“El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,35) Homilía en la ordenación de los diáconos Gastón Francisco Buono y Juan Cruz Mennilli Caldararo Catedral de Mar del Plata, 25 de mayo de 2015 Queridos Gastón y Juan Cruz: Cuando dentro de unos instantes imponga yo mis manos sobre sus cabezas y pronuncie la plegaria de ordenación, sus vidas quedarán marcadas para siempre con el sello del sacramento del Orden en el grado de diáconos. El Espíritu Santo los configurará con Cristo, el “diácono” por excelencia, vale decir, el servidor de todos. Conscientes de esto, ustedes han elegido como lema las palabras del mismo Señor, que se encuentran en el Evangelio de San Marcos: “El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,35). Esta enseñanza de Jesús viene a continuación de una discusión que se había dado entre los Doce, acerca de quién de ellos era el más grande. Lo cual nos muestra dos cosas. Ante todo, nos hace ver que los apóstoles eran todavía muy rudos en su comprensión de la verdadera grandeza. Pero también brilla aquí la gran paciencia de la pedagogía de Jesús con aquellos que serían los fundamentos de su Iglesia. De materiales pobres, sabrá el Señor hacer óptimos instrumentos de su gracia. La enseñanza del Maestro vale para todos los que lo seguimos como discípulos y llevamos su nombre, pero se aplica en especial a los ministros de la Iglesia. Cuanto más alta es la responsabilidad, tanto más debe crecer la capacidad de servicio y renunciamiento, cuyo ejemplo supremo se encuentra en Jesucristo. Por eso, en el mismo evangelio encontramos estas otras palabras de Jesús que hacen estremecer a todo cristiano y a todo aquel que está llamado a un ministerio en la Iglesia: “Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud” (Mc 10,45). Aunque el camino de ustedes habrá de continuar hasta recibir el nuevo y maravilloso don del sacerdocio, el día de hoy les trae una novedad irreversible, que los compromete para siempre en el servicio y hace de ustedes ante la comunidad una representación objetiva de Cristo diácono, en el ministerio de la Palabra divina, en el ministerio de la liturgia y en el ministerio de la caridad. Un aspecto muy significativo de este servicio, el de la caridad y la misericordia, han querido ustedes tomarlo como símbolo al elegir la parábola del buen Samaritano pintada por Van Gogh, donde el genial artista ilustra la escena en que el Samaritano, al pasar delante del hombre asaltado, herido y medio muerto, detiene su marcha, “lo vio y se conmovió … se acercó y vendó sus heridas … después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo” (Lc 10,33-34). A todos los fieles, a la Iglesia en su conjunto presidida por su jerarquía, va dirigida esta parábola que dice más sobre el amor al prójimo que muchos discursos abstractos. Al leerla en las actuales circunstancias de nuestra sociedad, podemos entender que los gestos de caridad desinteresada deben acompañar y también preceder y seguir al anuncio explícito del mensaje del Evangelio. Por eso, aprovecho esta ocasión para exhortar a todos los presentes a comprometerse en la misión, especialmente orientada hacia aquellos que están más necesitados de experimentar misericordia. Para todos hay tarea. Algunos se sentirán llamados a brindar su presencia y su acción concreta y organizada. Otros contribuirán con su oración y con las diversas formas de colaboración. Las periferias de esta magnífica y tremenda ciudad de Mar del Plata, a pocos minutos de este lugar, están llenas de hermanos que viven en condiciones difíciles y pasan por situaciones de riesgo. Son hombres y mujeres de bien, niños y ancianos; gente de corazón bien dispuesto a recibir el anuncio de la fe. En su mayoría son de origen católico, y se sienten —quizá sin decirlo— olvidados de nosotros como institución. Buscan a Dios y sienten la tentación de otras propuestas que puedan llenar su soledad y satisfacer la necesidad de una palabra que abra a la esperanza. 2 El Año santo de la misericordia, anunciado por el Papa, será preparado con esmero. Deberá ser para nosotros la ocasión de cumplir nuestra misión esencial. Si Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre, la Iglesia ha de ser siempre el rostro del amor misericordioso y redentor de Jesucristo. Cuando la Iglesia vive con autenticidad, su fe pide obras de amor que la expresen. De este modo “en el océano de la indiferencia, la Iglesia será una isla de misericordia” (Papa Francisco). Esta ordenación diaconal coincide con el día de la Patria. A todos los presentes digo en general, lo que a Gastón y a Juan Cruz digo de modo especial: ¡hagamos patria evangelizando! No olvidemos que hace 205 años, en un día como hoy, ante un crucifijo y sobre los Santos Evangelios, prestó juramento el primer gobierno patrio. Los fieles laicos hacen patria impregnando con la sal y la luz del Evangelio, todas las realidades temporales, consagrando este mundo a Dios. Los ministros de la Iglesia hacemos patria desde nuestras funciones específicas, sirviendo de instrumentos de la gracia divina para el cambio de los corazones. Pero hay una coincidencia, más feliz aún, de esta ordenación con la memoria de María, Madre de la Iglesia, que entre nosotros se celebra el día siguiente a Pentecostés. Conozco bien el afecto filial que ambos tienen a la Virgen María y sé que se alegran por esta fecha. Al ser la madre de Jesús, María es, por eso, madre de “un Hijo en quien se juntan muchos hijos” (Lit. hor., himno) y, por tanto, según el Papa San León Magno, “el nacimiento de Cristo coincide con el nacimiento del pueblo cristiano” (Serm. 26,2). Muchas otras expresiones de los Padres de la Iglesia van en el mismo sentido, y servirán de base para que en el curso de los siglos se explicite el título de María Madre de la Iglesia. Tanto por su papel en el misterio de la encarnación, como por el significado de su presencia al pie de la cruz, así como por su compañía en la oración de los discípulos en espera de Pentecostés, ella aparece en un rol, ejemplar y único a la vez, en los momentos fundacionales de la Iglesia. A ella miramos con singular afecto en este día. Quien se definió como la humilde “servidora del Señor”, nos enseña también a ser Iglesia servidora de Cristo y de los hombres. Y quien, sabiéndose Madre del Señor salió de prisa a 3 visitar a Isabel, nos mueve con su ejemplo y con su intercesión a ser Iglesia en salida que, fecundada por el mismo Espíritu, lleva a nuestros hermanos la mayor riqueza que tenemos: Cristo Jesús, el Salvador de los hombres, resumen del Evangelio y perfecta delicia del corazón humano. ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata 4