La selección del comisario - Museo Thyssen

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La selección del comisario
Jean-Louis Prat
Marc Chagall
Dedicado a mi prometida, 1911
Óleo sobre lienzo. 196 x 114,5 cm
Kunstmuseum Bern
En esta obra que se presta a diversas interpretaciones, Marc Chagall
no trata de ser realista. Es una composición extraña, concebida en la
exaltación de una noche, que evoca con fuerza inusitada un tema del
que generalmente se esperaría más dulzura. Es el poeta Blaise
Cendrars, vecino de Chagall en La Ruche, donde el pintor instala su
taller al llegar a París en 1911, quien pone el título a este cuadro de
gran formato que, con su feroz energía, produce una fuerte sensación
de desasosiego. En este universo impetuoso, el rojo domina
magistral y naturalmente la salvaje postura del personaje central,
híbrido de hombre y animal, que parece reírse con sarcasmo del
mundo que le rodea al tiempo que una solitaria figura humana, boca
abajo, le escupe desde arriba. Es la primera vez que Chagall pone en
escena un mundo tan insólito, en el que de manera instintiva lo
humano se alía con lo animal. El espectador se halla aquí ante una
modernidad distinta. A Robert Delaunay le costará que la obra de su nuevo amigo se admita
en el Salon des Indépendants de 1912, pero finalmente estará allí. La vitalidad y la
originalidad de Chagall sorprenden a todos los artistas del momento. En el París de
comienzos del siglo XX, símbolo entonces de la vanguardia con el impresionismo, el
fauvismo o el cubismo, Chagall afirma su presencia de un modo singular y evidente.
Marc Chagall
Gólgota, 1912
Óleo sobre lienzo. 174,6 x 192,4 cm
The Museum of Modern Art, Nueva York. Adquirido a través del legado Lillie P. Bliss, 1949
El formato monumental de este cuadro refleja la importancia
del tema en la tradición judeocristiana. Chagall lo pinta en
1912, en su taller de La Ruche, con tanta energía como
sapiencia. Titulado originalmente Dedicado a Cristo, se
expone ese mismo año en la berlinesa Galería Walden. Las
grandes dimensiones del lienzo reflejan la magnitud que tenía
para el artista este tema, que estaba vinculado a sus raíces
personales más profundas –algo que parece ausente del
lenguaje de sus colegas del momento. Con destreza y
espectacularidad, Chagall utiliza una serie de formas que
recuerdan al cubismo para representar a un Cristo que en este caso no descansa en la cruz.
Juega con el aspecto irreal del fondo, a base de suntuosos destellos de verde, azul y rojo, para
dotar de un espacio «sobrenatural» –término que aplicará a su pintura Guillaume
Apollinaire– a la presencia del Cristo, al que imprime así el misterio de la fe. Chagall extrae
del fondo de su memoria todo lo que de maravilloso hay en ella, y reafirma su autoridad al
hacer una lectura personal de un tema tan complejo como éste, una de las bases de su cultura
y uno de los grandes asuntos de la pintura occidental. Y, en los albores del siglo XX, inscribe
así en la modernidad el motivo de la Crucifixión, tan característico del gran arte clásico.
Marc Chagall
El violinista, 1912-1913
Óleo sobre lienzo. 188 x 158 cm
Collection Stedelijk Museum, Amsterdam, on loan from The Netherlands Cultural Heritage
Agency
El violinista invade el espacio central de este cuadro de gran
formato, sobre el que reina de manera absoluta: baila apoyando el
pie sobre el tejado de una casa, y a su alrededor se ve un caserío que
recuerda a Vitebsk, donde Chagall pasó su infancia y su juventud.
Desarraigado en París, el artista acude a los recuerdos de su Rusia
natal, a todo lo que constituye su naturaleza, a la cultura judía que
está siempre presente en sus pensamientos. En Francia encuentra
entonces una nueva plenitud, una nueva visión artística. Pinta de
noche, y de día visita las galerías y los museos, el Louvre entre
ellos. Frecuenta a la vanguardia francesa, y descubre así una
cultura totalmente desconocida para él. Chagall es un colorista nato, y en este cuadro utiliza
una paleta rica y sombría para describir la ciudad, una paleta que por no por casualidad
resuena en el rostro del violinista, que es verde, en la barba azul y en el abrigo de color nieve
como los tejados de las modestas casas que le rodean. El violín, amarillo, aporta otra
sonoridad distinta, y hace que la composición arranque a cantar en medio de una zarabanda
en la que todo se mueve a un ritmo endiablado. Es un arte de inspiración popular que por su
estilo adquiere un carácter universal.
Marc Chagall
El vendedor de ganado, [1922-1923]
Óleo sobre lienzo. 99,5 x 180 cm
Centre Pompidou, París. Musée national d´art moderne/Centre de création industrielle.
Dación 1988. En depósito en el Musée de Grenoble
En este cuadro de 1922, cuyo formato viene determinado por
el propio tema, Chagall habla de un mundo cotidiano que
conoce muy bien, que ha vivido como un niño maravillado y
rodeado del cariño de los suyos. En aquella comunidad judía
hasídica, basada en leyes estrictas y en prohibiciones, Chagall
siente la necesidad de expresar con un espíritu irreal y
fantástico unos temas cuya realidad, no poco banal, es sin embargo indiscutible. Los
magnifican la potencia expresiva y la imaginación del artista. Así sucede en este Vendedor
de animales, segunda versión de un cuadro de diez años antes que Chagall pensaba perdido.
Con un intenso sentido de la felicidad, extrae de su paleta unos tonos exaltados, de enorme
frescura, y da muestras de una vivacidad incomparable. Vivida y a la vez pintoresca, la
escena es transfigurada por un sentimiento de eternidad. Lo que podría ser simplemente una
obra de tradicionalismo ingenuo, como las llamadas en Francia «imágenes de Épinal»,
adquiere un valor de símbolo por la plástica figuración de los animales y las personas.
Chagall nos llega, y lo hace por la verdad de este tema de carácter popular que se
metamorfosea en una paleta de tonalidades orientales, ignoradas hasta entonces por la
Escuela de París. Y nos llega también por un sentido de la vida del que apenas había
ejemplos en aquel período.
Marc Chagall
Soledad, 1933
Óleo sobre lienzo. 102 x 169 cm
Collection of the Tel Aviv Museum of Art. Regalo del artista, 1953
La realidad que conoce en el viaje que hace a Palestina en
1931 le revela a Marc Chagall los lazos biológicos que le
unen, en un relato sin fin, a su historia y sus tradiciones. “No
veía la Biblia, la soñaba”, dice de su experiencia hasta
entonces. La belleza y la serenidad de los santos lugares que
descubre se quedarán grabadas en su memoria, y todas la
secuencias del libro excepcional que es la Biblia cobrarán
vida siempre a través de los recuerdos de este viaje, en el que
le acompañan Bella e Ida. En esta Soledad, obra de 1933 que pertenece a ese ciclo, vemos a
un judío sentado y meditando; cubierto con el manto de oración, le da la espalda a una vaca
blanca que tiene al lado y cuya mirada expresa, curiosamente, la bondad humana. Son dos
mundos que se reúnen y se completan con la ayuda de un violín cuyo arco parece moverse
solo, y bajo la discreta presencia de un ángel nimbado de luz. Chagall cuenta así su historia,
y marca su territorio mediante una fuerza expresiva muy personal y una potencia plástica
animada por la renovación de los grandes mitos que son el fundamento de la pintura. Con
sinceridad y serenidad, nos transmite esa peregrinación a los orígenes de su alma en un
momento en el que la intolerancia y el fascismo se están instalando en Europa.
Marc Chagall
La caída del ángel, 1923-1933-1947
Óleo sobre lienzo. 147,5 x 188,5 cm
Kunstmuseum Basel, Depósito de colección privada
Por sus orígenes, Marc Chagall acusa intensamente los
problemas de la comunidad judía en la Europa de comienzos
del siglo XX, igual que de una manera intuitiva vive los
problemas por los que atraviesa Rusia, su país natal, con la
Primera Guerra Mundial y la Revolución de Octubre.
Exiliado en Francia en 1922, a Chagall le inquietan las
amenazas, serias y reales, que se ciernen sobre el mundo
occidental en los primeros años treinta. Junto con Pablo
Picasso y Joan Miró, será uno de los pocos pintores que
adviertan y denuncien los peligros de esos momentos. Su angustia se expresa, con fuerza y
con fe, en la elección de asuntos tan reveladores como el de la Crucifixión o, en este caso, la
Caída del Ángel. En esta obra importante, de paleta sombría y premonitoria, el ángel, todo
vestido de rojo, se abalanza en un gran remolino sobre la aldea. Hay un sol marchito tras un
velo oscuro, un animal con un violín de cuyo arco sale la partitura, una mujer que protege a
su hijo pequeño y un judío con las tablas de la ley: un mundo trastornado sobre el que vela el
Cristo en la cruz. Un Cristo que proclama un mensaje de esperanza. Composición compleja,
las tonalidades anuncian ya “el gran juego del color” del que habla André Malraux, buen
amigo de Chagall y uno de los pocos creadores –en el ámbito literario en su caso– que, al
igual que nuestro artista, se dan cuenta de que una gran marea de horror va a inundar
Europa en los años cuarenta.
Marc Chagall
La guerra, 1964-1966
Óleo sobre lienzo. 163 x 231 cm
Kunsthaus Zürich, Vereinigung Zürcher Kunstfreunde
Resulta a veces difícil traducir, en tiempo real, el horror de la
época en que se vive; ante la obligación de continuar en el
camino, la realidad se olvida por un momento, pero al punto
resurge ante la menor amenaza, ante el más mínimo ruido,
insidiosamente, y ya se queda para siempre, o se fija en un
cuadro como éste. La aldea –siempre la aldea, símbolo de una
vida pasada– es atacada a sangre y fuego, y sus habitantes
huyen a toda prisa, con lo que les queda, dejando a los suyos
que ya han sido destrozados por la guerra. Invade el lienzo el animal mítico, de un blanco
níveo, inmaculado, como el paisaje, que es un sudario rodeado de negro, de desgracia y de
duelo. Y está también, en lo alto de la gran escena, el Cristo que reúne y agrupa, una vez
más, a las víctimas de todas las tragedias. La composición es amplia, estructurada, y se basa
en la oposición del gris, el negro y el blanco. Sólo dan una nota de rojo las grandes llamas que
se alzan hacia el oscuro cielo. Sabedor de que no puede dejar de preocuparse por la libertad,
el artista se compromete con su época.
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