse de él tal como su corazón deseaba desesperadamente.
Georgiana bajó la ventanilla de comunicación..
—Hanley, por favor, lléveme a la mansión Carroway —dijo—. Me gustaría visitar a la señorita
Milly y la señorita Edwina esta tarde.
El cochero asintió.
—Muy bien, milady.
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CAPÍTULO 21
¿Qué dices? ¿Puedes amar a un caballero?
Romeo y Julieta, acto I, escena III
Cuando Tristan regresó a su casa después del final de la sesión del Parlamento, fue directo a su
despacho. Sabía perfectamente que jamás lograría reunir las novecientas libras que necesitaba
para los próximos tres meses, pero tenía que conseguir un poco de dinero para ganar algo de
tiempo y encontrar el modo de convencer a Georgiana de que se casara con él... sin destrozar su
reputación por el camino.
—¿Milord? —lo llamó Dawkins desde la puerta.
—¿Qué hay?
—Vengo a informarle de que lady Georgiana está aquí, visitando a la señorita Milly y a la
señorita Edwina.
Tristan se puso en pie de un salto y se dirigió a la puerta con tanto ímpetu que casi tiró al
mayordomo.
—¿Quién le ha dicho que me informara de su visita?
—Lady Georgiana, milord. Están en la salita. Lleva allí mucho rato, pero no creo que tenga
intención de irse hasta hablar con usted.
—¿Y por qué no le ha dicho que estaba aquí?
—Yo estaba en la cocina, milord, reponiendo la despensa.
—Querrá decir que estaba allí durmiendo.
El hombre se irguió de golpe.
—Milord, yo...
—No se preocupe.
Si Georgiana estaba allí, señal de que ya había hablado con Amelia. Una parte de él confiaba en
que hubiera conseguido que esa arpía le devolviera las medias y la carta. Y así, sin nada
cerniéndose amenazante sobre sus cabezas, ese mismo día podría pedirle que se casara con él.
Otra parte de él, la que le hacía sentir como un caballero medieval dispuesto a rescatar a su
amada de un dragón, quería que Amelia se hubiera negado. Tristan había hecho sufrir tanto a
Georgiana, que ahora sentía que todo era culpa suya.
—Buenas tardes —dijo al entrar en la salita.
Ella estaba sentada entre sus dos tías, y las tres se estaban riendo. Pero tan pronto como lo
miró, supo que su plan no había funcionado. Fuera lo que fuese lo que quisiera decirle, los ojos de
Georgiana nunca le mentían.
—Buenas tardes —respondió ella—. Tus tías me han estado contando las trastadas de Dragón.
—Sí, gracias a Dios que no es más grande, o habría derribado ya la casa. —Se acercó más—.
Tías, ¿puedo robaros a Georgiana un momento?
—Bueno, supongo que sí —respondió Milly riéndose—. Siempre nos robas a las visitas más
bonitas.
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—¿En serio? —murmuró Georgiana cuando ya estaban en el pasillo—. ¿Y puede saberse
cuántas visitas bonitas les has robado a tus tías?
—Sólo a ti. ¿Qué ha pasado?
Ella miró a ambos lados del pasillo. Tristan comprendió el gesto y la condujo a la biblioteca,
donde cerró la puerta mientras ella se sentaba en el sofá.
—Cuéntamelo.
—Cuando he llegado creía que estarías en casa —empezó Georgiana nerviosa—. Me había
olvidado por completo de que hoy había sesión en el Parlamento, y después de ir de paseo con Bit
se me ha hecho tarde para ir a visitar a Amelia. Ella estaba tomando el té con sus amigas, y yo no
sabía qué decirles, pero...
—Un segundo —la interrumpió él, sentándose en el reposabrazos del sofá—. ¿Te importaría
retroceder hasta «después de ir de paseo con Bit»?
—Ah. —Una nota de humor apareció fugazmente en los ojos de Georgiana—. Deduzco que no
sabías que iba a venir a verme.
—Él no habla nunca. ¿Cómo se supone que tendría que saberlo?
—Podrías haberme dicho que había estado prisionero en una cárcel francesa en la que le
tenían prohibido hacer el más mínimo ruido —replicó ella—. No me extraña que le cueste tanto
hablar.
Tristan permaneció sentado, tratando de asimilar lo que ella había dicho y de relacionarlo con
el comportamiento de su hermano.
—Dios mío —farfulló. Georgiana le tocó el brazo. —No lo sabías, ¿verdad?
—No, no lo sabía. ¿Durante cuánto tiempo estuvo...?
—Siete meses.
«Siete meses.»
—¿Llegó a luchar en Waterloo?
—No lo sé. ¿Acaso importa?
Tristan se puso furioso; furioso con los malditos políticos que habían mandado a su hermano a
Francia y que habían levantado toda aquella barrera burocrática que había impedido enterarse de
que Robert llevaba siete meses desaparecido de su jodido batallón.
—Importa en la medida en que le extrajeron cinco balas del cuerpo, y me gustaría saber cómo
llegaron allí. Dios.
—Tristan —murmuró Georgiana—, está vivo, y ya te lo contará cuando esté preparado.
Respirando hondo, él asintió, y entrelazó sus dedos con los suyos.
—Gracias.
—No tienes por qué dármelas.
Tristan asintió con la cabeza. Bit terminaría por salir de aquello; el problema con Georgiana era
más inmediato.
—Dime que tienes buenas noticias.
Los ojos verdes de la joven pasaron de la preocupación a la exasperación.
—¿Sabes?, la primera vez que os vi juntos a Amelia y a ti pensé que la pobre no tenía ninguna
posibilidad de plantarte cara, y que necesitaba desesperadamente que alguien la rescatara —
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empezó Georgiana, apretando y aflojando los dedos contra los de él—. No tenía ni idea de que era
la última persona de Inglaterra que necesitara ser rescatada.
—No va a devolverte tus cosas.
—Oh, sí, está más que dispuesta a devolvérmelas. Después de que os caséis.
La mirada de Georgiana le dijo más cosas de lo que ninguna palabra podría decirle jamás. Ella
quería saber si tenía intención de casarse con Amelia, y no quería que lo hiciera. A él le dio un
vuelco el corazón. Si volvía a perderla, Tristan se moriría.
—Entonces, necesitamos un plan alternativo, porque no pienso casarme con esa bruja.
—¿Y qué sugieres? —Georgiana se alisó la falda—. Si a ti no te importa, a mí me gustaría seguir
manteniendo en secreto... la naturaleza de nuestra relación.
—El plan que se me ha ocurrido hará que eso sea muy difícil —contestó él despacio. El corazón
le latía tan rápido que creía que iba a salírsele del pecho.
—Entonces habrá que pensar en otra cosa. Tristan, no podría soportar... Oh, bueno, al fin y al
cabo es culpa mía. Tal vez me merezca perder mi reputación.
—Cásate conmigo, Georgiana. Eso minimizará cualquier escándalo que Amelia pueda suscitar.
Ella se levantó tan rápido que casi lo tiró al suelo.
—Pero...
—Pero ¿qué? —repitió él poniéndose también en pie—. Es perfecto.
—Pero... —Georgiana se acercó a la ventana y regresó, retorciéndose nerviosa las manos—. La
otra noche, cuando te portaste tan bien conmigo después de... Pensé que tal vez tú... estabas
tratando de conquistarme de nuevo para vengarte.
Tristan parpadeó, atónito.
—Al principio quizá se me pasó por la cabeza. Pero por Dios santo, Georgiana, ¿no sabes que
ahora soy sincero? ¿Que llevo mucho tiempo siéndolo?
Mirándolo, ella asintió.
—Pero no podemos hacer eso —susurró.
El palideció de golpe.
—¿Por qué no? ¿Por qué diablos no podemos casarnos?
—Porque no me casaré contigo para evitar un escándalo o que me chantajeen. Por el modo en
que empezaron las cosas entre tú y yo, no podría soportar pasarme el resto de la vida
preguntándome si alguno de los dos se casó por obligación.
A él le tembló un músculo de la mandíbula. Georgiana deseó no haber dicho eso, pero era la
verdad. Si se casaban porque se sentían responsables, o para proteger al otro, siempre se
culpabilizarían el uno al otro, y ella jamás podría confiar en Tristan por completo.
—La gente siempre se casa por algún motivo —replicó él, sosteniéndole la mirada—. No
puedes pretender evitarlos todos.
—Pero éste sí. No voy a permitir que trates de salvarme. Puedo salvarme sola.
—Georgiana, yo no...
—No —lo interrumpió y se dirigió hacia la puerta. Tenía que irse, antes de que él la viera llorar
—. No puedo casarme contigo. No, en estas circunstancias.
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Tristan la cogió por el hombro y la hizo volverse antes de que ella se diera cuenta siquiera de
que había eliminado la distancia que los separaba.
—Pero en otras circunstancias sí lo harías.
No era una pregunta sino una afirmación, casi una súplica.
—Quizá.
Se apartó de él y salió de la biblioteca.
En aras de la buena educación, Georgiana debería despedirse de las tías de Tristan, pero
maldición, las lágrimas volvían a resbalarle por las mejillas. Corrió escaleras abajo y le arrebató el
sombrero y el chal a un sorprendido Dawkins, y a continuación se escondió en el carruaje de la
duquesa.
—Lléveme a casa.
—Sí, milady.
Necesitaba hablar con alguien, contarle el lío en que se había metido. Pero si se lo contaba a su
tía, probablemente ésta se lo contaría a Grey y su primo iría en busca de Tristan, y uno de los dos
saldría herido. Lo mismo pasaría si se lo contaba a su hermano o a Emma, y no podía decírselo a
uno de los hermanos de Tristan. Además, se negaba rotundamente a volver a casa llorando. Si las
cosas dejaran de escaparse de su control, tal vez conseguiría calmarse.
—Hanley —dijo, asomándose por la ventanilla de comunicación—, por favor, lléveme a casa de
Lucinda Barrett.
El cochero no se inmutó, a pesar de que esa mañana ya habían pasado dos veces por delante
de la mansión Hawthorne y habían rodeado Mayfair otras tantas.
—Sí, milady.
Georgiana también habría confiado en Evelyn, pero ésta siempre pensaba bien de los demás, lo
que a esas alturas no la ayudaría demasiado. Lucinda era casi tan escéptica como ella, y a veces
incluso más. Era el tipo exacto de amiga que necesitaba en aquellos momentos.
—¡Lady Georgiana! —exclamó Madison, el mayordomo de los Barrett, al verla—. ¿Le pasa
algo?
Ella se secó las lágrimas.
—No, no, Madison. Estoy bien. ¿Está Lucinda en casa?
—Iré a ver, milady. Si es tan amable de esperar en la salita.
El hombre la acompañó y después se fue. Demasiado alterada como para quedarse quieta,
Georgiana paseó de una ventana a la otra, retorciéndose las manos. Aquello era demasiado. Todo
ese día estaba siendo demasiado.
—Georgie, ¿qué pasa? —Lucinda entró en la salita vestida con sus mejores galas.
—Lo siento —respondió ella, de nuevo con lágrimas en los ojos. Trató de parpadear, pero eso
sólo empeoró las cosas—. No sabía que ibas a salir. Me iré en seguida.
Lucinda le cerró el paso y la acompañó hasta el sofá.
—No harás tal cosa. Madison, pida que nos preparen un poco de té, por favor.
—Sí, señorita.
—Ni siquiera sé por qué estoy llorando —comentó su amiga, obligándose a sonreír y secándose
las lágrimas—. Supongo que me siento muy frustrada.
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—Cuéntamelo todo —le dijo Lucinda, quitándose los guantes y dejándolos encima de la mesa.
El mayordomo reapareció con un lacayo pisándole los talones que llevaba una bandeja, ella les
hizo señas de que lo dejaran todo y se fueran—. Y, Madison, si lord Mallory viniera de visita, dígale
por favor que lo lamento mucho, pero que estoy indispuesta.
—Sí, señorita Lucinda.
—¿Mallory? —preguntó Georgiana cuando la puerta se cerró y se quedaron solas—. Pensaba
que le habías dicho que no estabas interesada.
—Lo he hecho, varias veces, pero él me deja llevar las riendas. —Lucinda alargó la mano y cogió
la suya—. ¿Qué ha pasado?
Ahora que había llegado el momento, Georgiana no estaba segura de hasta dónde quería
contarle. Se había pasado los últimos seis años guardando un secreto y ahora, hablar de él le
estaba resultando más difícil de lo que había previsto.
Lucinda pareció darse cuenta.
—Dime sólo lo que quieras —le sugirió calmada—. Ya sabes que nada saldrá de estas paredes.
Ella tomó aire.
—Tristan me ha pedido que me case con él.
—¿Qué? ¿Que ha hecho qué?
—Me ha pedido que me case con él.
Lucinda se puso en pie y se sirvió una taza de té.
—En ocasiones como ésta, me gustaría que las mujeres bebiéramos brandy. ¿Qué le has dicho?
—Le he dicho que en estas circunstancias no podía.
—¿Y qué circunstancias son ésas?
—Oh, vaya. Yo... le di a Tristan unas cosas —empezó nerviosa—, y alguien las ha cogido. Y
ahora, si él se niega a casarse con ella, esa persona las utilizará para arruinar mi reputación.
—Entiendo —contestó Lucinda bebiendo un poco de té antes de añadirle más azúcar—. No
pretendo meterme donde no me llaman, pero quizá me sería más fácil ayudarte si me dijeras algo
más que pronombres personales.
Georgiana asintió y respiró hondo.
—Las cosas son un par de medias y una nota, y la persona que se las llevó es Amelia Johns.
—Creía que Dare iba a casarse con ella.
—En algún momento lo pensó.
—Pero ahora quiere casarse contigo.
Cuando Lucinda lo dijo, la frase pareció ganar significado. Tristan quería casarse con ella. De
verdad quería casarse con ella.
—Sí, o eso dice.
—¿Y cuándo ha sucedido todo eso?
—Hará unos veinte minutos. —Georgiana comprendía perfectamente la confusión de su amiga
—. Trata de seguir el ritmo, Luce —le pidió con una sonrisa.
—Lo estoy intentando. Pero dejando a un lado que Amelia Johns quiera chantajear a Dare con
tus cosas, lo que por ahora no entiendo, ¿tú quieres casarte con él?
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—Mi corazón sí —susurró ella, y los ojos volvieron a llenársele de lágrimas—. Mi mente no lo
tiene tan claro.
—Pues dile que sí, y haga lo que haga Amelia carecerá de importancia.
—No es tan sencillo. Hace unos cuantos años, Tristan participó en una apuesta que... me hizo
daño. De algún modo, consiguió que nadie chismorreara sobre el asunto, pero tengo miedo de...
—De confiar en él. —Luce terminó la frase—. ¿Crees que Tristan utilizará las medias y la nota
en tu contra?
—No. El jamás haría eso. Pero hasta que esto se resuelva, no sé si las decisiones que podamos
tomar serán las correctas.
—Pues entonces recupera las medias.
—Amelia no quiere devolvérmelas. No hasta que ella y Tristan estén casados.
—Te lo repito: recupera las medias.
Georgiana se apoyó en el respaldo del sofá y miró a su amiga. La idea de colarse en la casa de
otra persona y robar algo tenía su encanto. Y, para empezar, aquellas medias eran suyas. Si las
recuperaba y si Tristan no se había declarado sólo porque se sintiera culpable, tal vez entonces
volvería a pedirla en matrimonio. Y ella podría decir que sí, aunque eso le daba más miedo que
meterse en una casa ajena. Pero bueno, quería recuperar lo que era suyo.
—¿Quieres que te ayude? —preguntó su amiga —No. Si surgiera algún problema, quiero
afrontarlo yo sola, Luce. Como también será sólo decisión mía si lo hago o no.
Terminaron de tomarse el té y hablaron de asuntos más cotidianos. Lucinda trató de
tranquilizarla, y Georgiana le agradeció el esfuerzo, pero durante todo el rato estuvo pensando en
Amelia Johns.
Era muy fácil decir que se colaría en casa de los Johns y recuperaría lo que le pertenecía, pero
hacerlo era algo muy distinto. De ser capaz, salvaría a Tristan de un matrimonio que no deseaba, y
se salvaría a sí misma del escándalo. Al mismo tiempo, le estaría diciendo sin ningún género de
dudas que quería casarse con él. Si Tristan seguía queriendo vengarse, podía destrozarle el
corazón en cuestión de segundos.
Por encima del miedo y de los nervios, tenía que reconocer que lo que de verdad quería era
escucharlo y decirle que quería casarse con ella no por obligación, sino porque deseaba hacerlo.
Cuando regresó a la mansión Hawthorne ya lo tenía todo decidido. La noche siguiente se
celebraba un baile en casa de los Everston, y Amelia seguro que iba a asistir. Georgiana en cambio
iría de visita a la mansión de la señorita Johns para recuperar sus medias y su nota.
Lo primero que tenía que hacer para prepararse, pensó, era encontrar la indumentaria
adecuada. Inspeccionó su guardarropa hasta hallar un viejo vestido de seda marrón y gris que
había llevado en el funeral de un pariente lejano. Todavía le iba bien, aunque le apretaba un poco
en las caderas. Bueno, tal como Tristan le había dicho, ahora tenía más curvas.
Georgiana sonrió al recordar esa noche y luego se miró en el espejo. Su sonrisa era la de una
mujer enamorada. No tenía ni idea de cómo había llegado a sentirse eso en sólo cuestión de
semanas, pero no podía seguir negándolo.
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La prueba definitiva sería cuando le enseñara las medias y la nota a Tristan. Entonces, una de
dos, o quedaría como una idiota, o él volvería a declarársele... y ella tendría que decidir de una vez
por todas si podía entregarle o no su corazón.
Mary apareció en la puerta y Georgiana volvió a colgar el vestido en el armario.
—¿Qué hay?
—Lord Westbrook ha venido a verla, milady.
«Oh, no.» Había estado tan preocupada con Tristan y lo de Amelia que ni siquiera se había
acordado de la petición de mano de Westbrook.
—Maldita sea. Bajaré en seguida.
Cuando llegó al salón, se detuvo junto a la puerta. Westbrook estaba sentado en un extremo
del sofá, llevaba un ramo de rosas en una mano y tenía la mirada fija en el fuego que ardía en la
chimenea. Ése podía ser su futuro: calmado, sereno, tranquilo. Tendrían habitaciones separadas,
por supuesto, y celebrarían el número justo de fiestas durante la Temporada, siempre con la gente
adecuada. Durante las noches, el marqués atendería sus negocios y ella bordaría, y él nunca le
diría nada que pudiera alterarla.
Georgiana tuvo un escalofrío. Ella quería noches apasionadas, y risas, y discutir sobre los
precios y sobre política y sobre cualquier tontería que le pareciera interesante. Y si en medio de
esas discusiones se enfadaban alguna vez, mucho mejor.
Lo observó un segundo más, y Westbrook ni siquiera se movió. Tristan no podía estarse quieto
cuando la estaba esperando. Ella carraspeó.
—Georgiana —la saludó el marqués, levantándose al verla—. Tienes buen aspecto.
—Gracias. Lamento haberte hecho esperar.
—No importa.
—¿Puedo ofrecerte un poco de té?
—Gracias, no. Yo... me estaba preguntando. ¿Has pensado en lo que te pregunté?
—Sí, John. Y no sé cómo decirte esto.
En el rostro de él apareció alguna emoción, pero la ocultó al instante y bajó el ramo.
—Me estás rechazando.
—Eres un hombre maravilloso, muy atento, y cualquier mujer se sentiría muy afortunada de
tenerte como marido. Yo...
—Por favor, Georgiana. Ya has tomado tu decisión; ten la cortesía de no explicarme por qué.
Limítate a rechazarme, y yo seguiré mi camino. Buenos días, milady.
Sin perder la calma ni un segundo, pasó por su lado, cogió el sombrero y se fue. Georgiana se
quedó sentada en el sofá. Había sido tan fácil que se sentía aliviada. Westbrook era un perfecto
caballero, correcto y sin sangre en las venas. Era imposible que estuviera enamorado de ella, y
mucho menos «desesperadamente», como le había dicho.
Así que volvía a estar donde al principio; deseando a un hombre que poseía un título antiguo
aunque algo deteriorado, una mala reputación, carecía de dinero, y tenía tendencia al caos y a
cometer locuras. Sólo que esa vez, tal vez él la quisiera tanto como ella a él.
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Esa noche Georgiana jugó a las cartas con su tía y escribió a su madre sin contarle nada sobre
Tristan ni las numerosas ofertas de matrimonio que había recibido, sino que sólo le habló de la
última moda de Londres. Con tres hijas más por casar y una de ellas que iba a presentarse en
sociedad la siguiente Temporada, su madre sabía lo importante que era ir a la última. Por suerte,
lady Harkley estaba convencida, igual que la mayoría de la gente, de que Georgiana nunca se
casaría, por lo que había dejado de incordiarla con el asunto.
—¿Estás bien, querida? —le preguntó Frederica.
Ella salió de su ensimismamiento.
—Sí, claro. ¿Por qué lo preguntas?
—Apenas has ganado una mano en toda la noche, y ambas sabemos que eres mucho mejor
jugadora que yo. Pareces tener la cabeza en otra parte.
—Estoy tratando de tenderte una trampa —respondió, tratando de concentrarse en el juego.
—Georgiana —insistió su tía, colocando una mano encima de la de su sobrina—, eres como una
hija para mí. Ya sabes que puedes contarme lo que quieras, y que haré todo lo que esté a mi
alcance para ayudarte.
—Tú eres como una madre para mí —replicó ella quebrándosele la voz—. Pero he descubierto
que hay algunas cosas que tengo que resolver yo sola.
—La gente habla de ti y Dare, ¿lo sabes, no? Dicen que, al parecer, dos viejos enemigos se han
reconciliado.
—Él ha cambiado mucho —convino Georgiana, repartiendo las cartas.
Lady Frederica asintió.
—Me he dado cuenta. Pero no te olvides de que ciertas cosas no cambian nunca. Su familia
está pasando un mal momento económico, querida. Odiaría pensar que te ha hecho creer ciertas
cosas sólo porque quiere tu dinero.
—Ya te lo he dicho —contestó Georgiana haciendo un esfuerzo por mantenerse calmada, a
pesar de que se había puesto tensa—, me ocuparé de esto yo sola. —Ella sabía que su dinero
formaba parte de todo aquel embrollo; Tristan jamás se lo había ocultado. Y gracias a su
honestidad, no la asaltaban todavía más dudas.
—Del mismo modo que te has ocupado de lord Westbrook.
—Ya te dije que no estaba enamorada de él.
—Y yo te dije que harías bien en pensar en tu tranquilidad y en tu confort, en vez de en tu
corazón.
—Lo estoy intentando.
—Inténtalo con más ganas.
Al final, lady Frederica se dio por vencida y dirigió la conversación hacia temas más agradables.
Cuando se excusó y dijo que iba a acostarse, Georgiana dio rienda suelta a su tensión. Al día
siguiente por la noche tendría que ponerse manos a la obra. Y si era tan transparente como lo
había sido con su tía, alguien se daría cuenta de que pasaba algo raro.
«Basta, basta, basta», se dijo a sí misma. Si seguía tan histérica, los Johns la encontrarían
desmayada en la puerta de su casa.
Eso la hizo sonreír. Seguro que eso haría que Amelia lo pasara mal durante al menos un par de
minutos.
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Al día siguiente, Georgiana se reunió con Evelyn y Lucinda para almorzar en su café preferido, y,
aunque Luce trató de averiguar si ya había tomado una decisión, ella esquivó el tema bastante
bien. Pero la curiosidad de Evie fue más difícil de apaciguar.
—Lo único que digo —insistía ésta, cortando un pedazo de melocotón—, es que creía que la
lección que ibas a darle a lord Dare tenía que ver con lo peligroso que era jugar con el corazón de
las damas.
—De eso se trataba precisamente, querida.
—Entonces, ¿por qué todo el mundo comenta que te está cortejando?
Georgiana se sonrojó.
—Eso no es...
—Evie —la interrumpió Lucinda—, he oído que tu hermano regresará de la India antes de final
de año. ¿Es verdad?
Su amiga sonrió.
—Sí. Tengo que reconocer que echo mucho de menos a Víctor, a pesar de su mala costumbre
de creer que siempre lo sabe todo. Pero las historias que cuenta son tan románticas. ¿Os he
enseñado el chal que me mandó de Delhi?
—Sí —respondieron las otras dos al unísono, y las tres se rieron.
—Es precioso. Deberías ponértelo el día que regrese —dijo Georgiana.
Para su sorpresa, ese comentario hizo que Evelyn perdiera su buen humor.
—Mi madre quiere que elija marido antes de que Víctor regrese —comentó pesarosa—. Está
convencida de que mi hermano jamás dará su aprobación a ninguno de mis pretendientes, así que
si me caso con alguien antes de que él pueda opinar, ya no podría hacer nada para impedirlo.
—¡Pero eso es horrible! Por favor, no me digas que vas a hacerle caso a tu madre —dijo
Lucinda, cogiendo la mano de Evelyn.
—No quiero, pero ya sabes cómo es. Cómo son los dos. —Evie se estremeció.
Un camarero se acercó para servirles más limonada y Georgiana sonrió a sus dos queridas
amigas. Ellas eran las únicas capaces de levantarle el ánimo cuando estaba decaída, y de no
formularle preguntas a las que no quería responder.
—Georgie —susurró Lucinda, muy nerviosa—, detrás de ti está D...
—Buenas tardes, señoritas. —La voz ronca de Tristan hizo que un cosquilleo le recorriera la
espalda.
Sin esperar a que lo invitaran, cogió una cuarta silla y la acercó a la mesa. Llevaba una chaqueta
gris claro que hacía resaltar sus ojos azules.
—Buenas tardes, lord Dare —respondió Lucinda, ofreciéndole un sándwich de pepino.
Él lo rechazó.
—No, gracias, no me puedo quedar. Esta tarde hay sesión en el Parlamento.
—Esta calle queda un poco lejos de su ruta, milord —comentó Evelyn.
—¿A quién has sobornado para saber dónde estaba? —le preguntó Georgiana con una sonrisa.
—A nadie. He utilizado mis dotes de deducción, después de que Pascoe me dijera que habías
salido a almorzar fuera. Resulta que sé lo mucho que te gustan los sándwiches de pepino, y
también que tus preferidos son los de este lugar. Y aquí estoy.
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1° de la Serie Lecciones de Amor
—¿Y por qué has ido a verme, si se supone que tienes que estar en la Cámara de los Lores?
—Porque hacía casi un día que no te veía —contestó él, apoyando la barbilla en la mano para
mirarla—. Te echaba de menos.
Georgiana se sonrojó. Sabía que tenía que decirle algo atrevido y audaz, pero le costaba pensar
cuando lo único que quería hacer era cogerlo por el cuello e inundarlo a besos.
—Eso es algo muy bonito —optó por decir, y en los ojos de Tristan vio su sorpresa, que no
tardó en ocultar.
—Ayer parecías algo alterada cuando viniste a visitar a mis tías. Están preocupadas por ti.
¿Quieres que les diga algo?
—Sí. Diles que... —Se detuvo porque, aunque quería decirle que se encontraba mejor, quizá
eso pudiera contradecir que esa noche no asistiera al baile—. Diles que siento haber tenido que
irme tan pronto, pero que me dolía la cabeza.
Él se le acercó más. Al parecer, se había olvidado de que sus amigas estaban allí y de que se
hallaban en un café, rodeados de gente.
—¿Y hoy cómo te encuentras?
—Mejor, pero algo cansada —contestó en voz baja—. Y ahora vete, Tristan.
Una sensual sonrisa apareció en los labios del vizconde.
—¿Por qué?
Georgiana llegó a la conclusión de que él no podía evitar ser tan deseable y excitante.
—Porque me molestas, y estás interrumpiendo mi almuerzo. Su sonrisa se ensanchó y le
alcanzó los ojos.
—Tú también me molestas. Mucho —le respondió en voz baja. Se echó de nuevo hacia atrás y
miró a las acompañantes de Georgiana. Después, se apartó de la mesa—. Que tengan un buen día,
señoritas. Supongo que las veré esta noche.
—Ah, sí, el baile de los Everston —dijo Evie—. Hasta entonces, lord Dare.
La mirada de él siguió fija en Georgiana.
—Hasta entonces.
—Dios mío —exclamó Lucinda cuando él se alejó—, se me ha derretido la mantequilla.
Georgiana se rió.
—¡Luce!
Sabía a lo que su amiga se refería. La conversación había sido íntima y sensual, y llena de
significado. Tristan había ido a verla para saber cómo se encontraba, y para hacerle saber que
tenía intención de conquistarla, pasara lo que pasase con Amelia.
Eso la hizo sentirse más optimista, y más valiente. Era una lástima que no pudiera verlo esa
noche, pero tenía que cometer un delito.
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CAPÍTULO 22
Los enamorados y los locos viven tan alucinados y con tan
caprichosas fantasías, que imaginan más de lo que la fría razón
puede comprender.
Sueño de una noche de verano, acto V, escena I
Georgiana le pidió a Mary que fuera a decirle a lady Frederica que no iba a asistir a la fiesta de
los Eversión, y luego se pasó los siguientes quince minutos caminando de un lado al otro de su
dormitorio. Cada vez que pasaba por delante de la puerta se detenía a escuchar, y luego daba
media vuelta hacia la ventana para seguir caminando.
Su tía esperaría hasta el último momento para ir a verla, por si acaso cambiaba de opinión.
Seguramente, creería que no quería asistir por culpa de Dare, y en parte tendría razón, pero no del
modo que ella pensaba.
Por fin oyó los pasos de la duquesa resonar por el pasillo, y corrió a meterse en la cama. Tenía
la respiración entrecortada y las mejillas sonrosadas, cosa que no era lo que había pretendido,
pero estaba tan nerviosa que cualquiera creería que estaba al borde de una apoplejía.
—¿Georgiana? —La mujer abrió la puerta y asomó la cabeza.
—Lo siento, tía Frederica —dijo, tratando de no quedarse sin aire—. Es sólo que no me
encuentro bien.
La duquesa se acercó a la cama y se inclinó para colocarle una mano en la frente.
—¡Dios mío, si estás ardiendo! Le diré a Pascoe que mande a llamar al médico de inmediato.
—¡No! No lo hagas, por favor. Sólo necesito descansar.
—Georgiana, no digas tonterías. —Corrió hacia la puerta—. ¡Pascoe!
«Oh, Dios. No, por favor.»
—Tía, espera.
Lady Frederica se volvió a mirarla.
—¿Qué pasa, mi niña?
—Te he mentido.
—¿De verdad? —Enarcó una delicada ceja y el sarcasmo de su voz fue difícil de obviar.
—Me he pasado los últimos veinte minutos caminando arriba y abajo para encontrar el valor
de decirte que no me encontraba bien. —Se sentó en la cama y le indicó a la duquesa que hiciera
lo mismo—. Todo eso que te dije acerca de que podía ocuparme de mis asuntos yo sola, eran...
tonterías.
—Gracias a Dios que te has dado cuenta. Me quedaré en casa, y quiero que me cuentes todos
tus problemas.
Georgiana le apretó la mano.
—No. Estás... preciosa, y lo único que quiero es quedarme aquí y leer un libro sin hacer nada.
Eso era verdad, independientemente de que finalmente pudiera hacerlo o no. La tía Frederica
le dio un beso en la frente y se levantó.
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—De acuerdo, quédate a leer, entonces. Yo disfrutaré siendo el centro de atención cuando les
diga a todos que estás en tu lecho de muerte.
Georgiana se rió.
—Eres muy mala, pero por favor, no se lo digas a Grey y a Emma. Vendrían los dos corriendo.
—Tienes razón. —La duquesa se detuvo en la puerta y levantó la mano para impedir que
Pascoe, que acababa de aparecer, dijera nada—. ¿Alguna instrucción en particular en lo que se
refiere a lord Dare?
Frederica Wycliffe era seguramente la persona más astuta que Georgiana había conocido
jamás, y después de haberla hecho pasar por tantas cosas, no sólo durante las últimas semanas,
sino a lo largo de los últimos seis años, fingir ahora que entre ella y Tristan no había nada sería
como insultarla.
—Dile la verdad, por favor, tía Frederica. Él lo adivinaría de todos modos.
—Sí, creo que sí.
—Su gracia —dijo el mayordomo—, mis disculpas. ¿Necesita algo más?
—Sí, necesito que me acompañe abajo —dijo la duquesa, dedicando tal sonrisa al hombre que,
por primera vez, Georgiana vio al mayordomo perder la compostura. Frederica le guiñó un ojo a
ella al cerrar la puerta, y un tranquilo silencio se adueñó de la habitación.
Al menos el silencio estaba tranquilo, porque ella seguro que no. Todavía era demasiado
pronto para salir. Aunque Amelia y sus padres seguro que estaban ya en la fiesta, sus sirvientes
estarían todavía despiertos.
Georgiana suponía que la chica guardaría las medias y la nota en su dormitorio, así que
empezaría a buscar por allí y rezaría para tener suerte. No podía ni imaginarse lo que pasaría si no
las encontraba. No podría volver a intentarlo más adelante, pues al cabo de dos días Amelia habría
empezado ya a contárselo a la gente y sus estúpidas amigas.
Se pasó las tres horas siguientes yendo de habitación en habitación, trató de sentarse a leer en
cuatro ocasiones, y lo dejó por imposible al instante. No podía estarse quieta, y mucho menos
concentrarse en un libro. Cuando el mayordomo y el resto del servicio empezaron a mirarla mal,
se disculpó y les dijo que podían retirarse.
Estaba casi segura de que a esas horas la mansión de los Johns estaba también a oscuras y en
silencio. Tomó aire. «Ahora o nunca.»
Sacó el vestido marrón del armario y se lo puso. A continuación, se calzó sus botas más
cómodas y se recogió el pelo en un sencillo moño en la nuca, para que no le molestara y porque
así si alguien la veía seguro que no la reconocería.
Aquello no lo hacía sólo por Tristan; también lo hacía por ella. La última vez que alguien le
había hecho daño, Georgiana se limitó a quedarse quieta y a sentir lástima de sí misma. Esa noche
iba a tomar las riendas de su vida.
Apagó la lámpara de la mesilla de noche, salió de puntillas al pasillo y cerró tras ella. Pascoe
había dejado la puerta de la entrada abierta para que la tía Frederica pudiera entrar cuando
llegara, y Georgiana salió de la mansión sin que nadie la oyera o la viera. Lo pasó mal durante unos
segundos, al no encontrar ningún carruaje, pero caminó hasta una calle más concurrida y
consiguió detener uno.
—¿Adonde la llevo, señorita? —le preguntó el fornido cochero al abrirle la puerta.
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Ella le dio la dirección y se metió en el coche, sentándose tensa en una esquina cuando se puso
en marcha. El corazón le latía muy de prisa, le martilleaba de un modo constante contra las
costillas, y mantenía los puños apretados. Se obligó a relajarse y se aferró a la excitación que
sentía en alguna parte de su interior y que le decía que aquello era lo más atrevido que había
hecho jamás.
Al haber dejado el chal y la bolsa en la mansión Hawthorne tenía la sensación de que iba medio
desnuda, y sólo llevaba suficiente dinero para pagar al cochero. Llevarse la bolsa a cometer un
robo le parecía una tontería, y demasiado peligroso, pues podía dejársela en alguna parte. Los
bolsillos del vestido eran lo bastante grandes como para guardar allí las medias y la nota.
El carruaje se detuvo y el cochero le abrió la puerta. Georgiana respiró hondo de nuevo y salió.
Le entregó al hombre la cantidad exacta y esperó hasta verlo desaparecer.
—Allá vamos —se dijo a sí misma, y se escurrió hacia la mansión de los Johns.
Todas las ventanas estaban a oscuras, lo que la hizo sentirse más segura. Subió los escalones,
manteniéndose siempre oculta entre las sombras, y giró el pomo de la puerta principal. No se
movió. Volvió a intentarlo con más fuerza. Nada.
—Maldición —susurró.
¿Cómo se suponía que los Johns iban a entrar en casa si la puerta estaba cerrada? Qué servicio
más descuidado tenían. Tal vez, pensó, la familia tenía previsto entrar por la puerta de la cocina, la
que quedaba más cerca del establo.
Volvió a bajar los escalones y se coló en el jardín que había en la parte posterior de la casa. A
medio camino de las cuadras se detuvo. Una de las ventanas del piso inferior estaba abierta.
—Gracias a Dios.
Se metió por entre los matorrales y empujó la ventana hacia arriba. Se abrió demasiado rápido
y con demasiado ruido.
Georgiana se quedó inmóvil. Dentro de la casa no se oía nada, y, tras unos segundos, soltó el
aire que retenía. Se subió la falda hasta las rodillas y trepó al alféizar para colarse en la casa. El
dobladillo del vestido se le enganchó en el pasador de la ventana, y al soltárselo casi perdió el
equilibrio. Apoyándose en la librería que había junto al ventanal, trató de calmarse.
Había superado la parte más difícil, se dijo a sí misma. Ahora que estaba dentro, lo único que
tenía que hacer era inspeccionar las habitaciones hasta encontrar la de Amelia. Dio un paso, y otro
y otro, tratando de moverse en la oscuridad y de encontrar el camino. Entonces, por el rabillo del
ojo, vio que algo se movía, y se mordió el labio para no gritar.
Una mano le cubrió la boca. Georgiana trató de golpear a su atacante, pero su puño se topó
con un cuerpo sólido, y luego perdió el equilibrio cayendo de bruces al suelo, con aquel pesado
cuerpo encima de ella.
—Georgiana, basta —le murmuró la voz de Tristan al oído.
Ella soltó algo parecido a un sollozo y se relajó, y entonces él apartó la mano de su boca.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Georgiana, susurrando.
Él la ayudó a levantarse.
—Lo mismo que tú, me imagino.
En medio de aquella oscuridad, lo único que ella podía ver era su torso, unos ojos luminosos y
unos dientes blancos que le sonreían. Típico de él que la escena le hiciera gracia.
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—¿Cómo sabías que era yo?
—Olí a lavanda —respondió, acariciándole con el dedo un mechón que le caía por el cuello—. Y
luego te he oído maldecir.
—Las damas no maldicen —dijo ella con el mismo tono de voz.
La presencia de Tristan la había calmado sobremanera, pero el hecho de que la tocara la poma
nerviosa de un modo muy distinto, y mucho más placentero.
Por fin comprendió que él había ido allí por el mismo motivo que ella. Se había colado en casa
de los Johns para recuperar sus medias y evitar así que nadie pudiera hacerle daño. Georgiana se
puso de puntillas y le dio un beso. Tristan se lo devolvió y la acercó a él.
—¿A qué ha venido eso? —susurró—. Aunque no es que me queje.
—Para darte las gracias. Todo esto es muy heroico por tu parte.
Ella sintió más que vio, que él fruncía el cejo.
—No me des las gracias, Georgie. Todo esto es culpa mía.
—No, no lo es.
—A partir de ahora, me encargo yo —prosiguió Tristan, ignorando sus quejas—. Vete a casa, ya
te avisaré cuando haya terminado.
—No. Vete tú a casa, y ya te avisaré yo.
—Georgi...
—Son mis cosas, Tristan. Quiero hacerlo. —Lo cogió por las solapas y lo zarandeó un poco—.
Necesito hacerlo. No volveré a convertirme en la víctima de nadie.
El se quedó en silencio largo rato, hasta que por fin ella lo oyó suspirar.
—Está bien. Sígueme, y haz exactamente lo que yo te diga.
Georgiana pensó en protestar de nuevo, pero se lo pensó mejor. Sabía por experiencia que a
Tristan se le daba mucho mejor moverse en la oscuridad.
—De acuerdo.
—Ayer viste a Westbrook —murmuró él, sujetándola por los hombros—. ¿Qué le dijiste?
—Este no es ni el lugar ni el momento para tener esta conversación.
—Es el lugar perfecto. Dime que le dijiste que no.
Ella lo miró a los ojos. La comodidad y la tranquilidad podían tener sus ventajas, pero no eran
nada comparadas con el calor y el humor de Dare.
—Le dije que no.
—Perfecto. Entonces, vamos.
Cogió a Georgiana de la mano y la guió hasta el pasillo. Los sirvientes habían apagado todas las
luces del piso principal, lo que hizo que les resultara bastante difícil moverse por allí. Al menos, si
aparecía algún criado podrían ocultarse antes de que los viera.
Al llegar a lo alto de la escalera, Tristan dudó unos instantes y Georgiana chocó contra su
espalda; soltó otra maldición.
—¿Sabes adónde vas? —le preguntó, susurrando.
Él la miró.
—¿Y cómo diablos quieres que sepa dónde está la habitación de Amelia?
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—Sabías dónde estaba la mía.
—Eso es distinto.
—¿Por qué?
—Porque estaba medio loco por ti. Y ahora cállate, estoy pensando.
—¿Estabas? —repitió ella.
—Estoy. Cállate.
A pesar de haberse colado desnuda en su dormitorio, Amelia siempre iba tapada de los pies a la
cabeza. Recordó que un día le dijo algo sobre que el sol no le sentaba bien a su constitución
delicada.
—Su habitación tendría que estar en el ala oeste.
—La encontraríamos más rápido si nos separásemos.
Él negó con la cabeza, le apretó los dedos con fuerza y siguieron hacia las habitaciones de
aquella parte de la casa. Se había llevado un susto de muerte al verla aparecer por la ventana de
los Johns, y no pensaba perderla de vista.
—No volverán hasta dentro de unas horas. Tenemos tiempo.
Al llegar frente a la primera puerta se detuvo y se aseguró de que Georgiana estuviera tras él.
La cogió por un hombro y se la acercó.
—Si pasa algo, ve directa a la ventana y sal por el jardín —murmuró—. No vayas hacia la calle
principal. Será el primer lugar donde mirarán.
—Tú has lo mismo —dijo ella, acariciándole la mejilla con el pelo.
Tristan cerró los ojos e inhaló su aroma. Luego recapacitó; no podía correr el riesgo de
distraerse. Tomó aire y lo retuvo, y, despacio, giró el picaporte hasta abrir la puerta. La habitación
debería estar desocupada, pero no quería arriesgarse y despertar a los sirvientes.
El leve olor a limón se destacó en mitad de la noche.
—Es ésta —murmuró, con los labios pegados a la oreja de Georgiana.
A continuación, le soltó la mano y se metió dentro. Por suerte, las cortinas estaban ligeramente
entreabiertas, permitiendo que la luz de la luna iluminara el dormitorio. El guardarropa estaba
detrás de un biombo y de un espejo de cuerpo entero, y Tristan se metió allí, con Georgiana
pegada a sus talones.
Amelia le había dicho que guardaría sus medias a buen recaudo en su vestidor, así que Tristan
abrió el primer cajón y rezó para que no le hubiera mentido.
Una luz se encendió junto a la cama.
Tristan se quedó petrificado, con el brazo metido en el cajón. A su lado, Georgiana abrió los
ojos de par en par y lo miró sin apenas respirar. La luz se redujo un poco hasta quedar sólo un
resplandor. Con los dedos, Tristan tanteó un papel y tiró de él, sin atreverse a hacer nada más que
pudiera romper el silencio de la habitación.
—¿Luxley? —preguntó entonces Amelia, dormida.
Tristan y Georgiana se miraron.
—¿Luxley? —repitió ella en voz baja—. Eres un chico malo. ¿Dónde te has metido?
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Se oyó el crujir de las sábanas y Tristan sacó la mano del cajón con las medias y la nota en ella.
Empujó a Georgiana hacia la esquina del armario y se agachó a su lado, confiando en que el
biombo y el espejo crearan las suficientes sombras como para que Amelia no pudiera verlos.
Unos pies descalzos se acercaron a la ventana, y las cortinas se abrieron de repente. Ése sería el
mejor momento para escapar. Mostrándole las medias a Georgiana, Tristan se las guardó en el
bolsillo y volvió a cogerla de la mano.
La ventana se abrió.
—Amelia, mi florecita. —La melodiosa voz de Luxley penetró en la habitación, seguida por los
pesados pasos del barón—. Tu jardinero tiene que podar las enredaderas. Casi me rompo el
cuello.
El inconfundible sonido de unos besos fue lo siguiente que oyeron, y Tristan miró a Georgiana.
Ella le sostuvo la mirada con una expresión a medio camino entre el temor y la sorpresa.
—Cierra las cortinas, Luxley, por lo que más quieras —dijo Amelia con voz suave, y, descalza,
regresó a la cama.
Las cortinas se cerraron y el resplandor amarillento de la lámpara fue lo único que iluminó de
nuevo la habitación. Se oyeron más besos y gemidos procedentes de ambos amantes. «Dios
santo», pensó Tristan, poniéndose más cómodo y pegando a Georgiana contra su cuerpo. A no ser
que Luxley hiciera honor a su reputación de ser un amante muy rápido, aquello iba para largo.
—Ahora no podemos irnos —le susurró Georgiana al oído.
—Lo sé —respondió él, girando la cabeza—. Tendremos que esperar a que terminen, o a que
estén demasiado ocupados como para vernos.
—Vaya —murmuró ella, y entonces, despacio pero muy a conciencia, le lamió la oreja.
Tristan tragó saliva, y se quedó quieto al oír el ruido de unas botas al caer al suelo y el crujido
de la cama al soportar más peso del habitual. Las distintas prendas de ropa fueron lo siguiente en
aparecer, seguidas por el inconfundible sonido de jadeos y gemidos.
Él volvió a mirar a Georgiana, la gracia que le hacía toda aquella situación empezó a convertirse
en algo más. Le bastaba con verla para excitarse. Aquella noche, la oscuridad junto con el peligro y
aquellos sonidos obviamente sexuales, fueron más que suficiente para llevarlo al límite. Ella se
pegó a él y lo besó en el cuello. Tristan le cogió la cara entre las manos y capturó sus labios para
darle un apasionado beso.
Luxley emitía pequeños jadeos y Tristan no tuvo ninguna duda de quién estaba dando placer a
quién. ¿Y él había creído que Amelia era inocente? Apartó los labios de los de Georgiana y le
sujetó las manos, apresándolas dentro de las suyas. Tenían que concentrarse y esperar el
momento oportuno para escapar.
Pero su cuerpo decidió no hacer caso a su mente, en especial la parte inferior del mismo, que
se obsesionó con la sensual mujer que tenía junto a él y los gemidos que se producían a unos
metros de distancia. Georgiana, avergonzada y excitada al mismo tiempo, entreabrió los labios y le
suplicó que volviera a besarla.
Los cuerpos de la cama cambiaron de postura y Amelia dijo unas palabras que Tristan nunca se
hubiera imaginado que supiera, y mucho menos que se atreviera a pronunciar. Entonces,
empezaron a oír un sonido rítmico al compás de los jadeos de Amelia y los gritos de Luxley. Al
parecer, el barón no practicaba demasiados preliminares.
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Tristan volvió a besar a Georgiana, un beso apasionado y voraz. De algún modo, saber que no
podían hacer ruido hacía que sus caricias fueran más intensas, y él deslizó los dedos por debajo del
escote del vestido para acariciarle el pecho y atraparle un pezón entre los dedos. Georgiana cerró
los ojos y se arqueó contra su mano, hundiendo los dedos en su pelo y acercándole la cara para
poder besarlo.
Ella lo embriagaba, lo hacía sentir como si estuviera ebrio, repleto de unas emociones que no
sabía que podía experimentar hasta la primera vez que la tocó. Desabrochándole los botones del
vestido, Tristan tiró de la tela y capturó un pecho entre sus labios. Georgiana se estremeció y él
tembló de tan desesperado como estaba por tenerla. Ella era suya, Tristan no quería a nadie más,
jamás.
Los sonidos de la cama aumentaron de volumen, los movimientos rítmicos eran cada vez más
rápidos y rotundos y Georgiana deslizó las manos hacia los botones del pantalón de Tristan,
desabrochándoselos y deslizando una mano dentro, acariciándolo igual que hacía él con sus
pechos. Con el corazón a punto de desbocársele, él echó la cabeza hacia atrás y sin querer dio un
golpe en el armario.
En ese mismo instante, Georgiana gimió y se pegó más a él. Un jarrón que estaba encima del
armario se tambaleó y cayó, derribando el biombo en su caída. Tristan jamás lograría borrar de su
mente la imagen de las nalgas de Luxley con las piernas de Amelia alrededor. De repente, estalló el
caos.
Amelia gritó, Luxley soltó una maldición, y Tristan sacó la mano del escote de Georgiana y le
colocó bien el vestido. A pesar de lo excitado que estaba, consiguió incorporarse, pegó a
Georgiana a su lado y se sujetó los pantalones.
—¿Qué diablos es esto? —gritó Luxley mirando por encima de su hombro, tratando de decidir
si terminaba lo que había empezado o lo dejaba para ir a defender su honor.
La puerta se abrió de golpe y aparecieron en ella el señor y la señora Johns, seguidos por unos
cuantos sirvientes.
—¿Qué está...? ¡Amelia!
Era evidente que la familia Johns se había quedado en casa o bien había decidido regresar
pronto del baile. Por algún extraño motivo, todo el episodio pareció de repente hilarante. Tristan
cogió a Georgiana de la mano y la ocultó tras él.
—Corre —le dijo, y se apresuró hacia la puerta.
Pasaron junto a los Johns y sus atónitos sirvientes, con Georgie sujetándose el vestido para que
no se le abriera, y Tristan tratando de abrocharse los pantalones sin caerse al suelo y romperse el
cuello. La ventana de la salita seguía abierta.
Empezaron a encenderse luces mientras los gritos del piso de arriba iban subiendo de tono.
Tristan levantó a Georgiana para ayudarla a salir, y él la siguió al instante. Volvió a cogerla de la
mano y atravesaron corriendo el jardín. Llegaron a la calle y se alejaron de la mansión,
escondiéndose en las sombras de un establo cercano.
Cuando se detuvieron él tenía la respiración entrecortada y vio a Georgiana doblarse sobre el
estómago. Asustado, Tristan se agachó a su lado y la miró.
—¿Estás bien?
Unas carcajadas fueron su respuesta.
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—¿Les has visto la cara? —le preguntó, derrumbándose sobre él agarrándolo por los hombros
—. ¡Amelia! Estaban tan sorprendidos.
Tristan también se rió y la acunó contra su pecho.
—Supongo que no le apetecía ser baronesa, pero ahora ya es demasiado tarde.
Claro que, si alguien los había reconocido, la reputación de Georgiana también acabaría por los
suelos, pero Tristan tenía la solución perfecta para que eso no sucediera.
—Tendrá que casarse con Luxley. El pobre no tiene la más mínima posibilidad de escapar.
—El no estaba en condiciones de ir a ninguna parte. Y a mí me ha ido por los pelos.
Sin soltarla, se abrochó los botones. Esa noche no era la más indicada para correr el riesgo de
que los encontraran medio desnudos en pleno Mayfair.
—¿Crees que nos han visto lo bastante bien como para reconocernos? —le preguntó ella algo
preocupada.
—No estoy seguro, Amelia lo deducirá en seguida, pero el resto creo que estaban demasiado
ocupados como para fijarse en nosotros. —Eso no era del todo verdad; no cabía duda de que la
chica, para tratar de recuperar su reputación, no dudaría en delatarlos. Y sus padres estarían más
que dispuestos a repartir las culpas entre cuantos más mejor. Así tal vez los chismes también
estarían más repartidos. Tristan haría todo lo posible para minimizar daños, de modo que el hecho
de que Georgiana empezara a preocuparse por ello aquella noche no serviría de nada.
—Aunque me gustaría sentir lástima de ella, no puedo evitar pensar que lo tiene bien
merecido.
—Y Luxley también —reconoció Tristan algo enfadado—, por cortejarte a ti mientras se
acostaba con ella, el muy bastardo.
Georgiana levantó la cabeza y le dio un beso. Fue un beso ligero, lleno de risas y de cariño, y a
él casi se le paró el corazón.
—Ha sido una noche muy interesante —dijo ella riéndose.
—Te amo —susurró Tristan.
La sonrisa de Georgiana se desvaneció y lo miró a los ojos. Levantó una mano y le tocó la
mejilla.
—Te amo —dijo entonces en el mismo tono de voz que él había utilizado, como si ninguno de
los dos se atreviera a decirlo en voz alta.
—Será mejor que te acompañe a tu casa antes de que suceda algo más. —La ayudó a ponerse
en pie—. ¿Cómo has venido hasta aquí?
—He alquilado un carruaje. —Descansó la cabeza en el hombro de Tristan y lo abrazó de tal
modo que él se quedó sin aliento—. Son sólo unas cuantas calles. ¿Podemos ir caminando?
Si se lo hubiera pedido, la habría llevado en brazos. Llevaba una pistola en el bolsillo, que
bastaría para protegerlos de los maleantes que pudieran encontrarse merodeando por Mayfair.
Aunque eso no era lo que más lo preocupaba.
—No. Quiero que estés sana y salva en tu cama cuanto antes, por si los Johns deciden
presentarse en la mansión Hawthorne y exigir una explicación.
La mirada de preocupación volvió a los ojos de Georgiana.
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—¿Crees que podría suceder?
—La verdad es que me imagino que estarán más preocupados por lo que estaba haciendo
Luxley, y quizá después vengan a verme a mí. Tal vez tu nombre pudiese surgir en la conversación,
así que quiero que, en lo que a ti concierne, todo sea lo más apropiado posible.
Silbó y un carruaje se detuvo.
—Llévela a la mansión Hawthorne —le dijo al cochero, dándole la dirección y unas monedas,
después de ayudar a subir a Georgiana.
—Tristan...
No quería dejarla marchar ni perderla de vista, y volvió a cogerle la mano y le besó los nudillos.
—Vendré a verte por la mañana, Georgiana. Y entonces tú y yo resolveremos nuestras cosas.
Ella le sonrió y se acomodó en el oscuro carruaje. Él se quedó observando el vehículo hasta que
el cochero dobló la esquina y desapareció de su vista. Se tomaba la sonrisa de Georgiana como
muy buena señal. Ella tenía que saber lo que él pretendía hacer, y no se había opuesto. Con otro
silbido, detuvo otro carruaje y le dijo al cochero que lo llevara a la mansión Carroway.
Sentado en aquel banco de piel raída buscó la nota que tenía en el bolsillo. La sacó junto con las
medias y volvió a leerla. Georgiana le había dado esas medias convencida de que así iba a librarse
de él. Tristan se las devolvería al día siguiente, y le pediría que a cambio le entregara su corazón.
Rezó para que ella no entrara en razón y se diera cuenta de lo mal partido que él era. Si no le
decía que sí... Eso no podía ni planteárselo. No, si quería que su corazón siguiera latiendo hasta
que volviera a verla.
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CAPÍTULO 23
Julia: ¿Tus razones?
Lucía: No tengo más que la razón de una mujer.
Creo que él es así porque así lo creo.
Los dos hidalgos de Verona, acto I, escena II
Los rumores llegaron antes que el lechero.
Danielle corrió las cortinas demasiado pronto y Frederica Brakenridge se sentó y miró a su
doncella personal.
—¿Qué diablos está pasando? —exigió saber—. Y más te vale que me digas que nos han
invadido los franceses.
La doncella le hizo una reverencia y su actitud delató lo nerviosa que estaba.
—No estoy segura, su gracia. Sólo sé que Pascoe ha hablado con la chica de las verduras hace
un rato y que acto seguido me ha dicho que viniera a despertarla.
El mayordomo no era conocido por su frivolidad, así que lady Frederica apartó las sábanas y
salió de la cama.
—Ayúdame a vestirme, Danielle.
Años de experiencia le habían enseñado que, fueran cuales fuesen las circunstancias, y por muy
extremas que éstas resultaran, tenía que afrontarlas con el atuendo adecuado. Así que, aunque se
moría de ganas de saber qué había sobresaltado tanto a su estoico mayordomo, se tomó su
tiempo para arreglarse.
Cuando salió de sus aposentos privados, Pascoe la estaba esperando, y un considerable
número de sirvientes estaban en el pasillo, quitando el polvo o limpiando algo. La habitación de
Georgiana estaba sólo dos puertas más allá, y si su sobrina había conseguido pasar una buena
noche, no iba a despertarla ahora.
—Vamos abajo —le dijo al mayordomo, poniéndole en cabeza.
—Su gracia —empezó el hombre siguiéndola—. Siento mucho haberla despertado tan
temprano, pero me he enterado de algo que, tanto si es cierto como si no, requerirá su atención
inmediata.
La duquesa se detuvo frente la puerta de la salita y le pidió a Pascoe que la acompañara.
—¿De qué se trata? ¿Qué es lo que tiene a todo el mundo tan alterado a estas horas?
El mayordomo apretó la mandíbula unos segundos.
—Una fuente poco fiable me ha informado de un suceso que aconteció anoche en la mansión
de los Johns.
—¿La mansión de los Johns? —Lady Frederica enarcó una ceja—. ¿Y por eso me ha despertado
a estas horas de la madrugada?
—Eh, ah, bueno, al parecer, encontraron a la señorita Amelia Johns en flagrante delicto con
lord Luxley.
Ella seguía sin entenderlo.
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—¿En serio? Luxley era uno de los pretendientes más fervientes de Georgiana. A partir de
ahora, tiene prohibida la entrada en esta casa.
—Sí, su gracia.
—¿Hay algo más?
—A... al parecer había otra pareja en la habitación, aunque huyeron tan pronto como fueron
descubiertos.
A la mujer se le hizo un nudo en la garganta. Dare tampoco había asistido a la fiesta de la noche
anterior. Si había vuelto a traicionar a Georgiana...
—¿Qué otra pareja, Pascoe? Suéltelo ya.
—Lord Dare y... y lady Georgiana, su gracia.
—¿Qué?
El mayordomo tragó saliva y asintió.
—La persona que me ha informado, me ha dicho que lord Dare y lady Georgiana estaban a
medio vestir.
—A medio... —Por un instante, la duquesa deseó no ser una de esas mujeres que creen que
desmayarse es un signo de debilidad—. ¡Georgiana! —gritó, subiendo la escalera de nuevo—.
¡Georgiana Elizabeth Halley!
Georgiana se obligó a abrir un ojo. Alguien estaba llamándola, pensó, aunque tal vez había sido
un sueño. El grito se repitió y resonó por toda la casa.
—Oh-oh —farfulló, abriendo el otro ojo e incorporándose al mismo tiempo.
La tía Frederica nunca gritaba. La puerta de su habitación se abrió de golpe.
—Georgiana —dijo la duquesa completamente acalorada—. Dime que has estado aquí toda la
noche. ¡Dímelo!
—¿De qué te has enterado? —le preguntó su sobrina, en vez de responder.
—Oh, no, no, no —gritó su tía, sentándose en la cama—. Georgiana, ¿qué diablos ha pasado?
—¿De verdad quieres saberlo? —le preguntó calmada, aunque con el corazón acelerado. Tal
vez no le importaba lo que pensara de ella la buena sociedad en general, pero sí le importaba la
opinión de su tía.
—Sí, de verdad quiero saberlo.
—Pero esto tiene que quedar entre nosotras —le pidió Georgiana—. No puedes decirle nada a
Grey, ni a Tristan, ni a nadie.
—Entre los miembros de una familia no hay secretos.
—Esta vez sí, o no voy a contarte nada.
—Está bien —suspiró la mujer.
Georgiana casi deseó que la duquesa no hubiese aceptado sus condiciones, pues así tendría
una excusa para no contárselo. Pero claro, seguro que ella ya había previsto esa posibilidad.
—De acuerdo. Hace seis años, fui objeto de una apuesta —empezó su relato.
Cuando terminó, por la expresión de lady Frederica se diría que lamentaba haber accedido tan
rápido a la petición de su sobrina.
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—Deberías habérmelo contado antes —dijo al fin, apretando la mandíbula—. Le habría pegado
un tiro yo misma.
—Tía Frederica, me lo has prometido.
—Está bien. Al menos, todo esto hará que lord Westbrook se sienta mejor. Eso ya es algo,
supongo.
—Sí, supongo que sí.
La duquesa se puso en pie.
—Será mejor que te vistas, Georgiana. No pienso ser la única que tenga que soportar los
rumores.
—No me importa —respondió la joven levantando la barbilla.
—Durante años, has sido una mujer respetada por la sociedad, y has tenido muchos
pretendientes. Todo eso va a cambiar.
—Sigue sin importarme.
—Te importará. Tu lord Dare no es famoso por su constancia.
—Me dijo que vendría esta mañana —respondió ella, y un temblor la recorrió entera. Tristan se
lo había prometido; iría a verla.
—Ya es la mañana. Es temprano, lo reconozco, pero el día ya ha empezado. Vístete, querida.
Todo va a ir peor, y tienes que tener un aspecto inmejorable cuando eso suceda.
Cuanto más pensaba en ello, más nerviosa se ponía Georgiana. Mary la ayudó a vestirse. Se
puso un precioso y recatado vestido de seda amarilla y verde, aunque, si los rumores ya habían
empezado a circular, a mediodía todo Londres sabría que la habían pillado con Tristan medio
desnudos, con la mano de ella metida en el pantalón de él, en la habitación de Amelia Johns. Un
vestido recatado no le serviría de nada.
Ella y su tía se sentaron a desayunar, pero ninguna de las dos tenía demasiado apetito. Los
sirvientes fueron eficientes y educados, como siempre, aunque Georgiana sabía perfectamente
que habían sido los primeros en enterarse, y que habían sido ellos quienes habían informado a
lady Frederica. ¿Cuántos sirvientes estarían chismorreando con sus señoras a esas horas de la
mañana?
La puerta principal se abrió de golpe, y un segundo más tarde el duque de Wycliffe apareció en
el comedor, con Pascoe pisándole los talones y cogiéndole los guantes, el abrigo y el sombrero,
que Grey iba lanzando por ahí.
—¿Qué diablos está pasando? —exigió saber—. ¿Y dónde demonios está Dare?
—Buenos días, Greydon. Quédate a desayunar.
El señaló a Georgiana con un dedo. Esta no lo había visto tan enfadado desde que rescató a
Emma de aquel escándalo.
—Va a casarse contigo. Le mataré si no lo hace.
—¿Y qué pasa si yo no quiero casarme con él? —preguntó
Georgiana, dando gracias por haber sido capaz de pronunciar la frase sin temblar. Sólo ella iba
a decidir su futuro.
—¡Deberías haberlo pensado mejor antes de unirte a... una orgía en la habitación de Amelia
Johns!
—No hice tal cosa —contestó, poniéndose en pie y sintiendo cómo se sonrojaba.
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—Dios mío, Georgie, eso es lo que dice todo el mundo.
—¡Cállate! —gritó ella, saliendo del comedor.
—Geor...
—Greydon —le dijo su madre, seria—. Deja de gritar.
—¡No estoy gritando!
Georgiana siguió caminando y oyó a sus espaldas cómo madre e hijo seguían discutiendo
acerca de ella. Entró en la salita y cerró la puerta de un portazo, y luego se apoyó en la madera. La
noche anterior todo estaba tan claro. Oír a Amelia y a Luxley haciéndolo había sido... excitante,
pero todavía lo había sido más el hecho de saber que podían pillarlos en cualquier momento.
Estaba allí encerrada, con Tristan pegado a su cuerpo. Literalmente, había sido incapaz de
mantener las manos alejadas de él.
Siempre se sentía así cuando estaba con Tristan. Incluso cuando estaba enfadada con él
necesitaba tocarlo, aunque fuera para golpearle los nudillos. Siempre tenía ganas de tocarlo.
Deseaba sentirse como se había sentido la noche anterior, cuando él la abrazó y le dijo que la
amaba. ¿Dónde estaba Dare? Tenía que saber que los rumores estaban circulando por todas
partes.
Alguien llamó a la puerta y Georgiana se sobresaltó.
—Vete de aquí, Greydon —soltó.
—He venido en son de paz —contestó su primo, girando el picaporte para entrar.
—¿Por qué? —le preguntó ella, empujando la puerta.
El era mucho más alto y fuerte, pero Grey no trató de abrir la puerta.
—Georgie, somos familia. Quizá tenga ganas de romperte el pescuezo, pero me contendré.
—Georgiana —dijo la voz de su tía igual de cerca—, tenemos que estar unidos.
—Está bien. —Los dejó entrar.
Tenían razón; si ella era objeto de chismes, ellos también sufrirían, aunque en su caso los
títulos los protegerían. Georgiana en cambio no gozaba de tal protección. Si Tristan no aparecía...
Caminó hacia la ventana con las manos entrelazadas.
—¿Qué quieres que digamos? —le preguntó Grey, observándola pasear de un lado a otro.
—Es obvio que tenemos que negar cualquier estupidez que digan los Johns o sus sirvientes.
Georgiana estaba en casa con un resfriado. Era tarde y estaba oscuro, es lógico que estén
afectados por la indiscreción de su hija. Es comprensible, pero deberían saber que no pueden ir
inventándose cosas sobre otra persona. Y mucho menos una que pertenece a una familia tan
ilustre como la nuestra.
Georgiana dejó de pasear.
—No.
Su tía se quedó mirándola.
—No tienes elección, querida.
—Tía Frederica, no pienso utilizar el error cometido por otra persona para salvarme. Ni siquiera
aunque esa persona sea Amelia Johns.
—Entonces, estás perdida —dijo la duquesa con calma—. ¿Acaso no lo entiendes?
Un temblor le recorrió la espalda.
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—Sí, sí lo entiendo. Y lo acepto.
—Espera un maldito segundo —gritó Grey—. ¿Quieres decir que de verdad hiciste todo eso que
dicen?
—No lo de la orgía —se defendió ella.
—Voy a matarlo.
—No harás tal cosa...
La puerta se abrió justo cuando Grey iba a salir por ella.
—Sus gracias, lady Georgiana —anunció el mayordomo—. Lord D...
Grey cogió a Tristan por un hombro y tiró de él hacia la sala, cerrando la puerta en las narices
de Pascoe.
—Eres un hijo de...
Con una mano, Dare lo empujó.
—No he venido a verte a ti —le dijo, firme y decidido.
Buscó a Georgiana con la mirada y la vio petrificada junto a la ventana. Ella por fin volvió a
respirar. El motivo por el que sólo había utilizado una mano para detener a Grey era porque en la
otra llevaba un ramo de azucenas blancas y una cajita con un lazo.
—Buenos días —la saludó con voz más suave. Una leve sonrisa se dibujó en sus labios y se le
oscurecieron los ojos.
—Buenos días —le respondió ella, con el corazón acelerado.
—Dare —lo amenazó Grey, acercándose a él de nuevo—, supongo que has venido a hacer lo
correcto. No toleraré que...
—Cállate, querido —lo interrumpió Frederica. La duquesa viuda se puso en pie y cogió a su hijo
del brazo para llevárselo de allí—. Estaremos en el comedor, por si nos necesitas —le dijo a
Georgiana al abrir la puerta.
—No pienso dejarlos solos —se resistió el duque.
—Sí, sí lo harás. Esta vez, prometen seguir vestidos todo el rato.
—¡Tía Frederica! —exclamó Georgiana sonrojándose.
—Resolved lo vuestro de una vez. —Con una última mirada, la mujer cerró la puerta.
Georgiana y Tristan se quedaron quietos un momento, mirándose el uno al otro en silencio.
—No sabía que los chismes circulaban tan rápido —le dijo él en voz baja—, o habría venido
antes. Es obvio que Amelia y Luxley no son tan interesantes como había creído.
—Yo también confiaba en que todo el mundo hablara de ellos y se olvidara de nosotros.
Tristan carraspeó.
—Necesito hacerte una pregunta. Dos, en realidad.
Si el corazón le latía más de prisa, Georgiana terminaría por desmayarse.
—Te escucho —le dijo, fingiendo calma lo mejor que pudo.
—Para empezar —dijo él, dándole el ramo—, ¿confías en mí?
—No me puedo creer que te hayas acordado de que me gustan las azucenas —respondió ella,
cogiendo las flores para así tener las manos ocupadas.
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El Canalla
SUZANNE ENOCH
1° de la Serie Lecciones de Amor
—Me acuerdo de todo, Georgiana. Recuerdo el aspecto que tenías cuando te vi por primera
vez, y recuerdo tu mirada la noche en que traicioné tu confianza.
—Al final no lo hiciste —lo defendió ella—. Me hiciste daño, pero nadie lo descubrió jamás.
¿Cómo te las arreglaste para mantener el secreto con lo de la apuesta por medio?
Tristan se encogió de hombros.
—Con imaginación. ¿Confías en...?
—Sí —lo interrumpió ella mirándolo a los ojos—. Confío en ti.
Si estaba esperando el momento ideal para vengarse, era aquél. Ella le había dicho la verdad.
Confiaba en él, y, lo que era igual de importante, le gustaba. Lo amaba.
—De acuerdo —dijo Tristan, como si no hubiera estado seguro de cuál iba a ser su respuesta—,
entonces, esto es para ti.
Le ofreció la cajita. Era del tamaño de una caja de puros, y la rodeaba un sencillo lazo plateado.
Georgiana tragó saliva y dejó las azucenas para poder cogerla. Era más ligera de lo que esperaba.
—No será otro abanico, ¿verdad? —le preguntó, tratando de bromear.
—Ábrela y lo verás —respondió Tristan.
Georgiana pensó que se lo veía nervioso, y darse cuenta de que no era invulnerable la hizo
sentir más fuerte. Tiró de uno de los extremos del lazo y la cinta cayó a un lado. Contuvo la
respiración y levantó la tapa.
Dentro estaban sus dos medias perfectamente dobladas, con una nota enrollada entre las dos.
Iba a darle las gracias, cuando vio que lo que sujetaba la nota era un anillo: el sello de Tristan.
—Oh, Dios mío —susurró, y una lágrima le resbaló por la mejilla.
—Y ahora ha llegado el turno de mi segunda pregunta —dijo él emocionado—. Hay quien dirá
que te lo pido porque necesito tu dinero. Y es verdad que lo necesito para poder salvar las
propiedades Dare. Otros dirán que lo hago porque no tengo elección y porque me siento en la
obligación de proteger tu reputación. Ambos sabemos que no es así. Te necesito, Georgiana. Más
que a tu dinero. Te necesito a ti. ¿Quieres casarte conmigo?
—¿Sabes una cosa? —le dijo ella, secándose otra lágrima y dudando entre si echarse a llorar o
a reír—, cuando empezó todo esto, lo único que quería era darte una lección sobre las
consecuencias que tenía romperle el corazón a otra persona. No me di cuenta de que tú también
ibas a enseñarme algo a mí. Que la gente puede cambiar, y que a veces uno puede confiar en su
corazón. El mío lleva enamorado de ti mucho tiempo, Tristan.
Él le quitó la cajita de entre los dedos y la dejó en la mesa. Sacó el anillo de la nota y le cogió la
mano.
—Entonces, contesta a mi pregunta, Georgiana. Por favor, antes de que me muera de emoción.
Ella soltó una risa llorosa.
—Sí, Tristan. Me casaré contigo.
Él le deslizó el anillo en el dedo, y la acercó a él, rozando sus labios los suyos.
—Me has salvado —murmuró.
—Me alegra que mi dinero pueda ayudar a los Dare —dijo—. Sabía que eso formaría parte de
cualquier compromiso que contrajera.
Los ojos de zafiro de Tristan la miraron con intensidad.
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El Canalla
SUZANNE ENOCH
1° de la Serie Lecciones de Amor
—No, Georgiana. Me has salvado a mí. Todavía me pregunto cómo me planteé siquiera la
posibilidad de casarme con otra, cuando siempre comparaba a todas las mujeres que conocía
contigo. Pero sabía que me odiabas, y...
—Ya no —suspiró—. Y no estoy segura de que lo hiciera en algún momento.
Tristan la besó de nuevo.
—Te amo, Georgie... tanto que me da un poco de miedo. Llevo tiempo queriéndote decir esto,
pero no estaba seguro de que me creyeras.
A ella le preocupaba también lo mismo.
—Ahora te creo. Y te amo también.
Tristan le cogió la mano y miró el anillo que ahora lucía en el dedo.
—Supongo que tendríamos que decírselo a tu familia, antes de que me maten. —Sus ojos se
encontraron—. Y, por favor, prométeme que se han acabado las lecciones.
Georgiana rió otra vez.
—No te lo puedo prometer; quizá más adelante necesites un par más.
—Que Dios nos ayude, entonces —susurró él con una sonrisa, y la besó.
Ella es mía ahora,
Y la posesión de esa joya me hace más rico que si poseyera
veinte océanos cuyos granos de arena fuesen todos perlas, el
agua néctar y las rocas oro purísimo.
Los dos hidalgos de Verona, acto II, escena IV
FIN
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