Las clasificaciones jurídicas

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CAPÍTULO 2
Las clasificaciones jurídicas
L
as llamadas ciencias naturales fueron construidas a lo largo del
tiempo con base en técnicas de establecimiento de modelos, patrones y una rígida jerarquía de esquemas de categorías y clasificaciones. Los métodos de estas ciencias se fundan en el reconocimiento
en la naturaleza de categorías relativamente determinadas, a las que
se pueden aplicar los argumentos deductivos con certeza razonable.
De este modo, existe un cierto consenso en la comunidad científica
de que “en todos los ramos de las ciencias naturales, sean o no compatibles con el análisis matemático, el problema de la clasificación
es fundamental y no puede ser resuelto por una convención arbitraria sin raíces en la realidad subyacente” (Ziman 1996, 214).
Algunos autores entienden que el acto de clasificar es inherente
a la condición humana e imprescindible para la ciencia, porque constituye un requisito de todas las tentativas hechas para descubrir un
orden en el universo1 . No obstante, la determinación de categorías
significativas en las ciencias sociales no se resuelve a través de mé1
El ensayista brasilero Franklin Cunha afirma con sátira que “todo comenzó con el Creador
(o Clasificador) Supremo, pues al crear al hombre lo clasificó en dos: macho y hembra (...);
en seguida, creó otras dos categorías: la del bien y la del mal. Ambas fueron simbolizadas
por la figura de un árbol que, también sabemos, tiene muchas ramificaciones: grandes y
pequeños retoños como los grandes y pequeños bienes y males (...) Descartes, en el fin de
la Edad Media, llegó al paroxismo, pues en su obsesión clasificatoria, dividió al hombre en
dos: la Res extensa y la Res cogitans . Lo partió en cuerpo y mente, en una división artificial
e irreal cuyas consecuencias perjudiciales sufrimos hasta hoy y que Freud apenas logró atenuar. Las clasificaciones, dicen los clasificadores, son impor tantes para la ciencia porque son
un prerrequisito de todas las tentativas realizadas para descubrir un orden en el universo.
No fue sino Claude Lévi-Strauss quien descubrió que no podemos soportar la confusión:
debemos, no sólo para vivir, sino antes para pensar, introducir diferencias y clasificar. Según
él, los hombres son menos ávidos de creencias que de clasificaciones” (Cunha 1994, 53-54).
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LA REGULACIÓN JURÍDICA DEL CONOCIMIENTO TRADICIONAL: L A CONQUISTA DE LOS SABERES
todos matemáticos o físicos. De acuerdo con John Ziman, “el desafío,
para la investigación sociológica es demostrar que dichas categorías
artificiales son, de hecho, bien definidas, estables, consensuales y
significativas como elementos en un esquema conceptual. La nitidez
de la clasificación inicial luego fue borrada con la prosecución de la
investigación” (Ziman 1996, 217)2.
Principalmente con la modernidad, también las ciencias humanas, o ciencias sociales, someterán cada vez más los fenómenos sociales y psicológicos a los métodos y técnicas propios de las ciencias
naturales. Son incontables las categorías, clasificaciones y dicotomías
creadas en el campo de la antropología, la sociología y la economía,
al igual que en el del derecho. La labor de definición o conceptualización precede, lógica y cronológicamente, a la tarea de la clasificación y división dentro de la ciencia jurídica. No obstante, la misma
artificialidad que es identificada en la construcción y aplicación de
los conceptos jurídicos, también puede ser identificada en las incontables clasificaciones trazadas por la “ciencia del derecho”.
En el período medieval, los glosadores3, intentando demostrar
forzadamente la compatibilidad entre textos contradictorios al interior
de la tradición (Sagrada Escritura, Aristóteles, Pandectas), buscaban
armonizar estos textos acudiendo a artificios lógicos, principalmente
a través de distinciones o subdistinciones, así como a amplias generalizaciones de conceptos. Al igual que en la ciencia jurídica, muchas
otras ciencias humanas están estructuradas con base en enormes
clasificaciones, generalmente dicotómicas, sobre temas fundamentales. La antropología, por ejemplo, debatió por muchos años lo que
2
En este sentido, el autor recuerda en otro apartado que “el comportamiento humano, bien
sea el de los individuos o el de los grupos pequeños, es extraordinariamente complejo, y un
ser humano no puede ser divorciado de sus circunstancias históricas y culturales con la
misma facilidad con que se transplanta un espécimen botánico de su ambiente natural a un
invernadero” (1996, 223).
3
Los juristas medievales tenían la convicción de que el Corpus Iuris constituía la razón convertida en palabra ( ratio scripta). En este sentido, el texto aislado de un jurista constituye por
sí solo una verdad, permitiendo a los intérpretes únicamente su interpretación en el sentido
literal (la glosa). Con todo, de acuerdo con lo que apunta Wieacker, “desde muy pronto los
glosadores no se limitaron a la exégesis corrida de pasajes aislados. La convicción del dominio de una ratio sobre todo el conjunto de la tradición condujo a desentrañar el sentido
global de todo el texto y a presentarlo en cadenas silogísticas: si cada texto encierra la
verdad de la autoridad absoluta, un texto no puede contradecir a otro igualmente verdadero”. Por lo tanto, se valen de numerosas divisiones y subdivisiones. Según escribe
Placentino, famoso glosador, “ quanto magis res omnis distinguetur tanto melius operatur”.
La construcción conceptual, la búsqueda de la armonización, la exégesis, constituidas en
un edificio doctrinal de principios armónicos, van a formar tal vez la “primera dogmática
jurídica autónoma de la historia universal” (Wieacker 1993, 53).
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LAS CLASIFICACIONES JURÍDICAS
puede ser considerado uno de sus mayores dilemas: la contraposición
entre “nosotros” (los antropólogos) y “ellos” (las sociedades estudiadas). Esta dicotomía se convirtió en la “Gran División” o la “escisión”
del saber antropológico 4.
Aunque la mayoría de los antropólogos se oponga hoy a esta Gran
División, no existe un acuerdo sobre las razones y las dimensiones
de esta oposición, muchas veces siendo sustituidas por otras, que
aparentemente parecen más adecuadas. Así, “con objetos relativamente menores, como lo oral y lo escrito, o incluso más específicos,
como las nociones de tiempo lineal y tiempo cíclico, también se puede
hacer una separación” (Lima y Goldman 1998, 40)5 . En el derecho,
las clasificaciones dicotómicas son internas y propias de un tipo de
sociedad: la sociedad occidental moderna (por lo general capitalista),
no admitiendo la inclusión (ni siquiera de forma jerárquica) de otras
concepciones o de otros modelos regulatorios. Este es el signo de su
autorreferencialidad.
Este modelo de organización de la realidad dentro de los límites
estrechos del sistema jurídico encuentra su consagración en las grandes codificaciones burguesas. La estructuración del mundo tal y como
es presentada en los códigos es lo que va a servir de “forma” para
aprehender y comprender las nuevas situaciones jurídicas. De este
modo, el operador jurídico es inmediatamente guiado a encuadrar lo
“nuevo” dentro de las diversas clasificaciones jurídicas existentes.
Edelman, citado por Laymert Garcia dos Santos, menciona el ejemplo de un biólogo que solicita autorización a un tribunal para utilizar “material humano”. Para ello, el juez tendría que clasificar este
“material” como “cosa” o como “persona” y su clasificación en esta o
en otra categoría produciría ciertos efectos. Las razones de estas clasificaciones sólo se refieren al propio derecho y no a ningún otro campo del conocimiento” (Santos, en Flórez 1998, 26).
Como bien lo demuestra Edelman, basta que el derecho proclame contra cualquier evidencia científica que una célula humana es
una cosa, basta que contra cualquier evidencia proclame que un útero
es un objeto de alquiler, para que la célula sea patentada y el útero
sea sometido a un contrato de arrendamiento (Edelman, en Santos
4
La expresión “great divide” fue acuñada por Jack Goody (Lima y Goldman 1998, 39).
5
De acuerdo con los autores, “sociedad” e “individuo” también “son nociones y artificios
metodológicamente construidos para conferir cierta inteligibilidad a lo que investigamos”
(Lima y Goldman 1998, 43).
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1998, 26)6 . Edelman afirma que las cosas en el derecho no son clasificadas al azar, sino que dichas clasificaciones tienen un sentido. En
el ejemplo presentado por el autor, si un biólogo solicita a los tribunales la libertad de utilizar “material humano”, el juez, para
responderle, deberá clasificar este “material” dentro de la categoría de las cosas o las personas. Y de acuerdo con la clasificación
dada, seguirá una u otra regla. Es decir: el lugar que el derecho
confiere a un acto, a un hecho o a una práctica produce efectos.
En otras palabras, la clasificación jurídica no observa la verdad,
no tiene nada que ver con lo verdadero o con lo falso y no pretende dar cuenta de una realidad objetiva. Implica un juicio de valor
(Edelman 1999, 20).
Este mismo razonamiento puede ser utilizado para la apropiación
del conocimiento de las comunidades tradicionales. En la medida en
que decide (como si fuese algo natural o evidente) que el conocimiento
tradicional es un bien y que, por lo tanto, puede ser valorado, el sistema jurídico impone un único modo de pensar la cuestión y determina también los límites estrechos de su regulación, bien sea por
medio de la atribución de patentes, por recompensas o repartición de
beneficios. Al actuar de este modo, el derecho no permite que se cuestione la naturaleza jurídica del conocimiento, sino únicamente las
formas posibles de regular jurídicamente este “bien”, de acuerdo con
el modelo propietario.
En este sentido, para el derecho, clasificar es trazar límites, según
su propio punto de vista, instaurando fronteras entre lo lícito y lo ilícito,
lo permitido y lo prohibido, entre lo posible y lo imposible (Santos 1998,
27). A pesar de que constituyen construcciones históricas que tienen la
finalidad de “dominar intelectualmente lo real simultáneamente móvil
y caótico” (Miaille 1994, 140), las clasificaciones son tratadas dentro del
sistema jurídico como algo dado y natural. Esto ocurre, por ejemplo, con
la distinción entre derecho público y derecho privado, entre derecho
objetivo y derecho subjetivo. Del mismo modo, lo anterior se observa en
las clásicas divisiones entre personas y cosas, y en la clasificación de los
bienes, pero también en las distinciones más recientes entre derechos
morales y derechos intelectuales de autor, y entre el componente tangible e intangible de los recursos genéticos, como lo analizaremos más
adelante. A pesar de su contingencia, las clasificaciones son tratadas
6
Según Edelman, la clasificación jurídica no busca la verdad, no tiene nada que ver con lo
verdadero y lo falso, y ni siquiera pretende dar cuenta de una realidad objetiva.
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LAS CLASIFICACIONES JURÍDICAS
como supuestas representaciones de un orden natural. De acuerdo
con Miaille:
(...) en la mayoría de los casos, las clasificaciones son presentadas sin que se suministren grandes justificaciones, por
una razón simple: son lógicas, emanan, al final, de una razón sana. En síntesis, pasan rápidamente por algo natural.
En fin, si no resultan muy naturales, por lo menos son cómodas: este es el último argumento. Como es necesario arreglar bien las cosas y crear un nuevo orden, más vale retomar
aquello que ha sido utilizado desde hace mucho tiempo: el
viejo argumento de la autoridad nacida de la práctica, lo “cómodo” elevado a la categoría de teoría. (Miaille 1994, 140)
Con lo anterior no se quiere negar la utilidad de las clasificaciones como un instrumento accesorio y práctico para las sistematizaciones,
tan preciadas por el conocimiento científico. Tampoco se pretende afirmar que la división de los fenómenos de la vida en categorías es una
característica exclusiva del pensamiento científico occidental. Muchas
culturas no occidentales poseen clasificaciones propias, así como sistemas y modos específicos de concebir el mundo. En todo caso, el pensamiento científico moderno, principalmente en lo que se refiere a la ciencia
del derecho, llegó a tomar estas clasificaciones, no como instrumentos
explicativos sino como instituciones científicas.
La cuestión crucial reside en el estatuto de cientificidad que la
ciencia del derecho le confiere a las clasificaciones. De acuerdo con lo
que señala Miaille, “si bien es indiscutible que [las clasificaciones]
tienen una función práctico-social evidente en el juego social, es
absolutamente inconveniente presentarlas como los elementos teóricos de una ciencia” (Miaille 1994, 141). En el ejemplo propuesto por
Edelman –el que se refiere al juez que debe clasificar el “material
humano” para decidir sobre la posibilidad o no de su utilización– es
posible identificar claramente las repercusiones de esta escuela. En
este sentido, si el juez considera el “material humano” como una cosa,
tal calificación no tiene nada que ver con la definición científica, siendo
ante todo el producto de un juicio sobre una composición de células
para el que se atribuirá una posición en el orden jurídico. De acuerdo con Edelman, al considerar como cosa una célula humana, esta
pasa a integrar la historia de la “cosa humana”, junto con el esclavo
y el cuerpo de la cortesana, por ejemplo. Se trata de una posición
relacionada con la propiedad, con el derecho de herencia, etc. (Santos 1998, 27).
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El análisis crítico de Miaille nos recuerda que “estas clasificaciones no son sólo el fruto de la historia en el sentido de que resulta fácil
mostrar la época en que emergen, son de naturaleza histórica porque corresponden a un estadio dado de la evolución de las formaciones sociales y porque desempeñan, en ese momento, una función
precisa que será necesario evidenciar” (Miaille 1994, 141).
LAS PERSONAS Y LAS COSAS
Y EL PARADIGMA DEL SUJETO
La separación entre pensamiento y ser, sujeto y objeto es un presupuesto fundamental del proyecto moderno de dominio y control de la
naturaleza, un fuerte movimiento estratégico que inaugura la época de la modernidad (Barcellona 1996, 33). Descartes separa radicalmente dos mundos de “sustancias”: de un lado el espíritu, la
sustancia pensante; de otro lado, el mundo de los cuerpos, de la materia, el universo de las cosas. Esa relación de poder y dominación
del hombre sobre la naturaleza se infiltrará en la teoría general del
derecho. De ese modo, se inicia con Descartes, pero se completa con
Kant, una verdadera revuelta que separa al “legislador de su mundo” de aquello que podemos conocer y querer (Villey 1979, 4)7 . Para
hacer plausible la escisión sujeto/objeto, la modernidad echó mano a
la distinción entre el sujeto epistémico y el sujeto empírico:
esa duplicidad está gráficamente representada en el epígrafe a la Crítica de la razón pura de Kant: de nobis sibi silemus.
En otras palabras, en el más elocuente tratado sobre la subjetividad producido por la modernidad occidental nada se dirá
sobre nosotros mismos en cuanto seres humanos vivos,
empíricos y concretos. Un conocimiento objetivo y riguroso
no puede tolerar la interferencia de particularidades humanas y de percepciones axiológicas. Fue sobre esta base que
se construyó la distinción dicotómica sujeto/objeto. (Santos
2000, 82) 8
7
En el mismo sentido, Sève demuestra que “A partir de esta promoción capital se desarrolla,
gracias a la contribución de las ciencias humanas, la concepción moderna de la subjetividad. En
lugar de lo biológico, la referencia pertinente pasa a ser, ahí, lo simbólico (...)” (Sève 1997).
8
Sobre la subjetividad, vale la pena destacar el interesante estudio de Yves Charles Zarka. Para
este autor, no hay una, sino dos vías de la subjetividad en el siglo XVII, pues la teoría moderna de la subjetividad no debe ser concebida como procedente unívocamente de las posiciones de Descartes. Zarka analiza la problemática de la subjetividad y del sujeto en el campo
del derecho natural moderno, partiendo de la noción del derecho como cualidad moral
(Zarka 2000).
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LAS CLASIFICACIONES JURÍDICAS
La oposición hombre versus naturaleza es reforzada por la idea
del contrato social originario, como fundamento de la sociedad civil,
del Estado y del derecho moderno. Según Gediel, “para que fuese
posible alcanzar las condiciones para el establecimiento del pacto
político fundante, el pensamiento filosófico concibió la posibilidad de
disociación entre el hombre y la naturaleza” (Gediel 1999, 61)9 . Se
produce una escisión entre el cuerpo y la mente, mediante la
supervalorización de esta última y a través de la idea del sometimiento
de todo lo que sea externo a la racionalidad humana. De este modo,
para Gediel:
(...) en la construcción jurídica de la modernidad, el hombre aparece, primero, separado de la naturaleza y ligado a
Dios; después, individualizado, ligado a los demás seres
humanos por un vínculo contractual; en seguida, dotado de
cualidades jurídicas, para constituir el núcleo de imputación
individual de derechos y deberes jurídicos, en oposición a
los demás y con poderes jurídicos sobre los bienes de la naturaleza; finalmente, apartado de su propio cuerpo, pues el
ejercicio de la cualidad de persona exige la capacidad jurídica. (Gediel 1999, 63)
El concepto de “sujeto de derecho” es el presupuesto para la construcción de una distancia y, al mismo tiempo, para afirmar la manipulación sobre todas las cosas. Esto sólo resulta posible al ser disociado
el hombre de la naturaleza. De esta manera la idea de subjetividad
abstracta va a garantizar la distancia entre el pensamiento y el ser,
y consecuentemente la disponibilidad del objeto y de la naturaleza
(Barcellona 1996, 43-45). La escisión entre el hombre y la naturaleza va a mostrar la distinción entre mente y cuerpo, personas y cosas,
sujeto y objeto. Tales divisiones están tan interiorizadas en la conciencia colectiva de las sociedades occidentales modernas y de sus
teóricos que son consideradas como algo natural, como provenientes
de una simple constatación del mundo y no como una construcción
histórica y cultural que es impuesta como verdadera.
9
Para Gediel, “según lo pregonaba el jusracionalismo cristiano, al final de la Edad Media, el
hombre, por su descendencia divina, gozaba de autonomía terrenal y respondía individualmente frente al Creador, no siendo confundido, de este modo, con el mundo de la physis ,
el cual podría incluso ingresar en la esfera del poder humano bajo la forma de propiedad.
La filosofía racionalista moderna, al abandonar el argumento teológico, buscó en la racionalidad humana la justificación para profundizar el abismo que se abrirá entre los hombres,
y entre éstos y los demás seres. Dentro de esa perspectiva, todo lo que se presentase externamente al hombre sólo entraba en su campo de conocimiento o intereses, sólo es susceptible de ser percibido por la razón, en calidad de objeto de análisis filosófico o científico, o
de objeto de apropiación jurídica”.
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Para Edelman, la distinción entre personas y cosas designaba la
posición eminente del hombre viviente dentro del universo de las
cosas. El hombre no podía confundirse con las cosas y su destino era
dominarlas, transformándolas en bienes. De lo anterior surge una
intensa clasificación de las cosas en diferentes bienes, fundada en la
correlación de la naturaleza (las cosas) como algo que pertenece al
hombre (Edelman 1999, 308)10. Estas correlaciones están intrínsecamente vinculadas con la idea de que no existe cosa sin titular. Dicha concepción, que permea todo el derecho moderno, se hace visible
cuando se analiza el ingreso de las cosas en la titularidad de una persona y, principalmente, la pérdida de esa misma titularidad.
La propiedad, en última instancia, sigue siendo un pilar de la sociedad actual. Esto puede ser comprobado, de acuerdo con Miaille, al
observar cómo la legislación capitalista se horroriza ante la visión,
frente a la posibilidad de que existan bienes no apropiados. Este temor es identificado por la máxima según la cual todas las cosas son
objeto de un derecho de propiedad, es decir, tienen un propietario.
La propiedad, pues, no sería un atributo del hombre, sino una exigencia, una necesidad (Miaille 1994, 169). De acuerdo con lo que
enseña Fachin, “en el derecho, tanto la pérdida como la ausencia de
titularidad están en un estado transitorio, en un intervalo en la definición de quién es su respectivo titular” (Fachin 2000, 164)11.
La búsqueda de una regulación jurídica en los modelos clásicos
con el fin de tratar la temática del conocimiento tradicional sólo reforzará esta tendencia del sistema jurídico occidental a identificar
titularidades, siempre según una perspectiva individualista y buscando la circulación de bienes, imponiendo este modelo incluso a otras
realidades culturales. De este modo, cada vez que se habla de derechos, es necesario buscar, para la lógica del sistema, un titular, una
persona, un sujeto de derecho, individual aunque ficticio. Por otra
parte es necesario que se tenga un bien, una cosa, un objeto que
integre este patrimonio individual.
Todo lo que fuese colectivo y no pudiese ser entendido como
estatal no tendría relevancia jurídica. Todo lo que no pudie10
11
“Esta división cosa/persona designaba, entonces, la posición eminente del hombre vivo
dentro del universo de cosas. Aquel no podía ser confundido con éstas, y su destino técnico era
dominarlas –esto es, a través del derecho, convertirlas en ‘bienes’ ” (Edelman 1999, 3 08).
Para Fachin, “esa unión amalgamada entre la persona y la cosa, o entre la persona y el
comportamiento, se refleja bien en el establecimento de la pérdida de la cosa con la ausencia de titularidad, medida de la creencia de que no existe una cosa sin titular”.
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LAS CLASIFICACIONES JURÍDICAS
se ser materializado en patrimonio y no pudiese tener un
valor aunque fuera simbólico, también estaría por fuera del
derecho. El titular del derecho tendría que ser siempre una
persona individual que incluso pudiese ser responsabilizada
por sus actos. En esta relación el titular del derecho ha de
tener, también, deberes; por eso la persona, para el derecho contemporáneo, ha de ser una e identificable. Por otro
lado, el objeto ha de ser conocido y valorable económicamente. En esta valoración reside su juridicidad, hasta tal punto
que el derecho resuelve todas las pendencias, en última
instancia, en términos de pérdidas y daños. Esta regla también se aplica para bienes patrimoniales intangibles, como
el llamado daño moral, la propiedad intelectual y los derechos de autor. La vida de cada uno pasa a ser valorada patrimonialmente, lo inmaterial se materializa en el valor de
cambio, aunque no se desee el intercambio. (Souza 1998, 168).
Sucede que no todos los bienes están (por lo menos todavía) sometidos a la propiedad individual de un sujeto de derecho. El sistema jurídico, entonces, resuelve esta aparente contradicción de
manera simple: “o las cosas pertenecen a una colectividad, o son susceptibles de una apropiación privada” (Miaille 1994, 170). Frente a
este escenario, Miaille afirma que “el mundo que nos rodea es un vasto
lugar cerrado que se divide entre propietarios”, resaltando que “la
noción de propiedad parece atravesar absolutamente todo nuestro
universo para manifestar abstractamente el ‘poder del hombre sobre las cosas’. Una lectura más atenta de lo real nos muestra que se
trata, en estructuras determinadas, del poder de ciertos grupos de
hombres sobre las cosas” (Miaille 1994, 171).
La idea de la división del mundo en personas y cosas, unida a la
noción de que para todo bien debe haber un titular, dan forman a la
concepción que rige la relación entre el hombre y la naturaleza en el
mundo occidental. El instrumento mediador entre sujeto y objeto, entre
personas y cosas estará constituido por la categoría del derecho subjetivo, principalmente por la noción de derecho subjetivo de propiedad, concebido como el poder absoluto de disposición sobre las cosas.
LA CLASIFICACIÓN JURÍDICA DE LOS BIENES
Y SU ARTIFICIALIDAD
La modernidad occidental instaura una lógica en la que la naturaleza es considerada como un orden social que se somete a las leyes
del hombre y como un dispositivo para saciar todas sus necesidades
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(Edelman 1999, 57). Para ello se elabora una división de la naturaleza con base en la posibilidad y la forma de apropiación de las cosas. Esta escisión entre hombre y naturaleza será traducida en el
campo jurídico por la distinción entre sujeto de derecho y objeto de
derecho, siendo este último tomado como “todo lo que puede ser sometido al poder de los sujetos de derecho, como instrumento de realización de sus finalidades jurídicas” (Amaral 2000, 300).
Según el sistema jurídico, la totalidad del mundo ya está repartida en bienes, sean bienes actuales o bienes posibles, dependiendo
de si están o no en manos de un propietario (Vullierme 1979, 46-47).
De acuerdo con Pietro Barcellona, el concepto de propiedad privada,
como forma general de disponibilidad de las cosas, se convierte en
norma de funcionamiento de toda la sociedad y de las relaciones
humanas. Esto se produce principalmente en virtud de la configuración de la naturaleza como res disponible, apropiable y transformable (Barcellona 1996, 20). También en lo que se refiere a la
clasificación de las cosas, los manuales jurídicos buscan sus fundamentos en el derecho romano. Aunque es verdad que el sistema de
las Institutas consagra una parte sobre las cosas (res), como en el Código Civil, se debe resaltar que en aquel el término res posee otro alcance que el de cosa en el Código Civil (Villey 1979, 3)12.
El ingreso de las cosas (entendidas en su sentido común y amplio) y de los seres en el trajín de las relaciones jurídicas, como objetos, tiene como presupuesto el hecho de que tales “cosas”, directa o
indirectamente, pueden ser susceptibles de valoración pecuniaria. En
el Código Civil, la idea de cosa está ligada a la posibilidad de que sea
transformada en dinero. En líneas generales, la doctrina define cosa
como una realidad exterior e independiente al hombre que se caracteriza por la utilidad, individualidad y apropiabilidad (Ascensão 1997,
316)13. Con todo, de acuerdo con Fachin, “esa ‘lógica’ de la conversión en dinero plantea ciertas dudas cuando determinados derechos,
que integran la esfera jurídica y que no son objeto de derecho, son
violados, y su violación permite la reparación pecuniaria, sin inte12
13
Según Villey, “es verdad que las categorías de la ciencia jurídica romana son muy mal conocidas y controvertidas, porque hoy el derecho romano se nos presenta bajo la forma que
le dieron los romanistas de la época moderna. Ese derecho, así, fue reformulado y transformado por el lenguaje moderno”.
La principal característica de la individualidad es también denominada autonomía. Algunos
autores discuten esta característica, teniendo en mente la posibilidad de relaciones jurídicas
sobre partes de cosas.
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LAS CLASIFICACIONES JURÍDICAS
grar el patrimonio ni pudiendo ser objeto de derecho” (Fachin 2000,
162). Este es el caso, por ejemplo, de las expresiones de la intelectualidad y de la creatividad humana.
Conforme con lo que señala Gediel,
la inadecuación de las concepciones jurídicas del siglo XVIII
va a resultar evidente no sólo en relación con el cuerpo humano. También en el siglo XIX la titularidad jurídica de las manifestaciones intelectuales del sujeto exigirá respuestas que
servirían como base para el desarrollo de la tutela jurídica
integral de la persona, por medio de una nueva especie de
derechos subjetivos, los derechos de la personalidad. (Gediel
2000a, 33)
Analizando este aspecto en lo que se refiere a los derechos de autor,
Gediel asegura que, dentro de la visión patrimonialista dada por el
derecho subjetivo, “el derecho de propiedad del autor sobre la cosa
siguió el modelo aplicado para la apropiación de cosas, cuya justificación político-ideológica provenía principalmente de la idea de que
la invención envolvía trabajos y riesgos que justificaban su adquisición por el autor” (Gediel 2000a, 34). De este modo, “si el cuerpo no
podía, todavía, ser repartido y transferido entre sujetos, no se podía
decir lo mismo de las creaciones intelectuales y artísticas que, al materializarse, reforzaban la idea de que, en sentido jurídico propio, eran
cosas aptas para cambiar de titular y asumir, en virtud de este cambio, un valor económico” (Gediel 1999, 65).
En los derechos de autor se distingue el producto artístico o invento (de carácter patrimonial y cuya titularidad puede ser transferida), de la idea inicial, la cual permanece vinculada al sujeto creador
o inventor.
Ese vínculo indisociable entre la idea creadora y el sujeto ayudó a profundizar la investigación sobre una nueva categoría
de derechos, los derechos personalísimos, lo que más tarde
serviría para explicar los derechos subjetivos que se refieren
a las muchas manifestaciones de la personalidad humana. La
peculiaridad del origen del producto intelectual hizo posible
perfeccionar la noción de bien jurídico. Esta comprende la totalidad de las cosas corpóreas o incorpóreas, vinculadas a la
esfera jurídica del sujeto, independientemente de que tengan
o no expresión monetaria. Más tarde, la doctrina elaboró la
noción de bienes de la personalidad, superando la identificación entre el objeto de la relación jurídica y la cosa, en el sentido puramente material y patrimonial. (Gediel 2000a, 37)14
14
En otro texto, Gediel demuestra que para responder al problema jurídico suscitado por los
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Se entiende, por lo tanto, que el propio sistema jurídico adapta la
definición jurídica de cosa, que, al corresponder sólo a la noción de
cosa material, es considerada como una especie del género bien. A
partir de esta nueva clasificación, la creatividad humana “fue definida como un bien de carácter extrapatrimonial, reservándose para
el invento u obra de arte la noción de cosa material y patrimonial”
(Gediel 1999, 66-67).
La diferenciación entre cosa y bien es uno de los asuntos más
polémicos y controvertidos de la denominada “teoría general del objeto de la relación jurídica”. Dentro de las varias configuraciones
establecidas por la doctrina hay por lo menos dos orientaciones principales sobre esta distinción. Algunos autores consideran el bien como
una noción más genérica, partiendo de que la cosa es una modalidad del bien. Según esta perspectiva, adoptada por ejemplo por
Manuel de Andrade, José de Oliveira Ascensão (1997, 313) y por el
Código Civil alemán, se restringe la designación cosa para los bienes
de existencia corporal. Otros autores, por el contrario, atribuyen a la
cosa un sentido amplio (en general, por la influencia del derecho romano), abarcando toda la realidad que de este modo se convierte en
objeto de derecho. Esta es la posición adoptada por Pontes de Miranda, Miguel Maria de Serpa Lopes y, en parte, por el Código Civil
portugués. El Código Civil brasilero utiliza el término cosa para valores materiales e inmateriales y, muchas veces, como sinónimo de
bien. Con todo, dado que en su Libro II de la Parte General escoge la
expresión “de los bienes”, algunos autores entienden que la legislación consideró la noción de bien como algo más amplio que la de cosa
(Amaral 2000, 302).
La opinión mayoritaria considera que la noción jurídica de bien
incluye las cosas propiamente dichas, susceptibles de apreciación
pecuniaria, y también las que no admiten esa valorización pecuniaria. De este modo, el término “bien” se entiende como género y la “cosa”
como especie, como una modalidad de la primera. De acuerdo con la
perspectiva más común, bien es la noción más amplia y abarca objetos de derecho de todo tipo. En este sentido, el bien es un género, del
cual la cosa (que siempre tiene valor pecuniario) es una especie. José
derechos de autor, “se propone la distinción entre derechos morales de autor, de carácter
inalienable, porque están ligados íntimamente a él, y derechos de autor de naturaleza económica materializados en el invento u obra de arte, que son independientes del sujeto,
luego transferibles y susceptibles de valoración económica y mercantil” (Gediel 1999, 66).
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Colección En Clave de Sur. 1ª ed. ILSA, Bogotá D.C. Colombia, marzo de 2004
LAS CLASIFICACIONES JURÍDICAS
de Oliveira Ascensão considera el bien como una realidad prelegal,
que no necesita coincidir con “cualquier realidad que sea susceptible
de constituir objeto de situaciones jurídicas” (Ascensão 1997, 314)15.
El significado común de “cosa” comprende aquello que es corpóreo, que posee una existencia material. Con todo, el criterio de determinación de qué es una cosa es producido históricamente. Por su
parte, la figura de las cosas fuera del comercio, o de la res comunes,
indica que no hay una delimitación nítida entre lo que caracteriza
un “bien jurídico” y lo que constituye una “cosa jurídica”. Para Carbonnier, por ejemplo, en principio, los bienes serían un calco de las
cosas, pero no todas las cosas son bienes, así como no todos los bienes
son cosas (Carbonnier, en Vullierme 1979, 32)16. Lo anterior porque
los bienes serían las cosas vistas desde el punto de vista del derecho,
y el universo de los juristas no proviene de la noción de cosas del
mundo natural.
Los objetos materiales no tienen una vocación propia e inherente por naturaleza en virtud de la cual deban ser tratados como “cosas”, como res. En opinión de Miaille, “es el sistema social el que los
define y no la naturaleza de las cosas la que se impone por su propia
lógica” (Miaille 1994, 161). En el ejemplo planteado en dicha obra,
con mucha pertinencia para este trabajo, Miaille demuestra que
en algunas sociedades tradicionales, “los objetos más materiales
no son tratados como cosas, sino como intermediarios sociales que
un cierto número de ritos o de prácticas permite hacer circular”
(1994, 161).
La observación de las clasificaciones jurídicas occidentales modernas en comparación con la forma de regulación jurídica y económica
de sociedades no occidentales muestra la imposibilidad de analizar
todas las prácticas sociales del mundo por medio del mismo modelo.
Aún más: la contraposición de modelos regulatorios de sociedades
distintas pone en evidencia la artificialidad y la historicidad de las
categorías y de las clasificaciones jurídicas construidas por el sistema jurídico occidental moderno. En este sentido, se puede decir que
el concepto de cosa (y también el de bien), “lejos de ser evidente, su15
Por otro lado, continúa el autor, “el criterio de determinación de las cosas es un criterio
social. No es un criterio material: basta pensar que existen cosas inmateriales. Tampoco es
un criterio naturalístico: existen cosas incorpóreas. La realidad que presuponemos es la
realidad social, o económico-social, porque es esa la que el derecho valora”.
16
J.-L. Vullierme adopta el vocablo “la chose (el bien)” para caracterizar el hecho de que bienes y cosas estarían situados en el mismo plano.
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LA REGULACIÓN JURÍDICA DEL CONOCIMIENTO TRADICIONAL: L A CONQUISTA DE LOS SABERES
pone de antemano una organización social particular” (Miaille 1994,
161)17.
Independientemente de la noción que se utilice, a partir del modelo jurídico occidental moderno, existirá siempre una relación estrecha de titularidad entre el sujeto y el objeto, pudiendo este último
ser o no ser de contenido patrimonial, una cosa o un bien (Fachin
2000, 156-157). Los bienes (o las cosas, dependiendo de la concepción que se adopte) son determinados jurídicamente a partir de distintas clasificaciones dicotómicas. De esta forma se dividen en
materiales o inmateriales, corpóreos o incorpóreos, del comercio o
fuera del comercio, muebles o inmuebles, fungibles o no fungibles,
consumibles o no consumibles, divisibles o indivisibles, simples o
conexos, principales o accesorios.
La importancia de la clasificación jurídica de los bienes radica
esencialmente en los efectos que produce. A partir de esta distribución, con base en determinados criterios, serán definidos los regímenes jurídicos que regularán cada grupo particular. De ese modo, de
acuerdo con la doctrina, “la finalidad de cualquier clasificación es
separar en grupos y especies a los que se aplican las mismas reglas
jurídicas, admitiendo la posibilidad de que cada especie tenga su propia disciplina legal” (Amaral 2000, 303)18.
Aunque la mayor parte de la doctrina insiste en la existencia de
una lógica racional y científica que orienta el establecimiento de estos criterios, se puede comprobar que, en general, la determinación
de las clasificaciones –y principalmente el régimen legal que de allí
se deriva– es en realidad una exigencia de tipo económico. Tal es el
caso, por ejemplo, de la clasificación de bienes muebles e inmuebles,
que, en virtud de su sentido práctico, es considerada la mayor y más
importante división de los bienes. En la época de las grandes codificaciones, a inicios del siglo XX, la tierra era considerada como un
importante factor de producción y fuente de riqueza. Los bienes
muebles, en cambio no tenían gran valor.
17
18
En otro momento, el autor afirma que el carácter de “cosa”, lejos de ser intrínseco, está, al
contrario, directamente ligado con una relación social. De esta forma, “a partir del momento en que una relación social productora de intercambios generalizada se manifiesta, muchos objetos entrarán en la categoría ‘mercancía’, en el mismo momento en que los juristas
van a conservar un vocabulario y formas de raciocinio que esconderán esa hegemonía de
la forma mercancía” (Miaille 1994, 163).
“Los bienes no se disciplinan jurídicamente por unidades, sino en conjuntos, de acuerdo
con sus características, formándose de este modo distintas categorías jurídicas a las que
corresponden diversos regímenes”.
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LAS CLASIFICACIONES JURÍDICAS
En la estructura del Código Civil brasilero se puede comprobar
la valorización, en el período de su promulgación, de la propiedad de
los bienes materiales e inmuebles. Por esa razón, de acuerdo con las
normas de la época, para la adquisición de los bienes inmuebles, la
ley exigía mayor solemnidad y publicidad, siendo necesario el registro del título adquisitivo para la entrega del objeto, mientras que para
la transferencia de los bienes muebles no se requerían mayores formalidades19.
Bienes corporales e incorporales
De las distintas subcategorías jurídicas que se forman a partir de las
clasificaciones dicotómicas se desprenden diferentes regímenes jurídicos. Para los límites de este trabajo importa hacer algunas consideraciones sobre la distinción entre bienes corporales e incorporales.
Los romanos no conocieron la noción de “bienes jurídicos”, sino solamente la de cosas, las que podían ser corporales (quae tangi possunt)
o incorporales (quae jure consistunt). Los autores divergen, cuando
interpretan las Institutas, respecto de la determinación de la summa
divisio rerum. Para algunos, Gaius habría partido de la distinción
entre res corporales y res incorporales. Así, el análisis de esta distinción, proveniente de la filosofía y de la retórica, nos otorgaría la “piedra de toque” de todo el sistema de las Institutas y el hilo conductor
para la comprensión histórica de las categorías fundamentales del
ordenamiento jurídico romano (Meireles 1990, 95).
Para caracterizar la distinción entre bienes corporales e incorporales, la romanística va a abandonar el criterio originario de la
visibilidad, utilizado por Cicerón, para sólo utilizar la tangibilidad
como criterio jurídico de distinción. De acuerdo con Seixas Meireles,
“esa metaforización de lo real, asentada en el criterio de la tangibilidad
–tangibilidad que exprime también la metonímica del sujeto–, ahora se convirtió en el signo de un sujeto, actor de la escena jurídica
(qui tangit), opuesto a la res, objeto real de la definición res corpora19
En Brasil, para que se perfeccione la adquisición, la regulación jurídica de los bienes inmuebles
exige el registro del título adquisitivo en el registro público. El estado de la persona (si está
casada o no) va a influir en la alienación de los bienes inmuebles. Esto porque la persona
casada necesita la donación del cónyuge. Para ser adquiridos por usucapión, los bienes
inmuebles requieren un plazo mayor (10, 15 o 20 años). Dado que los bienes inmuebles
exigen el registro, los bienes muebles, a su vez, apenas requieren la tradición (entrega) de
la cosa para que sea oponible. El estado de la persona no influye en la alienación de los
bienes muebles y para que sean adquiridos por usucapión, necesitan un plazo menor (3 o
5 años)
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LA REGULACIÓN JURÍDICA DEL CONOCIMIENTO TRADICIONAL: L A CONQUISTA DE LOS SABERES
les hae sunt quae tangit possunt” (Meireles 1990, 111). De este modo
lo real es aquello que existe (quod est) para el derecho, para el jus
civile, en oposición a un sujeto “determinado” (qui tangit). Los esclavos eran considerados cosas corporales, lo que demuestra que esta
división se fundaba no en elementos dados por la naturaleza, sino
en los roles determinados por el campo político. Existían hombres que
desempeñaban el papel de hombres libres (persona) y hombres que
desempeñaban el papel de cosas corporales (Meireles 1990, 115).
La distinción entre bienes corporales e incorporales no está contemplada en el Código Civil brasilero. El Libro II de la parte general
del Código Civil, en su título único, denominado “De las diferentes
clases de bienes”, presenta las clasificaciones de los bienes considerados en sí mismos (bienes inmuebles y muebles, cosas fungibles y
consumibles, divisibles e indivisibles, singulares y colectivas), de los
bienes recíprocamente considerados, de los bienes públicos y privados, de las cosas que están fuera del comercio y del patrimonio familiar. La construcción teórica sobre la división de los bienes en
corporales e incorporales es una ficción de la doctrina.
De acuerdo con el pensamiento de la doctrina, los bienes corporales son aquellos que tienen existencia concreta, perceptible por
medio de los sentidos. Dichos bienes incluyen los objetos materiales
y los inmateriales, incluso las formas de energía (electricidad, gas,
vapor) (Amaral 2000, 304)20. Para que estas cosas corporales sean
objeto de relaciones jurídicas, deben poseer existencia autónoma (individualidad), deben resultar idóneas para satisfacer intereses humanos (utilidad) y contener la posibilidad de sujeción jurídica al poder
exclusivo de uno o algunos hombres (apropiabilidad) (Pinto 1996,
335)21. Los bienes incorporales son los que tienen existencia abstracta, intelectual. Su realidad es meramente social, producto de una
valoración humana, como los derechos, las obras del espíritu, los bienes de la personalidad (Ascensão 1997, 324; Amaral 2000, 304)22. Para
Mota Pinto, los bienes incorporales provienen del ingenio, de la inteligencia o de la sensibilidad humana y tienen un valor patrimonial
autónomo, pues pueden ser explotados económicamente (Pinto 1996,
20
21
22
En todo caso, de acuerdo Orlando Gomes, la energía eléctrica, la térmica, son bienes
incorporales (Ascensão 1997, 323).
En el mismo sentido, José de Oliveira Ascensão considera que para que las cosas sean jurídicas deben estar revestidas de las características de utilidad, individualidad y apropiabilidad.
(Ascensão 1997, 316).
De acuerdo con Amaral, los bienes incorporales son creaciones de la mente, construccioAndressa Caldas. La regulación jurídica del conocimiento tradicional: La conquista de los saberes
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LAS CLASIFICACIONES JURÍDICAS
335). Con todo, los derechos que se desprenden de estos bienes poseen un régimen especial.
Como se señaló anteriormente, la valorización de entes incorporales –que, aunque no tienen una existencia material y corporal,
pueden constituirse en objetos de relaciones jurídicas– fue lo que
determinó el surgimiento de la categoría de los bienes jurídicos, como
distinta de las cosas. Esta innovación en el campo jurídico proviene
de las transformaciones implícitas en el tránsito de la economía agrícola a la economía industrial y después posindustrial, hecho que fue
acompañado por un crecimiento del papel de los bienes en la vida de
los individuos y por el surgimiento de nuevos bienes (Terré 1979, 18) 23.
Existe una ampliación considerable de la gama de objetos susceptibles de apropiación en función del desarrollo económico y de los cambios socioculturales, especialmente a partir de la revolución industrial,
en donde se incluyen cosas intangibles, pero con lucro económico (Del
Nero 1998, 35). En las palabras de Carlos Frederico Marés de Souza,
junto al aumento de la importancia de los bienes incorporales, se
destaca la disminución de la relevancia de los patrimonios físicos
reales:
Los bienes jurídicos, y no sólo los derechos sobre ellos, son
cada vez más intangibles. El patrimonio de una gran empresa ya no está conformado por el número de establecimientos que tenga, porque no le pertenecen, ni los locales, ni los
muebles que la adornan, porque todo es franqueado, es de
una tercera persona. El patrimonio se mide, y vale, por la
marca que ostenta o el saber que descubrió, o la forma de
embalaje que contiene. El patrimonio se desordena en apariencia, pero no pierde valor ni poder, al contrario, se potencializa. (Souza 1998, 174)
Los principales bienes incorporales modernos surgirán casi siempre como consecuencia de la presión ejercida por las necesidades del
comercio. Los juristas hasta ahora no han hecho otra cosa que responder a esta presión (Nicholas 1979, 65). Algunas expresiones del
23
nes jurídicas, derechos, por lo que su existencia es tan sólo intelectual y jurídica. Según
Mota -Pinto, estos bienes tienen valor patrimonial autónomo, por lo que pueden ser explotados económicamente. Además de su valor patrimonial, las obras artísticas, literarias, científicas e intelectuales están ligadas íntimamente a la personalidad del autor: “se comprende
así que el derecho reconozca esos bienes y tutele los aspectos patrimoniales y personales
señalados” (Pinto 1996, 335).
Para Terré, esta evolución explica la ampliación dada a la categoría de los bienes muebles,
prevista en el Código Civil francés, que engloba bienes corporales e incorporales y también
justifica el principio según el cual todo lo que no es inmueble, es mueble.
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conocimiento científico (occidental o tradicional), por ejemplo, se convierten en bienes en el momento mismo en que son consideradas como
“una serie de informaciones limitadas y reproducibles dotadas de un
valor de mercado en función de los beneficios que pueden generar”
(Descola 1999, 180).
Como se señaló anteriormente, el origen y la justificación de la
valorización económica y, por lo tanto, jurídica de dichos bienes son
ocultados, o tratados de forma superficial. Robert Sherwood, por ejemplo, para demostrar que los “productos de la mente” son artículos de
comercio, concluye de manera tautológica que estos se caracterizan
por el hecho de que alguien está dispuesto a pagar por ellos. En las
palabras del autor: “las personas están dispuestas a pagar por el
conocimiento, por las invenciones y expresiones de creatividad
originadas en otros países. Los productos de la mente son, de hecho,
artículos vulgares de comercio” (Sherwood 1992, 25). No obstante,
el momento en que el conocimiento se convierte en mercancía está
bien delimitado históricamente, como bien lo señala Philippe Descola:
Cuando Adam Smith y Karl Marx definieron el sistema económico de la era moderna como aquel en el cual la tierra y
el trabajo eran mercancías susceptibles de intercambio en
un mercado abierto, dejaron de lado el conocimiento como
factor de producción o fuerza productiva. Fue solamente con
el crecimiento de la mecanización y el desarrollo de áreas
como la química aplicada, que la cuestión de patentar el
conocimiento y el know-how técnico incorporado en objetos
resultó crucial para la competencia industrial. En ese sentido, éste se transformó en mercancía –como la tierra y el
trabajo– cuando su valor de cambio se independizó de su contexto social. El conocimiento como mercancía no es sólo el
conocimiento poseído o apropiado por una persona o por un
grupo de personas, su valor de mercado depende de su capacidad para ser separado radicalmente de las relaciones en
las que estaba preso. (Descola 1999, 180)
Lo anterior se debe a que la definición de algo como “bien” no proviene, como vimos, de su naturaleza o de alguna característica intrínseca que le confiera automáticamente este carácter, sino más bien
de su función técnica y económica dentro del sistema de intercambios de la sociedad capitalista occidental.
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LAS CLASIFICACIONES JURÍDICAS
LA FUNCIONALIDAD DE LA CLASIFICACIÓN
DE LOS BIENES
Los bienes jurídicos en sí mismos no poseen una conceptualización
propia, por lo que son considerados un pseudoconcepto, imposible de
ser definido. En un primer momento, la hipótesis de que la noción de
bienes es pura y simplemente indefinible podría resultar extraña. Con
todo existen varios sublenguajes, sobre todo aquellos que son completa o parcialmente formales, que contienen algunas nociones indefinibles. Tal es caso, por ejemplo, de la “recta” o del “punto” en
geometría, o del “nombre” en la lógica (Grzegorczyk 1979, 267). Estas nociones son denominadas “términos primitivos” del sistema y
aparecen por regla general en sus axiomas, que no pueden ser definidos sin incurrir en un círculo vicioso. Esto es lo que ocurre con el
término “bienes jurídicos” en el ámbito del lenguaje del derecho, dado
que dicho término se utiliza, no en el sentido común y natural de las
cosas, sino según los significados que el propio derecho le atribuye.
En consecuencia, al designar una cosa natural específica por un
nombre jurídico que corresponde a una “cosa jurídica” (o bien jurídico) dada, se permite que dicha “cosa natural” ingrese en el sistema
de relaciones jurídicas definidas por el propio derecho (Grzegorczyk
1979, 268). En este sentido, por ejemplo, al designar las pólizas de
deuda pública garantizadas con la cláusula de inalienabilidad como
bienes inmuebles (art. 44, III, del Código Civil brasilero), el derecho
las hace entrar en el sistema de las relaciones jurídicas que se aplican a los bienes inmuebles, atribuyéndoles el estatus jurídico de “inmueble”. Toda la preocupación sobre la titularidad de los derechos
patrimoniales provenientes del acceso a los recursos filogenéticos
surge a partir del momento en que “el medio ambiente dejó de ser
simplemente el entorno pasivo e inerte y llegó a integrar el conjunto
de bienes jurídicos de cada nación, así como de toda la humanidad”
(Arcanjo 1997, 297). En efecto, denominar un bien (o a una persona) con un nombre jurídico supone otorgar a este nombre una amplia serie de consecuencias jurídicas que no tendrían lugar si el
nombre no hubiese sido atribuido. Esto es lo que constituye la esencia de lo que se denomina como “calificación jurídica” (Grzegorczyk
1979, 268).
Además de los “bienes jurídicos”, las nociones de “persona” y de
“derecho subjetivo/propiedad” también pueden ser considerados “térAndressa Caldas. La regulación jurídica del conocimiento tradicional: La conquista de los saberes
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LA REGULACIÓN JURÍDICA DEL CONOCIMIENTO TRADICIONAL: L A CONQUISTA DE LOS SABERES
minos primitivos” (y por lo tanto indefinibles, a no ser tautológicamente). Este triángulo es partidario de una visión filosófica del mundo específica, donde existe un sujeto (activo y autónomo, de
conocimiento y de acción) y un objeto (autónomo en su existencia,
pero pasivo) y, también, una relación típicamente jurídica impuesta
por uno sobre otro (Grzegorczyk 1979, 269). Marés de Souza analiza la preocupación extrema y cuidadosa de los legisladores para definir los derechos individuales centrados en la propiedad, destacando
que, a pesar de que el Código Civil brasilero dedica un capítulo a la
propiedad, en ningún momento la define (Souza 1998, 167). Con esa
conformación, el derecho, al designar las realidades del mundo natural por medio de nociones jurídicas, transforma estas realidades en
fenómenos propios del derecho, atribuyéndoles un significado jurídico que antes no poseían. Es decir, a partir de los objetos del mundo
real, el derecho crea las cosas, las personas o las relaciones jurídicas.
Vale la pena resaltar que este acto de designación no es neutral, ni
se limita a una función descriptiva (Grzegorczyk 1979, 269). Además, es necesario recordar que estas creaciones no necesitan tener
un substrato material.
En el juego del ajedrez, por ejemplo, decir que determinada pieza es una “reina” significa atribuir a la figura un estatus propio dentro de la lógica del juego. Este estatus está constituido por una serie
de movimientos que pueden ser efectuados con la ayuda de dicha pieza. De la misma forma, denominar un objeto como “bien jurídico” determinará que a ese bien se le aplique el Libro II del Código Civil.
Después, calificarlo como bien mueble o inmueble puede hacerlo ingresar en dos redes diferentes de relaciones jurídicas. Como en el juego
del ajedrez, la definición jurídica puede ser concebida como una serie de acciones posibles, en la que participa el objeto definido (Grzegorczyk 1979, 272).
Toda regulación jurídica es pensada a partir de la ampliación de
los bienes apropiables. La ampliación de la gama de sujetos de derecho es, a su vez, concomitante (y no la causa) de la ampliación del
conjunto de mercancías disponibles. Este ensanchamiento de la esfera de apropiabilidad –forjado por el mercado– considerará como
mercancía al trabajo, a las expresiones de la personalidad y, más
recientemente, a la cultura de los pueblos, denominándolos entonces como bienes jurídicos. En otras palabras, para que esta apropiación sea posible, se hace necesario encuadrar los nuevos objetos que
serán apropiados dentro del sistema de los bienes.
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LAS CLASIFICACIONES JURÍDICAS
Para comprender la relación de interdependencia entre el “surgimiento” de nuevos bienes y la constitución de nuevos sujetos es
necesario explorar los presupuestos de este vínculo. En este sentido,
un punto de vista estrictamente jurídico –que no utiliza sino la terminología, los conceptos y la racionalidad que yacen en el interior
del sistema sobre el que se erige (Stoyanovitch 1979, 211)– es incapaz de proporcionar las razones de fondo de la clasificación de los
bienes en el Código Civil, por ejemplo. Es necesario analizar otros
campos. De acuerdo con Luiz Edson Fachin, el análisis de las categorías de bienes requiere conocer y analizar la concepción política y
económica que permea una sociedad dada. De este modo, “la división
básica de los bienes no es jurídica, es económica. Lo jurídico sólo comparece para proteger los bienes de producción, de uso y de consumo, de
acuerdo con la concepción política, y para establecer el régimen de los
mismos” (Fachin 2000, 166). En este juicioso análisis, el autor agrega:
La división de los bienes de producción, de uso y de consumo es, en verdad, la gran división que está en la base de la
configuración clásica de los bienes. Cuando esa división no
es discutida, se crea la impresión de que ella naciese de sí
misma. Es necesario revelar la duda anterior a esa clasificación, que es hecha para no ser cuestionada, pero que debe
pasar por el cedazo del análisis que desnuda la supuesta neutralidad de los conceptos jurídicos. Existe una carga axiológica en la concepción, en la clasificación y en la calificación
del objeto que conforma la definición de los bienes. (2000,
167)
El origen del derecho moderno se caracteriza por la decisión
(fundacional y atributiva) de conferir tal carácter a algunos bienes.
Paralelamente a esta decisión se encuentra la atribución de titularidad a los portadores de estos bienes: los sujetos de derecho. Sin embargo, la “ciencia del derecho” tiende a suprimir este momento
atributivo, fundacional. Así, aunque la revolución francesa aparezca como la atribución de la propiedad privada a los burgueses, dicho
momento es suprimido (Barcellona 1996, 153). El derecho moderno
oculta este momento atributivo y se presenta como un derecho de la
circulación, de la igualdad, de sujetos atomizados. Este derecho impide que la sociedad se reapropie de su poder fundacional, en el sentido de tomar otras decisiones sobre lo que es común y lo que es
divisible (Barcellona 1996, 154).
Al delimitar previamente cuál es la forma (o las formas) posible(s)
de regulación del conocimiento de las comunidades tradicionales, una
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vez más le quita a la sociedad el poder asignador de atribuir a dicho
“bien” el carácter de común, colectivo, divisible o indivisible, público
o privado. Pero más que eso, le retira toda posibilidad de regular este
conocimiento de otra manera, que no sea una de las formas clásicas
de regulación de los bienes jurídicos.
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