CAPÍTULO 6 COSMOVISIONES METAFÍSICAS Si en el capítulo anterior hemos visto algunas cosmovisiones científicas, en éste nos asomaremos a las principales cosmovisiones metafísicas. 1. Platón: el mundo de las ideas Aristocles, llamado Platón por sus anchas espaldas, nació el 427 a.C. en una familia de la más alta aristocracia ateniense. En su juventud pensó dedicarse activamente a la política, pero la dictadura de los Treinta Tiranos, la convivencia con Sócrates y su injusta condena a muerte cambiaron el rumbo de su vida. La Academia que fundó en Atenas es el primer germen de universidad europea, pues en ella seguían múltiples estudios jóvenes de Atenas y de toda Grecia. Platón murió en Atenas el 347 a.C., a los ochenta años de edad. Su obra escrita se conserva casi completa. Es, con la aristotélica, la cima de la filosofía y de toda la cultura griega, y posee una insuperable calidad literaria. Platón escogió como género literario para expresar su pensamiento el diálogo, quizá por afinidad con su propio método dialéctico, y porque toda la enseñanza de Sócrates fue dialogada. De hecho, Sócrates es el principal interlocutor de los treinta diálogos platónicos. Platón sabía que el mundo físico está, como dijo Heráclito, en perpetuo devenir. Ese fluir universal debería hacer imposible nuestro conocimiento científico de la realidad, pues la ciencia aspira a definir sus objetos, y la definición sólo es posible sobre aspectos invariables. ¿Cómo es que conseguimos, a pesar de lo dicho, elaborar definiciones verdaderas? La respuesta platónica va a ser genial, y se apoya en una evidencia empírica: el hecho de que todos los seres materiales, por debajo de sus cambios y diferencias, presentan una configuración específica que Hace que una ardilla, una rosa o un gato sean siempre gato, rosa o ardilla, sin posibilidad de ser confundidos entre sí o con otras especies. Platón explicará este hecho por la existencia de un molde inmaterial o idea (del griego eidos: forma) que es causa de los miles o millones de individuos en los que puede materializarse sin confundirse con ellos. Según esto, un animal puede envejecer y morir, pero su idea, su causa formal, el modelo inteligible del cual procede, puede ser eterno e inmutable. De hecho, Platón piensa que lo eterno no es el arjé presocrático sino las ideas inmateriales a cuya imagen está copiado el mundo físico. Platón llamó ideas a las causas metafísicas del mundo físico, y no entendió por ideas los conceptos o formas mentales que produce nuestra inteligencia, sino los modelos inmateriales y subsistentes que han dado lugar, por imitación o participación, al mundo sensible. Todo el pensamiento platónico gira en torno a este punto fundamental: la afirmación del mundo de las ideas, realidad suprasensible que es causa última de todo lo que existe, también de los cuatro elementos y de los átomos presocráticos: Para realizar esta exploración metafísica Platón nos dice que tuvo que emprender una «segunda navegación»: la que se iniciaba cuando la falta de viento hacía inservible la vela y obligaba a empuñar los remos. En esta imagen marinera, la primera navegación fue la realizada por la filosofía presocrática. ¿Por qué es preciso ir más allá de la física? Porque las causas físicas no lo explican todo. Platón pone un sencillo ejemplo: Sócrates está en la cárcel porque tiene un cuerpo con músculos, tendones y articulaciones, cuyas piernas le han llevado hasta allí; pero la verdadera explicación de la presencia de Sócrates en la cárcel no es anatómica ni fisiológica; la verdadera causa es de orden moral: decidió aceptar el veredicto de los jueces y morir por respeto a las leyes; como resultado de dicha elección libre, de carácter, inmaterial, Sócrates ha movido los músculos y las piernas hasta llegar a la cárcel. Platón amplía la aplicación de este ejemplo a toda la realidad material, a la que toma como efecto de una causalidad no material que divide todo lo que existe en dos planos de ser: el fenoménico y visible, captable por los sentidos, y el inteligible, captable con la mente. Todo el pensamiento occidental va a quedar marcado por esta distinción, que supera definitivamente la antítesis entre Heráclito y Parménides. Con la teoría de las ideas, Platón intenta unificar el devenir de Heráclito con la inmutabilidad y perfección del ser de Parménides. En la historia de la filosofía, sólo después de esta segunda navegación platónica podemos hablar propiamente de lo inmaterial, lo suprasensible y lo metafísico. Hay ideas de valores morales, de valores estéticos, de entes geométricos y matemáticos, y de toda clase de cuerpos. Al ser la causa del mundo físico, las ideas son más reales que lo que llamamos realidad, son la verdadera realidad, denominada por Platón mundo de las ideas, y tienen varias propiedades inconfundibles: ­ Son inmutables, no cambian nunca, y esto es lo que permite que se las pueda definir y conocer con precisión. Aunque cada hombre cambie a lo largo de su vida, la idea de hombre es siempre la misma: no crece, ni cambia, ni muere. ­ Son atemporales y eternas. No han comenzado a existir ni dejarán de existir. Aunque todos los hombres murieran, la idea de hombre seguiría siendo la que es, como la idea de dinosaurio es la que es aunque ya no exista ninguno. ­ Son únicas. Aunque existan muchos hombres, todos proceden de la idea de hombre. La unidad implica unicidad: no hay dos ideas iguales. ­ Si los seres materiales son copias imperfectas, las ideas son modelos perfectos. ­ Son inteligibles: sólo pueden ser conocidas por la razón, no por los sentidos. El alcance de la teoría de las ideas es enorme. Platón ha pretendido demostrar que lo sensible sólo se explica apelando a lo suprasensible; que lo relativo exige recurrir a lo absoluto, lo móvil a lo inmóvil, y lo corruptible a lo eterno. Con la teoría de las ideas, Platón supera el escepticismo sofista, pues se hace posible el conocimiento verdadero. También supera el relativismo ético, el utilitarismo y el hedonismo, pues podemos encontrar nociones universalmente válidas sobre el bien y las virtudes fundamentales. Hay, además, una aplicación política de esta teoría, pues nos permite conocer cómo debe ser una sociedad justa y un Estado perfecto. 2. Ar istóteles: el hilemor fismo El último gran filósofo griego y el primer gran científico europeo nació en Estagira (Macedonia) el 384 a. C. A la edad de 17 años ingresó en la Academia ateniense, en la que permaneció durante veinte años, hasta la muerte de Platón. En el 342 Filipo de Macedonia le encarga la educación de su hijo Alejandro, que tenía trece años. En el 335 regresa a Atenas y funda el Liceo, un centro semejante a la Academia, donde se habla y se diserta paseando: de ahí peripatéticos. Murió en Eubea el 322 a.C. Aristóteles carece de la brillantez literaria de Platón, pero posee una cabeza perfectamente sistemática y representa la plenitud de la filosofía griega. Él ha determinado en mayor medida que ningún otro pensador los caminos que habría de recorrer la filosofía, y ha forjado muchos de los más importantes conceptos que el intelecto humano maneja desde hacer largos siglos para pensar el ser de las cosas. La recopilación y publicación de sus obras corrió a cargo de Andrónico de Rodas, hacia el 60 a.C., según el siguiente orden temático: lógica, física, biología, metafísica, ética, política y estética. La distinción aristotélica entre metafísica y física supone la superación definitiva de la filosofía presocrática, que concibe la physis como totalidad del ser. Con Aristóteles, physis designará únicamente el ser sensible. Pera lo sensible no agota la realidad, pues más allá de lo físico hay un conjunto de realidades cuya investigación compete a lo que Aristóteles llamó, según los casos, filosofía primera, sabiduría o teología. Aunque el término metafísica se atribuye a Andrónico de Rodas, Aristóteles determinó sus cuatro contenidos fundamentales: 1. Ciencia del ser en cuanto ser. 2. Ciencia de las últimas causas y los primeros principios. 3. Estudio de Dios. 4. Ciencia de la sustancia. Estas cuatro definiciones se implican mutuamente. Preguntarse por el ser es preguntarse por lo que puede haber más allá del mundo sensible. El estudio de la sustancia nos lleva a conocer sustancias suprasensibles. Y Dios es, por definición, la causa radical y el principio primero por excelencia: así se comprende que Aristóteles haya empleado sencillamente el término teología para indicar metafísica. También ha sido muy claro al afirmar que si no existiera una sustancia suprasensible, no existiría tampoco la metafísica, convirtiéndose la física en la ciencia más elevada: «Si no hubiera más sustancias que las sensibles, la física sería la ciencia primera.» Igual que sus predecesores, Aristóteles llega a la metafísica por la experiencia del cambio. Todos los seres naturales se componen de materia y forma: mármol con forma de columna, madera con forma de pino, agua con forma de lago, etc. Pero lo que Aristóteles entiende por materia es algo más profundo que el mármol, la madera o el agua, porque en las tres ejemplos citados también hay composición: el mármol es algo con forma de mármol, la madera es algo con forma de madera, y el agua es algo con forma de agua: hidrógeno y oxígeno combinados en forma precisa. Hoy sabemos que tampoco el hidrógeno y el oxígeno son la materia última del agua, puesto que también son compuestos: moléculas con forma de hidrógeno y moléculas con forma de oxígeno. A su vez, las moléculas están compuestas por átomos, y los átomos por partículas subatómicas. Por eso es racionalmente necesaria la existencia, por debajo de todas las formas posibles, de una materia prima absolutamente indeterminada. Con el concepto de materia prima supera Aristóteles la insuficiencia de la solución presocrática. El arjé ­agua, aire, tierra, fuego o átomos­ no puede ser lo último, pues es siempre algo compuesto, algo ya determinado por una forma. Por materia prima entiende Aristóteles el sustrato que no está compuesto, que no tiene forma alguna (amorfo), que no puede descomponerse porque es esencialmente simple. La materia prima, absolutamente indeterminada, es el principio básico de cada ser, el cimiento último sobre el que se apoya lo que cada cosa es. Frente a la total indeterminación de la materia prima, la forma sustancial aporta las determinaciones esenciales de cada ser, la ordenación total de la materia prima, el orden intrínseco de cada sustancia, su íntima estructura física o bioquímica, su plan de gestación y desarrollo. Así, materia y forma no pueden existir separadamente, son coprincipios metafísicos sustanciales que se exigen mutuamente. Es la famosa teoría hilemórfica. La pérdida y adquisición de formas es lo que determina todo movimiento o cambio. Aristóteles distingue dos grandes tipos de movimientos: el sustancial y el accidental. El movimiento sustancial supone la generación o la corrupción de una sustancia (en los seres vivos hablamos de nacimiento y muerte). Los movimientos accidentales pueden ser de lugar, de cualidad (un aprendizaje) o de cantidad (aumento o disminución). Aristóteles acuña ahora otros dos conceptos fundamentales: además de materia y forma, el movimiento requiere composición de potencia y acto, pues nada se movería si no tuviera la capacidad real (potencia) de adquirir una nueva forma, un nuevo acto. Potencia es la capacidad de hacer o recibir algo, y acto es la determinación actual de la potencia. El niño es ahora niño en acto y hombre en potencia. El paso de la potencia al acto es precisamente el movimiento. Todo movimiento es la actualización de una potencia, el tránsito mediante el cual el ser en potencia va convirtiendo en acto su potencia. Aristóteles dirá que el movimiento es el acto del ente en potencia en cuanto está en potencia. En el libro VIII de la Física y en el XII de la Metafísica, Aristóteles concibe a Dios como principio del movimiento y como ordenador del mundo: Primer Motor y Acto Puro. Si todo lo que se mueve es movido, Aristóteles afirma la existencia de un Primer Motor inmóvil y eterno, que desde la periferia del mundo, sin trascenderlo, lo mueve como causa mecánica. Para que se produzca un movimiento, para que algo pase de la potencia al acto, es necesaria la intervención de una causa exterior que actualice la potencia. Todos los seres han sido causados por una actualización extrínseca, pero una cadena de seres causados no puede ser infinita, pues toda ella necesitaría ser movida y seguiría siendo inviable. Ha de haber en su origen un Acto Puro sin mezcla de potencia, un ser ingenerado, incorruptible y eterno. Se trata de un razonamiento paralelo al anterior, pero en este caso Aristóteles concibe al Acto Puro como trascendente al cosmos, y su causalidad ya no es mecánica sino que muere a todas las cosas como el bien mueve al que lo desea, como la belleza mueve al que la contempla, como lo amado mueve al amante. El Dios de Aristóteles no es creador, pues todos los griegos piensan que la materia, el mundo y el movimiento son tan eternos como el ser divino. Pero tiene vida en su grado más perfecto: es Inteligencia suprema, que consiste no en pensar sobre las cosas sino en contemplarse a sí mismo y ser así eternamente feliz. 3. Tomás de Aquieto: las cinco vías La metafísica griega arranca de la experiencia universal del movimiento, y propone como explicación y fundamento último una realidad inmaterial e inmutable: el Dios aristotélico y las ideas platónicas. El horizonte de 1a metafísica cristiana es diferente, pues nace de la creencia en la Revelación bíblica. La primera línea del Génesis ­En el principio Dio. creó el cielo y la tierra­ ya afirma dos cuestiones de máxima relevancia: 1. 2. Que Dios existe eternamente. Que sólo Él as creador y ha dado la existencia a la totalidad de lo que existe. Tomás de Aquino, ­el mejor representante de la filosofía medieval, estudió y comentó a fondo las obras de Aristóteles, pero le separaban del griego dieciséis siglos, su fe en el Dios bíblico y una finalidad muy diferente: fundamentar racionalmente la teología cristiana. Había nacido en 125 en el castillo de Rocaseca. Estudió en el monasterio de Montecasino y en la universidad de Nápoles. En 1244 toma en esta ciudad el hábito de Santo Domingo, sin que su familia consiga disuadirle. Estudia en París y en Colonia con Alberto Magno. Después se consagra a la docencia universitaria hasta su muerte, en 1274. Había hecho suyas unas palabras de Hilarlo de Poitiers: «Sé que debo a Dios, como principal deber de mi vida, que todas mis palabras y mis sentidos hablen de Él.» Fue un hombre singularmente sencillo y bondadoso, respetado por todos y muy querido por sus alumnos y amigos más cercanos. Su célebre Suma Teológica, obra maestra de toda la escolástica medieval, es una sistematización teológica y filosófica realizada con singular amplitud, hondura y claridad. Un ejemplo de ello son los argumentos que desarrolla para demostrar la existencia de Dios. Tomás sabe que algunos filósofos han pensado que la existencia de Dios no necesita ser demostrada porque se trata de una verdad innata en la mente humana, pero tal posición choca con el hecho de que otras personas niegan la existencia de Dios: hay ateos. Otros filósofos han mantenido que la existencia de Dios no es racionalmente demostrable, y que debe ser mantenida como verdad de fe. Pero es la propia Escritura la que afirma que lo invisible de Dios es conocido mediante las criaturas visibles. Tomás piensa que, en el orden metafísico, Dios es anterior a sus criaturas como la causa con respecto al efecto. Pero, en el orden del conocimiento, a Dios se llega racionalmente a través de un mundo que remite a su Autor. Su demostración, sobre la base de elementos que toma de la tradición aristotélica y platónica, se articula en las famosas cinco vías, que comienzan constatando cinco hechos de experiencia: vemos cosas que se mueven, que son causadas, que han comenzado a existir, que presentan diversos grados de perfección, y que están ordenadas a un fin. El segundo paso de las vías es la aplicación del principio de causalidad: todo lo que se mueve es movido por otro, todo efecto tiene una causa... El tercer paso es negar una cadena infinita de causas, porque si no hay una primera, tampoco habría una segunda ni una tercera... El cuarto y último paso es la necesaria afirmación de un primer motor inmóvil, acto puro, primera causa incausada, ser necesario... al que llamamos Dios. Veamos, a modo de ejemplo, la redacción tomista de la segunda vía: La segunda vía se basa en la causalidad eficiente. Hallamos que en este mundo de lo sensible hay un orden determinado entre las causas eficientes; pero no hallamos que cosa alguna sea su propia causa, pues en tal caso habría de ser anterior a sí misma, y esto es imposible. Ahora bien, tampoco se puede prolongar indefinidamente la serie de las causas eficientes porque siempre que hay causas eficientes subordinadas, la primera es causa de la intermedia, sea una o muchas, y ésta causa de la última; y puesto que, suprimida una causa, se suprime su efecto, si no existiese una que fuese la primera, tampoco existiría la primera ni la última. Si, pues, se prolongase indefinidamente la serie de causas eficientes, no habría causa eficiente primera, y, por tanto, ni efecto último ni causes eficiente intermedia, cosa falsa a todas luces. Por consiguiente, es necesario que exista una causa eficiente primera, a la que todos llamamos Dios. Al demostrarla existencia de Dios, los filósofos medievales ponen de manifiesto la armonía entre la fe cristiana y la razón humana. Pero la metafísica de Tomás de Aquino, como toda la metafísica medieval, no deriva del Dios de los filósofos, sino del Dios bíblico. Esa diferencia es grande y tiene consecuencias muy concretas. Así, en el cristianismo nos encontramos ante una promesa de seguridad total, llamada a imponerse sobre las frágiles seguridades filosóficas. Porque ninguna seguridad puede ser absoluta si no posee un nexo estable con lo Absoluto. Esa revolucionaria promesa abarca la inmortalidad personal. Si la tradición platónica y pitagórica consideró que el alma es inmortal por naturaleza, la tradición cristiana afirma algo mucho más atrevido: la resurrección de los muertos, que implica la pervivencia del alma y la vuelta del cuerpo a la vida. Éste es uno de los signos distintivos de la nueva fe, y un gravísimo obstáculo para su aceptación por los filósofos griegos. Hay otro punto esencialmente diferente. Los griegos habían identificado la ley moral con la ley de la misma naturaleza (physis), que impera al mismo tiempo sobre dioses y hombres. La noción de un Dios legisladores algo en gran medida ajeno a la filosofía griega. Por el contrario, el Dios bíblico prescribe al hombre lo que ha de hacer. Desde ese momento, la virtud y la santidad consistirán en la obediencia al querer de Dios, y el peor mal será el pecado: precisamente la desobediencia a dicha Voluntad. Dice el Salmo 119: Enséñame, Yahvéh, el camino de tus preceptos, que yo lo quiero guardar hasta el final. Hazme entender para guardar tu ley y observarla de todo corazón. Llévame por la senda de tus mandamientos porque en ellos tengo mi complacencia. La metafísica cristiana desemboca, en mayor medida que la griega, en una ética. En todo el Muevo Testamento se repite la idea de que el amor a Dios coincide con cumplir su voluntad. El antiguo intelectualismo griego queda así perfectamente contrapesado por el protagonismo que ahora adquiere la voluntad libre del hombre. 4. Descar tes y el r acionalismo Racionalismo es la confianza en el poder de la razón para conocer a fondo la realidad. Es una corriente filosófica representada por Descartes, Spinoza y Leibniz. Se alimenta del auge moderno de las matemáticas y de las ciencias, así como del positivismo y de la Ilustración. Se extiende por Europa en los siglos XVII y XVIII, y desemboca en el idealismo alemán. Con el racionalismo está estrechamente vinculada la idea ilustrada de progreso, que se derrumbará en el siglo XX. Los racionalistas pensaron que, si la razón había protagonizado el enorme progreso de las ciencias, podría también llevar a cabo una conquista similar en el ámbito de la filosofía. Así lo expresa Descartes cuando afirma que quiere filosofar con el rigor y la claridad de la geometría: Aquellas largas cadenas de razonamientos, todas ellas sencillas y fáciles, de las que se suelen servir los geómetras para llegar hasta sus más difíciles demostraciones, me habían dado la ocasión de imaginar que todas las cosas que el hombre puede conocer se producen del mismo modo, y que, si nos abstenemos de aceptar como verdadera una cosa que no lo es, y siempre que se respete el orden necesario para deducir una cosa de otra, no habrá nada que esté tan lejano que al final no pueda llegarse allí, ni nada tan oculto que no pueda descubrirse. El racionalismo, al tiempo que sobrevalora la capacidad de la razón, minusvalora la complejidad de lo real. Descartes sólo admitirá verdades «claras y distintas», pero esa pretensión sólo se puede sostener a costa de la misma realidad, que raras veces se presenta a nuestro conocimiento con claridad y distinción. La pasión por la exactitud matemática llevó a Descartes a invertir la naturaleza del conocimiento. Sabemos que la verdad surge en el hombre cuando lo que conoce coincide con la realidad. Pero lograr esa coincidencia no siempre es fácil, y Descartes quiere un conocimiento sin margen de error. ¿Cómo lograrlo? Aceptando como verdades únicamente las que presentan una coherencia racional subjetiva. La inversión cartesiana consiste en hacer depender la verdad no de la realidad sino de mi voluntad, que es quien aprueba la coherencia de mis ideas. Confundida la verdad con la coherencia, la voluntad se encargará, cuando la realidad se presente oscura y compleja, de elaborar coherencias subjetivas tranquilizadoras, tan sólidas como las matemáticas. Y de la exactitud matemática se tenderá a la exactitud total, cediendo a la tentación de descubrir el secreto último de lo real, es decir, de proponer una teoría definitiva y autoconvencerse de su verdad: todo es extensión y pensamiento, dirá Descartes. Cuando lo real es evidente, el método cartesiano resulta inofensivo: ahí está el Sol, y yo no dudo de ello. El peligro aparece cuando el objeto de conocimiento ya no es tan radiante y evidente, porque entonces Descantes decide otorgarle una claridad subjetiva sobre la que pretende apoyar una verdad indudable. Hasta Descartes, la evidencia se fundaba en la realidad; desde Descartes, es elaborada por la inteligencia y admitida por la voluntad. René Descartes (1596­1650), científico y filósofo francés, se convierte en padre del racionalismo filosófico al proponer como criterio de verdad la certeza intelectual (cogito, ergo sum). Reformó de manera radical la filosofía al aplicar en ella el método matemático, al que concedía calor universal. Creó la geometría analítica con la invención de las coordenadas cartesianas. Entre sus obras destacan el Discurso del Método, Meditaciones metafísicas y Las pasiones del alma. La conexión del racionalismo con el idealismo filosófico es fácil de ver. Al sobrevalorar la capacidad de la razón, el racionalismo tiende a hacer depender de la. razón a toda la realidad. En esa línea, el idealismo afirmará, con Kant, que la verdad es configurada por el propio sujeto, e incluso que la misma realidad es puesta por el sujeto: todo lo racional e s real, dirá Hegel. 5. Kant: metafísica y r azón pr áctica Immanuel Kant (1724­1804) es el primer filósofo que niega a la metafísica el carácter de ciencia, al restringir tal carácter al estudio de los fenómenos empíricos. Fue, hasta su muerte, profesor de la Universidad de Königsberg. Influido por Hume y Descartes, elaboró su propio sistema , conocido como idealismo trascendental. En la Crítica de la razón pura expone su famosa teoría del conocimiento humano. En la Crítica de la razón práctica aborda el análisis de la moral y formula el conocí do imperativo categórico. Su influjo sobre la filosofía posterior ha sido decisivo. Deslumbrado por la física de Newton, Kant se pregunta si es posible una metafísica semejante. Él mismo se responde que no, pues del objeto de la metafísica ­el alma humana, la libertad y Dios­ no tenemos experiencia sensible. Pero ésa no es la última palabra, porque el conocimiento humano tiene un doble objeto: la naturaleza física y la moralidad. Kant lo expresó con bellas y exactas palabras que hoy están escritas sobre su tumba: «Dos cosas me llenan de admiración: el cielo estrellado fuera de mí, y el orden moral dentro de mí.» De ambos objetos se ocupan, respectivamente, la razón pura (científica) y la razón práctica (moral). El deber moral es un hecho psicológico indudable, un faktum que se impone al sujeto y se manifiesta como evidente a la razón práctica, bajo la forma de imperativo categórico: «Obra de tal manera que la norma de tu conducta pueda erigirse en norma de conducta universal. » Así resulta que no puede haber ciencia sobre la moral si establezco que la ciencia sólo versa sobre lo sensible, pero el conocimiento del imperativo moral tiene la misma validez que el conocimiento científico. Además, que la metafísica no sea una ciencia no significa que no tenga ningún papel que desempeñar. Kant argumenta que el imperativo categórico exige la existencia de Dios, la libertad humana y la inmortalidad del alma. Por ello, la metafísica se presenta como una exigencia de la razón práctica, y ello le otorga, con un estatuto diferente, la misma credibilidad que la ciencia. Kant encuentra así, en el terreno de la ética, el lugar apropiado de la metafísica. Su cometido será dar fundamento y sentido a nuestra acción moral. Respecto a la interpretación del conocimiento humano, Kant va a protagonizar una revolución semejante a la de Copérnico, invirtiendo la relación tradicional entre el objeto y el sujeto. Hasta Descartes, todos los filósofos han pensado que el ser humano conoce la realidad: eso es el realismo. Desde Descartes se empieza a pensar que no conocemos la realidad, sino nuestras propias ideas, sin saber exactamente si coinciden con las cosas: eso es el idealismo. Con Kant, ya no es el sujeto quien se adapta al objeto, sino el objeto quien se adapta a las estructuras cognoscitivas del sujeto que conoce. El conocimiento ha de entenderse ahora como una síntesis entre el caos de sensaciones que provienen de la experiencia y el orden que aportan las formas mentales del sujeto. 6. Hume: empir ismo antimetafísico El empirismo inglés es una variante del racionalismo. Con él tiene en común su preocupación por el problema del conocimiento, pero le separa la actitud antimetafísica con que lo plantea y resuelve. Los empiristas sostienen que el origen, el límite y la legitimidad de nuestro conocimiento está en la experiencia sensible. Piensan que nuestra mente es un papel en blanco cuando nacemos, sin ningún conocimiento innato. Después, sobre esa «tabla rasa» ponemos todo lo que conocemos: las sensaciones, y nada más. El empirismo es antimetafísico porque niega cualquier intento de ir más allá (metá) del conocimiento sensibles. El filósofo escocés David Hume (1711­1776), el empirista más brillante y radical, llevará a cabo una demoledora crítica de la metafísica, concretada en la negación de algunas cuestiones fundamentales: la sustancia, la causalidad y el deber moral. Entendemos por sustancia el sustrato que hace posible los cambios de una misma realidad, y aquello que permite unificar sus diversos aspectos: esta manzana es una sustancia porque ha sido sucesivamente pequeña, verde, mediana, grande y colorada. Hume reconoce las sensaciones de redondez, verdor o suavidad, pero no reconoce por ningún sitio la sensación manzana. ¿Por qué hablamos de manzana si no existe tal sensación? Hume explica que, debido a la constancia con que se representan ciertos conjuntos de sensaciones, imaginamos que existe un principio de cohesión entre dichas percepciones. Por eso imaginamos que existe la manzana. No podemos evitar el considerar que el color, el sonido, el sabor, la figura y las demás propiedades de los cuerpos son existencias que no pueden subsistir por separado, sino que exigen un sujeto en el que apoyarse, para que éste las sostenga y rija [...]. La costumbre de imaginar una dependencia tiene el mismo efecto que tendría la de observarla realmente. La crítica de Hume a la sustancia afecta a la sustancia humana espiritual: al yo autoconsciente. Para Hume, el yo es un mero haz de Sensaciones, aunque eso es contrario a la evidencia interna y universal, pues no sólo sentimos, sino que sabemos que sentimos y podemos evaluar esas sensaciones: mis sensaciones son mías, y precisamente por eso yo no soy mis sensaciones. Respecto a la causalidad, Hume explica que, cuando observamos repetidamente que dote hechos diferentes son contiguos en el espacio y sucesivos en el tiempo ­como el choque entre dos bolas de billar y sus movimientos resultantes­, concluimos que hay entre ellos una conexión: la relación causa­efecto. Pero esa conexión ­dirá Hume­ o es un hecho empírico, sino una inferencia subjetiva apoyada en la ­costumbre de una regularidad. Esa costumbre engendra una creencia (belief) que ya no es racional, sino sentimental. Al haber comprobado en numerosos casos que dos especies determinadas de objetos ­llama y calor, nieve y frío­ siempre están unidas entre sí, cuando vuelve a presentarse ante los sentidos una llama o la nieve, la costumbre impulsa a la mente a esperar el calor o el frío, y a creer que existe urca cualidad así, que se desvelará ante nuestro ulterior acercamiento. Resultaría fácil hacer ver que Hume, en el momento mismo en que excluye la causalidad, la introduce de forma subrepticia, pues las sensaciones son causadas por los objetos, y también es causada la costumbre, igual que nuestras creencias o inferencias, sean verdaderas o falsas. La negación de la causalidad, además de negar la evidencia inmediata y universal, lleva consigo la negación de Dios como Causa primera del mundo. Dios, en cualquier caso, no tiene cabida dentro de un empirismo que decreta la inexistencia de lo que no es empírico. La negación de la evidencia por parte de Hume va a tener importantes consecuencias éticas. Al no ser el deber moral un hecho empírico, Hume se propondrá demostrar su inconsistencia. Una de las tesis esenciales de su empirismo ético es la imposibilidad de pasar del plano del «ser» al del «deber ser», pues el deber no es un hecho empírico. Se trata de un postulado filosófico conocido como ley de Hume, porque fue él quien insinuó que no era legítimo pasar del «es» indicativo al «debe» imperativo. Al entender la realidad como mero conjunto de hechos, Hume niega por exclusión los valores, pues no son hechos empíricos. Como el deber no es un hecho empírico, que Juan tenga una deuda no significa que «deba» pagarla. Y, si el árbitro sanciona con expulsión, no existe el «deber» de abandonar el terreno de juego. Es fácil ver que la existencia humana muestra un ilimitado conjunto de hechos que son, a la vez, prescripciones. Cualquier promesa, contrato, ley o reglamento es, ante todo, un deber ser. Y ese deber no es puesto por la ética sino por la realidad. La misma actividad de la razón práctica se coloca espontáneamente en el plano originario del más universal de los deberes: hacer el bien y evitar el mal. Por lo dicho, la ley de Hume constituye un reduccionismo pintoresco que choca con la evidencia. Cuestionar el paso del «ser» al «deber ser» no parece un problema real, más bien se trata de un problema interno del empirismo. En Hume, la duda hipotética y metodológica de Descartes se convierte en real. Pero el escepticismo empirista está aquejado de una fuerte contradicción interna: afirma que no es real lo que no es empírico, y ese mismo juicio no es un dato empírico, no es una sensación. Hay, por tanto, en el empirismo, un fuerte componente voluntarista y subjetivo, como pone de manifiesto una interesante observación de Hilary Putnam: Hume confesó que se olvidaba de su escepticismo sobre el mundo material tan pronto como salía de su despacho; y los filósofos más escépticos y relativistas se olvidan de su escepticismo y relativismo en el mismo momento en que comienzan a hablar de algo que no sea filosofía. 7. Metafísicas materialistas Hablar de metafísicas materialistas puede parecer una contradicción en los términos pues la metafísica supone el salto más allá de la materia. Pero por metafísica también se entiende una teoría sobre la constitución última .de la realidad, y en este sentido se puede hablar de metafísica o filosofía materialista. En la historia de la filosofía hay tres grandes cosmovisiones materialistas: el atomismo griego, el positivismo y el marxismo. La primera interpretación materialista de la realidad surgió en Grecia con el atomismo de Leucipo y Demócrito (460­370 a.C.), ambos contemporáneos de Sócrates. A diferencia de los cuatro elementos y de las semillas, Leucipo y Demócrito proponen como arjé unas partículas indivisibles (átomos), infinitas en número, cuyo movimiento eterno en el vacío y su choque al azar da lugar a todas las cosas. Por un comentario de Aristóteles los atomistas pasarán a la historia de la filosofía corro los filósofos del azar, para quienes el mundo ha sido originado casualmente: Hay algunos que atribuyen al azar la causa tanto de este firmamento como de todos los mundos, pues dicen que del azar nacen el remolino y el movimiento que, mediante separación, llevó al universo a su orden actual. Se trata del más antiguo intento de explicación puramente materialista y mecanicista del mundo. Pero, como ha dicho Giovanni Reale, esta tentativa hizo .comprender a los filósofos posteriores lo que faltaba al mecanicismo: «se vio claramente que del caos atómico y del movimiento caótico no era estructuralmente posible que naciera un cosmos, si no se admitía también lo inteligible y la inteligencia». También hay una teoría del conocimiento atomista. Según Demócrito, las cosas emiten una especie de espectros o imágenes sutiles, compuestas de átonos más finos, que penetran en los órganos de los sentidos y producen en la mente una copia o réplica de la cosa. Se trata de una doctrina sensualista, en la que apenas se diferencia el conocimiento sensible del intelectual, pues ambos se fundan en el contacto entre los átomos. El materialismo positivista ha quedado reflejado en el capítulo 5. El marxismo es la última gran cosmovisión materialista. Se trata de un materialismo histórico y dialéctico, porque pretende explicar la historia humana por las contradicciones de sus procesos económicos. Lo formula Carlos Marx (1818­1883) en el prólogo a la Crítica de la Economía Política: El modo de producción de la vida material determina de una manera general el proceso social, político y espiritual de la vida. La conciencia de los hombres no determina su forma social de vida sino al contrario: esta forma social es la que determina y condiciona su conciencia. Para Marx, todas las manifestaciones culturales son, en el fondo, superestructuras que se apoyan en diferentes modelos económicos. Es la infrestructura de los modos de producción quien determina el tipo de sociedad: el molino manual reclama la esclavitud; el molino de agua, la producción feudal; la máquina de vapor, el capitalismo. Marx estableció como un dogma que «toda la historia de la humanidad, hasta hoy, es la historia de la lucha de clases». Las clases siempre son dos, aunque cambien de nombre: la opresora, que posee la propiedad de los medios de producción, y la oprimida, alienada en su explotación económica. El final de esta situación de injusticia perpetuada a lo largo de la historia sería el capitalismo, pues su insoportable injusticia provocaría la revolución del proletariado y el advenimiento de una sociedad comunista sin propiedad privada y sin clases. A diferencia de otras utopías políticas, el marxismo se hizo praxis con la revolución rusa de 1917, y llegó a inspirar los regímenes de medio mundo durante medio siglo XX. Para los historiadores, su extraordinaria extensión en pocos años es casi tan misteriosa como su declive. En 1989 cayó el Muro de Berlín, extraña frontera levantada no para contener una invasión sino una fuga masiva. En 1991 se disolvió misteriosamente la Unión Soviética. En 1992 Karl Popper explicó El colapso de la agresión marxista durante una conferencia pronunciada en Sevilla, en los días de la Expo­92. En 1993 Hermann Tertsch publicó La venganza de la Historia. Popper era quizá el intelectual europeo con más peso. Tertsch, corresponsal en Centroeuropa para el diario El País, era un testigo excepcional de ese proceso de descomposición. Popper y Tertsch señalan que Marx heredaba el intento ilustrado de instaurar el reino de la Razón, aunque lo que se impuso fue una nueva forma de esclavitud. Porque las grandes previsiones nunca se cumplieron: ni los proletarios se empobrecieron en los países capitalistas, ni en éstos triunfó la lucha de clases sino la negociación parlamentaria. En cambio, el marxismo se impuso por la fuerza en países agrarios como Rusia, China o Cuba, y en ellos tampoco surgió una democracia proletaria, sino fortísimas dictaduras de partido único. En palabras del historiador francés Pierre Chaunu, el comunismo marxista levantó la mayor empresa carcelaria de la humanidad. Hasta que en la Europa del Este estalló la rebelión en la granja. Lo había profetizado Orwell en Animal Farm. Un título exacto, porque la supresión de las libertades era la supresión de lo humano y la hegemonía de lo irracional.