sobre la melancolia

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Sobre la melancolía de los sastres
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COLECCIÓN
PEQUEÑOS G RANDES ENSAYOS
D IRECTOR DE LA COLECCIÓN
Hernán Lara Zavala
CONSEJO EDITORIAL DE LA COLECCIÓN
Elsa Botello López
Dulce María Granja Castro
Ana Cecilia Lazcano Ramírez
Juan Carlos Rodríguez Aguilar
Ernesto de la Torre Villar
Colin White Muller
Universidad Nacional Autónoma de México
Coordinación de Difusión Cultural
Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial
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CHARLES LAMB
Sobre la melancolía
de los sastres
Presentación de
RAFAEL VARGAS
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
2004
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Primera edición en la colección Pequeños Grandes Ensayos: 2004
Títulos originales: “On the Melancholy of Tailors”, “A Complaint
of the Decay of Beggars in the Metropolis”, “Confessions of a
Drunkard”, “Old China”, “Charles Lamb’s Autobiography”
Diseño: Marycarmen Mercado
© D.R. UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
Ciudad Universitaria, 04510, México, D.F.
DIRECCIÓN GENERAL DE PUBLICACIONES
Y FOMENTO EDITORIAL
Prohibida su reproducción parcial o total
por cualquier medio sin autorización escrita de
su legítimo titular de derechos
ISBN de la colección: 970-32-0479-1
ISBN de la obra: 970-32-1685-4
Impreso y hecho en México
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PRESENTACIÓN
a la memoria de Augusto Monterroso,
cultor de Lamb
Los Ensayos de Elia –o Elia: ensayos que se
han publicado bajo esa firma en el London
Magazine, como se llamó el libro en su primera edición– aparecieron en Inglaterra, en 1823,
en medio de una curiosa indiferencia crítica:
ningún reseñista saludó la edición del esbelto
volumen que incluía, entre una veintena de textos más, “Las brujas y otros temores nocturnos”,
“El elogio a los deshollinadores”, “Lamento por
la decadencia de los mendigos en la metrópoli”
y “Las opiniones del la señora Battle sobre el
juego de naipes”.
Curiosa porque, cuando esos mismos ensayos se publicaban mes tras mes en el London
Magazine (entre agosto de 1820 y diciembre de
1822) bajo la firma de Elia, los lectores no dejaban de preguntarse quién era el escritor que se
amparaba bajo ese nombre.
Charles Lamb, quien los había redactado,
había nacido cuarenta y ocho años antes, el 10
de febrero de 1775, en la ciudad de Londres,
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en el seno de una familia muy modesta formada por John Lamb y Elisabeth Field, una pareja
que procreó siete hijos, de los cuales sólo tres
sobrevivieron. Charles fue el menor de ellos.
Lamb inició sus estudios a los siete años como pensionado en el Christ’s Hospital, una institución de caridad fundada por Eduardo VI.
Allí conoció a otro recién llegado –Samuel Taylor
Coleridge–, tres años mayor que él, con quien
trabó una amistad perdurable y estrecha.
A los quince años, en medio de una crisis
familiar que obliga a los hijos de los Lamb a buscar trabajo, Charles se emplea como escriba en la
South-Sea House (“una casa de comercio, un
centro de atareados intereses”, como la recordará en el primero de los Ensayos de Elia) y, al
año siguiente, en la East India Company, para
la cual trabajará durante treinta y tres años. Es
bien sabido, y por ello lo mencionaré sólo de
paso, que además de esos treinta y tres años
de servicio, Lamb invierte gran parte de su vida
en el cuidado de su hermana Mary, quien, víctima de un ataque de locura, asesinó a su madre la tarde del 22 de septiembre de 1796.
Lamb le cuenta el desdichado acontecimiento a Coleridge en una carta redactada el 27 de
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ese mismo mes. En ella le informa también
que ha destruido todos sus poemas (“vestigios
de pasadas vanidades”) y le indica a su amigo
–que acababa de pedirle autorización para publicar algunos de sus poemas en un libro que
los incluiría a ellos dos y a Charles Lloyd (cuñado de William Wordsworth)– que si publica
sus poemas omita su nombre.
Por fortuna, Coleridge, quien había sembrado en Lamb inquietudes literarias desde que
eran condiscípulos, no cumplió la indicación de
su amigo, que así se vio publicado por primera
vez en febrero de 1797.
Durante su juventud, Lamb se veía a sí mismo como poeta y redactó varios poemas de
calidad notable –como el célebre “Old Familiar
Faces” de 1798–, pero también tenía enorme
afición por el teatro. Su primer trabajo de aliento es una tragedia llamada John Woodvil, impresa en 1802, que uno de los críticos más
inteligentes de su obra, Edmund Blunden, considera como un ejercicio de estilo en la vena
isabelina.
Lamb escribió más tarde una especie de relato largo en trece capítulos: A Tale of Rosamund Gray and Old Blind Margaret, y también
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se ejercitó en la traducción –tradujo nueve poemas compuestos en latín por Vincent Bourne
(1695-1747), un estudioso de la literatura clásica
célebre por la gran calidad de sus composiciones en ese idioma.
Se ha dicho, por cierto, que Lamb era un
magnífico latinista y ello se verifica constantemente en su prosa. Pero parece que sus talentos para el griego fueron más bien escasos, lo que conspiró con la pobreza familiar
para impedir que llegase a Oxford, universidad a la que los pupilos destacados del Christ’s
Hospital eran destinados para convertirse en
sacerdotes.
Después de quince años de mostrar su talento en diferentes géneros, Lamb vivió un periodo suficientemente largo –de 1811 a 1820–
sin redactar casi ninguna otra cosa que cartas
(sus principales corresponsales fueron Samuel
Taylor Coleridge, William Wordsworth, William
Hazlitt, Thomas Manning), consideradas hoy
entre las mejores que se hayan escrito en lengua inglesa. Pero apenas le dedica tiempo a la
creación literaria. Más que un nuevo impulso,
la reunión de sus Obras, en 1818, parecía la
conclusión de su destino en tal campo. Si ese
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hubiera sido el caso, Lamb sería en nuestros días
una figura menor en el paisaje del romanticismo
británico y, a pesar de algunos espléndidos ensayos que formaban parte de aquella edición y prefiguran la prosa que desplegará en Elia –como
“Confesiones de un borracho” de 1813 y el que da
título a este volumen, “Sobre la melancolía de los
sastres”, única pieza que escribió en 1814–, sus
libros sólo se encontrarían en bibliotecas especializadas en tal periodo. Para fortuna suya y
nuestra, a mediados de 1820 John Scott, editor
del London Magazine, lo invita a colaborar en
forma regular. “Es absolutamente improbable –escribe Robert Lynd– que hubiese escrito
los Ensayos de Elia si no hubiese existido un
impulso exterior.”
Scott le brinda a Lamb la libertad de escribir sobre cualquier cosa. Gracias a ello, Lamb se
permite desarrollar un estilo casi conversacional y divagatorio que conjunta erudición,
un lenguaje que a ratos parece antiguo y poco
usual, comicidad, poesía, especulación, gusto por el detalle y una sutil gracia para destilar citas que sólo posee quien ha sabido integrar a la experiencia propia aquello que ha leído.
Con tal amalgama Lamb obtiene una prosa ca-
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paz de transformar en joyas asuntos que podrían parecer desdeñables.*
Todo ello es visible en los ensayos que se
incluyen en este pequeño libro, pero en especial en “Porcelana antigua”, en el que el narrador parece abandonar el tema anunciado en el
título para rememorar –a través de las palabras
de una comparsa femenina– los días en que la
pobreza hacía más deliciosa la obtención de
algún bien deseado y entrar así, casi sin advertirlo, juguetonamente, en una reflexión de orden moral. En el caso de Lamb, la aparente digresión puede ser, en realidad, el tema central
del ensayo y su punto de partida puede ser casi
cualquier cosa.
No es fácil manejarse así. Desde luego Lamb
tuvo algunos imitadores –las revistas de la
competencia querían emular el éxito del London
Magazine, en el que también colaboraban
William Hazlitt, John Keats, Thomas Carlyle y
Thomas De Quincey (quien publica, por entregas, Confesiones de un opiómano inglés)–,
pero ninguno de ellos es recordado hoy.
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Hay dos admirables libros mexicanos en los que se ha hecho gala de
talentos semejantes: En defensa de lo usado de Salvador Novo y Disertación sobre las telarañas de Hugo Hiriart.
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Lamb insufla al ensayo escrito en inglés
una frescura semejante a la de los ensayos de
quien reconocemos como forjador del género:
su admirado Montaigne, con quien ha sido comparado por su sencillez y claridad. El halago implícito en la comparación es inmenso y probablemente habría escandalizado al modesto
Lamb, quien en verdad resulta muy diferente
del francés: mientras que éste traza sin embozos un retrato de su yo, Lamb avanza enmascarado. Uno, encuentra la libertad en la abierta
declaración de sus convicciones, el otro, en explayarse a través de fantasías y ensoñaciones.
En Lamb el autorretrato es inferido; por supuesto, lo digo sólo para ilustrar una diferencia, no para restar mérito a la obra ensayística
de Lamb, en la que se amplían los horizontes del
género. Para decirlo sin ambigüedades, la aportación de Lamb al universo literario es tan importante como la de los poetas de los que fue
amigo y coetáneo: Wordsworth y Coleridge.
Pero volvamos a 1823, el año en que se publican los Ensayos de Elia. Lamb acaba de
jubilarse y se halla un poco más aliviado de presiones económicas (es a esa relativa tranquilidad económica que alude en “Porcelana an-
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tigua”) y se diría que se encuentra en un momento propicio para consagrarse profesionalmente
a la literatura (la atención que suscitaron sus
colaboraciones en el London Magazine le había valido ser el mejor pagado de la planilla de
colaboradores). Sin embargo, muy poco después de la publicación de los Ensayos publica
una suerte de nota luctuosa (“Perfil del difunto
Elia”) en la que asienta: “Para decir la verdad,
ya era hora de que [este pobre caballero] se marchara. El humor de sus escritos, si es que acaso hubo algo de humor en ellos, ya se había agotado y tolerar a un fantasma dos años y medio
ya había sido suficiente”.
Es curiosa esta reticencia a continuar; pero
ni el público lector ni el nuevo editor de la revista –John Taylor, a cuyas manos había pasado
un año antes– aceptaron su adiós. El fantasma
se había convertido en una persona solicitada
y como tal continuó existiendo hasta 1832. (Valga decir, de paso, que el nombre de Elia surgió
como un subterfugio al que Lamb había acudido por temor a avergonzar con las alusiones de
sus escritos a su hermano John, asimismo colaborador, durante un tiempo, de la East India
Company. Elia era el nombre de un empleado
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italiano de esa casa al que Lamb buscó una vez
que se publicó el libro para informarle del préstamo que se había permitido conferirse, pero
llegado el momento descubrió que el italiano
había muerto de tuberculosis. A Lamb también
le gustaba que, anagramáticamente, Elia se
convirtiera en A lie, “una mentira”.)
En enero de 1833 aparecieron los Últimos
ensayos de Elia que, sumados a los primeros,
han conformado un libro verdaderamente clásico, una obra que disfrutamos hoy, más de ciento setenta años después, y que probablemente
disfrutarán varias generaciones de lectores más.
Lamb es, no obstante, un autor casi desconocido fuera de Inglaterra. Sólo en años recientes ha comenzado a traducirse parte de su
obra al francés y al español. Acaso ello se deba
a la dificultad de reproducir el brillo y la gracia
que le son inherentes en su idioma. Yo, sin ánimo de curarme en salud, pido al lector que considere mis versiones sólo como borradores que
se entregan a la imprenta por el ánimo de contagiar a otros el interés por este cordero de lana
singular.
Charles Lamb murió el sábado 27 de diciembre de 1834, pocos días después de haber su-
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frido una caída en una caminata (“Cuando no
estoy caminando estoy leyendo. No puedo sentarme a pensar. Los libros piensan por mí”, le
hizo decir a Elia).
Rafael Vargas
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Sedet aeternumque sedebit
Infelix Theseus
Virgilio
Que existe una melancolía profesional, si se
me permite expresarlo así, concomitante a la
ocupación de sastre, es un hecho que creo que
muy pocos se aventurarían a discutir. Estoy
seguro de contar con el respaldo de mis lectores, a menos que alguna vez hayan conocido a
alguien de ese gremio que no fuera de un temperamento, por decir lo menos, muy lejos del
mercurial o jovial.
Obsérvese la sospechosa gravedad de su
andar. El pavo real, consciente de su peculiar
fragilidad, no es tan cuidadoso, como el caballero de esta profesión, de ser conocido por los
infalibles testimonios de su ocupación: “camina y sabré quién eres”.
¿Alguna vez lo han visto ir silbando por el
camino, como un carretero, o desplazarse rápidamente entre la multitud como un panadero, o sonreír a solas como un enamorado? ¿Posee el ánimo de una cantante para mezclarse
con la chusma o para fundirse con el público?
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¿Acaso no huye más bien de las asambleas y
reuniones de la gente, como quien sabiamente
declina la observación popular?
¡Cuán extraordinario resulta encontrar un
sastre ruidoso! ¡Un sastre alegre y revoltoso!
“Cuando nací –dice sir Thomas Browne–,
mi ascendente era el terrenal signo de Escorpión; nací en la hora planetaria de Saturno y
creo que llevo en mí un trozo de ese planeta
plomizo.” ¡Uno pensaría que se trata de la disección de un sastre!, podemos aplicarle estas
líneas perfectamente, aunque un planeta de
lana estaría más en consonancia y debería
haber nacido cuando el Sol estuviera en Aries.
Y continúa: “No soy humorístico en ningún sentido, ni poseo inclinación para la alegría ni la
compañía vivaz”. ¡Vaya un ejemplo característico del oficio! Siempre parcos en sus palabras,
rara vez se escuchará un chiste que provenga
de ellos. A veces provee el tema para una agudeza, pero raramente –creo– contribuye con un ore
proprio.
El mismo trago no parece animarlo, o por
lo menos avivarle algún signo externo de vanidad. No puedo decir que nunca provoque una
cierta hinchazón de su orgullo, pero nunca es-
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talla. Incluso temo que pueda hincharse hacia
adentro hasta un grado alarmante; pues el orgullo tiene un parentesco cercano con la melancolía. En ambos hay una dolorosa obstrucción ya que las ventilas ordinarias de la vanidad
se encuentran cerradas. Esa obstrucción es la
que engendra humores orgullosos. Por lo tanto
un sastre puede ser orgulloso, pero creo que
nunca es vanidoso. El despliegue de sus llamativos patrones en ese libro suyo que imita al
arco iris nunca produce muestras de esa emoción en él, en contraste, por ejemplo, con las
que demuestra el fabricante de pelucas cuando
se explaya en un rizo o en un trozo de cabello.
Las despliega con una adusta incapacidad para el placer y una indiferencia fingida o real
hacia la grandeza. Las telas de oro tampoco parecen deleitarlo, ni las telas de paño deprimirlo,
de acuerdo con el bello lema que constituía el
modesto grabado del escudo usado por Charles
Brandon en su boda con la hermana del rey. No,
dudo que descubriese algún complaciente motivo de vanagloria en sus colores aunque la propia “Iris tiñese la tela”.
Hay otra prueba fehaciente de este alegato:
¿quién ha visto que se anuncie en los periódi-
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cos la boda de un sastre o el nacimiento de su
primer hijo?
¿Cuándo se ha sabido que un sastre ofrezca
un baile o sea él mismo un buen bailarín o que
sea un espléndido equilibrista sobre la cuerda
floja, que cante o toque el violín o brille bajo
alguna luz semejante?
¿Se interesan acaso por las manifestaciones de júbilo popular, los fuegos artificiales, el
vuelo de las campanas, los disparos de los cañones, etcétera?
Sé que pueden ser valientes, pero ¿podrían
decirnos aquellos que atestiguaron las hazañas de las famosas tropas de Eliot, si en sus más
fieras cargas demostraron de alguna manera ese
irreflexivo olvido de la muerte con el que un
francés se arroja a la batalla o si no mostraron,
más bien, ese melancólico valor del español
contra el que cargaban, esa especie de valentía
meditada que alienta en la contemplación y los
hábitos sedentarios?
¿Suelen ser grandes chismosos? He conocido a unos cuantos entre ellos que alcanzan la
dignidad de políticos especulativos, pero creo
que ese cotidiano interés vivo y alegre por la
marcha y los asuntos del mundo, que hace que
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el peluquero* resulte una compañía tan placentera, raramente se observa en ellos.
Esta introspección característica en ellos es
tan notoria que me sorprende que ninguno de
los escritores que han tratado expresamente la
melancolía la haya mencionado. Es extraño que
Burton, cuyo libro es un excelente compendio
de todos los autores que le han precedido y que
aborda todas las especies de esta enfermedad,
desde la hipocondriaca o ventosa hasta la heroica o la melancolía de amor, la haya omitido.
El propio Shakespeare la soslayó: “No poseo
ni la melancolía del erudito –dijo Jacques–, que
es imitación; ni la del cortesano, que es orgullo; ni la del soldado, que es política; ni la del
*
Habiendo mencionado de pasada al peluquero en comparación con
los otros temperamentos profesionales, espero que ningún gremio se
sentirá ofendido –o lo tomará como una descortesía– si digo que, por
lo que respecta a la urbanidad, a la camaradería y a todas las gracias
sociales y conversacionales que “alegran la vida”, considero que ningún otro oficio puede compararse con el de éste. De hecho, es tal el
afecto que profeso hacia este valioso y complaciente grupo de personas que, en el edificio de los Inns of Court en donde vivo (y donde se
pueden encontrar los mejores representantes de esta profesión, con
excepción quizá de las universidades), hay siete peluqueros a los
que conozco personalmente y que jamás me encuentran sin que nos quitemos educadamente el sombrero en señal de saludo. Me perdonará
aquí mi amigo –cortés y bien educado como ninguno– el Sr. A—m, de
la Flower-de-Luce Court, en Fleet Street, por mencionarlo a él en particular: puedo decir que nunca pasé un cuarto de hora en sus manos
sin sacar algún provecho de las agradables discusiones que siempre
tienen lugar en su establecimiento.
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amante, que comprende todas las anteriores”;
y entonces, cuando uno podría esperar que lo
trajera a colación: “ni la del sastre, que así y
asá”, finaliza su enumeración y no llega a definir su propia melancolía.
Milton la ha omitido de la misma manera,
teniendo tan magnífica oportunidad para mencionarla en su Penseroso.
Pero ya que las omisiones parciales de los
historiadores no prueban nada en contra de la
existencia de un hecho suficientemente atestiguado, procederé y trataré de establecer las
causas por las cuales este giro melancólico predomina tanto en la gente de esta profesión por
encima de todas las otras.
En primer lugar, ¿no podría ser que la costumbre de usar ropa, que se remonta a la caída,
y una cierta seriedad (por decirlo amablemente, ya que se trata de uno de los frutos más mortificantes de aquel desdichado acontecimiento),
hayan sido ideadas con la intención de que quedaran grabadas en las mentes de toda esa raza
de hombres a la que ha sido confiada la tarea de
inventar el vestido humano, para preservar el
recuerdo de la institución del vestido y servir
como protesta permanente contra aquellas va-
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nidades que habría de producir la absurda conversión de un memorial de nuestra vergüenza
en un adorno de nuestras personas? Correspondiendo a esto, de alguna manera cabe señalar que
se dice, en el lenguaje cabalístico de su orden,
que el sastre que se sienta sobre una cueva o un
sitio hueco siempre tiene ciertas regiones de
melancolía abiertas bajo sus pies. Pero llevando
nuestra investigación a las causas últimas, donde aun el mejor de nosotros sólo puede vagar
en la oscuridad, permítasenos tratar de descubrir las causas eficientes de esta melancolía.
Creo que, si omitimos algunas subordinadas, pueden reducirse a dos, a saber:
a) los hábitos sedentarios del sastre y
b) algo peculiar en su dieta.
Primero, sus hábitos sedentarios. En el famoso relato del Dr. Norris acerca de la locura
furiosa del Sr. John Dennis, el paciente, al ser
interrogado sobre cuál era el motivo de la inflamación de sus piernas, responde que es “a
causa de la crítica”, ante lo cual el sabio doctor
parece vacilar, pues se trata de un malestar del
que jamás ha leído; Dennis (que parece no haber estado loco en todos los aspectos) le dice
con amabilidad que no es un mal, ¡sino un arte
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noble!; que se había pasado sentado catorce horas al día, y que valiente doctor era él si no sabía que había una comunicación entre el cerebro y las piernas.
Cuando consideramos que esta jornada de
catorce horas seguidas sentado –a la que el crítico probablemente se sometía sólo cuando
escribía sus “sentencias”– no es mayor que
aquella a la que el sastre, en la práctica ordinaria de su arte, se somete cotidianamente (con
excepción de los domingos) a lo largo del año,
¿puede asombrarnos encontrar su cerebro afectado y privado de esa indisoluble armonía que
hay entre las partes nobles y las menos nobles
del cuerpo, a la que Dennis alude? La manera
antinatural y dolorosa de su largo asiento también debe haber agravado grandemente el mal,
a tal punto que algunas veces me he arriesgado a
comparar a los sastres en sus mesas con tantas
envidiosas Junos “sentadas con las piernas cruzadas para impedir el nacimiento de su propia
felicidad”. Entre los antiguos, cruzar las piernas así: X, a la manera de una cruz, o entrecruzarlas, era una postura maldita. Los turcos,
que hasta la fecha la practican, se distinguen
por ser un pueblo melancólico.
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En segundo lugar, su dieta. Para este propósito encuentro un párrafo muy notable en
Burton, en el capítulo titulado “La mala dieta
como causa de melancolía”:
Entre las hierbas que han de comerse, calabazas,
pepinos y melones están prohibidos, pero especialmente la calabaza: produce sueños perturbadores y envía vapores negros al cerebro. Galeno, de todas las hierbas (Loc. affect., lib. 3, cap. 6),
condena la calabaza, e Isaack (lib. 2, cap. 1, “animae gravitatem facit”) asienta que trae pesadumbre al alma.
No podría omitir un testimonio tan lisonjero de
un autor que, aunque no tenía que demostrar
teoría alguna, contribuyó inconscientemente a
la confirmación de la mía. Es bien sabido que
este último vegetal ha constituido –desde los
más antiguos tiempos de que tenemos conocimiento– casi el único alimento de esta extraordinaria raza de gente.
Burton Junior
traducción de Rafael Vargas
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LAMENTO POR LA DECADENCIA DE LOS MENDIGOS
EN LA METRÓPOLI
La escoba de la reforma social, que todo lo barre –única versión moderna del garrote de
Alcides para librar a la época de sus abusos–,
se levanta mecida por múltiples manos para
extirpar de la metrópoli los últimos andrajos ondeantes del espectro de la mendicidad. Rótulos,
sacos, bolsas –bastones, perros y muletas–, la
fraternidad mendicante en su conjunto, con todo su equipaje, abandona rápidamente las inmediaciones de esta undécima persecución.
“En medio de suspiros”, el genio de la indigencia se marcha del atestado crucero, de las esquinas de las calles y los recodos de los callejones.
Yo no apruebo esta imposición al por mayor de ir a trabajar, esta impertinente cruzada
o bellum ad exterminationem proclamada en
contra de una especie. Podrían aprenderse
muchas cosas buenas de estos mendigos. Ellos
encarnaban la forma más antigua y más honorable de la mendicidad; apelaban a nuestra naturaleza común y a una mente ingeniosa le eran
menos repulsivos que quien suplica el particular humor o capricho de un semejante o grupo
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de semejantes, sean parroquiales o sociales. Los
suyos eran los únicos porcentajes sin envidias
a la hora de fijar los impuestos, ni quejas a la
hora de pagar contribución.
Tenían una dignidad que brotaba de lo más
profundo de su desolación, pues el estar desnudo está mucho más cerca del ser humano que
el andar de librea. Los espíritus más grandes
han experimentado esto en sus horas de infortunio. Y cuando Dionisio se convirtió de rey en
maestro de escuela, ¿sentimos hacia él otra
cosa que desprecio? ¿Van Dyck podría haberlo
pintado llevando una férula por cetro y habría
conmovido nuestras mentes con la misma compasión heroica con que contemplamos su Belisario mendigando un obolus? ¿La moraleja habría sido más graciosa, más patética? El ciego
mendigo de la leyenda, el padre de la bella
Bessy –cuya historia no pueden degradar ni disminuir las coplas satíricas de taberna, pues algunas chispas de su ilustre espíritu brillan a través
de los disfraces–, ese noble conde de Cornwall
(como lo fue en la realidad), memorable juguete de la fortuna, huyendo de la injusta sentencia de su señor feudal, despojado de todo, sentado en el floreciente prado de Bethnal, con su
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aún más fresca y primaveral hija a su lado iluminando sus harapos y su mendicidad, ¿habría
tenido una mejor figura haciendo los honores de
un contador o expiando su desdichada condición bajo la enana eminencia de alguna mesa
de costura? Sea en un cuento o en la historia,
el pordiosero es precisamente el antípoda del
rey. Cuando los poetas y escritores románticos (como los llamaría la querida Margaret
Newcastle) tienen que pintar con mayor agudeza y sentimiento un revés de la fortuna, nunca se detienen hasta que han dejado a su héroe
en harapos. La profundidad del descenso ilustra la altura de la que ha caído. No existe término medio que pueda brindarse a la imaginación
sin ofenderla; no hay asidero en la caída. Lear,
arrojado de su palacio, debe despojarse de sus
ropajes hasta corresponder a la “mera naturaleza”; y Cressida, caída del amor de un príncipe, debe extender sus pálidos brazos, pálidos
con una blancura distinta a la de la belleza, y
mendigar cual una leprosa con una campana y un plato de madera. El ingenioso Luciano
sabía esto muy bien y, con una política inversa,
cuando quería burlarse de la grandeza sin la
piedad, nos mostraba a Alejandro en las som-
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bras remendando zapatos o a Semiramis desenredando lino embrollado.
¿Cómo sonaría en un poema que un gran
monarca inclinase su afecto hacia la hija de un
panadero? Sin embargo, ¿sentimos que se violenta la imaginación cuando leemos la “balada auténtica” en la que el rey Cofetua corteja
a la joven pordiosera?
Indigente, pordiosero, pobre, son expresiones de piedad, pero de piedad mezclada con
desprecio. Nadie desprecia a un mendigo. La
pobreza es algo comparativo y cada grado de
ella es objeto de mofa por parte del “puerco
vecino”. Sus pobres rentas y entradas son rápidamente resumidas y dichas; sus pretensiones
para la pobreza son casi ridículas; sus lastimosos intentos de ahorrar producen una sonrisa.
Todo burlón compañero puede medir su insignificante bolsillo contra el suyo. En las calles el
pobre reprocha al pobre su condición de una manera descortés si la suya es ligeramente mejor,
mientras el rico pasa a su lado y se ríe de ambos. Ninguna bellaquería comparativa insulta
a un mendigo, ni nadie piensa en medir contra él
su bolsillo. No se encuentra en la escala de la comparación; tampoco bajo la medida de la propie-
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dad: manifiestamente carece de cualquiera, salvo quizás un perro o un borrego. Nadie se burla
de él porque haga ostentación por encima de
sus posibilidades; nadie lo acusa de orgullo o
lo reconviene con burlona humildad; nadie
disputa con él un muro o arma un pleito por
cuestiones de prioridad; ningún vecino rico
busca echarlo de sus tierras; nadie lo demanda; nadie quiere pelear en la corte con él. Si yo
no fuese el caballero independiente que soy, en
vez de ser un sirviente de los poderosos, un ordinario capitán o un pariente pobre, elegiría,
por la delicadeza y auténtica grandeza de mi
pensamiento, ser un mendigo. Los andrajos, que
son el reproche de la pobreza, son el manto del
mendigo y la graciosa insignia de su profesión,
su cargo, su vestido de gala, el traje con que se
espera que se muestre en público. Nunca está
pasado de moda o torpemente cojeando a su
zaga; nunca se le exige que lleve luto. Emplea
todos los colores y no tiene temor de ninguno: su
vestido ha sufrido menos cambios que el de los
cuáqueros. Es el único hombre en el universo
que no está obligado a estudiar las apariencias;
las altas y bajas del mundo han dejado de importarle. Él es su propio cimiento. El precio del
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ganado o de la tierra no le afecta; las fluctuaciones de la prosperidad agrícola o comercial
no lo tocan o, en el peor de los casos, hacen que
cambien sus clientes. No se espera que brinde
fianza o respaldo a nadie; nadie lo molesta con
cuestiones de su religión o su filiación política.
Es el único hombre libre en el universo.
Los mendigos de esta gran ciudad eran muchos de sus paisajes, sus leones. No puedo prescindir de ellos como no puedo prescindir de los
gritos de Londres. Las esquinas de las calles no
están completas sin ellos; son tan indispensables como el cantante de baladas y, con sus pintorescos atuendos, son un ornamento tan importante como los signos del antiguo Londres.
Eran las moralejas vivientes, los emblemas, los
recordatorios, las advertencias, los sermones
ambulantes, los libros para niños, las saludables interrupciones y pausas a la alta y presurosa marea de la untuosa ciudadanía: “Mira a
ese pobre arruinado y fracasado”.
Sobre todo esos viejos Tobías ciegos que
solían alinearse junto al muro del Lincoln’s Inn
Garden antes de que la moderna melindrosidad
los expulsara, haciendo girar sus arruinados
ojos para atrapar un rayo de piedad y (si fuese
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posible) de luz con su fiel perro guía a sus pies.
¿Adónde huyeron? ¿A qué esquinas, ciegas como
ellos mismos, han sido empujados, lejos del aire saludable y del calor del sol? Metidos entre
cuatro paredes, ¿en qué marchito asilo soportan la penuria de la doble oscuridad, sin que el
tintineo de una moneda al caer consuele su solitaria congoja, lejos del sonido de la alegre y
esperanzadora cuerda de los paseantes? ¿Dónde cuelgan sus inútiles bastones?, ¿y quién alimenta a sus perros? ¿Los inspectores de St. L—
han sido los causantes de que les dieran un tiro?,
¿o fueron metidos en sacos y arrojados al Támesis, a sugerencia de B—, el amable rector de —?
¡Buena suerte tenga el alma del amable
Vincent Bourne, el más clásico y, al mismo tiempo, el más inglés de los latinistas!, quien ha escrito acerca de esta alianza entre cuadrúpedo y
humano, esta amistad entre perro y hombre, en el
más dulce de sus poemas: el “Epitaphium in canem” o “Epitafio del perro”. Lector, examínalo
cuidadosamente y di si los paisajes acostumbrados, que poesía tan exquisita como ésta evoca,
podrían hacer más daño o beneficio al sentido
moral de los transeúntes en sus diarios recorridos a través de una vasta y bulliciosa metrópoli:
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Pauperis hic Iri requiesco Lyciscus, herilis,
Dum vixi, tutela vigil columenque senectae,
Dux caeco fidus: nec, me ducente, solebat,
Praetenso hinc atque hinc baculo, per iniqua
locorum
Incertam explorare viam; sed fila secutus,
Quae dubios regerent passus, vestigia tuta
Fixit inoffenso gressu; gelidumque sedile
In nudo nactus saxo, qua praetereuntium
Unda frequens confluxit, ibi miserisque tenebras
Lamentis, noctemque oculis ploravit obortam.
Ploravit nec frustra; obolum dedit alter et alter,
Queis corda et mentem indiderat natura
benignam.
Ad latus interea jacui sopitus herile,
Vel mediis vigil in somnis; ad herilia jussa
Auresque atque animum arrectus, seu frustula
amice
Porrexit sociasque dapes, seu longa diei
Taedia perpessus, reditum sub nocte parabat.
Hi mores, haec vita fuit, dum fata sinebant,
Dum neque languebam morbis, nec inerte
senecta;
Quae tandem obrepsit, veterique satellite caecum
Orbavit dominum: prisci sed gratia facti
Ne tota intereat, longos deleta per annos,
Exiguum hunc Irus tumulum de cespite fecit,
Etsi inopis, non ingratae, munuscula dextrae;
Carmine signavitque brevi, dominumque
canemque
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Quod memoret, fidumque canem dominumque
benignum.
Aquí yazgo, pobre Irus, perro fiel acostumbrado
a dirigir los pasos de mi viejo y ciego amo;
fui su guía y su guardia; mientras duró mi servicio
no tuvo necesidad de ese bastón
con el que ahora temeroso tantea su camino
en las carreteras y los cruceros, sino que plantaba,
seguro bajo la conducción de mi amigable correa,
un firme pie adelante, hasta encontrar
su pobre asiento en alguna piedra, allí donde
confluía
y se hacía más abundante la marea de los
transeúntes,
a quienes aquejaba de mañana a tarde
con lamentos sonoros y apasionados.
No con todos se lamentaba en vano: algunos, aquí
y allá,
los bien dispuestos y los buenos, alguna moneda
le daban.
Mientras tanto, a sus pies, solícito dormía,
no del todo dormido, sino con el corazón
y el oído atentos al menor movimiento; de su mano
generosa recibía mis acostumbrados mendrugos
y compartía con él su festín y sus sobras;
cuando la noche nos avisaba marchábamos a casa,
fatigados tras todo un día de indigencia tediosa.
Tal fue mi manera de vivir, tales mis hábitos,
hasta que la edad y la lenta enfermedad me
colmaron
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y me apartaron del lado de mi amo.
Pero aunque la gracia de esas buenas obras muera
y al paso de los años el mudo olvido prevalezca,
esta delgada tumba de césped guarda a Irus,
barato monumento de una mano sin queja,
que con los breves versos aquí inscritos prueba
una unión larga y perdurable:
las virtudes del mendigo y de su perro.
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En vano, durante algunos meses, han explorado estos opacos ojos en pos de una figura bien
conocida –o parte de la figura– de un hombre
que solía deslizar su atildada parte superior por
los pavimentos de Londres, rodando con la más
ingeniosa celeridad sobre una máquina de madera. Un espectáculo para los nativos, para los
extranjeros y para los niños. Era de hechura
robusta, con una complexión florida como la de
un marinero, con la cabeza desnuda para la tormenta y para el sol. Era una curiosidad natural, motivo de especulación para el científico y
un prodigio para el simple. El niño podía mirar
fijamente a ese poderoso hombre reducido a
su mismo tamaño. El inválido común despreciaría su propia pusilanimidad al mirar la vigorosa determinación y el resuelto corazón de este
gigante a medias. Muy pocos pueden no haberlo
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notado, pues el accidente que lo redujo a tal
condición ocurrió durante los disturbios de 1780
y, desde entonces, ha sido una persona de aspecto poco agradable. Parecía haber nacido de
la tierra, un Anteo, y renovar su vigor al contacto con el suelo que le rodeaba. Era un enorme fragmento, tan bueno como un mármol de
Elgin. La naturaleza, que debe haber reclutado sus pantorrillas y muslos, no se perdió, sino
tan sólo se retiró a sus partes superiores, y
se volvió un semi Hércules. Una vez escuché
una voz terrible tronando y rugiendo, como en
vísperas de un terremoto, y al volver la vista
abajo encontré a esta mandrágora injuriando a
un corcel que había echado a correr ante su portentosa aparición. Parecía como si sólo quisiese
recuperar su justa estatura para reducir a astillas al cuadrúpedo ofensor. Era como la parte
humana de un centauro, del cual la mitad equina hubiese sido hendida en alguna ominosa controversia de lapitas. Se marchó como si pudiera desplazarse con apenas la mitad de cuerpo
que le quedaba. No le faltaba el os sublime y
todavía le puso buena cara a los cielos. Durante
cuarenta y dos años se había manejado en este negocio al aire libre y ahora que sus cabellos
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se han encanecido en el servicio, pero su buen
ánimo no se ha deteriorado porque no está contento con cambiar su aire libre y su ejercicio por
las restricciones de un asilo, expía su terquedad en una de esas casas (irónicamente llamadas) de corrección.
¿Acaso el espectáculo de este hombre podría considerarse molesto al grado de ameritar
una acción legal para suprimirlo?, ¿acaso no
resultaba, más bien, un cuadro saludable y conmovedor para los transeúntes de la gran ciudad?
Entre los muchos sitios de interés que tiene la
urbe, entre sus museos y numerosas provisiones para satisfacer la siempre boquiabierta curiosidad (pues ¿qué otra cosa es una gran ciudad
sino un cúmulo interminable de espectáculos),
¿no quedaba ya lugar para otro lusus (no naturae, claro está, sino accidentium)?, ¿y qué si, como se corría el rumor, en sus cuarenta y dos años
de andanzas este hombre hubiera juntado a duras penas unos cuantos cientos de libras para
heredar a su hijo?, ¿a quién había hecho daño?,
¿a quién había importunado? Sus benefactores
disfrutaban el espectáculo que él les ofrecía a cambio de sus centavos. ¿Qué si, después de estar expuesto el día entero al sol, a la lluvia, a las hela-
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das de la intemperie, se retiraba en la noche,
tambaleando torpemente su tronco con movimientos difíciles y elaborados, para hallar solaz en algún establecimiento junto a sus compañeros inválidos con un plato caliente de carne
y verduras (tal y como lo denunció un clérigo
ante un comité de la Cámara de los Comunes)?;
¿era esto –o su sincero cuidado de padre que
(si real) merecería una estatua y no un poste
de flagelación y que es inconsistente al menos
con la exagerada acusación de orgías nocturnas con las que se le ha difamado– una razón
para privarlo del inofensivo, incluso edificante, modo de vida que había adoptado e imponerle una condena en su vejez, acusándolo de
vagabundo incorregible?
Hubo una vez un Yorick que no se hubiera
avergonzado de sentarse a la mesa de este inválido, de darle su bendición –y también su limosna– como signo de cordialidad: “¡Oh edad!, has
perdido tu progenie”.
La mitad de aquellas historias sobre mendigos que han conseguido amasar prodigiosas
fortunas no son –ya lo creo– sino calumnias de
cicateros. Hubo una que se discutió mucho en
los periódicos hace tiempo y generó las acos-
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tumbradas inferencias acerca de la caridad: Un
empleado de banco se sorprendió al enterarse
de que había recibido una herencia de quinientas libras de alguien cuyo nombre no conocía;
parece ser que en su camino diario de Peckham
(o alguna villa cercana donde vivía) a su oficina tuvo por costumbre, durante veinte años,
echar una limosna en el sombrero de un ciego
pordiosero que siempre pedía a la orilla del
camino; el viejo mendigo reconoció a su benefactor sólo por la voz y, al morir, dejó toda la
suma de sus limosnas (que le había tomado
quizá medio siglo acumular) a su viejo amigo,
el empleado del banco. ¿Es ésta una historia
para fruncir los corazones y apretar los bolsos,
una historia para concluir que no debe darse limosna a los ciegos?, ¿no resulta, más bien, una
bella moraleja sobre la caridad bien dispensada
por una parte y la noble gratitud por la otra?
A veces pienso que me hubiera gustado ser
el empleado del banco; incluso, me parece recordar algun pobre y viejo hombre a la orilla del
camino que parpadeaba y volteaba la cara,
desprovista de ojos, hacia arriba, bajo el sol...
¿Será posible que yo también haya cerrado mi
bolsillo frente él? Quizá no llevaba cambio.
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Lector, no te asustes con esas duras palabras
de impostor o embaucador: Da sin cuestionar.
Arroja un trozo de pan a las aguas ya que algunos, sin saberlo (como este empleado de banco),
han convidado así a los ángeles.
No siempre cierres tu bolsa al infortunio que
se te presenta: haz actos de caridad algunas veces. Cuando un pobre (alguien clara y evidentemente pobre) se te acerque, no te detengas a
cuestionar si los “siete niños pequeños” por los
que te implora ayuda realmente existen, no escarbes en las entrañas de una verdad incómoda para
ahorrarte un centavo: es bueno creerle. Si no es
lo que pretende ser, tú da de cualquier modo y
piensa (si así te place) que has aliviado a un indigente soltero que actuaba el personaje de padre de familia; cuando se acerquen con sus miradas fingidas y susurros de mendigo, piensa que
son actores. Piensa que tú pagas a comediantes
que fingen estas cosas y que, tratándose de los
pobres, no puedes saber con certeza si son realmente fingidas o no.
Elia
traducción de Rafael Vargas
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CONFESIONES DE UN BORRACHO
La disuasión del uso de los licores fuertes ha
sido el tópico favorito de los declamadores sobrios de todas la épocas y ha sido recibida con
abundancia de aplausos por parte de los críticos aficionados al agua. Pero desafortunadamente en el paciente mismo, en el hombre que
ha de ser curado, su sonido rara vez ha prevalecido. Sin embargo, el mal se reconoce y su
remedio es simple: la abstención. Ningún poder puede obligar a un hombre a levantar su
vaso contra su voluntad; esto es tan fácil como
no robar o no decir mentiras.
¡Ay!, ni la mano ni la lengua tienen propensión constitucional a hurtar o a dar falso testimonio; tales acciones les son indiferentes. A
la primera instancia de la voluntad reformada,
pueden ser rescatadas sin poner reparo. El cosquilleo en los dedos no es sino una figura del
lenguaje y la lengua del mentiroso puede emitir con el mismo deleite valiosas verdades, con
las cuales se ha acostumbrado poner en fuga
a sus perniciosas oponentes. Pero cuando un
hombre ha comenzado a embriagarse...
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Oh, tú terco moralista, de intrépidos nervios
y cabeza fuerte, cuyo hígado se halla felizmente
intacto, detente y levanta aquí tu jarro ante el
nombre que he escrito, primero aprende de qué
se trata el asunto; cuánta aprobación, cuánta
humana tolerancia podrías virtuosamente mezclar con tu reprobación. No te cebes con las
ruinas de un hombre. No exijas, bajo pena tan
terrible como la infamia, resucitación de un estado de muerte casi tan real como el del que
Lázaro despertó por milagro.
Comienza a reformarte y la costumbre ayudará a que sea fácil, ¿pero qué hay si el comienzo es terrible y los primeros pasos no se asemejan a escalar una montaña sino a caminar
por el fuego?, ¿qué ocurre si el sistema entero
debe sufrir un cambio tan violento como la conocida mutación de formas de algunos insectos?,
¿y qué si un proceso comparable a ser desollado vivo acaba por ser como irse por entero?
¿La debilidad que perece bajo semejante esfuerzo ha de confundirse con la pertinacia que se
aferra a otros vicios, que no producen una necesidad constitucional ni toman a la víctima por
entero, en cuerpo y alma?
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He conocido a alguien en ese estado, cuando trataba de abstenerse por una sola noche
–aunque la venenosa poción había dejado desde hace mucho de volver a darle sus primeros
embelesos, aunque él estaba seguro de que más
bien habría de profundizar su tristeza en vez de
disiparla–, enfrascado en la violencia de la lucha: la necesidad que sentía de librarse a toda
costa de su sensación lo hacía gritar, lo escuché
bramar a causa de la angustia y el dolor que la
lucha en su interior le provocaban.
¿Por qué habría de vacilar en confesar que
soy yo ese hombre del que hablo? No tengo lacrimosa defensa que presentar ante la humanidad. Veo que de una manera u otra todas se apartan de la pura razón. Solamente mi naturaleza
es responsable por la aflicción que me he echado encima.
Creo que existen constituciones, cabezas
templadas y entrañas de acero, a las que casi
ningún exceso puede hacer daño; a las cuales
el brandy (las he visto beberlo como vino), a
las que en ninguna circunstancia el vino, jamás
bebido en tan abundante medida, puede provocar daño más grave que enturbiar sus facultades, acaso nunca demasiado diáfanas. Con
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ellos este discurso carece de sentido. No harían más que reírse de un hermano débil que,
midiendo sus fuerzas con ellos y terminando
derrotado en tal concurso, mal habría de persuadirlos de que semejantes ejercicios agónicos
son peligrosos. Es a una descripción muy distinta de personas a la que me dirijo. Es al débil,
al nervioso, a aquellos que sienten la necesidad
de un ayuda artificial para levantar sus espíritus
en sociedad a lo que no es sino el nivel ordinario (sin ayuda alguna) de todos los que les rodean. Ése es el secreto de nuestra afición por la
bebida. Todos ellos han de evitar la mesa del
convivio, a menos que deseen condenarse de por
vida.
Hace una docena de años que cumplí veintiséis de edad. Desde la época en que dejé la
escuela hasta aquel momento había vivido un periodo de mucha soledad. Mis compañías eran
principalmente libros o, a lo sumo, uno o dos vivientes con los que compartía la estampa del
amor por los libros y la sobriedad. Me levantaba temprano, me acostaba a buena hora y tenía
razón para pensar que las facultades que Dios
me ha dado no se habían enmohecido por falta
de empleo.
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Por aquel tiempo fui a caer con algunas compañías de un orden distinto. Eran hombres de
espíritu bullicioso, dispuestos a desvelarse,
borrachos, pendencieros; no obstante, algo
noble parecía haber en ellos. Nuestra relación
giraba en torno del ingenio –o lo que después
de medianoche pasa por ingenio– de manera
jovial. Ciertamente yo poseía una ración más
grande que mis compañeros de lo que se llama
fantasía. Estimulado por su aplauso, me convertí en un bromista declarado. ¡Yo, que entre
todos los hombres soy el menos dotado para tal
ocupación ya que, aparte de la enorme dificultad que siempre experimento para hallar palabras que expresen mi sentir, padezco un problema nervioso relacionado con el habla!
Lector, si has sido dotado con nervios como
los míos, aspira a cualquier papel excepto el de
ingenioso. Cuando sientas en la lengua un cosquilleo que te incline a ese tipo de conversación –especialmente si sientes que a la vista de
una botella y vasos limpios desciende sobre ti un
inexplicable flujo de ideas–, evita darle curso
como si huyeras de una destrucción horrible.
Si no puedes extinguir el poder de la fantasía,
o de aquello en tu interior que sueles tomar por
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tal, dale algún otro uso. Escribe un ensayo, esboza un personaje o ensaya su descripción, pero no
como lo hago ahora, con lágrimas corriendo por
tus mejillas.
Ser objeto de compasión para los amigos o de
escarnio para los enemigos; ser sospechoso para los extraños; ser examinado con la vista por
los tontos; ser considerado tonto cuando no se
consigue ser ingenioso; ser aplaudido por ingenioso cuando uno sabe que ha sido tonto; ser
convocado al extemporáneo ejercicio de aquella
facultad que ninguna premeditación puede dar;
ser espoleado en la realización de esfuerzos que
terminan en desprecio; ser puesto a provocar alegrías que no procuran al que las da más que aborrecimiento; brindar placer y ser pagado con
malicia; beber tragos de vino que destruye la
vida y que nuestro aliento habrá de destilar para
entretener vanos auditorios; pagar noches de
locura con mañanas de miseria; malgastar mares enteros de tiempo con quienes en compensación entregan insignificantes migajas de un
mezquino aplauso: ésos son los frutos de la bufonería y de la muerte.
El tiempo, que tiene un excelente tino para
disolver todas las relaciones que no poseen
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vínculo más sólido que este líquido cemento y
ha sido más generoso conmigo que mi propio
gusto y mi discernimiento, me abrió a la postre
los ojos para apreciar las supuestas cualidades
de mis primeros amigos. No queda más huella de
ellos que los vicios a los que me introdujeron y
los hábitos que fijaron en mí. En ellos sobreviven todavía mis amigos y cobran con creces cualquier supuesta infidelidad que pudiese haber
tenido hacia ellos.
Mis siguientes relaciones cercanas fueron
y son personas de valor tan intrínseco y sentido que, aun cuando accidentalmente su trato
ha probado ser pernicioso para mí, no sé si en
condiciones de volver a hacer las cosas otra vez
tendría el valor de evitar el daño a costa de perder el beneficio. Llegué a ellos apestando a los
vapores de mis exaltadas nociones de lo que
debe ser la compañía, y el muy magro combustible que inconscientemente proveyeron fue
suficiente para que mis antiguos fuegos se convirtieran en nueva propensión.
No eran bebedores, pero ambos –uno por
hábitos profesionales y el otro por un hábito
derivado de su padre– fumaban tabaco. El diablo no podría haber inventado trampa más su-
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til para recapturar a un penitente que reincide.
La transición, de deglutir vasos de fuego líquido
a exhalar nubes inocuas de humo seco, era casi
como engañarlo. Pero él es demasiado duro con
nosotros cuando tenemos esperanzas de cambiar. Nos tienta con ofertas y cuando pensamos
contrapesar una nueva debilidad contra una
antigua flaqueza, es paradójico pero nos hace
una jugarreta y nos endosa dos por una. Al cabo,
ese (comparativamente) blanco demonio del
tabaco trajo consigo siete plagas peores.
Sería impertinente llevar al lector a través de
todos los procesos por los cuales, de fumar al
principio con un poco de licor de malta, gradualmente fui pasando de vinos suaves a vinos más
fuertes y agua, a un pequeño ponche, hasta esas
malabarísticas composiciones que, bajo el nombre de licores mixtos, encubren una gran cantidad de brandy o algún otro veneno, cada vez
con menos agua, luego con casi nada de agua y
por último sin nada en absoluto. Pero me resulta
aborrecible revelar los secretos de mi Tártaro.
Repelería a mis lectores, por una simple incapacidad de creerme, si les dijera que el tabaco ha sido para mí la afanosa condena que
he purgado, la esclavitud a la que hice votos.
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Cómo, cuando me había decidido a dejarlo, comencé a sentir un sentimiento similar a la ingratitud; cómo ha planteado reclamos personales y me ha hecho las demandas que me haría un
amigo; cómo el leer casualmente acerca de él
en un libro, donde Adams lleva su vaharada a
la orilla de la chimenea en alguna posada en
Joseph Andrews, o cómo Piscator en El pescador perfecto rompe su ayuno con una pipa matutina en aquel delicioso cuarto Piscatoribus
Sacrum, ha arruinado en un momento la resistencia de semanas. ¡Cuán presente se hallaba
siempre una pipa en mi ascenso hacia la medianoche! Hasta que la visión me obligó a darme cuenta... cómo se elevaban entonces sus rizados vapores, su fragancia sosegaba y los mil
agradables ministros, versados en la materia,
utilizando cada facultad, aliviaban el sentimiento de dolor; cómo después de iluminar llegó a oscurecer; de un breve esparcimiento se convirtió
en un consuelo negativo y, más tarde, en inquietud e insatisfacción y, por último, en una positiva miseria; cómo, aún ahora, cuando el secreto
entero ha sido confesado con toda su horrible
verdad, me siento ligado al tabaco más allá del
poder de revocación. Hueso de mi hueso...
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Las personas que no están habituadas a examinar los motivos de sus acciones, a calcular los
incontables clavos que ribetean las cadenas del
hábito, o tal vez al no estar atrapados en ninguno
tan empedernido como los que he confesado, pueden pensar que el cuadro que pinto es muy exagerado. ¿Pero qué clase de atadura es ésta que,
a pesar de amigos que se quejan, de una esposa
llorosa y un mundo reprobatorio, encadena a tantos infortunados semejantes, sin ninguna indisposición original hacia el bien, a su pipa y su
tabaco?
He visto un grabado, al estilo de Correggio,
en el que tres figuras femeninas están auxiliando
a un hombre que está sentado, atado a la raíz
de un árbol. Sensualidad lo consuela, Malas Costumbres lo está clavando a una rama y en ese
mismo instante Repugnancia le coloca una serpiente en el costado. Su rostro revela un deleite febril, recuerdo del pasado más que percepción de placeres presentes, un lánguido disfrute
del mal, totalmente estupidizado para el bien,
un afeminamiento sibarítico, una sumisión a las
ataduras, rotos los resortes de la voluntad como
los de un reloj descompuesto, pecado y sufrimiento ocupando el mismo instante, o este úl-
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timo aventajando al primero, los remordimientos precediendo la acción; todo esto representado en un solo momento del tiempo. Cuando lo vi,
admiré la maravillosa destreza del pintor, pero
después de que me hube apartado, lloré, porque
pensé en mi propia condición.
No hay esperanza de que esto cambie alguna vez. Las aguas me han cubierto, pero si mi
voz pudiera escucharse desde las negras profundidades, daría la advertencia a todos los que
apenas han puesto un pie en la peligrosa corriente. Podría el joven a quien el sabor de su
primer vino le parece delicioso como las primeras escenas de la vida o el paseo por un paraíso
apenas descubierto, asomar a mi desolación y
entonces entendería qué cosa temible es el que
un hombre se sienta deslizándose hacia un precipicio con los ojos abiertos y una voluntad pasiva –prever su destrucción y no tener poder
para detenerla, a pesar de que la siente siempre emanando de sí mismo–; percibir que se ha
quedado vacío de toda bondad y, pese a todo,
no poder olvidar que hubo un tiempo en que
fue de otra manera; que escuche el lastimoso
espectáculo de su ruina: podría acaso ver mi
ojo enrojecido, enfebrecido por la bebida de la
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noche anterior y enfebrecidamente anticipando
la repetición de la locura esta noche; podría sentir el cuerpo de la muerte desde cuyo seno clamo
socorro cada hora, con una voz cada vez más y
más débil; ojalá que ello bastara para hacerle
derramar su burbujeante bebida sobre la tierra
con toda su orgullosa y envolvente tentación,
para hacerle apretar los dientes:
[…] y no separarlos
ni permitir que la maldición líquida corra por ellos.
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Sí, pero –me parece escuchar que alguien objeta– si la sobriedad fuera esa cosa excelente que
usted nos quiere hacer comprender, si las comodidades de un cerebro reposado son preferibles a ese estado de ardiente entusiasmo que
describe y deplora, ¿qué hizo que en su propio
caso usted no volviese a los hábitos de los cuales querría que los otros nunca se apartasen?
Si bien vale la pena preservar tal bendición, ¿no
valdría la pena también recuperarla?
¡Recuperarla! Oh, si con desearlo pudiera
transportarme nuevamente a aquellos días de
mi juventud, cuando un trago de aquella clara
fuente cercana bastaba para refrescar todos los
calores que los soles del verano y el ejercicio
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de la juventud tenían el poder de fomentar en la
sangre... Con cuánta alegría volvería a ti, puro
elemento, bebida de los niños y de esa especie de
niño, el santo eremita. En mis sueños a veces
puedo gustar tu refrescante alivio sobre mi ardiente lengua, pero en la vigilia mi estómago lo
rechaza. Aquello que refresca al inocente sólo me causa desmayo y malestar.
¿Pero acaso no existe un término medio
entre la abstinencia total y el exceso asesino?
Por tu bien, lector, y para que nunca compartas
mi experiencia, debo pronunciar, con pena, la
terrible verdad: no existe ninguno, ninguno que
yo pueda encontrar. En mi grado de hábito (no
hablo de hábitos menos confirmados, creo que
para algunos de ellos el consejo sería lo más prudente), en el estadio que he alcanzado, tomar menos de la medida suficiente para causar sopor y
sueño, el nimbado sueño apopléjico propio del
borracho, es como no haber tomado nada. El dolor de la autonegación es uno solo. ¿Y en qué
consiste? Prefiero que el lector me conceda
crédito y no tenga que experimentarlo en carne
propia, pero lo sabrá si llega a ese estado en el
que, por paradójico que parezca, la razón lo visitará solamente mediante la intoxicación; es
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una verdad terrible que, a causa de repetidos
actos de inmoderación, las facultades intelectuales pueden ser apartadas de su ordenada esfera
de acción, de su clara luz natural, hasta que al
final llegan a depender, aun para la menor manifestación de sus menguadas energías, de volver
a los periodos de fatal locura a los que deben su
devastación. El bebedor nunca es menos él mismo que durante sus intervalos de sobriedad. En
ese punto el mal es su bien.*
Contempladme entonces, en el periodo más
vigoroso de la vida, reducido a la imbecilidad y la decadencia. Oídme contar las ganancias y los beneficios que he obtenido de la parranda.
Hace doce años era dueño de una mente y
de un cuerpo saludables. Nunca fui fuerte, pero
creo que mi constitución (para ser débil) se hallaba, hasta donde ello es posible, felizmente exenta de predisposición a cualquier enfermedad.
Ahora, salvo cuando me encuentro perdido en
*
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•
SOBRE LA MELANCOLIA
Cuando el pobre M— dibujó su último cuadro, con el lápiz en una
mano temblorosa y el vaso de brandy con agua en la otra, sus dedos
debieron la estabilidad relativa con la que pudieron llevar a cabo imperfectamente la tarea gracias a una firmeza temporal derivada de la repetición de la misma práctica cuyo efecto general los había hecho temblar
(lo mismo que a él) tan terriblemente.
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un mar de bebida, nunca me siento libre de todas
esas incómodas sensaciones en la cabeza y el estómago que son mucho peores y más difíciles de
soportar que cualquier dolor o malestar definido.
En aquella época raramente me quedaba en
cama después de las seis de la mañana, fuera invierno o verano. Me levantaba renovado y rara vez
sin pensamientos felices en la cabeza o un trozo de canción para dar la bienvenida al día naciente. Ahora, el primer sentimiento que me acosa, luego de prolongar las horas de reposo hasta
el último extremo posible, es un pronóstico del
fatigoso día que me aguarda, junto con el secreto deseo de poder seguir acostado o de no
haber despertado jamás.
La vida misma, mi vida durante la vigilia,
tiene mucho de la confusión, la agitación y la oscura perplejidad de un mal sueño. Tropiezo con
oscuras montañas durante el día.
Aunque mi naturaleza nunca se sintió especialmente adaptada al trabajo, lo consideraba
de cualquier manera como algo necesario y que
había que cumplir y, por lo tanto, lo emprendía
con alegría. Siempre lo hacía con presteza. Ahora temores y preocupaciones me abruman; invento todo tipo de razones para desalentarme
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SOBRE LA MELANCOLIA
y estoy dispuesto a abandonar una ocupación
que me brinda el pan a causa de una atormentadora fantasía de incapacidad. El más sencillo
encargo que pueda hacerme un amigo o cualquier pequeño deber que tenga que realizar yo
mismo, como transmitir órdenes a un comerciante, etc., me abruma como si fuera una labor
imposible. A tal grado han quedado afectados
los resortes de la acción.
La misma cobardía me asiste en todas mis
relaciones con la humanidad. No me atrevo a prometer que el honor de un amigo, o de su causa,
estarían a salvo en mi resguardo si tuviera que
recurrir a cualquier resolución de hombría para
defenderla. Hasta tal punto han muerto en mí
los resortes de la acción moral.
Las que en tiempos pasados solían ser mis
ocupaciones favoritas han dejado de entretenerme. No puedo hacer nada con prontitud. Aplicarme a algo, por poco tiempo que exija, me
aniquila. Esta pobre reseña de mi condición fue
escrita con largos intervalos y casi sin intentar
hacer uso del pensamiento, al que ahora me
resulta tan difícil acceder.
Los nobles pasajes de la historia o de la invención poética que antiguamente me deleita-
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ban, ahora sólo arrancan unas cuantas lágrimas,
propias de la chochez. Mi quebrantada y decaída naturaleza parece hundirse ante cualquier
cosa grande y admirable.
Frecuentemente me descubro llorando por
cualquier motivo e incluso por ninguno. No
puedo expresar en qué medida este mal aumenta mi sentimiento de vergüenza, así como una
sensación general de deterioro.
Éstos son algunos de los ejemplos respecto
de los cuales puedo afirmar, con verdad, que no
siempre fui así.
¿Debería descorrer el velo de mi debilidad
un poco más o es suficiente lo que he expuesto?
Soy un pobre egotista anónimo que no tiene la
vanidad de que se le admire por estas confesiones.
No sé si habré de ser ridiculizado o si se me escuchará con seriedad. Las confío a la atención
del lector tal cual son y, quizá, hablen de su propio caso de algún modo. Ya he dicho al lector lo
que tenía que decir; ojalá él se detenga a tiempo.
Elia
traducción de Rafael Vargas
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PORCELANA ANTIGUA
Tengo una predilección casi femenina por la
porcelana antigua. Cuando voy de visita a una
gran mansión, pregunto primero por el chinero
y después por la pinacoteca. No puedo defender
el orden de mis preferencias salvo argumentando que todos tenemos uno u otro gusto, a veces de
fecha tan antigua que nos resulta muy difícil
recordar claramente cuándo lo adquirimos.
Puedo recordar el primer drama y la primera
exposición a que me llevaron, pero no tengo
conciencia del tiempo en que vasos y platillos
de porcelana se introdujeron en mi imaginación.
No sentí aversión entonces –¿por qué habría
de tenerla ahora?– por esos grotescos pequeños, licenciosos, teñidos de azul celeste que, bajo la apariencia de hombres y mujeres, flotan, no
circunscritos por elemento alguno, en ese mundo anterior a la perspectiva: una taza de té de
porcelana.
Me gusta ver a mis viejos amigos, a quienes
la distancia no puede empequeñecer, delineados en el aire (así parece a nuestra óptica) y, no
obstante, en terra firma, pues por cortesía así
hay que interpretar esa manchita de azul más
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intenso que el decoroso artista, para evitar el
absurdo, hizo brotar bajo de las sandalias de
aquéllos. Me encantan los hombres con rostro
de mujer y las mujeres con expresiones –si ello
es posible– aún más femeninas.
He aquí un joven y galante mandarín que
ofrece el té a una dama, con una bandeja... a
tres kilómetros de distancia. ¡Ved cómo la distancia parece acrecentar el respeto! Y aquí la
misma dama, u otra –porque en las tazas de té
el parecido es identidad– entra en un botecito
de hadas, amarrado aquende este sereno río de
jardín, con pie delicado, melindroso, que en
ángulo recto de incidencia (como son los ángulos en nuestro mundo) tiene infaliblemente
que depositarla en medio de una florida pradera... ¡doscientos metros adentro de la otra orilla del mismo misterioso arroyo! Más lejos –si
es que se puede hablar de lejanía o cercanía en
su mundo– se ven caballos, árboles, pagodas, y
danza el heno. Aquí vemos una vaca y un conejo, echados y tendidos una junto al otro, o así se
ven los objetos, a través de la diáfana atmósfera
de la porcelana fina. Ayer en la noche, mientras
tomábamos té verde (que somos lo bastante anticuados como para beber puro y en infusión de
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una sola tarde), le mostraba a mi prima algunos de esos speciosa miracula en un juego de
extraordinaria porcelana antigua de color azul
(compra reciente) que usábamos por primera
vez; y precisamente observaba que las circunstancias en los últimos años nos habían sido tan
favorables que a veces podíamos darle gusto a
los ojos con minucias de este tipo, cuando un
sentimiento pasajero pareció oscurecer el rostro de mi compañera (tengo presteza para descubrir esas nubes de verano en Bridget):
—Ojalá volvieran los viejos buenos tiempos
—dijo—, cuando no éramos tan ricos ni mucho
menos. No digo que quisiera ser pobre; pero había una situación intermedia —así le gustaba
divagar— en la cual estoy segura que éramos muchísimo más felices. Una compra no es más que
una compra ahora que tienes el dinero suficiente y hasta de sobra. Antiguamente solía ser un
triunfo. Cuando apetecíamos un lujo barato (y
¡oh, cuánto trabajo me costaba obtener tu consentimiento entonces!), solíamos debatirlo dos
o tres días antes y pesar el pro y el contra, y
pensar de qué podríamos privarnos por él, y qué
ahorros podríamos hacer que fueran equivalentes. Entonces valía la pena comprar algo,
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cuando valorábamos el dinero que pagábamos
por ello.
”¿Te acuerdas del traje marrón que tú hiciste durar hasta que todos tus amigos gritaron que
era una vergüenza de tan raído que se había
puesto, y todo por ese infolio de Beaumont y
Fletcher que arrastraste a casa, a altas horas
de la noche, del comercio de Barker en Covent
Garden? ¿Te acuerdas cómo lo miramos semanas enteras antes de resolvernos a adquirirlo
y no llegamos a una decisión hasta que ya eran
cerca de las diez de la noche del sábado, cuando
tú saliste de Islington temiendo llegar demasiado tarde, y cuando el viejo librero, refunfuñando,
abrió la puerta de su tienda y con la parpadeante
vela (pues estaba por acostarse) iluminó la reliquia entre sus polvorientos tesoros, y cuando
tú lo metiste a casa, deseando que fuera el doble
de pesado, y cuando me lo presentaste, y cuando
estábamos explorando su perfección (cotejándolo decías tú) y, mientras, yo reparaba con
engrudo algunas de las hojas sueltas que tu impaciencia no permitía que se dejaran hasta el
alba? ¿No había placer en ser un hombre pobre?, ¿o acaso pueden esas pulcras ropas negras
que llevas ahora, y que tanto cuidas de conser-
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var cepilladas desde que nos hemos vuelto ricos y remilgados, darte la mitad de la honesta
vanidad con que alardeabas por ahí con ese traje gastado por el uso (tu viejo corbeau) cuatro
o cinco semanas más de lo debido para apaciguar a tu conciencia por la enorme suma de
quince (¿o dieciséis chelines eran?, un gran
negocio nos parecía entonces), que tú habías
disipado en el viejo infolio? Ahora puedes darte
el lujo de comprar cualquier libro que te agrade,
pero no veo que traigas nunca a casa ninguna
compra de ocasión.
”Cuando viniste a casa con veinte excusas
por gastar un número menor de chelines en esa
estampa de Leonardo que bautizamos “La dama
pálida”; cuando miraste la compra y pensaste
en el dinero, y volviste a mirar el retrato, ¿no
había placer en ser un hombre pobre? Ahora
no tienes más que entrar en casa de Colnaghi y
comprar multitud de Leonardos, pero ¿acaso lo
haces?
”Luego, ¿te acuerdas de nuestras agradables caminatas a Enfield y Potter’s Bar y Waltham, donde pasábamos un día de fiesta (los días
de fiesta, y todas las demás alegrías, han desaparecido, ahora que somos ricos) y la cestilla
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en que solía depositar nuestra comida del día, el
sabroso cordero frío con ensalada, y cómo al mediodía tú buscabas una casa decente donde
pudiéramos entrar y exhibir nuestras provisiones (pagando solamente la cerveza que tú debías pedir) y especular sobre el semblante de la
mesonera, y si era probable que nos concediera un mantel y desear otra posadera tan honesta
como muchas que ha descrito Izaak Walton en
las agradables riberas del Lea, cuando iba a
pescar, y a veces demostraban ser bastante
obsequiosas y a veces nos miraban de mala
gana, pero a pesar de todo nosotros teníamos
el semblante alegre, el uno para el otro, y comíamos con gusto nuestro sencillo alimento, sin
envidiar a Piscator su Trout Hall? Ahora, cuando salimos de paseo, lo cual además rara vez
ocurre, andamos en carruaje buena parte del
camino, y entramos en excelente posada, y pedimos la mejor de las comidas, sin discutir nunca
el costo, y ello, al cabo, nunca tiene la mitad
del gusto de esos casuales instantes en el campo, cuando estábamos a merced de trato incierto
y de precario recibimiento.
”Ahora eres demasiado orgulloso para ver
un drama desde otra parte que no sea la platea.
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¿Te acuerdas dónde solíamos sentarnos, cuando
vimos la Batalla de Hexham y la Rendición de
Calais, y a Bannister y la señora Bland en Los niños del bosque, cuando ambos agotábamos
nuestras monedas una a una para sentarnos tres
o cuatro veces por temporada en la galería de un
chelín, donde tú te sentías constantemente arrepentido de haberme traído, y más agradecida
te quedaba yo por haberme traído, y el placer
era el mejor, no obstante un poquito de vergüenza, y cuando el telón se alzaba, ¿qué nos importaba dónde estábamos sentados, cuando nuestros pensamientos estaban con Rosalind en
Arden, o con Viola en la corte de Iliria? Tú solías
decir que la galería era la mejor de todas las localidades para disfrutar socialmente de un drama; que el gusto de tales exhibiciones debía
estar en proporción con la poca frecuencia con
que se asistía a ellas, que la gente que allí encontrábamos, no siendo por lo general lectores de dramas, estaban tanto más obligados a
atender, y atendían, a lo que pasaba en el escenario, porque una palabra perdida hubiera sido
un vacío que a ellos les era imposible llenar.
Con tales reflexiones consolábamos nuestro
orgullo entonces; y yo te pregunto si, como mu-
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jer, encontré en aquel sitio menos atenciones
que he encontrado luego en localidades de más
precio. Cierto es que entrar y subir apiñados
aquellas incómodas escaleras era bastante desagradable; pero existía aún una ley de cortesía
para con la mujer, ley más generalmente reconocida que en las demás galerías, y cómo un poco
de dificultad vencida hacía mejores, primero el
cómodo asiento y después el drama. Ahora no
tenemos más que pagar y entrar. Tú dices ahora
que no se puede ver desde la galería. Estoy segura de que entonces veíamos, y oíamos además, bastante bien, pero la vista, y todo lo demás,
pienso, se ha ido con nuestra pobreza.
”Sentíamos el placer de comer las primeras
fresas, antes que se volvieran comunes, de comer un plato de guisantes cuando todavía eran
costosos; el tenerlos para la cena era un verdadero regalo. ¿Qué deleite podemos tener ahora? Si ahora se nos ocurriera deleitarnos, es
decir, gozar de bocados que estén un poco por
encima de nuestros medios, ello sería egoísta
y perverso. Muy poco más de lo que nosotros
nos permitimos por encima de lo que el verdadero pobre puede conseguir, basta para hacer
lo que yo llamo un obsequio: cuando dos perso-
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nas que viven juntas, como nosotros, de vez en
cuando se permiten un lujo barato que les gusta a ambos y por el cual cada uno se disculpa y
está dispuesto a asumir las dos mitades de la
culpa para sí. No me parece mal que la gente se
festeje, en ese sentido de la palabra. Ello puede sugerirles cómo festejar a los demás. Pero
ahora, en lo que para mí significa esa palabra,
nunca nos festejamos. Nadie más que el pobre
puede hacerlo. No me refiero a los más pobres,
sino a la gente como nosotros éramos entonces, apenas por encima de la pobreza.
”Ya sé lo que ibas a decir, que es sumamente agradable hacer todos los pagos a fin de año,
y que muchas dificultades solíamos tener todas las noches de víspera de Año Nuevo para dar
razón de nuestros excesos, y las veces que estabas con la cara larga sobre tus cuentas, devanándote los sesos y buscando un medio de comprender cómo habíamos gastado tanto, o que no
habíamos gastado tanto, o que era imposible
que gastáramos tanto el año siguiente, y a pesar de todo, nuestro escaso capital disminuía,
pero entonces, entre caminos y proyectos y
arreglos de una u otra suerte, y hablar de cercenar esta partida, y de arreglarnos sin ella para
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el futuro, y la esperanza que trae la juventud
y el humor risueño (del cual nunca fuiste pobre hasta ahora) nos tragábamos nuestra pérdida y finalmente, con “vasos llenos de saludable
vino” (como tú solías citar del “cordial y animado Mr. Cotton”, cual tú lo llamabas), recibíamos
“al nuevo huésped”. Ahora no hacemos cuentas al final del viejo año, ni lisonjeras promesas
de que el nuevo año nos sea más favorable.
Bridget es tan parca en su discurso las más
de las veces, que cuando entra en vena retórica
me cuido de interrumpirla. Sin embargo, no
pude menos que sonreír ante el fantasma de riqueza que su querida imaginación había evocado de un ingreso limpio de... un centenar de
libras por año.
—Es cierto que éramos más felices cuando
más pobres, pero también éramos más jóvenes,
prima mía. Temo que debemos conformarnos
con el excedente, porque si fuéramos a echarlo
al mar no mejoraría mucho nuestra situación.
Que tuvimos harto bregar, cuando crecimos
juntos, es razón para estar más agradecidos.
Ello fortaleció y unió más nuestro pacto. Nunca podríamos haber sido lo que hemos sido el
uno para el otro de haber tenido siempre lo su-
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ficiente de que ahora te quejas. El poder de resistir (esas naturales dilataciones del espíritu
joven que las circunstancias no pueden forzar)
hace mucho pasó para nosotros. Lo suficiente
es para la vejez una juventud suplementaria,
lastimoso suplemento en verdad, pero temo que
el mejor que se pueda poseer. Debemos andar en
coche, cuando antiguamente caminábamos: vivir mejor y acostarse en cama más blanda (y
tendremos el buen juicio de hacerlo) de lo que
nos permitían los medios en esos viejos buenos
tiempos de que hablabas. Sin embargo, podrían
volver esos días, podríamos tú y yo caminar una
vez más nuestras treinta millas por día, podrían
Bannister y la señora Bland volver a ser jóvenes, y tú y yo ser jóvenes para verlos, podrían
volver los viejos buenos tiempos de galería por
un chelín (ahora son sueños, prima mía), pero
podríamos tú y yo en este momento, en vez de
esta tranquila discusión, junto a nuestra chimenea, con una gruesa alfombra bajo nuestros
pies, sentados en este lujoso sofá, tener que luchar una vez más para subir esas incómodas escaleras, empujados y apretados y codeados por
la chusma más pobre de los pobres trepadores
de galería; podría oír una vez más esos ansio-
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sos chillidos tuyos y el delicioso “Gracias a Dios,
estamos a salvo” que siempre seguía cuando el
último escalón, conquistado, dejaba entrar la
primera luz de todo el animado teatro que se
extendía debajo de nosotros; no conozco la línea que tocara un descenso tan profundo como
ése, en el cual ojalá pudiera enterrar toda la riqueza que tenía Creso, o la que suponen tiene el
gran judío R—, para comprarla. Y ahora observa ese risueño y pequeño camarero chino sosteniendo un parasol, grande como un baldaquín,
sobre la cabeza de esa bonita e insípida semimadonesca damiselita en esa azulísima glorieta.
Elia
traducción de Benjamín R. Hopenhaym
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ELIA
hlia
Charles Lamb
from the first sketch by Daniel Madise
for
’
!
FRASER S MAGAZINE
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CHARLES LAMB’S AUTOBIOGRAPHY
Charles Lamb, born in the Inner Temple, 10th
of February, 1775; educated in Christ’s Hospital; afterwards a clerk in the Accountants’
Office, East-India House; pensioned off from
that service, 1825, after thirty-three years’
service; is now a gentleman at large; can remember few specialities in his life worth
noting, except that he once caught a swallow
flying (teste sua manu). Below the middle
stature; cast of face slightly Jewish, with
no Judaic tinge in his complexional religion;
stammers abominably, and is therefore more
apt to discharge his occasional conversation
in a quaint aphorism, or a poor quibble,
than in set and edifying speeches; has consequently been libelled as a person always
aiming at wit; which, as he told a dull fellow
that charged him with it, is at least as good
as aiming at dulness. A small eater, but not
drinker; confesses a partiality for the production of the juniper-berry; was a fierce
smoker of tobacco, but may be resembled to a
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AUTOBIOGRAFÍA DE CHARLES LAMB
Charles Lamb, nacido en el Inner Temple, el 10
de febrero, 1775; educado en el Hospital de
Cristo; más tarde empleado en la oficina del
Contador de la East India House. Jubilado
de este servicio en 1825, después de treinta y
tres años en el mismo, es ahora un caballero
libre. De su propia vida pocas cosas recuerda
que valga la pena anotar, excepto que una vez
atrapó (teste sua manu) una golondrina en pleno vuelo. De estatura menos que mediana;
rasgos faciales ligeramente judíos, pero sin
ningún tinte judaico en su naturaleza religiosa. Tartamudea abominablemente, de donde
resulta más apto para despachar su conversación ocasional con un raro aforismo, o con una
pobre evasiva, que para edificar e instalar
discursos. En consecuencia, ha sido difamado
como alguien que aspira siempre a ser ingenioso, lo que por lo menos, según le dijo a un
tonto que lo acusaba de esto, es tan bueno como aspirar a la tontería. Come poco; pero no
bebe poco; confiesa cierta parcialidad por
la producción de ginebra; fue un furioso fumador de tabaco, pero, quizás parecido a un
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volcano burnt out, emitting only now and then
a casual puff.
Has been guilty of obtruding upon the
public a tale, in prose, called Rosamund Gray;
a dramatic sketch, named John Woodvil; a
“Farewell Ode to Tobacco,” with sundry other
poems, and light prose matter, collected in two
slight crown octavos, and pompously christened his Works, though in fact they were his
recreations. His true works may be found on
the shelves of Leadenhall Street, filling some
hundred folios. He is also the true Elia, whose
Essays are extant in a little volume, published
a year or two since, and rather better known
from that name without a meaning than from
anything he has done, or can hope to do, in his
own name.
He was also the first to draw the public
attention to the old English dramatists, in a
work called Specimens of English Dramatic
Writers who Lived about the Time of Shakespeare, published about fifteen years since. In
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short, all his merits and demerits to set forth
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volcán apagado, ahora sólo de vez en cuando
emite una bocanada.
Ha sido culpable de introducir entre el público un cuento en prosa titulado Rosamund
Gray; un drama corto llamado John Woodvil;
una “Oda de despedida al tabaco”, con varios
otros poemas, y algún material en prosa ligera, todo recogido en dos delgados volúmenes
en octavo y pomposamente bautizados como
sus Obras, aunque en realidad fueron sus diversiones. Sus verdaderos trabajos pueden
ser encontrados en los anaqueles de la Leadenhall Street, llenando algunos cientos de folios.
Es también el verdadero Elia, cuyos Ensayos
se hallan en un pequeño volumen publicado
hace un año o dos; y bastante mejor conocido por ese nombre, que no significa nada, que
por cualquier cosa que haya hecho, o pueda
esperar hacer, bajo su propio nombre.
Fue también el primero que llamó la atención sobre los viejos dramaturgos ingleses,
en una obra llamada Muestras de dramaturgos ingleses que vivieron alrededor de la
época de Shakespeare, publicada hará unos
quince años. En pocas palabras, todos sus méritos y deméritos por exhibir llenarían el li-
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would take to the end of Mr. Upcott’s book,
and then not be told truly.
He died ——18—, much lamented.
Witness his hand,
18th April, 1827
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bro del señor Upcott, pero quizá no serían
contados con veracidad.
Murió el—— de 18—, muy lamentado.*
Testigo, su mano,
18 de abril, 1827
traducción de Augusto Monterroso
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A cualquiera, se le ruega llenar los blancos.
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Cronología
1775 Charles Lamb nace el 10 de febrero en Crown Office
Row (Inner Temple), Londres
1792 A los 17 años empieza a trabajar en las oficinas de la
East India Company
1796 En un ataque de locura, su hermana Mary asesina a su
madre
1799 Muere en abril su padre, John Lamb; Charles se hace
cargo de su hermana
1805 Charles y Mary Lamb adaptan las obras de Shakespeare
como cuentos para niños
1806 William Godwin publica los Cuentos basados en
Shakespeare que se convierten en un éxito inmediato
1818 Se publican sus Obras
1821 Empieza a escribir, para el London Magazine, ensayos firmados con el seudónimo de Elia
1823 Se publican los Ensayos de Elia
1823-1825 La popularidad de los ensayos lo anima a seguir
escribiendo con el mismo seudónimo; renuncia a la
East India House
1826 El New Monthly publica simultáneamente a los tres
más grandes ensayistas ingleses de la época: Lamb,
Hazlitt y Hunt
1833 Se compilan y publican los Últimos ensayos de Elia
1834 Muere el 12 de diciembre
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Bibliografía mínima
Charles Lamb, Ensayos de Elia, El Cobre, Barcelona, 2003; Las
aventuras de Ulises, Alba, Barcelona, 2001; The Complete
Works and Letters of Charles Lamb, The Modern Library,
Nueva York, 1935; Charles Lamb y Mary Lamb, Cuentos basados en el teatro de Shakespeare, Anaya, Madrid, 1991; Augusto Monterroso, La palabra mágica, Era, México, 1991;
Edmund Blunden, Charles Lamb and his Contemporaries,
Macmillan, Nueva York, 1933; Roy Park (ed.), Lamb as Critic,
Routledge & Kegan Paul, Londres, 1980; Will D. Howe,
Charles Lamb and his Friends, Bobbs-Merril, Indianapolis,
1944; Winifred F. Courtney, Young Charles Lamb: 17751802, New York University Press, Nueva York, 1982.
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ÍNDICE
Presentación
Rafael Vargas
SOBRE LA MELANCOLIA
7
SOBRE LA MELANCOLÍA DE LOS SASTRES
LAMENTO POR LA DECADENCIA
17
DE LOS MENDIGOS EN LA METRÓPOLI
CONFESIONES DE UN BORRACHO
PORCELANA ANTIGUA
CHARLES LAMB’S AUTOBIOGRAPHY
AUTOBIOGRAFÍA DE CHARLES LAMB
27
43
61
74
75
Cronología
Bibliografía mínima
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ESTE LIBRO
SE TERMINÓ DE IMPRIMIR
EL 21 DE NOVIEMBRE DE 2004,
CXXXI ANIVERSARIO DE LA REDACCIÓN DE LA CARTA DE
CHARLES LAMB A ROBERT SOUTHEY EN LA QUE DISCUTE LO
FICTICIO DEL ENSAYO CONFESIONES DE UN BORRACHO
EN EL
Sobre la melancolía de
los sastres, de la colección Pequeños Grandes Ensayos, editado por
la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial, fue impreso en Formación Gráfica, S . A . de C . V ., Matamoros 112, col. Raúl
Romero, 57630, Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de
México. En su composición se usaron tipos ITC
Century Book 9/13, 8/12 y Bell MT 20/21 pts. Para la
impresión de los interiores se usó papel Cultural de
90 g; para los forros, cartulina Clásico marfil de 210
g y para el guardapolvo, Clásico premier marfil
de 90 g. La formación estuvo a cargo de Ma.
Dolores Rodríguez. La edición consta de 2000
ejemplares y estuvo al cuidado de Ana
Cecilia Lazcano, Mariana Alatriste
y Juan Carlos Rodríguez
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