MUJER EN SILENCIO - Ediciones Universitarias de Valparaíso PUCV

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MUJER EN SILENCIO
1910
Sandra Cruz-Peña
Ediciones Universitarias de Valparaíso
© Sandra Cruz-Peña, 2011
Inscripción Registro de Propiedad Intelectual N° 125.729
ISBN: 978-956-17-0486-2
Derechos reservados. Prohibida su reproducción
Primera edición de 300 ejemplares
Imagen de portada: Dibujo de la autora
Ediciones Universitarias de Valparaíso
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso
Calle 12 de Febrero 187, Valparaíso
Teléfono (56-32) 227 3087 / Fax (56-32) 227 3429
Correo electrónico: [email protected]
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Diseño Gráfico: Guido Olivares S.
Asistente de Diseño: Mauricio Guerra P.
Asistente de Diagramación: Alejandra Larraín R.
Corrección de Pruebas: Osvaldo Oliva P.
Impresión: Salesianos S.A.
HECHO EN CHILE
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AGRADECIMIENTOS
A mi madre: Mi astrolabio
A mi hija: Mi fuente de inspiración
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Dedicado a Orlando Rojas Segalerva,
y a todos mis narradores orales que
hicieron posible que sus historias
verídicas se plasmaran en esta novela
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Capítulo 1
Valparaíso. Casablanca 1910
M
atilde Vera Gamboa caminó hasta el estero que serpenteando llegaba
hasta el pueblo, pasando bajo el puente de Las Cimbras. Llevaba
consigo una frazada en un fuentón, aparentando que iba a lavar ropa. Era
una muchacha desconfiada y extrañamente audaz, necesitaba cerciorarse si
los hombres que habían seguido sigilosamente a su novio y a su hermano
hasta su rancho, andaban por esos lados, miró con atención, escudriñó el
paisaje, se agazapó entre la hierba, de allí revisó con cuidado hasta el más
mínimo movimiento en el camino y en las lomas, durante todo este tiempo
nadie caminó por esos caminos. El silencio del mediodía, el calor estático
del verano, los caminos solitarios, polvorientos, envueltos en porfiado color
sepia, le permitían observar con detención ramas y arbustos. Después de
estar segura que nada extraño sucedía, se devolvió confiada a su rancho.
Al llegar a la puerta miró hacia adentro, se afirmó en el dintel y de su cadera
cayó el fuentón. Su sombra huyó despavorida y con los ojos desorbitados
su cuerpo se deslizó hasta el suelo, quedando de rodillas, abrió la boca para
gritar, se llevó las manos al cuello, pero ningún sonido salió de su garganta. Transformada en un segundo en estatua cetrina su alma salió del lugar
volando hacia los cerros y volvió con el sonido de sus rodillas contra el
suelo. Su rancha se había transformado en un sitio de horror que jamás su
mente hubiera imaginado, no podía creer lo que sus ojos veían, el mismo
averno había irrumpido en gloria y majestad en medio de la inmutabilidad
del silencio; iluminados tristemente por algunas brasas de carbón que aún
ardían en el fogón, aquellos seres que ella más amaba yacían en el suelo,
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maniquíes desarticulados, muñecos abandonados cubiertos de sangre oscura y gelatinosa que se extendía por la tierra que hacía de piso.
En un segundo y suspendidas en el aire, quedaron las cáscaras doradas de
las cebollas, los enmudecidos trastos de la cocina, una silla y un sombrero
agazapados en el suelo huyendo de la violencia, el retrato del corazón de
Jesús inclinado con una gran abertura en el centro del pecho permitía entrar la luz del mediodía al traspasar los junquillos de la muralla.
Ingresó al cuarto en penumbras intentando asirse a una silla o a la mesa
para no perder otra vez el equilibrio, tomó la mano aún tibia de su madre,
le habló despacito, como queriéndola despertar del sueño profundo que no
tiene retorno; miró hacia el lado, espantada vio el rostro desfigurado de su
hermano, máscara informe con su ojo opalescente oscurecido de rojo; su
padre derribado en un rincón del suelo, el rostro amarillo vela de sebo, la
boca abierta guardaba un grito no gritado en unos labios transparentes; se
acercó, le acarició los cabellos e intentó balbucear un “taitita”, pero ningún
sonido salió de su boca, con el espanto atávico que se genera en las entrañas, se acercó a su novio y al amigo de su hermano estirado en la tierra,
ambos tenían manchado el poncho con un color oscuro; nunca había visto
un muerto, tampoco sangre humana, su novio tenía los ojos inmensamente abiertos como si quisiese decir algo, lo observó buscando una respuesta,
y esos ojos vacíos, perdidos en la nada, no la miraron; al amigo que venía
con su hermano, el brazo le cubría el rostro cubriéndolo del espanto.
Se dejó caer, entorpecida, en una banca, su mente nublada intentaba dar
razones a esta escena macabra, en medio del silencio que dejó la muerte.
Puede escuchar su corazón latiendo como potro desbocado, intenta sacar
la respiración, pero no hay aire para su cuerpo evanescido por el dolor.
Observó sus manos manchadas de sangre y vinieron a su mente los ñachis
de cordero, la sangre humana era igual de pegajosa, untuosa, aglutinante,
una sensación nauseabunda recorrió sus vísceras, se deslizó por su estómago y se alojó en su garganta, su cabeza pareció que en ese instante iba
a estallar en mil fuegos volcánicos; se limpió como pudo las manos en la
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falda de cretona azul. Afuera el calor rebotaba en la tierra, resquebrajaba
las piedras, paralizaba el paisaje, enmudecía las sombras, y en su cuerpo, el
frío calaba hasta los huesos.
Debía ordenar sus ideas, así decía su hermano cada vez que examinaba los
papeles que traía del pueblo. ¿Cómo se ordenan las ideas en medio de esta
escena paroxística? Tenía que intentar, debía hacerlo, sacar fuerzas de su
interior, pensar, calmarse, respirar profundo, quizás gritar, mas, no podía.
Tenía la boca seca, su cuerpo no obedecía a la mente, miró sus manos, dos
mariposas sobre las rodillas, un sudor frío le recorrió la espalda lamiendo
los hombros, reptando por su nuca. Levantó el rostro hacia el techo de paja
y se ordenó a sí misma, tranquilizarse de una vez, sus mandíbulas estaban
trabadas, los músculos de las piernas endurecidos, respiraba apresurada al
filo de una carrera desbocada por la angustia, se enterró las uñas de las manos en los muslos para calmarse, y aún así su cuerpo no dejaba de temblar,
su mente era un torbellino de ideas inconexas. ¿Qué había sucedido allí?
¿Quiénes pudieron matar a los suyos sin piedad? Todavía temblorosa, con
cada parte de su cuerpo mandándose sola, se incorporó con dificultad, se
asomó a la puerta, miró hacia todos lados, pero no vio a nadie cerca, volvió
a entrar y se sentó en el suelo al lado de su madre, le acarició el rostro sintiendo que ese contacto la tranquilizaría, los temblores terminaron, podía
respirar mejor, en suma estaba serenándose. Era verdad, entonces, que a su
hermano y a su amigo unos hombres los venían siguiendo. Pero, ¿quiénes?
ellos no lo sabían, entonces, ¿cómo podría saberlo ella? Un torrente de preguntas y recriminaciones venía a su mente sin orden alguna. ¿Por qué no
estuvo allí en ese momento? Si no hubiera ido al estero no estaría desgarrada por la impotencia, estaría allí junto a ellos viajando con la muerte.
El silencio mental al que obliga el desamparo y la confusión hacen saltar
chispazos de ideas desde lo irrelevante a lo brutal de los hechos, se hace preguntas que no tienen respuestas y respuestas lógicas que no quiere asimilar.
¿Cómo no los vio? ¿Ella que era experta con sus ojos? Quizás siempre estuvieron allí frente a sus narices. Quizás vinieron por el camino Del Caballo,
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por esa razón no los pudo divisar. ¡Debería haber caminado un poco más!
Comprendió que no podía permanecer en su rancho, era peligroso para
ella; también para otros, pero dejar abandonada a su familia, eso era impensable, necesitaba de alguien que la ayudara a darles un entierro como
se debe, pues ningún muerto puede quedar sin ser sepultado, había que
devolverlos a la tierra. “Polvo eres y en polvo te convertirás”, este era un
acto riesgoso pero imprescindible. Salió a paso rápido camino a la rancha
vecina en busca de ayuda, quedaba lejos, pero no tenía a nadie cerca para
pedir auxilio. No tuvo necesidad de caminar mucho, encontró a su vecino
que poncho al hombro iba camino al pueblo confundido con el paisaje de
yuyos, el poncho café, y su sombrero cónico de ala corta. Con la respiración entrecortada le contó su desgracia como quien dicta un telegrama,
el hombre primero se quedó mudo de asombro, miró hacia todos lados
con desconfianza y reaccionó con compasión por esta muchacha a la que
conocía desde que nació. Doliente la tomó del brazo y le dijo que lo mejor
era ir hasta el pueblo, contar a la policía lo que había pasado, no fuera a ser
que pensaran que ella lo hizo en un arranque de locura. Siempre se había
comentado que las personas cometen actos de locura ya sea por celos o a
causa de la chicha que se les iba a la cabeza.
Matilde no lo meditó y aceptó ir a la policía con su vecino, ambos partieron caminando rápido y en silencio hacia el pueblo. Jadeantes y sudorosos
llegaron al cuartel, un pequeño recinto oscuro, helado, con olor a orines al
cual la vista costó acostumbrarse, al parecer había más personas allí en otras
habitaciones, se escuchaban conversaciones y los gritos de un borracho
que pedía clemencia a través de los vapores del vino. El único policía que
estaba en su escritorio los hizo sentar, sin mirarlos siquiera les preguntó
los nombres y les pidió que dijeran a qué venían, allí entre ambos contaron con palabras desordenadas lo que acontecía. El policía, se paró de su
asiento con actitud prepotente, entró en uno de los cuartos, volvió con dos
policías a los cuales les habló en susurros, al cabo de algunos momentos,
ordenó a todo pulmón, que todos partieran al lugar de los hechos junto a
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los testigos. Los funcionarios montados a caballo les hicieron el favor de
llevarlos al anca hasta el rancho.
Al llegar, ellos recorrieron con la vista la escena fantasmagórica, diciendo a
coro y sin dudar: Estos fueron los bandoleros.
Pero ella sabía bien que no habían sido los cuatreros de siempre, esos que
últimamente habían asolado Casablanca. Suponía que aquello que su familia tanto temía había llegado en forma de muerte y dolor. Los policías le
hacían muchas preguntas que ella no contestó, sin embargo, para estos oficiales lo más importante era saber porqué el hijo de don Roberto Ansinovic
estaba entre los muertos, a lo que ella contestó sin dudar:
-No lo conozco, no sé quién es.
Las acciones restantes fueron confusas y dolorosas; los policías junto con
el campesino cavaron una gran tumba, depositaron allí los cadáveres apilados unos sobre otros, contándose su historia hasta el fin de los tiempos.
Los cubrieron con tierra, mientras ella permanecía en el centro del patio,
inmóvil, petrificada, los pies adheridos a la tierra como un arbusto más,
la vista perdida en el horizonte. Estaba allí, pero no quería ver ni quería
escuchar el sonido de las palas contra la tierra dura y enripiada.
Un policía dijo con voz ronca - A don Roberto le llevaremos el cuerpo de
su hijo… será algo muy difícil de explicar, pero él verá qué hace, nosotros
cumpliremos con nuestro deber. Si usted señorita no sabe nada, nosotros
menos. Quédese tranquila, pero le recomendamos que no salga de aquí,
nosotros vamos a investigar. Espere, la citaremos a declarar.
Atravesado sobre el lomo del caballo los policías acomodaron el cuerpo sin
vida del hijo de don Roberto y partieron con su carga mortuoria.
El suelo de tierra del rancho quedó mojado; entre todos los hombres habían lavado con agua para limpiar la sangre. El vecino salió al patio, cogió
unas tablas de un rincón, fabricó una cruz, la enterró señalando la tumba y
se fue silencioso, con el ceño fruncido sin mirar siquiera a la muchacha. El
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hombre pensó que por ayudarla y haber sido considerado con ella, estaba
envuelto en un grave problema; que sus vecinos hayan muerto era una
cosa, pero que el hijo del dueño del fundo, quizás dueño de ese mismo
predio donde ellos vivían también estuviera muerto, era otra cosa, algo
que este hombre presentía como muy grave. Mientras caminaba de vuelta
a su rancho pensaba que no podía contarle esto a su familia, pues todos
pensarían que los llevarían presos por algo que ellos no sabían y esto, que
era un problema quizás de bandoleros, si la policía no encontraban a los
culpables, serían ellos quienes acarrearían con las culpas. Siempre pasaba
lo mismo, tenía que haber algún culpable, eso lo hacía caminar pateando
las piedras y pensando en el maldito momento en que esta muchacha se le
fue a cruzar por el camino.
En su rancho, Matilde quedó sola, sentada en una banca, enjaulada en su
dolor. La rancha en corto momento se llenó de moscas que susurraban un
coro monótono y discordante atraído por el olor metálico de la sangre,
pero ella no las oía ni las veía. Ansiaba razonar, pero su angustia era tan
inmensa que las ideas saltaban de aquí para allá sin coherencia alguna.
Paulatinamente y a pasos cortos, sus pensamientos fueron convergiendo
en un solo propósito. Al pasar las horas se levantó con dificultad, como si
llevara un bulto en la espalda, las piernas apenas las podía mover, el cuello
le crujió como paja, levantó la cabeza y apretó los puños. La decisión estaba tomada, debía partir, debía salir cuanto antes de allí, no exponerse a los
interrogatorios ni a las investigaciones de la policía, la vendrían a buscar
para hacerle preguntas que no debía contestar. Era momento de abandonar
el rancho y dejar en su tumba a quienes más quería: su padre, su madre, su
hermano y al hombre que iba a ser su marido.
En un acto de empoderamiento desconocido en ella, propio de una mujer
en crisis, comienza a desbordar entereza, valentía y coraje, decide con osadía que buscará a los responsables de este hecho sangriento. Efectuando un
rito sacramental, llevó sus dedos a la boca haciendo el signo de la cruz, hizo
el juramento solemne de encontrar a los asesinos, se los juró a los suyos allí
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mismo, también se lo juró a sí misma.
Ella era una campesina a la cual jamás nadie le pidió opinión alguna, era
una simple mujer; sin embargo, tenía conocimiento de todo lo que se debe
saber en relación a los movimientos que se llevaban a cabo en su casa, y
muchas otras cosas que al parecer solo algunas personas estaban enteradas,
que ella conocía, y este era su punto de partida y fortaleza, era el momento
en que debía demostrarse a sí misma de lo que realmente era capaz, de poner en marcha todo lo que había aprendido en estos últimos años. Atando
cabos, según lo que su hermano había dicho horas antes, los hombres que
hicieron esto eran afuerinos, los buscaría por cielo y tierra, así le costara la
vida, de todos modos, sola y sin familia su vida no tenía ningún valor, el
único objetivo que la supeditaba a seguir viviendo era encontrar, buscar y
rastrear la huella de aquellos que tanto mal habían hecho. Debía guardar
silencio, el silencio secreta los poderes, nadie ni nada le harían hablar sobre
esto o acerca de lo que sabía, esta sería su mejor arma de defensa y se repite
en silencio:
“Caracol, caracol, saca tus cachitos al sol”, eso será el día en que haya terminado lo que voy a empezar. Está decidido. Sí, su destino será Valparaíso,
y su ocupación lo que salga, siempre que sea decente.
Esta mujer se ha convertido en una loba tras su presa, levantó el rostro, recorrió con la mirada la lóbrega, trasmutada y en este instante, desconocida
habitación, sus ojos se oscurecieron y en un rictus de introspección, apretó
los labios con determinación. Se había gestado en ella la venganza, se había
parido a sí misma.
Del sencillo cajón de la ropa que guardaba para cuando tuviera su propia
rancha, un baúl nuevo, perfumado con flores de manzanilla que auguraban promesas nuevas, ese, que le había confeccionado su padre con mucha dedicación y al que su madre llamaba orgullosamente “el cajón de la
novia”, sacó el delantal blanco. Del suelo recogió el pañuelo de su novio
Anselmo, el que se ponía al cuello cuando la venía a visitar, se lo pasó por
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la mejilla en un humilde acto de amor; hizo un bulto con el delantal y puso
allí el pañuelo. Volcó el agua de la olla sobre el fogón, el humo se batió
violento entre sus cabellos, deslizándose por su rostro, mezclándose con
el sudor helado de su frente. Buscó el peine de carey que su mamá usaba
en el moño, aquel que algún orfebre caló delicada y finamente, el de color
café, con manchitas amarillas y cinco dientes largos y curvos que tan bien
afirmaban el moño, ese peine, el más preciado bien de su madre no estaba por ningún lado, lo buscó por todos los rincones de la rancha; movió
con urgencias de parturienta todos los muebles, hurgó por los rincones,
desafió a los trastos que volaron por los aires empujados por su angustia,
al fin dándose por vencida supuso que el peine lo llevaba puesto su madre
cuando la sepultaron, y este fue un dolor más que se sumó a los otros, hubiera querido tener esto con ella, algo material que la uniera a su querida
mamaíta; era extraño, pues no podía recordar si su madre llevaba la trenza
suelta o afirmada con el peine cuando la sepultaron, era como si una nube
hubiera borrado este detalle; algo había ocurrido en su mente, algunos
instantes vividos fueron eliminados de sí misma a jirones, al fin se rindió a
la búsqueda, no podía perder más tiempo. Con agilidad extrajo del cajón
de la ropa de la familia el rebozo, la falda negra y la blusa blanca que tenían
para ocasiones especiales, se vistió como mejor pudo, no tenía otra ropa
adecuada, era verano y el calor la sofocaba, debía conformarse con lo que
tenía, se miró las manos y ya no temblaban, estaban firmes como rocas,
se peinó, arregló su trenza mojándose el cabello con el agua del jarrón del
aparador que no tenía espejo, la afirmó con una cinta celeste al extremo;
era su madre quien siempre la peinaba por las mañanas en la puerta de la
rancha sentada en un cajón, agradeció no tener el espejo, por primera vez
no deseaba mirarse la cara; ella que siempre le había rogado a su papaíto
que encargara un espejo a Valparaíso, para arreglarse y verse bonita cuando
venía Anselmo a cortejarla, ahora menos mal que no tenía dónde mirarse.
Estaba en conocimiento, que su madre guardaba en un tarrito junto al
fogón algunos pesos de ahorros, los encontró, los guardó con cuidado en
su corpiño, eran siete pesos, ese era todo su capital, se aseguró bien bajo el
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brazo el delantal y el pañuelo, con un gesto de ironía tomó la herradura de
la suerte que yacía tirada en el suelo y la acomodó en su clavo de la puerta
de entrada, como signo hipócrita de estas desdichas. Echó a andar hacia
el camino a paso rápido, no quiso mirar hacia atrás, una cuerda le ceñía
la garganta y una plancha le apretaba el pecho. Rápida como el viento de
invierno apuró sus pasos hacia su destino. Divisó una carreta de pasajeros
y carga parada en dirección al puerto casi frente al sitio de su rancha, los
bueyes eran color café y en la carreta dos hombres iban sentados; el carretonero fumaba como quien espera pasajero o encomienda. No lo pensó dos
veces y corrió hacia ellos; al llegar se acercó mirando si alguien más venía,
con un hilo de voz le preguntó al dueño de la carreta.
-¿Va al puerto, caballero?
-Suba, señorita, su lugar está en mi carreta.
-¿Cuánto cuesta el viaje?
Ella temía que el dinero no le alcanzara para pagar, nada sabía de precios,
ni siquiera cuánto costaban las cosas o la cantidad de pesos que se necesitaba para dormir en algún lugar, todo esto era desconocido para ella, jamás
fue a la feria del pueblo a comprar, ni menos había abordado una carreta
para viajar.
-Suba no más, hoy no cobro por aquí, dijo el carretonero.
Se acomodó en un tablón que hacía de asiento frente a los dos hombres que
estaban sentados uno al lado del otro. Agachó la cabeza, se pasó la mano
por los ojos, y no estaban húmedos, entonces comprendió que se podía
llorar sin lágrimas. Con la mano como garfio, aferrada a la baranda de la
carreta, la pasajera Matilde Vera Gamboa mira pasar los árboles al compás
del trote de los animales que levantan una nube de polvo gris mientras las
piedras del camino hacen chirriar los ejes y saltar las tablas del piso de la carreta remeciendo a sus ocupantes y a la carga. Los dos hombres que lleva la
carreta guardan silencio; el que está sentado en la tabla del frente fuma un
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cigarrillo con fruición ascética, le observa los pies descalzos, anchos, con
uñas largas, curvas y negras que apuntan hacia el suelo, el ala del sombrero no permite adivinar su rostro; a su lado, el campesino más gordo hace
esfuerzos por mantenerse sentado en el asiento, lleva un poncho café del
que cuelgan hilachas, telas de arañas de ropa vieja, tan vieja como sus años;
la carga de frutas que llevan estos hombres a Valparaíso amenaza cada vez
que salta la carreta con hacer rodar fuera de su lugar las bolsas de yute y las
cajas con uvas negras. La espalda encorvada del carretero parece llevar un
mundo de problemas a cuestas, pero aún así, con ojos avizores de ave carroñera trata de adivinar los baches de la huella. El camino pedregoso, los
socavones desdibujados de tierra hace difícil su trabajo, de vez en cuando
con un pañuelo sucio y arrugado se limpia los ojos. Los árboles de inmutable color café a causa del tierral se mimetizan con el camino de tierra, cada
cierto trecho, se divisa un viñedo perfectamente alineado, o un manto de
espigas doradas que quiebra la monotonía del paisaje.
Esta pasajera a la cual el sufrimiento ha lanzado a los brazos de la libertad
no es libre, está atada al demonio de la ira. De niña le enseñaron que en
el corazón habitaba el amor, pero ahora cree y siente que en su corazón se
alberga la amargura y el dolor. La muerte, guadaña en mano cercenó sus
sueños y desdeñó su humilde vida, y ella, desde el cristal trizado de su alma
ahora agradece estar viva, solo pide un breve tiempo, solo el suficiente
tiempo que media entre el propósito y la venganza. Sus enormes ojos negros están apisonados de terrores y de urgencias, parecen más oscuros por
las pestañas largas, retintas que enmarcan un rostro ovalado de pómulos
altos; el cabello sujeto por una trenza y la piel oscura denuncian el rigor
del trabajo en el campo, pequeña, maciza, bien alimentada a punta de
legumbres y cazuelas, es a sus veintitrés años una mujer fuerte. Su pollera
negra recoge la tierra que lanzan las patas de los bueyes, tierra herrumbrosa
que la envuelve, aprisiona, asfixia, convirtiéndola en parte del paisaje; esa
falda parece lo que es, una falda recién sacada de un cajón donde algún día
se guardó para mejores ocasiones, ahora se ve vieja, antigua, con un color
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que quiere ser negro café; sobre sus hombros lleva el rebozo de lana lavado
muchas veces. Con su mano aprieta el bulto de ropa sobre su pecho, como
también los pesos que guarda en su corpiño, aferrándose a ellos ante un
futuro incierto y desolador. Está transitando de una adversidad a otra sin
respiro. Con voz de mando, el carretonero la saca desde lo más profundo
de sus tormentos:
-¡Oh! ¡Oh!
Es la parada obligada para hacer descansar a las bestias y darles de beber,
bajar a los pasajeros y estibar la carga que con tantos embates ha salido de
su lugar. Se baja con su pequeño bulto y espera ansiosa. Nunca ha viajado
a Valparaíso, debe hacer lo que los otros hacen. El hombre del cigarrillo se
acerca y le pregunta
-¿A qué va a Valparaíso? señorita. Y no obtuvo respuesta.
Ella volvió la mirada hacia atrás, aún se divisaban algunos techos de adobe
y paja del rancherío de Casablanca; allí quedaba su vida y recordó lo que
decía su madre: “Cuando partas de algún lado, no mires hacia atrás, trae mala
suerte”. Ese recuerdo la estremeció y enfiló su mirada hacia el camino por
recorrer; las ojotas que llevaba podían dañarse al caminar por las piedras
filudas, eran las únicas que poseía, además con ellas debía enfrentar la ciudad, entonces decidió quedarse quieta donde estaba mirando hacia el otro
lado para evitar que el hombre le hiciera más preguntas. Por primera vez
en su vida estaba sola, sin nadie en quién confiar, con su tormento envolviéndola entera como una mortaja, dolor que se desliza por su estómago,
cuchillo candente, en un iterativo monólogo interior con sus demonios. La
sensación de pérdida y duelo está vívida en todo su cuerpo, pero ella no es
como esas madres que pierden un hijo y se sientan al lado del angelito con
la resignación que otorga lo inevitable; no es así, no podrá ser nunca de este
modo, porque el zarpazo del dolor la ha convertido en un perro hambriento que con la nariz dilatada va en busca de su presa. Petrificada mira a los
bueyes que toman con avidez agua de unos baldes que le puso su dueño,
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entre las babas se desliza el agua del balde que a grandes lengüetazos sorben
las bestias con deleite gozoso, haciendo sentirla más infeliz por la sed que
seca su boca y empergamina sus labios; no tuvo la precaución de traer agua
consigo, no lo pensó siquiera, pero ahora esto se ha transformado en una
necesidad, necesidad que no podrá satisfacer, por lo que debe concentrarse
en otra cosa. Las bestias con su sed ya calmada hacen resonar sus tripas
como si un torrente se hubiera repartido por sus entrañas, las orejas prestas
a percibir cualquier ruido se enfocaban aquí y allá conforme el viento pasa
por sus humanidades, ella los mira y piensa qué poco necesitan los animales
para ser felices y sus pensamientos se centran en los siete pesos que lleva en
su seno; podría haber vendido las gallinas para tener unos pesos más, pero
no hubo tiempo. Su rancho estaba en un terreno que nunca supieron a
quién pertenecía, siempre habían vivido allí, lo único que sabía era que el
fundo de al lado se llamaba El Tapihue, que pertenecía a la familia Montt,
un ex presidente de la República, había otro fundo, quizás era en el que
ellos vivían, El Mirador del cual se decía que don Roberto Ansinovic era el
dueño, pero a decir verdad nadie sabía bien a quién pertenecía, en todo caso
de quién fuera el fundo era lo menos importante. Su padre en cuanto se
puso de novio con su madre levantó la rancha con maderas, paja y adobillo,
sujetando muy bien el techo con piedras para que no lo llevara el viento
en invierno, lo levantó en el lugar que le pareció más bonito, poco a poco
la fue agrandando con restos de maderas y calaminas que traía del pueblo;
hizo una pirca alrededor y su madre plantó hortensias y rayitos de sol para
que se viera bonita. Allí nacieron ella y su hermano en la payasa de sus padres ayudados por la comadrona del lugar, doña Auristela, mujer que sabía
de nacimientos y muertes; atendía a las mujeres en sus trances de parto,
conocía de los pujos y brebajes para parir sin problema, también sabía todo
lo referente a los cuidados del recién nacido. Si algún niño moría, era ella
quien tenía la sillita para sentarlo bien amarrado sobre una mesa, poseía las
alitas de papel en tiritas para adornarlos, con la finalidad de hacerlos parecer
angelitos prestos a ingresar a los cielos y de esta forma rendir los honores
correspondientes a un habitante más de la corte celestial. Matilde se obliga
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a pensar en su familia, eso adormece el dolor ronco de su alma; allí, en ese
rancho, habían habitado su madre Estela, su padre Segundo y su hermano
mayor Pancho, y esa era toda su familia. En medio de su inmensa pena
busca aquellos recuerdos felices, vienen a su memoria esas fiestas familiares
que para los Vera era todo un suceso, Navidades y Año Nuevo, y por sobre
todo el Día de la Patria cuando instalaban una bandera en un asta al pórtico
de la choza. Su madre hacía mistela para festejar, a la cual le decía con cierta
picardía “agüita de palito”. De niños iban al pueblo a ver tocar la banda en
la plaza, los niños de la escuela de un fundo lejano desfilaban por las calles,
cantaban los niños del coro de la parroquia, el señor Alcalde pronunciaba
su importante discurso anual, el presidente de los agricultores declamaba un poema con sentimiento llorado, versos que la octogenaria señorita
Eduvigis Del Campo, prima de alguien importante, esperaba ansiosa a fin
de sacar a relucir su pañuelo bordados durante el invierno con sus manitos
artríticas; pero ahora que estaba crecida, no concurrían a estas celebraciones, su padre opinaba que era una pérdida de tiempo y en su pedazo de
tierra nada de esto sucedía, solo bastaba la alegría, el cariño de su familia y
el de Anselmo su novio. Él viajaba todos los días al pueblo, traía las últimas
novedades, era ameno y dicharachero; escuchar hablar a Anselmo era como
viajar a otro mundo, tenía tantas palabras lindas, que Matilde muchas veces
se quedaba repitiéndolas una y otra vez aunque no supiera lo que significaban, por ejemplo, nunca le pidió que le explicara qué significaba la palabra
“Jolgorio”, era una palabra tan bonita…
Volvió a la realidad pues parada allí en medio del polvoriento camino sintió
un fuerte deseo de orinar, comenzó a buscar con discreción un lugar oculto
donde hacerlo. Cuando salió detrás de un árbol cómplice, el hombre que
llevaba la carreta ya había terminado de acomodar su carga y llamaba a que
se subieran para continuar el viaje. El calor iba cediendo su paso a la tibia
tarde. Se acomodó otra vez en el tablón y sus pensamientos se trasladaban
desde lo incierto de su futuro a lo que fue su vida familiar, los recuerdos
felices pasaban por su mente, pero aquella vivencia siniestra aún la hace
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temblar. Intenta acordarse si apagó el fogón, pero no puede recordarlo,
ahora, tampoco le interesa. Había sido feliz, había tenido la esperanza en
sus manos, la esperanza de muchos campesinos como ellos; se había esforzado tanto por esto. Al salir de su rancha no se preocupó de revisar el granero, de ver si había sido descubierto aquello que seguramente había sido
la causa de toda su amargura, se consolaba de esto pensando que solamente
la fuerza de la ira y la desesperación la empujaron a salir arrancando.
Otra vez la marcha y los tumbos por el largo camino a Valparaíso, los
hombres la miran de vez en cuando. ¿Será preocupación la mirada de estos
hombres? ¿Tal vez están intrigados sobre su viaje? Quizás se enteraron de la
noticia y ya se sabe en todo el pueblo. ¿Serán ideas suyas? La mente le juega
malas pasadas a las gentes, ella sabe que no hay que confiar en nadie, eso lo
aprendió de chiquitita, por lo que mira hacia otro lado para no enfrentar
las miradas de estos extraños y que en su rostro no encuentren rastros de
lo acontecido, debe hacer como si nada pasara, ella va a trabajar al puerto
y punto. Silencio, pasar inadvertida, no hablar, enroscarse en sí misma, aunar en su alma el poder del secreto. No quiere pensar más en eso, entonces
para calmar su espíritu, vuelve sus pensamientos hacia su madre, cuando
al atardecer salía a recoger las gallinas con un tarro de maíz en la mano y
un sonoro tiqui tiqui ti, las hacía venir y las encerraba en su gallinero, era
una mujer trabajadora, luchadora por su familia, era tan linda, de cabello
largo, negro y crespo, su cuerpo era redondo y acurrucador, sus manos tenían olor a leña y a pan recién horneado; su padre era un hombre sencillo,
callado, conocedor de la tierra y las siembras, quien ocupaba todas las horas del día en procurar los medios económicos para su familia. Apretó sus
ojos para ubicarse en el momento que estaba viviendo; al abrirlos, observó
que el carretonero fumaba con parsimonia casi sacerdotal, el caminar de
los bueyes marcaban un compás monótono y persistente que acumulan
angustias cada vez más intensas, haciéndole parecer que hace una eternidad que viaja en la carreta, pero algo dentro de ella desea que el momento de llegar al puerto se sigua retrasando, una tremenda incertidumbre la
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agobia al pensar cómo abordará la ciudad, dónde irá, serán suficiente los
siete pesos que tiene para encontrar un lugar dónde dormir y descansar. Se
imagina al día siguiente caminando por las calles para encontrar un trabajo como doméstica, lavandera, cocinera o lo que fuera decente, y hacerlo
todo de tal manera que le permita llegar al objetivo de su ira; esa idea casi
la trastorna, tiene amarga la boca, le traspiran las manos y sigue aferrándose a la baranda de la carreta como queriendo encontrar un sostén ante su
tremenda desolación.
El hombre gordo del poncho le ofreció un pedazo pan que sacó de su bolsón, Matilde lo rechazó con cortesía, no podía tragar ni siquiera la saliva,
era tanta su desesperación que se hubiera bajado y corriendo llegaría nuevamente a Casablanca, de inmediato se responde que ya no tiene a nadie
en su rancha, que el solo hecho de que sea llamada para ser interrogada, es
un peligro para ella y para muchos otros. La embargan oscuros recuerdos
que aun no puede creer y unas ganas tremendas de llorar, de gritar la amargura que lleva en su alma y no puede.
Ha anochecido, la oscuridad va inundando el paisaje, los pocos árboles
del camino se han transformado en bultos oscuros y de aspecto triste, el
camino sigue irregular, la tierra igual, a veces roja, otras café, las piedras,
los desniveles, todo el paisaje es monótono y opaco, como ella. A pesar que
el trote de los bueyes parecía lento, poco a poco alcanzaron a otras carretas que en caravana viajan todas juntas, las había divisado desde lejos, sus
gentes, sus bultos que daban tumbos como si se fueran a desarmar, todos
en marcha hacia Valparaíso.
Según lo que le había contado su hermano Pancho, Valparaíso era diferente, tenía numerosas casas enormes, como si las hubieran subido unas sobre
otras, de dos o tres pisos, grandes y lujosas, donde vivía la gente rica, donde
eran felices, pero también habían conventillos donde vivía el proletariado,
ahí era terrible la vida. ¿Dónde llegaría ella esa noche? Lo más probable era
que fuese a una casa modesta donde sus siete pesos alcanzaran para dormir.
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¿Cuánto costarían los alimentos? Habría que esperar para saberlo. Y de
nuevo se le apretó el corazón como si le hubiera dado una voltereta.
Otra vez la voz del carretero dio la orden de bajarse, pero esta vez para
dormir a la vera del camino. ¿Dormir? Es decir, que quedaba mucho camino por recorrer, bueno se dijo, haré lo que los otros hacen. Después de
todo, esto o lo otro que se dispusiera para el viaje le parecía indiferente a
sus desgracias: el hombre que comía el pan lo hacía con tanta ansiedad
que su goce le dolió. Se bajó y apoyada en la baranda de la carreta vomitó.
A la orilla del camino, otras carretas estaban sin sus pasajeros, todos se
habían acomodado para dormir, unos al lado de los otros, como piedras
del camino. De la carreta en que iba, los hombres se bajaron, sacaron sus
bultos y cobijas para abrigarse acomodándose en medio de las matas. Del
bolsón rectangular que estaba en la carreta, el carretonero sacó un poncho,
se acercó a Matilde y se lo puso sobre los hombros.
- Tome Matilde para que se abrigue.
Sorprendida lo recibió. ¿Cómo supo su nombre? Pero la calidez de su abrazo, la suavidad de su voz, el gesto de protección hacia ella le hicieron confiar, no preguntó nada y le dio las gracias asombrada por la dulce mirada de
sus ojos dorados; nunca encontró ese acercamiento de ternura en la mirada
de Anselmo, algo le dice que puede contar con este hombre bueno en estos
momentos difíciles por los que está pasando. Se acomodó entre unas piedras y se dispuso a dormir, estaba cansada, el cuerpo adolorido como si un
caballo la hubiera pateado; mas, la angustia la despertaba cada cierto tiempo con sobresaltos. Miraba el entorno, todos dormían, incluso los de las
otras carretas que estaban cerca. No pudo más con su aleteo muscular, una
vez el brazo, otras una pierna, se levantó para caminar un rato, de inmediato el carretonero también se levanto, en voz baja, con delicadeza de abuelo,
le advirtió que era mejor dormir para amanecer bien. Volvió a acomodarse,
el hombre la abrigó con la manta como quien abriga a un niño pequeño.
Intentó dormir, se tapó la cabeza, pero de inmediato se destapó al sentir
un intenso olor a sangre, metálico, intimidante, miró para todos lados y
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no vio nada, olió la frazada, acercó su nariz a los antebrazos, a las manos,
estaban limpias, era su mente que le estaba jugando una mala pasada. En
su inconsciente y en el fondo del paladar se aloja la angustia olor a sangre
que manchó la tierra de su rancha. ¿Dónde se esconden los culpables? El
motivo ahora lo tiene claro, pero ¿quiénes fueron? Debería amanecer, pero
no despunta el alba, intenta dormir pero no puede, quisiera acomodarse
mejor, mas las piedras se lo impiden y no puede moverse del lugar en el
que se encuentra ya que el carretonero puede despertarse por su culpa… el
cansancio finalmente la vence.
Amanece, en el horizonte los primeros atisbos de luz iluminan el camino,
el paisaje despierta, todas las carretas se preparan para partir, los animales
se sacuden lanzando sus babas a diestra y siniestra, se escuchan voces a lo
lejos, los gritos de los otros carretoneros acomodando los bueyes a las yuntas y subiendo los enseres a las carretas, todo es rápido, se apuran unos a
otros. Hay que partir pronto para llegar al puerto antes que termine el día.
Matilde se sonroja al darse cuenta que ella es la única que aún duerme, ágil
como conejo se levanta, toma la manta, la coloca en el bolso de la carreta,
se acomoda su bulto y los siete pesos bien apretados al pecho.
-Siempre vamos todos juntos por si algo pasa, uno nunca sabe, por aquí los
cuatreros hacen de la suyas - quien así le habla es el hombre del poncho.
Ya está lista la carreta con su cargamento y sus bueyes bien asegurados a la
yunta, rápidamente suben sus tres ocupantes arriba de la carreta otra vez.
El carretero azuza a sus bestias con una vara. “¡Vamos “Letra” – “Negra”
andando!” y silba a sus animales apurando su andar: “!Letra” – “Negra!”
La mañana se ha tornado anaranjada, como fruta madura, los árboles del
camino se han transformado café claro y verdiamarillos. El sol esparce sus
rayos con timidez de niño sobre la cima de los cerros, sol que por las mañanas es humilde y que a medida que transcurren las horas se va trastornando
hasta hacerse esquizoide de tanto ardor. Al borde del camino, uno que otro
árbol manchado de florcitas blancas o amarillas que alegran el paisaje. Los
hombres de la carreta se abrigan con los ponchos, Matilde se ha cubierto la
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cabeza con el rebozo, el sol matinal no le calienta ni el cuerpo ni el alma.
Han comenzado a bajar una cuesta y otra vez los tumbos, balanceos de un
camino barrancoso, serpenteante, desbocado. Carretas y bueyes se estremecen, tiemblan, se agitan enfebrecidos de temor. Todas las carretas van
en fila hacia el puerto de Valparaíso cuidándose unas a otras de bandoleros,
piedras y baches traicioneros.
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