El fantasma del Palace Karina Madariaga El asesinato comenzó una mañana de noviembre. Cuando el sol recién asomaba su faz blanca sobre los techos y descubría los rastros de la noche, los primeros sonidos extraños comenzaron a llegar. Así camiones, piquetes, martillos, hombres de carcajadas vulgares… todos renovaron la fisonomía de una calle histórica. Todos apuntaban a un solo propósito y… ¿quién podría detener la muerte? María había buscado desesperadamente todo lo que pudiera llevarse: la canasta, la pavita vieja, el mate de calabacita, la bombilla que le gustaba a él… la funda de la guitarra donde guardaba sus cartas amarillas, desde la primera hasta la última… pero parecía un trabajo herculino. Porque las cosas se le caían de las manos, o entraban en la canasta, y luego como por arte de magia estaban otra vez en su lugar… Evidentemente pasaba algo raro, y la desesperación de la escapada repentina no ayudaba. - Carlos, querido. Dónde estás… balbuceaba bajito, mientras envolvía en su mantilla de misa un espejito, un relicario con el mechón de pelo del Morocho del Abasto…. Vio la mesita del fondo, con las cartas desparramadas. -¡No!, alcanzó a gritar como si se le fuera el alma en esos papeles que ahora volaban hacia la escuela de al lado, hacia el cielo (hacia el hondo bajo fondo donde el alma se subleva…) La vieja casa no tenía ya esperanza. Y el último reducto donde aún se paseaban algunos recuerdos, tampoco. Su fachada se alzaba aún sobre el resto de edificios, pero un débil latido de memorias no alcanzaba para el salvataje. (¿Dónde van las casas viejas? ¿No es suficiente la emoción de las paredes antiguas para retrasar la caída? ¿Qué le pasa al pueblo entero cuando una casa se descompone frente a todos bajo el gusano de la piqueta? ) La corrupción la alcanzó frente a los ojos de todos… insepulta, agonizante, resignada… Comenzaba a llover. Y la temperatura bajó abruptamente más de 6 grados. El Pago de los Arroyos había sido más que un lugar donde tocar con el acompañamiento. Para aquel muchacho de origen incierto, era también el espacio de María y su dulzura. Las gentes tranquilas habían empezado a hablar del asunto, y cuando fue lo de Medellín, María, sencillamente, se volvió loca. (Pobre solterona te has quedado, sin ilusión, sin fe…) Muchos dicen que era la mujer que defendía a capa y a espada el edificio del Teatro Palace, para que no cayera demolido. Pero otros sacaban cuentas y decían que no podía ser porque no les daban los números y las fechas. “Debería tener unos 150 años”, argumentaban frente a la descompuesta mujer no mayor de 40 abriles. Primero fue un golpe de exploración, anuncio de cientos que llegarían a destajo. Luego ocurrió un avance y la llegada a la cima. ¡Tan pequeño el hombre montado en la corona fortísima! ¡Tan estúpido el martillo sobre el arpa centenaria! Y la gente amontonada en la calle cortada, en el hall del Correo argentino, bajo la lluvia inesperada. ¿Qué diría Ariodante ante ese panorama? El espejo que había sido testigo de los dulces besos, con su coro de angelitos como promesas, tembló. Un querubín cayó al suelo, donde el piso calcáreo del 900 lo recibió hecho pedazos. María sintió una puntada certera en el bajo vientre. Se dobló en dos y se le cayeron las pocas cosas que había levantado. De la escuela de al lado se habían ido acercando muchos alumnos a apuntalar el reclamo de “no demoler las fachadas antiguas” mientras batían palmas. A medida que avanzaba la demolición, la degradación física de la novia eterna se hacía notoria (ya sé, no me digás, tenés razón… la vida es una herida absurda…) Pero una a una cayeron las letras sobre la vereda céntrica y el Cine Teatro Palace se descompuso en minutos de revoque, y cada golpe de escombro fue un latido menos y cada pedazo nuevo de cielo aparecido sobre la demolición era una resignación y un rezo… De María no quedó más que un mechón de pelo entre los escombros angelicales. De sus cosas, nada. Como si no hubiera existido. Como si no hubieran existido. Como si su vida no hubiera sido, no hubiera pasado. Y entonces, no faltara. Como los blancos que la tala abre en el bosque; como los libros desarmados sin sentido en la ausencia de párrafos perdidos; como los nuevos tangos, sin poesía; la calle de la nación, del acuerdo, ofreció un espacio vacío donde las antiguas fachadas ya no recuerdan ni sueñan. Muertas. Desmoronadas. Demolidas. Con todo lo que tenían. Aunque cuentan profesores y alumnos del viejo edificio de al lado, que varias veces, estando en el patio durante el recreo, pareció escucharse un suave rasguido de guitarras, como de acompañamiento, sin hallar explicación alguna. Deben ser cosas que inventan los chicos y entran a rodar… Ah, y hay una bibliotecaria, una tal Rosita, que se jacta entre los más allegados de poseer la última carta fechada en junio de 1935, en Medellín, sí, esa carta que Gardel mandó a su novia nicoleña. Pero muchos desconfían de que la mentada esquela sea verdadera, porque ella jura y perjura que la encontró en el patio durante un recreo, sí, eso dice, ¿puede creerse? justo el día que demolieron el Palace. foto de Mariana Marziali, En el espejo.