Chagall - certificación y reconocimientos en la fundación horizonte

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EL PEQUEÑO CHAGALL.
En casa de Peter todo tiene las características de una ortodoxa galería de arte. Es una
edificación de tres pisos con el mejor estilo republicano del período de la
industrialización. Tiene adornos geométricos en altorrelieve, empotrados sobre las
ventanas y puertas rectilíneas en su doble fachada, dada su ubicación en esquina;
posee además un techo en punta con tejas de pizarra negra, que dotan a la edificación
de un especial carácter germano. En su interior las paredes son espaciosas, blancas,
sobrias, sin elementos de diseño que distraigan la atención, y una iluminación
focalizada que da protagonismo a cada obra. Está ubicada en el casco central de la
ciudad cerca al Staattheater-Saarbrücken. Exhibidas pude estimar unas cuarenta y
cinco obras entre pinturas, litografías, esculturas y dibujos, de artistas tan célebres
como Dalí, Chagall, Braque, Kandinsky, Max Ernst, Picasso, Buffet, Munch, Zhivetin
(un artista ruso contemporáneo), y una maternidad de gran formato con mi firma que
había comprado unos años atrás en su viaje a Colombia.
Es mi última noche en Alemania, y le debía esa visita a Peter desde el vernissage de
mi exposición en Das Heilige Kreuz – Güdingen, con motivo de los cincuenta años de
mi amigo Matthías. La celebración estuvo engalanada con un concierto de la orquesta
clásica de Saarbrücken. Después de escuchar el otoño y el invierno, de “Las cuatro
estaciones” de Vivaldi, -dada la predilección de Matthías por el frío-, Peter se acercó
con su esposa para invitarnos a una cena en su casa y simultáneamente mostrarnos su
gran colección privada de la que tanto habíamos hablado en Medellín.
— Es lo menos que puedo hacer después de cómo nos recibiste en tu taller— me dijo.
El día se llegó. A punto de regresar a mi país y luego de haber compartido con un
sinnúmero de amigos ese diciembre en el suroeste de Alemania, de asistir a varios
compromisos formales, y de visitar museos y sitios de interés cultural en pueblos y
ciudades vecinos, vamos camino hacia su casa.
—Es un psicólogo de prestigio, pero no ha podido arreglar los trastornos depresivos de
su mujer—, me dice Matthías al oído mientras subimos las escaleras de mármol. Ella
nos recibe con una sonrisa tranquila, elegantemente vestida en medio de las velas
encendidas y los bellos adornos florales verdes y rojos, característicos en su arraigada
tradición navideña. Es una mujer alta, delgada, de rasgos definidos, con un rostro
angulado y perfil clásico. Su belleza decadente y extremidades largas, evocan la
esbeltez de las cada vez más escasas gitanas andaluzas. No le advierto ninguna
sintomatología especial a no ser por su mirada ensimismada y melancólica, como
alguien recién liberado de un secuestro. Con Peter, hacemos un recorrido por los tres
pisos repletos de arte, contándonos pequeños anécdotas en torno a cada obra: qué
paciente se lo regaló, dónde lo compró, en qué ciudad o país, qué circunstancias del
destino fueron necesarias para que dicha obra cayera en sus manos… Me sorprende
ver que mi cuadro, el más grande de todos, recostado sobre el piso por alguna
concesión especial, o siguiendo parámetros decorativos vanguardistas, tapa uno de
los dos grabados de Picasso, que representa la lucha entre un minotauro y un guerrero,
por una doncella desnuda, evidentemente inspirado en la mitología griega que tanto le
gustaba pintar al español.
—Es casi una herejía—le digo.
—Es el lugar que te mereces— me dice a manera de cumplido.
Tomamos champagne para comenzar la noche y celebrar el reencuentro. Luego como
entrada, comemos un paté de salmón con camarones y caviar de truchas con una
ensalada de hojas del campo, que —solo se produce en esta temporada en el valle del
Sarre —, dice Matthías. Tomamos vino blanco. El plato central es una exquisita ternera
en salsa de pimienta con una especie de hongos de las rocas de la montaña, y puré.
Pido vino tinto, de las riberas del Rin.
Evadiendo un poco el azúcar del postre de manzanas, -cuya prolífica cosecha de
otoño me venía acompañando desde Austria-, me intereso en el pequeño Chagall que
veo colgado en el comedor, cuyo tamaño no excede los cuarenta centímetros de
diámetro. Representa los rostros de una pareja que flota sin cuerpos en una atmósfera
de amarillos y rojos sobre el bosquejo ocre de Notre Dame, con algunas pinceladas
azules que evocan el Sena… Fechado en 1931 y pintado al óleo con la magia de un
surrealismo encantador, es sin duda fiel reflejo de una época feliz.
—Era de mi madre—, me dice ella, —es mi único aporte a la colección de Peter. Verá,
mi madre tuvo un compañero al final de sus días después de morir mi padre. Vivíamos
en Bremen. Él estaba viudo y solo, igual que ella, pero prefirieron seguir viviendo en
casas separadas, en un esfuerzo por conjurar las trampas de la rutina y el desamor. Se
conocieron un verano cualquiera en el silencioso y derruido puerto astillero y
comenzaron a frecuentarse furtivamente en restaurantes y sitios públicos como un par
de adolescentes. Cuando ella visitó su casa por primera vez, lo que más le impactó fue
esa pequeña obra, y quizá por nerviosismo o por la aprensión de una frustración
tardía, no paró de hablar de ella durante toda la cita. Él se sentía cómodo con el tema,
era un alivio, pues ya había perdido el toque y el deje intimista que exige el ritual del
enamoramiento. Desde entonces se pasaban horas enteras tomando vino y
contemplando el cuadro hasta desentrañar su magia por completo: su simbología, su
pincelada, su color, sus rebatibles defectos, el más mínimo secreto. Se sentían
identificados y representados allí. Hacía unos años, él había realizado algunos trabajos
en casa del entonces emergente pintor ruso y éste le regaló ese pequeño cuadro que
conservaba como un tesoro desde los tiempos turbulentos de preguerra. El pequeño
Chagall era el punto de encuentro para romper el hielo, el inicio de toda
conversación. Fueron felices un tiempo. Con los años, su amigo tuvo principios de
Alzheimer y pese a los cariños que ella le prodigaba, hubo que internarlo en un hospital
mental. Los tiempos maravillosos habían pasado. Ahora él apenas si la recordaba con
intermitencia. Un día, en un rato de lucidez, tratando de exorcizar con un recurso
desesperado la maldición de la enfermedad, le dijo que el Chagall era suyo: —quiero
que lo conserves como el símbolo sincero y puro de mi amor por ti— le susurró al oído.
Mi madre llevó el cuadro a su casa y poco después su amigo perdió la memoria por
completo. Ella seguía visitándolo a la clínica casi todos los días. Le bordaba los
pañuelos y pijamas con su nombre para que no se extraviaran, lo peinaba, le
conversaba sobre sus crecientes temores, sus abismos emocionales, y sobre su
soledad cuando él no estuviera. Juntos iban al pequeño refectorio para rezar
fragmentos de oraciones y credos sin principio ni fin. Él se ponía de pie y con
movimientos lentos se acercaba al altar y acariciaba al ángel de mármol con la ingenua
expresión de asombro de un niño sin pecado venial, y entonces ella se levantaba y lo
tomaba del brazo antes que apagara la llama de las velas con sus dedos temblorosos.
Lo sacaba de paseo por el jardín para contemplar las flores y tomar con regocijo el sol;
le hablaba de las últimas nuevas de la guerra, de lo feliz que la había hecho sentir en el
ocaso de su vida, y de otras intrascendencias más. Pero eso ya era historia. Como
habían hecho con el pequeño cuadro, en ocasiones se contemplaban largamente casi
sin pestañear bajo el cielo gris, deteniéndose en sus facciones, sus manos, sus gestos,
sus nuevas arrugas, sus ojos cristalinos; con la esperanza tardía de grabar cada detalle
en su malograda memoria para de alguna manera contrarrestar el olvido, porque
sabían que ya no les quedaba mucho tiempo para el recuerdo. A esas alturas él ya no
la reconocía y quizá tampoco la escuchaba. Su pensamiento estaba absorto en quien
sabe qué deslindadas ideas y su mirada extraviada, vacía, o detenida en el tiempo,
tampoco reflejaba los menesteres de este mundo.
Pronto ella también comenzó a sentir el rigor de la enfermedad. Empezó por olvidar los
pastelillos que tiernamente preparaba para su amigo, luego, a quién había ido a
visitar y cosas así. A veces llegaba a la clínica por inercia, traicionada tal vez por los
deslices de la memoria, o los sórdidos atajos de la costumbre; los enfermeros la
llevaban hasta su cuarto y la sentaban frente a él hasta que sin modular palabra,
terminada la hora de las visitas, era acompañada otra vez hasta la puerta. En
ocasiones irrumpía radiante con su canastilla de galletas recién horneadas y las
compartía risueña con quienes hallaba a su paso. Un día vio en la recepción del
hospital el catálogo de una retrospectiva de grandes pintores del arte moderno, con su
cuadro a todo color en la portada. Ella lo reconoció de inmediato, era su pequeño
Chagall, lo tomó y lo mostró orgullosa a todo el que encontró a su paso:
—Es mi cuadro, este cuadro es mío, es mío, él me lo regaló—, decía con alborozo y lo
abrazaba y bailaba y reía y agradecía al cielo su fortuna y otra vez reía…
—Ya la perdimos del todo—, dijeron enfermeros y doctores cuando la oyeron, —ahora
sí está loca de remate—. Y no la dejaron salir más.
Dic. 31 2013. Espacio aéreo sobre el mar caribe.
Agradecimiento especial a una cálida azafata de Lufthansa, que me trajo una copa de
vino tinto y me dio con qué escribir, pero no me dijo su nombre.
F. Sánchez Caballero
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