Celebración del modernismo - Página Oficial de la Escuela Normal

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Celebración del
modernismo
Saúl Yurkievich
Tusquets Editor, Barcelona, 1976
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con la edición impresa. Se han
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Lifóros contra lirófagos
La vanguardia libró sus ofensivas tratando de
borrar todo legado. Sólo validó un presente versátil, proyectado hacia el futuro. Un presente prospectivo, vector de progreso, cercenado de toda dimensión pretérita. Renegó radicalmente del pasado inmediato sin vislumbrar, como en tantas revoluciones, que todos sus propósitos, que todos sus
logros habían germinado poco antes.
Con perspectiva casi secular, podemos hoy restablecer la conexión causal entre modernismo y primera vanguardia, es decir reconocer a los poetas
modernistas su condición de adelantados. A la tríada culminante de Vicente Huidobro, César Vallejo
y Pablo Neruda contraponemos aquí la de los genitores: Rubén Darío, Leopoldo Lugones y Julio
Herrera y Ressig, deseosos de recobrar su desenvoltura, su avidez, su amplitud, ese dominio, esa
pericia, esa libertad plenaria que necesitamos restituir a la palabra poética.
Volver a estos patronos es retornar a la fuente
de la modernidad. Volver a la escritura polivalente, polimorfa, polifónica de los modernistas es recuperar la inquietud, la fluidez, el dinamismo, la disponibilidad; es devolver a la palabra los plenos
poderes; palabra plástica, porosa, palabra conformada pero no conforme; palabra desprejuiciada, sin
inhibiciones ni vedas ni censuras.
Palabra más organizada que orgánica
más albañil que albañal
más intencional que instintiva
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más engaste que engrase
más empírica que inspirada
más fabril que febril
más operador que médium
más real que realista
más birlibirloque que verismo
más gratuita que utilitaria
más aventura que envergadura
más juglar que evangelista
más vocal que pectoral
más ventríloco que ventrículo
más visual que visionaria
más táctil que táctica
más erótica que heroica
más montepío que monumento
más tentativa que taxativa
más preguntona que predicante
más laberinto que logaritmo
más formal que expresionista
más lima que limo
más alusiva que efusiva
más mester que misterio
más letra que latría
más serenata que sermón
más alegrón que alegato
más algoritmia que alquimia
más confusa que confesa
más precisa que posesa
más contingente que contundente
más crítica que prédica
más charada que charlada
más perceptora que preceptora
más catálogo que decálogo
más prestidigitadora que primogenitora
más plagiaria que plegaria
más farándula que farmacopea
Volver a los modernistas significa rescatar las
aptitudes de la fantasía imaginativa y de su ejecu8
tora, la fantasía verbal. Significa libertar al medio
de la servidumbre mensajera. Significa superar las
limitaciones de la imaginación reproductora, las deficiencias de lo real verificable. Significa romper el
cerco de la experiencia fáctica, decir lo posible y lo
imposible, decir todo lo decible. Significa trascender el idealismo romántico (texto epifanía) y el determinismo realista (texto documento). Ni numen
ni diagnóstico. Ni imposición sacramental ni gravamen testimonial. Significa acabar con la identificación entre estilo y vida (texto autorretrato) para
enfrentarse concretamente con los problemas de la
representación estética.
Volver a los modernistas significa rehabilitar la
fruición de la ficción, readmitir el placer literario,
revalidar el hedonismo, la sensualidad, el humor,
el juego. Significa no enajenar el poder de transfiguración del objeto artístico por mandato de un
utilitarismo pedagógico de escasa eficacia. No someterse a los valores de uso. Desapego del orden
fundado en el provecho. Ni salud pública, ni razón
de Estado, ni sentido práctico, ni sentido común, ni
sentido único. Máxima pluralidad operativa: máxima pluralidad significativa.
Volver a los modernistas significa salvaguardar
el recurso a la estilización, a la sublimación, a la
libidinación como antídotos contra la existencia
alienada, como compensadoras de las restricciones de lo real empírico. Significa alcanzar por el
extrañamiento la trascendencia irrealizable en la práctica social, vislumbrar por la utopía la completud
que el orden imperante imposibilita. Significa preservar el poder de subversión, la capacidad de recrear imaginativamente la experiencia fáctica. Preservar la gratuidad, lo sorpresivo y sorprendente, la
proyección quimérica. Realizar el deseo en la dimensión estética para oponerlo a la represión, a la
violencia reductora del mundo factible.
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Para dar vida al orbe entero
El modernismo opera la máxima ampliación
en todos los órdenes textuales. Abarca por completo el horizonte semántico de su época, de esa encrucijada finisecular donde la concepción tradicional
del mundo entra en conflicto con la contemporánea.
Es un resonador hipersensible de esa expansión propulsada por el desarrollo de las comunicaciones que
permiten al conocimiento humano adquirir verdadera escala planetaria. Opera sobre un dominio tan
dilatado que ambiciona sobrepasar con la percepción poética la conciencia posible, pulsar todas las
voces, tantear todos los ámbitos, aprehender el más
acá y el más allá de lo manifiesto, de lo inteligible.
El modernismo ejerce la máxima amplitud tempo–espacial, la máxima amplitud psicológica, la máxima amplitud estilística. Produce la primera ruptura del confinamiento de las literaturas comarcanas, una actualización cosmopolita que sincroniza
el arte latinoamericano con el de las metrópolis
culturales. Literatura no a la zaga sino concomitante de la metropolitana (sin poder cortar, por supuesto, el vínculo de subordinación). Por el prolongado aislamiento, por el atraso acumulado, la internacionalización es virulenta, omnívora: se quiere
absorber vertiginosamente la historia universal y
la geografía mundial. Avidez de una cultura periférica que anhela apropiarse del legado de todas las
civilizaciones en todo lugar y en toda época. De
ahí que los modernistas se empeñen en la práctica
del patchwork cultural, en la tan heteróclita mezcla
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de ingredientes de toda extracción. Sus acumulaciones no son sólo transhistóricas y transgeográficas,
son también translingüísticas, como corresponde a un
arte de viajeros y poliglotos. Este translingüismo,
frecuente en la literatura contemporánea, será cultivado por Apollinaire, por Joyce y llevado a su
ápice por Ezra Pound, es decir por otros escritores provenientes también de culturas periféricas.
Ejercitado por Huidobro y por Vallejo, será retomado por la poesía y la narrativa latinoamericanas
más actuales (un ejemplo cabal: Rayuela de Julio
Cortázar). El translingüismo es el correlato verbal
de esa visión cosmopolita que, a partir de los modernistas, transforma a la vez la representación y la
escritura.
Ese cúmulo de índices culturales de la más diversa procedencia, esa concentración en un mismo
espacio textual de lo tan distinto y tan distante presuponen una estética que equipara musa con museo
(Joyce, Pound, Borges). Los modernistas tienen alma
de coleccionista, son los más grandes recolectores,
propician la poética del bazar. Todo lo acopian, todo
lo compilan, todo lo inscriben, todo lo exhiben como en un almacén de ramos generales. Su obra semeja un teatro de variedades, ofrece el más vasto
popurrí nunca concebido. El afán turístico de trotamundos se confabula con el arqueológico para
remedar cualquier pretérito prestigioso. Los modernistas son los maestros de la parodia y el pastiche. Aman la mascarada, el travestismo, el baile
de disfraz y fantasía como lo prueban sus recreaciones: la grecolatina pasada por el filtro versallesco, el goticismo pasado por el filtro art nouveau,
el primer renacimiento pasado por el filtro prerrafaelista, el japonismo pasado por el filtro simbolista. Obran con espíritu de anticuario, como exponentes netos del siglo XIX, siglo eminentemente
paródico, afecto a las estilizaciones pero incapaz
de concebir un estilo.
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El talento paródico y el virtuosismo técnico caracterizan a los períodos manieristas. El modernismo, como antes el rococó, es un nuevo manierismo. El arte, desgravado de función trascendental
(sagrada, cívica, mágica, profética, gnómica), de objetivos ajenos al deleite estético, se vuelve sobre
sí mismo para acrecentar la conciencia de su especificidad, de su tecnicidad, de su autonomía. Se vuelve
autosuficiente, formalista, suntuario, superfluo con
respecto a toda valoración utilitaria. La poesía se
obstina en el culto y el cultivo de la poeticidad.
El cosmopolitismo idealista de los modernistas
está en correlación y en oposición con el cosmopolitismo mercantil del capitalismo liberal, floreciente
y eufórico por el reciente ingreso de los mercados
latinoamericanos al gran circuito del comercio internacional. Esa oligarquía se vanagloria de su prosperidad edificando ciclópeos pastiches: parlamentos
romanos, bolsas de comercio helénicas, fábricas góticas, cuarteles moriscos, residencias neoclásicas, con
frisos y frescos donde el arte se hermana con las
deidades de la clase dominante: ciencia, técnica, progreso, comercio. Tributaria de esta petulante plutocracia imbuida de la obsesión del provecho, la
bohemia escarnece el arribismo de la burguesía, se
margina del sistema, hace gala de aristocracia espiritual para oponerla a la mesocracia del dinero,
extrema una rebuscada estilización para denigrar
la falta de refinamiento de los parvenus. Se refugia
en el onirismo fantasioso, en lo esotérico, lo legendario y lo exótico como vehículos de sublimación,
como evasión compensadora frente a la coerción
del positivismo pragmático, frente a las sujeciones
del realismo burgués. La evasión no es sólo quimérica, es también formal. Los modernistas no se
entregan a la duermevela, ni al enajenamiento rapsódico ni al verbo oracular. Someten el desgreñado
y desmañado derrame romántico a la más experta
y eficaz formalización. Ante una realidad que con13
sideran deforme y deformante, se empeñan en la
forja, en el modelo, en la orquestación, en el ajuste porque consideran la perfección formal como el
objetivo más específico del arte. Imbuida de poderes trascendentales y catárticos, la forma tiene para
los simbolistas (entre ellos, nuestros modernistas)
más capacidad de extrañamiento y transfiguración
que la fantasía.
Si por la recreación arqueológica o la fabulación
quimérica los modernistas se liberan de la pacata
realidad circundante, son a la vez los primeros en
registrar una actualidad que los enfervoriza; los
logros del maquinismo, las aceleradas transformaciones de la era industrial, la vida multitudinaria de
las ciudades tecnificadas. En concordancia con el
nombre adoptado por el movimiento, los modernistas son los primeros adeptos a la modernolatría futurista. Darío y Lugones hacen el ditirambo del arquetipo de la omnipotencia mecánica: la locomotora. Loan el vértigo de la velocidad, extasiados
ante los nuevos medios de locomoción: el automóvil, el paquebote, el tren expreso. Porosos, se dejan
penetrar por el culto al cambio que la aceleración
de la era tecnológica provoca, se impregnan de
ese historicismo que la religión del progreso propugna. Son los albores del funcionalismo, de la estética industrial que busca adecuar sus formas al imperio del hierro y del hormigón. Es la época de los
palacios de cristal, de los pabellones de Baltard,
de las exposiciones universales, del Grand y el Petit Palais, de los primeros hangares, de la torre Eiffel,
del inicio de los rascacielos neoyorkinos que vienen
a confirmar el mito del Nuevo Mundo, la movilidad
y la mutabilidad de América, tierra de promisión
que Darío loa en su Canto a la Argentina y Lugones
en su Oda a los ganados y las mieses. Los modernistas infunden a su poesía la visión inestable, veloz y simultánea de un arte planetario concorde
con el ritmo y las experiencias de la nueva era.
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No sólo consignan la actualidad a través de la
mención de la utilería tecnológica, la representan en
su agitada mescolanza adecuando los medios figurativos a esa sincopada superposición de heterogéneas y fugaces sensaciones en que se ha convertido
la realidad. Utilizan la yuxtaposición caleidoscópica,
inauguran la técnica de mosaico, preanuncian el montaje cinemático. Practicando un género vecino al reportaje, inscriben la impronta inmediata de una realidad en bruto, apenas versificada para no desnaturalizarla por exceso de configuración literaria. O se
sirven de los tecnicismos más prosaicos, que son
manifiestos índices de actualidad, para desgajarlos
del contexto utilitario y someterlos a un ordenamiento arbitrario como componentes de metáforas irrealizantes, de tabulación lírica.
Con los modernistas comienza el culto a lo nuevo, el imperativo de la originalidad. El arte se avecina a la moda, que es su nexo con el mudadizo presente; busca la perduración a través de lo más perentorio. La moda es el código cultural cuyos mensajes emiten señales de modernidad. Esta vecindad
implica un tributo a la actualidad puntual, a lo
histórico en su manifestación más momentánea porque la realidad se ha vuelto sinónimo de contingencia y transitoriedad. El mundo occidental vive
una temporalidad distinta, cuya consecuencia ideológica es la crisis de la afirmación y de las ideas
netas, la relativización de todos los absolutos.
Esta temporalidad se manifiesta artísticamente a través de la valoración de lo instantáneo, del
intento de captar las sensaciones huidizas, los estados de conciencia más fugitivos. El impresionismo
es la técnica de la instantánea cromática, la de figurar los acordes vibratorios, la inestabilidad óptica del color ambiental. Corresponde a una visión
móvil, exenta de contornos fijos, sólo representable
a través de lo inacabado: del apunte, del sketch,
del boceto. La sensibilidad impresionista impone el
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rechazo de la sucesión y de la distinción, abolidas
por un simultaneísmo sensual que se deleita en la
notación inmediata y espontánea de estímulos evanescentes. De consistencia líquida o gaseosa, provoca la disolución, la volatilización de lo corpóreo.
Todo lo convierte en pura fluencia, en pura duración, en una brumosa fusión. De ahí su apego a la
noción de atmósfera, de clima, de clave, su aspiración polifónica, su tendencia hacia la música.
Los modernistas practican un registro de máxima amplitud psicológica. Va de la mascarada, de los
simulacros, del retrato de aparato, de la galanura
parcimoniosa, de la etiqueta, de los protocolos áulicos a los buceos en lo inconsciente, de la nitidez,
de la impasibilidad parnasianas a la caótica confusión del fondo, de los esmaltes y camafeos a la temporada en el infierno, del estereotipo, de lo tópico
y lo típico a lo instintivo, a lo pulsional, a lo libidinal. Abarca del mediodía a la medianoche: de
la vigilia apolínea al onirismo pánico.
Lo mayestático compite con las fuerzas oscuras. Los poetas buscan liberarse de las represiones
racionalistas, provocan el desarreglo de los sentidos para expresarlo a través de la alquimia del verbo. La sexualidad aflora al desnudo y se la dice
sin eufemismos, la neurosis emerge y descontrola,
convulsiona el mensaje y deshilvana el discurso. La
autoexégesis se vuelve «terremoto mental». El genio lóbrego anula toda normativa. En el régimen
nocturno, el capricho, la arbitrariedad, la desmesura devienen valores estéticos. A la sin razón del
mundo y al sin sentido de la existencia corresponden el sin sentido y la sin razón del arte.
Porque identifican lo incognoscible con lo inconsciente, la originalidad con anormalidad, los modernistas se libran a la atracción por lo psicopatológico, por las desviaciones, las perversiones, por lo
lúbrico y libidinoso, por lo satánico. El poema deviene «psicologación morbopanteísta», desentraña la
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subjetividad alienada, se entrega a la seducción del
despilfarro, el desorden, la orgía, la crueldad, la perdición, la caída al trasfondo tenebroso: primacía
del instinto de destrucción, de la pulsión de muerte.
Excentrada, la personalidad se desajusta; escindida, la conciencia se desmembra; fragmentado,
el yo se enajena. El yo sombrío desbarata al lúcido
haciéndole perder su identidad. El inconsciente es
el antagonista, el revelador de la finitud, de la endeblez del yo reflexivo. Ese interior oscuro, ese inverso imprevisto, ese subsuelo enmarañado es el
venero del deseo, de los sueños, del pensamiento y
del lenguaje. El inconsciente es el socio inasible,
inescrutable que impone a la conciencia una dualidad inconciliable. Por irrupción de las potencias
irracionales, la enarmonía y la entropía invaden el
poema, las oposiciones y los conflictos se instalan
en el interior del discurso para minar la concatenación lógica, la coherencia conceptual. La oscuridad
y la incongruencia se convierten en impulsores de
la sugestión poética. El signo poético se vuelve
hermético, ilógico, anómalo, cada vez más distante
del discurso natural. El poeta busca un voluntario
obnubilarse para transgredir los límites de la percepción normal, busca sobrepasar los significados
emergentes para que resurjan las virtualidades semánticas.
El desequilibrio psíquico refleja un desequilibrio
universalizado. El absurdo impera por doquier. Absurdo positivo que libera de la causalidad empírica
y permite por vía de la imaginación sin ataduras inventar mundos inéditos (creacionismo de Huidobro)
o retornar por el mito al fondo y origen, restablecer el vínculo con las Madres primordiales. Absurdo negativo que enajena la razón, que revela la
insignificancia del existir, la opacidad del mundo,
la alteridad infranqueable de las cosas (Trilce, Residencia en la tierra, Altazor.). La visión se vuelve
desintegradora, caótica, convulsiva, desesperanzada.
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El mundo aparece como un criptograma regido por
claves indescifrables. El hombre ha creado abstractos esquemas de comprensión que corresponden a la contextura de su intelecto pero no a la
contextura de lo real. Para conocer en verdad hay
que invertir el decurso del pensamiento discursivo,
retornar a la infraestructura, afirmar la negación,
reconocer el agotamiento de los recursos de la conciencia reflexiva que puede elevarse a las alturas
más abstractas pero que es incapaz de aprehender
las razones de fondo. Profundidad y conciencia resultan incompatibles. Todo descendimiento entrañable anula la conciencia. El origen sólo permite
ser intuido, no conocido. El lenguaje lineal y temporal del hombre resulta incompatible con la simultaneidad tempoespacial del universo. Para concebir
la realidad, para decirla, se necesita una palabra antitética, alusiva, sinuosa, laberíntica, pasional, metafórica, plurívoca. El discurso filosófico se aproxima al poético (Nietzsche, Kierkegaard).
La poesía modernista es la caja de resonancia
de las contradicciones y conflictos de su época.
Refleja esa crisis de conciencia que generará la visión contemporánea del mundo. Todos los continuos se fracturan. Las seguridades de la concepción
renacentista que originó la moderna ciencia experimental, se relativizan o invalidan. Todos los sistemas pierden cohesión o pertinencia. Por exceso
de heterogeneidad, de inestabilidad, de discontinuidad, la realidad se vuelve cada vez más ilegible. Por
doquier aparecen zonas de penumbra donde el
pensamiento no puede penetrar. La carnadura del
mundo como la del sujeto se resisten a ser objetivadas. Se borran las distinciones entre sujeto y objeto. La subjetividad profunda resulta incompatible
con las categorías racionales. Ni el qué, ni el cómo
ni el quién pueden ser completamente explicados o
explicitados. Toda significación se apoya en un
fundamento oscuro y silencioso. Toda clarividencia
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presupone un soporte tenebroso. Toda afirmación
se asienta en una negación. La filosofía se afana
por adaptar el conocimiento a la naturaleza móvil,
mudable y contradictoria de lo real (dialéctica hegeliana y marxista, vitalismo bergsoniano). Se trata
de desvincular la lógica de la fijeza y la estrechez
silogísticas. La crítica epistemológica abate la ilusión del ilimitado avance de las progresiones racionales, del conocimiento piramidal. Cunde el nihilismo y el agnosticismo. Filósofos pesimistas como
Nietzsche y Kierkegaard se esfuerzan por asentar
el saber sobre esa irracionalidad rebelde que aparece ahora como constitutiva de lo real, se empeñan en
asumir la radical diferencia entre realidad vivida y
realidad concebida. La verdad se vuelve antropológica. La crisis de la noción del hombre propulsa el
nacimiento de la antropología, la lingüística, la psiquiatría y el psicoanálisis.
Los modernistas participan de la literatura crepuscular (Rilke, Pessoa, Kafka, Joyce, Musil, Svevo,
Strindberg, Thomas Mann). Asisten al ocaso de los
dioses, al ocaso del mundo moroso de la belle
époque. Viven el pasaje del contexto artesanal,
personalizado, de la sociedad aldeana a la antinaturaleza de hierro y hormigón, a la anónima concentración de las megalópolis, a la vida mecanizada, a
la organización en gran escala. Operan el traspaso del
gigantismo, del delirio cosmogónico, de la exaltación mesiánica, del énfasis apocalíptico, de la grandilocuencia, del patetismo, del arrebato rapsódico,
del sentimentalismo melodramático, de la confesión
acongojada, de la comunión panteísta del romanticismo a la mediación formalista y simbólica del manierismo, a una mayor elaboración, a una conciencia técnica más específicamente literaria, a una poética más sutil, a una poeticidad de segundo grado,
a las correspondencias, a la sensibilidad impresionista, al decir indirecto, a la matización, a la bús19
queda de la expresividad por sugerencia rítmico–sonora, por enrarecimiento enriquecedor.
Aliados a los simbolistas, los modernistas bregan por reforzar la singularidad y la independencia
de la poesía, considerada ante todo como arte verbal, como específica formalización del lenguaje.
Propulsan la hegemonía de lo imaginativo y musical
sobre lo ideológico. «No es con ideas que se hacen
los versos sino con palabras» —dice Mallarmé. Obran
como si hubiese oposición irreconciliable entre naturaleza y fábula, entre literatura y realidad. Valéry
habla de «una imposibilidad definitiva de confusión entre la letra y lo real.» Con humor paradójico, Osear Wilde no sólo predica el máximo divorcio
entre arte y naturaleza, también afirma que la naturaleza es una creación del arte. La poesía se valora por su capacidad de incitación, sugestión, placer, expresividad y no por su conformidad con lo
real. Realidad, verdad, claridad, generalidad, objetividad cobran valor negativo.
La autonomía poética parece estar en proporción directa con el alejamiento de lo real inmediato. Este alejamiento se provoca echando mano a
todos los recursos de evasión, ensoñación, extrañamiento, a lo exótico, lo esotérico, lo fantástico; se
produce rompiendo con las conexiones lógicas, con
la verosimilitud realista, con toda verificación extratextual; se incrementa convirtiendo al medio en
mensaje estético, dotando a la forma de una absoluta
hegemonía.
Los modernistas llevan al punto de ruptura el
sistema de la representación tradicional, la que asume un continuo léxico y tonal para evocar gradualmente el cuadro sucesivo, visto desde un punto de
mira, con perspectiva monofocal. Nos llevan a la
inminente quiebra de la analogía clásica, de la causalidad convenida, de la mímesis naturalista. Practican saltos, sorpresas, disrupciones, imprevisibles
irrupciones, divergencias léxicas, mezclas sinestési20
cas, misceláneas fabulosas, figuraciones legendarias,
mitológicas, transhistóricas, transgeográficas, transculturales. Dan libre curso al furor metafórico. Saturan sus textos de metáforas radicalizadas. La metáfora es el recurso predilecto para provocar el extrañamiento, para desrealizar y literaturizar el discurso, para transformar lo sólito en insólito, lo exotérico en esotérico, para producir la novedad desconcertante, el asombro de lo inédito que se reclama al poema. Presa del fantasismo, del furor metafórico y del furor neológico, la poesía se convierte en el arte de la fuga de lo consuetudinario, de
la realidad habitual y del lenguaje usual. A la vez,
este distanciamiento acrecienta la autosuficiencia del
signo poético que instaura sus propias relaciones, su
propio universo lingüístico.
Los modernistas valorizan el conjuro de las sugerencias rítmicas, imaginativas, musicales. El sonido triunfa sobre el sentido. O mejor dicho, el sonido deja de ser sólo soporte para convertirse en
productor de sentido (homofonía es homología). La
letra domina sobre la idea. La forma impera sobre
el contenido. La inteligencia discursiva se repliega.
El contenido ideológico y la representación son mediatizados por el realce de la composición. Para los
modernistas, el arte es primordialmente una intervención formal, dotar de una configuración sensible a la materia sometida a moldeo. Su formalismo, predispuesto a la sobrecarga ornamental y al
rebuscamiento, contribuye a acrecentar la conciencia
instrumental de los hacedores de poesía. Y a mayor conciencia técnica, mayor conciencia crítica.
Su virtuosismo implica la máxima intencionalidad
operativa, el máximo de conformación concertada,
la máxima tecnicidad interventora. El texto, lejos
de ocultar el trabajo de elaboración, lo realza porque la factura es lo más pertinente al arte.
El modernismo pone en práctica la máxima amplitud estilística. Pulsa todos los registros, ejercita
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todos los módulos, intenta el más vasto repertorio
de imitaciones, versiones, transformaciones, innovaciones. Abarca desde los cánones más regulados
hasta la disolución de las formas regulares, desde
la versificación más concertada hasta el verso libre y el desmantelamiento de la columna versal,
desde los artificios más estilizados hasta el discurso incoherente, aluvional, preanuncio del staccato
de Vallejo y del turbión nerudeano. De los modernistas arranca la noción y la práctica de un arte experimental.
El predominio de la forma sobre el fondo implica optar por un arte de superficie. Los modernistas desechan la pretenciosa profundidad romántica,
no buscan ni el espesor ni la espesura sustanciales.
Se proponen desgrabar al poema de servidumbres
extratextuales para orientarlo hacia su más concreta inmediatez: la configuración de la palabra a través de un experto manipuleo. Trabajar en superficie
significa aceptar el predominio de la materialidad
del texto, que ante todo es una peculiar disposición
del lenguaje sobre la extensión de la página en blanco. El arte de superficie colinda con el arte decorativo. Tanto las artes plásticas como la literatura
de fines del siglo XIX insisten sobre lo decorativo
como opuesto a la copia de lo natural, como afán
de estilización, como poder de abstracción. El arte
no tiene función reproductora. Estiliza el abigarramiento de lo real sensible para abstraer una configuración sintética, ordena la maraña de lo inmediatamente percibido representándolo por una forma simbólica. En pintura es el primado de la línea,
del arabesco, en poesía es el primado de tracerías,
follajes y volutas verbales. En las artes plásticas se
da el auge del art nouveau, del modern style, en las
artes verbales impera su correspondiente literario,
el simbolismo. Todas estas manifestaciones son correlativas, provienen de un mismo contexto estético.
En ellas se da la búsqueda común de los ritmos me22
lodiosos y de las asociaciones sugestivas, una misma imaginería, parecidos íconos, igual voluptuosidad.
Arte de superficie, arte bidimensional, arte de silueta, arte de perfilamiento, arte lineal, arte ornamental, arte floral. Como el modernismo, su equivalente visual, el art nouveau, o su equivalente musical, el impresionismo, imponen las armonías
ondulantes, el reinado de la curva sensitiva, el
serpenteo, la lacería, los ritmos de remolinos y burbujas. Arte femenino, felino, lascivo, emoliente, undoso, flamígero. Arte florido, de corolas, de ondeadas cabelleras, de enramada, inspirándose en el mundo biomórfico, lo somete a una estilización tan refinada como sofisticada. Arte de lo impráctico y de
lo superfluo, arte placentero, sensual, suntuario, representa a la vez el ocaso y la culminación de la
era artesanal: el último triunfo de la fantasía, lujuriosa, despilfarradora, sobre la resistencia de los
materiales. Metal, vidrio, piedra, madera, dóciles al
artífice, son diestramente transfigurados en foliación
y florescencia, en mujeres serpentinas y aleteantes,
en ondeadas ondinas. Triunfo del derroche imaginativo contra la usura de lo factible y lo decible provechosos, el modernismo emprende la embestida
más gozosa y más arrolladora contra las retenciones
realistas.
23
Rubén Darío: Los placeres de luz en
el abismo
La modernidad tal como la entiende nuestra
época comienza con Rubén Darío, el poeta arquetipo de la escuela modernista. Y si fuese necesario
señalar puntualmente la partida, habría que elegir,
sin duda, sus Cantos de vida y esperanza publicados en 1905.1 Darío constituye el mejor ejemplo
de una nueva ideología que se manifiesta tanto en
su escritura como en su actitud de vida; esta mentalidad moderna condicionará no sólo sus textos,
también esa instancia que los precede: su visión del
mundo. Darío se sabe poeta de transición: «y muy
siglo diez y ocho y muy antiguo / y muy moderno;
audaz, cosmopolita»; se declara infundido por «una
suprema / inspiración primitiva, / llena de cosas
modernas». Ecléctico y conciliador cabalga entre
el pasado y el porvenir. A veces triunfa la voluntad
idealista de armonizar los contrarios, otras veces,
éstos resultan irreductibles y generan angustiosas
crisis; entonces aparece en Darío una conciencia
conflictiva que es ya nuestra contemporánea. Vamos
a intentar una lectura de Darío desde la perspectiva de la vanguardia, tomándolo como iniciador de
Huidobro y de Vallejo, quienes empiezan su obra
donde la dejó Darío. Darío es el primero en salir
del estrecho recinto de las literaturas nacionales, el
1. En Henri Lefébvre, Introduction à la modernité, Les
Éditions de Minuit, París, 1962, p. 178 y ss., se señala el año
1905 como punto de arranque del movimiento de vanguardia. Es el año en que Apollinaire, Max Jacob, Picasso, Baraque y otros pintores y poetas se reúnen en el Bateau–Lavoir,
taller de Picasso.
25
primero en vivir por doquier, en abandonar su Nicaragua natal, para instalarse en Chile, en la Argentina, después en España, en Francia, en Estados
Unidos; el primero en preconizar y encabezar un
movimiento literario internacional, en abrirse con
máxima receptividad a todos los estímulos, en absorber y propagar una amplia, diversa gama de influencias extranjeras,2 el primero en sentirse mundial, actual, en practicar un auténtico cosmopolitismo; también el primero en abolir censuras morales,
en promover una reflexión teórica sobre la literatura, en asumir las crisis, las rupturas, el desgarramiento que caracterizan a la conciencia de nuestro tiempo.
Coexistiendo con el idealismo estético, con los
refinamientos sensoriales, con el boato, con el exotismo, con la cosmética versallesca, con la parodia
de las literaturas pretéritas, con los virtuosismos orquestales, con la transposición mítica; junto con
Cleopompos y Heliodemos, con papemores y bulbules, con frisos, liras, sonatinas, reinas de Saba,
Ledas, Monnas Lisas, Cyranos y Campeadores, con
Yamagatas y Ecbatanas, está el descubrimiento de
una realidad específicamente contemporánea en acelerada metamorfosis, de la era de las comunicaciones, de la expansión tecnológica, de las excitaciones
de la urbe moderna, de la historia de pronto mundial, de una actualidad que ha roto los confinamientos nacionales e idiomáticos, que presiona ahora en
escala planetaria. Darío, como los gobernantes de
las aparentemente prósperas repúblicas de América Latina, importa todo: el maquinismo, la modernolatría futurista, la vida multitudinaria, el spleen,
el deporte, el turismo, el dandismo, el panamericanismo y el art nouveau.
2. No sólo Baudelaire, Verlaine, los parnasianos, simbolistas y decadentes franceses, también Longfellow, Oscar
Wilde, Walter Pater, los prerrafaelistas, Walt Whitman, D’Annunzio, Carducci y muchos otros.
26
La modernidad de Darío se expresa doblemente, a veces en superficie, explícita, literal, ostentosa, otras interiorizada, sentida e intelectualizada,
como idiosincracia, como temperamento, como condicionamiento mental. Cantor errante, viajero mundano y polígloto, recorre todos los tiempos y espacios, se pasea por la tierra y por la historia; va:
en automóvil en Lutecia;
en negra góndola en Venecia;
. . . . . . . . . .
o se le ve sobre la proa
de un steamer sobre el vasto mar,
o en un vagón de sleeping–car.
. . . . . . . . . .
Y entra en su Londres en el tren,
y en asno a su Jerusalén.
Con estafetas y con malas,
va el cantor por la humanidad.
(El canto errante )
.
En la Epístola a la señora de Leopoldo Lugones,
con fluido estilo coloquial, mezcla tonos y niveles;
irrumpen sorpresivas las rupturas humorísticas; la
ironía desacraliza al olímpico liróforo; la autobiografía se entreteje con la intromisión directa de la
actualidad en agitada mezcolanza, con un acaecer
que sólo puede ser contemporáneo: navegaciones
transatlánticas, Amberes, Río, Buenos Aires, París,
Mallorca, vértigo cosmopolita, «ansia de tiempo»,
conferencia panamericana, charleston, surmenage, «un
yacht de lujo», «comerciantes muy modernos»,
«gentes de maneras elegantes», curas de millonario
para la neurosis de los hombres de mundo:
27
Me recetan que no haga nada ni piense nada,
que me retire al campo a ver la madrugada
con las alondras y con Garcilaso y con
el sport. ¡Bravo! Sí. Bien. Muy bien. ¿Y La Nación ?
¿Y mi trabajo diario y preciso y fatal?
¿No se sabe que soy cónsul como Stendhal?
Es preciso que el médico que eso recete dé
también libro de cheques para el Crédit Lyonnais,
y envíe un automóvil devorador del viento,
en el cual se pasee mi egregio aburrimiento,
harto de profilaxis, de ciencia y de verdad.
.
Velocidad y simultaneidad quiere infundir Darío en Agencia..., pasando revista vertiginosa a las
calamidades del mundo; es un humorístico mosaico
de noticias de lugares heteróclitos, tal como convergen a diario en la primera plana de un periódico:
¿Qué hay de nuevo?... Tiembla la tierra.
En la Haya incuba la guerra.
Los reyes han terror profundo.
Huele a podrido en todo el mundo.
No hay aromas en Galaad.
Desembarcó el marqués de Sade
procedente de Seboím.
Cambia de curso el gulf–stream.
París se flagela a placer.
Un cometa va a aparecer.
Ya no se trata sólo de un enciclopedismo cultural que acumula referencias de diversos pasados
prestigiosos, de una imaginación omnicomprensiva,
alimentada por bibliotecas y museos, sino de una
experiencia diaria de contacto con la actualidad expandida por los medios de comunicación a la extensión planetaria.
En Buenos Aires, Darío descubre la pujanza de
la vida moderna; la ciudad portuaria, en plena mutación de aldea a cosmópolis, comienza a equipa28
rarse a las grandes capitales, con su tráfico marítimo
y su tráfico callejero, con sus fábricas humeantes,
con su edificación alta y pretenciosa, con el aluvión
inmigratorio que, atraído por el mito de la riqueza de
América, de su movilidad social y económica, transforma en corto tiempo el quieto país criollo dedicado a la ganadería bárbara en una potencia agropecuaria:
Oíd el grito que va por la floresta
de mástiles que cubre el ancho estuario,
e invade el mar; sobre la enorme fiesta
de las fábricas trémulas de vida;
sobre las torres de la urbe henchida;
sobre el extraordinario
tumulto de metales y de lumbres
activos; sobre el cósmico portento
de obra y de pensamiento
que arde en las poligloteas muchedumbres;
sobre el construir, sobre el bregar, sobre el soñar,
sobre la blanca sierra,
sobre la extensa tierra,
sobre la vasta mar.
(Canto a la Argentina )
.
Seducido por la vida urbana, unánime, multitudinaria, quiere captarla en su ritmo vertiginoso, con
visión cinemática, con la excitabilidad que provoca
lo móvil y cambiante, acumulando destellantes y
fugaces sensaciones en yuxtaposición caleidoscópica:
Tráfagos, fuerzas urbanas,
trajín de hierro y fragores,
veloz, acerado hipogrifo,
rosales eléctricos, flores
miliunanochescas, pompas
babilónicas, timbres, trompas,
paso de ruedas y yuntas,
voz de domésticos pianos,
29
hondos rumores humanos,
clamor de voces conjuntas,
pregón, llamada, todo vibra,
pulsación de una tensa fibra,
sensación de un foco vital,
como el latir del corazón
o como la respiración
del pecho de la capital.
(Canto a la Argentina )
.
Ya no se trata sólo de nombrar lo nuevo, de
los aulladores elefantes de locomotoras veloces «o
del volar del automóvil que pasa quemando leguas» o de los docks erizados de chimeneas, sino
de transmitir el movedizo y sincopado ritmo de la
urbe babélica. Técnica semejante emplea Darío en
la representación de Nueva York, pero la visión no
es ponderativa; La gran cosmópolis también engendra opresión, inhumano amontonamiento, miseria y dolor:
Casas de cincuenta pisos,
servidumbre de color,
millones de circuncisos,
máquinas, diarios, avisos
¡y dolor, dolor, dolor!
La alabanza que Darío hace de la vida urbana
no es candorosa ni unilateralmente laudatoria. Sabe entrever los males de uno de los productos más
representativos de la omnipotente sociedad industrial: la concentración masiva en un paisaje manufacturado, en una antinaturaleza de hierro y hormigón.
Darío celebra los dogmas y los logros de la oligarquía liberal. El Canto a la Argentina, homenaje
en el centenario de su independencia, es la apoteosis
de ese país, granero del mundo, cornucopia de inago30
tables tesoros, que ha sabido acrisolar todas las razas. A través de una visión idealizada, la Argentina
encarna el dinamismo, la capacidad transformadora
de la civilización industrial; es la ejecutora de ese
internacionalismo que Darío ensalza y ejercita en
su obra y vida. También en París, capital del mundo, el París de las exposiciones universales y de la
Torre Eiffel, coexisten superpuestos los hombres de
todas las lenguas y de todas las procedencias:
Aquí su amable gozo vierte el «país Latino»;
se oye un eco de Italia o una frase en inglés;
el amor ruso mezcla su ácido al amor chino,
y el beso parisiense se junta al japonés.
Suena un che o un all right, un ja o un kalimera,
un cumplimiento turco o un piropo español.
(En el Luxembourg )
.
Pero sólo América, tanto al sur como al norte,
es capaz de absorber, de asimilar rápidamente a
toda la diversidad de extranjeros, sea cual fuere su
origen:
Allí pasa el chino, el ruso,
el kalmuko y el boruso;
y toda obra y todo uso
a la tierra nueva es fiel,
pues se ajusta y acomoda
toda fe y manera toda,
a lo que ase, lima y poda
el sin par Tío Samuel.
(La gran cosmópolis )
.
Darío se empeña en producir una literatura cosmopolita, de viajeros y poliglotos, de conocedores y
gustadores de todos los climas, de todas las culturas, de hombres que perciben la realidad con perspec31
tiva mundial. No pierde ocasión de introducir en
sus poemas signos visibles de internacionalismo,
principalmente la máxima diversidad de referencias
geográficas, de costumbres mundanas y de locusiones extranjeras.3
A la usanza romántica, retomando el papel de
«poderoso visionario», que Víctor Hugo asignara a
los poetas cumbres, pasando de ruiseñor, de liróforo
celeste a poeta de muchedumbres, a profeta social.
Darío, introduce motivos políticos a partir de Cantos de vida y esperanza. Si por un lado se solidariza
con el «clamor continental» contra la política expansionista de los Estados Unidos en América Latina, contra la amenaza para los pueblos latinos de
una civilización materialista, pragmática, tecnocrática, mercantilista, belicista, por el otro, según lo
afirma en el prefacio, la preocupación política es un
signo más de nuestra época, otro exponente de internacionalismo, de universalidad: «Si en estos cantos hay política, es porque aparece universal. Y si encontráis versos a un presidente, es porque son un
clamor continental».
Reafirma la hispanidad, la latinidad, el idealismo,
la hidalguía y la espiritualidad de los pueblos latino3. Quizá el primer índice de esta franca modernidad sea
su Aviso del porvenir, escrito en Santiago de Chile en 1887,
en plena época de Azul.; aquí encontramos a la vez el humor
irreverente que sorprende y desacraliza, los prosaísmos que impiden el vuelo evasivo, tecnicismos y extranjerismos e indicaciones geográficas que connotan una nueva poética de contacto directo con la realidad contemporánea:
Se hacen almas virtuosas magníficas
de cuarenta caballos de vapor,
y lecciones se dan teórico–prácticas
para vencer a Lucifer al box.
Yo, señores, me llamo Peter Humbug
(obsecuente y seguro servidor),
y me tienen ustedes a sus órdenes,
30, Franklin Street, en Nueva York.
32
americanos, contra la amenaza anglosajona, contra
las agresiones económicas y las intervenciones militares de Estados Unidos, «el futuro invasor de la
América ingenua que tiene sangre indígena que aún
reza a Jesucristo y aún habla español», contra la
«política del garrote» proclamada por Teodoro
Roosvelt, el «Profesor de energía», «el Riflero terrible
y el fuerte cazador». Darío depone en parte su anterior menosprecio por la chatura y estancamiento de
la España finisecular, deja de lado su «galicismo mental», para convocar a una nueva unión de las «ínclitas razas ubérrimas, de la sangre de Hispania fecunda». Con afán de combatir el imperialismo del norte,
va a reeditar todos los valores de la España imperial: el místico, el conquistador, el Quijote, el héroe de las hazañas imposibles, el soldado de Cristo,
la España monárquica, militar y monástica.
Si bien titula su libro Cantos de vida y esperanza, si bien incluye una Salutación del optimista, este
poemario, como gran parte de la obra posterior, está
infiltrado de pesimismo, de nihilismo, del mal del
siglo. A la par que exalta las excelencias de la época de «la pujante y audaz locomotora/ que del pulmón de hierro lanza su voz sonora/ volando sobre
el riel», detecta «ciertas convulsiones de la vida
moderna», anuncia catástrofes y presiente un apocalíptico cataclismo universal:
Siéntense sordos ímpetus en las entrañas del mundo,
la inminencia de algo fatal hoy conmueve la tierra;
fuertes colosos caen, se desbandan bicéfalas águilas,
y algo se inicia como vasto social cataclismo
sobre la faz del orbe. (...)
(Salutación del optimista )
.
La realidad planetaria se ha vuelto fatídica. «Un
gran Apocalipsis horas futuras llena», dice paradó33
jicamente en su Canto de esperanza ; el mundo está
signado por la destrucción:
.
La tierra está preñada de dolor tan profundo
que el soñador, imperial meditabundo,
sufre con las angustias del corazón del mundo.
Verdugos de ideales afligieron la tierra,
en un pozo de sombras la humanidad se encierra
con los rudos melosos del odio y de la guerra.
Toda apocalipsis presagia una nueva génesis, tal
es el esquema mítico que Darío retoma. Para transformar radicalmente, se necesita una previa destrucción que haga tabla rasa de lo distorsionado o
desnaturalizado. El nuevo mundo, para redimirse,
tiene que nacer signado por el aniquilamiento del
antiguo:
Purgúese por el fuego
y por el terremoto
y por la tempestad
este planeta ciego,
por los astros ignoto
como su pasajera Humanidad.
Y puesto que es preciso,
vengan a purgar este
planeta de maldad,
con la guerra, la peste
y el hambre, mensajeras de Verdad.
(«Pax» )
.
Es curioso que Darío en 1904 insista en esta visión catastrófica, en augurar «zodíacos funestos».
Según Keynes, es el período de apogeo del sistema
liberal y capitalista, por lo menos en Europa occidental. Prosperidad, confort, sentimientos de seguridad, mundo abierto donde circulan libremente
hombres, mercancías, capitales, ideas. La producción
34
y el comercio europeos alcanzan el más alto nivel
hasta entonces en la historia de la humanidad. La
única guerra turbadora está lejos, es la ruso–japonesa que empieza en 1904; también se reúne en Amsterdam un congreso de la Internacional Socialista.
Quizá en sus pronósticos, Darío esté sobre todo influido por su perspectiva de hispanoamericano, después de la derrota de España y las intervenciones
estadounidenses, sobre todo la de Panamá de 1903.
O puede que tuviese auténticos dones de vidente y
que percibiese los síntomas germinales de la primera guerra mundial, aquella que confirmará sus vaticinios. En febrero de 1915, escribe «Pax», donde
la humanidad alarmada «ve una nueva Torre de
Babel/ desmoronarse en hoguera cruel/ al estampido del cañón y del fusil», donde los demonios aparecen animados «de fuego y de electricidad». En concordancia con su poética de transición, o sea de simbiosis, convoca deidades bíblicas y mitología griega
en convivencia con jerarcas y presidentes contemporáneos, mezcla pináculos de la literatura y el arte
de todos los tiempos con los obuses 42 de esa guerra dotada por el desarrollo tecnológico de un excepcional poder de aniquilamiento. Y, puesto que el
exterminio parece inevitable, ruega que la pacífica
América quede excluida del desangramiento, de las
tinieblas y el caos.
Darío no sólo compone poemas de intención política; de pronto la política irrumpe inesperadamente también en los císnicos, en aquellos en principio
dedicados a la evocación mítico–alegórica, provocando un relajamiento del continuo lógico que anticipa las arbitrariedades de la vanguardia. El primer poema de «Los cisnes», en Cantos de vida y esperanza es revelador de una tensión no resuelta entre la evasión mítica y la presión histórica, entre ensoñación y realidad. El cisne, símbolo erótico–estético por excelencia, arquetipo de impasible y enigmática aristocracia, cargado de leyenda, de tradición
35
literaria, imagen privilegiada de la trasposición poética; el cisne, ejecutor del acuerdo pánico entre lo
celeste y lo terrestre, entre lo humano y lo animal,
encarnación de la armonía cósmica, se convierte en
un conductor de actualidad histórica. El cisne es la
esfinge que escruta el porvenir; el arabesco de su
cuello inscribe un signo de interrogación; el poeta le
pregunta por el futuro de la América española:
¿Seremos entregados a los bárbaros fieros?
¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?
¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros?
¿Callaremos ahora para llorar después?
En «¡Carne, celeste carne de la mujer!»... la ruptura por sorpresiva intromisión de lo político es más
violenta, provoca una premonitoria disonancia. Poema en que culmina el panteísmo erótico de Darío,
está dedicado a la glorificación de la mujer en su
condición carnal. Armonizadora como el cisne, su
correlato mítico, o como la poesía, su correlato de
lo material con lo divino, estético, es la depositarla
arquetípica de la energía genética del cosmos; encarna la matriz universal.4 En medio de la idealización, de la sublimación, irrumpe la repulsa al yanqui en la anteúltima estrofa:
Inútil es el grito de la legión cobarde
del interés, inútil el progreso
yankee, si te desdeña.
El orden del discurso ha sido perturbado por la
inserción de lo no previsible. La armonía está amenazada por la disociación, por la entropía. La incongruencia comienza con Darío a perturbar la lógica a
inquietar el discurso tranquilizador, a enrarecer los
4. Véase Octavio Paz, «El caracol y la sirena. (Rubén Darío)» en Cuadrivio, Joaquín Mortiz, México, 1965, pp. 55 y ss.
36
significados, a relajar la forma unitaria, a abrir y a
movilizar las estructuras del poema. Darío no sólo
dice por doquier la incertidumbre que lo asalta:
Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto.
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adonde vamos,
ni de dónde venimos...!
Por momentos, también instala la incertidumbre
en el interior del discurso. La modernidad o sea el
ilogicismo, el desmantelamiento de la coherencia,
de la seguridad semántica, el conflicto, el desequilibrio, la inestabilidad van pasando de la denotación
a la connotación. El concierto, la simetría, la regularidad, las normativas razonadas son corroídos,
conmovidos por esa conciencia desgarrada que no
puede conciliar los contrarios, por un espíritu demoníaco, por una inquietud, un desequilibrio, una insatisfacción, un desasosiego, una neurosis, por lo demencial, por lo instintivo, por una autodestrucción
que son los índices augurales de la crisis de valores
de la angustia existencial que va a caracterizar a casi
toda la poesía del siglo XX.
Darío tiene un inmediato antecesor en Hispanoamérica: Julián del Casal es el primer poeta maldito de nuestra literatura, el primero en cultivar las
flores del mal, el primer poeta urbano. Tiene «el impuro amor de las ciudades», de la ciudad nocturna, no
la familiar y laboriosa, sino la misteriosa, la pecaminosa, la que está fuera de la ley, la ciudad diabólica,
la orgiástica, aquella que precipita la caída. Del Casal es el precursor de la bohemia a la parisina; sufre el desarraigo social en parte frente a la pacatería
37
de un medio todavía aldeano, en parte frente al utilitarismo y a la vulgaridad de la burguesía en ascenso;
siente la incompatibilidad entre su proyecto de la
vida y la realidad ambiental, entre la práctica social
y su anhelo de realización estética; preconiza el
torreburnismo; padece de neurastenia; por el constreñimiento a que lo somete el opaco mundo externo,
se sume en abúlica melancolía; escruta las sinuosidades de su conciencia, predica el exotismo, las
exaltaciones artísticas, los extremos eróticos; asume
el absurdo, el sinsentido y la nonada existenciales; se
siente «enfermo y solitario, doliente y triste/ persiguiendo en la sombra una vana quimera», afinca
en la anormalidad, denota los altibajos de su conciencia conflictiva, está acuciado por el sentimiento
de culpabilidad, percibe su «vida misteriosa, / tétrica y desencantada», sufre «tedios mortales», se abisma en el pesimismo radical:5
Nada del porvenir a mi alma asombra
y nada del presente, juzgo bueno;
si miro al horizonte, todo es sombra;
si me inclino a la tierra, todo es cieno.
(Nihilismo )
.
Frente al cosmopolitismo mercantil de la oligarquía gobernante, los modernistas postulan un cosmopolitismo idealista,6 niegan el positivismo, el cien5. Del Casal se contagia de la poesía francesa. El pesimismo de Schopenhauer penetra en Francia hacia 1880; es
asumido por los decadentistas y encuentra en Jules Laforgue
su cabal expresión. Para Laforgue, la vida, dolorosa por naturaleza, está regida por la omnipotente fatalidad, por la nada
opresora, por la inutilidad de toda existencia. La impotencia
humana contra tanta vanidad engendra desesperación, sólo superable o soportable a través del absurdo, del capricho, del
humor.
6. Véase Luis Monguió, «De la problemática del modernismo: la crítica y el cosmopolitismo», en Estudios críticos sobre
el modernismo (introducción, selección y bibliografía por Homero Castillo), Gredos, Madrid, 1968, p. 265.
38
tificismo ingenuo que se propone desterrar de la
realidad toda irracionalidad, todo misterio. Para contrarrestarlo, apelan al quijotismo, al heroísmo desmedido, a la generosidad desatada, a la fantasía sin
trabas, a la invencible ilusión:
Noble peregrino de los peregrinos,
que santificaste todos los caminos
con el paso augusto de tu heroicidad,
contra las certezas, contra las conciencias,
y contra las leyes y contra las ciencias,
contra la mentira, contra la verdad...
(Letanías de nuestro señor Don Quijote )
.
Se oponen a la pretendida cognocibilidad de todo
lo real, recuperan el absurdo, lo demencial, lo demoníaco, lo anormal, lo inconsciente. Del Casal y
sobre todo Darío se identifican con los simbolistas
y los decadentistas franceses; para todos ellos, el
hombre moderno está truncado herido por la imposibilidad de recuperar su integridad, por la dualidad ahora inconciliable, por la tensión disonante
entre lo satánico y lo celestial.
Darío pugna con su conciencia cristiana contra
una antagónica bipolaridad entre virtud y pecado,
entre espiritualidad y condición carnal, entre ensoñación y apetitos sensuales, entre redención y culpa, entre cordura y locura, entre ascensión y naufragio, entre lo sagrado y lo profano, «entre la catedral y las ruinas paganas»:
¡Divina Psiquis, dulce mariposa invisible
que desde los abismos han venido a ser todo
lo que en mi ser nervioso y en mi cuerpo sensible
forma la chispa sacra de la estatua del lodo!
Te asomas por mis ojos a la luz de la tierra
y prisionera vives en mí extraño dueño:
39
te reducen a esclava mis sentidos en guerra
y apenas vagas libre por el jardín del sueño.
Sabia de la Lujuria que sabe antiguas ciencias,
te sacudes a veces entre imposibles muros,
y más allá de todas las vulgares conciencias
exploras los recodos más terribles y oscuros.
(Divina Psiquis )
.
Con los modernistas comienza la identificación
de lo incognocible con lo inconsciente, de la originalidad con anormalidad.7 La introspección explora
«los recodos más terribles y oscuros». La oscuridad
y la incongruencia comienzan a convertirse en impulsoras de la sugestión poética. Lo destructor, lo
morboso y lo criminal adquieren rango de interesantes. Lo bello se aproxima a lo feo a través de lo
caprichoso, lo extraño, lo grotesco, lo burlesco, lo
absurdo, lo asombroso, lo excepcional. En las «Dilucidaciones» de El canto errante, Darío afirma:
«Y el arte de la ordenación de las palabras no
deberá estar sujeto a imposición de yugos, puesto que acaba de nacer la verdad que dice: el
arte no es un conjunto de reglas, sino una armonía
de capricho». La genialidad de Goya proviene de
sus caprichos, de sus excentricidades, de sus lóbregas visiones, de su locura, de su mundo caótico, de
sus contrastes y ambigüedades:
Por ti, cuya gran paleta,
caprichosa, brusca, inquieta,
debe amar todo poeta;
por tus lóbregas visiones,
tus blancas irradiaciones,
7. Véase Hugo Friederich, «La lírica contemporánea: disonancias y anormalidad» en Estructura de la lírica moderna,
Seix Barral, Barcelona, 1959, pp. 18 y ss.
40
tus negros y bermellones;
. . . . . . . . . .
Musa soberbia y confusa,
ángel, espectro, medusa:
tal aparece tu musa.
(A Goya )
.
La rareza, la extravagancia, la anormalidad obran
de antídoto contra lo indistinto, lo consuetudinario,
lo anodino y lo tradicional. En sus Retratos, Darío
exalta a un abad luciferino y a una abadesa pecaminosa. La nueva belleza propende al extrañamiento,
a «la unión —como dice Baudelaire— de lo pavoroso con lo demente», al «terremoto mental», a lo
abismal; está hecha de vicio, locura y muerte:
¡Oh terremoto mental!
Yo sentí un día en mi cráneo
como un caer subitáneo
de una Babel de cristal.
De Pascal miré el abismo,
y vi lo que pudo ver
cuando sintió Baudelaire
«el ala del idiotismo».
Hay, no obstante, que ser fuerte:
pasar todo precipicio
y ser vencedor del Vicio,
de la Locura y la Muerte.
(No obstante...)
El alma «es manca. Está tullida»; el hombre,
sumido en la miserable lucha de su finitud. La trascendencia se vuelve inalcanzable, el arte va perdiendo su poder de sublimación, su potestad catártica, su capacidad de superar las restricciones de la
realidad psíquica, social, corporal. La conciencia poé41
tica, sustentadora antes de goces beatíficos, se ha
convertido en la atormentadora irresoluta que quiere ilusionarse, que ambiciona acceder a la divina intemporalidad, pero que genera neurosis hundiéndose en la insensatez, en la devastación, en la tiniebla, en el vacío. Los sueños han quedado abolidos
las evasiones resultaron inoperantes, las plegarias
terminaron en blasfemias; el cisne, como el albatros
de Baudelaire, ha quedado empantanado, la bohemia
resultó una impostura, la «sublime sonata» nunca
fue oída, la vida es sobre todo engendradora de angustia:
El ánfora funesta del divino veneno
que ha de hacer por la vida la tortura interior;
la conciencia espantable de nuestro humano cieno
y el horror de sentirse pasajero, el horror
de ir a tientas, en intermitentes espantos,
hacia lo inevitable desconocido, y la
pesadilla brutal de este dormir de llantos
¡de la cual no hay más que Ella que nos despertará!
(Nocturno.)
También esta conciencia, esta intelección, esta
lucidez coexisten en pugna con una hiperafectividad, con una excitación que prorrumpe y rompe la
impasibilidad aristocrática, el distanciamiento, las
mediaciones culturales, las máscaras, el discurso paródico de la primera poética modernista. Así como
aumenta la tensión interna del poema, así como se
rompe la unidad de tono, así como se debilitan los
principios de armonización, se va acentuando el distanciamiento entre discurso poético y discurso normal. No se trata sólo de la formalización métrica,
que la destreza de Darío a la par que lleva a su
culminación provoca, a través de la creciente diversificación, del ablandamiento, de la aligeración, del
42
activamiento, su disolución. Tampoco me refiero exclusivamente a la musicalización del verso («y el
universo el verso de su música activa», dice en
«Helios»), a las orquestaciones, a la modulación sonora que desvían la lengua de su función de neutra
transmisora de mensajes para dotarla de una expresividad intrínseca, que aumentan su poder de fascinación por la sugestión semántica que irradian los
fonemas. Darío propicia la liberación de la fantasía,
reemplazar la explicitud, la clarividencia por la alquimia del verbo, producir encantamiento a través
de los imprecisos, lo vago, lo instantáneo, de todo
aquello que sumerge las cosas en el misterio, mediante la libertad de asociación, reveladora de las recónditas correspondencias que emparentan a todas
las manifestaciones del ser:
Los que auscultásteis el corazón de la noche,
los que por el insomnio tenaz habéis oído
el cerrar de una puerta, el resonar de un coche
lejano, un eco vago, un ligero ruido...
. . . . . . . . . . . . . . . . .
Todo esto viene en medio del silencio profundo
en que la noche envuelve la terrena ilusión,
y siento como un eco del corazón del mundo
que penetra y conmueve mi propio corazón.
(Nocturno.)
La palabra, para Darío, no es simple instrumento de comunicación artificialmente creado por el
hombre; responde a la unidad cósmica primigenia;
sobre todo el lenguaje poético que devuelve el verbo
a su origen; pronunciarlo provoca un contacto mágico con el principio generador de su energía. El
ritmo del pensamiento responde al ritmo universal;
el arte es un reintegro al concierto de la creación.
Si la realidad de la experiencia concreta se ha
vaciado de sentido, si la trascendencia es inalcanza43
ble por vía intelectiva, lo mejor es desrealizar y desintelectualizar, acceder por la magia y el misterio,
por el desarreglo de los sentidos, por el desenfreno
al reino de la poesía, que sólo puede ser alcanzado
esporádicamente, en los instantes privilegiados de
apertura. Tal es el proceso que desencadena Darío
y que llegará a su máxima explosión con la vanguardia.
El arte ya no es sedante sino inquietante; por
él la realidad se esfuma, los objetos se vuelven fluidos, penetrables, intercambiables, las fronteras se
borran, el mundo estalla, se convierte en un campo
de fuerzas irradiantes en perpetua agitación, se vuelve inestable y fragmentario:
Este gran don Ramón del Valle–Inclán me inquieta,
y a través del zodíaco de mis versos actuales
se me esfuma en radiosas visiones de poeta,
o se me rompe en un fracaso de cristales.
(Soneto.)
Darío inaugura la tensión dominante de la poesía moderna. Rasgos arcaicos, proyección mítica, misticismo y ocultismo coexisten en contraste con la actualidad tecnológica, con la exaltación del mundo
contemporáneo, con un lúcido autoanálisis que revela
la ampliación de la conciencia posible propia de
nuestra época; agudezas intelectuales en relación
con el horizonte de conocimientos contemporáneo
conviven con la embriaguez rapsódica, con un enajenamiento orgiástico; la sencillez y el candor expresivos alternan con complejidades y artificios; la
claridad y la precisión se yuxtaponen con una propensión al oscurecimiento, al enrarecimiento, a la
incongruencia y el caos.
El panteísmo erótico de Darío no sólo sacraliza y universaliza la potencia sexual como principio
44
genético del cosmos, también implica una ampliación
de lo decible, una abolición de las censuras morales que imperaban en la poesía de lengua castellana.
Darío diviniza lo natural e instintivo, amplifica el
«furor sexual» y lo infunde en dionisíaco ímpetu a
todos los reinos de la naturaleza:
El peludo cangrejo tiene espinas de rosa
y los moluscos reminiscencias de mujeres.
(Filosofía.)
Pues la rosa sexual
al entreabrirse
conmueve todo lo que existe,
con su efluvio carnal
y con su enigma espiritual.
(En el país de las Alegorías...)
y muestra el sexual higo dos labios entreabiertos
(Valldemosa.)
Hasta los símbolos de la Eucaristía son transfundidos a la mujer carnal, la madre–tierra que
reitera en sus gestaciones la cosmogonía, aquella que
posee el principio vital de toda cosa, la que concentra «el misterio del corazón del mundo»; poseerla
es concordar con el gran todo, reconciliarse con el
universo, reintegrarse, al pacto cósmico.
Darío provoca el pasaje del amor espiritualizado, del erotismo eufemístico, sublimado, velado,
transfigurado por las mediaciones culturales, a una
sexualidad pánica de instinto al desnudo, más franca, más directa, que amplía lo decible y prepara el
terreno a la desenvoltura expresiva de Vallejo y de
Neruda.
En Darío se da otra ampliación de lo poética45
mente decible a través del humor, que obra de antídoto contra el patetismo romántico o la fría elegancia parnasiana. Sutilmente, ya Prosas profanas está
inficionado de un humor que se deleita en la ironía
y en refinadas irreverencias. «Divagaciones» es el
mejor exponente:
¿Los amores exóticos acaso...?
Como rosa de Oriente me fascinas:
me deleitan la seda, el oro, el raso.
Gautier adoraba a las princesas chinas.
¡Oh bello amor de mil genuflexiones:
torres de kaolín, pies imposibles,
tazas de té, tortugas y dragones,
y verdes arrozales apacibles!
El humor matiza y enriquece los significados posibles; otorga niveles suplementarios a la expresión.
La dosis humorística aumenta a medida que Darío
evoluciona. En la producción paralela a la que sirve para consagrarlo públicamente, en la extraoficial
y menos censurada se dan con más frecuencia, a
menudo bajo forma satírica y censoria, textos directamente humorísticos.8 Ya me referí a la «Epístola
a la señora de Leopoldo Lugones» y a «Agencia» predecesor este último del Collage, de los ensamblajes
cubistas. En ambos, las jerarquías están mezcladas
irreverentemente; lo magno se menoscaba, o se infla lo trivial. Se ha dejado de lado el arte mayestático, la sacralización, el rango olímpico, el ritual solemne; el poeta tiende a crear una familiaridad que
haga del lector su cómplice. La realidad ingresa aquí
de lleno: la economía, los actos cotidianos, el mundo prosaico. Se produce la simbiosis de géneros, se
8. Véanse en Del chorro de la fuente (1886–1916), por
ejemplo, «En el álbum de Pedro Nolasco Préndez», «Aviso
del porvenir», «Simón el bobito», «Nuevos “Abrojos”», «Tres
horas en el cielo», «Extravagancias», etc.
46
va borrando la frontera entre las realidades con dignidad poética y las antiestéticas. Los modernistas
comienzan a sacar la poesía de su confinamiento,
a trastornar la escala de valores que los vanguardistas trastocarán por completo.
El prosaísmo es a menudo conductor del humor;
suele ser su agente verbal, opera como ruptura del
sistema, como efecto de sorpresa, como brusca irrupción de un plano semántico ajeno al del protocolo
establecido, a las convenciones del género. Se lo
ve nítidamente en estos dos ejemplos de tecnicismos
aplicados al autorretrato:
¡Insomnio! No poder dormir, y, sin embargo,
soñar. Ser la auto–pieza
de disección espiritual, ¡el auto–Hamlet!
(Nocturno.)
¡Yo soy el introductor
de esa literatura aftosa!
Mi verso exige un disector,
y un desinfectante mi prosa.
(Versos de año nuevo.)
El prosaísimo es un aspecto más dentro de la
ampliación del lenguaje provocada por Rubén Darío.
Con la liberación de la fantasía imaginativa se produce también la liberación de la fantasía verbal; la
inventiva se aplica tanto a crear nuevas imágenes
como nuevas palabras. Así comienza el delirio neologista que hallará sus máximos hacedores en Leopoldo Lugones y Julio Herrera y Reissig. Ambos
prepararán el campo a la experimentación vanguardista. Esta doble libertad imaginativa y verbal va
a acrecentar las diferencias entre lengua natural y
lengua poética, y por ende la autonomía del poema,
extremada por el creacionismo de Huidobro hasta
47
querer convertirlo en una génesis sujeta sólo a sus
relaciones intrínsecas que engendra su propia realidad.
Darío, en pos de Baudelaire y de las escuelas
francesas, inaugura en Hispanoamérica la conciencia crítica, la voluntad de reflexión teórica sobre la
práctica poética. Contribuye así a fundar esa alianza que constituye un carácter dominante de la poesía moderna. La postulación estética aparece no sólo
en los prólogos de sus poemarios, como en las «Palabras liminares» de Prosas profanas, en el «Prefacio»
de Cantos de vida y esperanza o en las «Dilucidaciones» de El canto errante, sino también en poemas
como «Yo soy aquel que ayer no más decía...», en
Los raros, en tantos artículos de crítica literaria o
plástica. Sin dejar de lado las incoherencias, las inevitables contradicciones de una poética enciclopédica y
pretendidamente transhistórica, de un período que
cabalga a veces a los tumbos entre el pasado y el porvenir, entre el anacronismo y la modernidad, la voluntad crítica de Darío implica una actitud de intelección de la producción artística que contrarresta el
mito romántico del poeta enajenado, oracular, inconsciente intermediario de fuerzas sobrehumanas.
Desde entonces, como lo afirma Octavio Paz, teoría y práctica serán inseparables en el arte de nuestro
tiempo.
48
Leopoldo Lugones o la pluralidad operativa
El libro inicial de Leopoldo Lugones, Las montañas del oro (1897), publicado un año después de
Prosas profanas, enfatiza hasta el paroxismo las propensiones modernistas. Grandilocuente, desmesurado, transita en tres ciclos del verso a la prosa rítmica. Abigarra la página disponiendo horizontalmente —separados por rayas— hiperbólicos endecasílabos asonantes, cada vez más encabalgados, es decir
menos autónomos; luego, adopta un esquema versal
más libre: las cláusulas tetrasilábicas que constituyen la andadura del «Nocturno» de José Asunción Silva, para pasar por fin a una prosa continua, despojada de sostén versificado. Esta innovación tipográfica, al desmantelar la columna versal, modifica la
lectura del poema; es indicativa del formalismo que,
desde el principio, caracteriza la obra de Lugones. A
partir de su primera producción, Lugones va a exhibir su destreza y su preocupación técnicas, evidenciará sus empeños más persistentes: riqueza de vocabulario, mezcla de ingredientes de toda extracción,
culteranismo, afán neologista y metafórico.
El lenguaje deja de ser el neutro mediador entre emisor y receptor del poema. La representación
resulta interferida por la presencia material, por la
opulencia fónica, por el poder magnético de la palabra que monta su propio teatro. Una irradiación
semántica, emancipada, se dispara en múltiples sentidos a consecuencia de la diversificación, los altibajos, la movilidad verbales; el chisporroteo de estímulos evocadores hace oscilar, desdibuja la visión, al49
tera el mensaje abrumado por el sobresalto de la
carga imaginativa.
Lugones acentuará la distancia entre lengua natural y lengua literaria. Sus poemas son ostensibles
elaboraciones que no simulan espontaneidad; son
productos de una técnica donde la formalización
tiende a diferenciarlos al máximo de la comunicación utilitaria, de la normalidad discursiva o de
la literatura que se mimetiza en expresión natural.
El empeño de Lugones por extender al máximo el
vocabulario o por inventarlo, su empedernido decir indirecto, la sustitución de la mención expresa
por una traspuesta, alusiva, metafórica, contribuyen a relajar, a desintegrar los parámetros textuales,
el ordenamiento y la legibilidad del poema tradicional. Si bien a partir de El libro fiel (1912) tratará
de volver al poema tranquilizador, al estable amor
conyugal, luego al refugio de una naturaleza familiar y acogedora, a lo previsible transmitido a través de formas canónicas, la semilla de la discordia
está sembrada. Será recogida y cultivada por la primera vanguardia, sobre todo por Jorge Luis Borges
y los poetas del grupo Martín Fierro, filial argentina
del ultraísmo. Borges considera al grupo entero
como seguidor de Lugones:
...éramos: involuntarios y fatales alumnos
—sin duda la palabra «continuadores» queda
mejor— del abjurado «Lunario sentimental».
Lugones publicó ese volumen el año 1909.
Yo afirmo que la obra de los poetas de «Martín Fierro» y «Proa» —toda la obra anterior
a la dispersión que nos dejó ensayar o ejecutar
obra personal— está prefigurada, absolutamente, en algunas páginas del «Lunario».1
1. Jorge Luis Borges, Leopoldo Lugones, Troquel, Buenos
Aires, 1955, p. 78.
50
En Las montañas del oro, bajo la advocación
de Víctor Hugo que constituye su modelo estético e
ideológico, Lugones practica la macropoesía; escribe algo así como la epopeya de la conciencia humana, y su alegórico punto de mira se sitúa en las cúspides, entre la tierra y el cielo, desde donde se domina el más dilatado horizonte, donde la escala es
astronómica y se puede integrar el movimiento humano en el estelar, la historia en el concierto cósmico. Como los poetas cimeros, los olímpicos —Hugo, Dante, Whitman, Homero invocados en el texto—, asume el papel de profeta que dictamina «el
fallo de los siglos». Intenta amalgamar positivismo
e idealismo, los dogmas libertarios de la revolución
burguesa, el progreso científico, técnico y filosófico
con el misticismo estético, la «razón deicida» con
una religión universal que en vía ascendente hermana a Cristo con otras encarnaciones de la divinidad:
«Jacob, Hermes, Orfeo, Numa, Manco–Capac, Crishma Rama, Moisés, Zoroastro» y que restablece,
en la pragmática y mecánica, las supremas revelaciones de la fe, el mito, el infinito, el milagro, el
misterio.
Los poetas progresistas siembran «modernas rosas» sobre los altares, sobrepasan las iglesias, esparcen «vitales perfumes» (la Virgen se vuelve carnal y genética), proclaman el reinado de «la libertad que alumbra, la ciencia que redime». Para ellos
los pueblos del Nuevo Mundo son la gran reserva
del porvenir, el germen de la futura sociedad. América, según Lugones, es la tierra prometida donde
impera el «moderno culto» a la productividad, a las
empresas descomunales, a las grandes realizaciones
tecnológicas; sobre todo los Estados Unidos:
El Tío Sam es fuerte. Arraigada en su ombligo
Tiene la cepa de Hércules. En su vasta cabeza
Hay no sé qué proyectos de una informe grandeza:
Aprende el recio canto que esfuerzan sus martillos;
51
Muerde con sus tenazas la cuña de tus grillos;
Pon en las férreas ancas de sus locomotoras
Una gigante carga de nubes y de auroras;
Desflora con su hierro las cumbres familiares;
Y alzándose desde estos gigantescos altares,
Proclama a Dios, enfrente de las excelsas lumbres
Del Sol... (58)2
El símbolo de la era moderna, de la ciencia victoriosa, de la omnipotencia mecánica, de la estética
del hierro, del culto a la velocidad es ese nuevo animal fabuloso, la locomotora:
...los carros sonantes corren por la paralela de hierro, en pos del corcel de hierro, cuya
alma es un trueno de hierro, y cuyos bronquios
de hierro, tosen el huracán, y cuyo corazón de
hierro va tempestado de brasas; ¡gran caballo
negro, negro, negro, gran caballo comedor de
fuego, gran caballo en temblor de enormes
músculos lanzado, con una nube en las narices,
a los jadeantes trotes del millar de leguas: gran
caballo negro, gran caballo negro, gran caballo
negro al cual no se ve sudar! (99)
La perspectiva del libro es mundial. En repaso
histórico aparecen los exploradores magnos, los que
ampliaron el conocimiento geográfico hasta llevarlo
a dimensión planetaria. Los últimos son «Stanley
con el lápiz del New York Herald y su casco de
corcho; y Livingston, el padre del Nilo». La tierra
ha sido recorrida íntegramente; no queda ya rincón del orbe no alcanzado por los hombres modernos, no queda comarca que no participa de una actualidad definitivamente internacional, incluso «el
oscuro Polo, más hermético que el Paraíso, con sus
2. Los números entre paréntesis corresponden a la indicación de página de Leopoldo Lugones, Obras poéticas completas, Aguilar, Madrid, 1948.
52
icebergs, y sus packs, y el blink, deslumbrante como
un limbo de altos reinos». Los anglicismos refuerzan
la voluntad de Lugones: internacionalizar su poesía,
ponerla a tono con la nueva era, auténticamente
cosmopolita, la de la circulación y los intercambios,
la del contacto con todos los continentes, todos los
pueblos, todas las culturas.
La exaltación de lo moderno alterna con una
visión arcaizante, ucrónica y utópica, con el distanciamiento de lo mítico y legendario. Las montañas
del oro constituye otro ejemplo de estética de transición, de encabalgamiento a menudo conflictivo entre la poética del mundo romántico, del humanismo finisecular y otra realidad que se esboza, que al
comienzo parece conciliable con la precedente. El
reino mecánico permite y hasta estimula el optimismo idealizador de los poetas modernistas. Pronto,
el progreso tecnológico, ponderado por estos vates
que ansían ponerse a tono con la época, aparece
como amenazante ruptura de la belle époque, como
generador de crisis o como destructor del plácido
pasado, sobre todo a partir de la guerra del 14.
Aunque arcaizante, Las montañas del oro deja
filtrar índices de una información científica, de una
conciencia, de un horizonte de conocimientos propios de la era contemporánea. Lugones no sólo
menciona a hombres de ciencia como Roetgen, Pasteur o Edison, a filósofos como Nietzsche y Carlos
Marx, también utiliza la actualidad científica en la
elaboración de sus metáforas:
...Que allí ruge una mar de ondas acerbas
—que enturbian los asfaltos y las naftas—, y
que en ella las almas desembocan —los tristes
sedimentos de sus llagas— ¡Que allí brama la
fiera que está oculta —tras el perfil de la frontera atávica—, que allí retoña en su raíz la garra —que allí recobra la siniestra célula—, todos los cienos de su oscura infancia! (67)
53
En toda la obra de Lugones reencontramos abundantes tecnicismos, sobre todo la mención de sustancias químicas, medicinales o de materias industriales que operan como agresivos prosaísmos dentro de metáforas de fabulación lírica, irrealizantes,
de proyección imaginativa que trastoca las relaciones empíricas:
El residuo alcalino
De tu aire, en que en un cometa
Entró como un fósforo en una probeta
De alcohol superfino;
Carámbanos de azogue con absurdo aplomo;
Vidrios sempiternos, llagas de bromo;
Silencio inexpugnable;
Y como paradójica dendrita,
La Huella de un prehistórico selenita
En un puñado de yeso estable. (216)
A través de trasmutaciones sugestivas, Lugones
intentará imantar estos materiales opacos, refractarios a la emotividad o a la fantasía, tratará de extender al máximo la realidad asimilada por su poesía.
Esta realidad técnico–científica interviene como ingrediente osado, inusual, pero en arbitrarias mixturas que contravienen subversivamente lo real verificable. Esta conjunción de realismos y arbitrariedad
prefigura la poética de la primera vanguardia.3
Borges acusa a Lugones de haber pretendido
utilizar todo el diccionario:
Desdeñoso de lo español, el autor de La
guerra gaucha, paradójicamente adoleció de dos
supersticiones muy españolas: la creencia del
diccionario, la creencia de que en cada palabra el significado es lo esencial y nada impor3. Véase «Vallejo, realista y arbitrario» en S. Yurkievich,
Fundadores de la nueva poesía latinoamericana, Barral, Barcelona, 1971, p. 11 y ss.
54
tan su connotación y su ambiente. Sin embargo
en algunos poemas de tono criollo, empleó con
delicadeza un vocabulario sencillo; esto prueba
su sensibilidad y nos permite suponer que sus
ocasionales fealdades eran audacias y respondían a la ambición de medirse con todas las
palabras. 4
Borges lo juzga desde una perspectiva queridamente intemporal y clásica, estableciendo como premisa indeclinable la necesidad, la esencialidad del
lenguaje poético, la íntima correspondencia entre
palabra y vida. Pero con los modernistas comienza
a relajarse el prurito romántico de la espontaneidad,
de la autenticidad entendida moral y psicológicamente, del poema confesional, del texto autorretrato,
emanación directa del ego inalterado, con el mínimo de interferencias formales. Los modernistas provocan un distanciamiento entre el yo textual y el yo
empírico. Los modernistas descubren que el lenguaje no es neutro mediador, conductor obediente y mimético de la expresión subjetiva, descubren que
tiene su propia materialidad, su coloración autónoma
su expresividad específica y que es imposible plegarlo por completo a los designios del poeta. Como
los poetas barrocos, desarrollan lo verbal intrínseco,
proclaman la liberación de la escritura, cultivan los
alardes técnicos, tienden al trovar clus, a emancipar el medio de la servidumbre al mensaje; sin preocuparse de la coincidencia estricta entre mundo personal y texto, tratan de escapar a toda rigidez normativa, a toda estrechez preceptiva, intensifican la
invención, el ingenio, aumentan las incertidumbres,
acrecientan la pluralidad semántica.
Los modernistas más radicales no sólo se desembarazan de las restricciones formales, también
desatan su imaginación, e invalidan las censuras im4. Jorge Luis Borges, op. cit., p. 10.
55
puestas por un medio social sumamente timorato. El
relajamiento de las formas regulares, el afán neologista, las agresivas fealdades, la fantasía demoníaca,
la anormalidad, la neurastenia, el dandismo, el cosmopolitismo, la ostentación de actualidad, la importancia de la moda, el exhibicionismo erótico son todas facetas de un mismo complejo ideológico que
podemos llamar, con Baudelaire, la modernidad.5
Tributarios de los decadentistas, los modernistas
creen que a una nueva visión del mundo, compleja,
sutil, inestable, corresponde un nuevo lenguaje capaz
de expresar el cúmulo de ideas, imágenes y sentimientos novedosos que en ellos suscita una realidad
en mutación. La expansión del mundo y la aceleración histórica imponen ampliar el margen de lo decible e infundir a la poesía los ritmos modernos. Y
si la lengua no provee las palabras para decir lo
nuevo, para traducir la mentalidad contemporánea,
hay que inventarlas adaptando vocablos extranjeros
o creando neologismos.
Lugones va a dar rienda suelta a esa fantasía
opulenta, grandilocuente y patética («Y verás mis
estrofas relucientes —cual panoplias suntuosas, que
las yuntas— de bravios puñales ornamentan»), tan
ligada a la neurosis modernista, a la tensión disonante entre satanismo e idealismo, entre abismo y
cielo, entre caos y cosmos, entre la visión desintegradora y la armónica. Como Baudelaire, Lugones
busca producir el extrañamiento a través de «la
unión de lo pavoroso con lo demente», cultiva lo
grotesco, convoca lo heterogéneo, ejerce la fascinación de lo tenebroso, templa una «lira siniestra y
enlutada»:
—Ese es mi corazón, el Maldiciente, —el
que canta los cielos tenebrosos— donde lloran
5. Véase Charles Baudelaire, Le peintre de la vie moderne,
en Oeuvres complètes, Bibliothèque de la Pléiade, París, 1968,
p. 1152 y ss.
56
en fuego las estrellas, —donde trazan fatídicos
horóscopos— los cometas de cola formidable
—que abren la maravilla de su ojo—, como
enormes pescados del abismo—. Ese es mi
corazón hinchado de odios, —como un estuche de terribles joyas— ávidas de punzar tu
cuerpo de oro. (69)
Fantasía convulsiva que tiende a amplificarse, a la
desmesura y a lo cósmico, exposición de lenguaje,
turbulencia expansiva que arrebata los significados
en un torbellino revelador, tal es el núcleo energético de Las montañas del oro, que extrae su fuerza
del enajenamiento, de los «satánicos delirios», de la
exasperación, de los trasfondos oníricos:
—El agrio cascabel de la Locura— martiriza cerebros que son limbos —donde flotan
las formas del ensueño—: geometrías, vampiros, —blasfemias—, ninfeas, llagas, gritos,
—restricciones ilógicas de cejas,— elípsis fugitivas, estrabismos, —garras, linternas, partos, agonías—, cuerpos trenzados en monstruoso idilio, más triste que las uñas de las hienas, —que las calladas series de guarismos—,
y que la decadencia de los faunos —y que los
indomables apetitos —que roe con intensa
mordedura— la flamígera brasa del castigo.
(71).
El texto acentúa lo ilógico, la ensoñación demencial, un voluntario obnubilarse para transgredir
los límites de la percepción normal, superar la insuficiencia de lo real verificable y, mediante el imperio de la fantasía omnímoda, por la alquimia del
verbo y el desarreglo de los sentidos, a través del
vértigo poético, alcanzar la trascendencia.
Si bien anticipa los rasgos más característicos
del estilo de Lugones y aquellas innovaciones que
57
lo convierten en nexo entre el modernismo y la vanguardia, Las montañas del oro es un libro solemne,
de uniforme tono mesiánico, que sacraliza la función del poeta y que ritualiza la expresión poética.
Su énfasis, sus truculentos superlativos, su «formidable despedazamiento de astros» están al servicio de
un idealismo titánico, de la talla de Prometeo o Zaratustra. La verdadera ruptura se produce en Los
crepúsculos del jardín (1905) y sobre todo en El lunario sentimental (1909). Lugones aumenta en ambos la ingerencia de la actualidad, su afán neologista, su poliglotismo, su furor metafórico, oscurece
más el mensaje mediante la expresión indirecta, la
extravagancia de sus analogías, la ramificación semántica, el hervidero verbal, la diversidad léxica,
multiplica los niveles verbales, las fealdades, los prosaísmos, rompe la unidad de tono, debilita la coherencia lógica, complica la expresión hasta tornarla
manifiestamente artificiosa, la recarga, la intrinca,
la intelectualiza. Y va a salir de lo sacramental,
de lo ciclópeo y de lo císnico por dos caminos: el
humor y la cotidianeidad.
Lugones adopta las postura de dandy mundano
que hace gala de cosmopolitismo, que guarda, impasible, elegante distancia frente a su prójimo, que suspende el juicio moral y afectivo para ironizar con
irreverencia, con rebuscada crueldad, con humor negro, en torno de todo lo enaltecido, lo jerarquizado,
lo callado y ocultado por los códigos sociales. Despliega desparpajo, ingenio, desenvoltura, atrevimiento que forman parte imprescindible de la personalidad asumida textualmente, de la máscara literaria
que ha adoptado, y que pocas veces se manifiestan
fuera de la escritura. La actitud de Lugones es concomitante con la de Darío; ambos, como tantos otros
modernistas, están imbuidos de las mismas ideas y
creencias. La diferencia no reside en la visión del
mundo o en la poética sino en su realización verbal. Lugones es más extremista, menos complacien58
te, menos ecléctico y, en ciertos aspectos, va más lejos que Darío.
También quiere hacer una poesía planetaria, de
poeta itinerante que disemina índices geográficos y
utiliza extranjerismos como para abarcar toda la extensión terrestre. En el «Himno a la luna» hace el
«poligloto elogio de las Guías», mezcla Polos, Mecas,
islas Moscadas, Terueles, Veronas y fondas tudescas; admira al tiburón «que anda/ Veinte nudos
por hora tras de los paquebotes». Remedando a
Laforgue, se pasea con la luna por todas las latitudes: «Tu fauna dominadora de los climas,/ Hace
desbordar en cascadas/ El gárrulo caudal de mis
rimas». Es la época en que nace el turismo, placer
aristocrático, deporte propio de la era de las comunicaciones, rico pasatiempo, eros geográfico, culto
baladí a lo exótico. La visión de los modernistas, tan
a tono con las modas de su tiempo, es turística no
sólo en su afán de englobamiento geográfico, también lo es en su voraz consumo cultural. Y turístico
significa un extrañamiento fugitivo, una lectura epidérmica, convencional, prototípica de lo extranjero:
Los viajeros,
Que en contrabando de balsámicas valijas
Llegan de los imperios extranjeros,
Certificando latitudes con sus sortijas
Y su tez de tabaco o de aceituna,
Qué bien cuentan en sus convincentes rodillas
Aquellas maravillas
De elefantes budistas que adoran a la luna
Paseando su estirpe obesa
Entre brazos extraños,
Mensuran la dehesa
Con sonámbulo andar los rebaños. (213)
Entre los extranjerismos, aparte de los latines
culteranos, ligados al exhibicionismo libresco, y de
los galicismos también provenientes de fuentes li59
terarias, la novedad en lengua española, lo moderno está sobre todo indicado por los anglicismos;
aparecen casi siempre en relación con un nuevo ideal
de mujer liberada, con la sportwoman, que luce brillante de «lawn tennis y de ducha» sus «senos al
new–mown–hay.». Turismo y deporte, dos actividades propias de la gente al día, del estilo de vida actual que los modernistas promueven, son invenciones inglesas. La anglofilia no se debe sólo al hecho
de que la Gran Bretaña es entonces nuestra metrópoli económica, es un contagio cultural que viene
por vía francesa, basta para ello comprobar sus trazas en los textos críticos de Baudelaire. La moda
opera en estos poetas como uno de los códigos culturales cuyos índices emiten señales de modernidad.
Esta adhesión a la moda implica un tributo a la actualidad puntual, a lo transitorio, a lo histórico en
sus manifestaciones más fugaces. Es un tributo a la
contingencia porque la realidad se ha vuelto sinónimo de cambio, de inestabilidad. El mundo previsible
y tranquilizador comienza a desdibujarse, se torna
precario, incierto, mudadizo. Un historicismo imbuido por la religión del progreso desprecia el pasado e
infla el futuro, sobre todo en América. Quizá sea Lugones el primer poeta de lengua castellana en mencionar la publicidad moderna, la de los afiches callejeros:
El hipocondríaco que moja
Su pan de amor en mundanas hieles,
Y, abstruso célibe, deshoja
Su corazón impar ante los carteles,
Donde áreas coquetas
De piernas internacionales
Pregonan entre cromos rivales
Lociones y bicicletas. (210)
En su Oda a los ganados y las mieses, la actualidad entra con carácter documental, sujeta a mí60
nima formalización literaria, al código de la versificación que la obliga a volverse decasilábica. La literalidad sustituye a la literaturidad. Lugones apela
al subterfugio de un periódico para introducir el
presente prosaico en sus aspectos más materiales,
más inmediatos, más utilitarios:
Ayer, en el diario, le han leído
Las cantidades que el país exporta.
Con nueve toneladas en un año,
Va a ser cuarenta que iniciaron la obra.
Más de cuatro millones en un día,
Buenos Aires tan sólo embarca ahora.
Pretenden con razón los viajeros
Que el polvoroso tren los apoltrona,
Diciendo mucha plata–mucha plata
El compás de su tráfago en la trocha.
Si no fuera el arriendo tan pesado...
Pero ya más de treinta pesos cobran
Por la hectárea en barbecho, si está cerca
De la estación; y el flete de las tropas
Se va poniendo cada vez más caro;
Y ya la peonada regalona,
Habla del socialismo y hasta pide
La jornada de ocho horas... (438-39)
El periódico no es sólo la fuente documental, es
el moderno medio de información incorporado a la
lectura cotidiana, aquél que actualiza a diario la
realidad mundial infundiendo al lector el ritmo de la
época. Estadísticas, transportes, embarques de cereales, trenes pampeanos, arriendos, barbechos, problemas laborales, proletariado rural, reivindicaciones
socialistas, todo entra directamente en una antipoesía que denota la realidad económico-política, sin
cosmética, sin idealización, sin simbolizaciones alegóricas, sin boato metafórico, sin imaginación ensoñadora, en seco, como será más tarde representada
la Argentina solariega en la poesía postrera de Lu61
gones, sobre todo en sus Romances de Río Seco
(1938).
Lugones es un extremista que fluctúa entre poéticas antagónicas, entre una escritura que acrecienta
al máximo su autonomía, que se erige en mensaje
privilegiado cada vez más distante del referente extratextual, y otra que restringe por completo su expresividad para convertirse en conductor neutro,
verbalmente prescindente, en medio mimético de
un mensaje casi exclusivamente referencial.
El modernismo no practica ninguna ortodoxia,
tampoco propone una estética lineal o sistemática.
Opera un movimiento expansivo impulsado por una
poética de englobamiento. Acumulador de heterogeneidades, circula libremente entre todas las tendencias de la época. Es el sumo recolector; se nos presenta, por lo menos en sus mejores cultores, como
un espectáculo de variedades. A la vez que aparecen rasgos de contemporaneidad conscientemente
asumida, esos rasgos coexisten con toda una panoplia
de componentes tradicionales, esotéricos, legendarios
y exóticos. Los modernistas no se contentan ya con
extraer material del venero grecolatino, bíblico o
cristiano; también recurren a las culturas periféricas,
a las mitologías marginadas por el humanismo latinizante, como las germánicas, las indoamericanas o
las orientales. Así como comprobamos en Darío y en
Lugones una propensión al realismo, una ruptura del
empedernido enaltecimiento estético, de la idealización, de la sublimación, ellos (junto con Herrera y
Reissig) acentúan a la vez la autonomía textual, el
despliegue de las virtualidades del lenguaje, la liberación de una energía propia de lo verbal intrínseco,
el conjuro de las sugerencias rítmicas, musicales,
imaginativas que actúan independientemente del cuadro o anécdota representados.
Ese nuevo realismo, ese antiidealismo se infiltra
por vía de la cotidianeidad, del feísmo, del prosaísmo, del humorismo a menudo mezclados e indiscer62
niblemente confundidos para potenciar el contraste
con lo císnico. La poesía de la vida diaria se insinúa ya en Los crepúsculos del jardín, en «El solterón», poema todavía teñido de melancolía romántica, cuya dominante es tersa y armónica, hay rachas
de realismo doméstico:
En la alcoba solitaria,
Sobre un raído sofá
De cretona centenaria,
Junto a su estufa precaria
Meditando un hombre está.
Tendido en postura inerte
Masca su pipa de boj,
Y en aquella calma advierte
¡Qué cercana está la muerte
Del silencio del reloj! (129)
Aquí se nota qué cerca están de Lugones poetas que, como Antonio Machado, han rechazado los
lujos y las orquestaciones del modernismo fastuoso,
cuánto han influido en los posmodernistas, cómo de
él arranca esa corriente sencillista cuyo mejor exponente es Baldomero Fernández Moreno. Pero el nuevo realismo aparece más nítido en «Emoción aldeana», donde se evoca una escena de barbería de campaña, plena de humor verbal, de altibajos provocados
por metáforas irónicas:
Aristas de mis parvas,
Tupían la fortaleza silvestre
De mi semestre
De barbas.
Recliné la cabeza
Sobre la fatigada almohadilla,
Con una plenitud sencilla
De docilidad y de limpieza;
Y en ademán cristiano presenté la mejilla... (187)
63
Los objetos nobles son degradados por la comparación: «Vi abrirse enormemente sus ojos de gata,/
Fritos en rubor como dos huevecillos», y los rústicos ennoblecidos:
El desconchado espejo
Protegido por marchitos tules,
Absorbiendo el paisaje en su reflejo,
Era un óleo enorme de sol bermejo,
Praderas pálidas y cielos azules.
Lugones enriquece la pobreza del referente rural trastocando con su complejo instrumental retórico el previsible ordenamiento de ese mundo moroso, cambiando la falta de espectativa exterior al
poema en espectativa propiamente textual.
De los raros, de los excepcionales, de los olímpicos se pasa a la medianía, a los actos y sentimientos comunes; ya no se trata de la experiencia anormal, excelsa o patológica, de los amores satánicos
y orgiásticos, de las Ecbatanas, Salomés, Cleopatras, Loreleys, Pompadours, sino de mujeres alcanzables, ciudadanas, aldeanas o campesinas de belleza corriente, se trata de lo real inmediato, tangible, de la humanidad anónima, de lo banal, repetido y esperado, de la historia de todos. Este tránsito se palpa bien en el multívoco Lunario sentimental.:
Arrojando al hastío de las cosas iguales
Su palabra bisílaba y abstrusa,
En lento brillo el péndulo, como una larga fusa,
Anota el silencio con tiempos inmemoriables.
El piano está mudo, con una tecla hundida
Bajo un dedo inerte. Él encerado nuevo
Huele a droga desvanecida.
La joven está pensando en la vida.
Por allá dentro, la criada bate un huevo. (299)
64
Reencontraremos esta veta realista a lo largo de
toda la obra de Lugones. Su poesía evoluciona hacia
un paulatino distanciamiento del cosmopolitismo,
de las magnificencias, de los vértigos verbales e imaginativos del modernismo, hacia lo nacional y autóctono, es decir hacia un regionalismo con respecto
a la mundanidad del primer modernismo. No es sólo
la consecuencia de una transformación ideológica,
el tránsito de los ideales libertarios hacia el cesarismo de «La hora de la espada», es también un regreso al origen, un retorno al mundo de la infancia,
a la Argentina campesina y gauchesca que Lugones
exalta como depositaria de la autenticidad, de la pureza y la integridad amenazadas por el aluvión inmigratorio, por el desarrollo urbano y el progreso
industrial.
Este realismo como expresión de autoctonía aparece netamente en las Odas seculares, todavía intercalado en medio de las pompas modernistas. Ellas
cesan cuando Lugones en estilo narrativo, con lenguaje sin alardes, naturalizado, preciso, prosaico,
describe la adaptación del inmigrante:
Hasta de noche araban, cuando había
Luna llena, una tierra dolorosa
Como el cinc bajo el vidrio de la escarcha;
Y era su desayuno cuatro sopas
De galleta, nadando en yerba hervida,
Que ahorraban con acerba parsimonia.
Hasta debieron sulfatar el grano
Que presentaba pintas sospechosas. (441)
En busca de lo pintoresco caricaturiza a los colonos extranjeros transcribiendo su castellano agringado:
—¿Cómo va, amigo Pietri?
—¡Eh, don Ramírez!
Cosí, cosí...
65
—¿Y usté, mi doña Rosa?
¿Y usté, Beppina?
La muchacha que a esto
Va bajando, responde un tanto corta:
—Yo, bien no más...
—Propio come la mama,
Completa el viejo, y ella coquetona,
Ríe al saltar, pues sabe que el taimado
Por mirarle las piernas se desoja. (442)
El señalamiento gráfico es teatral; Lugones escalona los versos, los espacia desmantelando la columna versal. Este atisbo de ideograma es una de
las múltiples variantes que Lugones introduce dentro de la compaginación tradicional. En su afán de
registrar lo prototípico de la realidad provinciana
transcribe hasta las habladurías lugareñas, hasta los
chismes de café:
—Gandini, el boticario, en Rafaela
Se casó con aquella negra gorda
Que tuvo de mucama. ¡Pucha el hombre!...
Mas he aquí que el viejo se le afronta
Parado bruscamente en la vereda:
—Qué querés don Ramírez... La crigolla
E’ molto confortevole...
Y su gracia
se ultima en una risa carrasposa. (443)
Personajes pueblerinos, pintoresquismo de sainete
criollo, humor caricaturesco, picardía gaucha, por
este derrotero Lugones le va torciendo el cuello al
cisne y se vuelca hacia una poesía que califica de
familiar. El mejor ejemplo es la minuciosa escena de
la moza en el gallinero dando de comer a sus
aves:
Ya no hay poesía familiar como ésa
Que, sin saberlo, la temprana moza
66
Compone con sus ávidas gallinas
Cuando, a comer, alegre las convoca.
Al remoto piú–piú de la llamada,
Desde el yuyal limítrofe se arrojan
En rasante cestada de alboroto
Que remueve a sus pies una bambolla
De abigarrada trapería, donde
Cae como un pañuelo la paloma. (447)
Máxima concreción sensible, máxima inmediatez de
una poesía que se subordina a la realidad representada para transcribirla con fidelidad mimética. En
principio Lugones se propone una poética de lo común y verificable; pero ese verismo rural puede
resultar agitado, quebrado, fragmentado por la explosión verbal, puede volverse polimorfo, politonal., multifacético, activado por la fuerza expansiva del lenguaje, por el centelleo metafórico, por el
humor negro que trastoca irreverente el ordenamiento institucionalizado, por la fascinación de una
imaginería que transfigura lo cotidiano. En «Los fuegos artificiales» del Lunario sentimental, el sencillismo de la fiesta pueblera y popular con toda la
tipología humana del campo argentino, por influjo
de una máxima intensificación de lo grotesco, por
empedernido caricaturar, se convierte en carnaval
expresionista, en mascarada monstruosa:
A su lado el esposo, con dicha completa,
Se asa en tornasol, como una chuleta;
Y el bebé que fingía sietemesino chiche,
No es ya más que un macabro fetiche.
La nodriza, una flaca escocesa,
Va, enteramente isósceles, junto a la suegra obesa,
Que afronta su papel de salamandra
Con una gruesa
Inflación de escafandra,
Mientras en vaivén de zurda balandra
Goza sus fuegos la familia burguesa. (260)
67
Figuración de una despiadada crueldad, extrae comicidad de lo horripilante como en las obras teístas con las que el expresionismo plástico y cinematográfico, contemporáneo del Lunario, ataca a la
burguesía. El juego meteórico se vuelve furor metafórico, un encadenamiento tan intrincado de figuras traslaticias, una recargada fulguración de imágenes llamativas que la representación estalla en
esquirlas destellantes, se desmembra para liberar
una metralla que es puro encantamiento verbal:
Y aquellas pálidas luces,
En divergente ramaje de cedro,
Van a incendiar los sordos arcabuces
De un magnífico dodecaedro.
El artificio se entiende
En una transformación de duende,
Que hecho luz bermeja
Baila su fandango,
Mientras con juego malabar, maneja
Diez cuchillos por el mango.
Hasta que en tromba
De esplendor admirable,
Le revienta en el vientre una bomba,
Y colgado de un cable,
Queda meciéndose como un crustáceo
Violáceo... (257)
El Lunario sentimental está lleno de un feísmo
agresivo, perturbador, que contraviene los tópicos
líricos, que contradice los ideales románticos contribuyendo a desacralizarlos. El pringue y la fritura se asocian tanto con la poesía como con su inspiradora estelar, la luna:
En la sombra infinita
Donde su luz se extingue,
La luna echará un pringue
Vivaz, de carpa frita;
68
Y amagará la hartura,
Cuando en torno de esa carpa,
Trinando como un arpa
Pulule la fritura. (254)
La luna se encostra, se vuelve purulenta, nauseabunda y gelatinosa como las sirenas, que contrarían su
renombre: «Blancas y fofas como enormes hongos, / O deformando en desconcertante molicie /
Sus cuerpos como vagos odres oblongos». Contra
la inflación modernista, Lugones opone una depreciación funambulesca de la que nada se salva, ni
la antes enaltecida mujer que se convierte en dechado de vulgaridad y ridiculez; las flacas son espárragos histéricos cubiertos de cold–cream, las gordas se vuelven esféricas y coloidales, las jovencitas
empolvadas no lloran para no engrudarse. Lo femenino se empasta y pegotea. Todo se degrada como si fuese presa de una imaginación miasmática que
se complace en repugnar. Lugones no sólo utiliza
el registro del humor negro, de la truculencia, de la
ruptura por súbita deflación, no sólo practica el
humor irónico que trabaja con los sentidos segundos en oposición a la superficie semántica, no solamente ejerce la caricatura con sus deformaciones
intensificadoras, también prodiga un humor específicamente verbal que proviene del uso de rimas duras, demasiado ostensibles, de mezclas lingüísticas
inusitadas, de una expresión que hace alarde de artificiosa:
Cual si armara a tu flaco
Desgaire de palote,
Su disco mondo el bote
Que junta al mingo el taco.
Fundiendo en azabache
La fuente y el arbusto
La luna te da un susto
Con cada cachivache; (247)
69
Humor disparatado, estrafalario, rompe por completo con la verosimilitud realista, embrolla los parámetros habituales, saca por completo de los hábitos de asociación, descarrila de las vías lingüísticas
consuetudinarias. Con propósito grotesco, el tenor
de arbitrariedad aumenta a tal grado que el discurso
poético queda profundamente subvertido. La fantasía transgresora de lo real empírico y el absurdo
como fuente de encantamiento son los activantes de
poemas como «A la luna de verano» o «Un trozo de
selenología» comparables a El viaje a la luna (1902),
film que Georges Méliés concibe poco antes del
Lunario lugoneano.
Lugones identifica poesía con metáfora; así lo
dice en el prólogo del Lunario sentimental.:
...como el verso vive de la metáfora, es decir,
de la analogía pintoresca de las cosas entre sí,
necesita frases nuevas para exponer dichas analogías, si es original como debe.
Por otra parte, el lenguaje es un conjunto
de imágenes, comportando, si bien se mira, una
metáfora cada vocablo; de manera que hallar
imágenes nuevas y hermosas, expresándolas con
claridad y concisión, es enriquecer el idioma,
renovándolo a la vez. (191–92)
La metáfora sobreabunda en la producción de este
período. Es el recurso predilecto para provocar extrañamiento, para trasmutar lo común en poético,
para obtener la novedad desconcertante que debe
ofrecer el poema, para individualizarlo, para volverlo inédito, para acentuar su originalidad. Esta
búsqueda de la originalidad, propugnada inicialmente por los románticos (más en el plano psicológico que en el estilístico), va a incrementarse con
los modernistas que la llevan al campo de la escritura propiamente dicha; luego la vanguardia, que
preconiza la abolición del pasado, la va a instau70
rar como valor estético primordial. La metaforización a ultranza conduce a la autonomía poética, al
corte de toda sujeción a lo real externo, a la casualidad y a la verosimilitud convencional; lleva a
la liberación imaginativa, a una poesía tal como
la concebirá Vicente Huidobro sujeta sólo a su
propio ordenamiento.
Múltiples son los ejemplos del furor metafórico de Lugones. Puesto ya de manifiesto en Las
montañas del oro, se agudiza en Los crepúsculos del
jardín y se apodera predominante del Lunario sentimental. Aquí la imaginación lunática está absuelta
del sistema de relaciones y del determinismo terráqueos:
Flotan sobre lustres escurridizos
De alquitrán, prolongando oleosas listas,
Guillotinadas por el nivel entre rizos
Arabescos, cabezas de escuálidas bañistas.
Charco de mercurio es en la rada
Que con veneciano cariz alegra,
O acaso comulgada
Por el agua negra
De la esclusa del molino,
Sucumbe con trance aciago
En el trago
De algún sediento pollino.
O entra con rayo certero
Al pozo donde remeda
Una moneda
Escamoteada en un sombrero. (208)
La concatenación normal revienta. El texto se vuelve móvil, polivalente, multiplica sus asociaciones libérrimas que desbaratan la previsibilidad y proyectan al lector fuera de las orientaciones habituales. Las escalas de referencia se diversifican, los materiales convocados tienden al máximo de heterogeneidad. El poema se convierte en estructura abier71
ta, establece conexiones equívocas, una indeterminación que multiplica los niveles semánticos, que
torna plural la lectura. El poema acrecienta su función inventiva, su incitación fermentadora su embate
provocador:
Deleznada por siglos de intemperie, tu roca
Se desintegra en bloques de tapioca.
Bajo los fuegos ustorios
Del Sol que te martiriza,
Sofocados en desalada ceniza
Playas de celuloide son sus territorios. (215)
Lugones pone en práctica un vocabulario de inigualada extensión. Es constitutivamente un poeta
verbal; así llamo a aquellos que sienten la materialidad fónica y el peso semántico de la palabra
independientemente de su inclusión en la frase, de
su función como signo integrante de un mensaje.
Su empeño en utilizar todos los vocablos de la lengua no es sólo exhibicionismo culterano o virtuosismo técnico; es también fruición verbal, eros lingüístico; las palabras le producen un placer sensual
como el que despiertan los colores en un pintor
o los sonidos en un músico. Lugones añade a las
materias preciosas de la utilería palaciega, otras
completamente inusuales en poesía: minerales, sustancias orgánicas, fármacos, productos químicos, industriales, materiales sintéticos.6 Los tecnicismos, que
constituyen una buena parte de las nuevas adopciones léxicas, revelan una información actualizada,
concorde con el deslumbramiento de Lugones ante
el desarrollo de la ciencia y la tecnología a principios del siglo XX; esta información se despliega
6. He aquí algunos ejemplos: mercurio, cromo, talco,
gelatina, yesca, leguminosa, fósil, tapioca, celuloide, fósforo,
alcohol superfino, dendrita, yeso, fosfórica putrefacción de molusco, azúcar remolacha, estroncio, sulfato, bullido espumarajo, ferralla, benzoica insipidez, etc.
72
más abiertamente en otros productos del mismo asombro, los relatos de ciencia-ficción de Las fuerzas
extrañas. En Latinoamérica es la época de auge
del positivismo; su influencia se entremezcla en la
poesía de Lugones con toda clase de ingredientes
ideológicos, incluso con notorios índices del irracionalismo que caracterizará a las estéticas vanguardistas. Curiosamente los cientificismos lugoneanos
entran en combinaciones metafóricas que propenden
a crear irrealidades de tabulación fantástica, en contextos de verosimilitud puramente poética, al margen de toda verificación objetiva.
También Lugones es, sino el iniciador, uno de
los primeros poetas de lengua española que plantean la problemática del verso libre, utilizando abundantemente en el Lunario sentimental. Al respecto,
aclara en el Prólogo :
.
El verso libre quiere decir como su nombre lo indica, una cosa sencilla y grande: la
conquista de una libertad.
La prosa la ha alcanzado plenamente, aunque sus párrafos siguen un ritmo determinado
como las estrofas.
...El verso al cual denominamos libre, y
que desde luego no es blanco o sin rima, llamado tal por los retóricos españoles, atiende principalmente al conjunto armónico de la estrofa, subordinándole el ritmo de cada miembro,
y pretendiendo que así resulta aquella más variada. (193–94).
Lugones retoma las teorías y las prácticas de los
versolibristas franceses.7 Por un lado la versificación
deja de ser un artificio formal, un canon retórico
impuesto desde afuera, es la naturaleza hasta con7. Véase «Disolución de las formas rígidas» en S. Yurkievich, Modernidad y Apollinaire, Losada, Buenos Aires, 1968, p.
158 y ss.
73
vertirla en un principio genérico del texto, cuya forma se gesta a la par y en función del mensaje, en
un mismo impulso generador. Luego, la versificación
se extiende a toda escritura; según Mallarmé, existe dondequiera que haya ritmo; cada vez que hay
voluntad de estilo hay versificación. Para Lugones,
la estrofa moderna se caracteriza por tener «miembros desiguales, combinados a voluntad del poeta,
y sujetos a la suprema sanción del gusto, como todo
en las bellas artes». Aunque intenta abolir la isometría, se empeña en conservar la rima que pasa a
constituir el nexo estructurador de la estrofa, aquél
que establece el parentesco fónico entre los
versos. El impresionismo pictórico y musical confluyen con el versolibrismo para provocar la disolución
de las formas rígidas. Dentro de la poesía en lengua
española, Darío y Lugones propugnan y practican
la máxima amplitud morfológica; en continua mutación estilística, nunca quedan fijados en una escritura que permita, como a sus imitadores, identificarlos inequívocamente. Polifónicos, instauran la pluralidad operativa. Polivalentes provocan una ampliación integral. No sólo ensanchan el campo de posibilidades técnicas, no sólo acrecientan la elección
formal o léxica, también dilatan el ámbito temático
y destraban la imaginación de toda atadura. Así despejan a la vanguardia el camino para una liberación
más radical.
74
Julio Herrera y Reissig:
El áurico ensimismo
La originalidad de Julio Herrera y Reissig reside
en su extremismo; radicaliza todas las tendencias del
modernismo. Por exageración y por diversificación,
tensa hasta su punto de ruptura el sistema poético
tradicional posibilitando su desmantelamiento. Max
Henríquez Ureña lo filia como «ultramodernista»;1
Pedro Henríquez Ureña lo sitúa con Lugones en la
extrema izquierda del movimiento: «La tendencia barroca creció con Julio Herrera y Reissig, cuyo juego
de imágenes no tardó en hacerse alarmante, y aun
delirante en ocasiones; alcanzó pleno auge en Los
éxtasis de la montaña.».2 Enrique Anderson Imbert
también releva sus excesos: «...no hay en nuestra
poesía, otro ejemplo así de ametralladora metafórica».3 Es justamente el furor metafórico y neológico
de Herrera y Reissig lo que va a seducir a los ultraístas e influirá sobre ellos. Se sentirán atraídos
por esa fabulosa fantasía que tanto distancia de la
realidad fáctica, por esa imaginación hiperbólica
capaz de las asociaciones más desconcertantes, por
esa opulenta, por esa aparatosa maquinaria verbal
donde el referente es cada vez más postergado por
los virtuosos artificios de la estilización, donde la re1. Max Henríquez Ureña, Breve historia del modernismo,
Fondo de Cultura Económica, México, 1962, p. 266.
2. Pedro Henríquez Ureña, Las corrientes literarias en la
América hispánica, Fondo de Cultura Económica, México, 1949,
p. 193.
3. Enrique Anderson Imbert, Historia de la literatura
hispano-americana, Fondo de Cultura Económica, México, 1954,
p. 222.
75
presentación es oscurecida por el enrarecimiento
sugestivo de un lenguaje cada vez más ajeno al utilitario, cada vez más pomposo y más sinfónico, cada
vez más autosuficiente, más autofuncional más autotélico.
Más significante que significativo, Herrera y Reissig se obstina en un ostentoso formalismo, en los sentidos traslaticios, en las trasposiciones, en las rupturas de la previsibilidad, en la anormalidad, en la heterogeneidad léxica, en las mezclas sinestésicas, en
las acumulaciones exóticas, legendarias, mitológicas,
transculturales, transhistóricas. El desenfreno de su
palabra da al medio de comunicación una preponderancia dotada de tal poder de explosión y de expansión que casi lo independiza del mensaje. Todo
está llevado al confín de la verosimilidad, de la inteligibilidad consuetudinarias. Con Herrera y Reissig
estamos en el límite de tolerancia ante la inminente
ruptura de la analogía clásica, de la concatenación,
de la articulación semántica estatuidas, de la mimesis naturalista, de los códigos que constriñen a las
poéticas prevanguardistas. Estamos en la víspera de
una revolución.
Todos los incitamientos de la época, todas las
estéticas en boga —simbolismo prerrafaelismo, fantasismo, decadentismo, versolibrismo, art nouveau—
convergen en Herrera y Reissig, voraz, acumulador,
para impulsarlo a extremar sus propensiones. Tal es
el rechazo de la realidad circundante, por pacata
y por prosaica, que no la dejará entrar en su poesía
sino filtrada, enaltecida, estilizada, enjoyada sublimada, traspuesta, es decir desrealizada, desnaturalizada. A partir de un antagonismo rotundo entre literatura y sociedad, su poesía se despoja de toda
exigencia de provecho. Para preservar su poder
de transfiguración, se empeña en mantener el objeto
estético ajeno a cualquier apreciación material, pragmática. El enemigo por antonomasia del arte es esa
burguesía mercantil de principios de siglo, que ines76
crupulosamente se encarniza en su rápido ascenso
practicando el capitalismo más salvaje. En La vida,
autorretrato emblemático, Herrera y Reissig la llama
el Dragón, el Dragón que asusta al Cisne y lo obliga a replegarse en la ensoñación evasiva:
Dragón y Cisne: Constelaciones. El Dragón figura la devorante prosa moral, el bajo
utilitarismo, la pasión mezquina, el oro déspota y mercader, el vendaval de la política
industrial que seca las fuentes puras del alma
humana. El Cisne la serena y dulce poesía, el
arte contemplativo que sueña a solas. (81)4
Ante tanta adversidad de lo real, ante tamañas
restricciones empíricas, la existencia plenaria no puede sino concebirse como reivindicación metafísica, la
poesía no puede sino proponerse como compensadora ideal, como «Gallarda Pentesilea»:
Esta Amazona emblemática que atrae al
Poeta significa la Ilusión soñada, el divino
Ideal, la Forma Perfecta y Armoniosa de la
Belleza en el Arte y en el Pensamiento, la
ansiada Felicidad terrenal que tanto se persigue a través de cien reveses y desangramientos, el Amor puro y metafísico que se acerca
a Dios, reflejo radiante del Sumo Bien y de la
Suma Hermosura, la joie de vivre más elevada,
la sublime Esperanza y el ciego instinto de la
Vida. (71)
Pero este misticismo estético resulta impracticable ya no sólo en la conducta social sino también
en la producción textual. Tampoco el poema, refugio donde se quiere preservar la omnipotencia de la
4. Los números entre paréntesis indican la página de Julio Herrera y Reissig, Poesías completas, Losada, Buenos Aires,
1958.
77
fantasía, puede desembarazarse de las contradicciones y conflictos de esa complejísima encrucijada
ideológica que se produce en el tránsito del viejo
al nuevo siglo. La anhelada puridad, indicada por
las mayúsculas mayestáticas que jerarquizan y personifican abstracciones ideales, coexistirá en tensa
disonancia con las fuerzas oscuras, con desatinados
y absurdos esperpentos; el refinamiento expurgatorio, dotado para los modernistas de alto poder axiológico convivirá disputándose con el ripio, el abultamiento y la distorsión expresionistas.
Ese idealismo no es mera doctrina catedralicia,
no es mera ascesis de catecúmeno del arte, es un
transformador funcional de la escritura. Confabulado con el fantasismo y el exotismo para abolir las
separaciones que compartimentan lo real instituido,
libera la imaginación de las limitaciones fácticas, la
desgrava y la desobjetiva para poder instaurar el
predominio de las correspondencias más ocultas, de
las sutiles sinestesias que musicalizan lo visual y visualizan lo auditivo. Por vía del desarreglo de los
sentidos, provoca la fragmentación, la disolución,
la delicuescencia, la evanescencia del mundo corporal, es decir la descomposición del cuadro, de la
representación en juegos de reflejos, en haces de
sensaciones sugeridoras, en puro movimiento evocador, en vibraciones sentimentales, en pulsiones cantarinas, en alusiones que musitan lo indecible. La
tendencia al decir indirecto, aquél que quiere manifestar lo inefable, sondar lo incomprensible, revelar
lo inasible responde a un ansia de superar la imaginación reproductora de lo real externo, ansia de
trascender la inteligencia discursiva, de sobrepasar
los significados emergentes apoyándose en las virtualidades semánticas. La oscuridad del poema aspira a despertar las fuerzas mágicas del lenguaje conjuro, a provocar un extrañamiento anticipador de lo
sobrenatural. La poética modernista está imbuida
de ocultismo.
78
La fantasía de Herrera y Reissig, excitada, exaltada, convoca la más insólitas disparidades, tensa
sus poemas mediante imágenes cortantes, acumula
efectos percusores, torna la fonación sincopada, altisonante crea su propio universo lingüístico, inventa
su propia estructuración semántica librándose al vértigo de una escritura tan extravagante como alucinadora:
Acude a mi desventura
con tu electrosis de té,
en la luna de Astarté
que auspicia tu desventura...
Vértigo de ensambladura
y amapola de sadismo:
¡yo sumaré a tu guarismo
unitario de Gusana
la equis de mi Nirvana
y el cero de mi ostracismo! (265)
También la de Herrera y Reissig es una poética
omnívora; quiere involucrarlo todo, todas las épocas, todas las voces, todos los ámbitos. De tan polifónica, colinda con la parodia y el pastiche. De tan
metamórfica, de tan versátil, no hay módulo que
podamos considerar como caracterizador de su escritura; la manifestadora de su personalidad es justamente la pluralidad estilística. De ahí esa prejuiciosa sensación de inautenticidad que románticamente
se achaca a los modernistas, porque escriben textos
distantes en tanto artificiosos, en tanto no se dice
ostensiblemente autobiográficos o confesantes, textos
(se dice) donde los artilugios de avezados artífices verbales montan su propio espectáculo para enmascarar la subjetividad profunda: aparatosa máscara en
vez del verdadero rostro marcado por la vida. Pero
lo que los modernistas pierden en fidelidad psicológica lo ganan en autonomía textual, posibilitando una
enorme ampliación de lo decible. El poema, no cir79
cunscrito al autorretrato, al papel de estenografía
personal, puede instaurar su propio universo significativo.
En Las pascuas del tiempo, el «Viejo Patriarca»
que, como la poesía de Herrera y Reissig «todo lo
abarca», reúne en una «Fiesta popular de ultratumba» la mezcla más heteróclita y heterodoxa de celebridades históricas, literarias y mitológicas:
Lohengrin y el Cisne. Cadmo transformando una
[piedra.
(Pontífices, Mikados, Sultanes, Caballeros.)
Margarita en su rueca. Minos hiriendo a Fedra.
(Damas de corte, brujas, nobles y mosqueteros.)
Cristo y Mahoma charlan de asuntos de la tierra
(se alzan el Vaticano, la Alhambra, Meka y Roma);
millones de esqueletos surgen en son de guerra,
etcétera... Postdata: la Esfinge se desploma.
(46–47)
Este banquete tan dispar como disparatado muestra una irreverencia, un revoltijo de jerarquías, un
almacenamiento de tal vastedad, un humorístico desparpajo que sólo pueden provenir de una cultura
periférica, de un americano abierto a cualquier incitamiento, de un enciclopedista sin fronteras, de un
cándido internacionalista sin etnocentrismos que ostenta una panoplia multisecular, una parafernalia de
todas las edades y todos los lugares:
Mil aves exóticas. Exóticos frescos
muestran con sus barbas a los Viejos Siglos.
(Hay fu–kusas, pieles, jaspes, arabescos,
biscuits, kakemonos, dioses y vestigios.)
(47)
El boato decadentista del poema es el mismo
que rige la decoración de los ambientes belle époque
80
en los palacetes parisinos, importados por la alta
burguesía latinoamericana. Aquí musa y museo se
equivalen. El criterio estético es acumulativo, de tienda de anticuario; consiste en convocar la pluralidad
más disímil y lujuriante de estímulos sensuales, imaginativos que creen el clima de ensoñación apto para
el viaje a las quimeras de la fantasía. Se trata de
desrealizar la vida cotidiana sofisticándola mediante ambientaciones escenográficas que impone esa
teatralidad tan patente en los poetas modernistas. En
el imperio de lo antifuncional y antiutilitario por
excelencia, la naturaleza debe imitar al arte. «Las
pascuas del tiempo» está concebido expresamente
como una acción escénica funambulesca; es una celebración cantada y danzada, a la ópera bufa,
mascarada y ballet de corte. Para cada escena se indica el decorado («Un gran salón. Un trono. Cortinas. Graderías.») Y la entrada de los personajes está
marcada por efectos musicales o dramáticos. La teatralidad es un factor de extrañamiento que, al desnaturalizar y distanciar del tiempo y del espacio empíricos, rompe el cerco de la verosimilitud realista, provoca un pasaje directo a la fabulación fantástica. De
manera parecida opera el humor, disruptor que desbarata el ordenamiento convencional, la previsibilidad de lo consuetudinario. En Herrera y Reissig, teatralidad, humor y fantasía son los complementarios,
son vectores convergentes de un mismo paroxismo
imaginativo.
Lo que Herrera y Reissig dice del tiempo es
extensible a su poesía:
Su pálida frente es un mapa confuso:
lo abultan montañas de hueso,
que forman lo raro, lo inmenso, lo espeso
de todos los siglos del tiempo difuso. (37)
Ella también cultiva «lo vago, lo ignoto, lo iluso, lo
extraño»; ella también afinca en «el vago país de lo
81
abstruso». Es tan delirante el anacronismo, tan disímil la aglomeración de los concurrentes concitados
que sólo un eje de similitud tan vasto y tan difuso
como el tiempo, en su más dilatada extensión, puede
conectarlos. En la «Recepción instrumental del gran
poligloto Orfeo» todos los instrumentos resuenan a
la par evocando cada uno el mundo de su procedencia; este unísono que quiere ser sinfónico se torna
ruido confuso. Todo converge y se superpone en una
consonancia demasiado dispar; imposible armonizarla: todo se vuelve babélico; el exceso de heterogeneidad inconciliable desemboca en el absurdo y el
caos. Absurdo y caos comienzan, con Herrera y
Reissig, a convertirse en eficaces operadores poéticos.
Nuestro poeta oscila contradictoriamente entre
una trascendencia plena, paradisíaca, dadora de la
suprema armonía y de la suprema sabiduría y un
ideal vacuo, un absurdo irredento, un «infinito irreal»,
una irreductible incoherencia. Sumido en ese «apasionado extravío» que es la vida, se representa como
«corcel metafórico», irremisiblemente antitético: consciente y audaz, soñador y enfermo, paradójico y revolucionario, en dolorosa peregrinación hacia una
plenitud inalcanzable.5 Hay oscilación también entre
un absurdo positivo que libera de las sujeciones de
lo real empírico, un absurdo eufórico que se complace en el desembarazado ejercicio de la imaginación sin ataduras, y un absurdo negativo, el del sin
sentido de la existencia y la sin razón del mundo,
absurdo deprimente que agrava y desagrega. Por la
libertad de asociación, el absurdo positivo tiene el
poder demiúrgico de anular cualquier separación; es
el conciliador, el concertante que restablece el vínculo primigenio entre el imaginero y lo imaginado, que
todo lo reintegra a la unidad original. El absurdo
5. Véase «La vida» (69) donde Herrera y Reissig explicita
su estética en notas al pie de página, que explican los atributos
simbólicos de las figuras empleadas en el poema.
82
negativo es el desintegrador que todo lo disocia, el
disolvente que divorcia del mundo y que desgarra la
conciencia.6
La completud se revela como inaccesible o ilusoria. El poeta está condenado a «las luchas mentales y a las atroces vicisitudes», está condenado a
la duda, al dislate, a la insensatez. «Anfibológico,
iluso / en su cambiante sofístico» (70) no puede
superar sus paradojas. Con la conciencia escindida,
alterna entre las «eufocordias», el ensoñador ilusionismo de los «cromos exóticos», la exaltación de
las apoteosis y los «fantásticos descalabros», su torturada «Psicologación morbo-panteísta»:
Objetívase un aciago
suplicio de pensamiento
y como un remordimiento
pulula el sordo rumor
de algún pulverizador
de músicas de tormento. (251)
En «La torre de las esfinges» el desequilibrio adquiere dimensión cósmica. El informe turbión no
sólo invade la psique del poeta, puebla la conciencia, del mundo: lo absoluto cobra genio lóbrego.
El discurso se vuelve ostentosamente neurótico. El
desequilibrio del sujeto refleja un desequilibrio universal. La visión es caótica, tenebrosa, cataclísmica.
La realidad, regida por una razón espectral, se afantasma. Presa de fantásticos descalabros, se vuelve
insondable, ilegible, abismal. Es el primado de lo
subconsciente: «Lo Subconsciente del mismo / Gran
Todo me escalofría» (253). La clarividencia armónica del régimen diurno está amenazada por el acecho de las potencias oscuras, por el fondo confuso
e informe: el idealismo cultiva flores negras. El
6. Este absurdo positivo preanuncia las metáforas radicales del Huidobro creacionista; el absurdo negativo anticipa
la visión desmembradora de Trilce.
83
mundo se sume en un silencio inescrutable, en «la
gran tiniebla afónica». El «sumo Redactor», ahora
comandante de las fuerzas sombrías, escribe mensajes definitivamente enigmáticos. El hombre no puede descifrar un universo incoherente y arbitrario,
está condenado al soliloquio sonámbulo y a la tortuosa y torturada introspección. Aunque la escritura es rimbombante y retórica, caricaturescamente
preciosista, muy ornamental, esta visión desintegradora se aproxima a la del Neruda de Residencia en
la tierra.
La demencia cósmica divorcia al hombre del
mundo. Con Herrera y Reissig, lo mismo con Darío, se rompe la comunión panteísta de los románticos. El inconsciente romántico es el nexo con la
realidad original; conecta al yo con el sentido interno o sentido universal, restablece el vínculo con
las fuerzas genésicas de la naturaleza, posibilita el
reintegro al gran todo, augura el retorno final al
seno de la armonía primitiva. Con Herrera y Reissig, el inconsciente es el antagonista, el revelador de
la finitud, de la endeblez y la inconsistencia del yo
reflexivo, el determinador que esconde sus endiablados mecanismos. Es la antesala sombría del deseo, del lenguaje, del pensamiento, una región abisal constituyente de la personalidad, una espesura
impenetrable que aprisiona. El inconsciente es el
complementario inaccesible, el compañero sordo, incontrolable, el otro que cohabita imponiendo una
dualidad inconciliable; es el revoltijo del fondo cenagoso que desmantela la construida personalidad
de la vigilia. El yo consciente parece entonces como la punta de un témpano, la minúscula emergencia de un enorme volumen sumergido, el saledizo
amenazado de hundimiento por la psicosis, por la
locura. El yo deja de ser un sistema planetario con
un centro solar que lo organice; el yo lúcido es excentrado por el yo sombrío que lo desbarata haciéndole perder su identidad:
84
Siento sorda la campana
que mi pensamiento intuye;
en el eco que refluye,
mi voz otra voz me nombra;
¡y hosco persigo en mi sombra
mi propia entidad que huye! (257)
Con su «Psicologación morbo–panteísta» Herrera y Reissig quiere develar ese inconsciente que lo
desazona, auscultar su «guturación salvaje», detectar sus señales recónditas, explorar esa alteridad
despótica, internarse hacia ese vórtice desasosegador.
que lo absorbe y acapara. El poema acentúa sus rupturas, sus altibajos, su anormalidad, su excitabilidad,
se quiere registro hipersensible de estados excepcionales; privilegia lo psicótico, lo desmesurado y demencial; busca los extremos de máxima tensión, las
perturbaciones alucinadoras. Parece no haber desencadenante más eficaz del delirio poético que lo psicopatológico.7 Herrera y Reissig vuelve su canto
«insalubre», «una turbadora veleta», «un funámbulo
guiñol de kaleidoscopio», «fiebre de virus madrastros», «charco de disturbio», «bituminoso piélago», «amapola de sadismo». Éxtasis, genio lóbrego,
arbitraria lógica, oscuros naufragios, Babilonia interior, alucinaciones, epilepsias abstractas, hipnosis,
7. Los modernistas, y en especial Herrera y Reissig, son
los primeros en utilizar un vocabulario psicopatológico de muy
reciente aparición. Los préstamos léxicos provienen de la recién fundada psiquiatría; neurastenia es usado por G. Beard
en 1868, nuestra noción de inconsciente es definida por E. von
Hartmann en 1869, sadismo y masoquismo son aportados por
R. von Krafft–Ebing en 1886. En 1864 Lombrosso establece
la relación entre genio y psicosis. Por entonces simbolistas y
decadentistas comienzan a interesarse por la relación del arte
con la percepción anormal, con los aledaños de la conciencia,
con el desequilibrio mental. Véase James Hillman, «The language of psychology and the speech of the soul» en «Art International», enero de 1970, pp. 17–30; también Michel Foucault, Les
mots et les choses, Gallimard, París, 1966, cap. IX «L’homme
et ses doubles», pp. 314 y ss.
85
humor bizco, pesadilla fantasmagórica, fiebre, metempsicosis, opio, esplín, paradoja, cínica máscara
de la locura, absurdidad taciturna, hiperestesia. No
hay coherencia ni permanencia posibles, no hay absolutos que resistan el quebranto, todos los continuos
se fracturan, todo se fragmenta, se desdibuja, pierde
sentido y consistencia. El ideal se vacía y la conciencia se desajusta, se descabella, pierde la noción
de realidad:
La realidad espectral
pasa a través de la trágica
y turbia linterna mágica
de mi razón espectral... (257)
No queda sino una fantasía que gira como polea loca, autosuficiente, desligada de sujeciones externas,
una fantasía que se ensimisma para crear sus irrealidades visionarias, sus abstracciones sensibles:
Las cosas se hacen facsímiles
de mis alucinaciones
y son como asociaciones
simbólicas de facsímiles... (256)
Por fin Herrera y Reissig se aísla en su fantasía, en
una inventiva que va extremando el apartamiento
de la realidad objetiva para afincar cada vez más
en lo específicamente poético, en esa liberación del
sentido, en esa ruptura de la verosimilitud discursiva y fáctica, en esas especiales formalizaciones que
reconocemos como inherentes a la poeticidad. Desenfreno imaginativo y desenfreno verbal son correlativos de una misma energía que Herrera y Reissig
exacerba hasta el paroxismo. Fantasismo, furor
neologista y metafórico, acumulaciones disparatadas, predominio de la «euritmia» y la «eufonía»,
virtuosismo técnico, exuberancia ornamental, enrarecimiento semántico son aspectos convergentes, con86
céntricos que corresponden a un mismo afán: reforzar la hegemonía del verbo («El Verbo es todo»,
exclama Herrera y Reissig), la hegemonía de lo imaginativo y musical sobre lo ideológico.8
Rubén Darío fue un nómade que vivió en varios
países y anduvo bastante por el mundo. Los viajes
de Herrera y Reissig no fueron más allá de una y
otra ribera del río de la Plata; su deambular por la
historia y por la geografía exótica es pura fabulación excitada por estímulos literarios y gráficos, e incluso por las artes decorativas de la época. Define
el simbolismo al cual adhiere como: «una paleta
confusa, un derroche desordenado de flores exóticas de todos los países y de todas las latitudes.»9
Y pone en práctica ese derroche concretando los
fantasmas de su fantasía a través de una escritura lujuriosa. Su «Nubia de crespas campañas / y Escocia de verdes lagos», su «Noche boreal... Cerrazones / Kremlin de nácar... Apriscos / de osos que
braman ariscos / hacia las constelaciones...» (284),
su «India: elefantes, leopardos... / Judá: incensarios y sirios...», sus fulgores de «un Walhalla de
opulentos mitos / y una Bagdad de Califatos regios...», su ensoñación veneciana, sus epilepsias
libias, sus egregios zoroastros, sus unciones brahmánicas, islamitas, indostánicas, sus pompas orientales de aros, pantuflas, velos y corales, / con ajorcas y astrales gargantillas» si bien no corresponden
a una experiencia objetiva son eficaces objetivaciones textuales. La proyección quimérica se realiza
en la escritura. Lo fantasmagórico se materializa
a través de su representación tangible.
Las versiones de París, México o Mallorca de
Darío, apoyadas en un contacto directo, están tan
transfiguradas (trasladadas a un código figurativo
que impone otra percepción y otras relaciones que
8. Véase Guillermo de Torre, «Estudio preliminar» en Herrera y Reissig, op. cit., p. 32.
9. Citado por G. de Torre, ibid., p. 18.
87
experiencia llamada real) como los Cromos
exóticos de Herrera y Reissig. Herrera y Reissig
utiliza la localización remota para provocar el inmediato pasaje transhistórico y transgeográfico a otra
verosimilitud, para poner de manifiesto un tiempo y
un espacio poemáticos. Tanto la pampa de Darío
como la Arabia de Herrera y Reissig son transcripciones simbólicas, circuitos emblemáticos sujetos a
su propia clave. Son acontecimientos lingüísticos, ficción, mimesis, topología representada por una tropología, íconos, proliferación de signos cuya inmediata realidad es la del medio verbal que les sirve
de soporte. Las realidades mediatas están figuradas,
son reflejas; no reducciones sino traducciones.
la
Los promotores del viaje imaginario, de la ensoñación legendaria, del arte de la fuga fabulosa,
invocados en «Las pascuas del tiempo» son Baudelaire, Verlaine, Wilde, Richepin, Huysmans, Maeterlinck. Herrera y Reissig se nutre de teogonía grecolatina, de bestiarios medievales, de mitología bíblica, de las antiguas literaturas germánicas reeditadas por los románticos, del islamismo, del wagnerianismo, de cuentos y leyendas populares, de la
comedia del arte, de los prototipos galantes, versallescos, del hinduísmo, del orientalismo promovido por los simbolistas. El éxodo exótico puede operar a través de una recreación ambiental, por ejemplo «a la manera turca» como en Odalisca :
.
Sobre alcatifas regias, en cuclillas,
gustaste el narguilé de opios rituales,
mientras al son de guzlas y timbales
ardieron aromáticas pastillas. (281)
O el material tan heteróclito aparece como reactivo revoltijo, entra en una abigarrada mixtura tendiente a crear por utópica y ucrónica, por su humorística extravagancia, un extravasarse completamente ajeno a lo circunstancial y cotidiano, un desgaje
88
del mundo inmediato de un habitante de Montevideo a principios de siglo. La carnavalesca convocatoria se torna cada vez más descabellada, la mezcolanza fantasista rompe las contenciones, salta sobre
las delimitaciones, revuelve jerarquías, trastoca niveles, acumula imprevistos:
Entra el Rey de Kioto con un frac de adúcar;
Baco está dormido y un bufón lo roba;
Cenicienta muerde sus botas de azúcar;
(Napoleón es jockey de un palo de escoba.)
Se anuncian Tom–Pouce. Montados en cebras,
entran saludando Narciso y Pepino.
(Llueven cascabeles, diablos y culebras;
botellas, harinas y «affiches» de vino.) (55)
La metamórfica, la polifónica escritura de Herrera
y Reissig rompe con la identificación romántica entre estilo y vida, reniega de esa fatalidad que impone al poema lírico la exclusiva función de autorretrato, autoexpresión, autoexégesis, autodiagnóstico del productor del texto, donde el lenguaje está
sometido a la función de estetoscopio o de sismógrafo. La diversidad, la variabilidad formal impide enfeudar la palabra a la subjetividad profunda del poeta y pone de manifiesto los valores intrínsecos de
esa materia verbal sujeta a determinadas configuraciones estéticas. Cuando Osear Wilde dice que el
arte es ante todo superficie y estilo, está acentuando, como ocurre en los períodos manieristas, la primacía del medio sobre el mensaje; quiere afirmar que
el arte primeramente se propone como una construcción autónoma, no mimética, quiere salvar al arte de
esa subordinación maniática por lo natural, quiere
abolir la servidumbre realista, liberado de toda misión documental. De ahí el exceso de autosuficiencia estética del dandismo decadentista que llega a considerar que la naturaleza copia al arte. A fines del
89
siglo XIX, en el cruce entre simbolismo y art nouveau, hay una insistencia en lo decorativo como valor de superficie, como inmediatez estética en contraposición con la pretendida profundidad romántica. Lo decorativo se vincula con la abstracción; palabra de moda en las estéticas finiseculares, indica
un distanciamiento cada vez mayor del naturalismo
y significa que el arte formaliza lo real sensible componiendo una configuración sintética. La imagen
no es un dato inmediato de la realidad sino una
estilización inventada por el imaginero.10 El dibujo
no existe en la naturaleza, tampoco la versificación
en el lenguaje natural. El decorativismo artificioso
de Herrera y Reissig, como el de Lugones, se propone desgravar al texto de toda función extratextual, circunscribir su productividad al ámbito que
le es específico: el estético. Los modernistas cobran
conciencia de que la pintura es la disposición de
la pasta pigmentada sobre la superficie del soporte
y la poesía, una disposición de palabras sobre un espacio en blanco. Es lo que se llama conciencia operativa, conciencia instrumental o conciencia técnica.
El virtuosismo técnico de Herrera y Reissig implica la intervención transformadora del hacedor en
todos los niveles del poema, o sea el máximo de tecnicidad manifiesta. Es una realización irrealizante
en tanto comporta el máximo apartamiento de la
comunicación, de la representación consideradas como
naturales, de la normativa instituida como normalidad. Supone una depreciación de la espontaneidad
romántica: el texto no simula una génesis espontánea, no disimula el trabajo de producción. Se presenta como performance, como factura deliberada,
como fabricación (incluso en el plano léxico), como
objeto elaborado a partir de una tecnología espe10. Véase Wylie Sypher, Rococo to cubism in art and literature, Vintage Books, New York, 1960, «The Nabis and Art
Nouveau», pp. 216 y ss.
90
cializada. El poema no aparece como efluvio directo del alma, como manantial, sino como artificio,
como instrumentación textual, como composición
(en el sentido musical), como función (en el sentido
teatral), como metódica manipulación.
Herrera y Resissig practica una enorme amplitud
de registro. Tonal, atonal, susurrante, altisonante,
terso, ríspido, abunda en altibajos. Va de las mínimas vibraciones, de la levedad que linda con la suspensión, con el silencio, va de la máxima indecisión,
matización, delicadeza, a la ampulosa hiperbolia, al
énfasis operístico, a la hinchazón por sobrecarga de
vocablos inusuales, de inesperados neologismos y
metáforas extravagantes. Aparatoso, el poema se rarifica por la opulencia:
¡Yo te excomulgo, Ananké!
Tu sombra de Melisendra
irrita la escolopendra
sinuosa de mi ananké...
Eres hidra en Salomé,
en Brenda panteón de bruma,
tempestad blanca en Satzuma,
en Semíramis carcoma,
danza de vientre en Sodoma
y páramo en Ulaluma! (266)
o por una distorsión caricatural que lo descarría:
¡Haz que entre rayos celebre
su aparición Belcebú,
y tus besos, de caucho
me sirven sus maravillas,
al modo de las pastillas
del Hada Pari-Banú! (258)
Con Herrera y Reissig está tan perturbada la representación, el medio cobra tal preponderancia que
91
el motivo queda obliterado, desdibujado, sepultado
por el despliegue y la pululación verbales.
En sus sonetos eglógicos de Los éxtasis de la
montaña se produce la misma transposición artificiosa, pareja literaturización. El referente rural y
aldeano es encubierta, a fuerza de asociaciones desconcertantes, de entrecruzamientos sinestésicos, del
realce lujoso; es suplantado por un paisaje ya puramente textual:
La druidica pompa de la selva se cubre
de una gótica herrumbre de silencio y estragos;
y Cibeles esquiva su balsámica ubre,
con un hilo de lágrimas en los párpados vagos...
Sus cabellos de místico azafrán llora Octubre
en los lívidos ojos de muaré de los lagos.
Las cigüeñas exodan. Y los buhos aciagos
ululúan la mofa de un presagio insalubre... (171)
El bucolismo de Herrera y Reissig poco o nada tiene que ver con el campo uruguayo. Es una idealización que reitera las pautas del género. Lo rural
americano, si ha obrado de referencia, es traspuesto al mundo mítico literario de pastores y zagalas,
como los refrendan los Alisa, Cloris, Damócaris,
Hécuba, Upilio, Fílida, Luth, Cloe, Timo, Lux, Fóloe, Fonoe, Meampo, Bion, Lucina, Títiro que pueblan estos sonetos. Por ahí, muy de vez en cuando,
aparece la notación realista, el recoleto recato provinciano, la cotidianeidad pueblerina transcriptos sin
inflación fastuosa, sin boato ennoblecedor como
en «La siesta» (149) o en «El entierro» (186). Pero
se trata de excepciones. No obstante, las «Eglogánimas» de Herrera y Reissig, promovieron una escuela de seguidores que, queriendo abandonar los
palacios de oriente, las recreaciones arqueológicas
o las satánicas orgías de la bohemia ciudadana, se
propusieron recuperar para la poesía la vida campe92
sina, volverla al ámbito donde transcurría la existencia de la mayor parte de los americanos.
Herrera y Reissig opera el mismo transporte que
los bucólicos clásicos, cortesanos nostálgicos que
sueñan con un retorno impracticable al mundo pastoril. Su visión es idílica y la representación, arquetipal. El regreso a la naturaleza se efectúa mediante una sublimada estilización que borra todo rasgo
lugareño. La tradición de la pastoral europea provee el paisaje y los personajes, un ámbito campesino completamente colonizado por la literatura. Europeización y literaturización son aquí sinónimos. Sujetos a esta esterotipia cultural, a la que se suma la
adopción de una forma cerrada, tan reglada y tan
clásica como el soneto, las «Eglogánimas» resultan
arcaizantes e irrealistas. En Herrera y Reissig se da,
no obstante, la ambigüedad del anacronismo de un
género y un molde tan transitados, tan codificados,
tan extemporáneos, y por otra parte la modernidad
de una escritura móvil, diversa, discordante. A menudo esta discordancia actúa como factor de humor e ironía.
Herrera y Reissig propende al máximo alejamiento entre su realidad inmediata entre su subjetividad empírica y el texto. Abandona por completo
las motivaciones realistas: naturalidad, veracidad,
pertinencia. Frente a lo real objetivo, sus poemas
postulan una heterogeneidad radicalizada, como si
no tuviesen otro propósito que decir su literaridad;
exhiben ostentosamente su carácter fictivo, su condición de objetos verbales, de mecanismos productores de efectos estéticos, de artefactos placenteros.
El referente se vuelve fantástico, instancia irreal
para manifestar una realidad segunda (oculta, enigmática, suprempírica sobrenatural); el poema deviene rito de pasaje, propedéutica de lo legendario,
de lo maravilloso, promotor de la liberación imaginativa. Artificio ilusionista, agente de la fabulación
fabulosa, el poema actúa como si hubiese oposición
93
irreconciliable entre
teratura y realidad. 11
naturaleza
y
fábula,
entre
li-
El poema se aparta por completo del mundo circundante y de la comunicación habitual. Los significantes se insubordinan contra la sujeción a los
significados. Desacatan la norma de economía, atenuación y transparencia que les impone el lenguaje
utilitario. Herrera y Reissig los dota de un extraordinario relieve sensible. Lejos de ser borrados
por el significado, invierten la relación de significación para volverse objeto del decir. La sustancia fónica se convierte en factor de sentido, su articulación aporta una buena parte de la información poética. Herrera y Reissig aprovecha, con pericia excepcional, el poder evocador y simbólico de los sonidos.
Los vocablos comunican entre sí antes de comunicar
con el mundo. Las relaciones acústicas y articulatorias dotan al texto de una configuración material,
conforman la imagen estética y establecen una consonancia sensible entre la visión y la audición. Herrera y Reissig compulsa la lengua a musicalizarse,
le impone el más vasto registro orquestal que va
desde la reproducción onomatopéyica («Y estimula
el buen ocio un trin–trin de campana, / un pum-pum
de timbales y un fron–fron de vihuelas.» (165) hasta
los más sutiles entrecruzamientos sinestésicos («Zumba la pedrería musical, siempre a prisa, / de la colmena. Un grillo cri–cra entre la ventana...» (182)).
Para la estética simbolista el poeta es el revelador
de las analogías íntimas. Es la época del cromatismo musical de Scriabin y de Debussy y de las correspondencias audiovisuales de Baudelaire y de Rimbaud. Poetas, músicos, pintores buscan el acuerdo
místico, la integración de todos los órdenes sensoriales en un arte total. Herrera y Reissig es un
ejecutor magistral de esta cromomusicalidad, como
lo prueba su mallarmeano «Solo verde–amarillo para
11. Véase Irène Bessière, Le récit fantastique (La poétique
de l’incertain), Larousse, París, 1974.
94
flauta, llave de U» una especie de sonata-soneto con
aliteraciones y rimas en u, donde cada estrofa es un
movimiento con indicaciones rítmico–tonales. También «Las pascuas del tiempo» están concebidas sinfónicamente, con múltiples referencias instrumentales y corales, con bastardillas y paréntesis que diferencian los planos sonoros de un contrapunto estereofónico. Su wagnerianismo exulta a través de abundantes manifestaciones [véase sus Wagnerianas (107)].
Muchos cultismos y neologismos son efectos de consonancia, de armonía imitativa («mientras frivolizaba un retornelo / el surtidor en la heredad desnuda...» (229)); las metáforas a menudo son tributarias de la homofonía («y en la era en que ríen
granos de oro y turquesa / exulta con cromático
relincho una potranca...» (182). En «El laurel rosa»
el tratamiento de la textura fónica funciona como
transcripción orquestal; el imperio acústico comanda
este «soberbio desorden»; una arremolinada altisonancia arrebata la figuración; la homofonía desbarata las conexiones objetivas para establecer su propia homología:
De repente se hace el Ritmo
en la flamígera Corte;
Iris geometriza el curvo
baile de los tornasoles;
cabalgatas de hipocampos
rizan el piélago informe;
muge sus trompas un coro
glauco de viejos Tritones;
fijan cromáticos ayes
las Sirenas y en acordes
trampolines de agua viva,
ruedan Nereidas de ónices;
en el reloj de los Siglos
nieva el granulo uniforme
al parque un Término escuálido
mima sus barbas de azogue... (245)
95
La poética de Herrera y Reissig es el arte del derroche, está signada por la exuberancia, por la profusión, por la opulencia. Boato y alarde instrumental e icónico. El poema no busca otro provecho que
el deleite, renuncia a toda función utilitaria. Se constituye en objeto suntuario, superfluo en relación con
los valores de uso. El poema se convierte en un puro
dispositivo placentero: se desrealiza para procurar
al deseo su realización imaginaria. Artificio seductor, desgrava de las censuras realistas, absuelve del
sentido común y del sentido práctico. Por su carácter de objeto lúdico, implica estado de excepción,
interregno festivo. Intermediario onírico, posibilita
una conducta emancipada. Al colocar en situación
estética, suscita esa disponibilidad liberadora de las
energías reprimidas.
Deseo: exceso, gozoso despilfarro, destrucción
improductiva, transgresión. Herrera y Reissig monta sus poemas como máquinas deseantes. Triunfo de
Eros: el principio de placer desplaza por completo al principio de realidad: lúbrica lujuria para oponerse a la desublimación, a la deslibidinización impuestas por el racionalismo mercantil y tecnocrático.
Hay un erotismo tenebroso, mefistofélico, perverso,
ligado con profanación, caída, caos, infierno, holocausto: «me espeluzna tu erotismo / que es la pasión del abismo/ por el Ángel Tenebroso». Es neta
pulsión de muerte. Afecto a los ritos, de sacrificio,
cultiva una barbarie áulica y propende a los clímax
macabros:
Tú que has entrado en mi imperio
como feroz dentellada,
demonia tornasolada
con romas garras de imperio,
¡infiérname en el cauterio
voraz de tus ojos vagos
y en sus senos que son lagos
de ágata en cuyos sigilos
96
vigilan los cocodrilos
réprobos de tus halagos! (258)
Teatralidad, sofisticación y exotismo confluyen para
convertirse en reactores eróticos. Ferocidad sibilina,
aluvión de lujos, énfasis sinfónico, inflación preciosista, todo concurre a potenciar la descarga libidinal:
Con pompas de brahmánicas unciones,
abrióse el lecho de tus primaveras,
ante un lúbrico rito de panteras
y una erección de símbolos varones... (276)
El otro erotismo es «linfa sutil de suavidad felina»,
es emoliente, es curvilíneo («Orquestrión de la Curva»), es floral, ondulante, espiralado como los vasos
de Gallé y las rejas de Guimard. Se riza, se estiliza, se alambica, inscribe arabescos, filigranas metafóricas. El uno propende a la penetración compulsiva y destructiva, el otro licua, lactifica, tiende a la
fluencia, serpentea. Solidificador o molitivo, volátil,
voluble, voluptuoso, el erotismo instaura la insensata soberanía de una imaginación que se libra al
«Vértigo de ensambladura».
La extremada sublimación y estilización de Herera y Reissig responde a un rechazo radical de
todo utilitarismo, a una empedernida desafección
del orden fundado en el provecho, a una oposición a
las formas de vida establecidas. Su poesía actúa
como mediación distanciadora de la existencia alienada, quiere recuperar por el extrañamiento la trascendencia inalcanzable en la práctica social. Es la
denuncia de una ausencia, de una mutilación, de una
dimensión carente. Es arte subversivo: propone una
recreación imaginaria de la experiencia fáctica. Negación del orden imperante, negación de todo orden
represivo, la poesía de Herrera y Reissig se desconecta por completo de lo circunstancial y circundante
para preservar una libertad que sólo puede darse en
97
la dimensión estética. Los valores estéticos, aunque
irrealizables, implican la repulsa de los valores dominantes. El distanciamiento artístico se extrema
para preservar los poderes de la imaginación amenazada por un empirismo castrador. La poesía se
empeña en avivar la conciencia del cercenamiento.
Se refugia en una integridad ilusionista, en un uniververso de exaltada ficción para oponerlo a la violencia reductora del mundo factible.
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