Filosofía, 12 MIS MEDITACIONES DESDE EL MODELO GENÉTICO

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Filosofía, 12
MIS MEDITACIONES
DESDE EL MODELO GENÉTICO
FERNANDO RIELO PARDAL
MIS MEDITACIONES
DESDE EL
MODELO GENÉTICO
FUNDACIÓN FERNANDO RIELO
SECCIÓN EDITORIAL
DIRECTOR: Jesús María González Gómez
© Copyright Fernando Rielo Pardal
Derechos de edición reservados:
FUNDACIÓN FERNANDO RIELO
I.S.B.N: 84-86942-51-9
Depósito legal: SE-2685-2001
Compuesto e impreso en los talleres gráficos
de la Editorial Fundación Fernando Rielo:
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IMPRESO EN ESPAÑA — PRINTED IN SPAIN
INTRODUCCIÓN
Siempre que nuestra curiosidad nos acerca a algo, terminamos, por
lo general, tomando partido, sea para asumirlo sea para desecharlo. Si
encontramos motivación o interés, lo asumimos incondicionalmente, y
si no nos resulta interesante, lo pasamos por alto. Pero cabe la posibilidad de desecharlo si, por ignava ratio, los prejuicios nos lo hacen a
priori indigesto. La heterogeneidad y la fragmentación de parte del pensamiento actual, inmensa amalgama de atomizaciones y discontinuidades, irracionalidades y subculturas, nos incitan más, si cabe, a ello; sobre todo, si se nos ha metido en la cabeza que nada fascinante queda ya
por decir al análisis filosófico. Quizás sólo el rescate de lo plural y anecdótico, una mezcla de caos y orden, de indefinición y descripción, que
emerge de segmentos solapados en las diversas etapas del pensamiento
en tiempos anteriores.
¿Para qué el empeño en defender una realidad absoluta que parece
haber dado de sí todo lo que tenía? ¿No es mejor dejarse seducir por una
realidad virtual, adaptada al gusto cotidiano, tomada de aquí y de allá
gracias a la ingente información computarizada y al potencial enorme
de los medios de comunicación? Todo el flujo de emociones, idearios y
experiencias del hombre contemporáneo, se objetiva en diversas formas de decir y de hacer ver, comunicándose como por ósmosis y sustanciándose en multitud de adherencias que impiden el normal proceso
digestivo.
Y es que el “prejuicio” es una adherencia visceral que afecta, irreflejamente, a la inteligencia y al sentir. Desde luego que es imposible
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Introducción
desprenderse del prejuicio, pero si queremos reflexionar y vivir como
personas, conviene ejercitarnos contra él con una buena terapia de recogimiento, no de cantidad de reflexiones o de pensamiento a la deriva;
o, si se quiere, con una dieta adecuada de vivencia, no de cantidad de
experiencias o de vivires sin sentido. Vivir en profundidad y reflexionar
con altura de miras son los dos pilares que pueden sustentar una actitud
firme y consistente, abierta y enriquecedora, de todas las capacidades y
dimensiones del ser humano.
Esto último es lo que hace, a mi parecer, el pensamiento de Fernando Rielo. No es fácil, por ello, entender el pensamiento rieliano si no se
realiza un esfuerzo suficiente de asumir, aunque sólo sea intelectualmente, la vivencia en profundidad y la reflexión de altura. Asumir intelectualmente algo, contactándolo desde el sosiego, no significa aún tomar partido, ni siquiera disposición positiva de aceptación o compromiso. Sólo es la condición necesaria para, desde una actitud seria, poder
entender en toda su amplitud lo que, inicialmente, se ha asumido. Ésta
es la base imprescindible para establecer una crítica fundada que asuma
experiencial y reflexivamente lo que, para Rielo, es más propio y enriquecedor de la persona humana. ¡Hay tanta oferta en el mercado cultural! ¡Tantos productos perecederos, asequibles, de fácil consumo! Tal
vez sería preciso hacer un espacio en el mercado para ofrecer hoy un
pensamiento de tallada artesanía.
Las cuatro meditaciones rielianas que presentamos, vistas desde el
modelo genético, se nos ofrecen cada una con una sistematización artesanal en cuatro cuestiones: previa, crítica, formal y final. Las exposiciones, articuladas por el autor dentro de su concepción genética del principio de relación, son muestra evidente de la enorme fluidez que caracteriza su pensamiento. El lector o el estudioso observará este hecho en
la forma de tratar la sustitución de la concepción formalista de la semiótica por una concepción genética en la que incluye la sintacticidad, semanticidad y carismaticidad; en poner de manifiesto la interacción de
la sicología y la ética en una nueva ciencia denominada “sicoética”, y
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en la contribución de la sicoética a la pedagogía; y, por último, en ofrecernos la definición del ser humano y el sentido del dolor.
Estas meditaciones no polemizan desde una actitud de pensamiento
débil o fuerte; antes bien, dejan visualizar un pensamiento respetable,
abierto, asimilativo, integrador, digno de ser tenido en cuenta por quien
desea concebir al ser humano como “algo +” de lo que él mismo pueda
concebirse; y, sobre todo, son mediataciones que, seguramente, interesarán, por su amplitud y soltura temática, a los estudiosos de filosofía,
antropología, sicología, sociología, pedagogía, semiótica, metafísica…,
o, si se quiere también, a los teólogos y a los moralistas. A todos ellos
les remito la lectura y el estudio de estas “meditaciones rielianas”. Pienso que, sea cual sea la inclinación ideológica de quien abra este libro,
no saldrá por ello decepcionado. Su lectura y estudio, lejos de agitaciones y ansiedades, son refrescantes.
Me parece obligado, después de muchos años de trabajo con Fernando Rielo, hacer una breve explicación de su pensamiento, aunque ésta
pueda ser, claro está, insuficiente en el reducido marco de una introducción. El calado metafísico de estas cuatro meditaciones, rayo de luz que
se refracta multicolor en las diferentes dimensiones del ser humano,
aconseja hacer unas reflexiones previas que dejen el terreno abonado
para que germine y crezca esa selecta semilla que nos es ofrecida en estos
escritos. Lo primero que hay que confesar, con toda claridad, es que Fernando Rielo es un metafísico. Y es desde la metafísica, vivida y hecha
sistema, desde donde nuestro autor contempla el quehacer experiencial
y experimental del ser humano: tarea ésta que debe, ciertamente, poseer
dirección y sentido metafísicos si queremos dar razón consistente de
las hondas preocupaciones de nuestro ser, de nuestra vida y de nuestra
historia; o lo que es lo mismo, si queremos hallar respuesta provechosa
a los graves interrogantes que nos deja el fluir de nuestra existencia.
El pensamiento moderno, en su crítica a los sistemas anteriores, prefirió dar por zanjada una metafísica que se le presentaba agonizante. Se
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Introducción
ha tenido que pagar muy alto precio por ello. Ya sin la metafísica, se
impuso único criterio que todavía resuena en el presente cultural: todo
vale. Este posicionamiento del pensar trajo nuevas formas de entender
la libertad que han llevado a la ambigüedad, a la confusión, a la zozobra, a la desazón, al hastío. Ante este panorama, muchos no vieron otra
alternativa que refugiarse en las ciencias experimentales: lo otro era, para ellos, simple residuo que debía ser arrojado, con todo primor, lo más
lejos posible. Éstos, creyendo haber hallado la tabla de salvación, llevaron el razonamiento a un confinamiento sensorial, táctil, cuantificacional; su resultado no sólo nos condujo al fracaso, como había ocurrido
antes con el abstraccionismo filosófico, sino que nos ha ido llevando,
poco a poco, a una desilusión nada fácil de remontar. Hay miedo de ir
al fundamento, aunque éste siempre nos subyugue: un miedo comprensible porque hemos intentado, inútilmente, atrapar el aire con las manos,
y los que creen haberlo atrapado quieren imponerlo, sin criterio, a los
demás. Pienso que el mal de fondo está en que no queremos reconocer
que nos hemos equivocado de objeto crítico, que hemos errado de estrategia, porque no es la metafísica la que está enferma, exhausta, decrépita: son ciertos filósofos.
Sí. Son algunos filósofos los culpables del desprestigio del pensamiento que debe ser formado por la metafísica. La metafísica, como la
matemática, la física o la sociología, está ahí, esperando ser gestionada
lo mejor posible. Metafísica no hay más que una —afirmará el propio
Rielo—. Filosofías hay muchas, aunque todas con vocación a la metafísica. ¿Por qué el filósofo tiene esta vocación a la metafísica? Porque
todas la filosofías, de un modo o de otro, han tenido una actitud de ultimidad, y es esta actitud —encogida o estirada— la constante epistemológica que ha puesto a la inteligencia humana en estado de búsqueda
del fundamento y de la unificación del saber.
Dicha constatación nos lleva a dar toda la razón al análisis rieliano
de la filosofía histórica: no ha habido filosofía alguna en la historia del
pensamiento que no haya tenido vocación a la metafísica. Ahora bien,
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esta capacidad metafísica no puede venir al filósofo sino de la apertura
de la inteligencia al absoluto. Esta apertura al absoluto explica nuestra
connatural tendencia a la absolutización. ¿Qué inteligencia está libre
de sus propias fuerzas absolutizantes, si incluso los que tienen miedo a
hacer absolutizaciones están ya absolutizando su propio miedo? No.
Nadie puede escapar al afán absolutizador del inteligir y del sentir.
Asunto distinto es qué es lo que debemos absolutizar y la forma cómo
lo debemos hacer; dicho de otro modo, ¿hemos reflexionado seriamente
sobre la dirección y el sentido de nuestra reflexión hacia el absoluto?,
¿nos hemos hecho con ese absoluto vivencial y reflexivamente?, ¿qué
consecuencias se siguen —en lo personal, sicológico, social, cultural…—
de la visión del mundo que ello nos proporciona? La simple comprensión
de estas preguntas posiblemente nos encamine hacia la vía adecuada para conocer el pensamiento rieliano.
Es cierto que los filósofos han sentido la llamada a ser metafísicos,
pero unos no han sabido y otros no han podido o no han querido ser
fieles a esta sagrada vocación. Por eso, algunos filósofos nos han hecho
ver la metafísica como un auténtico desastre, nos han querido envolver
en su atmósfera enrarecida de antimetafísica, difícil de aclarar. Pero ahí
siguen y seguirán, con sus vaivenes, sus luchas, sus ilusiones, sus esperanzas, las filosofías de turno. Y sólo por una razón: gracias a que les
ha sido dada la energía indubitable de su vocación metafísica. Pero, repito, esta energía espiritual, que va con la persona humana, no se ha sabido utilizar debidamente. El esfuerzo, empero, de la metodología experimental ha ido in crescendo y ha proporcionado a sus ciencias éxito tras
éxito. La otra, la metodología experiencial de la metafísica con las llamadas ciencias del espíritu, todavía no sabemos claro en qué pueda consistir. Quizás sea el pensamiento rieliano quien nos acerque, y nos abra de
par en par la ventana, a este —si no ignoto, sí desdibujado— horizonte.
Si la matemática ha impulsado el enorme y continuado desarrollo de
las ciencias de la naturaleza o ciencias experimentales, no puede decirse lo mismo de la metafísica en relación con las llamadas ciencias del
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Introducción
espíritu o ciencias experienciales, cuyo apelativo “ciencia” hoy, más
que nunca, es negado a esta parcela del conocimiento infinitamente más
amplia, importante y decisiva que la que se refiere a las ciencias de la
naturaleza. Algo parece haber pasado a la metafísica cuando no ha sido
capaz de fundamentar, dirigir y desarrollar, eficazmente, las ciencias
del espíritu con su metodología experiencial.
Digamos que, para el pensamiento rieliano, son igualmente ciencias
las de la naturaleza que las del espíritu. Su diferencia reside en la distinta metodología que deben utilizar las dos grandes áreas de la ciencia:
el área de las ciencias experimentales o ciencias de la naturaleza, que
no tienen razón de ser sin la matemática con su lógica formal; y el área
de las ciencias experienciales o ciencias del espíritu, que tampoco tienen razón de ser sin la metafísica con su lógica vivencial. La matemática ha sido el motor de las ciencias de la naturaleza, que han intentado
invadir, con su método experimental, el dominio de las ciencias del espíritu: éstas no deben separarse, según Rielo, de su propia metodología
experiencial.
La historia de las ideas ha quedado atrapada entre los dos polos en
que se han movido los sistemas filosóficos: el análisis de la estructura
del objeto y el análisis de la estructura del conocimiento. Esta bipolaridad ha perseguido, en última instancia, el mismo propósito: el conocimiento de una realidad puesta siempre en cuestión. Quienes se deleitan
sólo con el ingenioso invento de supuestas realidades virtuales, o se contentan con supuestas realidades reducidas a lo experimental o a lo que
podría, de algún modo, ser susceptible de experimentación, poco entenderán del pensamiento rieliano. Este pensamiento no niega que los
amantes experimentales sean hacedores e impulsores de cultura, sino
que les recuerda, permanentemente, que siguen echando en olvido lo
mejor que posee el ser humano, su intimidad constitutiva, irreductible
a la cuantificación, a la estadística, a las encuestas o a los sondeos de
opinión. Les recuerda, por tanto, que el ámbito “experiencial” o de las
vivencias, que posee su propia metodología, es mucho más amplio e
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importante que el ámbito “experimental” que tanto optimismo y deslumbramiento generó, durante muchas décadas, en los devotos del cientificismo.
¿Qué puede hacer un pensador sin la metafísica? Poco, posiblemente. Y esto es así porque el devenir de las filosofías ha tenido como vía
de acceso, sencillamente, a la metafísica. ¿Acaso los que se han empeñado en negar la metafísica no la han tenido que afirmar para tener que
negarla después? Dígase lo que se quiera: ahí está siempre presente la
metafísica, intacta, inexplorada, en toda su frescura, vivita y coleando.
Parece como si estuviera esperando su mejor momento. Y es que la metafísica, aunque transcendente, es intrínseca a las ciencias del hombre,
y se oculta su objeto, o se hace casi imperceptible, cuando utilizamos
malos procedimientos, confusas actitudes y equivocadas herramientas.
Se ha intentado acometer la metafísica desde un proceso abstractivo de
la mente, apareciendo abstracto también su objeto; por ello, ésta, la metafísica, no ha podido lograr el status de ciencia. Se ha quedado sólo en
eso: en simple metodología más o menos informe, en telón de fondo
transformado en método abstractivo o crítico, arrastrando con ello a las
ciencias del espíritu. La metafísica, según el pensamiento rieliano, no
podrá nunca abordarse desde el disgenético proceso abstractivo o desde un utilitarismo crítico; antes bien, desde la genética actividad espiritual de la inteligencia.
Hasta el presente, los sistemas filosóficos se han caracterizado por
una forma totalizante de proceder: dar rienda suelta al afán absolutizador de la inteligencia. Este afán absolutizador ha tenido que sustanciarse, formalmente, en una identitas elevada a principio. Con esta forma
mentis los filósofos han intentado atrapar intelectualmente algo con carácter de absoluteidad, porque en esta forma mentis cabe cualquier cosa
que, si ha de elevarse a absoluto, tiene que resultar tautologizada por
exclusión de sus contrarios. La historia de la filosofía es claro ejemplo
de esta tautologización en la que, con su petitio principii, los axiomas o
principios, que sirven de modelo en cada sistema filosófico, se cierran
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en sí mismos reduplicándose. Estos axiomas o principios absolutos, que
han intentado fundamentar la comprensión de la realidad, han sido extraídos:
a) de un dato material: agua es agua, fuego es fuego, materia es materia;
b) de un hecho de evidencia: movimiento es movimiento, devenir es
devenir, fenómeno es fenómeno:
c) de una acción genérica: ser es ser, pensar es pensar, existir es existir, vivir es vivir;
d) de un concepto expresivo: idea es idea, sustancia es sustancia, yo
es yo, espíritu es espíritu.
Las absolutizaciones “ser”, “devenir”, “yo”, o cualquier otro supuesto axioma o principio filosófico, han sido obtenidas, depurado su límite
reflexivo, por el mismo procedimiento: afirmación de “A” por la negación de “-A”, afirmación del ser, del devenir o del yo por la negación
del “-ser”, “-devenir” o del “-yo”. Afirma, en este sentido, Rielo que
“La consecuencia de esta tautologización, resultado necesario del proceder abstractivo, ha sido una constante insoslayable en todas las filosofías con vocación metafísica: rendir culto intelectual a un seudoprincipio de identidad que se transforma él mismo en su propia petitio principii”. Esta posición refleja o irrefleja de la inteligencia humana, haciendo que todo análisis quede replegado sobre sí mismo, cierra el paso a
una visión “bien formada” de la realidad. Ésta ha sido la enfermedad
de nacimiento que ha padecido la metafísica y la que la ha llevado a
metamorfosearse o degradarse, finalmente, en crítica utilitarista o interesada de las ciencias.
La filosofía ha querido ver la realidad a modo de un lienzo del que
se han dicho y se dicen infinidad de cosas dispares que, con pretensión
de verdad objetiva, pertenecen más bien a un empeño subjetivo de verdad. Las filosofías han soslayado al pintor del que procede el cuadro,
sustituyéndolo por una inteligencia que se ha visto obligada a dar saltos
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en el vacío o caminar a la deriva, para terminar, luego, agarrándose a
una tabla de salvación cuya función única es flotar en el gran océano de
la duda: una duda que ha entrado a formar parte de las diferentes actitudes metódicas. Hoy es lugar común llamar “giro” al pensamiento que
mejor cree hacerse con la susodicha tabla de salvación. Ahí tenemos, si
no, los diversos giros que se han sucedido en las modernas filosofías:
epistemológico, lingüístico, sociológico, fenomenológico, y hasta podemos incluir el giro informático.
La concepción genética del principio de relación de Fernando Rielo
nos incita a hacer una terapia intelectual y comportamental a fondo, excluyendo un seudoprincipio de identidad que, pesando en nuestro inteligir, se nos revela, en última instancia, como elevación a absoluto de
nuestro “yo”, en tal grado que éste pueda darnos razón y sentido metafísico de la realidad. Si hacemos un análisis en profundidad de las diversas etapas en las que, convencionalmente, pudiera dividirse la historia
de la filosofía —cosmocéntrica, teocéntrica, antropocéntrica—, nos daríamos cuenta que cada una de ellas podría reducirse a distintas formas
de proyección o desplazamiento del “yo” reflexivo. El resultado de este
“egologismo”, implícito en toda la historia del pensamiento, no es otro
que el “yo soy yo”: su comportamiento es a modo de un agujero negro
de ínfima masa, pero cuya infinita densidad es causante de una fuerza
de gravedad a la que nada se resiste, nada deja escapar, ni siquiera la luz
que define al propio ser humano; de aquí, la cavernosa oscuridad del
humano sentir e inteligir que han detectado diversas corrientes del pensamiento contemporáneo. La historia de la filosofía, dejemos de lado
ahora los muchos logros que, ajenos al peso identitático, haya podido
conquistar, ha sido una especulación continuada que, miradas bien las
cosas, no va más allá del “horizonte de sucesos” de un agujero negro.
Lo que sí podemos constatar, una vez más, es que la inercia identitática ha frenado la apertura de una inteligencia que, lejos de su contacto con la vida de la persona en todas sus dimensiones, ha sido contusionada en sus mismas raíces por un cierto autismo de incomunicación.
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¡Cuánta incomunicación existe, por causa de la identidad, en las diversas formas de comunicación que el ser humano, a pesar de aquella resistencia autista, siempre ha acometido y, de modo especial, en nuestro
tiempo! ¡Con cuánta pasión también el ser humano se ha dedicado, y
hoy más que nunca, a buscar su propia identidad, la identidad de una
cultura, la identidad de la ciencia, la identidad de un país, la identidad
de sí mismo!
El pensamiento rieliano analiza, en estas cuatro meditaciones, las
consecuencias éticas, lingüísticas, sicológicas, pedagógicas, sociológicas e, incluso, religiosas, de esta existenciaria actitud identitática. Y lo
hace con aquella certera visión de remover los sutiles tentáculos de una
identidad que, si no somos atentos previsores, nos introduce en el callejón sin salida de poner metafísicamente —sean cuales sean nuestras reflexiones— nuestro yo frente a nuestro propio yo.
La ruptura del seudoprincipio de identidad tiene que establecer las
condiciones de posibilidad de la metafísica y su ontología. Por eso, Rielo propone, frente a la maraña identitática, formar bien una visión de la
realidad que quede potenciada, racionalmente, al máximo posible. Tres
son, según nuestro autor, los instrumentos metódicos indispensables para dicha profilaxis: la elevación a absoluto de la relación, la ruptura de
la identidad y el remonte del campo fenoménico o cuatificacional. Así
las cosas, la connatural tendencia relacional del ser humano puede visualizar un fecundo principio de relación que no puede ser de cualquier
manera: prima la geneticidad de la relación frente a la ageneticidad de
la identidad.
Si centramos nuestra mirada en el ser humano, nada mejor que la
palabra “inspiración” para justificar el concepto de relación frente al
de identidad. La inspiración exige la aceptación por “alguien”, no de
“algo”, sino de otro “alguien”. Requiere, por esta causa, dos actitudes
fundamentales: negativa, la abnegación de uno mismo en atención a
“alguien”; positiva, la salida de uno mismo para “ir a alguien”. Este
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“salir-de-sí-para-alguien” es en lo que consiste el éxtasis. “Éxtasis —afirma San Juan de la Cruz— no es otra cosa que un salir de sí y arrebatarse
en Dios”. Efectivamente, la inspiración no es el abstracto de una fuerza
impulsiva que viene de no se sabe dónde. Es más bien un diálogo de
amor puro con el absoluto: un modelo dialogal que proporciona la dirección y el sentido a nuestra comunicación con el prójimo, y, en definitiva, a nuestra relación con la sociedad, con la cultura, con la historia,
con la naturaleza, con las cosas; un amor y una dicha que, en nuestro
estado viador, están acompañados por el esfuerzo, el dolor, la enfermedad y la muerte. Ha sido dado, sin embargo, al ser humano la potestad
de transcender estos férreos condicionantes en el estrecho camino a su
plena realización.
La concepción genética del principio de relación, que está presente
en estas meditaciones de Fernando Rielo, es pues el modelo metafísico
que, abriéndose a todas las dimensiones del ser humano, se nos da a
nuestra vivencia experiencial y reflexiva, condicionada también por
múltiples factores que oscurecen o dificultan el carácter genético de
nuestra constitutividad transcendente. ¿No son acaso condicionantes
agresivos o depresivos los factores síquicos, orgánicos, ambientales,
educacionales, ideológicos, de mentalidad y sensibilidad? ¿No vienen
acaso estos factores marcados, además, por la bondad o malicia del espíritu humano, por la buena o mala voluntad, por el esfuerzo o la desidia, por la generosidad o el egoísmo, por la justicia o la injusticia, por
la paz o la guerra, por el dolor o el goce, por la muerte o la vida, por el
peso o la ligereza de la propia existencia? ¿Cómo explicar, ante esta riqueza o indigencia, que nuestro espíritu pueda adentrarse en esa su intimidad mística en la que constitutivamente se encuentra la divina presencia del absoluto?
La primera conclusión que podemos extraer es que la ruptura de la
identidad tiene que afectar a la forma de concebir este absoluto. El
absoluto no puede ser un constructo a imagen y semejanza de un “yo
soy yo”. La elevación a absoluto, para que se dé la metafísica, no es la
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Introducción
absolutización simpliciter de cualquier noción ni la elevación por abstracción. Hay, según Rielo, única noción absoluta y única forma como se
da esta noción absoluta con la que, rechazada a priori la identidad, queda videnciada la concepción genética del principio de relación. Por eso,
la negación de la identidad, roto el “yo soy yo” con su “ser es ser”, tiene
que mostrar, metafísicamente, a la inteligencia una concepción genética
del principio de relación, constituido, cuando menos, por dos términos
que tienen que ser personas por ser la persona la máxima expresión del
ser: no menos de dos, porque habríamos incurrido en el vacío de la identidad absoluta “persona es persona” [P=P] con su “ser es ser” [S=S]; no
más de dos, porque un tercer ser personal, no precisándose a la simplicidad absoluta dada a la videncia racional para constituir la concepción
genética del principio de relación, es un excedente metafísico.
La concepción genética del principio de relación consiste, por tanto,
lejos de una antropologización del absoluto, en la congeneticidad o consustancialidad metafísica de dos seres personales que, en inmanente
complementariedad intrínseca [P1=P2], constituyen único principio absoluto. Si constituyen único principio absoluto, también único sujeto absoluto, único acto absoluto, única naturaleza absoluta, en tal grado que
[P1] y [P2] no se dan entre sí la existencia, sino la forma de constituirse
en única existencia o esseidad absoluta. El concepto “complementariedad” con su signo [=] significa que los dos seres personales, [P1] y [P2],
siendo realmente distintos, son necesarios el uno al otro para constituir
la unidad absoluta. El concepto “inmanente”, dado a la complementariedad, posee el significado de que los dos seres personales se definen
entre sí en tal grado que, constituyendo único acto absoluto, nada hay a
ellos transcendente. El adjetivo “intrínseca”, dado también a la complementariedad, significa, por su parte, que [P1] es todo en [P2] y [P 2] es
todo en [P1] en tal grado que nada es extrínseco a un ser personal en relación con el otro ser personal. Los subíndices [1] y [2] tienen el significado de que cada uno de los dos seres personales posee su propio lugar
metafísico de tal forma que, no siendo intercambiables, imposibilitan a
priori la identidad absoluta [P es P].
Introducción
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Los términos “sujeto absoluto”, “naturaleza”, “sustancia”, “inmanente”, “intrínseco”, “complementariedad”, son, en el ámbito racional,
binitarios, esto es, constituyen la forma como se dan entre sí, a nivel absoluto, los dos términos que, por imposibilitación a priori de la identidad, conservan sus lugares metafísicos [“1” y “2”]. Estos lugares metafísicos significan, además, el orden absoluto de los dos seres personales:
[P1] es origen de [P2]; [P2] es réplica genética de [P1]. [P1] tiene la forma de Padre de [P2] porque es origen, y [P2] tiene la forma de Hijo de
[P1] porque es réplica. El enunciado es exacto: [P 1], acción agente, engendra a [P2]; [P2], acción receptiva, es engendrado por [P1].
Cualquier proposición metafísica, esto es, relativa a la concepción
genética del principio de relación rechaza a priori la identidad. La identidad está, no obstante, al acecho en todo análisis de nuestra inteligencia; por eso, debemos aplicar siempre la identidad como hipótesis crítica. No es correcto, por ejemplo, decir que “[P1] es activo y [P2] es pasivo” o que “[P1] tiene con [P2] una relación de oposición”:
— primero, porque habríamos incurrido en las identidades “activo
en cuanto activo”, “pasivo en cuanto pasivo”, “oposición en cuanto oposición”…;
— segundo, porque habríamos introducido en el ámbito metafísico
los absurdos de la pasividad y oposición absolutas.
Veamos, por ejemplo, una proposición genética “bien formada” dentro de una metafísica consistente, completa y decidible: “[P1] es acción
agente de [P2] y [P2] es acción receptiva de [P1], en tal grado que la acción
agente de [P1] y la acción receptiva de [P2] constituyen único acto absoluto”. Esta proposición genética, rompiendo la identidad “acto absoluto
es acto absoluto”, me hace ver que el acto absoluto es binitario, lo cual
quiere decir que el acto absoluto es la inmanente complementariedad intrínseca de la acción agente de [P 1] con la acción receptiva de [P 2]. No
existe, por otra parte, oposición entre [P1] y [P2], pues, en caso contrario,
se daría el absurdo de la oposición absoluta: lejos de toda oposición, lo
que hay es la inmanente complementariedad intrínseca de [P1] con [P2].
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El siguiente paso es constatar que nuestro “yo” no es un yo simpliciter, sino que nuestro “yo” es “yo y algo + que yo”; esto es, nuestro “yo”
es un “yo+” que se descubre abierto a un principio absoluto constituido
por dos seres personales o personas divinas [P1=P2] en inmanente complementariedad intrínseca: una apertura que, no pudiendo tocar la “adintreidad” del principio, porque nuestro “yo”, contra toda vivencia personal, habríase constituido en el absoluto, tiene que estar formada por la
“adextreidad” del principio absoluto; esto es, por la divina presencia
constitutiva del principio absoluto que, penetrando todo nuestro ser, nos
define como personas. Ésta es nuestra primera vivencia esencial que
está presente, desbordándola, en toda experiencia humana. Este desbordamiento de nuestra vivencia esencial en todas y cada una de nuestras
experiencias es lo que hizo exclamar a San Agustín el célebre fecisti
nos ad te et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te. La divina
presencia constitutiva del absoluto en nuestro yo es, por tanto, nuestro
patrimonio ontológico o místico en tal grado que, haciéndonos transcender a nosotros mismos, nos constituye en ontológica o mística deidad
a imagen y semejanza de la metafísica o divina Deidad. La divina presencia constitutiva del absoluto es don —gratia prima como prefiere
decir Rielo— que, como el sol o la lluvia, es dado a todo espíritu humano sin excepción, quiera o no quiera, para ser constituido como persona. Es más, esta divina presencia constitutiva, en la que vienen codificadas la inteligencia, la voluntad y la libertad divinas ad extra, funda la
condición de posibilidad del inteligir, del querer y de la libertad del ser
humano: sin aquélla divina presencia constitutiva, patrimonio genético
de la persona humana, no podría activarse la estructura espiritual de ésta. Puede decirse, de este modo, que la inteligencia humana es mística
inteligencia a imagen y semejanza de la divina inteligencia, que la voluntad humana es mística voluntad a imagen y semejanza de la divina
voluntad, que la libertad humana es mística libertad a imagen y semejanza de la divina libertad.
La diferencia entre el principio absoluto y la manifestación ad extra
de su divina presencia constitutiva en nuestro yo es evidente. No pueden
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existir dos absolutos, porque o son absolutamente iguales o son absolutamente distintos: si son absolutamente iguales, tenemos el absurdo de
la identidad absoluta; si son absolutamente distintos, tenemos el absurdo de la contradicción absoluta. ¿Cómo es posible, entonces, que exista
algo —p.e., mi yo— que no sea el absoluto? Sencillamente, porque el
absoluto se constituye en sujeto de su adextreidad, esto es, de lo que no
es el absoluto. Este “lo que no es el absoluto” es lo que Rielo denomina
genetica possibilitas (posibilidad genética). ¿Qué es la posibilidad genética? Si las personas divinas imposibilitan ad intra la identidad absoluta del “ser es ser”, también imposibilitan ad extra la identidad absoluta de la “nada es nada”. Esta imposibilitación a priori por el sujeto
absoluto de la identidad “nada es nada” o “vacío absoluto de ser” es la
“genética posibilidad” de lo que no es el sujeto absoluto; esto es, no
existe fuera del sujeto absoluto la nada absoluta o vacío absoluto de ser,
sino el aliquid en que consiste la “posibilidad genética” o concepción
genética de la nada. Si el absoluto —con su infinitud, omnisciencia y
omnipotencia— no puede hacer o crear absolutos porque son dos seres
personales que, en inmanente complementariedad intrínseca, constituyen único absoluto, sí puede crear, libremente, ex genetica possibilitate
[de la genética posibilidad]:
a) seres, constituyéndolos con su divina presencia;
b) cosas, constituyéndolas con su actio in distans.
Las categorías de la creación son, por otra parte, tres:
a) la “transverberación”, constitución intrínseca de los vivientes
personales por la divina presencia del sujeto absoluto;
b) la “reverberación”, constitución extrínseca de los vivientes
impersonales por la divina presencia del sujeto absoluto;
c) la “vestigiación”, constitución fenomenológica de las cosas
con sus leyes por la actio in distans del sujeto absoluto.
Llegados a este punto, Rielo hace diferencia entre metafísica y ontología. La metafísica tiene por objeto el ámbito ad intra de la concepción
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Introducción
genética del principio de relación. La ontología tiene por objeto el ámbito ad extra de la concepción genética del principio de relación en la
persona creada; esto es, “la divina presencia constitutiva en el espíritu
creado con el espíritu creado”. Esta expresión posee una significación
precisa: la divina presencia constitutiva en el espíritu creado es la acción
agente, y el espíritu creado es la acción receptiva, en tal grado que constituyen, ontológicamente, un acto teantrópico, esto es, una acción sinérgica del absoluto y del ser humano en la que la iniciativa es del absoluto al que responde activamente el ser humano. La razón es sencilla: el
espíritu creado, siendo réplica ontológica, no puede quedarse en absolutamente pasivo. Ahora bien, la forma en que se da la acción receptiva
en la persona humana es la forma en que se define la libertad humana a
imagen y semejanza de la libertad divina: si el absoluto nos crea con su
libertad absoluta, la persona humana, en virtud del carácter intrínseco
de la divina presencia constitutiva del absoluto en su espíritu, está dotada también de una mística libertad a imagen y semejanza de la divina
libertad. Y es aquí donde radica, ontológicamente, la definición de libertad o potestad humana que la propia finitud del propio ser humano
puede degradar.
Hay que tener en cuenta, por otra parte, que lo que es ad intra de la
concepción genética del principio de relación es, por naturaleza, divino
o metafísico; lo que es ad extra de la concepción genética del principio
de relación en “el espíritu creado con el espíritu creado” es, por gracia,
místico u ontológico. Lo que es ad intra por naturaleza en las personas
divinas lo es ad extra por gracia en la persona humana. Así se forman
las proposiciones genéticas de carácter ontológico o místico: “el ser humano es mística u ontológica deidad de la divina o metafísica Deidad”,
“el ser humano es místico u ontológico amor del divino o metafísico
amor”…
La divina presencia constitutiva personaliza al espíritu creado, esto
es, lo constituye como persona. Las personas divinas, con su presencia
constitutiva, se personalizan en el espíritu creado, hacen en éste acto
Introducción
23
intrínseco de presencia; esto es, hacen de nuestro espíritu una personalización o prosopopeya ontológica o mística, una mística deificación:
mística u ontológica deidad de la divina o metafísica Deidad. La persona humana tiene, por tanto, dos elementos: creado, la naturaleza humana; increado, la divina presencia constitutiva. Si se negara la divina
presencia constitutiva, la persona humana sería imposible, porque ésta
habría quedado, absurdamente, en creada en cuanto creada; si se negara el elemento creado, la divina presencia constitutiva permanecería ad
intra del absoluto, por tanto, imposibilidad de la persona humana. La
concepción genética de la ontología o mística hace, finalmente, imposible cualquier forma de panteísmo.
La metafísica es, por tanto, la ciencia suprema del modelo; en este
sentido, sólo puede hablarse con propiedad de un solo modelo absoluto:
el modelo metafísico, en su actuación ad intra y ad extra. Su carácter
abierto ad intra, siendo también por su misma naturaleza abierto ad extra, establece el carácter genético de una ontología o mística que, formada por la metafísica, tiene por objeto específico la divina presencia
constitutiva del sujeto absoluto en un finito ser personal que, aunque
creado libremente de su nada singular, queda definido intrínsecamente
por aquella divina presencia constitutiva que actúa, como principio absoluto ad extra, en este finito ser personal.
Pero la divina presencia constitutiva del sujeto absoluto en la persona humana no es sin la persona humana: la “acción agente” del modelo
absoluto en el ser humano es replicada por la “acción receptiva” del
propio ser humano. En este sentido, la divina presencia constitutiva del
sujeto absoluto en la persona humana con la persona humana fundamenta la expresión sistemática y vivencial del modelo genético: un modelo
que, elevando la teología a metafísica y la mística a ontología, se constituye en formante de las ciencias del espíritu, en la referencia última de
las ciencias de la naturaleza, y en la dirección y el sentido últimos de la
vida y quehacer del ser humano en todas sus dimensiones: espiritual,
sicológica, cultural, cósmica… La concepción genética de la historia y
24
Introducción
de la vida y las causas de sus disgenesias ontológicas, morales, sociales,
biológicas, etc., es lo que profundiza en todas sus dimensiones la concepción genética del principio de relación de Fernando Rielo. Todas las
ciencias del espíritu suponen, por tanto, la metafísica, hallando en ésta
su función. La metafísica, con las ciencias del espíritu, proporcionan, a
su vez, el soporte transcendental a las ciencias de la naturaleza.
Hasta aquí la concepción genética del principio de relación nos ha
mostrado un monoteísmo “binitario” que puede ser alcanzado por una
inteligencia culta. Hemos visto que la metafísica genética rechaza, por
su carácter tautológico, el monoteísmo absoluto unipersonalista: el ámbito de una razón “bien formada” no puede concebir sino un monoteísmo “binitario”, que se presenta implícito en la religión popular.
A partir de este patrimonio comienza lo mejor y más profundo del
pensamiento metafísico y ontológico de Fernando Rielo. La religión católica es, para él, el horizonte donde la metafísica genética puede hallar
su plenitud satisfacible. Cristo, según Rielo, corrobora con su revelación
un “monoteísmo binitario” del que Él, como persona divina, forma parte confesándose “Hijo del Padre”. Este monoteísmo primordial es una
Santa Binidad constituida por la relación filial Padre e Hijo: el Hijo es
el amor del Padre que engendra; el Padre es el amor del Hijo que es engendrado. El testimonio de esta Santa Binidad, prefigurada en el Antiguo Testamento, es llevado a su plenitud por el mismo Cristo que muere
por confesarse Hijo del Padre (Lc 22,70). Pero Cristo ha ido más allá
de una Santa Binidad: revela a nuestra abierta inteligencia, formada por
la fe, que el amor del Padre con el Hijo y del Hijo con el Padre es nueva
persona divina que denomina Espíritu Santo. Es el monoteísmo trinitario
del credo cristiano. Cristo se manifiesta, de este modo, el supremo metafísico que ordena el ámbito racional del modelo al ámbito sobrenatural de una fe bien formada que testifica lo que Cristo mismo nos revela:
a) que Él mismo es persona divina, el [P2] del principio genético, en
inmanente complementariedad intrínseca con [P1];
Introducción
25
b) que [P 1] posee como nombre propio “Padre” y [P2] como nombre propio “Hijo”;
c) que existe una tercera persona divina [P3], que denomina con el
nombre de Espíritu Santo.
El sujeto absoluto es, pues, dentro de esta concepción genética del
principio de relación: en lo racional, dos personas divinas en inmanente complementariedad intrínseca o Santa Binidad [P1=P2]; en lo revelado, tres personas divinas en inmanente complementariedad intrínseca
o Santísima Trinidad [P1=P2=P3].
Quizás nos encontremos, después de los periodos cosmocéntrico,
teocéntrico y antropocéntrico de la filosofía, en los albores de un nuevo período teantropocéntrico o teantrópico con el pensamiento rieliano, que tiene como paradigma la concepción genética del principio de
relación en conformidad con los dos niveles: racional o ecuménico y
revelado o cristológico. Cristo es, para nuestro autor, la plenitud del
modelo: el modelo real por excelencia que, revelándose Hijo del Padre
y dador del Espíritu Santo, a su vez nos revela con sus dos naturalezas,
divina y humana, en su persona divina, la suprema expresión de un
movimiento teantrópico del que Él es Supremo Maestro que nos enseña en el Espíritu Santo que Él es el camino, la verdad y la vida hacia un
Padre del que nos dice: “Sed perfectos, sed misericordiosos, sed justos,
sed santos, como vuestro Padre celestial es perfecto, misericordioso,
justo, santo”.
La teantropía es, para el pensamiento rieliano, la historia de la
acción ad extra de las personas divinas en la persona humana con la
persona humana; esto es, el ser humano, supuesta su creación, ha quedado elevado al mayor rango posible: mística u ontológica deidad de
la divina o metafísica Deidad; de aquí, la confirmación escrituraria de
Cristo: “¿No está escrito en vuestra Ley: ‘Yo he dicho: dioses sois’?”
(Jn 10, 34). El ser humano es, en este sentido, el homo mysticus, el alter Christus, alter Deus, en el que, roto el síndrome autista de su propia
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Introducción
identidad, puede comunicarse con sus semejantes con la misma comunicación de amor que se tiene con el absoluto: éste es su modelo de actuación, de creatividad y de existencial vivencia.
José María López Sevillano
Presidente de la Escuela Idente
Nueva York, junio de 2001
EXPERIENCIA MÍSTICA Y LENGUAJE
CUESTIÓN PREVIA
La temática de este Congreso “Semiótica del texto místico” requiere, con el objeto de centrar mi estudio sobre Experiencia mística y lenguaje, dilucidar el concepto de “semiótica” [shmeiwtikhv] que, utilizado en la Antigüedad para referirse a la parte de la medicina que interpretaba los signos de las enfermedades, fue recogido posteriormente por
la filosofía para designar el estudio de la teoría de los signos. Racionalistas modernos como Descartes y Leibniz llegaron a considerar los signos como elementos capaces de constituir una doctrina universal [scientia universalis o mathesis universalis] que pudiera referirse a todas las
ideas susceptibles de contenerse en el espíritu humano. Análisis semióticos, en este sentido, fueron hechos en la Antigüedad, desde sus propias
concepciones, por los sofistas, Platón, Aristóteles, estoicos, epicúreos,
escépticos… en tal grado que, en estos sistemas, están ya larvados los
estudios semióticos posteriores.
Cito, entre los autores modernos, a algunos que han tratado, bajo
distintos puntos de vista, la semiótica: Locke, en el siglo XVII, la reduce
a la lógica en tanto que teoría de los signos verbales; Lambert, en el siglo XVIII, la concibe como el intento de hallar un sistema primario de
signos, una especie de metasemiótica o metafísica, que proporcione el
fundamento a todo ulterior sistema lingüístico, incluyendo el sistema de
lenguajes naturales; Saussure, en el siglo XIX, bosqueja la semiótica co-
30
Fernando Rielo
mo teoría de los posibles sistemas de signos entre los que la lengua es,
aunque el más importante, uno entre varios; Morris, en el siglo XX, establece la ciencia general de los signos, haciendo clásica la división de la
semiótica en sintaxis o relación de los signos entre sí, semántica o relación de los signos con los objetos designados, y pragmática o relación
de los signos con el sujeto que utiliza el signo. Las modernas semióticas, con fundamento en estos autores, se inscriben, sobre todo, en el positivismo lógico, la fenomenología, las corrientes hermenéuticas… El
cientificismo de finales del siglo XIX impone, por otra parte, el método
de las ciencias naturales a ciencias que podrían ser consideradas, más
bien, ciencias del espíritu: la sicología, con Wundt; la siquiatría, con
Freud; la lingüística, con Saussure; la sociología, con Durkheim… hasta
quedar invadidas por la tecnocracia de la segunda mitad del siglo XX.
Pongo, por caso, la teoría tecnológica de la información que ejerce una
poderosa influencia en la década de los años 50 en los estudios lingüísticos y, por ende, en los semióticos.
CUESTIÓN CRÍTICA
La pretensión última de las diferentes semióticas es, al fin de cuentas, la formalización, por medio de una teoría de signos, de un lenguaje
natural que intenta liberarnos de la supuesta ambigüedad del propio lenguaje. El signo, presentado en términos generales, con el fin de evitar
esta ambigüedad, resulta, a su vez, por las distintas concepciones vertidas sobre él, ambiguo. Este irrealizable idealismo utópico parece verse
confirmado por una semiótica que no ha podido llegar al acuerdo de
“descifrar” en qué consiste, en virtud de las numerosas acepciones y
matices que proporcionan los distintos autores, el concepto de signo.
El concepto formalizado de signo viene a reducirse, además, a una
mediatización cognoscitiva; por tanto, objeto de la teoría del conoci-
Experiencia mística y lenguaje
31
miento. Esta mediatización, elemento condicionante en la comunicación de los seres humanos entre sí, no es la esencia de su comunicación
ni de su conocimiento. Lambert viene a decir que “signo” es toda característica dada fácilmente a los sentidos por medio de la cual se da a conocer la existencia, la posibilidad, la realidad u otra propiedad de una
cosa, de suerte que tal característica nos permite ejecutar luego operaciones del entendimiento. Rudolf Haller señalará, a este respecto, que
se trata de un esfuerzo por reducir la teoría de las cosas a teoría de los
signos; el signo es, de este modo, un principium cognoscendi por medio
del cual un ser pensante puede concluir en la cosa significada. Mi teoría
del conocimiento se opone a estos supuestos que tienen su precedente
en el nihil est in intellectu quod prius fuerit in sensu. Mi aserto es preciso: el hombre conoce, no a través de los sentidos, pero no sin la dura
condición de los sentidos.
Uno de los problemas más graves de estas semióticas, rebozadas
por el reduccionismo formalista, consiste, para mí, en la exclusión del
llamado “referente”, esto es, del objeto y del sujeto reales del signo en
virtud de que son, a su vez, convertidos en fenómenos semióticos. La
semiótica, intentando explicarse a sí misma, excluye de sí a la metafísica; con ella, el hecho místico. La metafísica y la mística son reducidas,
de este modo, a fenómenos culturales que, pasto indigesto de diversas
ciencias, la semiótica transforma, prescindiendo de su realidad objetiva, en una formalización de elementos sígnicos incapaces por sí mismos de significar la sublime e inefable transcendencia del ser humano.
Este reduccionismo cultural es afirmado, entre otros, por Umberto Eco:
“La cultura por entero debería estudiarse como un fenómeno de comunicación basado en sistemas de comunicación” 1. Lo que significa que
no sólo puede estudiarse la cultura de ese modo, sino que, además, sólo
estudiándola de ese modo pueden establecerse sus mecanismos fundamentales.
1
Tratado de semiótica general, Editorial Lumen, Barcelona, 1988, p. 51.
32
Fernando Rielo
Si me refiero a la definición del hombre influida por estas semióticas, tengo que concluir con la siguiente afirmación nominalista, atribuida a Cassirer: “el hombre es un animal simbólico”; si animal simbólico,
su origen y fin es su formalización simbólica. Las calificaciones dadas
al individuo de “obrero” o “proletario” quedan sustituidas hoy por las
de “técnico” o “especialista” al servicio de una sociedad mecanizada a
la que las semióticas prestan apoyo pragmático. No parecen, de este modo, haberse modificado sustancialmente las numerosas definiciones que,
conforme a las distintas generaciones, han sido dadas del ser humano.
Las afirmaciones de “animal lingüístico”, “animal social”, “animal político”…, van quedando ahora reducidas, en la práctica, a esta otra: “el
hombre es animal técnico”. Mi afirmación, de todos modos, sobre el ser
humano no puede ser otra: definición mística del hombre. Si el hombre
es ser místico, la semiótica debe ser estudiada desde una concepción
mística formada por una concepción genética de la metafísica.
Hay autores modernos que vienen a decir que el deber de la semiótica es “definir el sujeto de la semiosis mediante categorías exclusivamente semióticas” de tal modo que este sujeto es “el sistema (continuo
y continuamente incompleto) de sistemas de significación que se reflejan el uno sobre el otro” 2. Estas afirmaciones sólo pueden tener un resultado: el absurdo del “pansemioticismo”. Este absurdo universalismo
semiótico, expresado como sistema de todos los sistemas de signos, incurre, sustituyendo el concepto de “sistema” por el de “conjunto”, en la
conocida paradoja de la teoría de conjuntos de Cantor.
Resumo mi opinión crítica, a la luz de estos análisis anteriores, con
tres aserciones:
a) La semiótica es un problema todavía abierto por los diferentes enfoques, por lo que, al no ser una ciencia segura, no podríamos hacer con
coherencia un análisis semiótico del texto místico;
2
UMBERTO ECO, o.c., p. 431.
Experiencia mística y lenguaje
33
b) La formalización del lenguaje natural, que por sí mismo tiene ya
una formalización fundamental, porque de otro modo no nos entenderíamos en nuestro vivir cotidiano, constituye, cuando menos, un lenguaje sobre otro lenguaje a modo de una curva asintótica que, por mucho
que se aproxime a su eje, nunca llegará a encontrarlo.
c) Hago paráfrasis, refiriéndome a la interpretación del texto místico, de las palabras de Cristo a los fariseos y saduceos en Mt 16,4: sabéis
discernir el aspecto fenomenológico de los símbolos y señales; pero no
sabéis discernir la dimensión transcendente del signo.
Sustituyo una concepción formalista de la semiótica por una concepción genética de la semiótica que divido en tres partes fundamentales
entre sí inseparables e incluyentes: sintacticidad, semanticidad y carismaticidad. Mi aserto, invocando la pericóresis fulgenciana, es el siguiente: la sintacticidad es toda en la semanticidad y en la carismaticidad; la
semanticidad es toda en la sintacticidad y en la carismaticidad; la carismaticidad es toda en la sintacticidad y en la semanticidad. No puede hablarse, por tanto, de sintacticidad si no es con relación a su semanticidad y a su carismaticidad; ni de semanticidad si no es con relación a su
sintacticidad y a su carismaticidad; ni de carismaticidad si no es con relación a su sintacticidad y a su semanticidad.
La semiosis carismática consiste en la concepción e interpretación
del signo, incluyendo su sintaxis y semántica, a la luz de la comunicativa
experiencia mística. Negado el hecho místico o carismático, ha quedado
la semiótica del lenguaje reducida a puro formalismo fenomenológico
sin posibilidad alguna de divina transcendencia; por tanto, incapacitada,
en su análisis sintáctico y semántico, para la comprensión del mensaje
o texto místico. Su resultado es una semiótica que, descarismatizada,
queda provista de una sintaxis que no sabe lo que dice y de una semántica que no sabe lo que contiene: una aplicación sintáctica y semántica
al texto místico da, cuando más, el resultado de un análisis puramente
gramático-literario susceptible de ser hipostasiado por interpretaciones
34
Fernando Rielo
que tienen por modelo [seudomodelo] falsas filosofías que degradan el
hecho místico a un sentido depreciativo del mito.
Si me refiero al lenguaje en relación con la experiencia mística, éste
debe tener como supuesto el siguiente enunciado: el lenguaje humano
es imagen y semejanza del lenguaje que tienen entre sí las personas divinas. Ésta es la plenitud mística del lenguaje: que el hombre hable con
las personas divinas con el mismo lenguaje con el que las personas divinas le hablan. Si Cristo, confirmando la Escritura, dice “dioses sois”
(Jn 10, 34), el hombre es deidad ontológica o mística de la divinidad
metafísica o absoluta.
Utilizo los términos “divino” y “metafísico” en mi sistema para referirme al fuero ad intra de la concepción genética del principio de relación, formada: en el ámbito racional, por dos seres personales divinos;
en el ámbito revelado, por tres seres personales divinos. Estos seres personales, constituyendo única esseidad, única naturaleza, única sustancia, y, en general, único sujeto absoluto, afirman con la misma fuerza
su unidad y su distinción real. Los términos “místico” y “ontológico” se
refieren, por su parte, al fuero ad extra de la concepción genética del
principio de relación, en virtud del cual el ser humano es definido por
la divina presencia constitutiva del sujeto absoluto en el elemento creado de aquel.
La persona humana tiene, por tanto, un elemento creado por Dios
[sujeto absoluto] de la “genética posibilidad” o vacío de ser, y la divina
presencia constitutiva del acto absoluto en este elemento creado, que la
constituye en mística u ontológica deidad de la divina o metafísica Deidad. La corroboración escrituraria de este hecho viene significada en el
texto del Génesis: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza” (Gen 1,26). La mística tradicional no explica, en términos de ontología y metafísica, la definición deitática, revelada por Cristo, del ser
humano. Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, que son los que
más se aproximan a esta definición, utilizan intuitivamente algunas ex-
Experiencia mística y lenguaje
35
presiones de la filosofía escolástica que permanecen, no obstante, en
una insuficiente descripción: “lo muy hondo e íntimo del alma” 3, “centro del alma o espíritu” 4, “porción superior del alma o espíritu” 5, “profunda sustancia del espíritu” 6, “lo interior del espíritu” 7… La creación
del ser humano está ordenada, por la divina increación absoluta de la
presencia constitutiva, a la unión de dos increados que se compenetran
entre sí: el ontológico o místico increado de nuestra deidad con el metafísico o divino increado de las tres personas divinas. Tengo que concluir
con una palabra que parece proverbial: el ser humano es hombre de Dios
porque participa de lo que es propio de Dios, es decir, de su divina presencia constitutiva. Designo con el término “presencialismo genético”
a una divina presencia constitutiva que es, por su misma naturaleza, formante, comunicable.
Mencionaré, sin entrar en mayor análisis, varias sentencias de la patrística: “El logos se hizo hombre para que nosotros nos hiciéramos
Dios” 8; “Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios” 9;
“La deificación es la asimilación y unión mayor posible con Dios” 10.
Estas sentencias patrísticas parecen inspirarse en las propias palabras
de Cristo: “dioses sois” (Jn 10,34) y en otros textos de la Sagrada Escritura: “Por ellas [por su gloria y virtud] nos ha dado [Dios] sus preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas fueseis hechos partícipes de la naturaleza divina” (2Pe 1,4)…
El término “deificación”, expresión común en la tradición referente
3
4
5
6
7
8
9
10
Moradas VI 11,2.
Moradas VII 2,10.
Subida del Monte Carmelo III 26,2.
Noche II 9,3.
Cántico espiritual 40,5.
SAN ATANASIO, Or. de incarn. Verbi.
SAN AGUSTÍN, Sermo, 128,1.
SEUDO-DIONISIO, De eccl. hier. 1,3.
36
Fernando Rielo
a la unión mística con la Santísima Trinidad, tiene el fundamento ontológico de la divina presencia constitutiva por la que somos deidad: de
no haber deidad, no habría deificación. La plenitud de esta deificación
no puede ser sino la “trinificación” de nuestra deidad en virtud de la cual
ésta queda elevada a “treidad”. Este hecho místico es, con otros términos, corroborado por San Juan de la Cruz cuando afirma: “no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las tres
Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado (…)
y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza” 11. El
específico de esta trinificación consiste en que el alma participa, por medio de las procesiones místicas, de las procesiones divinas.
No puede hablarse, por tanto, en términos semióticos, de formalización del signo; antes bien, de deificación del signo. Se me podría objetar
que esta concepción pertenece más a la fe que a la razón. Mi respuesta,
remedando a Pascal, no se deja esperar: la fe tiene razones que la razón
por sí misma no entiende. La razón es perfeccionada por la fe en virtud
de la deificación que ésta hace de aquella, en ningún caso, de la formalización. La razón, lejos de reducirse, en este sentido, a una estructura
lógica o matemática [racionalismo], es genética: esto es, deitática.
Concluyo esta cuestión crítica afirmando que la carismaticidad, formando a la sintacticidad y a la semanticidad, revela una forma sacral de
lenguaje que consiste en la elevación al orden sobrenatural, por las personas divinas, del llamado “lenguaje natural”. Mi concepción genética
de la metafísica y de la ontología excluye una concepción naturalista
[naturalismo] del lenguaje: el lenguaje natural es “+ que” lenguaje natural; quiero decir, el “+” es la forma, preternaturalidad, del lenguaje
humano en virtud de la cual éste queda abierto y ordenado al lenguaje
sobrenatural. La elevación al orden sobrenatural del lenguaje natural revela una especialización que tiene único fin: la Santísima Trinidad. El
11
Cántico espiritual, 39, 3.
Experiencia mística y lenguaje
37
modelo de esta carismaticidad es, con sus operaciones teándricas, el Verbo encarnado. Este carácter teándrico comporta que puede decirse con
propiedad que Cristo es, asumiendo por su unión hipostática dos naturalezas con sus dos lenguajes, divino y humano, el referente carismático
del ser humano en todo lugar y tiempo; esto es, Cristo encarna la suprema carismaticidad de toda la historia humana.
CUESTIÓN FORMAL
I
METAFÍSICA
Mi punto de partida, con el fin de fundamentar, dentro de una concepción genética de la semiótica, la experiencia mística y el lenguaje,
es una metafísica que tiene como objeto de estudio la concepción genética de un principio de relación, expresado, dentro del campo racional,
por el axioma de dos seres personales [S 1(P1)=S2(P2)] 12 que, en inmanente complementariedad intrínseca, constituyen único sujeto absoluto
o Binidad. La distinción real de estos dos seres personales tiene, en virtud de esta inmanente complementariedad intrínseca, la misma fuerza
que su unidad de naturaleza. Esta metafísica presenta, entre otras, las siguientes características que, brevemente, resumo en doce puntos.
1) La cancelación de la identidad 13 parmenidea “ser es ser” por la
intrínseca relación congenética, “congenitud absoluta”, de dos seres
12
13
La fórmula simbólica [S 1(P1)=S2(P2)] [“S sub uno de P sub uno” complementario de “S sub dos de P sub dos”] tiene el significado de que el primer
ser personal [S1(P1)] está en complementariedad intrínseca [=] con el segundo ser personal [S2(P2)].
El seudoprincipio de identidad fue condenado por Clemente VI en 1346, en-
38
Fernando Rielo
[S1=S2] que, en inmanente complementariedad intrínseca [=] y conservando sus lugares metafísicos expresados por los subíndices [“1” y “2”],
tre otras tesis de Nicolás de Autrécourt, en la siguiente proposición declarada falsa, peligrosa, presuntuosa, sospechosa, errónea y herética. “… este
es el primer principio y no otro: «si algo es, algo es» […hoc est primum
principium et non aliud: «si aliquis est, aliquis est»]” [Dz 570, publicado
en D ENIFLE , Henricus, O.P., Chartularium Universitatis Parisiensis. París
(Tomo II), p. 576ss, 1124]. Hay que tener presente que la identidad puede
ser formulada sintácticamente de diversos modos reductibles al esquema
“A=A”: por ej., aplicada al ser, podemos encontrar, entre otras, las fórmulas
“ser es ser”, “ser en cuanto ser”, “ser en ser” (ser en sí), “si ser, entonces
ser”, “ser para ser” (ser para sí); en nuestro caso, “si algo es, algo es” (este
“algo” es una forma de decir “el ser” o un reductivo del ser). Todas estas
manifestaciones tienen un seudo-esquema de fórmula [A=A] o, lo que es lo
mismo, una seudo-estructura común: un functor monádico que une un mismo término: ser-functor-ser. El functor, en estos casos, es “es”, “en cuanto”, “en”, “si… entonces”, “para”, “si”. Esta estructura, al ser tautológica o
reduplicativa, carece de sentido sintáctico, semántico y metafísico: sintáctico, porque un solo elemento, que es a lo que se reduce la reduplicación, no
puede cumplir ninguna función en la oración; semántico, porque en la fórmula “A=A” tiene la misma validez la afirmación que su negación (la misma
validez identitática tiene “ser es ser” que “-ser es -ser”); metafísico, “ser es
ser”, no constituyendo ninguna relación, no puede alcanzar al concepto ser
(ni siquiera el término “identidad” puede alcanzarse, por el mismo motivo, a
sí mismo: ¿cómo puede ser posible que la identidad alcance a la identidad?).
No se evita, por otra parte, la tautología cuando algunos filósofos quieren
salvaguardar el seudoprincipio de identidad del absurdo de la reduplicación
dando al primer término una significación real y al segundo una significación meramente formal para establecer una supuesta relación. Este esfuerzo
inútil incurre en la misma posición de la paradoja que encierra la identidad.
Veamos: Simbolicemos el primer término real con la letra A y el segundo
con la letra A’. Tenemos, entonces, el esquema de fórmula A=A’. Si los
términos se creen distintos, habrá que aplicar, puesto que la identidad sigue
permaneciendo en el análisis, otra vez la identidad a cada uno de estos términos. Tenemos, entonces, la siguiente formulación: (A=A’) = (A=A’) cuya
Experiencia mística y lenguaje
39
tienen que ser personales [S1(P1)=S2(P2)] porque la persona es la expresión suprema del ser. Entiendo por “congenitud absoluta” la concepción
genética de la sustancia constituida por dos seres personales en inmanente complementariedad intrínseca. La forma de relación sustancial
consiste en que S1(P1), poseyendo toda la sustancia, es origen de la sustancia y S 2(P2), siendo de la sustancia de S1(P1), es, a su vez, fin de la
sustancia de S 1(P1). Puede decirse, por esta causa, que S1(P1) y S 2(P2)
son congenéticos.
La metafísica, siendo ciencia pura o absoluta, es ciencia del ser, no
de la nada. Si la metafísica es ciencia del ser, la concepción genética del
principio de relación, rompiendo a priori la identidad “ser es ser”, está,
dentro del campo racional, constituida por dos y sólo dos seres personales en inmanente complementariedad intrínseca: no menos de dos seres, porque habríase incurrido en la identidad “ser es ser”; no más de
dos seres, porque un tercer ser es, dentro de la máxima reducción que
puede establecer el principio, un excedente racional. La fórmula simbólica [S1=S2] del metalenguaje de la metafísica tiene el significado de
que S1, ser que ocupa el primer lugar metafísico, está en inmanente complementariedad intrínseca [=] con S 2 o ser que ocupa el segundo lugar
metafísico. La inmanente complementariedad intrínseca indica que estos dos seres, lejos de ser intercambiables, afirman su unidad de naturaleza con la misma fuerza que su distinción real. La complementariedad
significa que los dos seres personales, [S1(P1)] y [S 2(P2)], siendo realmente distintos, son necesarios el uno al otro para constituir la unidad
absoluta. Es inmanente porque posee el significado de que los dos seres
personales, [S1 (P1)] y [S2(P2)], se definen entre sí en tal grado que, consdescomposición, siguiendo el procedimiento de la distinción de términos,
será la siguiente: (A=A’) = (A=A’)’. Habrá que seguir así en un proceso al
infinito: [(A=A’)=(A=A’)’] = [(A=A’)=(A=A’)’] siguiendo el mismo proceso de descomposición en la distinción de términos: [(A=A’)=(A=A’)’] =
[(A=A’)=(A=A’)’]’… Esta fórmula identitática, condenada por Clemente
VI, incluye también, en mi opinión, el rechazo de su formulación lógica.
40
Fernando Rielo
tituyendo único acto absoluto, nada hay a ellos transcendente; es intrínseca porque S 1(P1) es todo en S2(P2) y S 2(P2) es todo en S1(P1), en tal
grado que nada es extrínseco a un ser personal en relación con el otro
ser personal. Sólo así los dos seres personales constituyen única esseidad, única sustancia, única esencia, única naturaleza, única divinidad,
único sujeto absoluto…
2) Los dos seres personales se constituyen o se definen axiomáticamente entre sí de tal modo que no hay otra noción superior o inferior
que pueda definirlos. Nada hay más allá, ni más acá, de la noción de
persona que defina a la persona: una persona se define, metafísicamente, por otra persona.
La intrinsicidad de la inmanente complementariedad de S1(P1) y S2
(P2) expresa mi concepción genética de la pericóresis o circungénesis:
S1(P1) es todo en S2(P2) y S2(P2) es todo en S1(P1), en tal grado que los
dos seres personales son inseparables, indivisos e inconfusos. La persona tiene como contenido su ser; la negación del ser a la persona habría
establecido, absurdamente, en ésta el vacío de ser.
3) La concepción genética del principio de relación está constituida: en el orden racional, por dos y sólo dos seres personales [S1(P1)=S2
(P2)], Binidad, porque, negado uno de ellos, habríase incurrido en los
carentes de sentido del seudoprincipio de identidad, y un tercer término
[S3 (P3)] es, dentro de este orden, excedente metafísico; en el orden revelado, por tres y sólo tres seres personales [S1(P1)=S2(P2)=S3(P3)], Trinidad, porque Cristo, que se presenta como encarnación de S2(P2), revela, a su vez, que existe un tercer ser personal [S3(P3)], con nombre de
Espíritu Santo, que, dado por la fe a la razón, puede ser por ésta reconocible en virtud de las funciones que cumple con S1(P1)=S2(P2); esto es,
S3(P3) sella con su réplica la ingenitud activa de S1(P1) y el ingenerante
activo de S 2(P2) y libera a la concepción genética, dentro del orden racional, del generacionismo. Este tercer término [S3(P3)] indica que la
geneticidad no se reduce a la generación.
Experiencia mística y lenguaje
41
4) No puede existir un S0(P0) porque es imposibilitado por el origen
activo de S1(P1); no puede haber un S4(P4) porque es imposibilitado por
el fin activo de S3(P3) que, sellando la ingenitud activa de S1(P1) con el
ingenerante activo de S2(P2), da cumplida satisfacibilidad al modelo revelado; en este sentido, S4(P4) no cumple ninguna función metafísica
porque ha quedado cumplida por S3(P3) la absoluta satisfacibilidad.
5) La ingenitud activa de S1(P1), imposibilitando a priori un S 0(P0)
—ser vacío de persona vacía [nada absoluta]— significado por la identidad del vacío de ser es vacío de ser, establece ad extra lo que no es el
sujeto absoluto; esto es, una genética posibilidad abierta en la que el
sujeto absoluto procede a la libre creación de los seres y de las cosas.
Esta creación es condición efectiva de la ciencia mística u ontología
que es imagen y semejanza de la ciencia divina o metafísica. Tengo
que decir, por tanto, que, en relación con el sujeto absoluto, la metafísica es ad intra; la ontología, ad extra.
6) La concepción genética del principio de relación es el modelo que
puede establecer una ciencia metafísica ad intra y una ciencia ontológica
ad extra; en ningún caso, puede haber una ciencia metafísica “bien formada” por medio de un proceder que tenga como supuesto la identidad:
a) porque su objeto tiene que ser identitático [“ser en cuanto ser”,
“Dios en cuanto Dios”];
b) porque su objeto, teniendo que ser axiomático es, contradictoriamente, resultado de seudo-pruebas o seudo-demostraciones [Dios no
puede ser, bajo ningún aspecto que se le considere, resultado de una
prueba o demostración];
c) porque es el axioma quien establece la ciencia, no la ciencia al
axioma;
d) porque no puede hablarse, ya sea ad intra, ya sea ad extra, de un
42
Fernando Rielo
identitático “ser en cuanto ser” o “Dios en cuanto Dios” con sus carentes de sentido sintáctico, lógico y metafísico.
El mal proceder de la metafísica como seudociencia ha sido el resultado de una razón [racionalismo] que establece un universo vacío, donde
se reflexiona en sentido acomodaticio, por medio de filosofías, sobre el
dato revelado, produciéndose un sin fin de paradojas y contradicciones.
Debe tenerse en cuenta que el Magisterio solemne de la Iglesia se ha
opuesto siempre a hacer declaración positiva sobre ningún sistema filosófico; antes bien, son muchos los errores de ciertos sistemas filosóficos
que ha tenido que rechazar. La ciencia mística no es, por otra parte, ciencia de fenómenos; antes bien, es ontología del hecho místico. Esta concepción ontológica de la mística consiste en la actuación ad extra del sujeto absoluto en la persona humana con la persona humana.
7) Mi definición de metafísica, ontología y teología es la siguiente:
a) La metafísica tiene por objeto específico la concepción genética
de un principio de relación expresado por el axioma absoluto: en el orden racional, de dos y sólo dos seres personales o Binidad [S1(P1)=S2
(P2)]; en el orden revelado, de tres y sólo tres seres personales o Trinidad [S1(P1)=S2(P2)=S3(P3)].
b) La ontología tiene por objeto específico la definición mística del
hombre expresada: en el orden racional, por la videntia creentiae de una
divina presencia constitutiva, sub ratione actus absoluti, de dos seres
personales [S1(P1)=S2(P2)], en el elemento creado de la persona humana
constituyéndola en mística deidad; en el orden revelado, por la videntia
fidei de una mística procesión, sub ratione actus absoluti, de tres seres
personales [S1(P1)=S2(P2)=S3(P3)] que, elevando la divina presencia
constitutiva al orden sobrenatural cristológico, hacen de la persona humana “mística treidad”. La mística procesión es la raíz o síntesis de las
procesiones místicas, imagen y semejanza de las procesiones divinas, en
tal grado que la acción de las personas divinas ad extra como único principio absoluto de la santidad es, en el orden sobrenatural cristológico,
Experiencia mística y lenguaje
43
inhabitación mística de la Santísima Trinidad con sus procesiones en el
bautizado. Si las personas divinas, como único principio ad extra de la
santidad, son el sujeto absoluto de la mística procesión, el Espíritu Santo
es, en virtud de su misión, el sujeto atributivo de esta mística procesión.
La divina presencia constitutiva, ordenada a la mística procesión, hace
que el ser humano sea sub ratione creationis, “dios místico” a imagen y
semejanza del Dios metafísico. El enunciado “el hombre es dios místico” no está en relación de un hombre que sea género con un “dios místico” bajo el concepto de especie.
Los conceptos de “universalismo” y “particularismo”, cualquiera
que sean las acepciones dadas en la historia de la filosofía, carecen de
sentido, dentro del campo metafísico, en mi concepción genética de un
principio de relación formado por el axioma: en el orden racional, S1=
S2; en el orden revelado, S 1=S2=S3. El universalismo se reduce a un
“todo” absoluto que podría ser expresado: “todo es todo”, “todo es en
todo”… El particularismo, a su vez, podría ser expresado: “cada uno es
cada uno”, “cada uno es en cada uno”. Las dos nociones se remiten, en
última instancia, al universalismo y al particularismo absolutos: universalismo, “todo es todo” y “todo es en todo” equivale a “universal es universal” y “universal es en universal”; particularismo, “cada uno es cada
uno” y “cada uno es en cada uno” equivale a “particular es particular”
y “particular es en particular”. Estas dos seudo-nociones, dentro siempre
del campo metafísico, son, aplicadas al ser humano, especialmente graves: el universalismo, porque despersonaliza al hombre; el particularismo, porque lo encierra en sí mismo haciéndole inaccesible su unión con
la divinidad.
c) La teología pura y la teología mística estudian, sub ratione divinitatis, el objeto que, sub ratione absolutitatis, estudian la metafísica y la
ontología. La metafísica y la ontología, siendo ciencias de la teoricidad
de su objeto, son metalenguaje de la teología pura y de la teología mística; a su vez, la teología pura y la teología mística, siendo ciencias de
la positividad de su objeto, son metalenguaje de la metafísica y ontolo-
44
Fernando Rielo
gía. No puede separarse la teoricidad de la positividad, pues habríamos
establecido el absurdo de dos modelos absolutos, uno teórico y otro positivo. El modelo absoluto tiene estas dos vertientes complementarias:
teórica o metafísica y positiva o teológica. Si pongo, por ejemplo, el
ámbito racional, S1/P1=S2/P2 simboliza única realidad o geneticidad que
incluye dos aspectos: teórico o metafísico y positivo o teológico, intrínsecamente complementarios constituidos por dos seres personales.
8) El criterio de verificación, aplicado a estas ciencias por el datum
fidei [Sagradas Escrituras, Tradición, Magisterio, experiencia mística],
hace corroborable, en virtud de su resistencia a toda falsación, la concepción genética, ya en el orden racional, ya en el orden revelado, de la metafísica con su teología pura y de la ontología con su teología mística.
Estas ciencias son, por esta causa: dentro del campo racional, consistentes, completas y decidibles en grado de suficiencia; dentro del orden revelado, consistentes, completas y decidibles en grado de satisfacibilidad.
9) La metafísica con su teología pura es el supuesto de la ontología
con su teología mística en tal grado que lo que se dice metafísicamente
ad intra del sujeto absoluto hay que afirmarlo místicamente ad extra
del sujeto absoluto en el ser humano con el ser humano. Su corroboración es precisa: si el hombre es imagen y semejanza del sujeto absoluto,
la ontología y su teología mística son imagen y semejanza de la metafísica y su teología pura.
10) La concepción genética del principio de relación establece una
metafísica [con su teología pura] y una ontología [con su teología mística] racionales de valor ecuménico que, en virtud de la revelación por
Cristo de S3(P3), son elevadas a una metafísica [con su teología pura] y
a una ontología [con su teología mística] sobrenaturales de valor específicamente cristiano.
11) Los lugares metafísicos del axioma [dentro del campo racional,
“1” y “2”; dentro del campo revelado, “1”, “2” y “3”] significan el orden
Experiencia mística y lenguaje
45
de la inmanente complementariedad de los seres personales que, con
nombre “Padre”, “Hijo” y “Espíritu Santo”, no pueden ser intercambiables. La inteligibilidad objetiva de la metafísica genética da a S 1(P1) el
nombre de “Padre”, a S2(P2) el nombre de “Hijo” y a la unidad pura de
S1(P1) con S2(P2), que es S 3(P3), el nombre de “Espíritu Santo”. La razón se debe a que S1(P1) transmite, generación, su carácter hereditario
a S 2(P2), y S 1(P1) con S 2(P2) transmite, espiración, su carácter hereditario a S 3(P3), y S 3(P3) se atrae, inspiración, el carácter hereditario de
S1(P1) con S 2(P2). La generación del Hijo por el Padre es transmisión
hereditaria per viam essendi; en ningún caso, per viam intellectus. Si la
generación fuese per viam intellectus, su resultado, el Hijo, no podría
ser otro que un ente de razón. Del mismo modo, la espiración del Espíritu Santo por el Padre con el Hijo es transmisión hereditaria per viam
unitatis essendi; en ningún caso, per viam voluntatis. Si la espiración
fuese per viam voluntatis, su resultado, el Espíritu Santo, no podría ser
otro que un ente de voluntad. La negación, por otra parte, de la transmisión hereditaria, sellada por la inspiración de S3(P3), destruye, por su
misma naturaleza, la concepción genética —ya a nivel racional, ya a nivel revelado— del principio de relación de tal modo que, suprimida esta
concepción, habríanse introducido arbitrariamente toda suerte de absurdos en los que, a nivel absoluto, degrada una relación externa. La transmisión hereditaria, por la que las personas divinas son entre sí inmanentes, viene corroborada por el texto de Cristo: El que me ha visto a mí ha
visto al Padre 14. Del mismo modo, quien ve al Padre con el Hijo ve al
Espíritu Santo: el Hijo tiene el carácter genético del Padre y el Espíritu
Santo el carácter genético del Padre con el Hijo 15.
14
15
El texto completo, en el que no detengo mi análisis, es, en este sentido,
ilustrativo: El que me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en
mí? Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el
Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras (Jn 14,9-11).
Esta unidad del Padre con el Hijo, que es el Espíritu Santo, viene corrobora-
46
Fernando Rielo
12) Estos tres nombres son signos metafísicos que se definen y se
constituyen entre sí en virtud de su inmanente presencia divina: el Padre
está todo presente en el Hijo; el Hijo está todo presente en el Padre; el
Espíritu Santo está todo presente en el Padre con el Hijo. El signo metafísico es, por tanto, “presencia de alguien en alguien”. Sustituyo la arbitraria relación saussuriana de significante y significado —la relación
del plano del contenido y plano de la expresión o el “representativismo”
dado por la definición común de signo: “algo que representa a otra cosa”— por la inmanente relación de un signans y un signatum: el Padre
es signans que se hace inmanente presencia en el signatum del Hijo; el
Hijo es signans que se hace inmanente presencia en el signatum del Padre; el Padre con el Hijo es signans que se hace inmanente presencia en
el signatum del Espíritu Santo; el Espíritu Santo es signans que se hace
inmanente presencia en el signatum del Padre con el Hijo. Su corroboración viene determinada, entre otros datos, por el XI Concilio de Toledo: Porque lo que el Padre es, no lo es con relación a sí, sino al Hijo; y
lo que el Hijo es, no lo es con relación a sí, sino al Padre; y de modo
semejante, el Espíritu Santo no es con relación a sí, sino al Padre y al
Hijo 16.
16
da por la Escritura y el Magisterio. El Decretum Damasi de las Actas del
Concilio de Roma del año 382 es suficientemente ilustrativo: “…Porque el
Espíritu Santo no es sólo Espíritu del Padre o sólo Espíritu del Hijo, sino del
Padre y del Hijo. Porque está escrito: Si alguno amare al mundo, no está en
él el Espíritu del Padre [1 Ioh. 2, 15; Rom. 8, 9]. Igualmente está escrito: El
que no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es suyo [Rom. 8, 9]. Nombrado así
el Padre y el Hijo, se entiende el Espíritu Santo, de quien el mismo Hijo
dice en el Evangelio que el Espíritu Santo procede del Padre [Ioh. 15, 26],
y: De lo mío recibirá y os lo anunciará a vosotros [Ioh. 16, 14]” (Dz 83).
Dz 728.
Experiencia mística y lenguaje
47
II
ONTOLOGÍA
La metafísica sobrenatural, expresada por el axioma de tres seres
personales [S1(P1)=S2(P2)=S3(P3)] en inmanente complementariedad
genética, es el fundamento de una ontología también sobrenatural que
consiste, supuesta la creación, por las personas divinas, del ser humano,
en un imperativo transcendental: la persona humana se revela genéticamente formada por la elevación al orden sobrenatural [mística procesión] de la presencia constitutiva, sub ratione actus absoluti, de las personas divinas, en virtud de la cual es constituida la elevación de la mística deidad [mística biedad] de la divina Binidad en mística treidad de
la divina Trinidad con sus procesiones místicas a imagen de las procesiones divinas.
Si las procesiones divinas, dentro de mi concepción genética, son
tres en la Santísima Trinidad —generación, espiración e inspiración—,
también en la mística treidad son tres procesiones místicas: mística generación de la divina generación, mística espiración de la divina espiración, y mística inspiración de la divina inspiración. Todas las definiciones dadas de la persona humana —animal racional, simbólico…—
quedan invalidadas por la que Cristo da de la persona humana: “dioses
sois” (Jn 10,34). Esta definición deitática de Cristo, siendo la más transcendente y sublime que sobre el hombre se ha dado en la historia humana, corrobora el enunciado ontológico: la persona humana, supuesto su
elemento creado, es deidad ontológica de la Deidad metafísica. Esta definición mística del hombre no queda reducida sólo al bautizado; antes
bien, es propiedad de todos y cada uno de los seres humanos. La deidad
es: sub ratione gratiæ creationis vel gratiæ rationis, “biedad” formada
por la divina presencia constitutiva del acto absoluto y su sujeto absoluto constituido por dos personas divinas o “Binidad”; sub ratione gratiæ
sanctificantis vel gratiæ fidei, “treidad” formada por la elevación de esta
presencia constitutiva al orden sobrenatural [mística procesión] consti-
48
Fernando Rielo
tuida por tres personas divinas o “Trinidad”. Mi afirmación, por tanto,
en relación con la “treidad”, en el ámbito de la gracia santificante, es
que el ser humano es “mística santísima trinidad de la Divina Santísima
Trinidad”.
La divina presencia constitutiva, formante del ser personal humano,
es, por su misma naturaleza, increada. La razón es un exacto: las personas divinas no pueden crear su propia presencia inhabitante. La persona
humana tiene, por tanto, dos elementos: creado, la naturaleza humana
con su yo; increado, la divina presencia constitutiva de las personas divinas en este yo que, siendo “+” que su naturaleza humana, es, a su vez,
+ que yo en su yo [yo+]. Este ser+ que yo es, en virtud de la presencia
constitutiva sub ratione actus absoluti en el yo, la mística deidad formada por la metafísica Deidad. El orden queda establecido: la naturaleza, esencia, sustancia, existencia… creadas son ser+ que la naturaleza,
esencia, sustancia, existencia… creadas; el ser+ que su naturaleza creada es el yo creado; el yo creado es ser+ que su yo creado, y este ser+
que su yo creado [yo+] es la deidad formada por la divina presencia
constitutiva del acto absoluto. El enunciado es preciso: el ser humano
no es “yo en cuanto yo”, ni “creado en cuanto creado”; sino al contrario, “yo+” a imagen, no de la creación ni de la nada, antes bien, de las
personas divinas. Su corroboración viene manifestada por el texto del
Génesis: hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra (Gen 1,26).
Esta imagen y semejanza es, en la persona humana, activa; esto es, susceptible de ser incrementada por las personas divinas. Su último grado
de incrementación, alcanzada la llamada por mí “unión transverberativa” o “matrimonio místico”, es por reducción a cero ontológico —en
ningún caso, aniquilación— por las personas divinas del elemento creado de nuestra imagen y semejanza, con el fin de que sean las mismas
personas divinas el centro de nuestra sobrenatural deidad.
La esencia del matrimonio místico consiste en la mística transmisión
hereditaria a la deidad humana de la divina transmisión hereditaria por
un Padre concelebrado por el Hijo y el Espíritu Santo. Se revelan, por
Experiencia mística y lenguaje
49
tanto, dos transmisiones hereditarias: en la Santísima Trinidad, metafísica o divina; en la persona humana, ontológica o mística. La llamada “entrega mutua e indisoluble”, considerada por algunos teólogos la esencia
del matrimonio místico, es más bien una de sus propiedades o caracteres
esenciales; en ningún caso, su esencia. La elevación al orden sobrenatural, mística procesión, de la divina presencia constitutiva queda sellada,
supuestas las diferentes incrementaciones o grados, por el matrimonio
místico. El matrimonio místico, unión transverberativa es, por tanto, hipostático. La unión hipostática entre sí de las personas divinas es abierta
de tal modo que hace posible la definición mística del hombre; por tanto, su máximo grado de incrementación en la unión transverberativa.
La mística unión hipostática es corroborada por el texto de Cristo:
“Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros… yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno” (Jn 17, 21-23). Muéstrase en este texto la participación
de nuestra mística unión hipostática en grado de consumación [perfectamente] en su divina unión hipostática [que ellos sean uno en nosotros].
Mi preferencia, respecto de la noción de “participación”, debido a las
dificultades de sus inadecuadas significaciones filosóficas, es la de “parusía” con el significado de la divina presencia constitutiva que, elevada
a mística procesión, hace de la persona humana dios místico del Dios
absoluto en tal grado que constituimos con la Santísima Trinidad la concepción genética del unum confirmado por la revelación de Cristo. Esta
divina presencia constitutiva es el “carácter común” que viene significado por el verbo griego koinonevw que ordinariamente traducen los biblistas por “participar”.
El enunciado del matrimonio místico es exacto: nuestra imagen y
semejanza actúa, en este grado de unión, con el mismo acto con el que
las personas divinas actúan; esto es, las personas divinas dan a la persona humana la potestad de obrar con el mismo acto con el que Dios obra
en ella. La corroboración viene dada en el prólogo del Evangelio de San
Juan: “A los que le recibieron les dio potestad de hacerse hijos de Dios”
50
Fernando Rielo
(Jn 1,12). San Pablo, a su vez, corrobora este hecho con las siguientes
palabras: “No soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí”
(Gál 2,20); si Cristo vive [actúa] en el centro de nuestra deidad, también el Padre y el Espíritu Santo. Esta corroboración viene dada, además, por San Juan de la Cruz cuando afirma: “Pero sobre este dibujo de
fe hay otro dibujo de amor en el alma de el amante y es según la voluntad 17, en la cual de tal manera se dibuja la figura del Amado y tan conjunta y vivamente se retrata cuando hay unión de amor que es verdad
decir que el Amado vive en el amante y el amante en el Amado. Y tal
manera de semejanza hace el amor en la transformación de los amados,
que se puede decir que cada uno es el otro y que entrambos son uno. La
razón es porque en la unión y transformación de amor el uno da posesión de sí al otro, y cada uno se deja y [da y] trueca por el otro, y así
cada uno vive en el otro, y el uno es el otro y entrambos son uno por
transformación de amor” 18.
La divina presencia constitutiva 19, que no son las personas divinas,
pero no es sin las personas divinas, es, sub ratione actus absoluti, gratia
formans que, elevada al orden sobrenatural, es mística procesión, gratia transformans, u orden de la gracia santificante que, incrementativa,
comporta, a su vez, la elevación de la deidad a treidad; esto es, compenetración de las tres personas divinas con la deidad humana. La deidad,
17
18
19
Difiero, en este punto, de San Juan de la Cruz en que no es según la voluntad; antes bien, según el carácter deitático de nuestro espíritu.
Cántico, 12,7.
La divina presencia constitutiva del sujeto absoluto en el ser humano es
mística. Puede observarse, por esta causa, que, en mis escritos, unas veces
afirmo “divina presencia constitutiva” y otras “mística presencia constitutiva”. No hay equívoco al respecto: la “divina presencia constitutiva” dice
sobre todo relación al origen; la “mística presencia constitutiva” dice sobre
todo relación al término. No son dos presencias constitutivas; antes bien,
única presencia constitutiva ad extra de las personas divinas en el ser humano.
Experiencia mística y lenguaje
51
que ya en el ámbito racional hace a la persona humana más que humana, no puede pasar en su incrementación, dentro del orden racional, de
biedad; esto es, compenetración de dos y sólo dos personas divinas [Binidad] con la deidad humana. Esta Binidad, que parece incompatible
con las grandes religiones monoteístas por su creencia en único ser personal divino, puede ser admitida de un modo culto por los indicios que
presentan estas mismas religiones. La treidad, por tanto, es ser constituida una deidad, elevada al orden sobrenatural, en mística santísima trinidad de la Divina Santísima Trinidad. La mística deidad humana es
imagen esencial de la divinidad. Esta imagen esencial, elevada al orden
sobrenatural por la mística procesión, ha sido transformada por las personas divinas en imagen transesencial.
III
SEMIÓTICA
Distingo, dentro de mi concepción genética de la semiótica, entre
“signo”, “señal” y “símbolo”. El signo es la intrínseca relación constituida por un signas y un signatum —por ejemplo, la inmanente presencia del Padre [signans] en el Hijo [signatum], y del Hijo [signans] en el
Padre [signatum]—; la señal es el signatum que conduce, en virtud de
su intrínseca relación, al signans —por ejemplo, el Hijo, en virtud de
poseer la presencia del Padre, conduce al Padre, y el Padre, en virtud de
poseer la presencia del Hijo, conduce al Hijo—. Su corroboración viene
expresada por revelación de Cristo:
a) El Hijo como señal del Padre [presencia del Padre en el Hijo: “el
Padre está en mí” (Jn 14,11)] conduce al Padre: “ quien me ve a mí ve
al Padre” (Jn 14,9).
b) El Padre como señal del Hijo [presencia del Hijo en el Padre: “yo
52
Fernando Rielo
estoy en el Padre” (Jn 14, 11)] conduce al Hijo: “Nadie puede venir a
mí si no se lo concede el Padre” (Jn 6,65).
El símbolo es “lingualización cultural” del signo que, susceptible de
semantización o desemantización, puede ser múltiple y simplificable según los idiomas y culturas —pongo, por ejemplo, el símbolo (grafema
o fonema) “Padre”, “Father”, “Pater”, “Père”… o la simplificación simbólica S1(P1), que significan la realidad sígnica del ser personal del Padre que no puede ser sino en relación con el ser personal del Hijo—. Las
tres personas divinas, de este modo, constituyen, metafísicamente, en
virtud de su mutua presencia divina, única realidad sígnica expresada,
simbólicamente, por la explicación, científica y metodológica, mediante
el lenguaje natural con su sistema gráfico y fonológico o por otros tipos
de lenguajes auxiliares; por ejemplo, mediante el esquema de fórmula
[S1(P1)=S2(P2)=S3(P3)]. El símbolo es, por tanto, el ropaje, mejor o peor
confeccionado, del signo, susceptible, además, de las más diversas modificaciones culturales.
La concepción genética de la ontología, imagen de la concepción
genética de la metafísica, establece única mística realidad sígnica constituida por la divina presencia inhabitante del acto absoluto y su sujeto
absoluto en el elemento creado de la persona humana. Esta mística realidad sígnica es imagen de la divina realidad sígnica constituida ad intra
por las personas divinas. Las personas divinas son, en este sentido, signans de un signatum representado por la persona humana. Doy a esta
realidad sígnica el nombre de “mística deidad”.
La mística realidad sígnica, imagen de la divina realidad sígnica, se
singulariza en todos y cada uno de los seres personales humanos, pudiéndose afirmar, de este modo, que el ser humano es místico signo del divino signo. Este signo, en virtud de que contiene en sí la señal o signatum,
conduce inmediatamente a las personas divinas. Mi enunciado es preciso: si la persona humana es imagen de Dios, la persona humana es alter
deus; si alter deus, también es, en virtud de la redención, alter christus.
Experiencia mística y lenguaje
53
Me he referido, anteriormente, a que los sentidos humanos son condicionantes y no medios de necesidad para el conocimiento místico. Tengo que añadir que las facultades que radican en la potencia de unión 20
de nuestra mística deidad, establecidas por mi concepción genética —facultad intelectiva con su inteligencia, facultad volitiva con su voluntad
y facultad unitiva con su libertad—, son también, como los sentidos,
condicionantes transitorios y no medios incondicionales.
La mística potencia de unión tiene tres atributos de suma importancia para la recta atribución de las virtudes teologales: la fe, en la inteligencia; la esperanza, en la voluntad; el amor, en la libertad. Esta mística
potencia de unión ofrece, con el primado de la facultad unitiva, dos ámbitos: formal y transcendental. El ámbito formal consiste en unir: sub
ratione essendi, inteligencia, voluntad y libertad; sub ratione operandi,
recogimiento, quietud y unción; sub ratione ungendi, fe, esperanza y
amor. El ámbito transcendental consiste en unir la deidad de la persona
humana con la Santísima Trinidad.
Difiero de las dos tendencias históricas: agustiniana, con su precedente neoplatónico de las tres facultades —inteligencia, memoria y voluntad—; escolástica, con su precedente aristotélico de sólo dos facultades —inteligencia y voluntad—. Hago el inciso de que la memoria es
un sentido interno; en ningún caso, una potencia. Este diferir mío es extensivo a San Juan de la Cruz que sigue el orden agustiniano de las tres
facultades mencionadas. La tesis tomista ofrece, por otra parte, la incongruencia de acumular, no puede ser de otro modo, las virtudes teologales
de la esperanza y del amor en la voluntad. Rechazo en el sujeto humano
la existencia de dos memorias: sensitiva e intelectiva. La inteligencia y
la memoria tienen cada una su función: la inteligencia, “pensar” y no
“recordar”; la memoria, “recordar” y no “pensar”. No menos, que la me20
La potencia de unión no es una facultad; antes bien, es la raíz o síntesis de
nuestras facultades.
54
Fernando Rielo
moria sea potencia autónoma de los demás sentidos internos. El ser humano, finalmente, sólo posee una inteligencia espiritual; en ningún caso, sensible. La mal llamada “inteligencia sensible” es puro instinto. No
puede confundirse el carácter reflejo del instinto con el carácter “reflexivo” de la persona humana. La afirmación espiritual de la inteligencia
humana es extensiva a su voluntad y a su libertad.
Hemos afirmado que las potencias y sentidos no son medios incondicionantes del conocimiento. Numerosos son los textos de los místicos
que nos hablan de la suspensión de sentidos y potencias en la mística
unión: “La contemplación infusa… se infunde pasiva y secretamente en
el alma a excusa de los sentidos y potencias interiores y exteriores” 21;
“No tienen que ver aquí, en el matrimonio espiritual, los sentidos ni potencias” 22…
Si conociéramos a través de los sentidos o de las facultades, habríamos incurrido, según la primacía que de estos se establezca, en el absurdo ontológico del “sensismo”, del “racionalismo” o del “voluntarismo”.
Este absurdo consiste en un reduccionismo del conocimiento que sólo
puede tener como objeto una supuesta realidad fenomenológica de corte
sensitivo, racional o volitivo, cuando, en verdad, los sentidos y las facultades son formas condicionantes que limitan, formalmente, el conocimiento místico. Santa Teresa de Jesús corrobora con su experiencia
este hecho: “Por los sentidos y potencias en ninguna manera [el ser humano] podría entender en mil años [esto es, nunca] lo que aquí entiende en brevísimo tiempo”23. San Juan de la Cruz, a su vez, muestra el absurdo del reduccionismo del hecho místico a los sentidos y potencias:
“Aunque los dichos y revelaciones sean de Dios… quererlos limitar a
lo que de ellos entendemos y puede aprender el sentido nuestro, no es
21
22
23
San Juan de la Cruz, Noche II, 23,2.
Santa Teresa de Jesús, Moradas VII, 3,10.
Moradas V, 4,4.
Experiencia mística y lenguaje
55
más que querer palpar el aire” 24. El enunciado acerca del conocimiento
humano, dentro de mi concepción genética, es que el conocimiento místico es imagen del conocimiento divino 25. Este hecho no podría darse
si nuestra deidad y nuestros sentidos y potencias no fueran, genéticamente, abiertos. La apertura de los sentidos y potencias también ha sido, de distintas formas, expresada, entre otros, por San Juan de la Cruz:
“La luz… del entendimiento… sólo se extiende de suyo a la ciencia natural, aunque tiene potencia obediencial para lo sobrenatural” 26. El conocimiento místico no es, por tanto, de nuestros sentidos o de nuestras
facultades; antes bien, de nuestra deidad que lo proyecta a la complejidad de nuestras facultades y sentidos siendo éstos también deificados;
esto es, elevados al orden sobrenatural o santificante.
La deificación de las facultades y sentidos es corroborada por varios
textos de San Juan de la Cruz. Cito, entre otros: “resta que le vengan
luego los bienes de la unión con Dios en sus apetitos y potencias en que
las hará divinas y celestiales” 27; “Por lo cual, las operaciones de la memoria y de las demás potencias en este estado todas son divinas, porque,
poseyendo ya Dios las potencias como ya entero señor de ellas por la
transformación de ellas en sí, Él mismo es el que las mueve y manda divinamente según su divino espíritu y voluntad; y entonces es de manera que las operaciones no son distintas, sino que las que obra el alma son
de Dios y son operaciones divinas, que, por cuanto, como dice san Pablo, el que se une con Dios, un espíritu se hace con Él (1Cor 6,17), de
aquí es que las operaciones del alma unida son del Espíritu divino y son
divinas”28.
24
25
26
27
28
Subida II, 19,10.
Rechazo el concepto de entendimiento posible por la afirmación del siguiente enunciado: somos místico entendimiento agente del divino entendimiento agente.
Ibid., II, 3,1.
Noche II, 16,3.
Subida, III,2.
56
Fernando Rielo
La elevación al orden sobrenatural es también corroborada por el
Doctor del Carmelo: “El que no vive ya según el sentido, todas las operaciones de sus sentidos y potencias son enderezadas a divina contemplación” 29. Esta deificación no sería posible si nuestros sentidos y potencias no estuvieran abiertos a nuestra deidad. No puede faltar tampoco
esta doctrina en nuestros místicos: “Hay particular comunicación —dice San Juan de la Cruz— de la… parte sensitiva… con la parte superior” 30. Voy más lejos: la deidad humana, siendo formada por la divinidad, está abierta a la divinidad por la misma divinidad. La razón última
es que las personas divinas son el único principio de sus operaciones.
La Santísima Trinidad, atravesando nuestra finitud y reduciéndola a cero ontológico —nunca aniquilación—, nos convierte en mística increación de su divina increación: ésta es la esencia de la mística divinización
de nuestro espíritu por la Santísima Trinidad.
A) Experiencia mística
Tengo que referirme, al hablar del conocimiento místico o supremo
conocimiento ontológico, a la experiencia mística y al lenguaje. La experiencia mística es comunicación compenetrativa —transverberante,
congenética, circungenética y conformogenética— de la divinidad con
nuestra deidad. Los conceptos de “esencia”, “sustancia”, “existencia”,
“naturaleza”, no pueden ser concebidos de modo simpliciter; esto es,
identitático. Su concepción genética está constituida, cuando menos, por
la intrínseca relación de dos términos que, negados, habríamos incurrido
en los carentes de sentido sintáctico, lógico y metafísico de la identidad.
Estos conceptos tienen, en mi concepción genética, la siguiente nominación: concepción genética de la esencia, transverberación; concepción
genética de la sustancia, congénesis; concepción genética de la existen29
30
Ibid., 26,6.
Cántico, 18,7.
Experiencia mística y lenguaje
57
cia, circungénesis; concepción genética de la naturaleza, conformogénesis. Expreso, de este modo, la comunicación compenetrativa:
a) metafísicamente, de las personas divinas entre sí constituyendo
única esencia [transverberación], sustancia [congenitud], existencia [circungénesis], naturaleza [conformogénesis];
b) ontológicamente, de nuestra mística esencia con la esencia divina [transverberación mística de la transverberación divina]; de nuestra
mística sustancia con la sustancia divina [congenitud mística de la congenitud divina]; de nuestra mística existencia con la existencia divina
[circungénesis mística de la circungénesis divina]; de nuestra mística
naturaleza con la naturaleza divina [conformogénesis mística de la conformogénesis divina].
La comunicación compenetrativa, lenguaje místico del lenguaje divino, es la communicatio amoris que viene corroborada por las Sagradas
Escrituras: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones
por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5, 4) “para conocer
las gracias que Dios nos ha otorgado, de las cuales también hablamos,
no con palabras aprendidas de la sabiduría humana, sino aprendidas del
Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales”
(1 Cor 2, 12s.). Esta communicatio es la carismaticidad que se proyecta: en la mente, por medio de la revelación; en la voluntad, por medio
de la fruición; en la libertad, por medio de la unción.
Concibo el carácter metafísico y ontológico de la carismaticidad bajo sus dos formas: por naturaleza, es carisma que se tienen entre sí las
personas divinas; por gracia, es carisma dado por las personas divinas a
la deidad humana por el que ésta es místico carisma del divino carisma.
Su corroboración viene dada por la carismaticidad de Cristo en virtud
de la cual poseía la autoridad divina: “…la gente quedó asombrada de
su doctrina porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como
sus escribas” (Mt 7,28; Mc 1,22; Lc 4,32). La carismaticidad posee, a
58
Fernando Rielo
su vez, tres funciones entre sí inseparables e inconfundibles: unción, revelación y fruición. El enunciado, aplicada la fórmula de la pericóresis
fulgenciana a estas tres funciones, es preciso: la unción es toda en la revelación y en la fruición; la revelación es toda en la unción y en la revelación; la fruición es toda en la unción y en la revelación. La unción,
a su vez, tiene la primacía en tal grado que puede decirse que la revelación y la fruición son intrínsecas manifestaciones de la unción. Veamos qué entiendo por cada una de estas tres funciones:
1. La unción consiste en la formación por el amor divino de nuestra
libertad de tal modo que lo propio de la libertad, elevada al orden sobrenatural, es hacerse elección por amor divino del amor divino. Si el amor
forma la libertad, el odio deforma la libertad; del mismo modo, si la fe
forma el conocimiento, la incredulidad deforma el conocimiento; si la
esperanza forma el deseo; la desesperanza deforma el deseo. Debemos
pensar en el precedente de que la libertad humana tiene el destino de ser,
no para sí, ni para el mundo; antes bien, para Dios. La fórmula es clara:
si somos místico amor del divino amor, nuestra libertad es mística libertad de la divina libertad. Esta elección no es servidumbre a una ley por
imposición de la misma ley, antes bien, libertas amoris de hijos de Dios
con el Dios de quien somos hijos. La unción, con fundamento en Cristo,
es, finalmente, una manifestación de Cristo, cristofanía, en nuestra mística deidad en tal grado que somos mística cristofanía de la divina cristofanía. Su corroboración viene revelada en el Evangelio: “el que me
ame será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él [cristofanía divina] (Jn 14,21); “Todo aquel que me confiese ante los hombres yo también le confesaré ante mi Padre que está en los cielos” (Mt
10,32). Describo de la unción las siguientes características:
a) Nuestra cristofanía es ser alter christus que, elevando nuestra libertad, formada por el amor, al orden sobrenatural, hace que esta mística libertas amoris elija a las personas divinas con la misma electio amoris con que las personas divinas eligen a la persona humana. Ésta es la
razón ontológica por la que el cristiano, en virtud de haber sido ungido
Experiencia mística y lenguaje
59
con la sangre de Cristo, recibe el nombre de “elegido”. Este carácter de
“elegido” hace que nuestra deidad sea mística unción de Cristo de la divina unción de Cristo. Su corroboración viene dada por la Escritura:
a) referente a la libertad sobrenatural, “Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres” (Jn 8, 34-36);
b) referente al acto divino de libertad, “Donde está el Espíritu del
Señor, allí está la libertad” (2Cor 3,17);
g) referente a la libertad formada por el amor, “Porque, hermanos,
habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis de esta libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor
los unos a los otros” (Gál 5,12);
d) referente a la unción cristofánica, “la unción que de Él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero su unción os enseña acerca de todas las cosas —y es
verdadera y no mentirosa—” (1Jn 2,27).
b) El carácter regio del sacerdocio bautismal formado por la unción,
condición sine qua non del sacramento del orden y de todos los demás
sacramentos, mueve al cristiano a confesar la fe 31 con aquella ofrenda
que es primicia de toda ofrenda espiritual: la ofrenda de sí mismo como
hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rom 12,1). La razón de esta mística
ofrenda se debe a nuestra consustancialidad con la naturaleza humana
de Cristo y nuestra participación de su naturaleza divina. Este hondo
31
La Constitución Lumen Gentium corrobora esta necesidad de confesión de
la fe por parte del cristiano cuyo bautismo ha sido sellado por la confirmación: “Se enriquecen [los fieles] con una fuerza especial del Espíritu Santo,
y con ello quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe,
como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra juntamente con las obras”
(II,11).
60
Fernando Rielo
misterio de la deidad humana hace que, partícipes en la Sagrada Eucaristía, seamos carne de la carne de Cristo, sangre de la sangre de Cristo,
alma del alma de Cristo, espíritu del espíritu de Cristo… en tal grado
que formamos un cristo místico del Cristo divino. El enunciado es preciso: si el cristiano es mística eucaristía de la divina eucaristía, también
mística transustanciación de la divina transustanciación.
La razón específica de la transustanciación mística se debe a que el
cuerpo glorificado de Cristo no queda en la recepción de la eucaristía
en nuestros sentidos o potencias, sino antes bien, penetra en el centro
mismo, deidad, de nuestra sustancia de tal modo que nuestro cuerpo
mortal, inhabitado por el cuerpo glorioso de Cristo, hácese, no sólo profecía de su resurrección final, sino que, además, nuestro cuerpo ya tiene
incoada vida eterna de tal modo que, más que moverse conforme a la
concupiscencia del mundo, muévese en conformidad con la vida eterna.
Su corroboración viene dada por las palabras de Cristo: “El que come
mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último
día” (Jn 6, 54). Nuestro cuerpo mortal ya participa del cuerpo glorioso
de Cristo. Si el que recibe la Eucaristía, Cristo permanece en él y él en
Cristo (Jn 6,56), hay que decir también que, recibiendo en la comunión
con la divinidad de Cristo al Padre y al Espíritu Santo, no sólo comulgamos también al Padre y al Espíritu Santo, sino que el Padre y el Espíritu
Santo, comulgando en nosotros a Cristo, nos comulgan, de igual modo,
a nosotros. Ya Santa Teresa intentó expresar, en este sentido, una de sus
místicas experiencias: “Una vez, acabando de comulgar, se me dio a entender cómo este Sacratísimo Cuerpo de Cristo le recibe su Padre dentro
de nuestra alma” 32. El resultado final en la vida eterna es que el cuerpo
glorioso de Cristo inhabitará permanentemente en todos y en cada uno
de los cuerpos resucitados de una forma indivisible, y nuestros cuerpos
resucitados en el cuerpo glorioso de Cristo. Los cuerpos resucitados, a
su vez, están presentes unos en otros con centro en el cuerpo resucitado
de Cristo formando un solo cuerpo místico de una forma incoada en esta
32
Revelaciones, 58
Experiencia mística y lenguaje
61
vida y de forma plena en la bienaventuranza. Las filosofías del cuerpo
quedan por mí desmentidas por una concepción mística del cuerpo. Cristo eleva a ontología nuestro cuerpo de tal modo que nuestro cuerpo no
es para sí ni para el mundo, antes bien, para Dios. Nuestro cuerpo no es,
pues, propiedad de este mundo.
c) El sujeto atributivo de la unción es el Espíritu Santo del que todos
los bautizados son, a imagen de Cristo, partícipes: el bautizado es místico espíritu santo del Divino Espíritu Santo. Su corroboración viene dada, siguiendo la Escritura, por el Decreto Presbyterorum ordinis: “El
Señor Jesús, a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn 10,36), hace
partícipe a todo su Cuerpo místico de la unción del Espíritu con que fue
Él ungido (cf. Mt 3,16; Lc 4,18; Act 4,27; 10,38), pues en él todos los
fieles son hechos sacerdocio santo y regio” 33.
2. La revelación consiste en la formación por la fe sobrenatural del
conocimiento de la verdad divina, en tal grado que somos mística revelación de la divina revelación. El sujeto atributivo de esta verdad es el
Espíritu Santo. Su corroboración viene dada por Cristo: “Cuando venga
él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa” (Jn 16,
13; cf. Jn 14,26). Esta verdad, lejos de ser un seudo-ente de razón, adæquatio rationalis, es realidad mística de la realidad divina; esto es, mística unión de las personas divinas con la persona humana de la divina
unión entre sí de las personas divinas. Es errónea, a mi entender, conforme al Evangelio, el larvado racionalismo de la tesis escolástica, en virtud de la que se afirma que la verdad consiste en la adecuación de la
mente con la cosa: metafísica y ontológicamente no hay paso de la mente a la cosa. La verdad no es, por tanto, un “qué” racional; antes al contrario, un “quién” personal que Cristo revela: “yo soy la verdad” (Jn 14,
6), de la que el Padre es origen (Jn 5,19ss.; 7,29; 8,28ss…) y el Espíritu
Santo fin (Jn 14,17.26…). La verdad metafísica no es, de este modo, el
producto de una adecuación racional que no se sabe en qué pueda con33
I,2.
62
Fernando Rielo
sistir: el Hijo no es el término —en virtud de constituir las dos personas
divinas única inteligencia— de la adecuación con la inteligencia del Padre de tal modo que la verdad del Hijo fuera producto de la inteligencia
del Padre; del mismo modo, la Santísima Trinidad no es término de la
adecuación con la inteligencia humana de tal modo que la verdad de la
Santísima Trinidad fuera producto de la inteligencia humana. Mi enunciado esquemático es preciso: la verdad mística está formada por la verdad divina; esto es, la verdad consiste en la mística unión de nuestra deidad personal con la divinidad de las personas divinas.
3. La fruición consiste en la formación por la esperanza sobrenatural
del deseo en la perfección del amor en tal grado que somos mística fruición de la divina fruición. Disiento, asimismo, de la tesis escolástica, de
que la preceptuación de la perfección del amor no sea la materia inmediata en la que el cristiano deba ejercitarse en seguida. Mi opinión es que
esta preceptuación, no sólo es como fin, sino también como materia inmediata de ejercitación. Esta ejercitación consiste, no en poseer inmediatamente la perfección del amor; antes bien, en la constante sobrenatural
del deseo implícito in re incrementada con el régimen explícito de este
mismo deseo en virtud de las sucesivas gracias actuales que tienen como
objeto lograr el fin preceptuado por Cristo: “Sed perfectos como vuestro
Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). San Juan de la Cruz, siguiendo a
algunos teólogos, la sitúa, a modo de principio, en la inteligencia 34 con
la característica, sobre todo, de deleites espirituales debidos al Espíritu
Santo 35 que entiendo sólo podrían ser expresados por medio del lenguaje natural mediante vocablos internos y externos que denomino “sacrales exclamaciones de amor”. Mi parecer, contrario a esta opinión, se revela en que la fruición reside en la voluntad y consiste en la intensidad
de un infuso deseo de gozosa complacencia, no exenta de dolor, en com34
35
Cf. Cántico, 14, 14. 16.
Ibid., 37,8. Esta fruición en estado de bienaventuranza corresponde, según
San Juan de la Cruz, a la visión beatífica (Cántico, 39,1; Llama, 3,79).
Experiencia mística y lenguaje
63
partir con Cristo su misión redentora. La divina fruición de Cristo adquiere su plena manifestación con su pasión: “¿Y qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!” (Jn
12,27). Este estado fruitivo de la voluntad es en tal grado incrementativo
que el místico halla en la quietud de su voluntad una paz que no puede
dar el mundo (Jn 14,27). Cristo, divino Verbo encarnado, es, en virtud
de su unión hipostática, el modelo de la divina y mística fruición. Su corroboración viene dada por su palabra: “Mi alimento [fruición] es hacer
la voluntad del que me ha enviado” (Jn 4,34). La naturaleza deitática
del hombre, consustancial con la naturaleza humana de Cristo 36 y partícipe, a su vez, de la naturaleza divina 37, hace que nuestra vida sea mística fruición a imagen y semejanza de la fruición divina; esto es, mística
fruición de la divina fruición. Su corroboración viene dada por la divina fruición de Cristo en nuestra mística deidad: “Os he dicho esto para
que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado” (Jn 15,11).
La unctio amoris con sus dos funciones, revelativa y fruitiva, es la
esencia del lenguaje o comunicación mística de sustancia con sustancia… La experiencia mística —que pertenece al ámbito vivencial o experiencial y no al ámbito experimental— es, bajo la razón de la unción,
de la revelación y de la fruición, indispensable para conocer el mensaje
místico, indescifrable, por lo demás, a todo intento formalista y a toda
forma hermenéutica que afirman la vía de los sentidos y facultades. “De
lo que no hay experiencia —dice Santa Teresa de Jesús—, mal se puede
dar razón cierta” 38. Su corroboración viene dada por la Escritura: refe36
37
38
El Magisterio declara que Cristo es “…consustancial con el Padre en cuanto
a la divinidad y consustancial con nosotros según la humanidad” (Dz 142 b;
Concilio de Calcedonia, Dz 148; Dz 220; Letrán, Dz 257; Constantinopla,
Dz 290).
“… nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que
por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina” (2 Pe 1,4).
Moradas VI 9,4. El segundo Wittgenstein reconoce a este respecto que “lo
que no puede decirse” es más “importante”.
64
Fernando Rielo
rente a la revelación, Pedro conoce que Jesús es el Cristo, el Hijo de
Dios vivo, no porque se lo haya revelado la carne ni la sangre, sino el
Padre que está en los cielos (Cf. Mt 16,16ss); referente a la fruición, la
comunicación divina al ser humano va acompañada de una complacencia gozosa en la voluntad (Cf. Jn 15,11; 17,13); referente a la unción, el
estado de consagración de la libertad no necesita de otra revelación ni
de otra fruición que la que viene formada por la propia unción que viene de Dios (Cf. 1 Jn 2,27). La carismaticidad, que tiene por esencia la
communicatio amoris, es, en virtud de la unción, revelativa y fruitiva.
El mensaje místico no es, por tanto, codificable ni descodificable. El
único código místico es la gracia y su lectura es la comunicación carismática. El contenido de la experiencia mística no es, por tanto, traducible a lenguajes formales. Así lo confirma San Juan de la Cruz: “Esto
creo no lo acabará bien de entender el que no lo hubiere experimentado,
pero el alma que lo experimenta, como ve que se le queda por entender
aquello de que altamente siente, llámalo un no sé qué” 39. Este no sé qué
es para mí místico silencio del divino silencio acompañado por místico
sabor del sabor divino. Esta experiencia mística en grado de consumación es la unión beatífica con su visión, fruición y posesión también beatíficas. En esta vida, no puede darse este grado de consumación; pero
puede darse con la mística unión lo que yo llamo “intuición beatífica”
con cierto grado también de fruición y posesión beatíficas.
El mensaje no es por industria de la descodificación semiótica; antes
bien, por lo que yo llamo inmediata “comunicación carismática” de la
Santísima Trinidad en el alma. Los místicos no dejan de repetir este hecho. Así la Dama del Carmelo: “Se puede dar mal a entender… si el Señor por experiencia no lo enseña” 40. Mi conclusión, en relación con la
posibilidad de comprensión del texto místico, reside en que la deidad humana está abierta a la experiencia mística; por tanto, susceptible de reci39
40
Cántico. Pról. 7,10.
SANTA TERESA DE JESÚS, Vida, 27,6.
Experiencia mística y lenguaje
65
bir por las personas divinas la gracia de la communicatio amoris con la
gracia unciológica, revelativa y fruitiva. Mi definición del hombre me
lleva a la consideración de que todo ser humano, en virtud de poseer la
mística presencia constitutiva, tiene, a pesar del prejuicio educacional
o cultural, cierta experiencia del hecho místico; por tanto, capacidad
comprensiva de esta experiencia.
B) Lenguaje
Si me refiero al lenguaje, tengo que afirmar único lenguaje en su origen histórico. Corroboro, como creyente, este aserto con el Gén 2,18ss.:
Yahvé trae a todo ser viviente en presencia de Adán, que se encuentra
solo ante la naturaleza, para observar cómo éste pone a cada uno nombre. El hombre con el soplo divino rompe a hablar con Dios por medio
de un lenguaje místico a imagen y semejanza del lenguaje divino, constituyéndose este lenguaje místico en la expresión más pura y sublime
del más perfecto y puro de todos los lenguajes. Este lenguaje místico no
necesita del llamado “plano de la expresión”, como muy bien lo manifiesta Santa Teresa: “Otra manera que Dios enseña al alma y la habla sin
hablar… es un lenguaje tan del cielo, que acá se puede mal dar a entender” 41; tampoco necesita de la “imagen acústica” saussuriana: “Este hablar que hace Dios al alma… son unas palabras muy formadas, mas con
los oídos corporales no se oyen, sino entiéndense muy más claro que si
se oyesen” 42. Mi aserto es preciso: al principio de la historia hubo único
lenguaje que, connatural, acompañaba al hombre con la característica de
que sus descendientes habrían de heredarlo íntegro y sin mancilla para
comunicarse con Dios y entre sí, sin ambigüedad alguna, las más puras
esencias de su mística unión de amor.
El pecado de Adán nos hirió para siempre este don idiomático. Con
41
42
Vida, 27,6
Ibid., 25,1.
66
Fernando Rielo
esta herida, vino la tragedia del lenguaje, y con esta tragedia, la confusión lingüística con su disolución en multitud de formas idiomáticas,
que encuentran su principal símbolo en la torre de Babel. El hombre, de
este modo, más que hablar, balbucea. Acude así en auxilio de su frágil
memoria, con penetrante esfuerzo, a las diversas formas del habla y al
documento escrito a fin de transmitir su mendicante herencia al devenir
histórico, no sólo mediante la transmisión oral de estas formas, sino también con inscripciones, claves y jeroglíficos, que serán, con el tiempo,
las rudas herramientas de las más numerosas y dispares grafías que intentan fraguar la escritura del habla común. Esta capacidad congénita no
deja de ser comunidad de un verbo que, interior a todo ser humano, es
esencial carácter de su naturaleza. Tiene este hecho la prueba del vivir
cotidiano: es ordinaria experiencia de la humanidad dar nombre a los
animales, a las cosas y a todo lo que a su alrededor encuentra y, de este
modo, aunque con diferentes formas estructurales del deprimido lenguaje, puede comunicarse con habla coloquial y constituirse en grupos que
aseguren su íntima, familiar, religiosa y civil convivencia. Cristo, con
su redención, restaura este único lenguaje místico que, no requiriendo
de la mediatización del habla o del lenguaje formado, es propiedad del
espíritu 43 con el que todos los seres humanos pueden entenderse con
Dios y entre sí sin mediación de palabras. Así lo expresa la Doctora del
Carmelo: “En hablando el Esposo, que está en la séptima morada, por
esta manera, que no es habla formada, toda la gente que está en las otras
no se osa bullir, ni sentidos, ni imaginación, ni potencias” 44. Este lenguaje es incomparablemente mayor que el lenguaje natural: “Todo lo
que he dicho entendí hablándome el Señor algunas veces, y otras sin hablarme, con más claridad… que por palabras” 45.
Reitero la precisión de que la atomización de los distintos lenguajes,
atribuidos por mí a la sobrecarga identitática de la razón, no son medio
43
44
45
Cf. SAN JUAN DE LA CRUZ, Noche II, 17,4; y SANTA TERESA, Moradas VI,3.
Moradas VI, 2,3.
Vida 40,4.
Experiencia mística y lenguaje
67
de conocimiento; antes bien, condicionantes del conocimiento. Si nuestro conocimiento no es sin la dura condición de los sentidos y facultades,
hay que decir también que no es sin la dura condición de los lenguajes
fundados y estructurados por una razón que, aunque abierta al lenguaje
del espíritu, es incapaz, por sí misma y desde sí misma, de formalizarlo; esto es, el lenguaje místico no puede reducirse a una racionalidad fenoménica. Así lo viene a expresar San Juan de la Cruz: el lenguaje divino es el efecto que hace Dios en el espíritu, no en la racionalidad 46.
C) Realidad sígnica: la comunicación carismática
Expreso, en términos semióticos, esta comunicación de Dios en el
espíritu: la deidad humana es místico signo del signo divino porque en
ella se da la lectura que escriben místicamente las personas divinas. Esta
escritura es por mí llamada “comunicación carismática”: comunicación
inmediata de las personas divinas con la mística deidad humana. La inmediatez de la comunicación divina adquiere distintos grados conforme
a la libre decisión divina y a la disposición del místico. El signo que
constituye nuestra deidad es un signans o divina presencia constitutiva
del acto absoluto y su sujeto absoluto en nuestro elemento creado o signatum. Mi concepción sobre la comunicación no es, por tanto, la de una
relación externa de un emisor con un receptor por medio de un mensaje
y su código; antes bien, comunicativa relación intrínseca de las personas
divinas con nuestra deidad 47. Esta relación intrínseca es el signo místi46
47
Cf. Llama, 1,7.
Distingo dos tipos de intrinsicidad: metafísica o absoluta, la que es entre sí
de las personas divinas; ontológica o mística, la que es de las personas divinas en la persona humana y de la persona humana en las personas divinas en
virtud de la divina presencia constitutiva del acto absoluto en el elemento
creado del ser humano. La formulación queda precisa: la persona humana
es mística intrinsicidad de la divina intrinsicidad. La apertura, a su vez, de
la intrinsicidad divina a la intrinsicidad mística hace, a su vez, posible que
ésta esté abierta a la intrinsicidad divina. Su corroboración viene dada por
68
Fernando Rielo
co constituido por el emisor [personas divinas] y el receptor [deidad humana] que es signado por la comunicación carismática de las propias
personas divinas. La comunicación carismática es siempre inmediata
aunque una persona humana [apóstol] sea condición de la misma con relación a otra u otras personas humanas: las personas divinas, comunicándose a una persona humana que es erigida en emisor, se comunican,
a su vez, a otras personas [receptor] para que reciban el carisma dado
por ellas al emisor. Dios es, por tanto, quien obra místicamente en el
oyente lo que de Él trata de comunicarle, aunque no sea en el mismo grado, la persona que comunica su experiencia mística. El grado de esta
mística experiencia viene determinado por la disposición moral de los
signatum. El lenguaje místico, que puede estar revestido, éste es el caso
de las Sagradas Escrituras y de los escritos de los místicos, por el lenguaje natural o simbólico, no puede ser alcanzado, en ningún caso, por
el formalismo semiótico. Cristo excluye de su lenguaje la fenomenología en que se inscribe este formalismo: “Las palabras que os he dicho
son espíritu y son vida” (Jn 6,63). No hay, por tanto, paso de la lectura
del texto místico a la comprensión del mensaje si no es por sobrenatural comunicación carismática a nuestra deidad, proyectada en la mente
bajo la forma de una divina revelación personal que tiene tres fines: el
bien propio, el bien del prójimo y el bien de la Iglesia.
El lenguaje natural es, por otra parte, simbólico; por tanto, complejo
y susceptible de adquirir múltiples formas simbólicas. Mi enunciado es
preciso: hay muchos lenguajes naturales y un solo lenguaje sobrenatural. El lenguaje sobrenatural es de naturaleza sígnica; esto es, contiene
el signans y el signatum que hacen de él verdadero carisma o gracia por
la que la comunicación divina al místico es verdadera experiencia individual y colectiva. La esencia del signo místico es la “presencia” del signans en el signatum. Su corroboración viene dada por Cristo, Verbo encarnado, que es el modelo de la carismaticidad:
Cristo: “Que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos
también sean uno en nosotros” (Jn 17,21).
Experiencia mística y lenguaje
69
a) en el ámbito particular: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra,
y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él”
(Jn 14, 23);
b) en el ámbito social, “donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos” (Mt 18,20).
El primer texto tiene la característica de que la comunicación de amor
es efusión de espíritu y vida [la palabra de Cristo es espíritu y es vida]
en nuestra deidad que es elevada a un incrementativo orden sobrenatural por inhabitación de las personas divinas. El segundo texto confirma
la comunicación carismática de la presencia inhabitante de Cristo, y con
Él, la del Padre y la del Espíritu Santo, en todos y en cada uno de los
miembros que se hallan reunidos en su nombre.
Esta carismaticidad mística de la carismaticidad divina es única vía
por la que puede entenderse el mensaje místico. Excluida esta carismaticidad formada por la fe, la esperanza y el amor, el texto místico hácese incomprensible; cuando más, reducido a un hecho cultural que se inscribe en unas coordenadas espacio-temporales a merced de las diversas
interpretaciones de una razón encadenada por la vaciedad de una sofística que pierde su consistencia en aras de la propia sofística.
CUESTIÓN FINAL
Sintetizo el problema de la relación de la experiencia mística y el lenguaje afirmando la incapacidad de una semiótica formalista, en virtud
de sus interminables concepciones, para hacerse con el texto místico.
Esta incapacidad viene agravada por la epojé que se hace de la experiencia mística que, por otra parte, se concibe subjetiva e incomunicable; asimismo, por la concepción mediatizadora del propio lenguaje que da lu-
70
Fernando Rielo
gar, a modo de un supuesto principium indeterminationis, a las diversas
alteraciones en la interpretación de la originalidad de la experiencia mística. Tengo el parecer de que esto no es exacto porque la experiencia
mística es, por sí misma, genéticamente abierta, de tal modo que otra
persona es capaz de recibirla sin mediatización alguna. El lenguaje natural y la experiencia sensitiva son reductivos del conocimiento humano.
También los animales tienen complejos sistemas de lenguajes naturales
y de experiencias sensitivas, que les proporciona su estimulidad. Sólo
al hombre le es dada, motivacionalmente, la elevación de su lenguaje y
experiencia al supremo grado de comunicación y conocimiento; esto es,
ser lenguaje ontológico o místico del lenguaje metafísico o divino.
El lenguaje metafísico es, entre las personas divinas, por su misma
naturaleza, congenético. Este divino lenguaje es un atributo —o más
bien, una “categoría metafísica”— con las mismas características que la
infinitud, simplicidad o conocimiento divino. Me parece importante insistir que el lenguaje de la deidad humana es místico lenguaje del divino lenguaje. Esta forma de complementariedad tiene una característica
específica que, separándola de las formalizaciones lingüísticas o semióticas, es, refiriéndome a la unión mística, aunque sea durante su proceso
viador, una forma estrictamente sacralizante. El enunciado es preciso:
si el ser humano no es en sí, ni por sí, ni de sí, ni para sí, tampoco lo es
el lenguaje: el lenguaje no es “en”, “por”, “de” “para” sí; antes bien,
“en”, “por”, “de” “para” Dios. Tengo el parecer de que el “amarás a
Dios con todas tus fuerzas” del primer mandamiento de la ley de Dios
implica el amarle con todo nuestro ser; si con todo nuestro ser, con todo
nuestro lenguaje.
El origen último de nuestro lenguaje reside en la definición que Cristo mismo da del hombre “dioses sois”; quiere decirse que la sede de
nuestro místico lenguaje reside, supuesta la creación del ser humano, en
su mística deidad. El lenguaje humano es, en virtud de la gracia, deitático. Esta gracia es el conductor por el que las personas divinas se ponen
en comunicación con la deidad mística.
Experiencia mística y lenguaje
71
DOXOLOGÍA
Esta doxología se reduce a una expectativa final que tiene todas las
características de un imperativo: el lenguaje no altera la experiencia mística en virtud de que no es por sí “interferente”. Me es suficiente apelar,
a título de ejemplo general, a que las enseñanzas de Cristo contenidas
en el Evangelio se presentan en forma de discurso.
Tengo, por otra parte, que afirmar que la metafísica por mí formulada presenta que la experiencia mística no permanece clausurada en el
místico de tal modo que no pueda comunicarla con el único recurso que
posee: esto es, el lenguaje. Lo que sí hay que afirmar con toda seguridad
es que no toda la experiencia mística está contenida en el lenguaje, pero
el lenguaje está contenido en la experiencia mística. Mi enunciado es
exacto: la experiencia mística transciende al lenguaje. La negación de
este supuesto haría imposible una vida apostólica consistente en poder
cumplir el mandato de Cristo de anunciar su discurso con el fin de que
sea revelada a las gentes la suprema verdad en que consiste la Santísima Trinidad, principio absoluto del lenguaje humano.
No cabe duda que en el divino discurso de Cristo tiene que intervenir una gracia que haga posible producir en el oyente lo que el lenguaje
divino significa; de otro modo, no sería posible la mística comunicación. Si hablamos en términos modernos, la gracia es el conductor que
pone en mística comunicación el espíritu humano con la Santísima Trinidad y con los demás seres humanos. Puedo afirmar que, en este sentido, la gracia tiene una virtud que expreso en forma de enunciado: la
gracia habla.
El contexto de esta ponencia afirma claramente que la palabra “gracia” no es un abstracto, ni un ente creado; antes bien, divina presencia
constitutiva en el espíritu humano con el fin de que éste sea elevado, por
medio de la mística procesión con sus sucesivas incrementaciones, a tan
alto grado de comunicación santificante con la Santísima Trinidad que
72
Fernando Rielo
pueda decirse que el hombre habla con las personas divinas con el mismo lenguaje con el que las personas divinas le hablan.
TRATAMIENTO SICOÉTICO
EN LA EDUCACIÓN
CUESTIÓN PREVIA
I
El tema Tratamiento sicoético en la educación necesita ser clarificado en sus términos con el objeto de contribuir a su sedimentación semántica al amparo de mi concepción genética de la metafísica 1. Tres son los
conceptos fundamentales del título: “tratamiento”, “sicoética” y “educación”. Si me refiero a “tratamiento”, más que significar “sistema o
modo de curación”, es la forma de trato, de acercamiento al otro para
ponerse a su disposición, conocerlo, ayudarlo en sus necesidades espiri1
Para un conocimiento general de mi concepción genética de la metafísica,
ajena a una concepción biologista o procesualista, véanse mis conferencias:
“Hacia una nueva concepción metafísica del ser” y “Concepción genética
de lo que no es el sujeto absoluto y fundamento metafísico de la ética”,
publicadas en ¿Existe una filosofía española? y en Raíces y valores históricos del pensamiento español, V ARIOS , Editorial F.F.R., Madrid, 1988 y
1990 respectivamente. Una exposición breve de mi pensamiento pedagógico está también recogida en varios estudios presentados en años anteriores
en el ciclo de Pedagogía: “La persona no es ser para sí ni para el mundo”,
publicado en VARIOS, Hacia una pedagogía prospectiva, Editorial F.F.R.,
Madrid, 1992; “Prioridad de la fe en la formación humana”, en el ciclo Prioridades y ética en orientación (1993); “Función de la fe en la educación
para la paz” en el ciclo Educar desde y para la paz (1994); “Formación
cultural de la filosofía” en el ciclo Filosofía y educación.
76
Fernando Rielo
tuales, sicológicas, morales y sociales. Esto es lo que quiere decir en su
acepción original la palabra “terapia” 2, que, con origen en el sustantivo griego qerapeiva [therapéya], tiene la significación de “servicio”,
“atención”, “solicitud”, “cuidado religioso”. El médico que “trata” al
enfermo debe poseer una capacidad, una aptitud y una competencia, que
vienen refrendadas por su título oficial para ejercer la medicina. Nadie
puede, legalmente, arrogarse “tratar” a un paciente sin estos requisitos.
El ser humano, en otro ámbito más significativo, necesita, para ayudar
y “tratar” al otro, poseer cualitativamente algo valioso con que poder
acercarse a él y ofrecerle su ayuda. Qué sea este “algo” esencial, digno
del ser humano, es lo que iremos exponiendo a lo largo de nuestro estudio. Me es suficiente, en este momento, evocar lo que en una de mis
conferencias denominé “culto dúlico” 3. Entiendo con esta expresión la
forma de “trato” o terapia educacional que debe ejercer un ser humano
con otro ser humano, para que se haga presente en la sociedad una forma cultual de convivencia que impulse a educadores y educandos a luchar, con superación creadora, por la promoción incansable de los más
altos valores que puedan concebirse. Esta dedicación religante constituye el más hondo compromiso que, a modo de antropología transcendental o teantropía 4, se proyecta en todas las dimensiones del ser humano
sin limitarse a alguna de ellas. Esta antropología transcendental, incor2
3
4
La terapia ha venido a ser una parte de la medicina que enseña los preceptos
y remedios para el tratamiento de las enfermedades. Se sirve del diagnóstico que es el arte de conocer la enfermedad mediante sus síntomas y signos.
Cf. conferencia que lleva por título “La persona no es para sí ni para el mundo” en Hacia una pedagogía prospectiva, Editorial F.F.R. Madrid, 1992, p.
105s.
Término de procedencia griega, compuesto de Qeovı [Dios] y a[nqrwpoı
[ser humano], utilizado en lugar del término teológico tradicional “teandría”,
compuesto del griego Qeovı (Dios) y ajnhvr, ajndrovı (varón), que excluye a
la mujer gunhv. Existe en griego el trío conceptual: a[nqrwpoı = en latín
homo (ser humano o persona humana), ajnhvr = en latín vir (varón) y gunhv
= en latín mulier (mujer). La razón aducida para la utilización de “teantropía”
Tratamiento sicoético en la educación
77
porada a mi concepción genética de la metafísica y de la ontología o mística, significa “estudio de la actuación del sujeto absoluto en el ser humano con el ser humano”. Puede dividirse, haciendo la máxima simplificación, la Historia humana en dos tendencias irreconciliables: teocentrismo y antropocentrismo. Lejos de estos dos extremos, mi afirmación
conciliante es precisa: no puede entenderse la Historia humana sin la
manifestación cultural de la acción sinérgica, teandrofanía, de Dios con
el hombre.
No puede limitarse a la dimensión social, con pretensión de la sola
adaptación al medio, como lo hace, por ejemplo, la “terapia ocupacional”, que tan sólo es una parcela de especialización en orden al tratamiento de enfermedades somáticas y síquicas para readaptar al paciente al medio social. Tampoco ha de reducirse a la sicología, constreñida
a la sicoterapia o al sicoanálisis, que se sirven también de otras ciencias
del hombre, incluso de problemas éticos determinados; es conocido que
muchas de las investigaciones de Freud, Piaget, Bandura y otros han
abordado, desde escuelas y con métodos diferentes, cuestiones específicamente éticas. La dimensión biológica o física no debe conformarse
sólo con la cura del cuerpo: es de suma transcendencia la actitud humanista de un médico con su paciente; la misión de un médico no es tratar
un cuerpo, antes bien, la enfermedad que, con fundamento biológico o
físico, padece una persona humana, implicándola en todo su ser con manifestación de su estado anímico, sus angustias y sus miedos.
La antropología transcendental tampoco puede limitarse a la dimensión ética del ser humano, porque la ética, con su exceso de norma, puede cercenar los más altos valores espirituales y morales. La normativa
con sus derivados (teantrópico, teantropología, teantropismo…) es evitar,
teniendo en cuenta la actual sensibilidad cultural, la connotación “virilista”
que posee la palabra “teandría”, utilizada con una significación muy específica en la teología cristiana para indicar los atributos divino-humanos en
Cristo.
78
Fernando Rielo
ética no puede por sí misma iluminar la complejidad de la conducta humana de acuerdo con unas circunstancias que, en aras de la sensibilidad
y madurez cultural, pueden variar. La acción consuetudinaria, por ejemplo, es forma usual y permanente de conducta, que tiene la eficacia de
crear, descubrir, explicar o cambiar leyes con el objeto de que éstas no
repriman los más altos ideales a los que, por su misma naturaleza, aspira el ser humano. Mi sentencia es precisa: el destino del hombre no está
al servicio de la ética; antes bien, la ética es la que está al servicio del
destino del hombre.
La sicoética me es nueva rama del saber que contribuye a la eficaz
formación integral del ser humano. Esta nueva área, como la moderna
“bioética”, ofrece una novedad terminológica y conceptual que hace
necesaria una breve reflexión para aproximarnos a su campo. Los dos
términos que comprende, yuchv [psique] y hjqikhv [ética], no son dos
conceptos yuxtapuestos, antes bien, interactivos. Si la sique con sus enfermedades, desequilibrios y malformaciones, no puede restringirse exclusivamente al área de la actividad médica, la ética tampoco podrá prescindir de la complejísima problemática planteada por estas graves limitaciones de la sique. La sicoética, contrariamente a la bioética, no es,
en mi opinión, una de las ramas del saber ético, ni una ética que se funda en la sicología con la misma pretensión con que la “sicopedagogía”
—de reciente origen— propugna una pedagogía fundamentada en la sicología del niño. No. La sicoética ni es sicología ni es ética, ni una se
funda en la otra.
La sicoética es ciencia que estudia las relaciones de dos campos, la
sicología y la ética, que encuentran su razón de ser en un tercio incluso,
la ontología o mística, en el que aquéllas echan sus raíces. La ontología
o mística es, a su vez, bajo el supuesto de la metafísica. Hago, por ello,
distinción entre “metafísica” y “ontología o mística”: metafísica, estudio de la concepción genética del principio de relación en su actuación
ad intra; ontología o mística, estudio de la concepción genética del principio de relación en su actuación ad extra en la persona humana.
Tratamiento sicoético en la educación
79
La ética no podrá, de este modo, concebirse sin una apertura que adquiere dos proyecciones:
a) formal, hacia otras ciencias afines, en especial a la sicología, porque ésta aporta a la ética el conocimiento, no sólo de la autenticidad o
inautenticidad del sentido moral, sino también de los condicionamientos
que, de toda índole, tienen lugar dentro de la persona misma;
b) transcendental, hacia una metaética que, formándose en la ontología, sea el aval fundante de la ética y, a la vez, interrelacione las implicaciones fronterizas que obtiene de la imbricación con las demás ciencias.
Sin la sicología el discurso de la ética se presenta, no sólo irrelevante, antes bien, vacío, porque ésta debe tener en cuenta, no sólo las motivaciones e intenciones que presiden las actitudes y los juicios morales
y la génesis y evolución de estos, sino también las formas normales o
sicopatológicas de sentimientos específicamente éticos como el deber,
la culpabilidad, el arrepentimiento, el remordimiento, etc. El desarrollo
de la moderna sicología ha abierto, a la ética, nuevas perspectivas a la
valoración de la acción responsable del ser humano.
La doble proyección, formal y transcendental de la ética, hay que
afirmarla también de la sicología:
a) formal, apertura a la ética, porque aquélla no puede prescindir de
la responsabilidad del acto humano;
b) transcendental, apertura a la ontología o mística, porque a ésta
corresponde determinar el origen y fin del acto humano.
Una sicología cerrada a la ética y a otras ciencias experienciales habríase convertido, más que en una especie de sicoanálisis de carácter
materialista, en una ciencia meramente experimental a expensas de la
biogenética, de la neurofisiología, de la bioquímica y el apoyo de otras
80
Fernando Rielo
ciencias experimentales. Este tributo convertiría a la sicología en un reductivo científico de hechos o datos que poseen como base el carácter
estimúlico del comportamiento humano, excluyendo el vastísimo horizonte de las motivaciones, que escapan a todo intento de reducción física o biogenética. La diferencia entre el comportamiento humano y el
comportamiento animal es preciso: el comportamiento animal es, con
origen en la necesidad de adaptación al medio, estimúlico; el comportamiento humano es, con origen en la libertad, motivacional, no sin la estimulidad sicoorgánica de adaptación al medio.
La transcendentalidad ontológica de la ética y de la sicología exige
una definición del hombre que incluya sus dos límites irreductibles: formal, su apertura a la compleja finitud humana; transcendental, su apertura a la escondida infinitud divina. Los dos límites comportan, inseparables, dos experiencias inconfundibles: en lo formal, experiencia intramundana; en lo transcendental, experiencia intradeitática. La energía
extática del espíritu, proyectada en la inteligencia, es la creencia. Ésta
hace que todo ser humano posea una “actitud óntica”, con dirección y
sentido, mediante la cual ejercita la potestad de “aceptar” que está formado por algo que, transcendente, le otorga la categoría de “persona”.
La persona, desde el punto de vista formal, viene estructurada unitivamente por una libertad con sus dos funciones: inteligir y querer. La aceptación de su constitución transcendente es compromiso ontológico que
proporciona a la persona la clave de su experiencia intradeitática.
II
Nos instruyen acerca de esta transcendentalidad ontológica los nuevos problemas que acucian a la ética y a la sicología relacionados con
el entorno médico, el ámbito cultural, el mundo de las ideologías y las
convicciones religiosas. Enumeramos algunos: el problema de los trasplantes, los métodos de acortar o alargar la vida o el problema de la eu-
Tratamiento sicoético en la educación
81
tanasia, las posibilidades humano-genéticas de manipular los caracteres
hereditarios, el rechazo o preferencia por la fecundación artificial, las
influencias sobre el comportamiento por medios mecánicos y químicos,
los procedimientos sicológicos de suscitar necesidades, de cambiar la
moda, de influir a capricho en la opinión pública y en las convicciones
personales, la manipulación de las creencias, la libertad religiosa, política, cultural, ideológica… ¿Cómo determinar la constante y las variables
de la eticidad, junto con los condicionantes sicológicos, si son tan diversas las sensibilidades y las formas de concebir la libertad, la responsabilidad, el comportamiento, no sólo entre las distintas culturas históricas, sino en los estadios más evolutivos de una cultura determinada o,
incluso, en las diversas etapas de desarrollo de un mismo ser humano?
¿Es el ser humano, a pesar de sus diferencias y desemejanzas conductuales, constitutivamente ético? ¿Qué aportan la sicología y la ética a la
educación y, en general, a la formación humana? ¿Cuál es la dirección
y el sentido que debe tener la sicoética en la educación de un ser humano que necesita, para su desarrollo, de la sagrada atención de otro ser
humano?
Añadiré que el pesimismo emblemático de Hobbes, homo homini lupus [el hombre es lobo para el hombre], queda por mí transformado en
el supremo derecho y deber fundamental del que dimanan todos los demás derechos y deberes humanos: homo homini sacralitas, esto es, el
hombre debe ser sacralidad para el hombre. Mi concepción genética del
derecho, afirmando su carácter constitutivamente relacional, rechaza una
teoría de derechos que no posean su deber correspondiente, o una teoría de deberes que no posean, asimismo, su derecho correspondiente.
La formación humana, integradora de los conceptos de educación y
pedagogía, no puede concebirse sin esta sagrada relación interpersonal.
El concepto de educación conserva una estrecha relación con los de “pedagogía” y “formación”. El concepto de formación humana es, sin embargo, más amplio, porque viene a ser el común denominador de lo que
significan la educación y la pedagogía. La razón es sencilla: el sustanti-
82
Fernando Rielo
vo “formación” viene del verbo “formar” o “dar forma” al actuar de alguien que necesita ayuda de otro alguien, que es la característica esencial de la educación y de la pedagogía. No debe existir, en este sentido,
un solipsismo educacional o pedagógico: cualquier sistema o técnica
supuestamente educativos que intentaran romper, no sólo la relación interpersonal, sino también la “forma transcendente” de darse esta relación, estarían abocados al más rotundo fracaso.
La sicoética enseña que, en esta relación interpersonal, es buen educador quien, no sólo se comunica con el educando, sino que sabe hacer
de la educación “arte extasiológico” 5, esto es, un ars educandi que produce un estado activísimo de la libertad, inteligencia y voluntad del educando, en tal grado que hace a éste salir de sí para unirse, con sentimiento de admiración y júbilo, a los ideales y actitudes que le son transmitidos. Formar esta conciencia extática, capaz de amar, de contemplar, recrear, asimilar y convivir el mejor bien, verdad y hermosura posibles,
es el eje de todo progreso y desarrollo en la educación.
El concepto de éxtasis [del griego e[kstasiı] es el de acto ontológico o energía constitutiva de la persona humana que, rompiendo la identidad de la persona consigo misma, abriéndose por ello a la infinitud, se
une con sus semejantes bajo aquella forma de unión con la que la exigencia necesaria del sujeto absoluto la define. No se deben confundir,
ontológicamente, los conceptos de “identidad” y “singularidad”: la identidad, llevada a sus últimas consecuencias, es el resultado de cerrar la
persona en su propia persona en tal grado que, sacada o separada [ajfaivresiı = abstracción] de aquello por lo cual es constituida, queda reducida a un seudoconcepto en el que se destruye toda comunicación, apertura o progreso; la singularidad necesita, al menos, de dos términos en
5
El primero que introduce en la cultura cristiana este concepto, e[kstasiı,
es Tertuliano con el significado de “fuerza de la razón obtenida por gracia
divina”.
Tratamiento sicoético en la educación
83
los que “cada cual” no es completo [suvnoloı = concretus] sin el otro.
El concepto de singularidad significa, por tanto, el carácter concreto,
completo, que tiene un “cual” abierto a otro “cual”.
La negación de esta definición del sujeto humano por el sujeto absoluto formante de la energía espiritual o extática, que dirige y forma las
fuerzas pulsionales de la sique, introduciría en la sicoética un reduccionismo sicológico y moral de carácter materialista. El desarrollo de la
conciencia extática es, en mi opinión, signo de normalidad, no sólo espiritual y ética, sino también sicológica. La normalidad síquica —según
Freud— consiste sustancialmente en el frágil equilibrio entre satisfacciones y renuncias que se van determinando en el desarrollo histórico
de las relaciones interpersonales de cada uno. Coinciden la mayoría de
los sicólogos, exceptuando a los que se inscriben en la antisiquiatría, en
que la “normalidad sicológica”, formal o estadística, viene caracterizada
por el estado de conducta que manifiesta la mayor parte de las personas,
pero nadie se pone de acuerdo en una definición cualitativa, funcional
o dinámica. Hay, sin embargo, muchos filósofos, sicólogos y siquiatras
que se refieren a la experiencia mística como signo de normalidad. Pongo, como muestra de ello, a un sicólogo gestaltista, Abraham Maslow,
que defiende la experiencia mística como una de las características propias de la normalidad. El mismo K. Jung ofrece como ejemplo de elevado nivel cultural, no sólo la experiencia mística de ejemplos conocidos,
sino incluso la creencia católica de la Asunción de la Virgen a los cielos. Es de sobra conocido que el “humanismo frommiano” acentúa la dimensión religiosa y ética descuidada por el sicologismo científico.
La etimología de la palabra e[k- stasiı [ek-stasis], teniendo el significado originario de “salir de para ir a”, esto es, de “elevar algo a un
referente transcendental que, definiéndolo, lo enriquece”, es ajeno a las
patologías significadas por los conceptos de sublimación o de enajenación. La razón es precisa: estos estados anómalos no tienen referentes o
relatos transcendentales, antes bien, seudorrelatos formales de carácter
ficticio o imaginario.
84
Fernando Rielo
El educador que, por prejuicios inconfesables, se abstuviera de testimoniar su propia fe en los valores que deben inspirar su propia vida, o
proyectara los disvalores de su mal ejemplo, no sólo perdería una ocasión preciosa de influir positivamente en el educando, sino que se convierte en skandalivzwn [skandalítson], esto es, en un seudoeducador
que ha convertido su oficio en el antiarte de la manipulación y de la emboscada [skavndaloı (skándalos)] 6 sicológica y moral. El saber moral
no produce por sí mismo una auténtica madurez en la persona humana,
como tampoco lo produce un determinado tipo de comportamiento. El
saber por el saber pasa de largo a la conciencia porque ésta, para vincularse a una forma de comportamiento, necesita ser motivada 7. Muchos
estudiosos piensan que la madurez moral no la constituye un determinado comportamiento, sino las motivaciones o el tipo de conciencia que
hay detrás de una determinada forma de actuar. No basta apelar, por ello,
a las normas éticas conocidas para forjar un comportamiento que haga
frente a fenómenos como la expansión del hedonismo, la drogadicción,
la violencia, particularmente en el mundo juvenil, sino que es preciso saber encontrar aquellas motivaciones adecuadas que tienen en cuenta las
causas desencadenantes de estas actitudes negativas: la situación económica que determina el paro juvenil, los dinamismos sociosicológicos
que favorecen actitudes de agresividad, de pasividad, de egoísmo, de resignación, y, sobre todo, saber encontrar las motivaciones que contra6
7
El sustantivo griego skavndaloı significa “trampa”, “emboscada”. Su verbo correspondiente, skandalivzw, expresa la acción de emboscar, hacer
caer en una trampa. Esta semántica pasa al campo moral significando “influjo negativo, manipulación, que, por la palabra o acción, incita a otros a
obrar o pensar mal”.
“Sólo cuando a través de conocimientos nuevos y auténticos se conmociona
la conciencia del individuo particular o de la sociedad, de modo que de forma creativa capte el nuevo valor y quede transformada por él, sólo entonces
esta conciencia moral llega a la verdadera norma y se siente vinculada a
ella” [R ÖPER A., Morale oggetiva e soggettiva, una conversazione con K.
Rahner, Paoline 1972, p. 107s.].
Tratamiento sicoético en la educación
85
rresten la incapacidad o dejación interesada para percibir y transmitir
valores básicos y coherentes para un compromiso serio en la vida.
Vincula sólo el saber que, por medio de la sensibilidad extática de
la conciencia, penetra en el recinto sagrado de la persona permitiéndole
captar, experiencialmente, la verdad, el bien y la hermosura de todo lo
que favorece su propio destino celeste. La negación del término transcendente unitivo de la energía extática degenera en las más variadas formas de suplantación proyectiva de carácter coseístico. El sujeto que convierte intencionalmente en “cosa” su referente extático se degrada, en
mayor o menor intensidad, en lo que se proyecta; esto es, queda también
“cosificado”, manipulado, por aquello mismo que cosifica o manipula.
Sea suficiente un ejemplo: alguien que, poniendo su razón de ser en el
dinero, conforma su comportamiento y su sicología en el poder adquisitivo, quedando, por este mismo hecho, atrapado en la dinámica de una
riqueza cuantitativa que le exige rechazar, sacrificando valores fundamentales, lo que es obstáculo al imperio del poseer más; en este caso,
el comportamiento ético y sicológico degradaría en toda suerte de corrupciones y malformaciones.
CUESTIÓN CRÍTICA
I
Si queremos abordar, sin amnesias culturales, el estudio de la sicología, de la ética o de la pedagogía, no tenemos más opción que observar
estoicamente su compleja formación y fragmentación dentro del marco
de una historia de la filosofía cuya policromía dispar nunca ha superado
un oscurantismo racionalista. Existen multitud de concepciones éticas,
sicológicas y pedagógicas, dependiendo muchas de ellas de los respectivos modelos filosóficos. Si me refiero a la sicología, aparte de sus divisiones en relación con los modelos filosóficos, podemos observar la
86
Fernando Rielo
enorme fragmentación que ha adquirido bajo los métodos científicos y
su canalización en diferentes escuelas: asociacionista, experimental, fenomenológica, funcional, conductista, gestaltista, sicoanalítica, fisiologista, genética…
La sicología, la ética y la pedagogía se pusieron al amparo de la razón filosófica porque creyeron que ésta les proporcionaba generosamente el status autonómico que, de momento, necesitaban. Buscaban las razones últimas de las áreas tomadas al ser humano: su diferencia con los
animales, la justificación de su comportamiento o el fin que debía tener
su educación. La inoperancia de la razón filosófica, con su acentuada
fragmentación, y la aparición de la razón tecnológica hicieron que estas
áreas del pensamiento volvieran sus ojos a las expectantes posibilidades
de independencia y de progreso que, como a las ciencias experimentales, les ofrecía el método matemático, relegando como excedente inútil
los problemas no susceptibles de experimentación científica. Estas ciencias han pretendido caracterizarse por el uso de procedimientos experimentales que pudieran llevarlas a resultados cuantitativamente determinables y traducibles a fórmulas matemáticas. Cierto es que, a partir de
estos procedimientos, se han obtenido leyes explicativas de algunos hechos, permitiendo que, en cualquier circunstancia, puedan preverse estadísticamente hechos similares. Pero, ¿hasta dónde puede llegar el método matemático en estas ciencias?
Siempre subsistirá —y es importante subrayarlo— el problema de
los límites de la cuantificación del objeto: ¿hasta dónde es posible que
un objeto determinado pueda ser cuantificado?, ¿qué clase de validez
tiene lo que no es matematizable? La experiencia humana no se agota
en lo sensible: hay aún mayor cúmulo de experiencia humana en lo no
cuantificable. Esta es la razón por la que lo no matematizable es más valioso y vital para el ser humano. El influjo que deja en la conciencia lo
matematizable es espontáneo y pasajero. La mayor parte de las vivencias, el origen de las diversas formas de comportamiento…, exceden al
método matemático, porque pertenecen a la experiencia no sensible. Es-
Tratamiento sicoético en la educación
87
te “no sensibilismo” es, precisamente, en lo que consiste la experiencia
espiritual u ontológica, propia de la persona humana.
La filosofía eligió, perdido su prestigio, ser el árbitro de las ciencias.
Surgieron así las diversas filosofías parcelarias: filosofía de la ética, filosofía de la sicología, filosofía de la pedagogía, filosofía de la sociología,
del lenguaje…, y, en última instancia, filosofía de la ciencia. Las ciencias experimentales no han tenido más remedio que ceder a la reflexión
filosófica ese ámbito, más que residual, inasequible al método matemático. Han quedado, de este modo, abiertas a métodos no experimentales
las vías de acceso a la comprensión sistemática de los problemas más
preocupantes de la existencia humana: el problema de la libertad con las
diversas interpretaciones sobre la elección de ideales personales o compartidos; las variadas posibilidades de justificación que presenta la vida
abocada a la muerte con el tema de la felicidad; la justificación racional
del sometimiento a unas normas comunes; y, en general, la búsqueda de
sentido respecto de las contradicciones, azares y absurdos con los que
se enfrenta el ser humano. Las formas inauténticas de afrontar estos problemas, según las preferencias filosóficas de turno, han sido también
puestas de manifiesto por las ciencias positivas; sobre todo, el peligro
de que la reflexión filosófica pudiera convertirse en ideología consoladora, incurrir en evasión, aceptar superficialmente lo irreductible a categorías lógicas, o afirmar un escepticismo en el que todo es justificable…
La razón filosófica ha puesto, a su vez, de manifiesto que el lenguaje de
las ciencias no ha podido desprenderse, entre otras cosas, de los juicios
de valor que no competen a la razón tecnológica.
La filosofía, optando por actitudes críticas, no ha conseguido desprenderse aún de su vocación metafísica, a pesar de los tres anuncios
modernos que, en mi opinión, han ejercido un enorme influjo a la hora
de poner en tela de juicio la validez sistemática del excedente científico: la muerte de la metafísica con Hume, el requiem aeternam Deo de
Nietzsche y la muerte del hombre significada por las tendencias estructuralistas. Este profetismo nihilista ha ayudado, sin embargo, a que nue-
88
Fernando Rielo
vas doctrinas y actitudes, reaccionando a la descalificación hacia los valores transcendentes, respiren el frescor de nuevos aires humanistas.
Es competencia de la sicoética recoger, precisamente, el excedente
no matematizable, excedente que, ciertamente, pertenece también a
aquella experiencia incuantificacional que exige dar explicación del
origen, esencia y fin del mismo objeto; esto es, del ser humano en
todas sus dimensiones, que estudian la sicología, la ética, la pedagogía,
la sociología, la medicina, la biología… incluso la estética y las artes.
La rica experiencia humana de la comunicabilidad tiene diversos modos de objetivarse sin necesidad de recurrir a las estructuras de la lógica y de la matemática; puede acudir, por ejemplo, al lenguaje evocativo
y emotivamente denso del símbolo y del mito, que, más que elaborar
un pensamiento, “da que pensar”. El excedente no matematizable de la
experiencia humana integral es mucho más rico que el de la experiencia sensible o cuantificacional.
Todas las ciencias, no obstante, estudian o tienen como última referencia al hombre. Este optimismo cientificista nos ha conducido de forma irreversible, evocando el pavntwn crhmavtwn [pánton chremáton]
de Protágoras, al pavntwn ejpisthvmwn [pánton epistémon] que nos
ofrece la nueva definición reduccionista del homo mensura: “el hombre
es la medida de todas las ciencias” 8. La razón tecnológica, extendiéndose también a todos los dominios de la vida intelectual y moral, basta
al “neocientificismo” para satisfacer las necesidades de la inteligencia
humana. Mi concepción genética de la metafísica desarrolla, frente a esta razón tecnológica, la razón ontológica o mística.
La sicoética, lejos de enfrentarse a las conquistas del método experimental, reconoce y se sirve del mérito de estas ciencias, poniendo, sin
embargo, de relieve que el ser humano es, en su intimidad constitutiva,
8
pavntwn crhmavtwn ejpisthvmwn mevtron ejstivn a[nqrwpoı.
Tratamiento sicoético en la educación
89
un “yo+” sagrado capaz de ejercer, descubriendo y valorando su destino,
su potestad personal. Este “yo+” es ajeno a la concepción de un ser humano que, resultado de dos conciencias, sicológica y moral, actúa también con el auxilio de sus inherentes conciencias colectivas en relación
de vital pertenencia con un ambiente y una sociedad. Afirman algunos
que se dan en un mismo ser humano múltiples “yo” yuxtapuestos: el yo
de hijo, de padre, de hermano, de amigo, de esposo, de aldeano, de obrero…, que pertenecen, profunda y radicalmente, a nuestra personalidad
en tal grado que, si intentamos romper la relación de estos “yo” sociales, quedaríamos en una individualidad abstracta.
Rechazo esta concepción colectivista de conciencias, o de muchos
“yo” en la persona humana, por mi concepción genética del “yo+” donde el “+” indica la apertura del “yo” a un referente infinito que, distinto
de él, lo inhabite constitutivamente, divina presencia constitutiva, adquiriendo, de este modo, las diversas formas de comportamiento motivacional del “yo+”, religioso, ético, social…, no sin la dura condición de
las fuerzas estimúlicas de la sique.
Es un hecho experiencial que el ser humano, lejos de buscar o refugiarse en su propia identidad, tiene conciencia de que no es sólo conciencia de sí, ni obra sólo “para sí”; es, más bien, alguien con conciencia de
alguien y que obra para otro alguien. La ruptura que, por diversos medios, puede hacerse de esta constitutividad relacional lleva, entre otros
trastornos, a gravísimas patologías de orden sicológico, con las diferentes formas del autismo espiritual, moral y sicológico. El ser humano posee, de este modo, energía teantrópica, esto es, fe en la posibilidad de
codescubrir un destino con dirección y sentido, de concienciarlo, correalizarlo y convivirlo, verbos cuya acción posee, en su prefijo latino
“cum-”, un sentido eminentemente relacional.
Las otras ciencias no poseen la órbita de la intimidad constitutiva
pero la sicoética se sirve de sus hallazgos. No sería posible hacer, por
ejemplo, una buena valoración sicoética sobre la actitud de quienes pro-
90
Fernando Rielo
vocan el aborto si la biología no hubiese establecido que el producto de
la concepción es una realidad viva distinta de la madre desde el momento de la fecundación, o si la sicología no nos instruyera sobre los trastornos que pueden originarse en la supuesta madre que se somete al aborto.
La sicoética informará, a su vez, a la ética que una filosofía de la libertad deberá tener presente las tendencias oscuras y poderosas que surgen de la misma base del siquismo, de los estados de inconsciencia 9 con
sus invasiones clandestinas, con sus disfraces, sustituciones, contaminaciones… y con la imposibilidad de que el ser humano, contrario al lema
socrático, pueda conocerse a sí mismo. El imperativo simplista “conócete a ti mismo” queda desmentido por las distintas falsificaciones que,
por intrusión de ideas utilitarias o deformes, ha ido descubriendo la sicología. Citemos algunas de estas deformaciones que responden a seudonecesidades inconscientes o disimuladas de los bajos fondos del “ego”:
la seudobondad de un débil, la seudobediencia de un pasivo, la seudoindignación de un envidioso, la seudomoderación de un mediocre, la seudopureza de un impotente, o el dinamismo sicológico de muchas ilusiones a las que se refieren, por su conocimiento profundo de la sicología,
9
Digo “estados de inconsciencia” y no “inconsciente”. El inconsciente es
entendido como una especie de “facultad” anímica, sicobiológica, relacionada con aquel proceso mental que se deduce del comportamiento de una
persona, pero del que la persona misma no se percata siendo incapaz de
comunicarlo o exponerlo. Según Freud es “la verdadera realidad física; en
su más íntima naturaleza nos resulta tan desconocido como la realidad del
mundo exterior, y los datos de la conciencia lo presentan de manera tan
incompleta como presentan el mundo exterior las comunicaciones de nuestros órganos sensoriales”. Es conocido el diverso trato que ha tenido el inconsciente en varios autores. No podemos, por ello, quedar incursos en un
ingenuo “inconscientismo” reductivo de la realidad como quiere Freud y
algunos sicoanalistas. No existe, para mí, esa realidad física freudiana llamada “inconsciente”, antes bien, lo que existen son estados de consciencia o
de inconsciencia.
Tratamiento sicoético en la educación
91
los místicos, cuya experiencia tienen en cuenta los tratadistas de la vida
espiritual. ¿Dónde acaba la sicología y dónde empieza la eticidad? ¿En
qué consiste una conciencia moral que inconscientemente mistifica o
falsea lo que la perturba sin querer reconocer su existencia?
II
Debemos considerar que la responsabilidad del individuo, a pesar de
los atenuantes de las graves inclinaciones y tendencias anormales de la
sique, no queda, en absoluto, eliminada. La indefinitud de muchas enfermedades síquicas, graves o ligeras, han dejado traslucir, en muchas
ocasiones, algunas exageraciones en los desequilibrios que, si bien unas
veces escapan al propio esfuerzo educativo, otras no se ven exentos de
ciertos grados de responsabilidad propia. Los numerosos atenuantes sicológicos desmienten, centrándolo en sus justos límites, un concepto rigorista de una ética esencialista que exige una dimensión inamovible y
válida para todos los tiempos y circunstancias. Hoy se sabe que la estructura y funcionalidad de la sique es algo tan complejo 10 que solamente un simplismo injustificado puede detenerse ante la alternativa exclusiva de responsabilidad o irresponsabilidad del acto moral. Mi enunciado es preciso: no está el hombre al servicio de la ética; la ética está al
servicio del hombre.
No me refiero, siguiendo el tema de la responsabilidad moral, a las
anomalías que estudia la sicopatología como la paranoia o la esquizofrenia con el desdoblamiento de la personalidad, ni a las formas obsesivas graves como la sicastenia; antes bien, a ese otro sinfín de pequeñas manías, supersticiones, temores, extravagancias, impulsos irreprimibles… que trata también la siquiatría y que, de algún modo, influyen
10
Sobre todo, después de las investigaciones de Janet, Dupré, Bleuler, Freud,
Jung, Adler, Fromm…
92
Fernando Rielo
en el comportamiento ético 11. Estas anomalías de naturaleza obsesiva,
no grave, han aportado la distinción entre “conciencia de realizar una
acción” y “responsabilidad atenuada”. Las ideas obsesivas, por ejemplo,
dejan subsistir, contrariamente a la locura, la lucidez de conciencia porque son advertidas y combatidas, sabiéndose, al mismo tiempo, que son
falsas. Penetran, sin embargo, tan hondo en la emotividad de la persona
que ésta queda inquieta, acusándose a sí misma con sentimiento de culpabilidad sin poder liberarse de él. Su reacción con carácter de sinceridad, frente a quien desee excusarla o justificarla, viene a ser siempre la
misma: “pero yo lo sabía”, “yo era consciente de ello”.
Entran en estas anomalías los diversos mecanismos de justificación
del comportamiento cuyo signo originario se halla ilustrado en el pasaje
del Génesis sobre el pecado original (Gn 3,1-24). Nuestros protoparentes proyectan su propia responsabilidad: Adán, a Eva; Eva, a la serpiente. Yahvé, sin embargo, no reprocha esta actitud justificativa porque, en
el fondo, con la justificación proyectada se está reconociendo la propia
debilidad del autoengaño, en tal grado que la responsabilidad se vería
acompañada del eximente justificativo de la culpa. La neurosis del miedo es, en mi opinión, la causa radical de todas las anomalías síquicas;
en el caso presente, la justificación proyectada de la culpa es el miedo a
Yahvé por parte de Adán y Eva. El carácter egocéntrico del sentido sicológico de culpa puede llegar a deformaciones sicológicas que dependen de fuerzas no motivacionales, incapaces de aceptar los límites de lo
real y la posibilidad de ser perdonados.
11
La siquiatría ha descubierto, por ejemplo, formas de superstición de las que
uno no puede librarse fácilmente, o temores injustificados (miedo a ruborizarse en público), o esquemas extravagantes (metas especiales que alcanzar como tocar con el dedo una serie de objetos, no pisar la raya al caminar),
y, sobre todo, ciertas representaciones impulsivas e irreprimibles que, aunque no se traduzcan en actos, se descargan furtivamente a través de toda una
serie de gestos esbozados (tics y palabras truncadas o deformadas que sustituyen simbólicamente la acción que se juzga inmoral).
Tratamiento sicoético en la educación
93
La justificación pertenece al mecanismo de autodefensa donde los
verdaderos móviles de la acción se ocultan detrás de racionalizaciones
y compensaciones, o también donde se da el desplazamiento de las fuerzas pulsionales hacia un referente que ha formado parte, o se cree ha intervenido por algún influjo, en la complejidad de la acción. Un mecanismo de defensa particularmente peligroso es la proyección de la culpa
en “chivos expiatorios” —judíos o árabes, progresistas o conservadores,
ilegales o marginados— contra los que la actitud sicológica se predispone, con carácter de justificación lícita y obligada, orientando hacia ellos
el desahogo de deformadas fuerzas agresivas emanadas de la culpabilidad. No estoy de acuerdo, sin embargo, con aquellos siquiatras que
hablan de un desplazamiento de la “libido normal” a la libido dominandi 12. La razón es clara: no existe una libido absoluta o cerrada en sí
misma como tampoco existe un subconsciente o inconsciente absolutos
donde el concepto de responsabilidad ética quedaría totalmente diluido.
La responsabilidad, aunque puede llegar a ser mínima, en ningún caso
queda destruida.
Grave importancia adquiere en la educación el sentido sicológico de
la culpa. Cuando éste es patológico y causa de violenta agresividad es
necesario ayudar a eliminarlo con una educación que no frustre las exigencias pulsionales. La pulsión es una fuerza vital del hombre que no
se la puede destruir o regular de modo puramente voluntario. Esta fuerza bruta que anida en el ego, sede de las fuerzas pulsionales, tiene carácter estimúlico, manifestándose, por esta causa, sin dirección y sentido. Las fuerzas pulsionales necesitan, frente a esta carencia, el carácter
motivacional que, poseyendo diversas graduaciones, pertenece a la potestas personae marcada por la libertad con su función intelectual y volitiva. La motivación no tiene carácter exclusivamente racional; antes
bien, afecta a lo más propio de la persona que denomino “potencia de
unión” cuyo acto específico es la libertad que, con sus dos funciones,
12
Cf. A. HESNARD, Morale sans péché, Puf, París, 1954, p. 94.
94
Fernando Rielo
inteligencia y voluntad, es formada por el amor. Motiva lo que se hace
en virtud del amor. El educador debe descubrir, por tanto, nuevas metas
humanamente aceptables y valores existenciales hacia los cuales orientar aquellas energías: sublimación llamó Freud a esta orientación; canalización la llaman algunos sicólogos personalistas; yo la denomino “educación en el éxtasis”.
Es de suma importancia, junto con la actitud de amor y afecto, la
moderación de los padres y del educador. La forma de relación amorosa que los padres establezcan con el niño en las primeras etapas de su
vida decidirán el grado de madurez afectiva que pueda llegar a alcanzar
facilitando o entorpeciendo el proceso de personalización y socialización. Educador y padres no deben precipitarse en sus juicios o en sus formas de proceder sin tener en cuenta que la ética o la verdad sicológica
con sus logros de orden científico, les plantean la adquisición de unos
conocimientos y comportamiento sicoéticos que sean fuente de una sana
sensibilidad en el trato y de una actitud confiada que son necesarias para
que la formación pueda tener éxito. Según la sicología moderna, es tan
perniciosa la excesiva severidad como la excesiva indulgencia: son hechos negativos que llegan a idénticas consecuencias de represión. Una
expresión de cólera o un permisivo dejar pasar, puede entenderlos un niño, incapaz de relativizar sus sentimientos, como odio o abandono, representando así una frustración efectivamente patógena. El niño, el joven o un educando en general, no aprenderá —con estas falsas actitudes
de los padres o de los educadores— a enfrentarse con la realidad, afrontando los riesgos que la vida exige, víctima de cualquier “droga” —sicológica, moral o física— que le permita la huida a sus conflictos existenciales. El afecto, el amor, la aceptación y la decisión que el educador
comparte con su educando son las características infalibles que pueden
llevar la formación integral, no sólo del educando, sino también del educador, al mejor puerto seguro.
Tratamiento sicoético en la educación
95
III
¿Qué se dice, finalmente, en la frontera de la sicología y la ética acerca de la conciencia moral? ¿Actúa la conciencia dentro de unos condicionamientos determinados?
El hombre, afirma la siquiatría, se presenta desde su nacimiento invadido por fuerzas pulsionales indestructibles y a la deriva, sin otro fin
que buscar una satisfacción material y afectiva. Estas fuerzas chocan
con las prohibiciones impuestas por el exterior, sobre todo por los padres, de los cuales depende el ser humano en los primeros años de su
vida. El miedo imaginario a perder el afecto paterno hace que el hijo no
sólo bloquee la acción prohibida, sino que introyecte y haga suya la instancia prohibitiva, creándose una especie de conciencia síquica que apela a la sola angustia y remueve de su campo cualquier representación
del objeto prohibido. Esta angustia es decisiva para el paciente por cuanto que la prohibición repercute en la conciencia, más que como un hecho
aislado, como sentimiento de rechazado total de su propia persona. Se
mezclan, se superponen y se agitan, de este modo, una serie de pulsiones que, al ser reprimidas y no pudiendo ser destruidas, se revuelven
contra el sujeto, de modo insistente y obsesivo, en forma de sentimiento de culpa. La superación de este desorden emocional puede acontecer
cuando el paciente canaliza estas pulsiones pasando por la reflexión la
correspondiente instancia prohibitiva. Se daría cuenta, entonces, de que
los mecanismos de prohibición no quieren bloquear la fuerza del deseo
o anularle como persona, antes bien, encauzarle y orientarle hacia fines
reales constructivos y hacia un equilibrio afectivo para la adquisición de
una sensibilidad capaz de percibir el valor ético de sus actos.
El sentimiento de culpa es superado, a veces, bajo instancias anómalas por medio de la realización del acto prohibido en virtud de que la angustia no nace de actos culpables, sino del conflicto inconsciente entre
el deseo y la norma. Para defenderse de semejante angustia, se pueden
dar los dos extremos: o cumplir escrupulosamente la norma o rechazar-
96
Fernando Rielo
la. El rechazo se observa en las actitudes inauténticas con reiteración
impelente de actos prohibitivos, como es el caso de delincuentes, de
ciertas manifestaciones agresivas, o de fenómenos masturbatorios con
los cuales se descarga la angustia nacida de la pulsión reprimida, con el
resultado práctico de agudizar el sentido mismo de culpa y de establecer una “coacción a repetir” que implica una dependencia análoga a la
causada por las drogas.
No es, sin embargo, tan simple la formación de la conciencia moral.
Ésta se presenta, a veces, dormida, distraída, confusa, sabiendo conservar astutamente este estado para que no pueda brotar la claridad de la
decisión. Denomino “mentira sicológica” a este estado confuso que se
caracteriza por la manipulación voluntaria o semivoluntaria del discernimiento moral bajo un estado de consciente inconsciencia.
La valoración ética, de este modo, parece iniciarse en un sentimiento
moral primitivo, específico, independiente de la percepción o apreciación intelectual del sujeto. Esto indicaría al moralista que no es suficiente, en orden a provocar una adhesión vital a la norma, el solo conocimiento frío y abstracto de las verdades morales. El juicio intelectual
tendrá que ir acompañado de una reacción afectiva que, tocada por una
fuerza inexplicable, repercute ampliamente en su misma capacidad de
captar la verdad moral y de adherirse a ella con certeza. Esta fuerza inexplicable excede la competencia de la sicología y de la ética. La teología
denomina a esta fuerza “gracia sobrenatural” en el ser humano, que le
incita, formando su libertad, a concebir y hacer el bien.
¿Cómo explican los sicoanalistas el origen y la formación de la conciencia moral?
El ser humano parece encontrarse bajo el dominio de fuerzas impersonales e irresistibles reunidas en la libido donde, según Freud, actúa,
mediante mecanismos de introyección, el instinto primordial del complejo de Edipo, realizando los elementos asimilativos y agresivos para
Tratamiento sicoético en la educación
97
transformarlos en conciencia moral. Este reduccionismo edipista, impulsor de la conciencia moral mediante el conflicto permanente entre
los deseos instintivos y las normas interiorizadas de la sociedad, es contestado por los discípulos de Freud: Yung, con su teoría de los arquetipos del inconsciente colectivo y el impulso creador del individuo; Adler,
con el estilo de vida que emana del complejo de inferioridad y la voluntad de poder para la adaptación del individuo a las necesidades sociales; Fromm, con el desarrollo de las diferentes dimensiones del hombre
orientadas a la realización de la libertad auténtica. La interiorización de
normas es un hecho constatado; sin embargo, la forma de interiorización
de normas sociales y éticas y, lo que es más importante, descubrir las
razones por las cuales el ser humano debe comportarse de una manera
determinada, excede al método y concepción del sicoanálisis freudiano,
que tendría que recurrir, abriendo el campo de la concepción sicoanalítica, a criterios de ontología, que es, precisamente, lo que Freud rechaza.
El sicoanálisis ha quedado, sin duda, escindido en métodos y doctrinas que pretenden dar razón de las anomalías del comportamiento ético
con origen en aquellos mecanismos del subconsciente 13 que los sicoanalistas denominan, simplificando, complejos. Éstos mantienen al individuo en estado de parálisis mental o de transferencia de actitudes y
emociones hasta que queden desalojados y disueltos, no sólo por medio
de la racionalización, sino, sobre todo, porque se está dispuesto a afrontarlos.
Este reduccionismo sicoanalítico, que no tiene en cuenta un concepto ontológico de la persona capaz de dar a la sicología su sentido preciso, ha redescubierto, sin embargo, lo que ya había puesto de manifiesto
13
El estudio del subconsciente ha producido una gran revolución en orden al
campo de la educación y en la creación artística y literaria. El subconsciente
no es, como ya he afirmado, una parcela a modo de facultad humana, antes
bien, es un estado de subconsciencia o de inconsciencia en el que actúa,
frente a lo motivacional, la estimulidad.
98
Fernando Rielo
la doctrina cristiana por medio de la conciencia del pecado original: una
naturaleza humana que, padeciendo el desorden interior, exhibe, junto
a su señorío sobre toda la creación, cierta impotencia e incapacidad ante
el lado obscuro y tenebroso de su conciencia.
La conciencia moral no puede, por otra parte, concebirse sin una
multitud de condicionantes que inciden en la valoración del acto moral
y en el ejercicio de la libertad. Estos condicionantes tienen su origen: en
factores orgánicos, como el sistema endocrino y nervioso, y determinaciones fisiológicas temperamentales de tipo hereditario; en factores ambientales, como el influjo cósmico, geográfico y climático, debiéndose
tener en consideración la importancia de la formación en la vida urbana
o rural, el influjo de la orografía y de la lengua; en factores sociales, como el influjo familiar, cultural o histórico, sobre todo en los primeros
años, cuando, por medio del afecto y del aprendizaje, se da un proceso
de absorción de ideas, actitudes y estilos de comportamiento.
Esta multitud de condicionantes que actúan con la conciencia moral
ayudan a tener un conocimiento más eficaz del hombre, a contemplar
sus diversas posibilidades de realización, y al impulso de una educación
que oriente debidamente las inclinaciones por el camino que le ofrece
mayor riqueza y amplitud. No queda, sin embargo, aquí el conocimiento
del ser humano: su ser desborda todo afán taxonómico y determinista;
su actuar es imprevisible. Toda presión, ya sea sicológica, caracterológica, medioambiental, puede ser desafiada y desconcertada, no sin la
dura condición de estos condicionantes, por los recursos que proporciona al ser humano la energía extática de su espíritu inhabitado por la divina presencia constitutiva, que hace de éste un “dios místico” a imagen
y semejanza del Dios metafísico. La corroboración de este hecho halla,
para las religiones monoteístas, su fundamento en el texto revelado del
Génesis: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza (Gn 1,26).
Los conceptos de “imagen” y “semejanza” poseen, para mí, el significado de esta divina presencia constitutiva del sujeto absoluto en el espíritu creado, consistente en el ontológico patrimonio genético que da a to-
Tratamiento sicoético en la educación
99
do ser humano la categoría de “persona”. Este místico u ontológico patrimonio genético de nuestro espíritu, que da forma transcendental y
personal a nuestro específico patrimonio biológico, es la razón por la
cual puede establecerse un parentesco o linaje, conforme a las palabras
de San Pedro “sois linaje elegido” (1Pe 2,9), o de San Pablo “somos linaje de Dios” (Act 17, 29). Todo rastro religioso en las diversas culturas
a través de la historia de la humanidad encuentra su clave en la divina
presencia constitutiva del sujeto absoluto en el ser humano. Este carácter sacral con el que venimos a este mundo no queda desmentido ni por
la pluralidad de religiones, ni por el fenómeno del ateísmo o del agnosticismo, cuyo análisis no corresponde a esta conferencia.
Si negamos este carácter deitático a la persona humana, le habríamos amputado, no sólo lo mejor de sí misma, sino su propia razón de
ser y existir: su comunión con el Absoluto que determina, no sin la dura
condición de su complejidad sicológica y biológica, la esencia de su
comportamiento y comunicación con sus semejantes. La sicoética comporta, de este modo, el supuesto de una ontología o mística que, lejos
de incurrir en el antropocentrismo ingenuo del método científico, se
adentra en el hondo misterio que, abierto al infinito, le ofrece una antropología constitutivamente deificada. Esta mística deificación es, para el
pensamiento cristiano, la deificatio de los padres latinos o la qeivwsiı
[théiosis] de los padres griegos, que fue defendida por San Atanasio y,
de un modo especial, por San Agustín al afirmar Factus est Deus homo,
ut homo fieret Deus [Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios] 14.
14
S. AGUSTÍN , Sermo, 128,1.
100
Fernando Rielo
CUESTIÓN FORMAL
I
Toda concepción ética, sicológica, pedagógica o filosófica que solape la definición del hombre se circunscribe dentro de lo que he venido
en denominar “teorías débiles”, que, carentes de compromiso, no sólo
ontológico, sino también metafísico, prefieren asentarse en la insuficiencia de las diferentes formas de convencionalidad. Si todas las concepciones acerca del ser humano utilizan el concepto de persona, la pregunta no se hace esperar: ¿en qué consiste la persona? Es evidente que
nadie pone en duda que la persona es la suprema expresión del ser: el
ser humano no “es” piedra, ni “es” árbol, ni “es” caballo; sencillamente, “es” persona “más” que todo eso. El ser humano, de este modo, “es
+” que piedra, “es +” que árbol, “es +” que caballo, “es +” que ser…,
pero no “es +” que persona porque no hay un término superior a la noción de persona que defina a la persona. Este “ser +” es la estructura
abierta del “ser persona”, esto es, no existe el ser persona clausurado en
sí mismo, antes bien una persona debe ser definida por otra persona. Se
hace, en este punto, necesaria la siguiente pregunta: ¿en qué consiste la
noción metafísica de persona?
La metafísica es la ciencia cuyo objeto es el referente último de una
definición que puede “videnciar” nuestra inteligencia abierta al infinito. El verbo “videnciar” posee el significado de “forma de visión” o “visión bien formada”. Así, cuando se afirma “este hombre tiene visión política”, se quiere expresar, no cualquier tipo de visión —visión vulgar,
abstracta o informe—, antes bien, una visión bien perfilada y estructurada, de tal modo que, ante la sociedad, este hombre queda bien cualificado políticamente. Lo mismo ocurre con la “videncia” metafísica: ésta
es estado de “visión formada” que la inteligencia posee en virtud de su
apertura, por medio de la intuición, al sujeto absoluto. Esta apertura, que
la divina presencia constitutiva del acto absoluto imprime en la persona
Tratamiento sicoético en la educación
101
humana, es genética. Videnciar la concepción genética del principio de
relación, incluyendo todas sus implicaciones, es tener “visión bien formada” de la metafísica genética, cuyo modelo, desde el punto de vista
racional, son dos seres personales en inmanente complementariedad intrínseca [P1=P2].
El máximo nivel intelectual de la definición de persona es, por tanto, de dos términos: no menos de dos, porque habríase destruido la definición de persona; no más de dos, porque un tercer término es excedente a un nivel absoluto que no puede traspasar su carácter simplicísimo.
Este es el contenido, rota la identidad de incomunicación de una persona en su persona, de mi concepción genética del principio de relación
[P1=P2] consistente en dos personas [P1] 1 [P 2] en inmanente complementariedad [=] intrínseca, que, definiéndose entre sí, constituyen único
sujeto absoluto, única naturaleza, única esencia. La forma genética de
la relación de [P1=P2] es la de los dos términos con sus lugares metafísicos: [“1”], un Padre con su Hijo; [“2”], un Hijo con su Padre. El enunciado es preciso: la relacional constitutividad inmanente del Padre es el
Hijo, la relacional constitutividad inmanente del Hijo es el Padre. Nuestra inteligencia, abierta a este Sujeto Absoluto, denominado por la Teología “Dios”, no puede pasar de esta videntia rationis de la concepción
genética del principio de relación [P1=P2]. Mi concepción genética de
la metafísica rechaza como insuficiente el monismo y el monoteísmo
unipersonalista. Una inteligencia “bien formada” puede, con sentido
metafísico, llegar: con razón de evidencia intelectual, a un “monoteísmo
binitario”; con razón de fe sobrenatural, a un “monoteísmo trinitario”.
Corresponde a la revelación sobrenatural proporcionarnos dos datos
fundamentales e inseparables que pasan, por ello, al campo de la fe cristiana: primero, Cristo revela ser Él mismo el [P2] de la concepción genética del principio de relación; segundo, Cristo revela una tercera persona [P 3], Espíritu Santo, que, excedente a nuestra inteligencia, incorpora a la concepción genética del principio de relación [P1=P2=P3].
102
Fernando Rielo
No puede existir, por otra parte, una definición ontológica de la persona humana sin que aquello que la constituye no sea bajo el supuesto
metafísico de la concepción genética del principio de relación. Si el Sujeto Absoluto es abierto ad intra en virtud de la concepción genética del
principio de relación, también es, supuesta la creación del sujeto humano por el propio Sujeto Absoluto, abierto ad extra a este sujeto humano.
¿En qué consiste la forma genética de esta apertura? En dar ontológicamente al ser humano la categoría de persona. ¿Cómo? Por la inhabitante presencia constitutiva de las personas divinas en el espíritu humano.
Mi concepción genética de persona consiste en la forma de definición de una persona por otra persona. Ilustro la forma de definición de
la persona humana sirviéndome del significado originario del provswpon [prósopon] griego: rostro, talante, carácter o categoría. El rostro o
talante por el que el ser humano adquiere la categoría de persona es la
divina presencia constitutiva del sujeto absoluto en su espíritu. Somos
personas por ser definidos por la divina presencia constitutiva de las
personas divinas en nuestro espíritu creado. Esta divina presencia constitutiva es carácter hereditario que hace de la persona humana mística
deidad de la divina Deidad. Reside en este carácter hereditario la constitución filial del ser humano en relación con Dios: porque es “hijo de
Dios”, el ser humano tiene el aspecto, el talante, el parecido, en una palabra, “la imagen y semejanza” de Dios. Este talante no es una “máscara” exterior, es rostro divino impreso constitutivamente en tal grado que,
ontológicamente, “hace resonar”, per-sonare, a nuestro espíritu. Los
latinos manifestaron, con el verbo personare, lo que yo denomino “acto ontológico personal” hecho posible en virtud de la divina presencia
constitutiva.
Ninguna mediatización existe entre las personas divinas bajo la razón de Sujeto Absoluto y entre la persona humana bajo la razón de sujeto humano. Esta divina presencia constitutiva no puede conocerse, por
tanto, por medio de argumentos: se esconde a toda búsqueda, a todo intento de conceptualización o categorización, porque la divina presencia
Tratamiento sicoético en la educación
103
constitutiva es lo que nos es, no sin la dura condición de las facultades y
del complejo de funciones y disfunciones sicosomáticas, inmediatamente dado para alcanzar la categoría de “personas”. No es el ser, ni la realidad, ni ningún otro concepto, sino la divina presencia constitutiva, lo
que viene impuesto y supuesto en nuestro actuar, nuestro pensar, nuestro querer, nuestro sentir; es aquello que da forma de verdad, bondad y
hermosura al comportamiento humano.
La persona tiene en su conciencia, estado en que queda su espíritu
inhabitado por la divina presencia constitutiva, la potestad organizadora
y rectora de sus impulsos, de las fuerzas sicosomáticas y exteriores. La
conciencia es un concepto relacional. Si acudimos al prefijo del correspondiente verbo griego sun- oi[da, o latino “con- scire”, tenemos que
el significado etimológico nos lleva a la relación de compañía: “saber o
conocer con” o “conocer juntamente”. Queda rechazado por mí el disgenético lema socrático “conócete a ti mismo” por la genética locución
teresiana “conócete en mí”. Este es el espíritu del famoso “Búscate en
mí”, que dio lugar al Vejamen de 1577, y que fue cincelado por Santa
Teresa en los conocidos versos: “Alma, buscarte has en Mí / y a Mí buscarme has en ti”. El sentido de la locución revela la actuación de dos personas en el conocimiento místico, desmintiendo la fórmula socrática y
senequista de sabor identitático “Búscate a ti mismo”.
La persona humana no puede entrar sola en el enmarañado bosque
de su conciencia: tiene necesidad de entrar acompañado, esto es, de confesarse con alguien. Toda persona tiene necesidad de confesarse con alguien; esto es, de expresar a alguien sus actos buenos o malos, sus ideas,
sus sentimientos, sus proyectos. Este hecho constitutivo de la persona
se manifiesta, de forma diversa, en los distintos ámbitos: en el religioso,
la confesión ante el representante de Dios; en el jurídico, la confesión
ante el tribunal; en el literario, la confesión ante el lector; en el médico,
la confesión ante el siquiatra; en el familiar, la confesión ante el otro
cónyuge; en el social, la confesión ante un amigo, etc. El contrapunto
de este hecho nos lo ofrece la Iglesia Católica que, desde antiguo, utili-
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za, como medio del progreso interior, la confesión por medio del sacramento de la penitencia y de la dirección espiritual; en los tiempos modernos, la sicología y la siquiatría con sus métodos sicoanalíticos recoge
esta experiencia multisecular de la confesión.
¿Qué significa la divina presencia constitutiva? “Personarse”, que
significa “hacer acto de presencia”, “presentarse personalmente en alguna parte”. Si elevamos esta significación a ontología, “personarse”
manifiesta que las personas divinas, como único sujeto absoluto ad extra, están presentes constitutivamente dando carácter personal al lugar
donde hacen el acto de presencia. Este lugar ontológico personalizado
es la persona humana. Las personas divinas, pues, se “personan”, hacen
acto de presencia en nuestro espíritu creado para constituirlo como tal
persona. ¿Qué es lo que hacen las personas divinas con el espíritu que
crean? Una personificación, una prosopopeya ontológica 15, esto es, una
recreación de sí mismas, que, lejos de cualquier abstracta formalidad sicológica, gnoseológica u ontológica 16, es la que, personalizando al espíritu humano, lo constituye, singularmente, en mística deidad de la divina Deidad.
La divina presencia constitutiva consiste, por tanto, en el datum intrínsecamente constitutivo, patrimonio genético de la persona humana,
15
16
La personificación o prosopopeya también es una característica del ser humano, sobre todo, en sus creaciones literarias. El niño manifiesta, de modo
especial, este afán personalizador o prosopopéyico en los animales y en las
cosas. La historia de la cultura y de las religiones constituyen una prueba
fehaciente de esta forma potestatis que, a imagen y semejanza de las personas divinas, hace “recreativamente” el ser humano.
La divina presencia constitutiva da personalidad singular al espíritu humano; esto es, hace que el espíritu humano sea persona. Esta personalización
singular del espíritu humano nada tiene que ver, por tanto, con el inconsciente colectivo de Jung, con el entendimiento agente de Averroes o con el
ontologismo decimonónico.
Tratamiento sicoético en la educación
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que tiene las siguientes funciones: dar carácter personal al espíritu humano; proveer el disposicional a la libertad; presentarse a la inteligencia
como “ley del conocimiento”; proporcionar el querer a la voluntad; organizar, categorizar y conceptualizar, sin necesidad de ser organizado
ni categorizado ni conceptualizado; proporcionar, finalmente, al espíritu
humano la ejnevrgeia, la energía extática, que lo pone en comunicación
inmediata con el sujeto absoluto. La energía extática o acto del espíritu
es, por tanto, una acción teantrópica, esto es, la acción de Dios en el ser
humano con el ser humano. No hay que confundir las acciones teándricas que se predican teológicamente de la unión hipostática de las dos
naturalezas, divina y humana, en la única persona divina del Verbo encarnado. Afirmo, por esta causa, que nuestra acción es mística teandría
de la divina teandría. La diferencia de las dos teandrías es precisa: en la
persona humana, mística u ontológica; en la persona del Verbo, divina
o metafísica.
La divina presencia constitutiva otorga al espíritu humano dos acciones que forman la energía extática: fundante, la creencia; transformante, la fe. Mi distinción entre “creencia” y “fe” nada tiene que ver con la
de Marcel al considerar la creencia como “un creer que” y la fe como
“un creer en”. Las estructuras gramaticales “creer que” y “creer en” tienen, mediante las reglas de transformación, el mismo sentido semántico. Pongo un ejemplo. El mismo significado posee la oración gramatical “yo creo en la existencia de Dios” que esta otra transformada: “yo
creo que Dios existe”.
La creencia y la fe no son, para mí, dos especies distintas; antes bien,
dos formas o niveles de la virtud de la fe: el primer nivel, el pivstewı
ejnevrgeia o “energía pística” que podemos llamar “creencia” es el ámbito general que envuelve, no sólo las religiones y creencias, antes bien,
toda la actividad humana; el segundo nivel, fe teologal, “energía fídica”,
que podemos llamar “fe”, no es un acto distinto, antes bien, es la elevación al orden sobrenatural del primer nivel. La afirmación de que fueran
dos actos distintos introduciría, teológicamente, en la persona humana
106
Fernando Rielo
dos hombres superpuestos: el hombre viejo y el hombre nuevo. Mi enunciado es exacto: no hay superposición, antes bien, transformación. El sicoanálisis religioso puede moverse en el ámbito de la creencia o primer
nivel de la fe. El ámbito propio de la fe sobrenatural es inaccesible por
sí mismo a la simple creencia; sin embargo, puede reconocerse por las
repercusiones sicosomáticas y otras manifestaciones en el hecho de que
el ámbito de la creencia, aunque no es el ámbito de la fe, está abierto
por su misma naturaleza, al ámbito de la fe.
La primera manifestación de la energía extática, supuesta en la creencia, es la “actitud óntica” mediante la cual el ser humano tiene la potestad de “aceptar” que está formado por una divina presencia constitutiva
que le otorga la categoría de persona. Esta aceptación es compromiso
ontológico: primero, de estimarse “dios místico” del “Dios metafísico”;
segundo, de verificar el comportamiento que se sigue de pertenecer a este divino linaje. La deontología de los derechos y deberes humanos sólo
puede fundamentarse con universal carácter apodíctico en este carácter
deitático de la persona. La potestad de la persona humana es una diavqesiı [diáthesis], cuyo significado es de orden y disposición implícita
o virtual que se verifica al darse las condiciones requeridas. No es un
hábito natural ni adquirido, sino un “disposicional” genético que caracteriza la potestad de la persona humana. Este “disposicional” es la radix
virtutum que, proyectándose en la inteligencia, en la voluntad y en la libertad, dispone al ser humano, no sin la dura condición de las fuerzas
estimúlicas de la sique, en su recto ejercicio comunicativo con el sujeto
absoluto y con sus semejantes.
La energía transformante de la fe, siendo elevación de la creencia al
orden de la gracia santificante, pone a la creencia en estado selectivo de
creer en las personas divinas, subordinando a éste los demás objetos de
creencia. Dios, bajo la razón no de Santa Binidad, como resultaría de un
análisis racional bien formado, sino de “Santísima Trinidad”, como nos
ofrece el dato revelado ofrecido a una razón formada por la fe; esto es,
Dios, bajo la razón de tres personas divinas, hácese de este modo, para
Tratamiento sicoético en la educación
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el cristiano, objeto propio e inmediato de esta virtud teologal que, con
la esperanza, viene formada por el amor.
II
La estructura formal de la naturaleza humana es, supuesta la divina
presencia constitutiva, la de un espíritu sicosomatizado, esto es, la unidad de tres entes, espíritu, sique y cuerpo, en la que el espíritu, inhabitado por la presencia constitutiva de las personas divinas, es la sede del
yo que, con su potestas, asume, ontológicamente, la complejidad de funciones de la sique con su integral somático. El espíritu humano es creado en el mismo momento de la concepción humana. Pertenecen a la sicosomatización los dinamismos sicobiológicos heredados en parte del
precedente homínido; por tanto, subyacen a los caracteres hereditarios.
La forma ontológica del acto del espíritu es la energía extática o potencia de unión que tiene como atributos la libertad con sus dos funciones: la inteligencia y la voluntad. El acto libre participa, entonces, del
carácter de sus dos funciones: consciente y voluntario. La responsabilidad, atribuida al ejercicio de la libertad, consiste, por tanto, en la integridad del acto libre, imposible sin la inteligencia y la voluntad que, a
su vez, actúan no sin la dura condición sicosomática de la imaginación,
sentimientos, afectos, impulsos, temperamento, sentidos internos y externos… en los que ejercen su influencia la mentalidad, la cultura, la instrucción y las diversas formas del ambiente cósmico y social.
Una ética que tuviera en cuenta una especie de acto puro al modo de
la razón pura kantiana, sin apercibirse de la gran variedad de condicionamientos y “persuasores ocultos” a los que el hombre está sujeto, es
ajena a la realidad integral del hombre. Las precomprensiones ideológicas y las situaciones sicológicas pueden falsear, por ejemplo, la com-
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prensión del hombre. Estas precomprensiones tienen, quizás, su origen
en experiencias y encuentros que han marcado la vida de un ser humano y le han hecho particularmente sensible a determinados valores.
Podemos apreciar, del mismo modo, que una sicología que tuviera
en cuenta una especie de etiología determinista, sin apercibirse de que
debe quedar espacio al comportamiento ético responsable, es ajena al
concepto de persona humana. Los procesos del subconsciente o la figura que el ambiente social ha perfilado en los individuos, no hacen un individuo programado de tal modo que no queda espacio para la libertad
con su función intelectiva y volitiva. La libertad humana es direccional,
disposicional, diatésica [diavqesiı = diáthesis]; no es, por tanto, pura
indeterminación. Este disposicional viene viciado por las numerosas vicisitudes de los condicionamientos sicosomáticos influidos por condicionamientos exteriores, por ejemplo, estado de nerviosismo a consecuencia del desempleo, la competitividad por el puesto de trabajo. No
se trata, por tanto, de saber si un determinado comportamiento es o no
ético, sino, más bien, en qué condiciones sicosomáticas y ambientales
puede decirse que este comportamiento es expresión de una personalidad moralmente madura.
¿Cuál es, entonces, la constante de la conciencia ética? ¿Es la obligación de obrar basándose en lo que hic et nunc se considera mejor? ¿A
qué variaciones está sujeta la conciencia para que resulten el juicio teórico y el juicio práctico, o los criterios de discernimiento y los criterios
de decisión?
Es cierto que la persona humana tiene, por el disposicional de su
energía extática, la obligación de obrar basándose en lo que hic et nunc
considera mejor. También es cierto que la malitia cordis, indetectable a
la razón tecnológica, es independiente de cualquier condicionante: lo es
del hecho cultural en que se mueven las actitudes teístas o ateas; lo es
del estado de creencia dentro de cualquier religión; lo es de las disgenesias sicosomáticas de naturaleza biológica o síquica, o de cualquier otro
Tratamiento sicoético en la educación
109
tipo de condicionantes ya enumerados. Cristo corrobora el hecho de esta
malitia cordis, que anida en lo más profundo de la interioridad humana,
como constante del acto inmoral: “Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda hacerle impuro… Porque de dentro, del corazón de
los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria,
insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y hacen impuro al hombre” (Mc 7,15.21-23).
La energía extática, por otra parte, contiene en sí el genético votum
implicitum in re, el deseo implícito de hacer el bien; esto es, la “buena
fe”, la “buena voluntad” (Lc 2,14), que debe suponerse en toda persona
humana, en virtud de la cual podría actuar —removidos todos los obstáculos sicosomáticos, culturales, educacionales, o ambientales, que lo
impiden— según su propia constitucionalidad mística o deitática. Difícil es concebir que alguien haga el mal en razón del mal; antes al contrario, se hace el mal en razón del bien. Este hecho, sin embargo, no desmiente la responsabilidad moral.
El acto moral requiere los criterios constitutivos para su madurez. La
libertad no es criterio suficiente: ésta necesita la capacidad de valoración
ética de la acción y la capacidad de decisión, no sin la dura condición
de los diferentes factores sicosomáticos, educacionales, culturales y ambientales. Las fuerzas pulsionales sicosomáticas, siendo estimúlicas y
sin propia autonomía, antes bien, abiertas al espíritu inhabitado por la
divina presencia constitutiva, necesitan ser movidas direccionalmente,
motivadas por la energía extática.
La acción inmoral, no es en sí misma el resultado de la transgresión
de una norma ética, antes bien, tiene como supuesto inmediato la malicia del espíritu humano que, degradando su constitutividad ontológica
o mística, se despersonaliza, en diferentes grados según la fuerza de esta
malicia, en ningún caso, según la dimensión de la acción. La malicia del
espíritu adquiere múltiples matizaciones y graduaciones en virtud de
110
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que se realiza mediante el ejercicio de una libertad deformada con el
concurso de la consciencia de la inteligencia y el consentimiento de la
voluntad, no sin la dura condición de los factores sicosomáticos internos
y externos.
Toda acción inmoral es la manifestación de una disgenesia que adquiere las características del autoengaño o de la “mala fe”, malitia cordis, que enmascara y tergiversa toda verdad, toda bondad, toda hermosura. Mi sistema lleva la geneticidad más allá de la biología: la geneticidad del espíritu es de distinta naturaleza que la geneticidad síquica o
que la geneticidad somática; existen, por ello, las disgenesias del espíritu, atribuibles sólo a la malicia de éste, y las disgenesias de la sique y
del cuerpo que, en parte, pueden tener el supuesto de aquél. Su consecuencia inmediata es el síndrome ontológico del anarcós del que derivan toda suerte de trastornos y anomalías en el espíritu con resultado
proyectivo a la sicosomatización de las fuerzas pulsionales que, actuando sin dirección y sentido, dan lugar a manifestaciones internas o externas de las llamadas pasiones o vicios capitales. Este síndrome conduce
al delirio del “yo” con exclusión de toda norma y disciplina, degenerando, al final, en impotencia e inapetencia mental o emocional.
III
Mi concepto de libertad, lejos de un determinismo transcendental, es
el de una libertad formada por el amor con sus dos funciones: la fe y la
esperanza. El acto inmoral nos ofrece, contrariamente, un concepto de
libertad deformada o libertinaje cuya consecuencia ontológica es la patología del yo que, con su egoísmo, puede degenerar, con la increencia
y desesperación, en manifestaciones egofrénicas y egolátricas agresivas
o depresivas. El egoísmo es el estado de un individuo que, aunque es
capaz de actos generosos, pone su yo como centro de interés de todas
Tratamiento sicoético en la educación
111
las cosas. La egofrenia y la egolatría se caracterizan por ser estados agresivos o depresivos. Estos estados, cuando se refieren a la egofrenia, disminuyen al mínimo la capacidad para acciones generosas, convirtiendo
a los demás en una especie de esclavos; la egolatría, por su parte, se manifiesta en un individuo cuando éste, debido a estos estados agresivos o
depresivos, centra todo hacia sí, encontrando su razón de ser en el culto
a su personalidad. Todas estas enfermedades que tienen que ver, al mismo tiempo, con la sicología y con la ética son estudiadas por la “egología”, parte de la sicoética que estudia las manifestaciones del ego, siendo éste proyección en la sique de los estados disgenésicos del yo.
La negación, por mi concepción genética del principio de relación,
del seudoprincipio de identidad abre perspectivas de apertura y fundamentación al sicologismo y a la siquiatría. Quedarían superadas con el
supuesto de mi concepción genética de la metafísica: una siquiatría del
alma en el alma, por una siquiatría del alma en el espíritu; y una ética
autónoma, heterónoma o teónoma, por una ética teantrópica.
El enunciado es preciso: la sicoética es la ciencia que estudia la acción teantrópica en las estructuras síquicas y éticas del ser humano, iluminadas por una ontología propia del espíritu cuya dínamis es el éxtasis, que estudia la extasiología como rama de la ontología o mística. La
ciencia sicoética supone, como ya he afirmado, dos condiciones constitutivas de la libertad: la capacidad de valoración ética y la capacidad
de decisión en cada uno de las actos teantrópicos. Ahora bien, la sique
posee un ego, cuya manifestación disgenésica es proyectiva del yo o de
la distorsión del yo. Esta manifestación disgenésica, que es relativa y
susceptible de graduación, posee como dínamis la neurosis 17 actuante
17
Es lugar común que la neurosis es, para la siquiatría, un trastorno sicológico
o fisiológico, menos grave que la sicosis, pero lo suficientemente grave
como para limitar la adaptación social del paciente y su capacidad para trabajar, que suele atribuirse a algún conflicto emotivo inconsciente. La sicosis
es ya una enfermedad mental caracterizada por desarreglos de tipo cognosci-
112
Fernando Rielo
en las fuerzas estimúlicas. La neurosis no tiene su origen en la función
motivacional de la acción teantrópica, ni siquiera en la malicia del espíritu; antes bien, en las manifestaciones disgregadoras de las disgenesias
del yo. Las disgenesias espirituales y sicosomáticas que no tienen el supuesto de la malicia del yo no son causa de responsabilidad moral; antes
bien, intervienen como atenuantes.
La primera manifestación de la neurosis del ego es el complejo o el
síndrome del miedo, entendiendo por “síndrome” el conjunto de síntomas o de fenómenos anómalos que caracterizan el complejo de funciones pulsionales de la sique con repercusiones frecuentes en lo somático.
El síndrome del miedo se sustantiva en tres estados fundamentales de
carácter positivo y negativo: a) estados de sentimiento o afecciones duraderas y de poca intensidad, como la simpatía, la compasión, la antipatía, o el rechazo; b) estados de emoción pasajeros y más intensos que los
sentimientos, como la impresión que puede causar un hecho o acontecimiento, o los estados de angustia; c) estados de pasión o afecciones duraderas sentidas con gran violencia, como el enamoramiento, los celos
o la venganza.
El yo no puede valorar y decidir la acción moral sin que pase por la
dura condición de la neurosis con su síndrome del miedo estructurado
en estados de sentimiento, emoción y pasión. Se puede sentir tendencia
hacia algo intuitivamente evaluado como bueno o beneficioso; o se puede sentir rechazo de algo intuitivamente evaluado como malo o penoso;
pero, al mismo tiempo, con esta atracción o aversión se producen una
serie de cambios fisiológicos cuya finalidad estriba en que se pueda llevar a cabo la aproximación o retirada. Múltiples son las anomalías que
nos dibuja la experiencia sicoterapéutica: la necesidad infantil de segutivo tan graves (a menudo con la presencia de ilusiones o alucinaciones)
que la adaptación social se hace imposible y el paciente debe ser sometido a
vigilancia médica. Admitiendo estas definiciones de la siquiatría, entiendo
la neurosis en un sentido más amplio.
Tratamiento sicoético en la educación
113
ridad, el rechazo adolescente de las normas morales, la búsqueda de
compensaciones afectivas con graves consecuencias en el carácter y en
el modo de relacionarse con los demás, la evasión por medio de las drogas y el alcoholismo, los fenómenos de la delincuencia, y los problemas
que se derivan de las tendencias homosexuales, de las enfermedades físicas y sicosomáticas conocidas… Múltiples son también las anomalías
de orden cultural, político o religioso: desde la regresión a comportamientos primitivos, hasta las diversas formas de terrorismo, o del fanatismo capaz de la eliminación moral, social y física de sus oponentes.
Estos hechos nos dan que pensar a la hora de reconocer los límites
de responsabilidad de los actos y de las actitudes morales. Los hechos
y actitudes que se derivan del comportamiento del ser humano no pueden escapar a la experiencia que de éstos tienen los médicos, los biólogos, los sicólogos, los sociólogos, los etnólogos, los pedagogos, los moralistas, los filósofos…, porque la persona humana es una realidad tan
compleja que no hay ciencia única que pueda atribuirse el conocimiento de la validez y responsabilidad absolutas de la acción moral.
¿Incurrimos, por ello, en un relativismo ético? No. La razón ya la hemos reiterado: la energía extática o potencia de unión se proyecta en la
libertad bajo la forma del amor, en la mente bajo la forma de la fe, en la
voluntad bajo la forma de la esperanza. Estos son los disposicionales
“diatésicos” que, no sin la dura condición de las múltiples disgenesias
de orden espiritual, síquico y somático, fundan y forman el espíritu de
la norma moral, y deciden, implicando el concepto de destino, la verdad, bondad y hermosura de toda acción moral.
114
Fernando Rielo
IV
El tema, tratamiento sicoético en la educación, me lleva, finalmente,
a intentar dar respuesta a una pregunta: ¿dónde radican las disgenesias
que tienen su asiento en las funciones sicosomáticas? Hemos afirmado
que es la neurosis con su síndrome del miedo el impulso estimúlico de
las fuerzas de la sique; en ningún caso, lo es la libido, ni el complejo de
Edipo, ni el complejo de inferioridad, ni otros supuestos en los que pretenden apoyarse las distintas teorías siquiátricas. La perturbación angustiosa del ánimo porque suceda algo contrario a lo que se desea, o por
cualquier peligro real o imaginario que se presenta a la sicología o al espíritu humanos, es el síndrome donde se originan todos los complejos.
La inseguridad, por ejemplo, surge del miedo a perder algo que ya
poseemos o de no poder alcanzar lo que deseamos. Si la inseguridad no
da paso a la seguridad, aquélla toma las características del complejo de
superioridad. Este complejo no es otra cosa que una falsa seguridad como nos instruyen sus diversas formas anómalas: la fanfarronería, la jactancia, la infravaloración de los demás, los ataques a la reputación de
los otros, los celos, la agresividad.
Otra de las consecuencias del miedo es el sentimiento de culpa con
su ley proyectiva en dos movimientos con los que el individuo intenta
eludir su responsabilidad:
a) Introspectivo o introyectivo, que es la proyección hacia sí de todos los males de los que se siente culpable; de aquí, las expresiones “soy
el peor del mundo”, “no soy nadie”. La introspección es entendida como
un mecanismo de defensa consistente en una tendencia a incorporar al
yo las cualidades de otras personas, mientras que la proyección es aquel
mecanismo defensivo por el que un individuo atribuye al mundo externo procesos síquicos reprimidos que no reconoce de origen personal.
Tratamiento sicoético en la educación
115
b) Extrospectivo o extrayectivo, que es la proyección hacia los demás porque son los demás, la sociedad —o alguien o un grupo que sirve
de chivo expiatorio—, quienes tienen la culpa de sus propios males. Este hecho está hoy, de alguna manera, reflejado también en los medios
de comunicación social e, incluso, en el derecho penal.
Sin tener en cuenta las aportaciones que hace el sicoanálisis o la sicología de lo profundo, es difícil resolver el complejo problema de la
culpa moral. Tampoco es suficiente, empero, el conocimiento del complejo y su aceptación por el interesado. El hombre que hace tal o cual
acto no es en su raíz, ni en todos sus aspectos, una tabula rasa, sino que
se halla ya, en cierto modo y bajo muchos aspectos que hemos visto, dirigido e influenciado. Ni siquiera el propio educando puede hacer de sí
lo que quiere, como tampoco pueden hacerlo sus padres y educadores.
Se requiere, además de la aceptación y disposición para resolverlo, la
acción divina de la gracia; esto es, la teantropía mística: acción de la
gracia en el ser humano con el ser humano.
CUESTIÓN FINAL
I
La divina presencia constitutiva del sujeto absoluto es el patrimonio
genético del espíritu, herencia ontológica dada al yo humano, para constituir su personalidad: cuanto más personalice el ser humano la divina
presencia que le es constitutivamente otorgada tanta mayor riqueza, tanta mayor personalidad tendrá. La personalización del yo en cuanto yo,
intentando rechazar esta constitutividad, tiene el signo de aquella despersonalización en la que todo actuar es, en última instancia, un “sin
motivo”. El actuar constitutivo, frente al actuar despersonalizante, es
propio de todo ser humano, y donde hallan fundamento la religión, la
ética y el derecho.
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Fernando Rielo
El espíritu, definido por la divina presencia inhabitante que lo hace
persona singular, pertenece sólo al orden constitutivo o general con el
que todo ser humano viene a esta vida. Este orden general es el fundante
de todas las religiones, de todos los credos, e, incluso, de las distintas
mentalidades y sensibilidades históricas. Cristo eleva, con su redención,
este orden constitutivo a un orden santificante que, otorgado por la acción teándrica que representa su persona divina encarnada, hace de la
persona redimida mística teandría de la divina teandría.
Esta elevación al orden santificante no niega la posibilidad de personalización o despersonalización, en virtud del ejercicio potestativo de la
libertad humana. La despersonalización es, también, en el cristiano un
“sin motivo” como afirma el Evangelio: “Me han odiado sin motivo”
(Jn 15,25) o “Padre, perdónales, porque no sabe lo que hacen” (Lc 23,
34). Esta actitud despersonalizante comporta una aversio a Deo y una
conversio ad creaturam.
Cristo, irrumpiendo en la historia humana con su redención y su poder santificador, se ofrece al ser humano como el supremo maestro de
una sicoética que no puede pasar desapercibida a ninguna de las modernas concepciones de la ética y de la sicología con sus métodos. No
puede desmentirse una historia que, con fundamento en el discurso, el
testimonio y la vida de Cristo ha producido una cultura de la cual todas
las concepciones occidentales son, de uno o de otro modo, deudoras. Si
no ha ejercido el positivo influjo que debiera, hay que pensar, más bien,
en los eximentes que tienen su raíz en las innúmeras anomalías que padece el ser humano; en ningún caso, a la misión apostólica y redentora
de Cristo que, Hijo del Padre, ha querido actuar con la fuerza del Espíritu Santo en la persona humana con la persona humana. La aceptación
o el rechazo implícitos o explícitos de este actuar redentor, por medio
de la energía extática o la malicia del espíritu, fundamenta el criterio de
validez de una ética cristiana que determina la verdad o falsedad del
juicio en toda decisión ética.
Tratamiento sicoético en la educación
117
La aceptación puede ser por medio de la cultura o por medio de la
gracia: lo primero, es virtud de la razón; lo segundo, es virtud de la fe.
La razón por la que no se ha entendido a Cristo, incluso racionalmente,
nos la esclarece Él mismo: “¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Sencillamente, porque no queréis aceptar mi palabra” (Jn 8,43). Si queremos
entender el lenguaje de Cristo como fundante de una ética, de una sicología o de una pedagogía, debemos aceptar su revelación, esto es, prestar atención a su palabra, tomarla en serio, sin prejuicios, abriendo nuestra inteligencia a un mensaje total que, codificado espiritualmente, encierra en sí mismo la sabiduría de toda ciencia.
Rechazar la actitud monologante, especie de autismo verbal, es una
de las reglas pedagógicas fundamentales de la comunicación entre personas. Debe disolverse todo impedimento a la apertura y al diálogo; pero debemos preguntarnos ¿apertura a qué?, ¿diálogo con quién? , y seguir, luego, preguntándonos ¿qué forma de apertura? ¿qué forma de diálogo? Las respuestas a estas preguntas nos deben llevar a concebir que
no podemos admitir una apertura y un diálogo a la deriva: una apertura
por la apertura, o un diálogo por el diálogo; antes bien, una apertura y
un diálogo formados. Y esto sólo puede ocurrir cuando la apertura y el
diálogo poseen dirección y sentido; por tanto, término o referente necesario que posea carácter definiente, activamente absoluto. La persona
humana posee en sí misma, en virtud de la divina presencia constitutiva
en su espíritu, la capacidad de sensibilizarse a una comunicación creativa en el amor y a la búsqueda auténtica de la verdad, del bien y de la
hermosura.
El paradigma de la actitud dialogal no es el “hablar por hablar”, el
“comunicarse por comunicarse”; antes bien, saber escuchar y entender
al prójimo en clave espiritual, porque eso es el ser humano: un espíritu,
más que encarnado, sicosomatizado. Tomar en serio, prestar atención y
escucha al niño, al joven o al adulto que tenemos delante, es encontrarnos con una realidad sagrada, una sacralidad viviente, en cuyas mani-
118
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festaciones late, abscóndita, una sacralidad absoluta que se dona al ser
humano en el misterio de amor y verdad de tres personas divinas.
II
Los discípulos de Cristo modifican al seguirle o confesarle su propio comportamiento y su forma de entender (Mt 16,21). La relación que
los une con su Maestro no es, exclusivamente, de orden intelectual; antes bien, es un hecho concreto de seguimiento que supone ruptura con
el pasado. Esta relación amorosa no se circunscribe a una idea, un querer o un sentir; antes bien, es un acto de amor en el que va la vida entera, una vida que Él mismo va formando con la sucesiva incrementación
del éxtasis —de la reducción del egoísmo— en su espíritu, porque eso
es el éxtasis: incrementación del amor al infinito cuando las diversas formas del egoísmo tienden a cero.
Uno de los tantos rasgos de suprema sabiduría pedagógica de Cristo
es que no dejó, personalmente, libro escrito con el fin de que los seres
humanos colaboráramos con la gracia significada por el Espíritu Santo
para ser instruidos con la doctrina que, escrita y transmitida a través de
los siglos, fuéramos capaces de asimilar: sólo cuando los impedimentos
o disgenesias sicosomáticas queden reducidas a cero ontológico 18 con
la muerte, el Espíritu Santo revelará al bienaventurado la plenitud de la
verdad (Jn 16,13; cf. 14,26).
Las Sagradas Escrituras subrayan, por último, los límites humanos,
lo trágico de la vida, la falta moral… El hombre está llamado a tomar
18
La reducción a cero ontológico no significa aniquilación, pues Dios no aniquila lo que crea. Consiste en esto el principio de la conservación creadora.
Tratamiento sicoético en la educación
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conciencia de esto, a expresar y confesar su propia culpa, a abandonar
sus propias máscaras.
El verdadero impedimento para recibir el don de la liberación por la
gracia no son las transgresiones más o menos graves y voluntarias, sino
la pretensión humana de la autosuficiencia, de la autonomía despersonalizante, que esconde la propia desnudez radical (Gén 3). De esta pretensión surge la búsqueda ansiosa de una seguridad basada en la propia
seudojusticia como el endurecimiento del corazón y la autojustificación
del que rehúsa reconocerse limitado por los enormes condicionantes de
su complejidad personal. Esta negativa a reconocer la propia limitación,
y abrirse a la transcendencia desde la compleja ignorancia (Jn 9,40), impide la acción de Dios. La concepción cristiana del comportamiento ético singular no puede ser el resultado de una ilusión por la que el cristiano pueda creerse justo por sus propios méritos. Esta actitud inauténtica
lleva al hecho superficial de creerse superior a los demás, e, incluso, de
menospreciarlos, generando, de este modo, una forma de aislacionismo
de negativas consecuencias en el orden ético, sicológico y pedagógico.
Es necesario, pues, tener la intención y la disposición de que las actitudes inauténticas queden radicalmente disueltas.
La actitud pedagógica de Cristo es la de un “no temáis” que produce el efecto positivo que quiere significar dicha expresión. ¿Por qué?
Porque es una actitud que tiene todas las virtudes de la energía extática:
el amor, la paz, la sinceridad, la seguridad, la confianza, la generosidad… La creencia y la fe controlan el miedo con sus derivados complejos en tal grado que son inversamente proporcionales: a mayor creencia
o fe, menor miedo; a menor creencia o fe, más miedo. Las expresiones
del lenguaje común “voy a poner fe en esto”, “creo en esta persona”,
“tengo mucha fe en que esto saldrá”, etc., son disolventes del miedo que
ocultan porque la creencia y la fe forman hábitos de dominio en los que
las diversas formas de acometer el complejo del miedo van transformándose en la virtud correspondiente: valor, humildad, sinceridad, confianza, prudencia…
120
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La sicoética que plantea Cristo, en orden a la educación en el éxtasis y la forma de trato con el otro, no se centra en normas para dirigir el
comportamiento, ni en métodos de terapia sicológica para curar con eficacia. Su único principio es el amor. Pero no un amor cualquiera, antes
bien, la forma suprema de cómo debe ser este amor: “amaos los unos a
los otros como yo os he amado” (Jn 13,34). La razón es sencilla: Dios
es amor y si Dios es amor, el hombre, deidad también a imagen y semejanza de Dios, es también constitutivamente amor. Pero no debe ser un
amor cualquiera, sino un amor que posee una referencia concreta, histórica, personal, encarnada. El amor divino se encarna en Cristo y su testimonio, llevándolo hasta el fin con su muerte y muerte de cruz, es la
clave para dar dirección y el sentido al amor cristiano: “No hay mayor
testimonio de amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).
Esta amistad que afirma Cristo, amigo de pecadores y marginados de
todo tipo, es la concepción, no de un homo homini lupus; antes bien, de
un homo homini amicus, esto es, de una amistad que posee las características de la universalidad: el amor a los enemigos, a los débiles, a los
oprimidos bajo cualquiera de los condicionamientos síquicos, culturales
o sociales. Un amor incondicionado, capaz de suscitar confianza, que
sabe soportar, perdonar, tolerar, prever, acoger…, un amor que acepta
al otro como es, en toda su complejidad como persona, y no a condición
de que sea como yo quiero. Esta incondicionalidad del amor es la característica de la geneticidad espiritual, lo que sirve de transmisor infalible
para que la energía extática —esto es, la gracia divina en el ser humano
con el ser humano— haga del ser humano plenitud personal.
FILOSOFÍA SICOÉTICA
PROEMIO
El ser humano es una realidad compleja que, de diversos modos, estudian las ciencias; en especial, las llamadas ciencias del espíritu. El
hombre, sin embargo, es + de lo que dicen los filósofos, los sicólogos,
los moralistas, los sociólogos, los etnólogos, los políticos, los economistas… Su intimidad constitutiva escapa a cualquier ciencia. Toda ciencia, sin embargo, tiene, por ser ciencia del hombre, la huella de esta íntima actualidad a la cual aquéllas están abiertas. Esta íntima actualidad
es la ejnevrgeia o acto ontológico de la persona; esto es, la vectorial
constitutiva en la que encuentran la intensidad, dirección y sentido todos los demás actos humanos: desde la libre elección, hasta los diversos
modos de condicionamientos: de carácter sociocultural, como los prejuicios, las convenciones sociales y los modelos de comportamiento interiorizados; de carácter síquico, como los instintos, los sentimientos y
las pasiones; de carácter biológico, como el dolor, la respiración o la digestión.
Difícil es discernir la demarcación de las diferentes ciencias porque
no podemos encontrar un supermétodo que discrimine la experiencia
matematizable de la otra experiencia que, abriéndose existencialmente
a la infinitud, no es susceptible de matematización. Las ciencias positivas parten de la sola experiencia sensible o matematizable. La experiencia no cuantificacional es, sin embargo, mucho más rica porque incluye
124
Fernando Rielo
los resultados de la experiencia matematizable en la motivación que le
ofrece el vasto horizonte de la intimidad existencial. La forma de experiencia, matematizable o no matematizable, determina, con sus métodos
propios, el umbral de las ciencias positivas y ciencias del espíritu. Las
dos formas tienen carácter inverso: reductivo o experimental, la experiencia matematizable; potenciante o experiencial, la experiencia no matematizable.
La filosofía sicoética encuentra su campo de estudio, sobre todo, en
aquella experiencia no matematizable que, abriendo el ámbito experimental a la reflexión profunda, constituye el ámbito experiencial en el
que se sitúan las vivencias humanas que determinan las diversas formas
espirituales de comportamiento, de sensibilidad y de mentalidad. El espíritu es la sede de la persona humana, la intimidad en la que radica la
dirección y el sentido de la libertad, el inteligir, el querer, el dominio,
la creatividad, la generosidad, el amor… La intimidad humana posee
una forma, un “+” que la hace comunicable, potestativa, perfectible. El
“+” es aquel estado compenetrativo, aquella apertura uncial o unitiva,
aquel potencial espiritual, en que queda nuestro espíritu constituido por
la divina presencia inhabitante del sujeto absoluto. Ésta es la riqueza suprema, el místico u ontológico patrimonio genético, que define a cada
ser humano como persona; esto es, sujeto responsable y libre, sujeto de
derechos y deberes, sujeto digno de sacral respeto.
El espíritu humano no es, sin embargo, un espíritu puro; antes bien,
un espíritu sicosomatizado, poseedor de fuerzas pulsionales o estimúlicas que, carentes en sí mismas de dirección y sentido, deben ser dirigidas por la persona humana en virtud de que ésta posee, ontológicamente, el carácter motivacional otorgado por la divina presencia constitutiva. La divina presencia constitutiva inspira en nuestro espíritu lo que es
esencia del sujeto absoluto: el amor. Motiva, por tanto, lo que se hace
por amor, con amor y en el amor. La inversión de esta fuerza motivadora de la persona viene caracterizada, bajo diversos grados de responsabilidad in status viae, por las distintas formas de la aversio, o del odio,
Filosofía sicoética
125
del que resulta la desunión, la muerte moral y física del prójimo, la guerra, la injusticia y toda suerte de calamidades provocadas, con mayor o
menor responsabilidad, por el propio ser humano. Este estado degradante de la libertad —una libertad a la deriva— es la despersonalización
del libertinaje, el “sin motivo” que denuncia Cristo: “Me odiaron sin
motivo” (Jn 15,25).
CUESTIÓN PREVIA
El ser humano no puede definirse por alguna de sus notas específicas: animal locuaz, político, simbólico, científico… o por una supuesta
facultad como la razón o la capacidad de libre decisión. Ninguna da la
talla o la medida del hombre. ¡Cuánta inefabilidad vivida desborda las
fronteras del lenguaje! ¡Cuán exiguo le queda todo simbolismo para expresar el inquietum cor de su intimidad constitutiva! ¡Cuánta sabiduría
queda oculta al dominio de la ciencia! ¡Cuánta la fuerza de la contemplación extática remontándose, sin mediación de sentidos y facultades,
a todo discurso de la razón! ¡Cuánta insatisfacción en cada supuesto acto
de libre decisión!
Tampoco puede definirse el ser humano por lo que sería tan sólo una
de sus dimensiones, porque este reduccionismo habría excluido o solapado, atentando contra su unidad integral, los demás componentes de su
naturaleza: no puede circunscribirse toda la riqueza del hombre a su dimensión social, con pretensión de la sola adaptación al medio; ni a su
dimensión sicológica, constreñida a la sicoterapia o al sicoanálisis; ni a
su dimensión ética que, con su exceso de norma, puede cercenar los más
altos valores espirituales y morales; ni a su dimensión biológica o física
que se conforma con la cura del cuerpo. Una definición “bien formada”
del hombre debe contener, por potenciación, en ningún caso por reducción, la información o lectura genética que determine la integración y
126
Fernando Rielo
desarrollo adecuado de todas las estructuras humanas sin exclusión de
ninguna de ellas. Téngase en cuenta que el término “genético” es, en mi
pensamiento, un concepto abierto que, significando “transmisión hereditaria de valores”, se refiere, per communicationem et non per analogiam, no sólo al ámbito biológico, antes bien, al sicológico, moral, ontológico y metafísico. El ámbito metafísico es el que recibe la definición
suprema de lo genético. Los demás grados descendentes de geneticidad,
ontológico, moral, sicológico o biológico, son, supuesta la creación,
imagen y semejanza de la geneticidad metafísica.
La persona humana es intimidad que, exigencialmente abierta al sujeto absoluto y constituida genéticamente por la divina presencia de éste, no es identificable con lo ético, con lo síquico y con lo orgánico. Mi
concepción genética del espíritu humano, lejos del marceliano espíritu
encarnado, es más bien un espíritu sicosomatizado que se encuentra en
abierta tensión de dos límites: formal, la finitud del sicosoma; trascendental, la infinitud del sujeto absoluto.
Si me refiero a la intimidad, mi concepción genética de ésta da razón
del agustiniano Tu autem interior intimo meo. La intimidad divina, de
la que es imagen y semejanza la intimidad humana, es la extasiación de
las personas divinas entre sí. El enunciado es exacto: las personas divinas, en estado de inmanente complementariedad intrínseca, se extasían
entre sí constituyendo, a su vez, única naturaleza, única sustancia, única esencia divinas. El éxtasis de amor de las personas divinas entre sí
es apoteosis absoluta de su ser, estar y existir. La esencia de la Santísima Trinidad, expresada por el Qeo;ı ajgavph ejstivn [“Dios es amor”
1Jn 4,16], consiste en esta divina apoteosis del éxtasis de amor que se
tienen las personas divinas entre sí.
Si me refiero a la divina presencia constitutiva en el espíritu creado,
su precedente, aunque lejano, es la concepción tomista de la presencia
de inmensidad por esencia, por presencia y por potencia. Digo lejano
porque esta concepción escolástica de la “presencia” implica, además de
Filosofía sicoética
127
referirse a todo lo creado, una relación externa. Concibo dos tipos de
presencia de carácter ontológico sub ratione creationis: la divina presencia constitutiva, que en los vivientes personales es intrínseca y en los
impersonales extrínseca, y la divina actio in distans referida a los no vivientes, esto es, a las cosas constituyéndolas en sus leyes. El concepto
“presencia”, del latín praesentia 1, tiene el significado de lo que es “en
persona”, esto es, de lo actual, inmediato o incondicionado. La divina
presencia constitutiva es este “en persona” ontológico, porque las personas divinas se “personan”, esto es, hacen acto intrínseco de presencia en
nuestro espíritu creado para constituirlo, a su imagen y semejanza, persona deitática. El verbo español “personarse” significa “hacer acto de
presencia”, “presentarse personalmente en alguna parte”; en este caso,
es estar presente constitutivamente, dando carácter personal al lugar
donde se hace el acto de presencia. Esta divina presencia constitutiva,
como ley interior del ser humano, fue con antelación definida, con diferentes expresiones, por los santos padres y por los místicos: Acies cordis
la denominó San Agustín 2, apex mentis la calificó S. Buenaventura 3,
scintilla rationis la bautizó Santo Tomás 4, lex spiritus la proclamó San
Juan Damasceno 5, sustancia del alma la designó San Juan de la Cruz;
centro del alma o lo muy hondo e íntimo del alma la declaró Santa Teresa de Jesús. Sería, empero, San Agustín quien habría de ilustrar este
hecho con aquella célebre expresión oracional: tu autem eras interior
intimo meo et superior summo meo 6.
Si me refiero, por último, al “sicosoma”, esta palabra, de la que deriva el adjetivo “sicosomatizado”, viene de la composición de dos sustantivos griegos, yuchv [psique] y sw`ma [soma], que significan, respecti1
2
3
4
5
6
Plural neutro del part. pres. de praesum.
Evang. sec. Joh., Sermo XXXVIII.
Itinerarium mentis in Deo, I.
II Sent. 39, q. 9, a.1.
De fide orthod., IV, 23.
Confesiones III,6.
128
Fernando Rielo
vamente, alma o sique y cuerpo o soma. El alma es, para mí, un complejo de funciones síquicas y el cuerpo es la integral biológica del alma
sin la cual aquél carece de vida. Distingo, de este modo, espíritu, alma
y cuerpo, en tal grado que el alma humana participa de los dos entes:
transcendental, el espíritu con sus funciones sicoespirituales; formal, el
cuerpo con sus funciones sicosomáticas. Los vivientes impersonales, al
no poseer espíritu, sólo poseen funciones sicosomáticas o estimúlicas.
CUESTIÓN CRÍTICA
La sicología y la ética nacieron al amparo de la filosofía. Los modelos filosóficos han intentado, por esta causa, dar fundamentación a estas
dos ciencias. El resultado ha consistido en multitud de concepciones éticas y sicológicas subordinadas a sus respectivos sistemas filosóficos. La
aplicación tardía del método matemático, refiriéndome a la sicología,
tampoco ha evitado su multiplicidad en diferentes escuelas: asociacionista, experimental, fenomenológica, funcional, conductista, gestaltista,
sicoanalítica, fisiologista, genética. Los métodos experimentales, aplicados a la sicología, iniciados tímidamente en el s. XVIII con la psychologia empirica de Wolff a expensas de la psychologia rationalis, tomaron auge en el s. XIX con los “Laboratorios de sicología experimental”
de Wundt en Alemania y de Titchener en Estados Unidos, hasta llegar,
finalmente, a la enorme fragmentación de estudios experimentales llevados a cabo en el siglo XX, que recogen, agradecidas, otras ciencias como, por ejemplo, la sociobiología, la medicina o la bioquímica.
La experiencia cuantificacional se refiere, no obstante, a aquel momento de la sique que denomino “complejidad sicosomática” o sicobiológica; en ningún caso, a su “complejidad siconeumática” o sicoespiritual. El alma es un complejo de funciones sicobiológicas y sicoespirituales. La negación de las funciones sicoespirituales introduce en la si-
Filosofía sicoética
129
cología una seudoconcepción materialista que, con el gravamen de la
petitio principii, degrada al alma en un sicologismo del que forman parte, por igual, los vivientes personales e impersonales. Convergen en los
estudios experimentales de la complejidad sicosomática ciencias cuantificacionales como la biología, la genética, la fisiología, la etología, la
sociobiología, la neurofisiología o la bioquímica, en estudio comparado
con los animales o vivientes no personales. Pertenecen a la complejidad
siconeumática las llamadas ciencias del espíritu, entre ellas, la “filosofía sicoética”, que se aleja del estudio comparado con los animales.
Encuéntrase en el umbral de las diversas formas de experiencia el
problema de los límites de la cuantificación. ¿Hasta dónde es posible
que algo pueda ser cuantificado? ¿Qué clase de validez corresponde a
lo que no es matematizable? La experiencia humana no se agota en lo
sensible: bastante más cúmulo de experiencia hay en lo no cuantificable, y es ésta la razón por la que lo no matematizable es más valioso y
vital para el ser humano. El influjo que deja en la conciencia lo matematizable es espontáneo y pasajero. La mayor parte de las vivencias, el origen de las diversificadas formas de comportamiento…, exceden al método matemático, porque pertenecen a la “complejidad siconeumática”
de la experiencia no sensible. Este “no sensibilismo” es, precisamente,
en lo que consiste la experiencia ontológica o mística, que halla su cima
y fundamento en una concepción “bien formada” de una metafísica que,
ciencia consistente, completa y decidible, rechaza todo carácter tautológico implicado en el seudoprincipio de identidad.
La identidad no tiene, científicamente hablando, ningún significado
metafísico ni epistemológico. De hecho, las ciencias positivas no utilizan, ni en cuanto al método, ni en cuanto a su objeto, la identidad: ésta
no produce ciencia. El significado de la identidad se remite al lenguaje
común: reconocimiento por medio convencional de algo o de alguien;
caso, la bandera o el documento acreditativo de un individuo. Esta identidad, elevada a absoluto metafísico, lleva al ser y al conocer a una especie de catalepsia extrema: aquella que se produjo en la concepción
130
Fernando Rielo
del ser de Parménides. Entran a formar parte de la identidad las expresiones “ser es ser”, “ser en cuanto ser”, “ser en el ser”, “ser por el ser”,
etc., porque son meras reduplicaciones de un mismo término [SS] en virtud de carecer de functor diádico (es, en cuanto, en el, por el... son seudofunctores diádicos); por tanto, expresiones que, viciadas por la identidad, carecen de sentido sintáctico, semántico y metafísico.
No hay acuerdo, sin embargo, en cuál es el sentido metafísico y cuál
el sentido lógico del supuesto seudoprincipio de identidad: mientras que,
para la Escolástica, el principio lógico de identidad es reflejo lógico del
principio metafísico de identidad, para otros, o bien niegan el nivel metafísico o el nivel lógico, o bien uno y otro nivel vienen a ser lo mismo.
Autores hay que hablan, además, del principio sicológico de la identidad. La identidad puede mutarse en multitud de fórmulas donde se confunde lo lógico y lo metafísico: “A es A”, “yo soy yo”, “A=A”, “yo=
yo”, “p3p”, “A es igual a A”, A es idéntico a A”, “A es lo mismo que
A”, “A pertenece a todo A”, “todo A es A”, “todo es igual a sí mismo”,
“*x, x=x”, y otras semejantes. Añadimos aún otras expresiones, no recogidas tradicionalmente como identitáticas, tales como: “A en cuanto
A”, “A en A”, “A por A”, “yo soy en mí”, “ser para sí”, “ser en sí”, “si
A, entonces A”, “si algo es, algo es”, “ser porque ser”… La razón se debe a que todas estas formas tienen la misma estructura: se reducen a un
functor monádico con un solo término que requiere ser reduplicado:
pongamos, por ejemplo, “yo soy en mí” es equivalente a la fórmula “yo
soy en yo” cuyo functor monádico “soy en” reduplica el término “yo”
con sus carentes de sentido sintáctico, semántico y metafísico.
Débese tener en cuenta que la “ecuación” de términos distintos, “A=
B” no es identitática porque es una expresión de functor diádico: en este
sentido, la ecuación “el Hijo es igual al Padre” y “el Padre es igual al
Hijo” no son expresiones identitáticas porque, en mi concepción genética de la metafísica, la forma de esta ecuación o igualdad es la inmanente
complementariedad intrínseca; esta forma ecuacional, afirmando la unidad de sus términos con la misma fuerza que su distinción real, indica
Filosofía sicoética
131
además que estos no son intercambiables porque tienen cada uno su
propio lugar metafísico.
La metafísica histórica comenzó ya viciada por este seudoprincipio
que, alojado en el to; o[n e[sti, en “el ser es” parmenídico, lo dejó inmóvil, estéril e insustancial, transportando a las distintas áreas del dominio metafísico sus referentes tautológicos con sus carentes de sentido
sintáctico, semántico y metafísico: sintáctico, porque el functor monádico, mutándose en una seudoestructura oracional, hace incapaz la comunicación de un lenguaje cuya lectura sea la identidad; semántico, porque,
supuesta la destrucción sintáctica, toda fórmula identitática, portando la
misma validez la afirmación que la negación, queda vacía de contenido;
metafísico, porque la identidad, pretendiendo evitar la petitio principii,
se transforma a sí misma en la propia petitio principii, en tal grado que
la identidad nunca puede alcanzar a su propia identidad. La petitio principii, resultado del carácter tautológico de la identidad, consiste en la falacia o sofisma resultante de explicar algo que, no siendo evidente por
sí mismo, se intenta explicar mediante sí mismo.
La sicología y la ética no han escapado a esta absolutización deformante, en tal grado que una sicología en cuanto sicología y una ética en
cuanto ética parecen subyacer a una filosofía metafísica que tenía a gala
el estudio del ser en cuanto ser. Hago distinción entre dos verbos o sustantivos: absolutizar o absolutización y absolutivar o absolutivación.
Toda absolutización, resultado de la tendencia tautologizante de la inteligencia humana, es un constructo identitático, un ei[dwlon, un ídolo o
simulacro, que, separado de la realidad del Absoluto, tiene por seudorreferente un abstracto en el que se autoafirma el yo intelectual del ser
humano. Esta autoafirmación identitática es degradación de la genética
acción absolutivante de una inteligencia que, abierta al Absoluto, puede
construir con el Absoluto conceptos bien formados. Confirman estos
supuestos dos ejemplos: si me refiero a la absolutización, la búsqueda
de nuestra propia identidad “yo soy yo” nos conduce, haciendo de nuestro yo un absoluto cerrado, a la despersonalización; si me refiero a la ab-
132
Fernando Rielo
solutivación, la búsqueda de algo + que yo conduce, por genética unión
con el Absoluto, a nuestra mística personalidad. El enunciado es preciso: nuestra inteligencia es, supuesta su creación, mística u ontológica
inteligencia de la divina o metafísica inteligencia. La razón es sencilla:
la inteligencia humana, siendo imagen de la inteligencia divina, es un
absolutivo del Absoluto.
CUESTIÓN FORMAL
I
La sicoética, fundada en la ontología o mística de un espíritu humano sicosomatizado, inhabitado, a su vez, por la divina presencia constitutiva, tiene el supuesto último de mi concepción genética de la metafísica, cuyo objeto es la concepción genética del principio de relación 7.
La visión bien formada de este principio se obtiene por elevación a absoluto de la relación, la ruptura de la identidad y la exclusión del campo fenoménico o experimental sujeto a la cuantificación.
7
Véanse mis publicaciones Teoría del Quijote. Su mística hispánica, Porrúa,
Madrid, 1982; Fernando Rielo:Poeta y filósofo, Editorial F.F.R., Madrid,
1991; Fernando Rielo: un diálogo a tres voces (Libro de entrevistas por la
Dra. Marie-Lise Gazarian, Nueva York, 1993), Editorial F.F.R., Madrid,
1995; también mis estudios publicados por Editorial F.F.R., Madrid: “Hacia
una nueva concepción metafísica del ser” en ¿Existe una filosofía española? (1988), “Concepción genética de lo que no es el sujeto absoluto y fundamento metafísico de la ética” en Raíces y valores históricos del pensamiento español (1990), “La persona no es ser para sí ni para el mundo” en
Hacia una pedagogía prospectiva (1992), “Prioridad de la fe en la educación” en Prioridades y ética en orientación (1993), “Función de la fe en la
educación para la paz” en Educar desde y para la paz (1994); “Formación
cultural de la filosofía” en Filosofía y educación (1995), “Tratamiento sicoético en la educación” en Educación y desarrollo personal (1996).
Filosofía sicoética
133
Las propiedades esenciales, que se siguen del carácter racional de la
elevación a absoluto “bien formada” de la relación, ponen a la inteligencia humana en estado de videncia de la estructura fundamental de la
concepción genética del principio de relación. La “videncia” metafísica
es estado de “visión formada” que la inteligencia posee en virtud de su
apertura, por medio de la intuición, al sujeto absoluto. Videnciar la concepción genética del principio de relación, incluyendo, en orden a su dirección y sentido, todas las implicaciones de la ratio intelligentiae y de
la ratio fidei, es tener “visión bien formada” de la metafísica genética:
una metafísica que incluye en sí misma el ámbito general de la creencia y el ámbito específico de la fe sobrenatural.
Esta visión “bien formada” de la concepción genética del principio
de relación consiste en que éste está constituido:
a) bajo la razón de la inteligencia humana, signada por la creencia
constitutiva, por dos y sólo dos seres personales en inmanente complementariedad intrínseca [P1=P2] o Santísima Binidad: no menos de dos,
porque habríamos vuelto a la identidad P es P; no más de dos, porque
un tercer término P3 es un excedente metafísico.
b) bajo la razón de la revelación divina, signada por la fe santificante, por tres y sólo tres seres personales en inmanente complementariedad
intrínseca [P1=P2=P3] o Santísima Trinidad. La fe cristológica nos lleva
a la revelación por Cristo de que Él es el P2 de la concepción genética
del principio de relación signada por la creencia constitutiva, y, además,
nos revela que existe una nueva persona P 3, que denomina “Espíritu
Santo”.
La ruptura del seudoprincipio de identidad rechaza, entonces, el monoteísmo unipersonalista, propugnando la abierta definición de personas divinas entre sí. Se videncia, de este modo, los dos niveles del mismo modelo metafísico: en el ámbito de una inteligencia ilustrada formada por la creencia, el monoteísmo binitario o ecuménico; en el ámbito
134
Fernando Rielo
de una inteligencia ilustrada formada por la fe, el monoteísmo trinitario
o cristológico. El enunciado de la genética definición metafísica es exacto: las personas divinas se extasían entre sí su única esencia o amor, su
única naturaleza o divinidad, y su única sustancia o congenitud. La concepción genética del amor no puede ser, entonces, en un solo ser personal divino; antes bien, es éxtasis absoluto entre personas divinas que
constituyen única divinidad, único sujeto absoluto cuya primera actuación ad extra es la imposibilitación de la identidad nada es nada o nada
absoluta. Esta imposibilitación de la nada absoluta es genetica possibilitas ad extra, fundamento para la libre creación de seres y cosas por el
sujeto absoluto. Si me refiero a la persona humana, ésta es creada por
el sujeto absoluto y definida, transcendentalmente, por su divina presencia constitutiva.
La estructura formal de la naturaleza humana es la de un espíritu sicosomatizado, esto es, la unidad de tres entes, espíritu, sique y cuerpo,
en la que el espíritu, inhabitado por la divina presencia constitutiva, es
creado e infundido en el sicosoma. Niego, en este sentido, el evolucionismo y el creacionismo absolutos por su carácter tautológico. La incompetencia del evolucionismo absoluto consiste, aparte de rendirse a
las exigencias de la petitio principii, en su rechazo del excedente personal e intransferible no biológicamente hereditario de cada ser humano.
No existe lo creado en cuanto creado porque, además de incurrir en la
petitio principii, rechaza la exigencia histórica de una evolución que tiene origen y término. Tampoco la creación es de la nada absoluta —sólo
existe único “Absoluto”—, antes bien, ex genetica possibilitate, que es
en lo que consiste mi concepción genética de la nada; la afirmación de
una nada absoluta habría introducido, al mismo tiempo, la negación de
la creación.
Tengo el parecer de que se dan tres grandes fases en la creación ex
genetica possibilitate: el big bang cósmico, el big bang biológico y la
creación del espíritu humano. El big bang biológico podría haber consistido, dadas las condiciones determinadas, en una primigenia explo-
Filosofía sicoética
135
sión genética que, mucho más tardía que la explosión cósmica, dio lugar a la evolución diferencial de los seres vivientes con exclusión del
espíritu humano. La creación del espíritu humano es un hecho presente
que se produce en la concepción de cada ser humano. Pertenecen a la
sicosomatización los dinamismos biológicoanimales heredados en parte
del precedente homínido; por tanto, subyacen a los caracteres biológicamente hereditarios.
La naturaleza humana, constituida de cuerpo, alma y espíritu, tiene,
refiriéndome exclusivamente al sicosoma, el precedente homínido [hominoideo] que, en la creación del espíritu por Dios, queda reducido a
cero ontológico su específico; de otro modo, la pareja humana sólo podría concebir homínidos. La monogenesia ilustrada en el Génesis y la
poligenesia descubierta por la ciencia se complementan entre sí de tal
modo que se puede hablar de una creación en la evolución y de una evolución en la creación. El nacimiento de los seres humanos con fundamento en este precedente hominoideo comporta la desaparición de los
homínidos, de tal modo que no existe el llamado “eslabón perdido” que
la antropología ha intentado descubrir porque, en verdad, somos nosotros mismos, los seres humanos, ese eslabón.
El espíritu humano es la sede de la unidad actual de la persona que,
asumiendo una sique y un cuerpo, sin ser reducida a sique o cuerpo, se
comporta ontológicamente no sin su condición sicosomática. No existe,
para mí, el concepto de espíritu puro; antes bien, la concepción genética del espíritu que: en lo metafísico, está constituido por las personas
divinas; en lo ontológico, por la persona humana que, supuesta su creación por las personas divinas, se demarca entre el límite formal del sicosoma y el límite trascendental de la divina presencia constitutiva. El espíritu humano es, por tanto, un finito abierto al infinito por la aperturidad del propio infinito.
La divina presencia constitutiva en el espíritu creado hace que la persona sea mística u ontológica deidad. La corroboración de este hecho
136
Fernando Rielo
halla su fundamento en el texto revelado del Génesis: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza (Gn 1,26). Los conceptos de “imagen” y “semejanza” tienen, para mí, el significado ontológico de esta divina presencia constitutiva del sujeto absoluto en el espíritu creado, consistente en dar a éste la categoría de “persona”; esto es, de “hipóstasis
filiada”, en virtud de la cual se establece un parentesco o linaje, conforme a las palabras de San Pedro: “sois linaje elegido” (1Pe 2,9), o de San
Pablo: “somos linaje de Dios” (Act 17,29). El ser humano es, pues, deidad: mística u ontológica deidad de la divina o metafísica Deidad; esto
es, el ser humano, supuesta la libre creación de su espíritu, es, constitutivamente, mística deidad formada por la divina Deidad.
Corresponde al mérito de Cristo el haber dado esta sublime, trascendente y ontológica definición del ser humano al corroborar con su palabra esta mística deidad: “dioses sois” (Jn 10,34) 8. Esta definición mística del hombre no queda reducida sólo al bautizado; antes bien, es propiedad de todos y cada uno de los seres humanos. La deidad humana es:
sub ratione creationis, constitutiva; sub ratione gratiae Christi, santificante. La divina presencia constitutiva, elevada por Cristo al orden
santificante, sella la personalidad del cristiano con la inhabitación incrementativa de las tres personas divinas, en tal grado que hacen que el espíritu quede transformado en “mística santísima trinidad de la Divina
Santísima Trinidad”. Este hecho místico es, con otros términos, corroborado por San Juan de la Cruz cuando afirma: “no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las tres Personas de
la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado (…) y para que
pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza” 9.
Si negamos el carácter deitático, constitutivo y santificante, a la persona humana, le habríamos amputado, no sólo lo mejor de sí misma, si8
9
Cf. mi conferencia “Función de la fe en la educación para la paz” en Educar
desde y para la paz (1994).
Cántico espiritual, 39,3.
Filosofía sicoética
137
no su propia razón de ser y existir: su comunión con el Absoluto, que
determina, no sin la dura condición de su complejidad sicológica y biológica, la esencia de su comportamiento y comunicación con sus semejantes. La sicoética implica, de este modo, el supuesto de una ontología
o mística que, lejos de incurrir en un antropocentrismo ingenuo propugnado por la experiencia cuantificacional, se adentra en el hondo misterio
que, abierto al infinito, le ofrece una antropología constitutivamente deificada que da razón de todas las dimensiones del hombre. Esta mística
deificación, deificatio de los padres latinos y qeivwsiı [théiosis] de los
padres griegos, fue defendida por San Atanasio y, de especial modo, por
San Agustín al afirmar Factus est Deus homo, ut homo fieret Deus; esto
es, “Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios” 10.
El ser humano se define por su constitutiva deidad potestativa que
asume, ontológicamente, la complejidad de funciones de la sique con su
integral somático. La forma genética del acto de nuestro espíritu, a imagen y semejanza del acto absoluto, es el éxtasis o energía extática, que
se manifiesta en la potencia de unión formando nuestra libertad con sus
dos funciones: la inteligencia y la voluntad. He nombrado antes la “contemplación extática”. Nada tiene que ver mi concepción de la contemplación extática con el pensar intuitivo, novhsiı, frente al pensar discursivo, diavnoia; lejos también mi pensamiento de la concepción bergsoniana de la “intuición vital”. Todas las posturas intuicionistas incurren,
de diferentes modos, en lo que denomino tautología intuicionista. El
concepto de “éxtasis” me da la medida de una visión, conocimiento o
comunicación inmediatos que incluyen el carácter existenciario de la
cultura hebraica y contemplativo de la cultura griega. El verbo “conocer” [d"y: [yada’] expresa en hebreo, asumiendo también el carácter contemplativo del ginwvskei [guinóskei] griego, una intrínseca relación
existencial y experiencial (Os 6,5; Jer 22,16; Mt 7,22s) cuya forma es
el amor, µymih}r" [rahamiim ], con significado preciso de entrañación, ter10
Sermo, 128,1.
138
Fernando Rielo
nura, compasión, misericordia de Dios para con el ser humano. La relación del amor con el concepto de éxtasis posee el precedente de San Bernardo con su concepto de “amor puro”, significando la experiencia mística o éxtasis donde el amor del hombre a Dios es consecuencia del amor
de Dios al hombre. Esta acepción originaria de San Bernardo se aleja
del concepto de amor puro, rayana en el quietismo, de Fénelon. La palabra griega e[kstasiı [ékstasis], compuesta del prefijo ejk [ek] con significación de “salida de”, y del sustantivo stavsiı [stásis] traducido por
las expresiones “estado de ser”, “estado de conciencia”, “estado de mentalidad”, vendría a tener el sentido etimológico de salida de un estado
de ser para entrar en otro estado de ser que incluye, a su vez, la salida
de un estado de conciencia inferior para entrar en otro estado de conciencia superior 11. El concepto de “éxtasis” ha sido incorporado también a
la filosofía por varios autores; entre ellos, William James, Berson, Heidegger, Sartre. Mi concepto genético de éxtasis es, con sentido diferente
al de estos autores, el de acto ontológico o energía constitutiva del espíritu humano que, abriéndose a la infinitud en virtud de la ruptura de la
identidad de la persona consigo misma por la divina presencia constitutiva, se comunica con Dios, con sus semejantes y con su entorno, bajo
aquella forma de unión con la que la exigencia necesaria del sujeto absoluto la define. Educar en el éxtasis es dar forma a la energía que capacita al hombre para, saliendo de sí mismo, unirse con los ideales más
sublimes que aquél puede concebir.
Concluyo esta cuestión formal. Mi definición de la filosofía sicoética es precisa: la sicoética es la ciencia que estudia la acción teantrópica
en las estructuras síquicas y éticas del ser humano, iluminadas por una
ontología propia del espíritu cuya dínamis es el éxtasis o extasiología.
Esta ciencia supone dos condiciones constitutivas de la libertad: la capacidad de valoración ética y la capacidad de decisión en cada uno de las
11
En “Prioridad de la fe en la formación humana” (1993), en “Tratamiento
sicoético en la educación” (1996) y en otros estudios, he desarrollado mi
pensamiento sobre el éxtasis.
Filosofía sicoética
139
actos teantrópicos. Ahora bien, la sique posee un ego que, manifestación
disgenésica o distorsión del yo, relativa y susceptible de graduación, viene caracterizado por la neurosis, actuante en las fuerzas estimúlicas por
medio de las manifestaciones disgregadoras del yo. La neurosis es, para
la siquiatría, un trastorno sicológico o fisiológico, menos grave que la
sicosis, pero lo suficientemente grave como para limitar la adaptación
social del paciente y su capacidad para trabajar, que suele atribuirse a
algún conflicto emotivo inconsciente. La sicosis es ya una enfermedad
mental caracterizada por desarreglos de tipo cognoscitivo tan graves (a
menudo con la presencia de ilusiones o alucinaciones) que la adaptación
social se hace imposible y el paciente debe ser sometido a vigilancia médica. Admitiendo estas definiciones de la siquiatría, entiendo la neurosis en un sentido más amplio. La primera manifestación de la neurosis
del ego es el complejo o el síndrome del miedo que se sustantiva en estados positivos o negativos de sentimiento, emoción y pasión.
Las disgenesias espirituales y sicosomáticas que no tienen el supuesto de la malicia del yo no son causa de responsabilidad moral; antes
bien, intervienen como atenuantes. Son muchos los casos de desintegración del acto libre. He afirmado con anterioridad que la inteligencia y
la voluntad son funciones de la libertad que, a su vez, es formada por la
energía extática de la potencia de unión. El llamado acto libre no es, por
tanto, un acto simpliciter, antes bien, un unitivo que participa del carácter de sus dos funciones: consciente y voluntario.
La responsabilidad, atribuida al ejercicio de la libertad, consiste, por
tanto, en la compleja integridad del acto libre, imposible sin el concurso de la inteligencia y sin el concurso de la voluntad que, a su vez, actúan, no sin la dura condición sicosomática, en el campo pulsional que
incide en la imaginación, los sentimientos, afectos, temperamento, sentidos internos y externos… en los que, asimismo, ejercen su innegable
influjo la mentalidad, la cultura, la instrucción y las diversas interacciones de los factores orgánicos, el sistema endocrino y nervioso, las determinaciones fisiológicas temperamentales de tipo hereditario y los fac-
140
Fernando Rielo
tores del ambiente cósmico, geográfico, climático y, sobre todo, el influjo social desde los primeros años. El conocimiento de estos condicionantes ayuda, a su vez, al conocimiento más eficaz del ser humano. Su
intimidad, sin embargo, desborda todo condicionamiento: su actuar es
imprevisible. Toda presión, ya sea sicológica, caracterológica, medioambiental, puede ser desafiada y desconcertada, no sin la dura condición
de estos condicionantes, por los recursos que proporciona al ser humano
la energía extática de su espíritu inhabitado por la divina presencia constitutiva, que hace de éste, a imagen y semejanza del Creador, místico
éxtasis del divino éxtasis, mística libertad de la divina libertad.
CUESTIÓN FINAL
Me detengo ahora en el ámbito sobrenatural de la sicoética; esto es,
de una sicoética racional elevada al ámbito de la fe cristológica, o de
una sicoética revelada que abre el horizonte a una sicoética racional. No
puede haber separación absoluta, en mi concepción genética de la ontología o mística, entre la creencia y la fe: la creencia está abierta a la fe;
la fe se ofrece a la creencia. La creencia abre, a su vez, la razón al infinito ámbito de la transcendencia; la fe se ofrece como don a la razón con
su creencia para elevarla a nuevo rango en la perspectiva de la revelación cristológica.
Cristo es el supremo maestro de una sicoética que, rompiendo la
identidad de la ética en cuanto ética y de la sicología en cuanto sicología, puede formar una incrementativa conciencia extática, en la que, como corrobora San Pablo, el Espíritu Santo infunde la mística percepción
de nuestro sobrenatural carácter filial: “la prueba de que sois hijos es
que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba, Padre! De modo que ya no eres siervo, sino hijo; y si hijo,
también heredero por voluntad de Dios” (Gá 4,6ss).
Filosofía sicoética
141
Uno de los cometidos principales de la sicoética es el tratamiento
del síndrome del miedo. La actitud sicoética de Cristo es, en este caso,
la de un “no temáis” que produce el efecto positivo que la palabra significa. ¿Por qué? Porque quien lo pronuncia está comunicando una actitud
que tiene todas las virtudes de la energía extática: el amor, la paz, la sinceridad, la seguridad, la confianza, la generosidad… La creencia y la fe
son, por esta causa, espiritual energía constitutiva o santificante, que
responde sobreponiéndose al miedo y sus complejos. ¿No es cierto que,
cuando decimos “voy a poner fe en esto”, “creo en esta persona”, “tengo
que poner fe en mí mismo”…, dominamos el miedo transformando sus
complejos en valor, humildad, sinceridad, confianza, prudencia…?
La sicoética, lejos de un normativismo estéril, está fundada en las
propiedades sanantes de un amor cristológico cuya medida, desenmascarando las actitudes inauténticas de la malicia del yo proyectadas en el
ego, no es el “sí mismo”, antes bien el “como yo os he amado” 12, esto
es, un amor divino incondicionado, sin término, capaz de dar la vida, de
soportar, de tolerar, de perdonar sin límite, de tender la mano a los publicanos y pecadores, de ayudar a los marginados de toda raza y condición. Esta incondicionalidad del amor es la característica de la geneticidad espiritual, lo que sirve de transmisor infalible para que la energía extática, esto es, la gracia divina, haga del ser humano plenitud personal.
Una sicoética cristológica no puede pasar desapercibida a ninguna
de las modernas concepciones de la ética y de la sicología con sus métodos. No puede desmentirse una historia que, con fundamento en el discurso, el testimonio y la vida de Cristo ha producido una cultura de la
cual las concepciones éticas occidentales son deudoras. Si no ha ejerci12
La ley impone que la medida del amor al prójimo es el amor a sí mismo:
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19,18). Cristo, sin embargo,
rompiendo la identidad de la ley en cuanto ley, remonta la fuente de la eticidad en el modelo de amor divino que encarna en sí mismo por encima de
toda medida: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34s).
142
Fernando Rielo
do el positivo influjo esperado, hay que pensar en los eximentes que tienen su raíz en las innúmeras anomalías que padece el ser humano; en
ningún caso, se deben a la insuficiencia de la misión apostólica y redentora de Cristo que, revelándose Hijo del Padre, ha querido actuar con la
fuerza del Espíritu Santo en la persona humana con la persona humana;
en ningún caso, desde su poder omnímodo. La aceptación de esta deitática actitud dialogal por medio de la creencia constitutiva, formante de
culturas, mentalidades y religiones, o lo que es más, por medio de la fe
sobrenatural desposada con el amor, determina no sólo el criterio de validez del juicio y actuar éticos, antes bien, el acto de suprema libertad
que hace exclamar a San Agustín: ama et quod vis fac.
La razón por la que hay tantos seres humanos que no han entendido
a Jesús de Nazaret, incluso racionalmente, nos la esclarece Él mismo:
“¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Sencillamente, porque no queréis
aceptar mi palabra” (Jn 8,43); esto es, no se ha querido entrar en diálogo con Él. Si anhelamos mantener el paradigma de la actitud dialogal,
debemos aceptar a quien nos revela nuestro más alto patrimonio hereditario, elevando nuestra potestad constitutiva a potestad santificante: “A
todos los que recibieron la Palabra les dio potestad de hacerse hijos de
Dios” (Jn 1,12). Sólo, de este modo, puede el hombre ser deidad para
el hombre: contra el estimúlico homo homini lupus, habríase verificado
el motivacional homo homini deitas.
DEFINICIÓN MÍSTICA DEL HOMBRE
Y EL SENTIDO DEL DOLOR HUMANO
PROEMIO
Se me ha solicitado hacer una exposición concisa sobre mi definición mística del hombre y el sentido que ésta pueda proporcionar al tema ineludible del dolor humano. Mi metafísica con su objeto propio, la
concepción genética, dentro del “ser +”, del principio de relación, es, rechazado el seudoprincipio de identidad y excluido el campo fenoménico o experimental sujeto a la cuantificación, el supuesto de una mística
u ontología que tiene, a su vez, por objeto la actuación ad extra en el
ser humano de este principio genético. Mi concepto de “ser +”, con la
grafía siempre del signo “+”, nada tiene que ver con el “ser más” de
Teilhard de Chardin o su contraposición al “tener más”, traído de aquí
y de allá, en diversos autores contemporáneos. El “ser +” es, en mi pensamiento, un símbolo que indica la ruptura de la identidad “ser es ser”
en tal grado que el ser metafísico se constituye en abierta relación intrínseca de seres personales.
Declararé brevemente cuál es mi concepción genética de la metafísica o teología pura, supuesto de una ontología o teología mística, que,
quedándose con lo mejor de las concepciones tradicionales, las supera,
en mi opinión, dentro de un nuevo modo de proceder metodológico y
sistemático. El concepto tradicional de “metafísica” —término atribuido
a Andrónico de Rodas en el siglo I a. C.— tiene en Aristóteles un objeto
fluctuante: el “ser en cuanto ser” (o]n hJ/` o[n), propio de la filosofía primera (prwvth/ filosofiva), y la “sustancia separada e inmóvil”, propio
146
Fernando Rielo
de la filosofía teológica, (filosofiva qeologikhv). Numerosas son las
ocasiones en que el Estagirita identifica filosofía y teología. La Escolástica hereda este carácter fluctuante, aunque intentando separar, con la
subordinación de la razón a la fe, la metafísica y la teología. La metafísica, estudiando su objeto a la luz de la razón, ha adquirido dos formas:
metafísica ontológica, estudio del ens quatenus ens; metafísica teodicente, estudio del Deus quatenus Deus. El objeto de la teología ha consistido en estudiar, a la luz de la revelación, a Dios y las cosas creadas
en cuanto que se hallan en relación con Él. El intento de Pedro Fonseca
de unir en la metafísica los post naturalia y los super naturalia no clarifica los ámbitos de la fe y de la razón. Escoto y Avicena conciben la
precedencia de la metafísica a la teología porque, siendo la metafísica
ciencia del ser, el conocimiento de este último es fundamento del conocimiento del ser infinito.
Múltiples son las opiniones acerca de la metafísica en la época moderna: Bacon sostiene que es “ciencia de las causas formales y finales”;
Descartes la considera como “estudio de la existencia del yo y de Dios”;
Fichte la hace partir del “yo es yo”; Ortega y Gasset propugna una metafísica del “saber acerca de la realidad radical”; Zubiri asume, por su parte, una metafísica del “estudio de la realidad en cuanto realidad”; finalmente, el neopositivismo tardío —abandonadas sus posiciones dogmáticas— y las corrientes hermenéuticas, vacían de contenido la metafísica,
reduciéndola a un supuesto “referente con el intento de fundamentación
última”. Esta variedad de opiniones nos debe llevar a la consideración
final, no sólo de la ambigüedad significativa de la “metafísica”, antes
bien, del desgaste que, sobre este término, ejerce su uso hiperbólico y
oblicuo. Ejemplo de este exceso son expresiones similares a “metafísica de la ciencia”, “metafísica del lenguaje”, “metafísica de la praxis”,
“metafísica de la sociedad”, “metafísica del significado”, “metafísica de
la cultura”…
Mi separación de todas estas formas de concebir la metafísica me
lleva a la distinción entre metafísica o teología pura (o simplemente
Definición mística del hombre y…
147
“teología metafísica”) y ontología o teología mística (o simplemente
mística) que, bajo sus dos ámbitos entre sí abiertos e inseparables, racional y revelado, estudian la concepción genética del principio de relación: la metafísica o teología pura, su actuación ad intra; la ontología o
teología mística, su actuación ad extra. Explicaremos, más adelante, el
sentido propio que debe tener, según mi pensamiento, una ciencia metafísica y una ciencia ontológica o mística “bien formadas”.
No es, en modo alguno, superfluo saber cuál es la concepción de metafísica que tenemos entre manos y cuál la de ontología o teología mística, cuál su demarcación en la historia del pensamiento, y cuáles las consecuencias que se siguen de aceptar la concepción genética de un principio de relación del que es teorema la definición mística del hombre. Esta
definición “bien formada”, decidiendo el significado ontológico o místico de la muerte de nuestro cuerpo, puede dar sentido al complejo, hondo y persistente dolor humano.
Quizás no haya un término más preciso que el sustantivo “mística”
para designar la actuación ad extra, en la persona creada, de la concepción genética del principio de relación en sus dos ámbitos: racional y revelado. Cierto es que debe liberarse de imprecisiones y ambigüedades
la semanticidad del concepto “mística” utilizado hoy en contextos que
nada tienen que ver con la verdadera y original significación de esta palabra. Su sentido originario pertenece al uso que de él hace la Revelación y la Tradición. Este término “mística”, derivado del sustantivo griego “musthvrion” [mystérion], empleado ya algunas veces en la versión
griega del Antiguo Testamento y unas 28 veces en la del Nuevo Testamento, da lugar al sustantivo y adjetivo “muvsthı<ou” [mystes] del que,
a su vez, deriva el adjetivo “mustikovı, hv, ovn” [mystikós] de donde procede literalmente la palabra “mística” o “místico”. Nadie debe extrañarse que este vocablo “mística” pase traducido al latín por la palabra
mysterium o sacramentum sin perder la significación originaria de lo
“sobrenatural” y “sagrado”; esto es, de lo que, siendo espiritual, queda
escondido a la sensibilidad externa. Es a partir del siglo III cuando el
148
Fernando Rielo
concepto “mística” se iría decantando. Orígenes y Metodio son los primeros en emplear la palabra “mística” en el sentido de las verdades religiosas profundas y escondidas; Eusebio de Cesarea recoge del s. IV el
término “teología inefable y mística”; en el siglo V, el Pseudo-Dionisio
incorpora ya como expresión habitual la de “teología mística”, pasando
a ser “lugar común” en los estudios teológicos1. Daremos, más adelante, con el objeto de evitar desviados usos, el sentido preciso de mi definición de “mística”.
CUESTIÓN PREVIA
I
La actividad de la inteligencia humana posee, en orden a dar forma
al contenido de nuestro conocimiento, una constante epistemológica: su
connatural tendencia de fundamentación última en el análisis reflexivo,
1
La Tradición de la Iglesia ha reiterado el término formando las más variadas
expresiones teológicas: “cuerpo místico” en la Bula Unam Sanctam (1302)
de Bonifacio VIII [Dz 468]; “mística unión con la Iglesia” en la Encíclica
Arcanum divinæ sapientiæ de León XIII (1880) [Dz 1853], “místicas nupcias” en la misma Encíclica [Dz 1854], “místico desposorio” en Octobri
mensæ (1891) [Dz 1940a], “místico edificio” en Sagis cognitu (1896) [Dz
1955] de León XIII; la expresión “mística significación del matrimonio cristiano” la encontramos en la Encíclica Casti connubii (1930) de Pío XI [Dz
2236]; la de “unión mística” en la Mystici corporis de Pío XII [Dz 2290] y
la de “cuerpo místico” en la misma encíclica a la que da su nombre quedando, por esta causa, canonizado para siempre el concepto de “cuerpo místico”
con los principios fundamentales de su doctrina… Podemos, por último,
encontrar, entre las distintas expresiones, la de “miembros místicos de Cristo” ratificada por Pío XII en la Encíclica Mediator Dei (1947) para definir
la esencia de la liturgia (Cf. Dz 2300).
Definición mística del hombre y…
149
venciendo la resistencia del magma sensorial y estimúlico que pesa en
el proceso cognoscitivo.
Mi concepción genética de la inteligencia no se caracteriza ni por
su carácter experimental, ni por su carácter sentiente; antes bien, por su
carácter “experiencial”. Se separa, en este sentido, de toda concepción
sicologista que pregona la moderna sicología, y de la concepción zubiriana de una inteligencia sentiente que aprehende, sentientemente, la
realidad en su formal carácter de realidad. En la moderna sicología predomina el método experimental; en el pensamiento de Zubiri, la reflexión formal. El seudoprincipio de identidad está presente en el discurso
zubiriano como una sombra que el propio inteligir no puede franquear.
La razón es sencilla: el inteligir, al presentar lo real como real, no puede
hacer otra cosa que tautologizar. La identidad clásica del “ser en cuanto
ser” subyace en la identidad zubiriana de la “realidad en cuanto realidad” con la que se enfrenta el ser humano como “animal de realidades”.
El principio clásico del conocimiento Nihil est in intellectu quod prius
non fuerit in sensu es, en todas sus interpretaciones, rechazado por mí
en virtud de que los sentidos, lejos de ser el medio o el origen necesarios del conocimiento, son sólo dura condición que acompaña a un modo de conocer que, aunque en nuestro estado viador tenga un componente marcadamente sensible y afectivo, es —lejos de un conocer estimúlico como es el caso de los animales— un conocer espiritual, porque la
raíz de nuestra acción cognoscitiva reside en el acto ontológico de la
persona, siendo ésta un espíritu sicosomatizado inhabitado por la divina
presencia constitutiva. Voy más lejos: la experiencia mística dicta que,
lejos del conocimiento por mediación sensorial, hay grados de contemplación extática en los cuales quedan suspensos los sentidos externos e
internos e, incluso, alguna de nuestras facultades.
El hecho de que nuestra inteligencia posea carácter “experiencial”
significa, pues, que las dimensiones de la experiencia humana no se
agotan en el ámbito de lo sensible. La visión del ser humano abarca muchos más ámbitos que el sensible: inteligible, afectivo, imaginativo, me-
150
Fernando Rielo
morístico, espiritual… El credo positivista, que constriñe su experiencia
a lo sólo cuantificable, degrada la abierta actitud fidencial [actitud general de creencia y actitud sobrenatural de fe] del ser humano que no agota
su experiencia en lo sensible. Si el ámbito sensible es lo cuantificable,
hay aún mayor cúmulo de experiencia humana en lo no cuantificable.
Ésta es la razón por la que lo no matematizable es más valioso y vital
para el ser humano. El influjo que deja en la conciencia lo matematizable es espontáneo y pasajero, mientras que la mayor parte de nuestras
experiencias y formas de comportamiento, entre ellas las espirituales y
morales, son duraderas y nos comprometen porque va “nuestra vida en
ello”. Estas vivencias exceden al método matemático en virtud de que
pertenecen a la experiencia no sensible. Este “no sensibilismo” es, precisamente, la vía por la que discurre la experiencia ontológica o mística.
Si me refiero a la inteligencia, en su itinerario metafísico, ésta se ha
caracterizado por un esfuerzo de reflexión sobre el sentido último del
ser. Esta actitud de ultimidad ha sido una constante epistemológica que
ha puesto a la inteligencia humana en estado de búsqueda del fundamento y de la unificación del saber. Todas las filosofías han tenido, en este
sentido, mayor o menor vocación metafísica. Esta constatación corrobora que la inteligencia humana posee un comportamiento genético que la
lleva a actuar por elevación de una noción a absoluto, en tal grado que
no pueda haber otra que, superior a ésta, dé explicación de la realidad.
Dimana este ejercicio de reflexión, que no puede ser de cualquier manera, de una potestas intelligentiae que posee el hombre para justificar la
unidad de sentido frente al caos de los datos de experiencia y para dar
dirección y ordenamiento [diavqesiı]2 a un ser personal que, genéticamente abierto a la transcendencia de un sujeto absoluto de carácter sin2
El concepto de diavqesiı o “disposicional genético” de la persona humana
por el que ésta es impelida “direccionalmente” a ejercer su potestad, está
desarrollado en mi conferencia “Función de la fe en la educación para la
paz” en Educar desde y para la paz (1994).
Definición mística del hombre y…
151
gular, no puede, sin incurrir en profundas y múltiples disgenesias del
yo 3, definirse “ser para sí”, ni “ser en sí”, ni “ser para el mundo”, ni
“ser en el mundo”, o expresiones semejantes 4.
Todas las filosofías han utilizado, guiadas por este transcendental
carácter genético, la potestas intelligentiae para intentar, verificada la
elevación a absoluto, la constitución de un principio, modelo o axioma,
que, referente último de todo análisis, pudiera, con la aplicación de un
método, crear un sistema interpretativo. Las características esenciales de
un principio axiomático, ajrchv, son las de una pretendida indemostrabilidad y evidencia propias. La negación de estas dos notas habría establecido dos absurdos metafísicos: el pluralismo axiomático con el supuesto
convencional de elegir arbitrariamente un axioma y un proceso al infinito de términos con imposibilidad absoluta de alcanzar el axioma que se
pretende. Estas dos propiedades, que, en última instancia, están impregnadas de pivsteoı ejnevrgeia o energía pística, tienen un sólo motivo
metódico: evitar la petitio principii. Hago distinción entre “energía pística” o “creencia”, que es potestativa de todo ser humano en tanto que
persona, y “energía fídica” o “fe teologal”, que es la elevación al orden
sobrenatural o de la gracia santificante de la “creencia” 5.
El grave problema que ha afectado a los sistemas filosóficos ha consistido en la adquisición viciada de este supuesto principio axiomático.
La “elevación a absoluto”, alejándose de su procedimiento metódico
“bien formado”, ha incurrido en la oblicuidad o desviación propias de
los absurdos ocasionados por el reduccionismo agenético de la abstrac3
4
5
En “Tratamiento sicoético en la educación”, incluyo la concepción del ego
como proyección en la sique de los estados disgenésicos del yo, y hacemos
una descripción de sus disgenesias.
Cf. mi estudio “La persona no es ser para sí ni para el mundo” en Hacia una
pedagogía prospectiva (1992)
Este tema fue desarrollado en mi conferencia “Prioridad de la fe en la educación” en Prioridades y ética en orientación (1993).
152
Fernando Rielo
ción. La concepción genética de la metafísica afirma, frente al universal
abstracto, la singularidad genética de seres y de cosas. La abstracción,
forma estrábica de la visión metafísica, consiste en extraer de una pluralidad algo que le es común para, separándolo de sus singulares, formar
un supuesto ente universal. El resultado de este supuesto ente no puede
ser otro que el designado por este seudométodo: un abstracto carente de
sentido sintáctico, semántico y metafísico; esto es, un seudorreferente
o concepto vacío.
Hay diversos tipos de abstracción —formal, total, dialéctica...— y
diversos modos de abstracción —separabilidad, reducción, puesta entre
paréntesis...—. Algunos tipos o modos fueron tratados en la antigüedad
y en la Escolástica; más recientemente, la han utilizado, con cierto sentido pretendidamente distinto, Hegel, Husserl, Frege, Russel, entre otros.
Puede decirse que ningún modelo filosófico, hasta el presente, ha podido librarse de la tautologicidad que sólo es producto del disgenésico
procedimiento abstractivo de la mente. La esencia de la reflexión, en su
dirección metafísica, no consiste, por su carácter absoluto, en separar
—sería, en este caso, una separación absoluta (separacionismo)—, antes
bien, en unir: todo procedimiento reflexivo, incluida la reducción o corte analítico, está al servicio de la unión, que, incorporando como analítico primado la síntesis transcendental, es, precisamente, lo genético a
la inteligencia.
Este proceder abstractivo es el que ha dominado en los axiomas filosóficos: un objeto material [agua, fuego, aire], un hecho de evidencia
[movimiento, devenir], una acción totalizante [ser, pensar, existir, vivir], un concepto expresivo [idea, sustancia, yo, realidad], que, fundantes de un supuesto sistema, necesariamente debían, con el objeto de cerrar el paso a una petitio principii, tautologizarse: agua es agua con la
exclusión de la no-agua, ser es ser con la exclusión del no-ser, yo es yo
con la exclusión del no-yo. La consecuencia de esta tautologización,
resultado necesario del proceder abstractivo, ha sido una constante insoslayable en todas las filosofías con vocación metafísica: rendir culto
Definición mística del hombre y…
153
intelectual a un seudoprincipio de identidad que se transforma él mismo
en su propia petitio principii.
La moderna lógica sentencial ha sabido explicar este hecho inevitable de la identidad al formular las tres grandes tautologías que había utilizado ya antes la metafísica: la ley de identidad, contradicción y tercio
excluso. Preferimos, sin embargo, atribuir la tendencia tautologizante
de la inteligencia al seudoprincipio de identidad A3A, al que se reducen, no sólo los de contradicción [-(A1-A)], y tercio excluso [A2-A],
sino también los de doble negación [A4--A], intercambiabilidad o
conmutación [(A1B) 4 (B1A), modus ponens [((A3B)1A)3B], modus tollens [((A3B)1-B)3-A], y las llamadas leyes de distribución,
transitividad, bicondicional, leyes De Morgan. Hago distinción, por otra
parte, entre el carácter “estático” y la apariencia “dinámica” de la identidad. El carácter estático, impreso en las formulaciones conocidas de la
identidad, es asumido por los defensores de la identidad como principio
metafísico y lógico: desde Parménides, con la formalidad de su enunciado “el ser es el ser y el no ser es el no ser”, hasta los filósofos que
sostienen, no sólo de modo explícito, sino también implícito este supuesto principio.
Los negadores de la identidad incurren también en los mecanismos
seudoanalíticos de este supuesto principio: una apariencia dinámica parece subsumirse en los análisis de los impugnadores de la identidad como principio metafísico y lógico. Cierto es que Hume rechaza, en su
Tratado de la naturaleza humana, la cuestión de la identidad por considerarlo el problema más abstruso de la filosofía; que Hegel en Ciencia
de la lógica dice que la identidad no es más que “la expresión de una
vacua tautología” que carece de todo contenido; que Wittgenstein afirma, en su Tractatus Logico-Philosophicus, que la fórmula “A3A” es
un seudoenunciado pues la identidad ni es propiedad de nada ni es tampoco ninguna relación; que Husserl impugna la identidad por su carácter absolutamente indefinible; que Lacan confirma que la proposición
“A3A” no sólo no es verdadera, sino que es absurda…
154
Fernando Rielo
Todos estos autores quedan incursos también en la identidad porque
lo que realmente están negando, no es la identidad, sino sólo su supuesto carácter estático con el cual la identifican. No pueden desprenderse
de lo que están rechazando porque permanecen envueltos en la identidad
a la que transfieren el seudodinamismo que les dicta su propio método.
La dialéctica hegeliana, pongamos por caso, de la superación de las tesis
y antítesis en las síntesis introduce dinámicamente tres identidades que
se incluyen y se excluyen mutuamente. En la superación de contradictorios, como es el caso del ser, “ser1-ser” en la noción de devenir, introduce dos identidades “ser3ser” y “-ser3-ser” que se superan en la
de “devenir 3 devenir”. Esta identidad dialéctica nos lleva al absurdo
de una atomización en progresión geométrica al seudoinfinito. Lejos de
esta síntesis formal dialéctica, se encuentra, como propiedad metódica
de mi metafísica con su ontología o mística, mi concepción de la síntesis
transcendental o del tertio incluso. La no contradicción, como la identidad o el tertio excluso, no puede ser primer principio porque su existencia habría introducido el absurdo de la posibilidad de la contradicción
absoluta. La contradicción pertenece sólo a las disgenesias de la inteligencia humana.
II
El disposicional transcendental de raigambre metafísica en la conciencia reflexiva ha llevado a los pensadores al intento de dar respuesta, en permanente esfuerzo intelectual, al tema del hombre con todas sus
implicaciones. Este hecho ha dominado en los sistemas filosóficos porque la concepción que del ser humano se posea, desde el pensamiento
esencial a la recreación estética, implica, no sólo una forma de comportamiento religioso, individual o social, antes bien, inducción a nuevas
formas de sensibilidad, mentalidades, religiones, épocas, pueblos o culturas. Remedo un dicho popular: dime tu concepción del hombre y te
diré quién eres.
Definición mística del hombre y…
155
El parámetro que arroja el sentido que se ha pretendido dar a las definiciones hasta ahora conocidas del a[nqrwpoı es sintomático: su vocación a la trascendencia. El relativismo y materialismo inculcados por
Protágoras con su definición “el hombre es la medida de todas las cosas”, pavntwn crhmavtwn mevtron ejstivn a[nqrwpoı, confirman la
sed de transcendencia porque este homo mensura se encuentra, con su
inquietum cor, rompiendo siempre, a modo de devenir heracliteo, la medida de sí mismo [ mevtron eJautou`] sin poder nunca encontrar su propia medida [mevtron i[dion eJautou`].
Toda definición sobre el ser humano ha sido un intento desesperado
por dar razón de un hecho: el hombre que nace intenta evadirse de la
muerte con su dolor. El creyente cristiano afronta un reto que, de múltiples formas, deben asumir las religiones y las diversas formas de pensar:
superar, con el mejor esfuerzo que podamos, la barrera de una tragedia
que, por causa del pecado original, se cierne sobre las abiertas llagas de
nuestra alma propensa a la muerte moral y de nuestro cuerpo destinado
a la muerte física. Esta tragedia se encarna cada día en el sufrimiento físico, moral y espiritual, en las desgracias y en las injusticias, en el crimen y en los diversos episodios de dolor y muerte en nuestro más próximo entorno, con la certeza inapelable de que nos llegará también nuestro
turno sin saber la forma de morir que nos corresponde. La evasión de
esta tragedia, inventando, por medio de mecanismos o procedimientos
de autodefensa, mundos de evasión para seguir viviendo, posee la estructura propia de un lento suicidio moral, forma paliativa o eutanásica
del suicidio físico, que nada resuelve a la dirección y sentido que exige
nuestro existir. Estas actitudes pueden encontrar su forma extrema en la
evasión que tiene su causa, por ejemplo, en el alcoholismo o en las drogas que, fácilmente, pueden conducir al suicidio físico.
Le es dado al ser humano, frente a este estado de estrés causado por
su profunda miseria moral y física, una energía potestativa que le puede
orientar hacia un cierto optimismo por alcanzar, rechazando la evasión
identitática, la razón de una vida que, heredando un estado de postración,
156
Fernando Rielo
también recibe el bautismo 6 de una inteligencia abierta a la fe por la
propia fe con el objeto de limpiar las esclerósicas venas de nuestro existir, diluyendo las adherencias oclusivas acumuladas por la identidad
teorética y existenciaria.
CUESTIÓN CRÍTICA
I
El seudoprincipio de identidad es un antivectorial porque toda reflexión viciada por este seudoprincipio carece de dirección y sentido. Si
carece de dirección, también de método, porque todo proceso identitático del pensamiento camina a la deriva. Si carece de sentido, también de
ciencia porque a toda teoría de carácter identitático le falta la consistencia, completitud y decidibilidad que requiere la ciencia “bien formada”.
Si me refiero al ámbito moral, la suprema expresión de la identidad es
la egolatría de un yo que, despersonalizándose, hace de sí mismo su
propio absoluto: esta degradación del amor de una persona, que requiere la apertura a otra persona, convierte al ególatra en antiabsoluto, esto
es, en antipersona.
Esta antivectorial del seudoprincipio de identidad es denominada
por mí “pecado original” en sus dos aspectos: existencial y teórico. El
primero es “pecado original de la religión”; el segundo, “pecado original de la metafísica”. Veamos estas dos dimensiones:
a) El seudoprincipio de identidad es “pecado original de la religión”
6
Imagen del bautismo sacramental en virtud del cual queda borrado por regeneración espiritual lo que había sido transmitido por generación biológica
(Cf. Dz 791).
Definición mística del hombre y…
157
per degradationem libertatis. El diablo, padre de la mentira (Jn 8,24),
príncipe del mal (Jn 12,31), emperador de la muerte (Hebr 2,14), es, en
nuestra opinión, quien encarna, con su máximo grado de egolatría posible, todo el dominio de la identidad. El pecado original no pertenece al
dominio de la sola razón; sin embargo, la razón está abierta a la posibilidad de su conocimiento por los indicios que le presentan sus consecuencias en la historia humana. Es sintomático que este pecado original sea
descrito por las religiones y por diferentes manifestaciones mitológicas
en todas las culturas. La fe cristiana, con fundamento en el Génesis (2,
17 y 3,1) revela su origen en Adán y Eva, que transmiten a sus descendientes en tal grado que este pecado original y sus consecuencias ha
quedado inherente a nuestra naturaleza humana.
b) El seudoprincipio de identidad es “pecado original de la metafísica per degradationem intelligentiae. El pecado original de la metafísica
hay que atribuirlo al carácter explícito de la formulación “el ser es el ser
y el no ser es el no ser” de Parménides que, considerado padre de la metafísica, lo es también de su desviado planteamiento que se transmitirá,
de forma explícita o implícita, a la posteridad de los sistemas filosóficos.
Su consecuencia inmediata es imposibilitar, llevado a sus consecuencias últimas, toda comunicación, todo entendimiento, toda realización, toda religión, toda sociedad. Cuando el actuar humano se produce
en cohabitación con la identidad, ésta le inocula su propia disgenesia
portadora de contravalores susceptibles de desarrollar diferentes males:
el error, la deformación, la desunión, el desamor, el enfrentamiento, la
decadencia, la destrucción… se activan o se solapan en toda afirmación
identitática. El esfuerzo del ser humano por superarse a sí mismo, la generosidad, el heroísmo, la creatividad, el amor por la paz y la justicia,
desmienten que esta “afirmación identitática” sea lo más esencial, lo
connatural a la persona humana. Debemos tener en cuenta que no existen el error, la deformación… absolutos. Todas las filosofías poseen
siempre un residuo de verdad tan poderoso que pasan a formar parte de
la cultura o historia del pensamiento. No en vano afirma San Juan de la
158
Fernando Rielo
Cruz que “un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo” 7. Este poder de la verdad residual, entreverada con el error, es lo
que incita al ser humano a fundar o a adscribirse a diferentes religiones
entre sí dispares, y a crear o a dejarse influir por sistemas filosóficos tan
opuestos y contradictorios unos de otros.
La metafísica comenzó ya viciada por este seudoprincipio de identidad que, alojado en el to; o[n e[sti, en “el ser es” parmenídico, lo dejó
inmóvil, estéril e insustancial 8. La fruta prohibida, que saboreó con
Parménides el absolutizante pensar filosófico, se pudrió en la fórmula
“el ser es el ser y el -ser es el -ser” del seudoprincipio de identidad con
sus carentes de sentido sintáctico, semántico y metafísico: sintáctico,
porque el functor monádico, mutándose en una seudoestructura oracional, hace incapaz la comunicación de un lenguaje cuya lectura sea la
identidad; semántico, porque, supuesta la destrucción sintáctica, toda
fórmula identitática, portando la misma validez la afirmación que la negación, queda vacía de contenido; metafísico, porque la identidad, pre-
7
8
Dichos de luz y amor, 34.
Parménides, considerado “padre de la metafísica” con la formulación “ser
es ser” y “-ser es -ser”, es el primero que formula el seudoprincipio de
identidad a nivel metafísico. Esta formulación parmenídica ser es ser y -ser
es -ser implicita los llamados principios de identidad [A3A], contradicción [-(A1-A)] y tercio excluso [A2-A]. La contradicción y el tercio excluso son, a su vez, movimientos seudodialécticos de la identidad y, en última
instancia, se resuelven en ella. La lógica simbólica acude, para fundamentar
la identidad, a la reductio ad absurdum que ya empleaban los matemáticos
griegos y Kant en su Crítica de la razón pura. La identidad de “A”, supone
la introducción de su contradictorio “-A” para obtener con este supuesto la
contradicción “A1-A”; pero, al no admitirse la contradicción “-(A1-A)”,
hay que rechazar el supuesto “-A” para afirmar “A”. Asimismo, para fundamentar la identidad de “-A”, por la reductio ad absurdum, debe concluirse la afirmación de “-A”. Se presenta, por tanto, la alternativa que implica
el tercio excluso: “A2-A”.
Definición mística del hombre y…
159
tendiendo evitar la petitio principii, se transforma a sí misma en la propia petitio principii en tal grado que la identidad nunca puede alcanzar
a su propia identidad.
El pecado original de la metafísica, transmitido por la fórmula el
“ser es el ser”, ha contaminado el episodio de la reflexión filosófica en
tal grado que, a pesar de destacados intentos por arrojar de sí sus inevitables contradicciones y carencias de sentido, ninguna filosofía parece
haberse librado de esta lacra identitática. Ésta es la razón por la que toda
noción que, elevada a absoluto, ha intentado constituirse en fundamento
interpretativo de la realidad, ha quedado marcada por el seudoprincipio
de identidad impreso por Parménides en el ser. Éste es el caso de los mejores próceres de la filosofía griega: Tales, con su “agua es agua”, modela la inmanencialidad dinámica del cosmos; Anaxímenes, con su “aire
es aire” o “neuma es neuma”, da forma a la dinamicidad del espíritu
frente a la estaticidad de la materia; Heráclito, con su “devenir es devenir”, troquela las bases de la dialéctica existenciaria de opuestos; Platón,
con su “idea de bien es idea de bien”, moldea el eticismo filosófico.
Será Aristóteles quien, recibiendo todo el peso de la masa informe
del “ser es” [to; o[n e[sti ] parmenídico en el objeto de su metafísica, el
“ser en cuanto ser” [to; o]n h/J` o[n], proyecta el seudoprincipio de identidad en el saber sistemático aplicándolo a su teoría de la “sustancia en
cuanto sustancia” con sus “categorías en cuanto categorías”. Esta sustantivación del ser, que afecta a la definición de “hombre” obtenida con
el criterio taxonómico de la diferencia específica, sirve al Estagirita para
unificar el material de las definiciones que hasta entonces se habían dado y habrían de darse, posiblemente, en el suceder de los tiempos. El
hombre es una sustancia, un animal diferenciado, que puede decirse, como Aristóteles afirma del ser en cuanto ser, de muchas maneras en las
que convergen: en su zwo;n logikovn, el animal sapiens, rationale, lo
quax; en su zwo;n politikovn, el animal sociale, politicum; en su zwo;n
poihtikovn, el animal faber, pictor, simbolicum; en su zwo;n tecnikovn, el animal tecnicum, scientificum.
160
Fernando Rielo
La sustantivación identitática del pensamiento griego se habría de
imponer a todo el periodo escolástico para recibir el giro racionalista
con Descartes que, inaugurando el antropocentrismo sistemático, sustanció el “ser en cuanto ser” en su “yo pensante”, que recogerían, entre
otros, Fichte con su “yo es yo”, Husserl con su “yo transcendental”, Ortega y Gasset con su “yo soy yo y mis circunstancias”. Este giro racionalista habría de quedar atomizado en diferentes ramas que han llevado
la reflexión sobre el hombre a auténticos callejones sin salida: la rama
empírica, con su culminación en el análisis lógico pasando por el cientificismo; la rama dialéctica, con su culminación en el análisis sociológico pasando por la crítica histórica; la rama lingüística, con su culminación en el análisis hermenéutico pasando por el estructuralismo 9.
II
Este descalabro de la metafísica histórica me ha llevado, con la concepción genética del principio de relación, a nueva forma de concebir
la filosofía: el giro místico o teantrópico de la ontología, con el supuesto
de la concepción genética de la metafísica, frente a los tres paradigmas
que, sucediéndose e interfiriéndose entre sí, han aportado una visión sesgada de la realidad: paradigma teocéntrico, donde destaca el panteos
9
La hermenéutica es, para los filósofos de esta rama, una especie de filosofía
primera o metafísica: Gadamer y Ricoeur, pongo por caso, llegan a afirmar
que la metafísica es el camino válido del filosofar mismo. Menciono, entre
otros, a los siguientes autores modernos que, defendiendo un modo propio
de metafísica, imponen los siguientes objetos: transcendentalidad hermenéutica y semiótica, en Apel y Habermas; formalización lingüística, en Tugendhat; visión de las cosas como fruto de la imaginación sentida, en Deaño;
realismo transcendental o crítico, en Külpe; función de crítica cultural, en
A. Schaff; referencia metafórica, en Ricoeur…
Definición mística del hombre y…
161
con negación del ser humano; paradigma antropocéntrico, donde domina el panántropos con negación de Dios; paradigma morfocéntrico,
donde prevalece el panmorfos con negación de Dios y del ser humano.
El morfocentrismo racionalista es el paradigma dominante en nuestra época en la que el hombre, más que nunca, reducido a simples o
complejas estructuras, no sabe quién es, porque la razón técnica, evadiéndose de la realidad cotidiana, se resiste a aceptar la concepción genética del proceder de un homo viator que, no teniendo hábitat en este
mundo, busca, con su indeleble llanto surcado por el dolor y la muerte,
otros derroteros de salvación. El resultado de estos paradigmas no puede
ocultar la más trágica realidad que el arte aún no ha logrado plasmar con
universal éxito: el mundo es el gran hospital donde yace, desahuciado,
el agónico existir humano. ¿Dónde su fuerza o su debilidad, dónde su
honra o deshonra, dónde su éxito o fracaso, dónde su felicidad o infelicidad, dónde su grandeza o miseria?
¿Para qué, entonces, definir al hombre si de lo primero que éste se
ocupa es de ir dejando su vida en el esfuerzo que tiene que librar para
su supervivencia? ¿De qué le ha servido a la filosofía el titánico empeño
que la inteligencia humana ha tenido que verificar en orden a dar razón
del dolor y de la muerte? ¿Para qué las artes, los inventos y el progreso
científico, el desarrollo de la técnica, el afán de poder, la defensa y lucha
por la libertad… si todo, al final acaba en despojos? ¿Qué sentido tiene
la defensa o impugnación de las libertades, de los derechos humanos,
del bienestar social… si más del 80% de la población mundial vive, no
sólo en miseria material, sino también en penuria moral y espiritual?
¿Qué importancia se sigue, pues, de afirmar que la esencia del hombre
consiste en ser animal racional, si todos, creyendo tener razón “por naturaleza”, son incapaces de imponer la mínima racionalidad que se requiere, al menos, para una pacífica convivencia? ¿Por qué tan alto grado
de incomunicabilidad entre los seres humanos, si su esencia —como defienden muchos— consiste en el lenguaje comunicativo, en la sociabilidad, en lo simbólico…?
162
Fernando Rielo
La razón de esta insatisfacción parece sencilla: el hombre es + que
su filosofía, es + que su razón, es + que su pobreza o riqueza, es + que
su estado de búsqueda, es + que su cuerpo y que su alma, es + que su
yo y sus circunstancias, es + que su dolor y su muerte. Este “+ que sí
mismo”, evocado en la locución de Cristo a Santa Teresa “Búscate en
Mí” 10, explica esa mystica potestas, otorgada a todo ser humano, por
la que, a pesar de todas las contrariedades y sinrazones impuestas por
la vida, mantiene firme el afán de supervivencia, de superación, de elevación, en medios menos aptos que los propios animales. El inquietum
cor agustiniano no posee límite, por eso tiene necesidad de un referente
transcendental que le defina, que le convenza de qué estirpe es.
¿Qué es entonces el ser humano?
Antecede a toda pregunta y a toda respuesta el acto de creencia como
energía constitutiva de la visión ontológica, que abre los límites inmanenciales de la inteligencia a formas transcendentes de penetración y
ensoñación sin término, delatando un celeste destino que, incuestionable, dé razón de su existencia. Una inteligencia incrédula, desconfiada,
opaca, obsesiva, se sume en la complejidad del prejuicio, deformando
y restringiendo la recta visión extática del dominio potestativo de una
inteligencia abierta por la creencia y por la fe al infinito. Nuestra inteligencia posee ante el misterio, más que “incapacidad”, capacidad que,
aunque limitada por su propia finitud, está constitutivamente abierta al
infinito. La inteligencia humana posee, por tanto, dos límites: formal, su
finitud per creationem ex nihilo; transcendental, su apertura a la infinitud per imaginem et similitudinem Creatoris. La capacidad de nuestra
10
Esta locución, que dio lugar al famoso Vejamen de 1577, fue cincelada por
Santa Teresa en los conocidos versos “Alma, buscarte has en Mí / y a Mí
buscarme has en ti”. El sentido de la locución revela la actuación de dos
personas en el conocimiento místico, desmintiendo la fórmula socrática y
senequista de sabor identitático “Búscate a ti mismo”.
Definición mística del hombre y…
163
inteligencia es, por tanto, la de un finito abierto al infinito por la divina
presencia constitutiva del sujeto absoluto. La creencia, radicada en la divina presencia inhabitante del sujeto absoluto, y la fe, elevación de la
creencia al orden sobrenatural de la gracia santificante, forman la apertura al infinito de dos modos diferentes: la creencia, de modo constitutivo; la fe, de modo transformativo.
El primer acto que, desde su más tierna infancia, constituye el ser
personal del hombre, distinguiéndolo de los vivientes impersonales, es
el acto de creencia en sus padres en tal grado que el niño afirma o niega
como verdad o mentira lo que, basándose en la autoridad de aquellos,
ha aprendido. Este “creer en” es el constitutivo formante de su personalidad, es la “energía” que le pone en comunicación con sus progenitores
señalando o formulando preguntas de estructura ontológica: “¿qué es
esto?”, ¿para qué?, ¿por qué? Este quid est es pregunta de esencia que
abre la inteligencia del niño, poniendo a éste en la expectativa de aprehender, mediante la respuesta recibida, aquello que sus padres o sus mayores le enseñan. A la pregunta de esencia se añade nueva pregunta determinada por un quia, un “porqué” que implica dos proyectivos ontológicos: esencial, descubrir las propiedades de lo que pregunta uniéndolas al quid est; direccional, ir al origen o límite al que tiende la sucesión
del quia, rechazando, a su vez, el absurdo de un más allá interminable.
La actitud interrogante del niño denuncia el quia de un quid est, que
encierra una verdadera búsqueda direccional, por medio de la creencia
en sus padres, de una verdad absoluta que está detrás de sus anhelos.
Esta actitud corresponde a la forma genética de comunicación que, de
múltiples modos, puede observarse en el ser humano desde que nace
hasta que muere: el niño quiere, con la tenacidad de sus continuos intentos y con su propio modo de análisis —destrozando, incluso, sus juguetes— conocer y poseer lo que tiene a su alcance para después rechazarlo porque, en realidad, no busca un conocimiento fragmentado, no
quiere poseer cualquier cosa ni tenerla de cualquier manera; antes bien,
esta búsqueda posesiva detenta una constante: la comunicación extáti-
164
Fernando Rielo
ca, amorosa, afectiva, no con “algo”, antes bien, con “alguien” que pueda colmar sus aspiraciones; por eso, el niño hace prosopopeya con los
animales, e incluso con los objetos inertes. Éste es el primer indicio del
carácter genético de la tendencia indagativa y posesiva de la última razón de las cosas que, de diferentes modos, se pone de manifiesto en cada una de las fases por las que transcurre la vida humana. Se inicia ya
desde su edad temprana el discurso de una vida humana que, con el signo de las más patéticas adversidades en el orden físico, familiar, ambiental y social, irá forjando su orientación formativa o acentuando sus tendencias deformativas en las diferentes etapas de su desarrollo 11.
CUESTIÓN FORMAL
I
El hallazgo de un concepto “bien formado” para enunciado o teorema que posea carácter de ciencia, debe ser establecido, roto el seudoprincipio de identidad, desde la consistencia, completitud y decidibilidad de una metafísica exacta que, con su modelo o principio, transmita
estas propiedades metodológicas en orden a constituir las diversas ciencias, y en particular, de la sicoética con el supuesto de la ontología o mística. Entiendo el concepto “exacto” en un sentido más amplio que el matemático: éste significa sólo orden de todas las funciones numéricas en
relación con un conjunto de axiomas. La exactitud metafísica y ontológica se refiere a la formación de todos los enunciados por un solo principio axioma absoluto: la concepción genética del principio de relación.
11
Cf. “Prioridad de la fe en la educación” en Prioridades y ética en orientación (1993), y “Función de la fe en la educación para la paz” en Educar
desde y para la paz (1994).
Definición mística del hombre y…
165
Lo Absoluto no es, como afirman algunos autores, una noción tautológica: “lo Absoluto es lo Absoluto”. La noción “bien formada” del Absoluto es, en virtud de mi concepción genética del principio de relación,
un sujeto absoluto constituido: en el ámbito intelectual o dianoético, por
dos y sólo dos seres personales, única Binidad, en inmanente complementariedad intrínseca; en el ámbito revelado o hipernoético, por tres y
sólo tres seres personales, única Trinidad, en inmanente complementariedad intrínseca. Estos dos ámbitos son por mí denominados de diversas formas:
a) son sinónimos del ámbito o nivel intelectual o dianoético expresiones como ámbito o nivel deificans, ecuménico, pístico o de la creencia, general, fundante, de la gratia prima, de la gracia actual o divina
presencia constitutiva;
b) son sinónimos del ámbito o nivel revelado o hipernoético, el ámbito o nivel transverberans, cristológico, fídico o de la fe, selectivo,
transformante, de la gratia secunda, de la gracia santificante o mística
procesión.
Las “ciencias del espíritu” deben excluir el carácter numérico y cuantificable de las ciencias fenomenológicas. Este carácter numérico y cuantificable de lo fenoménico pertenece a la ruptura a priori, por el sujeto
absoluto, de la identidad “vacío de ser es vacío de ser” en tal grado que
su resultado es la constitución ad extra de la “genética posibilidad”, estructurada por leyes teóricas que se hacen constantes fácticas en virtud
de la libre creación ex genetica possibilitate, por el sujeto absoluto, de
los seres y de las cosas. Si negamos la creación, habríamos negado, a
su vez, la actualización de la genetica posibilitas, por tanto, la onda genética constitutiva de un espacio y un tiempo que habrían quedado vacíos, contra nuestra experiencia, de historia. Las leyes teóricas constituyen la teoricidad matemática que, con la simbolización algebraica y geométrica de la que participan las llamadas ciencias empíricas, es el objeto de lo que he dado en denominar “metafísica matemática”.
166
Fernando Rielo
El carácter de exactitud o de autenticidad de estas “ciencias del espíritu” debe regirse, excluyendo el carácter numérico y cuantificable de
las ciencias fenomenológicas, por los tres constitutivos mencionados.
Enuncio, conforme a mi pensamiento, estos tres constitutivos:
1) Consistencia, porque la negación a priori del llamado principio de
identidad hace imposible la carencia de sentido sintáctico, semántico y
metafísico del axioma con sus enunciados y teoremas, en tal grado que,
dado un enunciado [f] bien formado de una ciencia, v.g. la concepción
genética de la metafísica (T), no es el caso que su afirmación [f] y su
negación [-f] sean, a la vez, teoremas de esta ciencia [T]: -(Tf1 T-f).
2) Completitud, porque el axioma con sus enunciados y teoremas se
rigen por las características metódicas de un origen, sintaxis y réplica,
en tal grado que estos tres elementos excluyen la petitio principii implícita en toda fórmula tautológica; no es el caso que, dado un enunciado
bien formado [f] de una ciencia, v.g. la metafísica genética [T], este
enunciado [f] se explique y no se explique por sí mismo: - [(Tf3 Tf)
1 (Tf3 Tf’)].
3) Decidibilidad, porque es posible decidir, verificado el corte analítico y su procedimiento de la reductio ad absurdum, la resistencia del
axioma con sus enunciados y teoremas, en tal grado que la afirmación
de un enunciado bien formado de una ciencia, v.g., la metafísica genética, denuncia su carácter abierto y excluye ser obtenido por negación
de su contrario: [f +] 3 [- (f 3 - - f)].
Encuéntrase, en esta forma de proceder, aquella actitud singular de
la inteligencia humana que, abierta a la concepción genética del principio de relación por el propio principio de relación, halla su poder fundante en una forma de comportamiento ontológicamente genético que
actúa con las características propias que se dicen del vector: intensidad,
dirección y sentido. Este comportamiento hace del ser humano un absolutivo singular que, procediendo del Absoluto singular, recibe de éste el
Definición mística del hombre y…
167
patrimonio genético que, formándole a su imagen y semejanza, da razón inconfundible de su origen y destino divinos.
Las propiedades esenciales, que se siguen, entre otras, del carácter
racional de la elevación a absoluto “bien formada” de la relación, ponen
a la inteligencia humana en estado de videncia 12 de la estructura fundamental de la concepción genética de un principio de relación constituido
por dos y sólo dos seres personales en inmanente complementariedad
intrínseca [P1=P2]:
1) La elevación a absoluto debe confirmar el carácter singular, en
ningún caso universal, de la relación. Razón: la abstracción, por la que
se obtiene un supuesto universal, es un mal procedimiento de la elevación a absoluto porque, en lugar de potenciar una noción y hallar su consistencia, completitud y decidibilidad, se procede por reducción de una
supuesta propiedad abstracta [R] que, separada de sus singulares, se tautologiza a sí misma [R] es [R]. El enunciado es preciso: la elevación a
absoluto consiste en potenciar al infinito una noción, en tal grado que,
con este proceder, se la encuentra llena de abierta geneticidad; la abstracción, consiste en reducir una noción al infinitésimo en tal grado que
se vacía, atomizándose, de toda geneticidad. Debe, por tanto, rechazarse, por su acientificidad, el universal.
2) La relación singular requiere, cuando menos, de dos términos re12
El verbo “videnciar” posee, en mi pensamiento, el significado de “forma de
visión” o “visión bien formada”. Si afirmo “este hombre tiene visión política”, quiero significar, no cualquier tipo de visión —visión vulgar, abstracta
o informe—, antes bien, una visión bien perfilada y estructurada, en tal grado
que, ante la sociedad, este hombre queda cualificado políticamente. La “videncia” metafísica es estado de “visión formada” que la inteligencia posee
en virtud de su apertura, por medio de la intuición, al sujeto absoluto. Videnciar la concepción genética del principio de relación, incluyendo, en orden a
su dirección y sentido, todas las implicaciones de la ratio intelligentiae y de
la ratio fidei, es tener “visión bien formada” de la metafísica genética.
168
Fernando Rielo
lacionales: no menos de dos, porque habríamos incurrido en la identidad
de un sólo término; no más de dos, porque un tercer término es un excedente metafísico de la absoluta simplicidad inherente a la elevación a
absoluto de una noción.
3) Los dos términos relacionales o son nada, o son cosa, o son ser:
no pueden ser nada, porque la elevación a absoluto es “de algo”; no son
cosa, porque habríamos introducido en la elevación a absoluto lo que es
propio de las ciencias de la naturaleza, esto es, la matematización de la
complejidad y composición de la materia; son ser por exclusión de la
nada y de la cosa. No son, sin embargo, “ser” simpliciter, antes bien,
“ser+”, esto es, una vida absoluta que, genéticamente abierta, tiene que
ser necesariamente constituida por dos vitales 13 entre sí comunicables.
4) Los dos seres vitales de la relación, negada por su carácter identitático la oración atributiva “S es S”, no pueden ser intercambiables; antes bien, tienen su propio lugar metafísico [S1] y [S2] fundando una sintaxis de acción directa donde la acción agente es origen y la acción receptiva réplica.
5) Los dos seres [S1] y [S2] son realmente distintos 14, porque, en caso contrario, habríase introducido la identidad absoluta de un solo ser.
13
14
Hago distinción entre ser y cosa: el ser es un vital que se rige por la divina
presencia constitutiva de la vida de un sujeto absoluto que actúa como principio; la cosa es un compositum materiale que se rige por sus propias leyes
matematizadas por la actio in distans del sujeto absoluto.
Rechazo la distinción de razón, con todos sus tipos, porque es un proceso
analítico “mal formado” de la inteligencia. El motivo se debe a que la inteligencia, en oposición a lo real, tiene que admitir acerca de lo mismo dos
contradicciones: una supuesta identidad real de dos entes de razón fuera de
la razón que son distintos dentro de la razón; una supuesta distinción de
estos dos entes de razón dentro de la razón que son idénticos fuera de la
razón. El conflicto dispar de la identidad, con sus paradojas y contradicciones, ha entrado en una reacción en cadena de absurdas tautologías: la tauto-
Definición mística del hombre y…
169
6) Los dos seres realmente distintos [S 1] y [S2] son personales porque la elevación a absoluto requiere que los dos seres tengan la máxima
categoría que deba poseer un ser, esto es, la noción de persona. El principio de relación está, por tanto, constituido por dos personas realmente distintas porque la persona es la suprema expresión del ser.
7) Los dos seres personales realmente distintos, constituyendo única
vida absoluta, se definen activamente entre sí porque no hay otra noción
superior a la persona que defina a la persona; por tanto, quedan rechazadas las ideas de pasividad y de oposición. Razón: toda pasividad y
oposición entre los dos términos de la relación, elevada a absoluto, adquiriendo también valor absoluto, habría convertido, absurdamente, los
dos términos en dos absolutos identitáticos haciendo absolutamente imposible toda comunicación.
8) El lugar metafísico de los dos seres personales es el indicativo de
una definición “bien formada” de vida absoluta, porque ésta adquiere el
significado genético de que [P 1] es el origen de [P2], esto es, [P 2] es la
réplica de [P1] porque [P1] transmite todo su carácter genético a [P2].
Razón: [P2] es el gene de [P1] porque el gene de [P1], siendo realmente
distinto de [P1], es nueva persona divina [P2]. No puede ser de otra manera porque el gene de [P 1] o se identifica con [P1] o es realmente distinto: si se identifica con [P 1], se incurre en la identidad [P 1] es [P1]; si
es realmente distinto, el gene es nueva persona divina, esto es, [P2]. El
“ser +” es fórmula simbólica expresada por el enunciado “el ser tiene
gene”, que, a su vez, adquiere el sentido singular “[P 2] es el gene de
[P1]. Este enunciado es, aplicando las características metódicas del principio, transformable en los enunciados: “[P1] engendra a [P2], [P 2] es
engendrado por [P1]”.
logización del ente contra la tautologización de la razón, la tautologización
de la razón contra la tautologización de la “no-razón”, la tautologización de
un ente de razón contra la tautologización de otro ente de razón, la tautologización de un ente real contra la tautologización de dos entes de razón…
170
Fernando Rielo
9) La concepción genética del principio de relación es, racionalmente, de dos seres personales que, realmente distintos, constituyen, en estado de inmanente complementariedad intrínseca [=], única concepción
genética de la naturaleza, de la sustancia, de la esencia. La inmanente
complementariedad intrínseca significa, confirmando los lugares metafísicos [“1”, “2”], que todo lo que es [P 1] es en [P2], todo lo que es [P 2]
es en [P 1] en tal grado que, extasiándose entre sí las personas divinas,
constituyen único amor, única esencia: nada transciende y nada es extrínseco a los dos seres personales divinos en inmanente complementariedad intrínseca. La forma genética de esta pericóresis tiene enunciado
preciso: todo el carácter genético de [P2] es de [P1] bajo la razón de Padre [“el Padre engendra al Hijo”]; todo el carácter genético de [P1] es
de [P2] bajo la razón de Hijo [“el Hijo es engendrado por el Padre”].
II
El supuesto de la definición que propongo es, frente a la antivectorialidad de la metafísica histórica, nueva metafísica o teología pura con
su ontología o teología mística que hallan su dirección y sentido vectoriales en la concepción genética del principio de relación. La identidad
“ser es ser” 15 queda sustituida por la congenitud de un “ser +” signifi15
La identidad elevada a seudoprincipio fue condenada por Clemente VI en
1346, entre otras tesis de Nicolás de Autrécourt, en la siguiente proposición
declarada falsa, peligrosa, presuntuosa, sospechosa, errónea y herética.
“… este es el primer principio y no otro: «si algo es, algo es» [… hoc est
primum principium et non aliud: «si aliquis est, aliquis est»]” [Dz 570, publicado en DENIFLE, Henricus, O.P., Chartularium Universitatis Parisiensis.
París (Tomo II), p. 576ss, 1124]. La estructura que presenta el functor monádico “si”, al ser tautológica o reduplicativa, carece de sentido sintáctico,
semántico y metafísico: sintáctico, porque un solo elemento “aliquis est”,
Definición mística del hombre y…
171
cado por seres personales en inmanente complementariedad intrínseca
que constituyen única concepción genética de un principio de relación
que se visualiza en sus dos ámbitos:
1º) El ámbito deificans, ecuménico o de la intelligentia creentia formata.
Este ámbito posee “razón de suficiencia” y viene modelado por el
axioma consistente, completo y decidible, de dos y sólo dos seres personales, Santísima Binidad, que, en estado de inmanente complementariedad intrínseca [P1=P2], se constituyen en único sujeto absoluto: no menos de dos seres personales porque habríamos quedado otra vez incurque es a lo que se reduce la reduplicación, no puede cumplir ninguna función en la oración; semántico, porque en la fórmula “si aliquis est, aliquis
est” tiene la misma validez la afirmación que su negación (la misma validez
identitática tiene “si aliquis est, aliquis est” que “si nihil est, nihil est”);
metafísico, “si aliquis est, aliquis est”, no constituyendo ninguna relación,
no puede alcanzar al seudoconcepto “aliquis est”.
No se evita, por otra parte, la tautología cuando algunos filósofos quieren
salvaguardar el seudoprincipio de identidad del absurdo de la reduplicación
dando al primer término una significación real y al segundo una significación meramente formal para establecer una supuesta relación. Este esfuerzo
inútil incurre en la misma posición de la paradoja que encierra la identidad.
Veamos: Simbolicemos el primer término real con la letra A y el segundo
con la letra A’. Tenemos, entonces, el esquema de fórmula A=A’. Si los
términos se creen distintos, habrá que aplicar, puesto que la identidad sigue
permaneciendo en el análisis, otra vez la identidad a cada uno de estos términos. Obtenemos la siguiente formulación: (A=A’) = (A=A’) cuya descomposición, siguiendo el procedimiento de la distinción de términos será la
siguiente: (A=A’) = (A=A’)’. Habrá que seguir así en un proceso al infinito: [(A=A’)=(A=A’)’] = [(A=A’)=(A=A’)’] siguiendo el mismo proceso de
descomposición en la distinción de términos: [(A=A’)=(A=A’)’] = [(A=A’)
=(A=A’)’]’… Esta fórmula identitática, condenada por Clemente VI, incluye también, en mi opinión, el rechazo de su formulación lógica.
172
Fernando Rielo
sos en la identidad; no más de dos seres personales porque un tercer ser
personal es, racionalmente, un excedente metafísico.
Nada tiene que ver mi concepto de “razón de suficiencia” con la “razón suficiente” de Abelardo, Giordano Bruno o su elevación a principio
formulada por Leibniz con el que llegará a concebir este mundo como
el mejor de los posibles. Dos son las posturas extremas que, en nuestra
opinión, arroja la filosofía moderna sobre el grado de certidumbre: la de
Leibniz, que instaura, con su “razón suficiente”, un “racionalismo teórico” cuyo límite es el “cálculo infinitesimal”; la de Jacob Bernoulli, que
instaura, con su “razón insuficiente”, un “racionalismo tecnológico” cuyo límite es el “cálculo de probabilidades”. Nada más lejos de mi pensamiento metafísico que estos principios que tienen que funcionar con el
de identidad y el de contradicción. El intento de romper la identidad con
el cálculo matemático ha resultado baldío: ahí permanecen las dos formas del racionalismo contemporáneo que se imponen a toda concepción
del hombre con sus implicaciones antropológicas, sociales, políticas…
El carácter de suficiencia de la visión metafísica, poseyendo las notas
de la consistencia, completitud y decibilidad, tiene el sólo dominio de
una inteligencia que, conociendo no sin la dura condición del complejo
sicosomático de los llamados sentidos externos e internos y de las llamadas facultades, no satisface a nuestra visión que, aunque abierta al infinito, tiene como límite formal la finitud.
2º) El ámbito transverberans, cristológico o de la intelligentia fide
formata.
Este ámbito posee “razón de satisfacibilidad”, viene modelado por
el axioma consistente, completo y decidible, de tres y sólo tres seres personales, Santísima Trinidad, que, en estado de inmanente complementariedad intrínseca [P1=P2=P3], se constituyen en único sujeto absoluto:
no menos de tres seres personales porque la revelación de Cristo confirma un tercer ser personal llamado “Espíritu Santo”; no más de tres seres
personales porque la ingenitudo generans de [P1] impide a priori un an-
Definición mística del hombre y…
173
tecesor [P0] de [P1] y la ingenitudo ingenerans de [P3], réplica de la ingenitudo generans de [P1], impide a priori un sucesor [P4] de [P3].
La consistencia, completitud y decidibilidad de la ratio fidei excede
al sólo dominio de una inteligencia humana [intelligentia creentia formata tantum] que, abierta por la fe a la infinitud [intelligentia fide formata], es, per viam revelationis, imagen y semejanza de la visión divina de todo el dominio. Sólo la omnisciencia divina posee la visión de
todo el dominio. Afirmo, por esta causa, que nuestra visión sobrenatural, siendo imagen y semejanza de la visión divina, es, formada por la
fe in statu viae y por la visión beatífica in statu gloriae, mística u ontológica omnisciencia de la divina o metafísica omnisciencia.
La videncia de la concepción genética del principio de relación, exigiendo la ruptura a priori de un seudoprincipio de identidad [S=S] que
se oculta, viciándolas, en las distintas filosofías, da razón de este modelo que, consistente, completo y decidible, tiene carácter abierto, dialogal, fecundo, generante, creativo.
El estéril y cerrado “ser en cuanto ser” [to; o]n h/J` o[n], impersonal
incapacitado en orden a la generación y creación, ha quedado sustituido
por el personal “yo soy” [ejgwv eijmi ] de un Padre divino [P1] que se extasía en el “yo soy” [ejgwv eijmi ] de su Hijo divino [P2]: “Tú eres mi Hijo
amado; en ti me complazco” (Mc 1,11). El ser, bajo su forma suprema
no es, por tanto, un “qué”, antes bien, un “quién” que engendra a otro
“quién”: “Tú eres mi Hijo, yo mismo te he engendrado hoy” (Ps 2,7;
Act 12,33; Hebr 1,5). La razón parece clara: la persona, suprema expresión del ser, se define por otra persona en virtud de que no hay otra noción superior a ella que la defina.
El ejgwv eijmi escriturario es expresión que revela, cuando menos, dos
singulares personales con el mismo carácter absoluto: la persona de Dios
Padre (Ex 3,14) y la persona de Dios Hijo (Jn 8,24). No deben confundirse, ontológicamente, los conceptos de “identidad” y “singularidad”:
174
Fernando Rielo
la identidad, llevada a sus últimas consecuencias, es el resultado de cerrar la persona en su propia persona en tal grado que, sacada o separada
[ajfaivresiı = abstracción] de aquello por lo cual es constituida, queda
reducida a un seudoconcepto en el que se destruye toda comunicación,
apertura o progreso; la singularidad necesita, al menos de dos términos
en los que “cada cual” no es completo [suvnoloı = concretus] sin el otro.
El concepto de singularidad personal significa, por tanto, el carácter concreto, completo, que tiene un “cual” abierto a otro “cual”, esto es, un
“quién” genéticamente abierto a otro “quién”. El ejgwv eijmi singular del
Padre y del Hijo es un “nosotros somos” [hJmei`ı ejsmen] correspondiente al “Padre y yo somos uno”: ejgw; kai; oJ Path;r e{n ejsmen (Jn 10,30).
Cristo, revelándose persona divina, Hijo del Padre, es, para mí, este
[P2]; por tanto, el metafísico por excelencia, el único que, rompiendo el
abstracto formal del “ser es ser” [to; o[n e[sti] instaurado por la identidad parmenídica, corrobora la autenticidad positiva de la concepción
genética del principio de relación, revelándonos el supuesto transcendente de un “quién” en otro “quién” realmente distinto, “yo soy en el Padre y el Padre es en mí” [ejgwv eijmi ejn tw`/ Patriv kai; oJ Path;r ejn
ejmoiv ejstin (Jn 14,10)], y, al mismo tiempo, constituyendo la unidad
de única naturaleza: “el Padre y yo somos una misma cosa” [ejgw; kai;
oJ Path;r e{n ejsmen] (Jn 10,30). Cristo, además de revelarnos su divina procedencia del Padre, eleva, por medio de la fe en su persona, nuestra inteligencia a la videncia sobrenatural de nueva persona divina [P3],
Espíritu Santo, que, en estado de inmanente complementariedad intrínseca con [P1] y [P2], constituye el ámbito cristológico, con razón de satisfacibilidad, de la concepción genética del principio de relación [P1=
P2=P3].
El nivel deificans del modelo es abierto al nivel transverberans y éste al nivel deificans, por tanto, pueden presentarse en el nivel deificans
indicios, que son revelados de forma plena en el nivel transverberans.
Las llamadas prefiguraciones y “antitipos” del Antiguo Testamento, sobre todo los innumerables textos que nos hablan del “Espíritu de Dios”,
Definición mística del hombre y…
175
son corroboración de estos indicios a nivel deificans. El Espíritu Santo
como persona divina, realmente distinta del Padre y del Hijo, es un excedente ontológico del nivel deificans de la concepción genética del
principio de relación [P 1=P2], sin embargo, la revelación de Cristo ilumina con plenitud lo que sólo era indicio a la razón 16.
El modelo metafísico, a nivel deificans o de Santísima Binidad, y a
nivel transverberans o de Santísima Trinidad, es el supuesto de la concepción mística de un ser humano que tiene diseñado en su inteligencia,
aunque herido por el pecado original, el carácter genético que posee
constitutivamente su espíritu creado a imagen y semejanza de las personas divinas. Este diseño divino, que radica en el carácter genético del
espíritu, creado a imagen y semejanza divinas, es carácter ontológico de
la unión constitutiva y santificante. San Juan de la Cruz se refiere sólo
a la unión santificante, formada por las virtudes teologales, cuando afirma: “Pero sobre este dibujo de fe hay otro dibujo de amor en el alma de
el amante […] en la cual de tal manera se dibuja la figura del Amado y
tan conjunta y vivamente se retrata cuando hay unión de amor que es
verdad decir que el Amado vive en el amante y el amante en el Amado.
Y tal manera de semejanza hace el amor en la transformación de los
amados, que se puede decir que cada uno es el otro y que entrambos son
uno” 17.
Este lacerado diseño ontológico en una inteligencia abierta a la fe
por el don de la fe, en una voluntad abierta a la esperanza por el don de
la esperanza, y en una libertad abierta al amor por el don del amor, denuncia que el ser humano, desde su concepción, porta en su espíritu:
a) por creación, la comunicación extática, abierta, sobreabundante,
con las personas divinas;
16
17
Cf. “Experiencia mística y lenguaje”, ponencia presentada por mí en el Congreso Semiótica del texto místico en la universidad de L’Aquila (1991).
Cántico, 12,7.
176
Fernando Rielo
b) por transmisión del pecado original, la identidad o incomunicación estéril, deformante, egolátrica.
Éxtasis e identidad son las dos ramas de un mismo árbol hereditario:
el de la ciencia del bien y del mal. Reside en este hecho su grandeza y
su miseria, su verdad y su mentira, su gracia y su desgracia, su dicha y
su dolor.
El concepto de éxtasis [del griego e[kstasiı] es, finalmente, el de
acto ontológico o energía constitutiva de la persona humana que, rompiendo la identidad de la persona consigo misma, abriéndose por ello a
la infinitud, se une con sus semejantes bajo aquella forma de unión con
la que la exigencia necesaria del sujeto absoluto la define. La etimología de la palabra e[k- stasiı [ek-stasis], teniendo el significado originario de “salir de para ir a”, esto es, de “elevar algo a un referente transcendental que, definiéndolo, lo enriquece”, es ajeno a las patologías significadas por los conceptos de sublimación o de enajenación. La razón
es precisa: estos estados anómalos no tienen referentes o relatos transcendentales, antes bien, seudorrelatos identitáticos cuya característica es
la deformación ficticia o imaginaria.
III
Hago distinción entre metafísica y ontología o mística. Las dos ciencias estudian, en diferentes ámbitos, el mismo objeto: la metafísica, la
adintreidad de la concepción genética del principio de relación; la ontología o mística, la proyección ad extra de la adintreidad de la concepción genética del principio de relación en la persona creada. Esta distinción entre metafísica y ontología se clarifica en la elevación a ontología
de la teología mística y en la elevación a metafísica de la teología pura.
El o[ntoı, aquello por lo que el sujeto humano es “ser siendo”, pero no
un simpliciter “ser siendo”, antes bien, el ontólogo “ser siendo de”, tiene
Definición mística del hombre y…
177
el exigencial de un metav, aquello por lo que el sujeto absoluto es el metafísico ser + del cual aquel procede.
Esta ontología teoremática o teología mística, procedente a imagen
y semejanza de una metafísica axiomática o teología pura, tiene por objeto la actuación ad extra, en el creado espíritu humano, de la concepción genética del principio de relación. No existe, por su carácter tautológico, el monoteísmo absoluto unipersonalista; antes bien, en el ámbito
de una creencia “bien formada”, el monoteísmo binitario; en el ámbito
de una fe “bien formada”, el monoteísmo trinitario. Tanto la Binidad
como la Trinidad, que parecen incompatibles con las grandes religiones
monoteístas por su creencia en único ser personal divino, pueden ser admitidas, en especial la Binidad, de un modo culto por los indicios que
presentan estas mismas religiones. “No cabe duda alguna —decía Wilhelm Wundt, aunque en otro contexto— de que un monoteísmo absoluto no se da propiamente sino en filosofía, y de que, en la religión popular, ni aun en el pueblo de Israel ha existido un monoteísmo estricto” 18.
Sin embargo, la atribución a la filosofía de la invención del monoteísmo absoluto no tiene otra razón que la del vicio intelectual y existenciario de la identidad en los sistemas filosóficos.
La ontología o mística es, por tanto, la ciencia suprema que define
al ser humano en sus dos niveles: el ecuménico o de la inteligencia formada por la creencia correspondiente al horizonte deificans, bajo la razón de la divina presencia constitutiva; el cristológico o de la inteligencia formada por la fe correspondiente al horizonte transverberans, bajo
la razón de la elevación de la divina presencia constitutiva al orden de
la gracia santificante o mística procesión 19.
18
19
Elementos de psicología de los pueblos (1912), traducción española de Santos Rubiano, Madrid, 1926, pág. 316.
Explicamos, brevemente, el término “mística procesión”: el concepto relativo a lo “místico”, corroborado por la Tradición y el Magisterio (cf. Dz 2290)
significa para mí, a diferencia de la significación ad intra de lo “divino”,
178
Fernando Rielo
La primera actuación ad extra del sujeto absoluto es la imposibilitación a priori del vacío de ser en cuanto vacío de ser. Esta imposibilitación a priori es, en mi pensamiento, la genetica possibilitas ad extra, esto es, lo que no es el sujeto absoluto pero no es sin el sujeto absoluto;
en ningún caso, puede afirmarse el absurdo de la nada absoluta o nihilismo. La creación divina no es ex nihilo simpliciter que viene del supuesto identitático “nada es nada”, antes bien, ex genetica possibilitate
que constituye la posibilidad de la creación ad extra 20. La actuación ad
extra de un ad intra genéticamente abierto de las personas divinas, supuesta la libre creación ex genetica possibilitate, forma el constitutivo
genético de un ser humano creado a imagen y semejanza del sujeto ab-
20
vida mística ; esto es, acción divina ad extra, supuesta la creación del ser
humano, de la gracia sobrenatural en el bautizado; por extensión en la Iglesia. El término “procesión” es, por su parte, el sustantivo derivado de los
verbos cuyo significado es “proceder de” (Dz 135), “venir de” (Jn 14, 23),
“nacer de” (Jn 1, 13), “renacer espiritualmente” (Dz 109a, 695) “regenerar”
(Dz 102, 140, 324, 695ss, 933), “infundir” (Dz 410, 483, 800, 809, 821,
2299), “inhabitar” (Dz [3329- 3331], 2290), “inspirar” (Dz 135ss., 180, 797,
1521, 1791: esta procesión, que por ser “mística” —y no “divina”— es ad
extra, tiene a la Santísima Trinidad como único sujeto absoluto y principio
de operación ad extra [unum universorum principium - unum principium
creaturæ] (Concilio de Letrán, Dz 428; Concilio de Florencia, Dz 704), y
como sujeto atributivo al Espíritu Santo (Dz 13 [44], [46], [48], 1013, 2290),
en virtud de su misión santificadora, que tiene por fin la inhabitación del
mismo Espíritu Santo en el alma del justo (1Cor 3,16; 16,19; Rom 5,5; 8,
11) y, con la inhabitación del Espíritu Santo, la del Padre y la del Hijo (Jn
14,23; 2Cor 6,16). En su acepción más general, el término “mística procesión” significa, por tanto, “la vida mística que viene de Dios”. Esta inhabitación, que tiene por sujeto atributivo al Espíritu Santo, es extensiva a la
Iglesia: “…reconocemos que ella [la Iglesia] pertenece al Espíritu Santo,
que en ella habita…” (II C. de Nicea, 787, Dz 302).
Este tema está desarrollado por mí en “Concepción genética de lo que no es
el sujeto absoluto y fundamento metafísico de la ética” en Raíces y valores
históricos del pensamiento español (1990).
Definición mística del hombre y…
179
soluto (Gén 1,26). La persona humana es imagen y semejanza de las personas divinas porque recibe de éstas, constituyéndose en único principio
de operación ad extra, su propio carácter genético, esto es, su divina presencia constitutiva.
Tengo que advertir tres hechos que aparecen con la creación del espíritu humano desde el primer instante en que es biológicamente concebido. La negación de estos tres hechos denuncia un absurdo identitático
absolutamente cerrado e incomunicable:
a) el espíritu humano es + que su creación ex genetica possibilitate,
porque si fuera sólo creado resultaría “creado en cuanto creado”, por tanto, imposibilidad de la creación;
b) el espíritu humano es + que espíritu humano porque quedaría en
“espíritu humano en cuanto espíritu humano”, por tanto, imposibilidad
del espíritu;
c) el espíritu humano no puede ser sino persona formada por la divina presencia constitutiva porque, en caso contrario, resultaría “persona
en cuanto persona”, por tanto, imposibilidad de la persona.
La divina presencia constitutiva, que por naturaleza es increada porque Dios no puede crear su propia presencia, transciende el concepto de
persona creada elevándola a rango deitático. “Cristo es el único que ha
dado la más sublime, transcendente y sagrada definición mística del ser
humano corroborando con su palabra nuestra mística deidad: “dioses
sois” (Jn 10,34) 21. La persona humana tiene, por tanto, dos elementos:
creado, el espíritu por el que el hombre es abierta naturaleza creada; increado, la divina presencia constitutiva por el que el hombre es abierta
deidad increada. Esta genética apertura es el fundamento de una místi21
Cf. “Función de la fe en la educación para la paz” en Educar desde y para la
paz (1994).
180
Fernando Rielo
ca relación, comunicación extática, del ser humano con el sujeto absoluto que, a su vez, es la forma genética de comunicación con los otros
seres humanos y, en general, con toda la creación.
IV
La estructura formal de la naturaleza humana es, supuesta la divina
presencia constitutiva, la de un espíritu sicosomatizado 22, esto es, la
unidad de tres entes, espíritu, sique y cuerpo, en la que el espíritu, inhabitado por la presencia constitutiva de las personas divinas, es la sede
del yo que, con su potestas, asume, ontológicamente, la complejidad de
funciones de la sique con su integral somático. El espíritu humano es
creado en el mismo momento de la concepción humana. Pertenecen a
la sicosomatización los dinamismos biológico-animales heredados en
parte del precedente homínido; por tanto, subyacen a los caracteres hereditarios.
La forma ontológica del acto del espíritu es la energía extática o potencia de unión que tiene como atributos la libertad con sus dos funciones: la inteligencia y la voluntad. El acto libre participa, entonces, del
carácter de sus dos funciones: consciente y voluntario. La responsabilidad, atribuida al ejercicio de la libertad, consiste, por tanto, en la integridad del acto libre, imposible sin la inteligencia y la voluntad que, a
su vez, actúan no sin la dura condición sicosomática de la imaginación,
sentimientos, afectos, impulsos, temperamento, sentidos internos y externos… en los que ejercen su influencia la mentalidad, la cultura, la
instrucción y las diversas formas del ambiente cósmico y social.
La divina presencia constitutiva consiste, finalmente, en el datum intrínsecamente constitutivo, patrimonio genético de la persona humana,
22
Cf. “Tratamiento sicoético en la educación”.
Definición mística del hombre y…
181
que tiene las siguientes funciones: dar carácter personal al espíritu humano; proveer el disposicional genético a la libertad; presentarse a la inteligencia como “ley del conocimiento”; proporcionar la forma del querer a la voluntad; otorgar al espíritu humano la ejnevrgeia, la energía extática, que lo pone en comunicación inmediata, no sin el componente sicosomático de la naturaleza humana, con el sujeto absoluto y con sus semejantes. La energía extática o acto del espíritu es, por tanto, una acción teantrópica, esto es, la acción de Dios en el hombre con el hombre.
Esta energía extática, constitutiva de la persona humana, es la potestas
ontologica que se presenta en los dos niveles:
a) general o fundante, la creencia, energía constitutiva por la que se
forja —con la mediación de la diversidad de religiones, doctrinas y modos filosóficos de pensar— la tendencia unitiva hacia una Santísima Binidad que, por causa del pecado original, se nos presenta abscondita a
nuestro herido inteligir;
b) selectivo o transformante, la fe, energía cristológica que, elevando la creencia al orden de la gracia santificante, forja, inmediatamente,
la unión del espíritu humano con la Santísima Trinidad en tal grado que
nos hace mística u ontológica santísima trinidad de la divina o metafísica Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado. Esta transformación de amor trinitario es corroborada por San Juan de la Cruz cuando afirma: “no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado
y manifiesto grado (…) y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza” 23. El enunciado es preciso: las personas divinas nos
conceden la mística potestad sobrenatural de hacernos “hijos del Padre
(Jn 1,12) con el carácter personal del Padre, hermanos del Hijo (Mt 12,
50) con el carácter personal del Hijo, templos vivos del Espíritu Santo
(1Cor 6,19; Rom 8,11) con el carácter personal del Espíritu Santo.
23
Cántico espiritual, 39,3.
182
Fernando Rielo
CUESTIÓN FINAL
I
El pensamiento cristiano ha echado en olvido, con introducción de
foráneas filosofías identitáticas, el paradigma teantrópico establecido
por Cristo, Verbo encarnado, que, con su afirmación “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), genetiza, personalizándolos, el método seguro, la verdadera ciencia y el auténtico existir de un ser humano
al que Él mismo confirma su extática deidad: “dioses sois” (Jn 10,34):
1º) El método seguro, porque Cristo es el camino que comunica místicamente al ser humano la verdad y la vida de un éxtasis absoluto de
amor constituido por un Padre concelebrado por el Hijo y el Espíritu
Santo.
2º) La verdadera ciencia, porque el éxtasis absoluto de amor de las
personas divinas entre sí es la suprema verdad que, revelada en el Verbo
encarnado, da intensidad, dirección y sentido a toda humana sabiduría.
3º) El auténtico existir, porque el éxtasis absoluto de amor de las personas divinas entre sí es comunicado, por medio de la redención de Cristo, a nuestra ontológica deidad, constituyéndonos, místicamente, en hijos del Padre, hermanos del Hijo, y templos vivos del Espíritu Santo.
Esta revelación del homo mysticus por Cristo, siendo la más transcendente y sublime que, sobre el ser humano, se ha dado en la historia
del pensamiento, corrobora el enunciado ontológico: la persona humana, supuesto su elemento creado, es, a imagen y semejanza del éxtasis
de amor de las personas divinas entre sí, mística u ontológica deidad extática de la divina o metafísica Deidad extática. La definición mística
del hombre posee por teorema un imperativo moral: si el hombre es
mística u ontológica deidad de la divina o metafísica Deidad, el hombre tiene el deber humano de ser mística deidad para el hombre porque
Definición mística del hombre y…
183
el hombre tiene el derecho divino de ser mística deidad para Dios. Este
es el supremo derecho y deber fundamental del que dimanan, lejos de
todo versátil convencionalismo, todos los demás derechos y deberes del
hombre. Esta concepción mística del hombre se opone frontalmente a
toda concepción pesimista del hombre como la inculcada por Hobbes
que, con su homo homini lupus, desacraliza el pecado original redimido
por Cristo; o por el insustantivo optimismo ingenuo propuesto por Rousseau que, con la bondad salvaje de su Emilio, desacraliza el estado de
justicia original restablecido por Cristo.
Las personas divinas, en estado de inmanente complementariedad
intrínseca, se extasían entre sí, constituyendo, a su vez, única naturaleza,
única sustancia, única esencia divinas. El éxtasis de amor de las personas divinas entre sí es apoteosis absoluta de su ser, estar y existir. La
esencia de la Santísima Trinidad, expresada por el Qeo;ı ajgavph ejstivn
[“Dios es amor” 1Jn 4,16], consiste en esta divina apoteosis del éxtasis
de amor de las personas divinas entre sí. La petición de Cristo al Padre,
“que todos sean uno como nosotros somos uno” (Jn 17,22), comprende
este sentido genéticamente activo: “que todos los seres humanos se extasíen entre sí su místico amor como las personas divinas se extasían
entre sí su divino amor”. Sólo así el ser humano puede llegar a la plenitud de ser místico éxtasis del divino éxtasis.
II
¿Qué tiene que ver, entonces, con el dolor una concepción mística
del hombre que parece alejarse de la dura realidad sufriente del ser humano? ¡Dónde queda todo el dolor acumulado por la historia humana,
dónde el de las innumerables víctimas del aborto, del hambre, de las
drogas, del sida, del abandono de los hijos, de las guerras fratricidas,
del terrorismo internacional, de los bloqueos económicos que por razones políticas constituyen verdaderos genocidios, de la acumulación de
184
Fernando Rielo
armamentos que gravan impuestos cada vez más agobiantes a los seres
humanos, de los accidentes de tráfico y de trabajo, de la marginación e
injusticia social, de las diferentes formas de esclavitud, de las discriminaciones raciales, morales, del paro,… y, en definitiva, de todo dolor físico y moral producido por las enfermedades que, diariamente, llevan
al ser humano a una muerte irreversible!
Mi definición mística del hombre nada tiene que ver con una concepción identitática del dolor por el dolor, presente en toda reflexión histórica sobre el llamado “problema del mal”. El dolor por el dolor es un
mal físico que, como el mal moral, no tiene sentido alguno. Cristo nos
revela este sin sentido al referirse a los males morales causados por una
despersonalización humana en la que todo actuar es, en última instancia, una sinrazón, “Me han odiado sin motivo” (Jn 15,25), o un estado
de ignorancia, “Padre, perdónales, porque no sabe lo que hacen” (Lc
23,34). Esta actitud despersonalizante, comportando una aversio a Deo
y una conversio ad creaturam, nos sumió, por medio del pecado original, en las profundas disgenesias que, de todo orden, habrían de tener
el signo de una muerte física y moral portadora también de su correspondiente sufrimiento físico y moral. Adán y Eva violaron, con su arbitrariedad egolátrica, la mística potestad de la naturaleza humana para,
saboreando por sí mismos el bien con su felicidad del vivir, y el mal con
su dolor del morir, hacer de nuestra mística deidad una deidad herida,
deprimida, sujeta al dolor y a la muerte.
La anegación identitática del dolor en el dolor, mal que se encierra
en su propio mal 24, hace del dolor existenciario 25: un “anticamino”,
porque el dolor por el dolor es obstrucción que no lleva a ninguna parte;
24
25
Las actitudes sádicas y masoquistas, relacionadas con el sufrimiento humano a la deriva, nacen de la identidad existenciaria que tienen como término
la egolatría.
Quiero decir que todo dolor afecta a la existencia humana.
Definición mística del hombre y…
185
una “antiverdad”, porque el dolor por el dolor, careciendo de ser y de
sentido, no tiene metafísica ni ontología; una “antivida”, porque el dolor
por el dolor sólo conduce a la muerte.
Cristo, con su encarnación y redención, rompe definitivamente la
inmensa tragedia de la identidad teórica y existenciaria de un dolor del
que se han hecho cargo, intentando romper su magma informe, todas las
literaturas y religiones. ¡Cuántos seres humanos han soportado el dolor
y la muerte con auténtico heroísmo en aras del bien o la vida de su prójimo! El dolor con su muerte, elevado a arte y ofrenda, ha sido la catarsis de la que se ha servido la existencia humana para seguir conviviendo con el dolor y la muerte porque lo que le duele al ser humano es propiedad del ser humano: le duele su cuerpo, le duele su alma, le duele su
mundo, le duele su nada, le duele su mal, le duele el bien, le duele Dios,
le duele toda injusticia, le duele su indigencia, le duele el dolor de su
prójimo, le duele el propio dolor…
Cristo da sentido al sin sentido de un dolor humano que hace consustancial con el suyo, recapitulando en sí mismo todo el dolor físico,
síquico y moral de la naturaleza humana para abrirla a la más alta consideración del amor: “No hay mayor testimonio de amor que dar la vida
por los amigos” (Jn 15,13). Consiste, en esta potestad de dar la vida, la
personalidad o señorío humanos. La profesionalidad del médico o del
sanitario, conviviendo más de cerca con el dolor del enfermo, exige esta
personalidad incondicionada, generosa, desinteresada, que, inscrita en
nuestra herida deidad, es, para su sanación, la pauta segura de actuación
del ser humano con el ser humano.
Cristo mismo puso en holocausto por la humanidad todo su amor divino haciendo de nuestro dolor “místico dolor de su divino dolor”. Nuestro dolor quedó, de este modo, consustancializado con el dolor de nuestro Hermano divino: un dolor viador abierto al amor, un amor viador
abierto al dolor. Él nos ha dado, en esta vida, la mística potestad de hacer de todo dolor humano místico dolor de amor del divino dolor de
186
Fernando Rielo
amor. Sólo así el holocausto queda transformado, vencido el dolor y la
muerte, en gloria celeste porque detrás de cada dolor ofrecido se esconde, en heredad, un aumento de gloria como nos atestigua San Pablo:
“herederos del Padre y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con Él,
para ser con Él también glorificados” (Rom 8,17).
El dolor del amor es compasivo, es servicial, es paciente, no busca
su interés, todo lo perdona, todo lo soporta, todo lo acomete 26, porque
el primer fruto del dolor del amor es, a imitación de Cristo, aliviar el dolor del prójimo. Todo ser humano, sea médico, sea personal sanitario,
sea abogado, sea profesor, tenga o no alguna profesión, cada uno conforme al don, la experiencia o la especialidad que le haya otorgado la
vida, tiene este sublime cometido: aliviar, curar las heridas dolientes del
cuerpo y del alma de sus hermanos los hombres para que se manifieste,
ya en este mundo, la celeste gloria de un Padre común concelebrado por
el Hijo y el Espíritu Santo.
DOXOLOGÍA
Concluyo esta conferencia con aquellas palabras que hace algunos
años dirigí al II Congreso Internacional de Medicina y Migración: “El
Divino Fundador de la religión católica, Cristo, por razones que no vienen al caso, no ha elevado su religión a una especie de laboratorio donde
se despachan fórmulas mágicas para curación en este mundo del dolor
que sufre el hombre entre cuyas causas más relevantes es el propio hombre; antes bien, le entrega que sea él mismo quien se dedique, por cuestión de principio, a la investigación y hallazgo de las fórmulas políticas,
técnicas, sociales y culturales a fin de que sea el propio hombre quien
26
Cf. 1Cor 13,4ss.
Definición mística del hombre y…
187
tenga el mérito de continuar su redentor sacrificio. Quiero decir una cosa muy sencilla que, posiblemente, carece de error: Cristo ha hecho depositario al hombre de su poder taumatúrgico que, amparado por Él mismo, va ejerciendo progresivamente con el esfuerzo de su interés por el
prójimo. ¿No es el más grande milagro que los hombres entre sí, santificadoramente, se reconstruyan?” 27.
He terminado.
27
Mensaje mío al II Congresso Internazionale di Medicina e Migrazioni (Roma 11-13 Luglio 1990).
Í N D I C E
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
5
Experiencia mística y lenguaje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
27
Tratamiento sicoético en la educación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
73
Filosofía sicoética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121
Definición mística del hombre y
el sentido del dolor humano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143
Colección de Filosofía
Nº 1 ¿Existe una filosofía española?
José Antonio Reula, Literatura versus filosofía sistemática en España;
José Luis Abellán, ¿Existe la filosofía española? Razones de un pseudoproblema; Antonio Heredia, Existencia y consistencia de la filosofía
española; Ramiro Flórez, Razón filosófica y razón mística en San Juan
de la Cruz; Fernando Rielo, Hacia una nueva concepción metafísica del
ser; Diego Núñez, La historia del pensamiento español y el problema
de España.
Nº 2 Raíces y valores históricos del pensamiento español
Sergio Rábade, Aportaciones del pensamiento español a la filosofía;
Nelson Orringer, Radicalismo en la España filosófica del siglo XX; Cirilo Flórez Miguel, La filosofía unamuniana y las raíces del pensamiento
español; Antonio Ferraz, Realidad y ser según Zubiri; Fernando Rielo,
Concepción genética de lo que ‘no es’ el sujeto absoluto y fundamento
metafísico de la ética.
Nº 3 Aportaciones de filósofos españoles contemporáneos
Luis Jiménez Moreno, Acentos d’orsianos sobre el hombre y la cultura;
Antonio Jiménez García, La última María Zambrano; Enrique Rivera
de Ventosa, El desgarro de la conciencia religiosa de Miguel de Unamuno; José María López Sevillano, La nueva metafísica de Fernando
Rielo.
Nº 4 Diversas claves del pensamiento español contemporáneo
Alain Guy, Actualidad del pensamiento de Joaquín Xirau; Manuel González García, Eduardo Nicol: una respuesta filosófica actual desde la
tradición; Carlos A. Baliñas Fernández, Ángel Amor Ruibal: una filosofía de ayer para el hombre de hoy; Manuel Mindán Manero, La personalidad filosófica de José Gaos y aproximación a su idea de la filosofía; Miguel Cruz Hernández, Asín Palacios, historiador del pensamiento islámico; Manuel Benavides Lucas, El naturalismo de Ortega y
Gasset; José Barbosa Corbacho, La alteridad en Antonio Machado; Manuel Mindán Manero, Los cursos de D. Manuel García Morente en la
Universidad de Madrid (1933-1936).
Nº 5 Filosofía y poesía
Ángel Gabilondo, El filósofo lector; Juan Fernando Ortega Muñoz, Filosofía y poesía en María Zambrano; José Luis Mora García, Misericordia en La España de Galdós; José María López Sevillano, Supuestos
metafísicos en la obra poética de Fernando Rielo.
Nº 6 La filosofía de los poetas
Ceferino Santos Escudero, Ideología y filosofía en Juan Ramón Jiménez; Diego Sánchez Meca, Lenguaje poético y lenguaje filosófico; Pedro Ribas Ribas, Filosofía y política en Unamuno.
Nº 7 Filosofía medieval árabe en España
Rafael Ramón Guerrero, Al-Färäbï, maestro de los filósofos andalusíes;
Joaquín Lomba Fuentes, Belleza y amor en el pensamiento de Ibm ·azm;
Miguel Cruz Hernández, Tradición e innovación en la “fálsafa” andalusí; José Puig Montada, El pensamiento de Avempace y su repercusión
en Averroes.
Nº 8 Filosofía medieval judía en España
Antonio Antelo Iglesias, El legado teológico-filosófico del judaísmo
hispánico en los siglos XI y XII; Mariano Gómez Aranda, Filosofía e
interpretación bíblica en Ibn Ezra; Miguel Cruz Hernández, El mundo
de las ideas de Ibn Gabirol; Andrés Martínez Lorca, La filosofía de
Maimónides como horizonte de problemas.
Nº 9 Filosofía medieval cristiana en España
Eudaldo Forment Giralt, La filosofía tomista de la libertad de Domingo
Báñez; José Luis Martín Rodríguez, Raimundo Lulio: Un polifacético,
peculiar apóstol de musulmanes y judíos del siglo XIII; Ricardo Piñero
Moral, Filosofía práctica y literatura: De las maneras del amor de Don
Juan Manuel.
Nº 10 Filosofía y mística
Andrés Torres Queiruga, La intuición mística según Amor Ruibal; Alfonso López Quintás, Los procesos espírituales de vértigo y éxtasis;
José Demetrio Jiménez Sánchez-Mariscal, Místicas razones; Manuel
Lizcano Pellón, Noología y experiencia de ab-soluto.
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