en R.Cario, La pena de muerte en el umbral del tercer milenio, Madrid, 1996, pp.203-211 ¿PENA DE MUERTE PARA LOS TRAFICANTES DE DROGAS? Prof.Dr.José L. de la Cuesta Catedrático de Derecho Penal Universidad del País Vasco I Aun cuando el artículo 6 del Pacto Internacional de Derechos civiles y políticos establece que, en los países en que no se haya todavía abolido la pena de muerte, ésta debe ser sólo imponerse a los crímenes más graves, según los informes de Amnesty International (The death penalty: no solution to illicit drugs, London, 1987), del UNSDRI (International survey on drugrelated penal measures. An action-oriented document, Roma, mayo, 1987) y del profesor E.A.FATTAH -("The use of the death penality for drug offences and for economic crime. A discussion and a critique", Revue Internationale de Droit Pénal, vol. 58, 3-4, 1987, pp. 723 y ss.), presentado a la Conferencia Internacional celebrada en el Instituto Superior Internacional de Ciencias Criminales (Siracusa-Italia) del 17 al 22 de mayo de 1988-, los países del mundo en los que, de una manera u otra, se prevé la pena de muerte como reacción contra los hechos más graves de tráfico de drogas superan la veintena. La cuestión no se plantea en España, donde el artículo 15 de la Constitución de 1978 declara la abolición de la pena de muerte, salvo en los casos previstos por las leyes penales militares para los hechos cometidos en tiempo de guerra. De otra parte, España ha ratificado el II Protocolo de las Naciones Unidas y el VI Protocolo europeo. Si uno se pregunta cuáles pueden ser las razones que empujan a los Estados a adoptar una reacción tan extrema contra el tráfico de drogas, se encuentran, en principio, dos tipos de razones: - de un lado, argumentos de justicia, centrados en la retribución de los hechos cometidos; - de otra parte, los de la prevención, inspirados por criterios de utilidad. Ni los unos ni los otros pueden, con todo, justificar suficientemente el empleo de la pena de muerte contra los hechos, incluso los más graves, de tráfico de drogas. _ II Desde el prisma de la ideología de la retribución, la única vía para el Derecho Penal de respetar la dignidad humana consiste en funcionar tratando de "hacer Justicia". Esto exige, conforme a las teorías absolutas, que el mal producido por el delito sea objeto de compensación con el mal inherente a la pena, que debe ser, pues, de una gravedad objetiva similar o equivalente a la del hecho delictivo. Determinar y hallar la gravedad, en abstracto, de una infracción no es algo sencillo. El contenido de las valoraciones ético-sociales varía profundamente desde un punto de vista diacrónico y aún sincrónico. La relatividad histórico-espacial del delito y de la pena no resulta difícil de probar. Históricamente, no cabe hallar un criterio unitario para determinar la gravedad de los males inherentes a los diferentes delitos y a las penas que merecen. Conductas que, ahora, son consideradas parte integrante de la libertad individual (por ejemplo, la herejía) fueron hace tiempo objeto de las reacciones más duras por parte del poder punitivo. Y no es preciso remontarse mucho en la historia para encontrar ejemplos de esto. En la actualidad, las diferencias culturales continúan siendo grandes, aun cuando se acentúe el acercamiento entre los países, y los criterios sobre la Justicia no son idénticos en el mundo. Si en Occidente, a la vista del contenido de las Declaraciones, Convenciones y Pactos Internacionales, reservamos las reacciones penales más duras para los delitos más grave de violencia contra la vida, cabe, con todo, preguntarse qué criterios rigen en otras civilizaciones (pensemos en el renacimiento del integrismo en los países árabes, por ejemplo). En realidad, todavía no se da una equiparación total en cuanto a la importancia de los valores protegidos y la clase de reacciones que merecen las agresiones contra los mismos. Ello no obstante, y si nos limitamos a los bienes jurídicos individuales, existe cierto nivel de acuerdo en cuanto a la gradación: la vida ocuparía el primer rango, seguida por la integridad individual y la salud. Además, ciertos principios ya clásicos en Derecho Penal nos indican que, para establecer la pena que corresponde a un determinado delito es preciso no sólo atender al bien afectado, sino igualmente a la entidad de la agresión que comporta la conducta en cuestión: destrucción, lesión, _ en R.Cario, La pena de muerte en el umbral del tercer milenio, Madrid, 1996, pp.203-211 puesta en peligro... Desde el prisma de la retribución, sólo la combinación de estos datos permitiría indicar cuál es la sanción que cada caso merece. Cuando se habla de la gravedad del tráfico de drogas hay una cierta tendencia a identificarlo no sólo con los peligros contra la salud pública que conlleva, sino también, y sobre todo, con los graves efectos que derivan del consumo de estas sustancias: muerte por sobredosis, sentimiento de inseguridad derivado del conocimiento de los robos y/o agresiones cometidas por toxicómanos en busca de medios para la adquisición de la droga, peligros inherentes al crimen organizado, cuyo poder y capacidad de penetración y de corrupción de ciertos sistemas políticos es realmente grande... Pero, la valoración penal del tráfico de drogas, que, de manera indirecta (para los tipos cualificados), debe tener en cuenta todo esto, no puede construirse sobre estos datos. Por el contrario, debe limitarse al hecho de la agresión que (el tráfico de drogas) comporta en sí mismo contra el bien jurídico al que directamente ataca. Y algo parece muy claro: los delitos de tráfico de drogas no son sustancialmente sino atentados contra la salud pública, que es puesta en peligro por el hecho de la introducción y distribución de sustancias no controladas cuyo consumo puede conllevar efectos graves y nocivos para la salud individual. La salud pública no es un bien equivalente a la vida o a la salud individual previstas por nuestros códigos penales. Por el contrario, considerada la salud pública un bien jurídicopenalmente esencial por su importancia para la protección mediata de la salud individual, tanto ésta como sobre todo la vida son bienes de entidad superior a la salud pública y los ataques contra las mismas merecedores de una mayor sanción. De otra parte, y como es natural, las conductas de puesta en peligro parecen siempre menos graves que las de lesión o destrucción del bien jurídico. Prever entonces la pena más grave para hechos que no son sino de peligro contra la salud pública resulta, en mi opinión, absolutamente desproporcionado. Pues, incluso si los perseguidos son los dirigentes de grandes organizaciones de traficantes -y dejando al margen el hecho de que hay que juzgar a cada cual en razón de todos los hechos cometidos-, los peores peligros para la salud pública no deberían ser nunca asimilados, por la ley penal, a las conductas más graves de destrucción de la vida humana, como lo demuestran las perspectivas retribucionistas más exigentes. En consecuencia, la previsión de la pena de muerte para los hechos más graves de tráfico de drogas debe rechazarse absolutamente desde el punto de vista de la retribución. III _ Las perspectivas utilitaristas piensan que la reacción penal se justifica por su necesidad para la prevención de los delitos. Ciertamente, esto llega a incluir también (en cierto modo) la ejemplaridad y, en alguna de sus variantes, hasta cierta función pedagógica o formativa del Derecho penal respecto de las normas fundamentales de la ética social. La prevención puede ser general o especial. Muy a grandes rasgos, la primera se identifica con la intimidación de los ciudadanos, en general, autores potenciales de hechos delictivos. Por su parte, la prevención especial supone una intervención sobre el sujeto para evitar la delincuencia, a través de su corrección o resocialización, o por medio de su separación o inocuización, si se trata de los considerados incorregibles. En cualquier caso, las teorías relativas necesitan también establecer, por cada crimen o delito, el nivel adecuado de sanción para disuadir a los ciudadanos de la comisión de hechos delictivos, guardando siempre una cierta proporcionalidad que garantice la credibilidad del sistema: todo no puede sancionarse con las penas más graves y si éstas ya se prevén para hechos menos importantes, aunque muy frecuentes, en cierto modo, se está contribuyendo a que los delincuentes no teman la comisión de crímenes más graves, pues se arriesgan tan sólo a sufrir la misma reacción penal que ya merecen. Desde el prisma preventivo, se conocen los argumentos para aplicar las penas más graves (y entre ellas, la pena capital) contra los traficantes de droga. La lucha contra la droga pone de manifiesto que el empleo de penas más suaves no ha servido para nada. El tráfico de drogas controlado por la policía no llega al 10% del total, en las evaluaciones más optimistas, y continúa aumentando de manera increíble. Sólo penas verdaderamente duras, o definitivas -como la pena de muerte-, serían capaces de intimidar a los grandes traficantes o, en su caso, eliminarlos. Resulta difícil negar la radicalidad de la pena de muerte desde un prisma preventivo especial (el ejecutado no volverá a cometer delito...), si bien, en esta línea, cabría siempre preguntarse si estamos en presencia de una verdadera pena o, mejor, de una medida de seguridad. Es preciso decir también que existen otros medios de inocuización igualmente eficaces y que no atacan tan radicalmente al derecho a la vida de todo ciudadano. Incluso, la eficacia de las acciones de reinserción en materia de terrorismo -que se quiere empezar a aplicar al crimen organizado en su conjunto- ha puesto de relieve la poca consistencia de los argumentos que justifican la necesidad de la pena capital para los "irrecuperables". _ en R.Cario, La pena de muerte en el umbral del tercer milenio, Madrid, 1996, pp.203-211 Pero, cuando se habla de la prevención en materia de pena capital respecto de los traficantes de droga, es sobre todo el argumento de la prevención general el preferido. Y debe insistirse en primer lugar, en el hecho de que el efecto intimidante de la pena de muerte sobre los criminales en modo alguno resulta probado. Los estudios de personalidad de los culpables de crímenes muy graves, como el asesinato, muestran que la perspectiva de una posible condena a la pena capital no tuvo ningún efecto significativo sobre su conducta. Investigaciones como las de SELLIN en los EE.UU., de LEAUTÉ, en Francia, o de GROWERS, a la cabeza de la Royal Commission del Reino Unido, han probado repetidamente la ausencia de todo efecto específico de intimidación de la pena capital, pues, tras su abolición, no aumenta el número de los delitos hasta entonces castigados con la pena de muerte. Además, frecuentemente se ha comprobado que en países con fronteras comunes, con condiciones económicas y sociales muy parecidas, el índice de comisión de las infracciones susceptibles de la pena capital es muy similar, incluso si en uno de los países la pena de muerte está prevista por la ley (y resulta efectivamente aplicada) y en el otro no. En cuanto a los efectos de prevención general de la pena de muerte entre los traficantes de droga, cabe tener en cuenta, por ejemplo, la experiencia de Egipto (ver FATTAH, cit., p.726) confirmada en otros países por los informes de Amnesty International: los traficantes, cuyos ingresos se multiplicaron por el riesgo inherente al tráfico, encontraron métodos muy ingeniosos para no ser detectados; pero dada la gravedad de la pena ya prevista para sus crímenes, la tarea policial devino mucho más peligrosa, pues los traficantes no dudaron hacer uso de la violencia más grave para escapar a la represión. Es más, desde el punto de vista de la Administración de Justicia pudo constatarse cierto rechazo a la intervención en casos de poca importancia y una tendencia muy grande a buscar razones "técnicas" para no imponer la pena prevista por la ley... En fin, no pudiendo demostrarse ningún efecto preventivo general cierto de la ley que preveía la pena de muerte para el tráfico de drogas, las consecuencias negativas para la Justicia y para la aplicación de la ley penal son evidentes. IV No son los argumentos que se acaba de mencionar los únicos que se oponen al empleo de la pena de muerte como solución contra el tráfico de drogas. Hace ya tiempo que tiene lugar el debate entre las posturas a favor y en contra de la pena de muerte y que desde estas últimas se insiste (LANDROVE): en la inviolabilidad y el carácter sagrado de la vida humana de la que _ ningún ciudadano, ni aun juez, puede disponer; la ilegitimidad de la pena de muerte en una sociedad democrática basada sobre el modelo teórico del contrato social rousseauniano -no teniendo los ciudadanos el derecho a disponer de su propia vida, no pueden transmitirlo al soberano-; la crueldad, la radicalidad y la injusticia intrínseca de una tal pena que constituye, en sí misma, y no sólo por los medios de ejecución, una tortura física evidente (además de impedir, como es obvio, toda posibilidad de corrección o de readaptación social del condenado) y que crea la figura del verdugo, que debe poner fin a la vida de los condenados; la existencia de otras penas menos nocivas y más eficaces contra todo tipo de delitos; el carácter irreparable de los errores judiciales, bastante frecuentes -como lo demuestra la reciente historia de los EE.UU. con los casos Sacco y Vanzetti (1927) o Hauptmann (1936)- y que pueden tener causas muy variadas (actividad policial inadecuada, defensa y representación jurídicas incompetentes, errores en la apreciaciación judicial o del jurado...); la frecuencia de anormalidades psíquicas en los condenados a muerte; y, en fin, los efectos desmoralizadores de la ejecución capital, su carácter muy a menudo selectivo, desigual y discriminatorio... Personalmente comprometido contra la previsión de la pena de muerte para cualquier crimen o delito (incluso en caso de guerra), comparto todos estos argumentos que afirman la inadmisibilidad de este "asesinato legal" (BECCARIA) para un Derecho Penal moderno basado sobre los principios de racionalidad y humanidad. V ¿Por qué continúa insistiéndose, en algunos países sobre la aplicación de la pena de muerte, en particular respecto de los traficantes de droga? Según FATTAH, la pena de muerte no estaría realmente prevista para reducir el número de delitos (pues se sabe muy bien que no se va a conseguir) o por espíritu de venganza (sed de sangre), sino más bien como una respuesta irracional a un problema complejo que el sistema no es capaz de controlar y que, en el caso de los delitos económicos, o sobre todo del tráfico de drogas, podría servir para aliviar la frustración inherente a un tipo de infracciones que los mass media presentan cotidianamente como la causa de una criminalidad mucho más extensa y, en suma, fuente de un grave peligro contra la economía, el sistema político y la sociedad en su conjunto. La mejor manera de luchar contra la pena de muerte sería hacer frente a estas profundas frustraciones que empujan a mucha gente en no pocos países a considerar "aceptable" un procedimiento "tan salvaje y bárbaro". _ en R.Cario, La pena de muerte en el umbral del tercer milenio, Madrid, 1996, pp.203-211 Particularmente, pienso que no sólo el hecho de prever y de aplicar la pena de muerte, sino también el de limitarse al empleo del Derecho Penal para luchar contra las drogas, es también adoptar una respuesta irracional contra un problema complejo que no se sabe controlar. Si bien no cabe excluir un cierto papel del Derecho Penal respecto de los casos más graves de ataques simultáneos a bienes importantes (distribución entre menores...), comparto la opinión de un creciente número de estudiosos del fenómeno que se inclinan a proponer que la acción contra las drogas se desarrolle sobre todo fuera del Derecho Penal; pues -cabe preguntarse- si se quiere proteger la salud pública, ¿no sería mucho más eficaz la realización de campañas de educación pública con distribución controlada de las sustancias (cuya composición... sería también objeto de control) entre los drogodependientes? Y, si el bien jurídico protegido es la seguridad pública, hay que decir que, en gran parte, es la ilegalidad de las sustancias lo que hace elevar su precio y lo que dificulta el acceso a las mismas por los toxicómanos, los cuales cometen robos con violencia para obtener los medios necesarios para adquirir la dosis. Además, cuando se comprueba cuáles son los objetivos reales de la acción policial y judicial en la materia, se constata que no es precisamente la gran delincuencia, cuanto los consumidores, a menudo, también, pequeños traficantes, los que sufren la aplicación cotidiana del la ley penal. En suma, se confía en el Derecho Penal, se intensifica su intervención, se agravan las penas para luchar contra los grandes traficantes, pero, fatalmente, son los toxicómanos casi los únicos a comparecer ante los tribunales, cuando de lo que precisan es mucho más de una asistencia médica y social que de penas y/o medidas de carácter represivo. ¿No es todo ello profundamente irracional? VI Para terminar, hasta aquí nos hemos referido a la pena capital, pero si se recorren las legislaciones (también las europeas) vigentes en la materia cabe encontrar no pocos ejemplos de largas condenas a prisión y de condenas a perpetuidad para cierto tipo de delitos de tráfico de drogas. Me gustaría por ello recordar una lección que hace ya tiempo recibí de mi Maestro, el profesor Antonio BERISTAIN: legalidad y legitimidad no son términos equivalentes y conviene insistir en que, hasta en el Derecho penal democrático, no todo tipo de penas, no todas las reacciones sociales devienen legítimas por el hecho de su mera previsión legal. En efecto, la legitimidad del Derecho Penal deriva no sólo del carácter democrático del sistema jurídico sobre el que se construye, sino también del respeto de ciertos principios fundamentales: necesidad, legalidad, imputación subjetiva, culpabilidad y humanidad. Pues bien, siendo la función del Derecho Penal (ultima ratio) la de encontrar el nivel nínimo de reacción que asegure el _ restablecimiento del orden jurídico y la satisfacción de los sentimientos de Justicia afectados por el delito, todo Derecho Penal, para intervenir de una manera legítima, debe ser respetuoso del principio de humanidad. Este principio exige, por supuesto, evitar las penas crueles, inhumanas y degradantes (entre las que se encuentra la pena de muerte), mas no queda satisfecho con lo anterior. Obliga igualmente, en la intervención penal, a construir penas que, respetando a la persona humana, siempre capaz de cambiar, tiendan y promuevan su resocialización: ofreciendo (nunca imponiendo) al condenado medios de reeducación y de reinserción. Evidentemente, no es ésta en ningún caso la función de las penas (de prisión) perpetuas que, en último término, constituyen también un ataque absoluto al principio de humanidad. _